Autor: Tomás Melendo
Fuente: www.edufamilia.com
Los tres «primeros principios» de todo educador que se precie
Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos
Padre
y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus
hijos… aunque en los momentos actuales a veces dé la impresión de que
pretenden ignorarlo, con más o menos consciencia (es un primer indicio de que
educamos «más bien mal»).
Con todo, esta especie de resistencia resulta comprensible. Y es que la misión
paterno-materna de educar no es nada sencilla. Está llena de contrastes en
apariencia irreconciliables, y hoy, si cabe, más agudizados.
Por tal motivo, antes de señalar algunas de esas dificultades, copio el
diagnóstico de la (disminución de la) «capacidad educativa» de la familia
media actual, realizado por Fernando Sebastián. Aunque las reflexiones
establecen como punto de partida la enseñanza de la fe en el seno del hogar
cristiano, pienso que constituyen una buena toma de contacto con el problema
en su conjunto:
«El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente,
sino que, en realidad, la familia, los padres, han perdido buena parte de su
capacidad educadora en general.
En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir
tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres.
No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir temas de
interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente
sin tener apenas en cuenta la función de la madre en la vida familiar, sin una
suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos.
Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las
comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la
maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que no estén siendo
suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad
ni las del padre ni las de la madre.
Hay además un concepto equivocado de la educación, que favorece
comportamientos equivocados. El objetivo de una buena educación no es que el
hijo “esté contento”, que no le falte nada, sino que se desarrolle como
persona en el conocimiento y en su comportamiento, en sus convicciones y sus
actitudes, enriquecido con las virtudes cardinales y teologales.
[…] Para que una persona perciba la llamada de la fe y la acoja positivamente
hace falta que tenga una actitud vital determinada: que esté abierto a los
mensajes de la realidad y no esté encerrado en el mundo estrecho de sus
gustos, de sus preferencias, que se sienta recibido en un mundo más amplio que
él, que no se sienta el centro del mundo, que no esté cerrado sobre sí mismo,
ni por egoísmo, ni por temor o resentimiento.
Para dar el paso de la fe hace falta sentir y vivir la realidad como un seno
acogedor, amable, en el que nuestra vida tiene que ser posible, en donde
podemos vivir seguros. Hace falta además vivir la propia vida como respuesta,
con responsabilidad frente a la realidad, a nuestra realidad y la realidad de
los demás, hace falta percibir y vivir la propia libertad como respuesta
positiva a una realidad buena y acogedora, y hace falta que seamos sensibles
al don del amor y a la interpelación del amor, “vivimos del amor de los demás,
pero a este amor tenemos que responder lealmente con más amor”.
Estas actitudes de realismo, responsabilidad, generosidad son fruto de una
buena educación. La renuncia a educar puede privar de estas disposiciones a un
hijo desde sus primeros años.
Quien ha crecido encerrado en el gusto de las propias apetencias, sin sentir
el valor de la vida como don y respuesta en el amor, será incapaz de entender
lo que es “creer” en Dios, ni creer en nadie. Hace falta percibir las
consecuencias de una vida dialogante, compartida, recibida. Cuando un niño
sabe que vive del amor de los demás, y que el amor recibido merece y reclama
una respuesta de amor, entenderá mejor las explicaciones y los testimonios
acerca del buen Padre de Dios y de la necesidad de tenerle en cuenta en su
vida.»
Y paso ahora a exponer algunos de…
Los contrastes
1. A lo largo de toda su existencia, los padres han de acoger a cada hijo
—único e irrepetible, en virtud de su condición personal— tal como es, aun
cuando en ocasiones no responda a sus expectativas… o incluso «les caiga mal».
(Tal «antipatía» —e incluso un inicial rechazo— no debería asustar a nadie,
pues es perfectamente humana y compatible con el amor más puro, que reside en
la voluntad y no es propiamente un sentimiento.
Y esto, tanto de manera habitual, que habrá que intentar vencer, como en
momentos de particular enfado. En un estupendo escrito sobre educación, Nancy
Samalin recuerda que bastante a menudo «… los padres normales se enfurecen con
sus hijos normales. Es inevitable llegar a sentir una rabia intensa hacia los
niños, con independencia del amor que sintamos hacia ellos.»)
2. Han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente.
3. Respetar la libertad de los chicos y hacerla crecer… ¡siempre!, superando
todo afán de posesión y sobreprotección; pero, a la vez, deben guiarles y
corregirles.
4. Ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo
formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece
su autoconocimiento y su autoestima… ¡y su capacidad de desenvolverse en la
vida, sin depender siempre de sus mayores!
5. Y otro sinfín de dificultades y de aparentes contradicciones que sería
largo enumerar y que irán apareciendo a lo largo del escrito.
Una primera aproximación se encuentra en estos sensatos párrafos de
Murphy-Witt, que no tienen desperdicio:
«En la actualidad, los niños ya no crecen espontáneamente. Han cambiado
demasiadas cosas en nuestra sociedad. No hace mucho tiempo se decía: “Lo que
llegue, bien recibido será”. Pero hoy en día prácticamente no quedan familias
con una visión tan distendida. Abuelas que prefieren viajar por todo el mundo
en lugar de ocuparse de sus nietos, pisos pequeños y condiciones adversas para
los niños, falta de oferta para cuidarlos y una presión continua, tanto en
términos de tiempo como de rendimiento, para combinar trabajo y familia: ¡los
padres de hoy en día no lo tienen precisamente fácil!
No solo falta un apoyo útil, sino que también la vida diaria de las familias
es cada vez más complicada: comida rápida y falta de ejercicio físico, culto a
las marcas y consumismo, televisión publicitaria y videos violentos, Internet
y juegos de ordenador, conductas agresivas en el parque y mobbing en el
colegio, dificultades para leer y déficit de atención, trastornos alimentarios
y éxtasis: el mundo de nuestros hijos es multiproblemático.
En este contexto nuestros retoños necesitan una buena línea directriz,
instrucciones intensivas y pautas inamovibles para encontrar su camino. La
responsabilidad que los padres tienen sobre sus hombros es grande. Se exige
mucho de las madres y los padres, más bien un trabajo a tiempo completo que
una ocupación temporal. Muchas parejas jóvenes opinan que se puede ir
aprendiendo sobre la marcha, que se consigue de algún modo. Pero, por
desgracia, las cosas se tuercen con demasiada frecuencia. Cada vez más
familias se ven atrapadas en el estrés de la educación. Los problemas se
convierten en dominantes y las disputas continuas envenenan el ambiente en el
hogar. Año tras año aumenta la demanda de asesoramiento educativo. Y cada vez
hay más familias que no pueden solucionar solas sus conflictos.»
Más escueto, pero también más esencial, es el panorama que ofrece Diego Macià:
«La tarea de educar supone esforzarse por comprender, respetar y enriquecer al
“otro” y esto en una sociedad como la nuestra, siempre con prisas,
dificultades de comunicación, horarios de trabajo incompatible con los hijos,
etc., no siempre resulta fácil. De hecho, parte del precio que estamos pagando
los seres humanos por el progreso de nuestra sociedad es dejar en segundo
plano las relaciones amorosos entre padres e hijos, fundamentales para que
estos alcancen una personalidad madura e independiente.»
Y que, como es lógico, concuerda casi a la letra con el de otros dos
especialistas en psicología y educación (Fernández Millán y Buela-Casal):
«Si algo es importante en la educación de los hijos, es conocerlos y que ellos
conozcan a sus padres. Desgraciadamente la sociedad en la que vivimos nos roba
una gran parte del tiempo que deberíamos usar para hablar entre los miembros
familiares; tiempo que empleamos en el trabajo, el desplazamiento, la
televisión, etc. Se ha dejado de contar cuentos a los más pequeños o trasmitir
las historias de nuestros antepasados (es sorprendente como muchos niños
apenas conocen la vida de sus abuelos), las sobremesas son fugaces o
individuales, llegamos muy cansados del trabajo o el hijo debe de hacer los
deberes de clase…, hay miles de excusas para no sentarse y dialogar, empezando
por escuchar.»
De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy
pronto
Capacitarse
En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante
alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos muy comprometidos
o de alto riesgo. No ocurre así ni en la albañilería, la mecánica, las artes
gráficas o el diseño; tampoco en medicina, arquitectura, ingeniería,
informática, derecho, en la carrera militar o política, en la administración o
en el seno de una empresa…
¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Tal vez porque
su responsabilidad es menor que la de quienes trabajan en una profesión
convencional? Da la impresión de que no, sino más bien al contrario: en fin de
cuentas, educar es poner los medios para que una persona llegue a ser feliz, y
¿existe algo de más trascendencia que «eso»?
