Los amores de José y María


Fernando Acaso
 



 

Sumario

0. Introducción.- 1. La novia de José.- 2. La Anunciación.- 3. La Visitación.- 4. La Pasión de José.- 5. El primer Avemaría.- 6. El Nacimiento de Jesús.- 7. Simeón y la espada.- 8. Los regalos de los Magos.- 9. Egipto.- 10. De nuevo en Nazaret.

Introducción

San Josemaría Escrivá nos aconsejó contemplar el Evangelio metiéndonos en cada escena como un personaje más. En el libro Santo Rosario nos sugiere contemplar la Anunciación como lo que queramos ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... Pero al contemplar el tercer misterio gozoso, San Josemaría dice que él es un esclavito de José. .

Me propongo contemplar la Sagrada Familia como si yo fuera el aprendiz de José carpintero; le voy a llamar Aquim y dejarle que nos cuente lo que vio y oyó. Pero antes he de dejar constancia de que esta narración se basa en lo que he oído y leído de San Josemaría. También me han enseñado mucho los siguientes libros:

José, Esposo de María, de Federico Suárez, Ediciones Rialp

Vida de Jesús, de Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra

José de Nazaret, el hombre de confianza, de Bernard Martelet, Ediciones Palabra

Los silencios de San José, de Michel Gasnier, Ediciones Palabra

Los textos de la Biblia que aparecen en este escrito los he tomado de la traducción de la Universidad de Navarra.

Estoy muy agradecido al Prof. Francisco Varo que leyó el manuscrito y no encontró nada discordante con los evangelios y las costumbres de aquellos tiempos.

1. La novia de Jesús

Me llamo Aquim. Mi padre murió al poco de nacer yo en una de las familias más pobres de Caná. Diez años más tarde mi madre enfermó y la recogió mi tía. Mis dos hermanas mayores estaban ya casadas, y los tres pequeños nos fuimos a vivir con otras familias. Yo, con mis diez años, me convertí en el aprendiz de José, el carpintero de Nazaret.

Cuando mi tía me llevó desde Caná a Nazaret, José me recibió con una sonrisa que disipó la tristeza de alejarme de Caná y de mi madre enferma. Me llevó al rincón donde dormiría desde aquel día; dejé la bolsa con lo poquísimo que traía y me enseñó el taller.

La casa constaba de una única habitación, parte excavada en la ladera y parte fuera. El tejado se extendía más allá de la puerta, apoyado en dos columnas y en la viga que las unía. Allí, resguardados de la lluvia y el sol, estaban el banco de carpintero, las herramientas, y faenas sin terminar. Más allá del patio, había más troncos, el burro intentando alejar los moscones con el rabo y una tapia baja de piedras lindando con el sendero que lleva a la fuente. Detrás de la casa estaba el corral de ovejas.

Mi tía, antes de despedirse, volvió a insistir que me portara bien y a José le dijo que, si tenía la menor queja de mí, le mandara recado enseguida.

José, con su sonrisa tan especial, me preguntó si estaba cansado. Le dije que no, y me puse a ayudarle a pulir un tronco de ciprés. Al anochecer sacó el chal, yo saqué el mío, nos los pusimos sobre la cabeza y los hombros y rezamos la Shemá.

Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, El Señor es uno.

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.

Que estas palabras que te he dicho hoy estén en tu corazón.

Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte.

Las atarás a tu mano como un signo, servirán de recordatorio ante tus ojos.

Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portones.

Me impresionó lo despacio y atento que rezaba José. Yo en Caná también rezaba la Shemá por la mañana y por la tarde con los de casa, pero sólo con ganas de terminar cuanto antes.

Me ofrecí a ordeñar la cabra. Nada más terminar, apareció Ana, la mujer de Joaquín, a quien José pagaba para que le trajera el desayuno y la cena. Hoy traía también mi parte. Se ve que José le había avisado de la llegada de su nuevo aprendiz.

Cuando veníamos desde Caná, mi tía me contó que Jacob, el padre de José, también carpintero, era de Belén y se vino a Nazaret recién casado, pero su mujer murió al nacer José. Jacob murió cuando José apenas tenía dieciséis años.

Cuando yo llegué, José tenía veinte años y le gustaba cantar mientras trabajaba. Tenía muchos amigos, que con la menor excusa se acercaban al taller para hablar con él. Cuando José tenía que ir al bosque a cortar y traerse un árbol, le ayudaban estos amigos. Yo les acompañé al poco de llegar. Durante la faena José y sus amigos hablaron de los soldados romanos que a veces aparecían por el pueblo, y de las ganas que tenían de luchar para quitárselos de encima. También hablaron de chicas. Pronto me di cuenta que a todos les gustaba mucho María, la hija de Joaquín y Ana.

El sábado, al ir a la sinagoga, vi a María por primera vez. Nadie me dijo que era María, pero era tan guapa que no tuve la menor duda. Lo que me extrañó es que María sonrío a José de una manera especial, y se sonrojó.

Los sábados por la tarde venían al taller chicos y chicas, entre ellas María. Se decían bromas muy divertidas unos a otros y no paraban de reír. Me pareció que a todas las chicas les gustaba José. Pero por lo que hablaron, yo deduje que todos se habían dado cuenta que María estaba enamorada de José, y José de María. Me pareció lógico porque José era el mejor de todos los jóvenes casaderos de Nazaret.

También venían niños a jugar en el patio de José. A mi me parecían un estorbo para el trabajo, pero José les dejaba jugar, sin que estorbaran nuestro trabajo. El primer sábado que fuimos a la sinagoga José me presentó a algunos chicos de mi edad, pero a éstos sólo les veía los sábados porque todos trabajábamos, en el campo, como pastores o en algún oficio.

