La raíz de toda conversión: la humildad

Autor: Germán Sánchez Griese

Fuente: catholic.net con permiso del autor



Nos hemos dado cuenta que para ser santos, para convertirnos en otro Cristo, debemos aceptar nuestra condición de criaturas: salimos de Dios, somos de Dios y regresaremos a Dios. Esta verdad, tan sencilla y que se expresa de un modo tan concreto, nos cuesta mucho trabajo vivirla. No nos gusta que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Las pasiones, que se reflejan principalmente en nuestro defecto dominante, llegan a apoderarse de tal manera de nuestra vida, que hay ocasiones en las que no sabemos quien vive en nosotros: no distinguimos ya entre nuestros propios deseos y las órdenes que nos lanza nuestras pasiones y nuestro defecto dominante. Hacemos de nuestra vida un modo para satisfacer y dar gusto a nuestro defecto dominante.

Es cierto que con nuestro programa de reforma de vida, estamos creciendo interiormente, pero mientras no tengamos una clara conciencia de que somos criaturas de Dios, de que dependemos de Él, nuestro avance será lento en el camino para adquirir la santidad. Estaremos construyendo nuestra santidad en la arena y no en roca firme, como nos sugiere el Evangelio. Podemos entusiasmarnos por unos días, por unas semanas, o por unos meses en este camino que hemos emprendido. Pero tarde o temprano, si en la base de este combate contra el defecto dominante no está la humildad, nos desanimaremos y dejaremos de realizar cualquier esfuerzo para seguir adelante.

¿Qué debemos hacer para ser humildes? Toma tu evangelio y ábrelo en el capítulo 15 de San Lucas, de los versículos 11 al 31. Ahí Cristo nos relata la historia del hijo pródigo. ¿Cuántas veces hemos meditado estas parábolas? Ahora quiero que las leas con calma, saboreándolas y aplicándolas a tu vida, principalmente a tu programa de crecimiento interior. Detente un poco en esta frase: “Y entrando en sí mismo dijo: <¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!> Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, partió hacia su padre.” (Lc. 15, 17-20)

Para ser humilde debemos seguir los pasos de este hijo pródigo en ese momento, que es el momento de su conversión. Este hijo pródigo, después de desperdiciar la herencia, se da cuenta que lo ha perdido todo:<¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!> Él, como nosotros, ha malgastado la hacienda que le ha dado su padre, que no es otra cosa que la capacidad de ser Hijo de Dios. Nosotros como criaturas nos hemos revelado frente a Dios, como los ángeles caídos (2Pe, 4) y le hemos dicho que preferimos seguir con nuestro defecto dominante que seguirlo a Él. 

La humildad es reconocerse criatura de Dios. Y muchas veces criatura alejada de Dios por el pecado.

La humildad no es una lamentación de nuestra condición de pecadores que se han alejado de Dios, sino constatación de una verdad: soy hijo de Dios, soy criatura. Y como criatura que soy debo seguir las indicaciones de mi Creador. Lo que sucede es que muchas veces no sigo esas indicaciones, sino que sigo las indicaciones de mi pereza o de mi soberbia, es decir, de mi defecto dominante. 

Muchos autores espirituales de nuestros días han expresado esta idea con diversos simbolismos. Escuchemos a uno de ellos: 
“Yo anhelo, Señor, esta santa indiferencia
que me anulará a mí mismo para fundirme en Ti.
Y poder yacer en tus manos como fiel de balanza
Para que Tú lo inclines hacia donde se te antoje.

Y como papel en blanco,
Para que en él escribas lo que quieras.
Y como agua cristalina entre tus manos,
Para que Tú la viertas en el vaso que te plazca.
Y como barro de alfarero,
Para que Tú lo moldees como te convenga.
Y como borrico de carga, 
Para llevarme donde más me necesites.

Y como niño de pecho en brazos de su madre,
Para no poder ir donde Tú no vayas
Y para ir contigo siempre a dondequiera que Tú fueres.

Y como baratija en manos de un niño
Para que a tu antojo, te diviertas o me destroces...
Mas, ¡qué alta está, Dios mío,
la cumbre de esta perfección!
¡Y cómo se enredan en mis pies 
los ásperos matorrales de sus senderos!”

