Aceptó ser madre tuya por siempre
Padre Mariano de Blas L.C
Quinto Misterio Doloroso. Jesús muere en la cruz
La agonía de Jesús no fue un deslizarse sin retorno hacia la muerte. Su agonía
fue consciente y eficaz; pues durante la misma hizo su testamento, maravilloso
testamento.
Al llegar a la cima la cruz yace sobre el suelo. Ya no le pesará más. Espera el
abrazo de clavos en manos y pies. De ahora hasta el fin cruz y crucificado se
harán uno en un abrazo de muerte. Le arrancan las vestiduras, tan pegadas
estaban a la carne viva. Y ya no es dueño de nada, salvo de su humanidad
desnuda, arada por los latigazos y la cruz. Así se presenta como espectáculo al
mundo. ¿Qué le quedaba de dignidad a este Hombre-Dios? Su dignidad era un amor
infinito, escondido tras aquella telaraña del desprecio infinito de los hombres.
El primer clavo penetró en la mano izquierda, rompiendo todo a su paso y
salpicando sangre a los ojos de los verdugos. Luego la mano derecha: Dolor sobre
dolor hasta el máximo de la resistencia. Pero faltan los pies. Carne sensible,
leño seco, clavo inerte ensamblados de tal forma que la carne se vuelve seca e
inerte como el clavo y el leño.
Si fueron tres horas de dolor, resultaron eternas para el que las sufría, como
eterno era el amor por quienes lo soportaba. Tres horas de dolor sublime,
eternidad de amor divino. ¿Será tan difícil amar entrañablemente a un ser que de
forma tan heroica, tierna y total nos ha amado? Ese amor es tan tuyo como mío,
hermano que caminas por la vida. Toda la existencia lo tendrás y, si no lo
matas, será tuyo por toda la eternidad. Dios te amó y se entregó a la muerte por
ti.
Había dicho grandes mensajes al mundo. Parecía haber concluido de hablar. Pero
no. Todavía le quedaban en el corazón sublimes revelaciones. María había sido
hasta ese momento la fiel Eva que le acompañó siempre: A Belén, a Egipto, hasta
el Calvario. Era su Madre, su joya, su fortaleza. Pero ahora se le ocurre
–divina ocurrencia- regalárnosla a nosotros. El regalo impresiona por el
donador: Dios; y por el receptor: pobres pecadores; y por la joya misma: María.
Regalo sublime es poco decir. La joya más preciosa es un mineral; la flor más
bella es un vegetal. El regalo aquí tiene vida y un corazón, el que más y mejor
ha amado en la tierra. ¡Cuánto amor supuso este regalo! Realmente nos quiere
Jesús.
Y María, acostumbrada a la obediencia total, dijo nuevamente a Jesús: “Sí. He
aquí la esclava del Señor, he aquí la madre de los hombres”. Y dijo sí a cada
uno de sus hijos. Me dijo a mí: “Acepto ser madre tuya por siempre”. De Madre
del Primogénito a madre de millones ... Un gracias inmenso debería oírse a lo
largo y a lo ancho del mundo de parte de sus pobres, miserables, felicísimos
hijos. La herencia recibida de María enriquece inmensamente al más pobre ser
humano, pues puede decir con verdad: “¡Madre mía!”
De pronto se escucha una petición, una queja, una súplica: Tengo sed”. El
Creador de mundos pedía un poco de agua, porque estaba realmente muriendo de
sed. Sed del amor de los hombres. Dios-Amor desea que los hombres le digan: “Te
amo, Dios mío” ¿Quién no se lo puede decir?
Sed de que todos se salven, de que todos sin excepción se santifiquen, se
arrepientan. Es una sed de que otros se sacien. No es sed para Sí mismo. Dios
tiene sed de que los sedientos hallen el agua viva; de que los sedientos de paz,
de amor, de felicidad beban a raudales en la fuente inmortal que salta hasta la
vida eterna. Lo dijo muy claro en la cruz: Tiene sed de que tú y yo nos
salvemos. Y como muchos no le harían caso, por eso Jesús murió de sed en la cima
del monte Calvario. La libertad humana que le dijo no fue el golpe de gracia, y
lo que le hizo morir en el Gólgota.
“¡Dios mío, Dios mío!¿por qué me has abandonado? Esta pregunta taladró el cielo
y resonó en las puertas del Paraíso. Se la dirigía a quien había proclamado:
“Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias”. Da por
hecho el haber sido abandonado. ¿Por qué...? Era, más bien, el grito doloroso de
todos los desesperados, suicidas, abandonados, moribundos sin esperanza. Jesús
quiso sentir lo que sentirían todos esos desgraciados en los momentos más
trágicos de su vida, para obtener de su Padre un alivio y una esperanza. Jesús
quiso pedir al Padre en nombre de todos los desgraciados del mundo que se
compadeciera. El Padre le respondió: “Todo el que tenga fe en Ti, Hijo
predilecto, encontrará la paz y la salvación”.
A ese mismo Padre al que al inicio de su vida le dijo: “He aquí vengo para hacer
tu voluntad”, le susurra ahora, en la antesala de la muerte: “Misión cumplida.
He reconciliado a la Humanidad contigo. He cumplido tu voluntad hasta los
azotes, la corona de espinas, los clavos y el estertor de la muerte. ¿Estás
complacido de tu Hijo predilecto?”
Tan complacido estaba que le extendió sus brazos y su pecho para que reclinara
su cabeza y así muriera, pronunciando la última palabra que brotó de su alma:
“En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu”. Luego se dejó caer en aquellos
brazos, y expiró. Dios murió, Dios murió, La Vida murió. ¿Por qué tenía que
morir? ¿Por quién murió el Hijo de Dios? Por sus hermanos, por todos, por amor a
ellos. Cristo me amó y se entregó a la muerte por mí.