Un día, cuando Ana vino a traernos la comida, quiso hablar con José. Yo estaba serrando unas ramas y se alejaron de mí. Estaba claro que querían hablar a solas. Al llegar Ana, José tenía una expresión expectante y un tanto seria, pero al poco de escuchar a Ana parecía muy feliz. Cuando terminaron me dijo:

?Aquim, vuelvo enseguida.

Y se fue con Ana.

Cuando volvió estaba todavía más contento.

?Aquim, no se lo digas todavía a nadie, pero me voy a casar con María muy pronto; en cuanto Joaquín y Ana fijen la fecha con el rabino de la sinagoga? Se lo llevo pidiendo a Dios desde hace mucho tiempo y me lo ha concedido. Ayúdame a dar gracias a Dios. La conducción a esta casa será en otoño.

Pronto se corrió la voz del matrimonio, y María, cuando pasaba como de costumbre delante del taller, con el cántaro en la cabeza camino de la fuente, entraba en el taller para hablar con José. Yo me las arreglaba para no oírles, pero con sólo verles, se me transmitía la felicidad de los dos.

A los pocos días, en un día precioso, cuando empieza a despuntar el verde blanquísimo de los árboles y del prado, María llegó con una cara muy seria. De lo que habló con José no me enteré hasta pasado el verano, pero lo cuento aquí.

?José, tengo una mala noticia que darte. Sé que no te va a gustar, pero estoy convencida que a Dios sí le gusta. Desde que mis padres consintieron a que nos casáramos, no cabía en mí de la alegría de saberme tu novia, y no hacía más que pensar en nuestra vida juntos y en nuestros hijos. Pero ayer me pregunté qué podría ofrecerle al Señor como muestra de gratitud y de mi amor a Él. Y se me ocurrió ofrecerle lo que más me gusta. ?Mi mayor ilusión eres tu y nuestros hijos. Se lo ofrecí y me quedé con la seguridad de que le agradaba a Dios? y con la gran pena del disgusto que tenía que darte. También me temo que mis padres no lo van a entender. Entre otras cosas porque renuncio a la posibilidad de ser la madre del Mesías, que ha de nacer de una hija de Israel. Pero en vez de darle vueltas y más vueltas a todo esto yo sola, he preferido decírtelo a ti. Tú puedes comprenderme mejor que nadie.

?No digas más María. Al oírte pensé que tendríamos que separarnos, pero se me acaba de ocurrir una solución que espero que te guste. Yo puedo hacer lo mismo que tú: ofrecerle a Dios el sacrificio de ser tu marido carnal, y nuestros hijos. Pero, si te parece, podemos casarnos sin decirle nada a nadie lo que hemos ofrecido a Dios. Viviremos como hermano y hermana, y no tendremos hijos, por supuesto.

? ¡José, qué bueno eres! Que Dios te bendiga. Cómo me alegro de habértelo contado a ti cuanto antes.

?Pues nada, a disimular y a dar gracias a Dios. ?Como lo hacemos por Dios, seguro que todo saldrá bien. Tenemos que dar muchas gracias al Señor.

Cuando María volvió a ponerse el cántaro en la cabeza se despidió de mí con una sonrisa, y volví a verla radiante, sin la menor sombra de la tristeza con que entró en el taller. Y José volvió a coger la garlopa y se puso a cantar con más fuerzas que nunca.

Los esponsales fueron el sábado siguiente, en la sinagoga. José depositó en las manos de María, y ésta en las de Joaquín, las arras: unas pocas monedas que José había logrado ahorrar para esta ceremonia.

Desde este día fueron marido y mujer y quedaron ligados para siempre. Todos los amigos de José y María estuvieron presentes en la boda; resignados, pero contentos porque reconocían que eran la pareja ideal. Algunas parejas empiezan la vida matrimonial desde este día, aunque la conducción de la esposa y la fiesta de las nupcias se retrasen, incluso varios meses. Muchas esposas suelen quedar embarazadas después de los esponsales. María seguía viviendo con sus padres, y sólo veía a José cuando iba a la fuente. José tenía que acondicionar la casa, y habían decidido esperar hasta la vuelta de la Fiesta de los Tabernáculos para la conducción de María a su nueva casa.

Desde aquel día, cuando María pasaba con el cántaro, se quedaba más tiempo que antes hablando con José, siempre delante de mí, y examinaban los arreglos que José estaba haciendo en la casa.

2. La Anunciación

Lo que voy a contar ahora tampoco lo supe hasta pasado el verano, pero me parece mejor contar todo lo que sé de José y María en el orden en que sucedió.

El 25 de marzo María estaba trabajando en su casa cuando se le apareció el Arcángel San Gabriel.

?Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.

María se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podría significar este saludo. Y el ángel le dijo:

?No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.

María le dijo al ángel:

? ¿De qué modo se hará esto, pues yo no conozco varón?

Respondió el ángel y le dijo:

?El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.

Dijo entonces María:

?He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Y el ángel se retiró de su presencia.

Cuando José me contó este suceso, me pregunté qué pensaría María cuando se retiró el ángel. Me figuro que lo primero fue adorar al Mesías presente en su seno. Pero también pensó si debería contárselo a José o no. Pero José me dijo que María decidió no decirle nada. Como el ángel no mencionó para nada a José, María pensó que era mejor no decírselo, porque Dios enviaría sin duda un ángel a José para contárselo. Pero María tan feliz que quería contarle a todo el mundo lo que había sucedido. ?Ya se encargaría Dios de esto, pero ¿podría ella contárselo a alguien enseguida? ?¡A Isabel! Por algo el ángel la mencionó. A lo mejor el ángel le había indicado a Isabel la anunciación de María. Tenía que ir a verla. Además podría ayudarla. Isabel, con sus años, necesitaría ayuda.

