Lutero, Agustín y los judíos

 

Massimo Borghesi *

 

 

La autoridad del obispo de Hipona es un punto de referencia esencial para comprender el destino y la historia de los judíos en el seno de la cristiandad. Cuando es reconocida unánimemente, como sucedía en el primer milenio, permanece intacta la conciencia del misterio que significa el pueblo judío, conciencia que limita las tentaciones de marginación y las veleidades de conversiones forzadas. Dicho en términos del exégeta y teólogo catóico Heinrich Schlier “Israel no perecerá jamás ni por la impaciencia de los pueblos ni por la suya. Israel reposa sobre la paciencia de Dios”. Paciencia que al final conducirá a la salvación de “todo Israel”. Schlier, comentando a San Pablo, encuentra de nuevo idealmente la posición de San Agustín. Lo cual no carece de significado. La actualización de dicha postura, a la luz de la intolerancia moderna y de la tragedia de la Shoah, asume efectivamente un valor muy especial para la Iglesia católica y para las confesiones cristianas.

 

 

  1. Reforma y antijudaísmo

En 1543, treinta años antes de morir, Lutero publica un ensayo, Von den Juden und ihren Lügen, publicado ahora en italiano con el título Degli ebrei e delle loro menzogne[1](De los judíos y sus mentiras). El libelo, de cuyos contenidos las comunidades protestantes actuales se han disociado resueltamente, es de una violencia incomparable: “Son estos judíos seres muy desesperados, malos, venenosos y diabólicos hasta la médula, y en estos mil cuatrocientos años han sido nuestra desgracia, peste y desventura, y siguen siéndolo... Son venenosas, duras, vengativas, pérfidas serpientes, asesinos e hijos del demonio, que muerden y envenenan en secreto, no pudiéndolo hacer abiertamente”.[2]

 

La única terapia posible es una “áspera misericordia” (scharfe Barmherzigkeit)[3], una dureza sin piedad que se traduce, al final del libelo, en “sin misericordia alguna”. Las medidas drásticas que el reformador solicita de las autoridades civiles y religiosas para limpiar Alemania de la “calamidad” judía prevén una serie de puntos. “En primer lugar, hay que quemar sus sinagogas o escuelas; y lo que no arda ha de ser cubierto con tierra y sepultado, de modo que nadie pueda ver jamás ni una piedra ni un resto”[4]. En segundo lugar, “hay que destruir y desmantelar de la misma manera sus casas, porque en ellas hacen las mismas cosas que en sus sinagogas. Métaseles, pues, en un cobertizo o en un establo, como a los gitanos”[5]

 

En tercer lugar, “hay que quitarles todos sus libros de oraciones y los textos talmúdicos en los que se enseñan tales idolatrías, mentiras, maldiciones y blasfemias”[6]. En cuarto lugar, “hay que prohibir a sus rabinos –so pena de muerte- que sigan enseñando”.[7] En quinto lugar “no hay que concederles a los judíos el salvoconducto para los caminos, porque no tienen nada que hacer en el campo, visto que no son ni señores, ni funcionarios, ni mercaderes o semejantes. Deben quedarse en casa”[8]. En sexto lugar “hay que prohibirles la usura, confiscarles todo lo que poseen en dinero y en joyas de plata y oro, y guardarlo”[9]. En séptimo lugar “a los judíos y judías jóvenes y fuertes, se les ha de dar trillo, hacha, azada, pala, rueca, huso, para que se ganen el pan con el sudor de la frente”.[10]

 

A estas medidas Lutero añade la prohibición de pronunciar el nombre de Dios en presencia de cristianos. Lutero insiste varias veces en el hecho de que no hay que ser misericordiosos con los judíos. El objetivo, evidente, es hacerles la vida imposible para que se vayan. “Yo”, escribe Lutero, “he hecho mi deber: ahora que otros hagan el suyo. Yo no tengo culpas”.[11]

 