¿Acaso, entonces, porque se trata más de un arte que de una ciencia? Aunque se
pudiera estar de acuerdo en este último extremo, en ningún arte bastan la
inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse,
ejercitarse… como confirman justamente los artistas que en apariencia trabajan
sin apenas esfuerzo: cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo
(en ocasiones, previo y sedimentado a modo de habilidades) ha llevado consigo.
Cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo suele encerrar en su
seno
Llegar al fondo
Por otro lado, aprender el «oficio» de padre y educador no consiste en
proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente
aplicables a los problemas que van surgiendo. Ni tampoco de un racimo de
técnicas infalibles.
Tales recetas y técnicas no existen. Hay, por el contrario, principios o
fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los
padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su
pensamiento y vida de su vida —¡ser de su propio ser!—, para con ellos, y casi
sin necesidad de deliberaciones, encarar la práctica diaria.
Y no se trata, tampoco, de una labor sencilla: comporta mucha atención a los
hijos, mucha reflexión y cambio de impresiones de los esposos entre sí… y
mucho sacrificio para saber prescindir del propio bienestar —incluso del
necesario y no caprichoso— en pro del bien de los hijos.
Tal como explica Macià, «… educar en el sentido más amplio es, sin duda, una
tarea compleja. Educar de forma responsable a los hijos requiere
responsabilidad, respeto, conocimiento y ejemplo. Ser padres es una
oportunidad maravillosa que nos proporciona la naturaleza, pero es también “un
oficio”, “una profesión” que hay que aprender. Por tanto, requiere de un
proceso de instrucción que supone reflexión, adquisición de conocimientos
teóricos y puesta en práctica de los mismos. El oficio de ser padres se puede
aprender y mejorar.»
Una mejora y aprendizaje que se resume en lograr que, de forma espontánea y
habitual, impere la siguiente máxima:
El tú de la persona amada debe prevalecer siempre sobre el propio yo: ¡he aquí
la regla de oro de toda labor educativa, de la vida entera… y de la auténtica
felicidad!
Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorando, el
más accesible y concreto que se me ocurre, de los principales criterios y
sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación.
En la confluencia de tres amores
Si planteamos el asunto del modo más hondo y radical posible, las claves de la
educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo
término y misión —amar (amar ¡bien!)—… y en los dos corolarios que de ahí se
siguen:
1. ¡Aprender a amar inteligentemente!, sin nunca, nunca, dar por supuesto que
uno ya sabe hacerlo, en contra de lo que a menudo sucede («… el amor debe ir a
la escuela», me gusta recordar con Benavente).
2. Y sin imaginar tampoco que va a lograrlo como por arte de magia, sin poner
de su parte cuanto fuere necesario para querer cada vez mejor (lo cual supone,
como vengo diciendo, esforzarse por ser mejor persona).
1. Amor a los hijos
El requisito ineludible
La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal
amor a sus hijos: querer efectiva y eficazmente su bien, el de «cada uno de
todos» ellos.
Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la
educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho
sentido común y, sobre todo, mucho amor».
Algo similar sostienen Charles y Laura Robinson, animando a los padres a
asumir su tarea educadora:
«Podéis hacer de ellos unos seres fundamentalmente felices; podéis darles el
gran impulso inicial para la carrera de la vida. Ese impulso, en el ser humano
tendrá que constar, en buena parte, de una gran dosis de amor.
Porque el amor es la suprema actividad humana y la que tiene más virtud para
equilibrar y potenciar a los hombres.»
Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar
con sensatez, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para
obtener seguros resultados. Todo ello sería insuficiente sin el elemento
indispensable de un amor auténtico y cabal… y hondamente enraizado en lo más
íntimo de nuestro ser.
[Esto se aplica tanto a los padres como a los educadores «de profesión»:
maestros y profesores. Así lo muestran las siguientes palabras de Francisco
Gómez Antón, Catedrático con muchos años de experiencia universitaria. Cuando
le preguntaron por el «secreto» de su triunfo en las aulas, contestó: «Para
dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer
mucho a los alumnos».]
Lo primero que los padres necesitan para educar es un verdadero amor a sus
hijos
Amor clarividente…
¿Por qué? Entre otros muchos motivos, porque «cada niño —justo por su
condición de persona— es una realidad absolutamente irrepetible», distinta de
todas las demás.