Ese mismo día se presentó María sin el cántaro y a una hora inusual. Venía con cara seria y preocupada. Nada más llegar, sin esperar a que yo me alejara, dijo a José:

?Mi tía Isabel, la de Aín Karín, va a tener un hijo. Me parece que tengo que ir a ayudarla.

?Pero me dijiste que tenía cincuenta años y era estéril.

?Eso pensaba yo, pero ha concebido.

?Pues nos ponemos en camino cuanto antes.

?Pero ¡José! ¿cómo vas a dejar el trabajo? Puedo ir sola. Esperaré a que pase una caravana de confianza.

?Eres mi esposa y no puedo dejarte sola. El trabajo puede esperar. Hablaré con los clientes y me entenderán.

? ¡Aquim! mañana salimos hacia Jerusalén.

? ¿Viene Aquim también?

?Todavía no le puedo dejar solo con el trabajo. Además nos vendrá bien por si nos encontramos con ladrones. Le llevaremos las cabras a tu padre, y pídele a tu madre que prepare comida para los tres. Haremos tres noches en el camino, como cuando vamos para la Pascua. Lo vamos a pasar muy bien. Pero Aquim y yo nos volvemos enseguida; te dejaremos con Isabel hasta que dé a luz. Mándanos recado para ir a buscarte. Cuando vuelvas, esta casa estará lista para recibirte.

3. La Visitación

En cuanto se fue María empezamos los preparativos del viaje y José se fue a ver a los clientes.

La mañana siguiente, al poco del alba, después de rezar la Shemá, llegaron Joaquín, Ana y María. Cargamos las alforjas del burro y rezamos al Ángel Rafael para que nos protegiera en el camino. A la salida del pueblo nos esperaban algunos amigos y amigas de José y María que se enteraron del viaje.

Era un día magnífico de primavera. José y María andaban a buen paso delante de mí y yo les seguía con el burro. Llegamos al riachuelo que bordea el Monte Tabor y nos paramos a comer. José y María no paraban de hablar y reír. Nunca he visto unos novios más enamorados. Me contagiaban su felicidad. No cesaba de bendecir mi suerte de poder acompañarles y servirles. Pero poco pude hacer porque se me adelantaban con sus atenciones. Más que el aprendiz de José era como su hermano pequeño. María me animaba a comer más y me daba la corteza quemadita del pan que tanto me gusta.

Las tres noches las pasamos a lo largo del Jordán en los poblados donde paran los de Galilea cuando acuden a la Pascua. Poníamos la tienda en la pradera de los peregrinos y cenábamos junto al fuego viendo salir las estrellas.

Yo no había ido nunca a Jerusalén y tanto José como María me explicaron muchas cosas de los lugares por donde pasábamos. La subida desde Jericó hacia Jerusalén es muy empinada. El paso se hizo lento, y de vez en cuando nos parábamos a descansar.

Cuando divisamos los muros del Templo nos paramos a cantar como hacen todos los que se acercan a Jerusalén:

¡Oh qué alegría, cuando me dijeron: vamos a la casa de Yahvé! ¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén!

Yo cantaba este salmo por primera vez, y me emocioné. Subimos al Templo y nos unimos a las oraciones de los sacerdotes. En un mercado compramos unas telas para llevárselas a Isabel. Por la puerta del sur salimos hacia Aín Karín.

José se presentó a Zacarías que ya había recibido noticia de los esponsales de María. Enseguida apareció Isabel y abrazó a su sobrina. No oímos lo que hablaban, pero María se puso roja como un tomate. Lo que le dijo Isabel a María no lo supe hasta que me lo contó José pasado el verano.

Me extrañó que Zacarías no pudiera hablar. Usaba una tablilla encerada en la que escribía con un clavo. Al atardecer rezamos todos la Shemá, y la mañana siguiente José y yo emprendimos la vuelta. Entramos de nuevo en el Templo para rezar. ¡Cómo rezaba José! Parecía que Dios estaba presente delante de él.

Mucho me hubiera gustado curiosear tantas cosas bonitas de la ciudad santa, pero comprendí que teníamos que llegar a Nazaret cuanto antes.

Caminamos a buen paso a través de Samaria, y tardamos un día menos que al venir. En la casa de Zacarías nos dieron comida para el viaje. Era todo muy rico. Algunas cosas las comía por primera vez.

Al llegar a Nazaret lo primero que hicimos fue ir a la casa de Joaquín. Entonces me enteré que Zacarías no era mudo de nacimiento, sino por algo que le ocurrió en el invierno y que les tenía intrigados a todos. Quizás tenía algo que ver con otra cosa muy extraña: el que Isabel concibiera siendo tan vieja.

Recogimos las cabras y de nuevo al taller, y a la faena. José trabajaba muy bien. A mi no dejaba pasar ninguna de mis chapuzas. Quería que todo fuera fuerte y bonito. Lo que yo no comprendía es que terminara con todo detalle incluso lugares que nadie iba a ver, como el terminado de la tabla de una mesa por abajo. Una vez le pregunté por qué y me dijo que Dios sí lo veía.

En los arreglos de la casa José puso toda su alma, pero no pudo terminarla como le hubiera gustado, porque no tenía dinero. Se limitó a poner paredes en la habitación del fondo. El reducto más pequeño sería mi dormitorio. Se esmeró preparando el lugar donde María cocinaría y lavaría. Un día vino con una muela de piedra para moler el trigo.