Es una absolución cargada de desgraciados presagios. Lutero, como padre espiritual de la Alemania moderna, tiene una responsabilidad muy grave en el proceso de odio que se desarrolló contra los judíos. Las páginas siniestras de su panfleto, sus palabras indefendibles, justifican la llamada a capítulo que hizo en el proceso de Núremberg el nazi Julius Streicher, para el cual el doctor Martín Lutero “hoy estaría seguramente en mi lugar en el banquillo de los acusados”.[12] Una acusación confirmada por William Shirer, uno de los más ilustres historiadores del nazismo[13], así como, indirectamente, por el hecho de que “hoy los escritos polémicos de Lutero contra los judíos no aparecen en ninguna de las ediciones en alemán contemporáneo”.[14]En verdad –supuesto que fueran necesarios otros elementos para juzgar mal a Lutero- estas páginas son vergonzosas.

 

 

  1. Más allá de Agustín y la pax cristiana del primer milenio

La postura de Lutero, que sólo parcialmente puede explicarse con los prejuicios antijudíos de su época, es aún más significativa porque se aleja de un escrito anterior del autor, Dass Jesus Christus ein geborener Jude sei (Jesucristo nació judío) de 1523, que ya en su título indica una actitud no hostil hacia los judíos. En este texto se explica la desconfianza judía ante el cristianismo a partir de los límites de la cristiandad que, cerrada y hostil con el pueblo hebreo, no ha manifestado el rostro compasivo de Jesucristo. Anteriormente, en febrero de 1514, durante la controversia sobre la destrucción de los libros judíos que atormentó al mundo alemán de la primera mitad del siglo XVI, Lutero declaró que era contrario a la prohibición del Talmud. La “tolerancia” del joven Lutero dependía de su fidelidad a la Escritura. Como se deduce de una carta que escribió a Georg Spaltin en febrero de 1524, los teólogos de Colonia no podían impedir, mediante la destrucción de sus libros, que los judíos ofendieran a Cristo y a los suyos, porque ya lo habían predicho los profetas y estaba contenido en la Escritura. La presencia de la sinagoga, incluso después de la Iglesia, aparece como un misterio que los cristianos deben tener presente sin pretender resolverlo a nivel político. Las motivaciones luteranas, como ha señalado Adriano Prosperi, tienen una clara orientación agustiniana. Prosperi, en la introducción a la traducción italiana de Von den Juden und ihren Lügen, muestra que el último Lutero, rompiendo con su postura inicial, se “distancia de la exégesis agustiniana”[15], exégesis que había permitido la convivencia de judíos y cristianos en el primer milenio. “Agustín”, dice Prosperi, “había justificado la permanencia histórica de la religión hebrea como función providencial de testimonio de la verdad frente a los que negaban –paganos, herejes- la continuidad de la tradición bíblica veterotestamentaria en la Iglesia cristiana. Pero había puesto dos condiciones a esta permanencia: la primera, que los judíos no debían ser maltratados o matados por su culpa originaria (el “deicidio”); la segunda, que los judíos serían los últimos en convertirse al final de los tiempos. Uniendo el pasaje del Salmo 58, 15 con el de Génesis 4, 15, había puesto en relación la supervivencia de los judíos como pueblo unido por una religión a la de Caín después del asesinato de Abel. La “marca” que Dios había puesto sobre Caín para que nadie lo matara había sido puesta también sobre los judíos: esa señal, según Agustín, era su religión. Al lado de esta función protectora de la “marca” colocada sobre los judíos, Agustín continuaba la interpretación paulina del Salmo 58, 15: convertentur ad vesperam: los judíos estaban destinados a ser los últimos que se convertirían al final de los tiempos, in fine mundi[16]. De este modo, “de la espera apocalíptica de la conversión final y del significado providencial atribuido a la presencia judía, se derivaba para los judíos la garantía del libre ejercicio de su religión”[17].