Antes que nada, en contra de lo que implícitamente pensamos… o ni siquiera
pensamos, pero guía a menudo nuestros comportamientos, estamos ante un niño:
no ante una suerte de mini-adulto o de adulto virtual y en construcción, que
necesita ser tratado «como si fuera mayor» para lograr la plenitud que le
corresponde… ¡o para que no turbe la tranquilidad en que nos hemos instalado!
Parece absurdo decirlo y, sin embargo, resulta de capital importancia: un niño
es… un niño. Y tiene el derecho y el deber de vivir como niño, justo para
después dejar de serlo y transformarse en el varón o la mujer cumplidos, a
través de ese amargo trago en que nos empeñamos que sea la adolescencia.
El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio
—también el propio cuerpo— como niño, se relaciona con el mundo, con sus
semejantes ¡y con Dios! como niño, y un muy extenso etcétera.
Y respetuoso
Y los adultos, en lugar de agostar esa condición con nuestras pretensiones «de
mayores», deberíamos dedicarnos a contemplarlo, para aprender de él —más a
menudo de lo que suponemos— en qué consiste ser humanos (aunque también sin
ingenuidades a lo Rousseau).
Lo sostiene, bella y agudamente, Bartolomé Menchén: el «… estudio del hombre
en la etapa inicial de su vida […] nos indica —con sus capacidades y sus
necesidades— el camino adecuado para su educación, o, mejor dicho, para su
formación. Porque para poder acertar a guiarle, hay primero que dejarse guiar
por él; es decir, observarle con atención para ayudarle a desarrollar sus
capacidades y poder responder a sus necesidades.»
Y concreta después: «… todo lo que sé de importancia sobre los niños lo he
aprendido de ellos; y podría decir, también, que observándolos y reflexionando
he aprendido muchas cosas sobre mí. La relación con los hijos hace profundizar
enormemente en el conocimiento de quiénes son ellos y quiénes somos nosotros.»
Ideas similares a las que resume, con plasticidad un tanto agresiva,
Murphy-Witt:
«Los niños no son pequeños adultos. Esto es algo que los padres olvidan a
veces, por desgracia. Sobre todo cuando su retoño es tranquilo, está adaptado
y da pocos problemas, lo desbordan rápidamente con una ración demasiado grande
de vida adulta: mundos relucientes de consumismo en lugar de un espacio para
jugar, espacios de cemento en lugar de experiencias en la naturaleza,
restaurantes ruidosos en lugar de comidas agradables en la mesa familiar.
Conversaciones de adultos en lugar de amigos de la misma edad.
Todo ello exige demasiado de los pequeños. No pueden explotar su afán natural
por moverse, no se pueden manchar, los visten con ropa de moda con la que no
pueden andar dando saltos, tienen que estar sentados en un rincón callados.
Cuando no hay otra posibilidad, los sientan delante del televisor o de un
video. Así por lo menos dejan de molestar. De este modo, los padres tienen
siempre a un niño limpio y pulcramente vestido que los sigue. Sin embargo,
estas condiciones vitales no son en absoluto adecuadas para los niños.
Después, que no se sorprendan mamá y papá cuando en algún momento su retoño
salga de la jaula de oro y quiera ser un niño de una vez.»
Y concluye, con buen humor:
«Así pues, ¡se acabó la obligación de tener que jugar al miniadulto! Los niños
se hacen mayores y se ven enfrentados a la cruda realidad.
Concedámosles tantos hermosos días y experiencias infantiles como sea posible.
Dejemos que jueguen, correteen y también se ensucien en función de su edad. A
arreglárselas en el mundo de los adultos tienen que aprender de todos modos
bastante pronto.»
El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio
como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como
niño…
Que no siempre lo es
Mas, como veremos más tarde, es frecuente que los adultos, después de sofocar
al niño que debería pervivir en nosotros —y precisamente por ello—, impidamos
a nuestros hijos vivir su infancia como tal.
En este contexto pueden leerse las advertencias de Robinson:
«Todo ser humano tiene también su marcha, su velocidad de crucero. Como
padres, tenéis que conocerla bien y luego tratar de lanzarles a esa velocidad,
pero sin pretender forzar su marcha.
Forzar su marcha sería insensato. No conseguiríais otra cosa que estropear su
maquinaria y dejarles expuestos a serias averías.»