A principios de julio una caravana trajo carta de María. Isabel había dado felizmente a luz a un niño al que habían puesto por nombre Juan. Zacarías había vuelto a hablar. La circuncisión de Juan había sido un acontecimiento en toda la comarca. Incluso vinieron personas muy importantes de Jerusalén. La carta terminaba diciendo que si José no podía ir a buscarla, ella se buscaría una caravana.

José se fue corriendo a leerles la carta a Joaquín y Ana, y encargó comida para el viaje que emprenderíamos la mañana siguiente.

Esta vez escogimos de nuevo el camino de montaña atravesando Samaría. Hicimos noche antes de entrar en tierra de samaritanos, y el día siguiente la atravesamos de un tirón pasando por Sicar. Empezaba a anochecer cuando entramos en Judea y acampamos.

El día siguiente llegamos a casa de Zacarías. Noté a María algo cambiada. Luego supe que José pensó que estaba embarazada pero yo no lo noté ni nadie me dijo nada.

4. La pasión de José

El viaje de vuelta lo hicimos junto al Jordán, empezando por bajar a Jericó. Esta vez iba yo también con el borrico. En la primera etapa María hizo muchas preguntas a José. Me pareció lógico porque llevaban tres meses sin verse. Pero ya antes de llegar a Jericó tanto José como María estuvieron muy silenciosos. Nunca les había visto así. En los ojos de ambos me pareció descubrir una sombra de tristeza.

Dos meses después supe que María se extrañó que Dios no hubiera enviado todavía un ángel a José para comunicarle lo de la Concepción milagrosa. Pero decidió seguir esperando, sin entender por qué Dios tardaba tanto. José se había dado cuenta de su incipiente embarazo.

Y José no podía explicarse el silencio de María sobre el embarazo, pero no podía dudar de ella. Algún hombre malvado podría haberse aprovechado de ella. Pero María se lo habría dicho. ¿De qué se trataba?

Al empezar a remontar el Jordán, José hizo que María se montara en el borrico. Al entrar en Nazaret María recuperó del todo su sonrisa, al menos mientras saludaba a todos. La fecha de la conducción de María a la casa de José se había fijado para finales de septiembre, después de terminar la recolección de la uva y de que volvieran los peregrinos de la Fiesta de los Tabernáculos. Todas las amigas solteras de María querían ser de las diez doncellas que esperarían con luces encendidas a que José viniera con sus amigos a recogerla y conducirla a su casa.

José y yo volvimos a las faenas del taller, pero José no era el mismo. No cabía duda que era un mar de dudas, y sufría. Rezaba con más fervor, pero con un deje de angustia. A veces se iba a dar un paseo por el campo, yo me figuré que era para hablar con Dios de sus penas.

María seguía viniendo a la fuente, pero se entretenía poco tiempo y yo la notaba triste.

Dos semanas antes de la boda José me dijo:

?Mira, Aquim. He pensado que el domingo próximo vuelvas a Caná por una temporada. Tu madre se alegrará de verte. Te daré una carta para el carpintero de Caná. Agradecerá tu ayuda y algún dinero podrás llevarle a tu madre.

?Sí, ya lo entiendo. ?Poco pinto yo con unos recién casados.

5. El primer Avemaría

De lo que voy a escribir ahora no me enteré hasta que me lo contó José después de la conducción de María.

Aunque María no le dijo nada, José llegó a la conclusión de que había concebido milagrosamente al Mesías. Era la única posibilidad verosímil. No imaginaba una mujer más digna para madre del Mesías. Pero el que ella no le hubiera dicho nada sólo podía deberse a que él, José, no entraba en los planes de Dios. Lo mejor es que él se esfumara sin decir nada a nadie. Menudo jaleo se organizaría cuando todos se enterasen de su huída. Excepto María, todos acabarían por pensar que el muy fresco de José, se había escabullido después de dejar a su mujer embarazada. Dudó si decírselo a María, pero pensó que si María tenía alguna solución ya se la habría dado. Estos eran sus planes; pero si los planes de Dios eran otros, Dios se lo haría saber.

Después de llegar a esta conclusión dispuso su huída con todo cuidado. Aparentó normalidad, pero preparó un zurrón con las herramientas indispensables y ponerse a trabajar en algún lugar del norte de Siria. Antes de acostarse dejó todo preparado. Saldría antes del primer canto del gallo, cuando nadie pudiera verle.

No le fue fácil conciliar el sueño. Había ofrecido a Dios renunciar a ser el padre de los hijos de María para no separarse de ella, y ahora había renunciado a la compañía de María, la criatura más dulce. Pensó que se lo pedía Dios. Dios parece a veces muy exigente, pero todo es para bien. Muy exigente fue Dios con Abraham, Isaac, Jacob y su hijo José. Quizás por eso se llamaba también él José.

Consideraba José estas cosas, cuando se durmió y un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:

?José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.

Al despertarse José debió dar un grito de alegría. Deshizo el zurrón, puso las herramientas en su sitio, y salió corriendo hacia la casa de Joaquín. Pero dio un frenazo y se volvió porque todavía era de noche y todos estaban durmiendo.

Mientras daba gracias a Dios con el mayor fervor, miraba al cielo esperando el alba.

Por fin oyó el primer canto del gallo y se fue corriendo con las primeras luces del alba. Delante de la casa vio a Ana preparando la hornada del pan. Y gritó:

? ¡María!