 

La opinión de Prosperi coincide aquí con la de León Poliakov para el cual, según “el más ilustre padre de la Iglesia, Agustín”, se debía “proteger la vida y el culto de los judíos, como “pueblo testigo de la crucifixión”, para dar testimonio así de la verdad del cristianismo y del error del hebraísmo. Después, en el transcurso de los siglos, la Iglesia romana trató de proteger a los judíos, que, por su parte, consideraron a los pontífices como su última posibilidad. Pero, es cierto que la situación de los judíos durante la Edad Media no fue ni uniformemente pacífica ni uniformemente trágica. No cabe duda de que fue oscurecida por acusaciones y graves matanzas, pero también es cierto que vivieron con relativa concordia con los cristianos y ejercieron (menos la agricultura) los mismos oficios que estos”.[18]

 

Esta tolerancia caracterizó, según Poliakov, el Occidente latino. “Por el contrario, la Iglesia griega ortodoxa, que no había canonizado a San Agustín, rechazó su doctrina. Debido a esto, los primeros zares se negaron a admitir judíos en sus tierras y cuando, en el siglo XVIII, la Rusia imperial se anexionó al oeste algunos territorios poblados por judíos, estos fueron sometidos a severas leyes excepcionales”.[19]

 

Tanto para Prosperi como para Poliakov, la autoridad de Agustín constituye un punto de referencia esencial para comprender el destino y la historia de los judíos en el seno de la cristiandad. Cuando dicha autoridad es reconocida unánimemente, como sucedía en el primer milenio, permanece la conciencia del misterio que significa el pueblo judío, conciencia que limita las tentaciones de marginación y las veleidades como conversiones forzadas. Como escribe Lucie Kaennel: “Hasta el siglo XI la integración de los judíos con la población cristiana occidental y con el mundo árabe español no presenta grandes dificultades. Las comunidades judías gozan de la protección de los soberanos. Mercaderes judíos aseguran las relaciones indispensables entre la cristiandad de occidente y el mundo islámico; entre las varias comunidades religiosas reina una relativa tolerancia”[20]. Entre los siglos XI y XIII el judaísmo se convierte en el punto ideal de encuentro entre la cristiandad latina y las grandes corrientes del pensamiento antiguo y árabe-islámico, dando su aportación decisiva a la cultura medieval. Son los tiempos de Judá Leví  (1075-1141) y de Moseh ben Maimón, conocido con el nombre de Maimónides (1135/38-1204), el más grande pensador judío de la Edad Media. En 1290 los judíos son expulsados de Inglaterra, en 1308 de Francia; es el comienzo de un proceso que culmina en 1492 con su expulsión de España. No es fácil explicar el porqué de este “cambio radical respecto al camino marcado por Agustín”[21]. Amos Funkenstein lo atribuye a la orientación racionalista de la nueva filosofía y al mayor conocimiento del Talmud que hacía que los judíos modernos parecieran “herejes” respecto al deposito veterotestamentario[22]. Con estos hechos caían los vínculos que había puesto Agustín para la tutela del colectivo judío.

 

La cristiandad, que cierra filas en torno a la “revolución pontificia” de los siglos XII y XIII, parece menos la Iglesia peregrina, la civitas Dei agustiniana, que el reino consumado. El ansia de purificación que la anima se traduce, en el externo, en una lucha continua con el imperio, los herejes, los no cristianos. En el transfondo está el presagio de que el tiempo del mundo se acerca a su fin. “La Iglesia renovada”, dice Joaquín de Fiore, “está entrando en la edad del Espíritu”, la época final de la historia. También Lutero comparte esta visión apocalíptica; también para él ha sonado la hora decisiva en la lucha por o contra el Evangelio. A partir de este concepto toma forma su concepción del adversario, judío, papista, turco, pagano, hereje.[23] Si esto es verdad, el antijudaísmo moderno, un aspecto que no ha sido suficientemente señalado, encontraría una clave explicativa en la tensión apocalíptica que, a partir de la Edad Media, invade los espíritus. De aquí la ruptura con la tradición agustiniana –Joaquín de Fiore contra Agustín de Hipona- para la cual la civitas Dei y la civitas hominis permanecen perplexae hasta el final. Dicha ruptura trae, por consiguiente, el ultimátum que se les da a los judíos: convertirse o irse del mundo “cristiano”.