Aunque más directa resulta, de nuevo, la exposición de Menchén:
«Os preguntaba por vuestra infancia —observa, en un diálogo imaginario—,
porque la madurez humana consiste en ir pasando de una etapa a otra de la vida
llevando con nosotros los mejores recuerdos; lo que es tanto como decir que no
son imágenes de un pasado que se fue, sino momentos constituyentes de nuestra
personalidad, de nuestro ser más profundo, y que están presentes en la
actualidad. Si fuimos auténticamente niños nunca dejaremos de serlo.»
Y no solo por los recuerdos, me atrevería a añadir, sino por el conjunto de
hábitos que únicamente en la infancia pueden forjarse.
De ahí que quepa proseguir: «… todos hemos sido niños, pero se puede decir de
algunas personas que no han tenido infancia.»
Y explicar, con sugerente metáfora:
«La armonía afectiva y espiritual es el eco que va resonando en el interior
del niño al compás de las acciones que va realizando; y esos ecos interiores
tienen que ser ordenados, matizados, amplificados o moderados por los padres.
Va surgiendo así una maravillosa melodía. De otra forma, serán sonidos
inconexos o ruidos que se lleva el viento. La armonía afectiva y espiritual
del niño necesita de unos maestros músicos, que son los padres. Si me permitís
seguir con el símil de la música, os diría que al pentagrama en blanco de la
vida del niño van llegando todo tipo de notas que, si no se integran en una
melodía, se pierden en gran parte; y, así, cuando crecemos, desaparece la
música de nuestra infancia.»
Para concluir: «Viendo el modo de hablar y actuar de muchas personas adultas,
metidas en un mundo de ambiciones demasiado humanas, de ansias de poder y
dinero, es difícil descubrir en ellas a los niños que fueron, quizá porque los
adultos les ayudaron muy poco a serlo.»
Y si no le permitimos ser niño durante su infancia, es muy probable que el
resto de su vida arrastre ese déficit, que, en ocasiones, le impedirá incluso
ser un joven y un adulto cabal
Amor, por tanto, clarividente y respetuoso
Por otro lado, admitida, fomentada y consolidada su condición infantil, jamás
se tratará de un caso más entre muchos. De ahí que ningún manual sea capaz de
explicarnos ese presunto «caso» concreto.
Hay que aprender, pues, a modular los principios a tenor del temperamento, la
edad y las circunstancias en que se encuentren los chicos, teniendo en cuenta
que lo que en este preciso instante puede resultar oportuno e incluso
imprescindible para uno de ellos, en otro momento y en otra situación ha de
ser evitado a toda costa… para ese mismo hijo.
Pero solo el amor permite conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy
y ahora y actuar en función de ese conocimiento: aun concediendo la parte de
verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más
profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que,
tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas
con hondura y tratarlas en consecuencia.
Solo el amor permite «andarse con contemplaciones» —conocer a cada uno de
nuestros hijos tal como es hoy y ahora— y actuar de acuerdo con ese
conocimiento
Jugar las mejores bazas…
De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a poner en práctica una de
las claves más importantes de la educación. Lo que suele llamarse «educar en
positivo», cuyo principio fundamental consiste quizá, una vez anclados con
fuerza en la condición personal de cada uno de ellos, en:
1. Descubrir y, si es necesario, poner por escrito —con sus nombres propios,
para que queden bien claras y para repasarlas y perfilarlas todavía más
cuantas veces fuere conveniente—, las cualidades que sus hijos ya poseen y
deben ser potenciadas.
2. Procurar no insistir monótona, reiterativa y exclusivamente:
2.1 En la corrección de sus defectos.
2.2. O en los que lleva anejos el papel o función en que —siguiendo una mala
costumbre tremendamente extendida— lo hemos encasillado: tozudo, holgazán,
manazas, payaso, desordenado, cachaza, intransigente, protestón, desaliñado…
(Defectos que, precisamente por serlo, resultan difíciles de vencer. Atender,
por el contrario, a sus puntos fuertes, y solicitar en esos campos mejoras
asequibles, permitirá a los chicos:
1. Ir obteniendo pequeñas victorias, con la alegría que a ellas va aparejada.
2. Aumentar de esta forma la propia estima y las ganas de luchar.
3. Ponerse, con el crecimiento conjunto de su persona, en condiciones de
superar unos defectos que antes eran invencibles.)