María estaba ordeñando las cabras, se volvió y, nada más ver la cara de José, supo que por fin Dios le había mandado un ángel y lo sabría todo. María corrió hacia José para que pudieran hablar sin que les oyera Ana.

Se sentaron en el borde del pozo y oyó contar a José el anuncio del ángel. Luego ella le contó a José con todo detalle el anuncio de Gabriel, y lo que le dijo Isabel. José escuchaba embebido. Cuando terminó María de hablar, hubo un silencio y José le dijo:

?Dios te salve María, llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Pocos días después tuvo lugar la conducción de María.

6. El Nacimiento de Jesús

José me mandó recado para que fuera a la conducción de María y que me alojara esos días en casa de Joaquín. Cuando llegué estaban todos muy ocupados y me ofrecí a hacer lo que hiciera falta, pero Ana me dijo que dejara el hatillo que traía y que me fuera a casa de José, para la fiesta con sus amigos. Fue una cena muy rica que habían preparado Ana y María. José me llevaba diez años, pero algunos de sus amigos eran poco mayores que yo. Alguno bebió un poco de más, pero a la hora prevista nos pusimos en camino cantando hacia la casa de Joaquín. Nos esperaban las diez amigas de María, con las lámparas encendidas. Las diez doncellas se pusieron junto a los que veníamos de casa de José y se unieron a nuestras canciones.

En casa de José seguimos cantando. En el patio bailamos en corro con José y María en el centro. Al cabo de un buen rato les dejamos solos, y yo me volví a casa de Joaquín y Ana, que querían saber todos los detalles.

El día siguiente fue la comida en la era del pueblo, donde hubo el comilón habitual, en el que colaboraron todos: José no podría haber pagado todo aquello. Yo, con la tripa llena, me volví a Caná para llegar antes de la noche. Por el camino me pregunté si aquel desasosiego que me pareció ver en José y María tendría fundamento, o si era sólo imaginación mía. Porque en las bodas vi a José y a María más felices que nunca.

Pasó una semana, esperando el recado de José para volver a trabajar con él, cuando apareció en el taller del carpintero de Caná, y me dijo que venía a por mí. Me extrañó, porque yo ya no era ningún niño, y podía haber ido solo. Pero al poco de ponernos en camino comprendí que quería hablar conmigo. José y María decidieron contármelo todo: el anuncio de Gabriel a María, el saludo de Isabel y el sueño de José. Según le iba escuchando sentí que yo no era sólo el aprendiz de José, sino su hermano menor o su hijo.

Con qué cariño me recibió María. Se le notaba el embarazo. Lo sabían todos en el pueblo pero a ninguno le extrañó; al contrario, les felicitaban, porque después de los esponsales eran marido y mujer, y desde ese momento era corriente que tuvieran relaciones matrimoniales, aunque todavía no vivieran juntos. María trabajaba sin parar; hasta nos acompañó al monte a cortar y traernos un árbol, pero apenas le dejamos trabajar. Yo les pregunté cuándo iba a nacer el niño y me dijeron que para finales de año.

María preparaba unas comidas muy ricas. Se parecían a las que traía antes Ana, pero ahora las comíamos recién cocidas, y María adivinaba lo que más nos gustaba a José y a mí.

A mediados de diciembre llegó la noticia del empadronamiento. Era una orden del Cesar que fue muy mal recibida, pero si no se obedecía vendrían los soldados. Como José era de la estirpe de David, José y María tenían que ir hasta Belén antes de fin de año. Joaquín y Ana se opusieron dado el estado de María, pero José y María decidieron ir. Le pregunté a José por qué y me dijo sonriendo:

?Como el niño es el Mesías tiene que nacer en Belén, como estaba profetizado. Podría parecer una coincidencia, pero es que Dios está en todo. P0dría parecer que nosotros obedecemos al Cesar, pero en realidad es el Cesar quien, sin saberlo, obedece a Dios.

Salimos el día 21 muy de mañana con María sentada en el borrico, porque no estaba como para andar. Seguimos la misma ruta que cuando llevamos a María a casa de Zacarías. Después de una breve parada en el Templo de Jerusalén, llegamos a Belén al atardecer del día 24. María estaba para dar a luz.

José no tenía parientes cercanos en Belén y nos fuimos derechos a la posada. Antes de llegar oímos la algarabía de las gentes y de los animales. Desde el portón se veía el pozo y la cisterna en medio del patio rodeada de animales y de gente. El cobertizo cubierto a lo largo del muro estaba repleto. José me dijo que me quedara junto al portón con María y se fue a la vivienda del mesonero que tenía pared y puerta. Al volver José dijo a María:

?María, el Señor no nos abandona. El mesonero es muy amable. Enseguida va a venir y nos va a llevar a un establo que tiene en una cueva ahí arriba. No nos quiere cobrar nada. Solo tiene allí un buey y le he prometido que lo cuidaremos. Es una cueva muy pequeña y el pozo más cercano queda algo lejos. Pero ya nos arreglaremos.

Enseguida vino el mesonero con un farol. Al llegar al establo lo encendió y dijo que nos los quedáramos. José le dijo que traíamos uno y nos arreglaríamos. Pero insistió y nos lo quedamos.

Antes de que María se bajara del burro, pusimos algo de orden en la cueva. Había paja seca en una balda junto al techo. La pusimos en el suelo para que María pudiera descansar. Yo llevé al burro junto al buey dentro de la cerca en el fondo de la cueva. María estaba cansada pero radiante de alegría como siempre. No quiso acostarse. Nos sentamos junto a ella y cenamos. A José no se le olvidó poner paja en el pesebre para el burro y el buey que tenían buena hambre. Se ve que como el mesonero estaba muy ocupado, el buey llevaba bastante tiempo sin comer. Teníamos que ir a traerles agua.