 

 

  1. Ecclesia spiritualis.  Marcionismo y antijudaísmo

El prejuicio antijudío en la modernidad sigue dos caminos. Uno es volver a lo antiguo contra lo moderno representado por la tradición judeo-cristiana. Es el camino del neoclasicismo alemán que adopta la forma de regreso al paganismo helenista en sus valores y divinidades, y que culmina en Friedrich Nietzsche. Esta corriente, cuya expresión radical es la mitología nacionalsocialista, es manifestada en el pensamiento de Walter Otto y de Martin Heidegger.

 

El otro camino que sigue el sentimiento antijudío es el que se desarrolla a partir de un “cristianismo espiritual” basado en la antítesis entre Nuevo y Antiguo Testamento, entre el amor y la ley. Una antítesis que recuerda la postura de Marción que Agustín había contrastado idealmente oponiéndose al maniqueísmo. En la época moderna, la posición marcionita es un aporte de la Reforma en la medida en que la nueva Ecclesia spiritualis ve en los judíos a los representantes de la ley entendida como autojustificación. “Lutero ve en ellos a la Iglesia carnal, espejo negativo para la Iglesia espiritual que imagina. El peligro que representan va mucho más allá del ámbito judío. Muchos cristianos se jactan de su propia justicia, practican una religión hecha de ceremonias y ritos exteriores”[24]. De este modo el judío se convierte en criterio de comparación, negativo, para establecer la verdadera religión. Para Lutero, el judío, al igual que el católico, persigue la autojustificación mediante las obras de la ley frente a la doctrina evangélica que requiere la justificación mediante la gracia de Dios. Con ello une el “legalismo” romano, “papista”, con el judío. El catolicismo es un “cristianismo judío”, mundano, que ha olvidado la justificación mediante la gracia. Frente a este cristianismo “carnal”, está el “espiritual” restaurado por la Reforma. Podemos ver que esta contraposición no se halla sólo en los reformadores, también está presente en los humanistas. Para Erasmo de Rótterdam, que demuestra en sus escritos una hostilidad antijudía profundamente arraigada hasta el punto de alegrarse por la expulsión de los judíos de Francia, la antítesis  entre judaísmo y cristianismo es antítesis entre la carne y el espíritu, entre una ritualidad exterior y una fe interior.

 

Es la misma contraposición que, con nuevas formas, hallamos en la Ilustración, para la cual al deísmo como verdadera religión (interior, racional, universal) se oponía la fe judía (exterior, legalista, particular) basada en la escandalosa pretensión de la elección divina y en la “esclavitud” de la ley. Desde este punto de vista no debe sorprender, aunque puede resultar difícil de aceptar, la hostilidad que una parte notable de ilustrados siente contra el judaísmo[25]. El resentimiento antijudío es una constante en el padre de la tolerancia, Voltaire[26], y en Gibbon, Reimarus, Kant. Como escribe Elena Loewnthal “todos han sido antisemitas: laicos y religiosos, reformadores y conservadores, reaccionarios y revolucionarios. Ilustrados, ateos. El antisemitismo debe mucho a estos “aportes transversales”, el exterminio nazi encontró también legitimación y apoyo en el hecho de que los Voltaire, los Lutero, los Kant, etc., no mostraron particular simpatía por el pueblo elegido y disperso”.[27]

 

Es interesante señalar que este carácter transversal no es casual, sino el resultado consecuente de la “religión pura” que ven en el judío al anti-tipo, el modelo de una fe exterior, política, particularista, carnal. Se trata de antisemitismo gnóstico que lee a la luz de Marción la dialéctica luterana entre Ley y Evangelio, Antigua y Nueva Alianza. Es lo que aflora en los escritos juveniles de Hegel, llenos de furor antijudío[28], y también en una parte considerable de la llamada teología liberal, cuyo objetivo era “liberar” al cristianismo de cualquier posible dependencia veterotestamentaria. Jacob Taubes en Die Politische Theologie des Paulus ha captado muy bien esta directriz de pensamiento en la obra del teólogo protestante Adolf von Harnack, cuya reflexión, y no por casualidad, se ocupó grandemente de la figura de Marción[29]. Fue el padre de Harnack, Theodosius, el que en un ensayo sobre Lutero releyó el binomio Ley-Evangelio en términos decididamente marcionitas.[30] Este planteamiento, seguido por su hijo, llevaba al rechazo del elemento veterotestamentario. Este rechazo era, según Taubes, “el secreto del protestantismo alemán liberal que, en 1933 no fue capaz de superar la prueba”.[31]