Esta es la cumbre de la perfección a la que estamos llamados: como criaturas de Dios depender en todo de Él, sabiendo que sólo en Él se encuentra la felicidad. Lo que sucede es que tratamos de llenar esa felicidad con mil y un sucedáneos: cosas materiales, afectos, sentimientos, ansias de poder y todo lo que nos proponen nuestras pasiones a través de nuestro defecto dominante.

Pero ser humilde no es buscar en el exterior las cosas que nos hagan ser más humildes. Humilde no es el que vive arrumbado en un rincón, lejos de la vista de todos, con la mirada siempre agachada, temeroso de que lo vean. Esa puede ser una caricatura de la humildad y esconder ahí una gran soberbia. Humilde es el que se reconoce como hijo de Dios y basándose en ese reconocimiento acepta las condiciones de esa filiación, acepta las condiciones de la amistad con Cristo. Que esas condiciones le piden aceptar una enfermedad, o un malestar físico pasajero... pues las acepta gozoso porque es humilde y se sabe que es lo que Dios quiere de Él en ese momento. Que a su esposo le ha ido bien en el negocio y pueden disfrutar de un fin de semana extra o comprarse un vestido nuevo, pues lo acepta por que en esos momentos es la voluntad de Dios y no lo anda presumiendo entre sus amigas. Que uno de sus hijos está pasando por un mal momento y necesita quizás un poco más de comprensión y cercanía... como es humilde sabe renunciar quizás a una tarde de dominó con los amigos y decide invitar a ese hijo o hija a cenar, a tomar un café y platicar con él o con ella, a estar cerca de él. Que en la Universidad me han ofrecido el plan de irme de vacaciones de Semana Santa a una playa de ensueño, pero sé que también podría dedicar ese tiempo para catequizar a comunidades que pocas o raras veces tienen la oportunidad de escuchar la palabra de Dios... como es humilde sabe posponer los planes personales por los planes de Dios.

No podemos dar un recetario mágico ni una casuística pormenorizada de los casos en que se vive la humildad. Debemos partir de la base que cada uno debe reconocerse como hijo de Dios para aceptar las condiciones de esta filiación y de esta amistad. Esto requiere mucha reflexión. Mucho dominio de sí mismo y mucha valentía. La humildad es una virtud para almas fuertes, para almas que quieren ser santos y no para almas apoquinadas que se conforman con “ir tirando más o menos” en su vida de cristianos.

Tienes la meta que es tu conversión, tu santidad. Tienes los medios que son tu programa de reforma de vida, tu programa de crecimiento interior. Tienes el mot-or (¿recuerdas esta palabra clave ?) que es tu fuerza de voluntad. Pero si no tienes la base que es la humildad para reconocer lo que eres, en donde te encuentras y hacia donde quieres llegar, no podrás avanzar mucho en tu camino hacia la santidad.

Para ser humilde debes reconocerte en todo momento como hijo o hija de Dios. Y cuando fallas, aceptar esas fallas como un alejamiento de lo que Dios quiere de ti. Eso lo veremos en el siguiente artículo, cuando hablemos de las fallas en tu condición de criatura. Te dejo con unas claves de la humildad que te ayudarán a vivir cada día tu condición de criatura. No son fáciles de leer, porque no son fáciles de vivir, pero bien vale la pena hacer el esfuerzo.

Estas claves te recordarán a cada momento lo que debes ser. A veces parecerán duras, pero en realidad llevan una gran sabiduría espiritual. Intenta vivir una cada día. Verás como al final de un tiempo tú mismo acabarás por no reconocerte. Empezarás a ser verdaderamente una criatura de Dios: hijo de Dios y hermano de Jesucristo.

Programa de crecimiento interior

Las claves de la humildad.

Del deseo de ser:
Estimado ¡Líbrame, Jesús!
Amado
Proclamado
Ensalzado
Alabado
Preferido
Consultado
Aprobado
Justipreciado


Del temor de ser:
Humillado ¡Líbrame, Jesús!
Despreciado
Despedido
Rechazado
Calumniado
Olvidado
Ridiculizado
Injuriado
Sospechoso


Del disgusto de que no se siga mi opinión ¡Líbrame, Jesús!

Que los demás:
Sean más amados que yo ¡Haz, Jesús, que lo desee!
Sean preferidos a mí
Crezcan en la opinión del 
mundo y yo disminuya.
Sean llamados a ocupar
cargos y yo relegado al olvido
Sean alabados y nadie se preocupe de mí
Sean preferidos a mí en todo.