A la luz del farol comimos los restos de la comida que traíamos, mientras comentamos la amabilidad del mesonero. Fuera se veían las estrellas. Después de cenar María se echó en la paja. José y yo encendimos el otro farol y nos pusimos a intentar cerrar la entrada de la cueva con palos, ramas y las lonas de la tienda que traíamos. Cuando terminamos era pasada la medianoche, pero José y yo nos fuimos al pozo que nos había indicado el mesonero para rellenar las botas de cuero. El niño podría nacer esta misma noche y el agua era imprescindible. El comprar más comida podía esperar hasta mañana.

Salimos de la cueva, cerramos la cobertura que habíamos improvisado y con un farol empezamos a bajar la ladera. ¡Oímos el llanto de un recién nacido! Dejamos todo en el suelo y subimos corriendo a la cueva. María estaba sentada abrazando a Jesús recién envuelto en pañales. José se arrodilló a su lado.

Yo estaba sorprendidísimo. Había visto nacer a otros niños pero este nacimiento me pareció milagroso. Al día siguiente le pregunté a José cómo había nacido Jesús sin que le afectara a María.

?Mira Aquim. Jesús es el Mesías, es Dios que se ha hecho hombre. Dios lo puede todo y ha salido del vientre de María como un rayo de sol atraviesa un cristal, sin mancharlo ni romperlo.

Le dije a José que el agua la podía traer yo sólo. El Niño no había que bañarle.

Se nos había pasado el sueño y el cansancio. No hacíamos más que mirar al Niño. A mi me dejaron acariciarle una manita. María le puso las ropitas que con tanto cariño había preparado en Nazaret. José cogió el pesebre de los animales, lo limpió, puso paja nueva, y acostó al Niño envuelto en una piel. Al rededor del pesebre seguíamos mirando al Niño y rezándole, porque era Dios y nos oía, aunque tuviera los ojos cerrados y llorase como todos los recién nacidos.

No se cuanto tiempo pasó hasta que oímos unos ruidos, gente que hablaba justo fuera de la cueva. José, bien prevenido, cogió su bastón y preguntó quién era. Eran cuatro pastores. Explicaron que se les había aparecido un ángel y les había dicho que había nacido el Mesías en un establo. No les dijo cuál, pero pronto encontraron éste, el único con luz dentro. José les dejó entrar. José y María estaban conmovidos al oír todo esto, y más aún cuando los pastores contaron que una multitud de ángeles habían cantado: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace.

María cogió al Niño del pesebre para que lo pudieran ver bien los pastores, pero éstos, en vez de mirarle se postraron en el suelo para adorarle. Luego levantaron la cabeza para mirar al Niño que no lloraba entonces. Los pastores traían unos quesos, un cántaro de leche y un poco de pan. Se fueron enseguida después de preguntar qué queríamos que trajeran. José les dijo que no se molestasen, que por la mañana nosotros iríamos de compras. Pero los pastores volvieron con otros compañeros, con más comida y pieles de cabra, que agradecimos mucho.

El día siguiente vino el mesonero con su esposa. Los pastores les habían contado todo.

El día 28 José y María fueron a la plaza del pueblo a empadronarse, y José con la ayuda del mesonero encontraron una casita a la que nos trasladamos el día 30.

7. Simeón y la espada

Al Niño había que circuncidarle al octavo día de nacer, o sea el día uno de enero. En Nazaret José era muy solicitado para las circuncisiones. Lo había aprendido de su padre Jacob quien, como carpintero, disponía de la herramienta precisa. No hubo la menor duda sobre el nombre del Niño, porque el mismo Dios lo había escogido y les había encargado tanto a María como a José que le pusiesen por nombre Jesús. Es un nombre muy corriente, pero muy bonito porque significa Salvador. Hacían falta dos testigos: los afortunados fuimos el mesonero y yo.

José y María bañaban al Niño. Les gustaba mucho hacerlo, y al Niño le debía gustar también, al menos así me pareció a mí.

A los cuarenta días del nacimiento de un niño tenía que purificarse la madre. Yo pensé que, como María no tenía nada de que purificarse, omitirían esta ceremonia. Pero me equivoqué. A finales de enero, José y María empezaron a hacer planes para ir a Jerusalén para la Purificación de María, y la Presentación del Niño, que podría haberse hecho en otra fecha. La ley prescribe que el primer hijo varón sea ofrecido a Dios. José me dijo que en el caso de Jesús, por ser el Mesías, ese ofrecimiento tenía una significación especial. Precisamente para eso se había hecho hombre. Sería la mejor ofrenda que nunca se hizo en el Templo.

El dos de febrero salimos temprano hacia Jerusalén. En la explanada delante del templo vimos a otros matrimonios que acudían con sus primogénitos para la presentación. Casi todos compran un cordero para ofrecerlo como rescate, pero José, como correspondía a su situación de carpintero pobre, compró un par de tórtolas en una jaula de mimbres y me pidió que la llevara yo. Cuando nos dirigíamos hacia el portón dorado, un hombre con el pelo blanco se acercó a nosotros apresurado y sonriente. Dijo que se llamaba Simeón. Pidió permiso para tomar en sus brazos al Niño, y se puso a rezar en voz alta.

?Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.

José y María estaban admirados. Simeón le dijo a María:

?Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción ?y a tu misma alma la traspasará una espada?, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

También se acercó un viejita viuda llamada Ana, que quiso también abrazar a Jesús y alababa a Dios con gran piedad.