De igual modo, el amor llevará a los padres a advertir el momento más adecuado
para «estar» —de forma más o menos activa, o simplemente «estar»— y para
«desaparecer», para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e
interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de
respetar su necesidad de estar a solas… con su propia intimidad; las ocasiones
en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados», frente
a aquellas otras en las que procede intervenir con decisión e incluso con
resuelta viveza y una pizca de agresividad fingida…
Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan irreemplazables:
porque solo quien ama con locura —incondicional, incondicionada e
incondicionablemente— es capaz de descubrir los tesoros inauditos de grandeza
que cualquier persona encierra en lo más íntimo de su ser y prestarle el vigor
y el apoyo imprescindibles para hacer que despunten, se desarrollen, maduren y
alcancen su plenitud.
Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de
juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese
tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo.
Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres»
Pues nadie lo hará en nuestro lugar…
Como ya apunté, la experiencia muestra que normalmente insistimos más en los
defectos de nuestros hijos que en sus atributos positivos.
Escribe Nancy Samalin: «Nosotros nos fijamos demasiado en las correcciones
rojas del trabajo de Historia, en la palabra mal escrita, en el resultado
equivocado del problema de Matemáticas o en los acentos que faltan. Tenemos la
costumbre de fijarnos en lo "malo", en lugar de hacerlo en lo "bueno", de
nuestros hijos, no solo en el ámbito escolar, sino también en otros aspectos
de la vida. Si usted es capaz de romper este esquema […] y fijarse en lo
positivo, su hijo mostrará una mayor motivación, cooperación y seguridad en sí
mismo.»
Y algo semejante suelen hacer los demás: casi sin pretenderlo, advierten lo
más negativo.
Una de las más tristes consecuencias de este modo de obrar es que los chicos
pueden pasar muchos años ignorando no solo su grandeza constitutiva e
inalienable —¡amigos potenciales de Dios!—, sino también aquellas cualidades
en las que, con un mínimo de esfuerzo, podrían sobresalir y apoyarse para
mejorar el conjunto de su persona.
Lo ilustran estas sensatas —y tal vez un tanto excesivas— reflexiones de Faber
y Mazlish:
«Parece ser que elogiar un comportamiento cabal no brota espontáneamente. La
mayoría de nosotros somos prontos en criticar y tardos en aplaudir. Como
padres, tenemos la obligación de invertir ese orden. […]
El lector habrá constatado que el mundo exterior no es muy proclive a las
alabanzas. ¿Cuándo fue la última vez que otro conductor le dijo: “Gracias por
ocupar solamente una plaza de aparcamiento. Así cabrá también mi coche”?
Nuestros esfuerzos de colaboración se dan por sentados. Si en cambio sufrimos
un desliz, la condena será virulenta.
Seamos diferentes en nuestros hogares. Recordemos que además de
proporcionarles alimento, refugio y vestido, tenemos otro deber con nuestros
hijos, y es consolidar sus mejores “atributos”. El mundo entero les afeará los
defectos, con vigor e insistencia. Nuestra función es darles a conocer su
parte buena.»
Y resulta imprescindible
«El hombre —apunta de nuevo Robinson— es un ser que necesita absolutamente del
aprecio de los demás. Esta sensación íntima de que uno es acogido y estimado
es un artículo de primera necesidad para el ser humano; lo mismo que el aire,
el agua, el alimento y el calor.»
Y precisa, certeramente:
«La aprobación debe estar más dirigida a aquellos que más necesitan de ella y
en aquellos sectores que la necesitan. A un muchacho que suele traer malas
notas, el saber apreciar las veces que las trae buenas, será acertar en una de
las teclas más profundas de su espíritu, será, quizá, remover un desánimo
persistente y profundo, abrirle una hermosa esperanza, afirmarle en la
confianza en sí mismo.
El alabar con oportunidad la superación, siquiera sea momentánea, de un
defecto, será más eficaz que reprimendas y muchos castigos.»
Insistir en sus defectos e ignorar sus cualidades puede llevar al niño a
desconocer cuáles son las auténticas armas con las que cuenta para
desarrollarse y triunfar en la vida
2. Amor mutuo
Amor entre los cónyuges
La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se
quieran entre sí (es decir, como esposos).
«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores
caprichos, y sin embargo…»
Expresiones como esta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que
parecen volcarse sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes y
vitaminas, juegos más y más sofisticados, vestidos y demás prendas de marca,
vacaciones junto al mar o en la nieve, diversiones sin tasa ni de tiempo ni de
precio, resolución de problemas o de gestiones que deberían realizar los
hijos, trasportes en coche cuando lo mejor es que tomaran el autobús, etc.—,
pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los
propios padres se amen y estén unidos… como esposos (repito con plena
voluntariedad, pues solo luchando por mejorar su condición de esposos podrán
llegar a ser buenos padres).