 

 

  1. La Iglesia e Israel

El ideal apocalíptico de una Iglesia de puros que llegan a la época final de la historia, ideal que con formas heréticas y utopistas recorre la modernidad, no puede tolerar lo que el teólogo y exegeta católico Heinrich Schlier, en una estupenda conferencia de 1939, llama el misterio de Israel, misterio fundado en el hecho de que tampoco después de la Iglesia “Dios retira su promesa a este pueblo”[32]. Esto significa que “Israel no perecerá jamás ni por la impaciencia de los pueblos ni por la suya. Israel reposa sobre la paciencia de Dios”[33]. Paciencia que al final conducirá a la salvación de “todo Israel”.

 

Schlier, comentando a San Pablo, encuentra de nuevo idealmente la posición de San Agustín. Lo cual no carece de significado. La actualización de dicha postura, a la luz de la intolerancia moderna y de la tragedia de la Shoah, asume efectivamente un valor muy especial para la Iglesia católica y para las confesiones cristianas.

 

La existencia judía es, ante todo, una admonición para la Iglesia, que le recuerda que es peregrina, civitas Dei en el sentido agustiniano: todavía no es la plenitud del Reino. Como escribe Franz Rosenzweig a Eugen Rosenstock: “Nosotros somos el monumento que continuamente os hace ver vuestro todavía no[34].

 

La Iglesia, en segundo lugar, necesita de Israel, como pueblo auténtico que vive la Alianza con Dios en la historia, para no ceder a la tentación (gnóstica) de la Ecclesia spiritualis (Joaquín de Fiore, Lutero) contra la que combatieron Papas, obispos y fieles católicos. Según Alain Besançon esta es la lección que detecta Vladimir Soloviev en su Los judíos y la cuestión cristiana, escrito tras la promulgación en 1882 de las leyes antisemitas en Rusia. La reflexión sobre Israel le permite a Soloviev entrever que la religión no es un mensaje, sino una historia; y ni siquiera es “evolución”, o esquema historiosófico, sino que se lee en hechos no repetibles, que han sido vividos por un pueblo elegido en una región concreta, en un tiempo determinado, con sus idiosincrasias irreductibles”.[35]

 

Con esto Soloviev se desembaraza de la herejía marcionita presente en el sublime tolstoiano, así como en el patetismo de Los Hermanos Karamazov o de El Idiota. Análogamente a Soloviev, también el poeta católico Charles Péguy, según el teólogo católico Hans Urs von Balthasar, ha visto en Israel el modelo del point d´intersection entre el tiempo y lo eterno. “El hecho de que Jesús era judío, solidario con su pueblo, con el destino de los judíos, es para Péguy el punto de partida del justo equilibrio entre spirituel et charnel (temporel)[36].

 

La Iglesia, por último, como Iglesia peregrina y al mismo tiempo arraigada en la historia, no puede por menos que reflejarse en el destino peculiar de Israel, pueblo humillado y ofendido, al que no se le ha ahorrado ningún dolor del mundo. Todo esto asume un significado particular después de la experiencia indecible de la Shoah. Como ha escrito monseñor Luigi Giussani[37]: “El Holocausto se ha convertido en pedagogía para todos los cristianos; al ser un estigma doloroso e injusto, la cultura judía más ferviente propone la Shoah como un tema cardinal también para toda la humanidad, como debe ser”[38]. Para la Iglesia esto significa tener conciencia, dramática, de que “el esfuerzo de ser fiel en la espera de Dios se traduce también como cruz en la vida de los creyentes”.[39]

 

La conciencia de estos tres factores, por los cuales la Iglesia es itinerante en el mundo, arraigada en la historia, marcada por el madero de la cruz, aclaran la importancia de la figura y de la realidad de Israel para la Iglesia. “Nosotros”, afirmaba Pío XI oponiéndose a las leyes raciales de Hitler, “somos espiritualmente judíos”. La afirmación de este gran Pontífice atestigua la conciencia de “misterio” de Israel, conciencia que se ha perdido en los vericuetos de la modernidad, de sus utopías y sus aberraciones.