En el camino de vuelta a Belén, José le dijo a María:

?Eso de la espada debe ser los sufrimientos del Mesías que profetizó Isaías. Pero te lo ha dicho sólo a ti, porque tu has de presenciarlos, pero yo no. Será que yo moriré antes, y mi espada debió ser que el Señor tardara tanto en mandarme un ángel y me dejara sufrir. ?¡Bendito sea el dolor!

8. Los regalos de los Magos

Nada más encontrar la casita, José consiguió trabajo. El dueño del mesón le encargó enseguida algunos arreglos que fuimos a hacer los dos. Hablando con el mesonero salieron a relucir algunos parientes lejanos de José que se acordaban de su padre Jacob. También a través de éstos llegaron algunos trabajos. Delante de la casita pusimos el banco de carpintero y con los primeros ingresos se pudieron comprar algunas herramientas más.

Antes de la primavera el Niño ya sabía distinguir a su padre y su madre, balbuceaba y se reía mucho? cuando no lloraba a grito pelado.

Un día José y María hablaron sobre si volver a Nazaret, y pensaron que Dios quizás prefiriera que Jesús se criara en Belén. Dudaron pero no les preocupaba porque si se equivocaban el Señor se lo haría saber.

Para la fiesta de la Pascua vinieron muchos peregrinos de Nazaret. Joaquín y Ana se alojaron algunos días con nosotros. A los abuelos se les caía la baba con el nieto. Les preguntaron cuando pensaban volver a Nazaret, pero José y María les dieron largas.

Después de la Fiesta de los Tabernáculos nos llegaron noticias del alboroto que se había organizado en Jerusalén por la llegada de unos Magos de Oriente que querían adorar al Rey de los Judíos que había nacido.

Aquella noche vimos una estrella enorme que alumbraba como la luna. Poco después oímos la gritería de los chiquillos cada vez más cerca de nuestra casa. El mesonero venía con a los Magos y su cortejo, y les presentó a José. Le saludaron con todo respeto y le pidieron permiso para ver al Niño. El mesonero cuidó que sólo los Magos entraran en la casa. Éstos se arrodillaron al entrar, adoraron al Niño sentado en el regazo de María y entregaron presentes de oro, incienso y mirra. Yo tuve que salir para ayudar al mesonero a calmar a los niños y vecinos que alborotaban curiosos por las vestimentas de los extranjeros. Por indicación de José les acompañé a la era donde sus criados habían ya puesto unas tiendas enormes.

Cuando volví a la casa, Jesús estaba ya dormido y nos acostamos todos. Cuando logré conciliar el sueño me despertó la voz apremiante pero serena de José:

?María, se me ha aparecido el ángel en sueños y me ha dicho que nos vayamos a Egipto porque Herodes va a buscar al Niño para matarlo. Tenemos que salir enseguida.

?Aquim, ¿te vienes con nosotros o prefieres volver a Caná?

?Prefiero ir a Egipto.

María ya empezaba a escoger las cosas que serían necesarias y dijo:

?José, los regalos de los Magos son providenciales. Ocupan poco lugar y nos van a ser muy útiles. El incienso y la mirra se pueden vender muy bien en cualquier sitio y pesan menos que el oro.

No nos despedimos de nadie, y logramos que no nos vieran. José escogió el camino menos transitado que rodea las montañas de Hebrón y pasa junto a Bersabé.

Es un camino muy empinado y abrupto. José ató el Niño a sus espaldas y condujo a María de la mano. La luz de la misteriosa estrella iluminaba lo suficiente el camino y no fue preciso encender el farol, que nos habría delatado. En las cuestas abajo yo iba delante con el burro cargado, porque levantaba piedras que caían por el sendero. Con el alba pudimos ir más deprisa. Antes de salir el sol nos paramos en unos matorrales. María había cogido de la casa dátiles, higos secos, pan y queso. Nos supo delicioso. El Niño reía, pero pronto se durmió. No nos encontramos con nadie en el camino y no se veía ningún rastro de poblado. José nos dijo que sería más seguro viajar de noche. Y todos nos pusimos a dormir, incluso el burro.

Desde que nos despertó José no vi la menor sombra de miedo en los ojos de José y María. Yo, con verles, y sabiendo quién era el Niño, me sentí seguro: estábamos en las manos amorosas del Altísimo.

9. Egipto

Antes de llegar al Nilo, encontramos un poblado de israelitas en las afueras de Leontópolis. Primero me acerqué yo a ver si era seguro que entraran José y María con el Niño. Un viejecillo sentado al sol me llamó y me preguntó quién era. Le dije que era un carpintero de Caná de Galilea. Me dijo que en este poblado había algunos oriundos de Galilea.

Cuando referí todo esto a José decidió entrar en el poblado. Dio con el rabí que presidía las reuniones de los sábados en una era, porque no tenían sinagoga. Nos indicó dónde acampar y dijo que no faltaría trabajo de carpintero, si no en el poblado israelita, en la ciudad egipcia.

José y yo fuimos el día siguiente a la ciudad y cargamos el burro con alguna herramienta y material para hacernos una casita. El rabí nos presentó a algunas familias. No había ninguno de Nazaret. Casi todos eran oriundos de la costa del lago.

Jesús dio sus primeros pasos en este poblado de Leontópolis y se empeñaba en venir a donde trabajaba José, pero María se las arreglaba para que no nos estorbase.

La simpatía de José y María se ganaron enseguida muchos amigos. Las mujeres jóvenes acudían a hablar con María. Le preguntaban muchas cosas de Israel y aprendían de ella algunos guisos.