El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al
mundo. Y el mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando
al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado.
El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por
las mismas causas que engendraron al hijo: el amor de los esposos
Sentirse protegidos y tener un punto de referencia
Hace ya bastantes siglos que se dijo que, al salir del útero materno, donde el
líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente
otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a
saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras.
Además, cualquier chico o chica necesitan un modelo vivo al que imitar, aunque
sea remotamente y de acuerdo con sus propias peculiaridades, para poder
desplegar las riquezas de su propia personalidad.
Por eso, cada uno de los esposos ha de empeñarse en un combate constante de
mejora personal, según antes apunté, al que los hijos puedan contemplar y
referirse; y, como fruto de su amor recíproco, debe asimismo:
1. Mostrar con delicadeza, también para que los chicos lo adviertan, el cariño
hacia su marido o su mujer (probablemente nada resulte más gratificante y
educativo para un hijo que advertir cómo se quieren sus padres).
2. Y, además, y como consecuencia:
2.1. Engrandecer la imagen del otro ante los hijos.
2.2. Evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de estos hacia su cónyuge.
Promover el amor de cada hijo hacia el otro cónyuge
Lo anterior puede concretarse, de momento, en los siguientes preceptos.
Desde que los críos son muy pequeños:
1. Además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, con
gestos y palabras («nunca agradeceré lo bastante a mis padres el que se
besaran con cariño delante de mí», me comentaba el otro día una chica de unos
25 años).
2. Los padres han de prestar atención:
2.1. A no hacerse reproches mutuos ni comentarios irónicos delante de ellos
.
2.2. A no permitir uno lo que el otro prohíbe (la pregunta refleja, ante una
consulta del hijo o la hija ha de ser: «¿qué te ha dicho papá o mamá?», aunque
luego, si opinaran de manera distinta, deban hablar a solas para ponerse de
acuerdo).
2.3. A evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño, que le
llevaría a desconfiar del otro cónyuge: «esto no se lo digas a papá o a mamá»,
etc.
Cualquier ruptura o disminución de la armonía entre los cónyuges, cualquier
asomo de acritud, es inmediatamente advertido por los hijos, hace que les
falte el aire que respiraban y provoca, junto a indecibles sufrimientos
normalmente inconfesados, una detención o una contrahechura en su desarrollo
personal.
Espléndida es la explicación de Menchén:
«El problema es que a los niños pequeños las desavenencias de los padres les
generan inseguridad. No tienen capacidad de intervenir en una situación que
les desconcierta y se encierran en sí mismos. Si las riñas son frecuentes, les
costará abrirse a sus padres con sencillez porque aprecian una cierta amenaza
que no saben identificar. La cuestión es aún peor si piensan que ellos son la
causa de los problemas. El equilibrio del niño se empieza a romper. Por el
contrario, cuando la relación de los padres es profundamente cordial, los
hijos se manifiestan —cada uno según su carácter— con gran espontaneidad y
alegría.»
Al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y
alimentaba, el niño reclama otra protección y alimento sin los que no podría
crecer y desarrollarse: los que originan el padre y la madre al quererse de
veras
3. Enseñar a querer
Principio y meta
Como acabamos de ver:
1. El principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí
y, como consecuencia de ese amor, que quieran de veras a sus hijos.
2. El fin o meta de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan
aprendiendo a querer, a amar… pues esa es la actividad más propia y que más
perfecciona a cualquier persona y, como consecuencia, la que los hará feliz.
Lo expresan con hondura y fluidez Charles y Laura Robinson:
«Amar a los demás es lo más grande y lo más importante que puede hacer un ser
humano en toda su vida. Fomentar y desarrollar en vuestros hijos la capacidad
de amar es llevarles a la cumbre de su personalidad. Todas las demás
capacidades y cualidades tendrán sentido si ese ser humano sabe amar. Si no es
capaz de amar mucho a sus semejantes, las demás cualidades que posea se
insertarán en su egoísmo y harán de él un inadaptado, un fracasado, quizá un
tirano, un criminal, un monstruo.»
Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar: pues no
es otro el destino del ser humano ni la clave de su felicidad.
Por consiguiente, educar equivale a enseñar a amar
Un ser-para-el-amor
Según afirma Philippe, «en el plano psicológico y espiritual la necesidad más
profunda del hombre es el amor: amar y ser amado.»
A lo que añade C. Singer: «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada
más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando —más allá de
nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que
sobrevivimos— desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas
audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras
biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la
muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y
que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del
amor que ha creado nuestro ser» (es decir, el amor recíproco de nuestros
padres).
Y, en cierto modo como resumen, y en la esfera de la gracia, explica Alfonso
María de Ligorio: «¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que solo una cosa
es necesaria! No es necesario allegar en la tierra muchos caudales, ni
granjearse la estima de los demás, ni llevar vida regalada, ni escalar las
dignidades, ni ganar reputación de sabio; una soca cosa es necesaria: amar a
Dios y cumplir su voluntad. Para este único fin nos creó y conserva la vida, y
solamente por este camino llegaremos un día a conquistar el paraíso.»
Todo el esfuerzo educativo de los padres ha de dirigirse, pues, en última
instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a desterrar
cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de
descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.
Solo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha
—como muestran desde los filósofos clásicos hasta los más certeros psiquiatras
contemporáneos… y la experiencia sincera de cada uno de nosotros— no es sino
el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar
progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las
fronteras del propio corazón… con objeto de que, al término de nuestro paso
por este mundo, «nos quepa más Dios en él» y seamos, consiguientemente, mucho
más dichosos.
El empeño educativo de los padres ha de dirigirse a incrementar la capacidad
de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta
Educar para la felicidad
Con otras palabras. Pese a cualquier apariencia en contrario, la felicidad es
directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona,
expresada en obras:
1. Quien ama mucho, es muy feliz.
2. Quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa.
3. Y quien no sabe o no quiere amar, por más que triunfe en los restantes
aspectos de la existencia humana, será un auténtico desgraciado… aunque a
veces pretenda encubrirlo o negarlo: ¡cuántos famosos acaban por reconocer que
llevan una vida insufrible!
De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener, con expresión que casi nunca
se cita literalmente (yo tampoco lo hago ahora):
«En el atardecer de nuestra existencia, se nos examinará del amor»… ¡y de nada
más!
El amor encarnado
En conclusión-conclusión: cualquier acción educativa tendrá validez en la
exclusiva medida en que el motor de lo que se aconseja hacer o dejar de hacer,
de lo que uno realiza u omite, sea:
1. Un amor auténtico e inteligente hacia la persona que se pretende formar.
2. O, con otras palabras, el bien real de esa persona.
2.1. Que siempre habrá de prevalecer sobre el nuestro.
2.2. Y que consiste, a su vez, en que el ser querido esté más pendiente del
bien de los demás que del suyo propio… y no en un sinfín de concesiones que
interpretamos como signo de amor, pero que no son sino trampas en las que
caemos con más o menos conciencia y con más o menos dosis de egoísmo y
comodidad.
Certeros y templados, también por caminar contracorriente, me parecen los
siguientes juicios:
«Los padres que adoptan un igualitarismo exagerado, o una permisividad
excesiva (“¡Ya es mayor para hacer lo que quiera!, ¡cada uno es libre de tomar
sus propias decisiones!”), no proporcionan a sus hijos la clase de apoyo que
necesitan.
Muchos padres adoptan esta actitud al no sentirse comprometidos ni implicados
en la educación de sus hijos (padres despreocupados, negligentes o con pocos
recursos educativos), otros a causa de nociones deformadas (¡y muy
extendidas!) de cómo debe establecerse la relación padres-hijos. En familias
de clase media se incrementa el riesgo de que los adolescentes presenten
conductas socialmente desviadas, consuman drogas, etc., cuando los padres se
declaraban partidarios de valores como la individualidad, la comprensión de sí
mismo, la disposición a aceptar cualquier innovación, la necesidad del
igualitarismo en la familia, pero que realmente utilizaban dichos valores para
eludir sus obligaciones de la responsabilidad educativa que corresponde a los
padres.»
El bien más radical de cualquier persona —lo que la perfecciona y hace feliz—
consiste en que, olvidada de sí, se ocupe de procurar el bien a quienes la
rodean
Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director de los Estudios Universitarios en Ciencias para la Familia
Universidad de Málaga