 

 

Fuente: Revista Internacional 30Días.

 


* Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia), Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.

[1] M. Lutero, Degli ebrei e delle loro menzogne, introducción de A. Prosperi, Turín, 2000.

[2] Op.cit, p. 200.

[3] Op.cit. p. 187

[4] Op.cit. p. 188-189.

[5] Op.cit. p. 190

[6] Ibidem.

[7] Op.cit. p. 192.

[8] Op.cit. p. 195.

[9] Op.cit. p. 214.

[10] Op.cit. p. 215.

[11] Op.cit. p. 222.

[12] L. Kaendel, Luther étail-il antisémite?, Ginebra, 1997, p. 21.

[13] W. L. Shirer, The Rise and Fall of the Third Reich: a History of Nazi Germany, New York, 1960, p. 236. En la traducción alemana (Colonia, 1961) el pasaje sobre Lutero ha sido omitido.

[14] D. Garrone, introducción a L. Kaendel, op.cit., p. 15.

[15] A. Prosperi, introducción a: M. Lutero, cit., p. XXXVII.

[16] Ibid.

[17] Op.cit., p. XIX.

[18] L. Poliakov, introducción a: AA. VV, Historie de l´antisémitisme 1945-1993, Paris, 1994, p. 7.

[19] Op.cit., 7-8

[20] L. Kaennel, cit., p. 29.

[21] A. Prosperi, introducción a: M. Lutero, cit., p. XXII.

[22] Cfr. A. Funkestein, “Basic Types of Christian Anti-Jewish Polemics in the Later Middle Ages”, en Viator, 2 (1971), pp. 373-382.

[23] Cfr. H. Oberman, Wurzeln des Antisemitismus. Christenangst und Judenplage im Zeitalter von Humanismus und Reformation, Berlín, 1981; A. Agnoletto, La tragedia dell´Europa cristiana nel XVI secolo. Dalla giudeofobia di Lutero agli umanisti Jonas e Melantore, Milán, 1996.

[24] A. Prosperi, cit., p. XXXII. Sobre el tema, es de utilidad Cfr. G. Kisch, Erasmus´Stellung zu Juden und Judentum, Tubingen, 1969.

[25] Cfr. AA.VV., Judentum im Zeitalter der Aufklärung, Bremen-Wolfenbütel, 1977.

[26] Voltaire, Juifs, Paris, 1997.

[27] E. Loewenthal, L´illuminismo rovesciato, Milán, 1997. p. 23.

[28] M. Borghesi, L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno”, Roma, 1995, p. 169 ss.

[29] A. von Harnack, Marcion. Das Evangelim vom fremden Gott. Eine Monographie zur Geschichte der Grundlegung der katholischen Kirche, Leipzing, 1921.

[30] Th. Harnack, Luthers Theologie des Paulus, Munich, 1993, p. 116.

[31] Taubes, op.cit. p. 124

[32] H. Schlier, Die Zeit der Kirche, Friburgo-Basilea-Viena, 1962, p. 389.

[33] Op.cit., p. 390.

[34] F. Rosenzweig, Gesammelte Schristen, I, The Hague, 1979, p. 111.

[35] A. Besançon, La falsification du Bien. Soloviev et Orwell, Paris, 1985, p. 64.

[36] H. U. von Balthasar, Herrlichkeit. Eine theologische Ästhetik, vol. II/2, Laikale Stile, Einsiedeln, 1969, p. 381.

[37] Fundador del movimiento católico Comunión y Liberación, con reconocimiento pontificio.

[38] L. Giussani, Nosotros somos judíos, en Revista 30Días en la Iglesia y el mundo, no. 1, enero de 1999, págs. 76-77.

[39] Ibid.