Los sábados cuando nos reuníamos para rezar con el rabino, había largas tertulias y los hombres preguntaban muchas cosas a José.

Al cabo de unas semanas llegaron noticias de la matanza de los niños de Belén. Todos se entristecieron mucho.

Yo me preguntaba hasta cuando estaríamos en Egipto. Por fin se lo pregunté a José y me dijo que el ángel quedó en avisarle.

Llevábamos más de dos años en Leontópolis cuando llegaron noticias de la muerte de Herodes, y esa misma noche el ángel le dijo a José que volvieran a Israel. Cuando José nos lo dijo la mañana siguiente, empezamos los preparativos del viaje. Ahora podríamos ir por el camino junto al mar que es mucho más cómodo. José y María pensaban volver a Belén aunque Nazaret les hacía más ilusión. Pero llegaron noticias que el nuevo rey, Arquelao, era tan cruel como Herodes. José y María ante la incertidumbre de a dónde dirigirse, volvieron a ponerse en manos de Dios. La noche antes de salir, el ángel volvió a aparecerse a José y le dijo que fuéramos a Nazaret. Cuando nos lo contó, María se acordó de una profecía donde se dice que el Mesías sería llamado nazareno.

Desde Gaza, en vez de subir a Jerusalén, seguimos junto al mar pasando por Ascalón, Jope y Cesárea.

10. De nuevo en Nazaret

Al llegar a Nazaret fuimos derechos a casa de Joaquín. Se llevaron una buena sorpresa. Cuando supieron lo de los Magos y la matanza de Belén temieron por nosotros. Y como no dimos señales de vida durante más de dos años se temieron lo peor. Pero nada más ver a Jesús lo abrazaron y le decían toda clase de piropos con una felicidad inmensa. Lo primero que comentaron fue el parecido de Jesús y María. Esto lo llevaba yo pensando todo el tiempo, pero ahora me di cuenta por primera vez del parecido de Jesús con Joaquín. Los abuelos cabían es si de gozo cuando Jesús les llamó abuelo y abuela, como María le había venido aleccionando al Niño por el camino.

Joaquín había cuidado de la casa y del taller de José para que se conservaran en buenas condiciones. Después de una ausencia de tres años teníamos más trabajo del que podíamos dar abasto. María nos ayudaba mucho, además de ocuparse de todas las faenas del hogar. A Jesús lo dejaba con frecuencia en casa de los abuelos, porque con nosotros sólo servía para estorbar.

Lo que me llamó más la atención de Jesús desde su nacimiento es que era igualito a los demás niños, sin la menor muestra de que fuera el Mesías. Se ve que eso de que Dios se haga hombre es algo tan inmenso que desborda nuestra comprensión, y este comportamiento de Jesús deja claro que se hizo hombre de verdad.

Cuando cumplió cinco años Jesús empezó a acudir a la escuela de la sinagoga. El rabino les enseña a cantar los salmos y, poco a poco, a leer y escribir. Es curioso que Jesús, siendo Dios, tuviera que aprender todo esto.

Lo mismo ocurrió cuando cumplió diez años y empezó a ayudarnos en el taller. Le tuvimos que enseñar todo, pero aprendía pronto y disfrutaba trabajando con nosotros.

Así fueron transcurriendo los años, con la mayor normalidad. Hasta que, cuando Jesús tenía doce años, en la peregrinación por la Pascua a Jerusalén, nos llevamos un buen susto.

El viaje empezó como todos los años. Como de costumbre, Jesús pasaba cada vez más tiempo con los chicos de su edad que con sus padres. Sólo le veíamos para la comida y al acampar.

A la vuelta hacia Galilea, al acampar la primera noche, Jesús no aparecía por ningún sitio; ni los chicos ni nadie de la caravana le habían visto durante ese día. Aquella noche apenas dormimos, y con el alba volví con José y María a Jerusalén. Pero tampoco aquí logramos dar con él. Otra noche casi en vela, pero José y María no perdían la paz. Como Jesús es Dios, nada malo podía haberle ocurrido, pero ese razonamiento no logró tranquilizarnos.

Por la mañana acudimos a las oraciones del Templo y allí le encontramos entre el grupo de niños mayorcitos que seguían la clase del rabino. Le observamos sin que nos viera y vimos cómo respondía a las preguntas del rabino con gran regocijo de éste. Cuando acabó la clase, María se acercó a Jesús y le dijo:

?Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.

? ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?

Me temí que esa respuesta de Jesús, diciendo que debe dedicarse a las cosas de su Padre, significaba que se despedía de nosotros para empezar su labor de Mesías. A esa edad se independizan muchos chicos; también yo. Pero Jesús con su cara risueña habitual, tan parecida a la de María, preguntó a José, llamándole Abba, cuándo salíamos hacia Nazaret.

Durante el camino de vuelta pude comprobar hablando con José y María que ellos también habían pensado que se iba a separar de nosotros.

De vuelta en Nazaret todo siguió con la misma normalidad de siempre.

***

Después de la muerte de José seguí trabajando con Jesús, y cuando éste salió de Nazaret para anunciar a todos la buena nueva me hice cargo del taller y cuidé de María.

Desde la muerte y resurrección de Jesús, María se fue a vivir con Juan. Y después de la Asunción de María me hice cargo del taller de José. Dios fue tan bueno conmigo que, como María y José, me ofrecí célibe al Señor.

Unos diez años después, vino a Nazaret Lucas, un famoso cristiano, médico de Antioquía y me hizo muchas preguntas. Antes de dejar Nazaret me rogó que pusiera por escrito lo que le había contado y se lo mandara.