Autor: Guadalupe Magaña
Fuente: Escuela de la Fe

 

La ley Moral

La realización del bien moral concreto en cada acto es un camino de acercamiento al Bien Supremo.

 

El bien y el mal moral

El hombre es libre, pero no es autónomo. En sus actuaciones, se ve impulsado a preguntarse “¿Qué puedo hacer?”, y sobre todo, “¿Qué debo hacer?” Existe un orden de valores, de bienes, que él mismo no ha establecido, ni sociedad humana alguna; un orden de cara al cual su vida se define radicalmente como buena o mala según su aceptación o rechazo del mismo.

En efecto, aunque el hombre tiene conocimiento de muchos valores que representan para él un bien, un camino hacia su realización, sin embargo, sólo tienen valor auténtico si se subordinan a un bien superior: el bien moral, el único bien que le hace esencialmente bueno al hombre y que confiere autenticidad a los demás bienes que pueda poseer (inteligencia, amistades, riquezas, etc.).

En el fondo, el hombre percibe en su conciencia la orientación de su vida hacia el Bien Supremo, Dios. El ejercicio más profundo y coherente de su libertad consiste en aproximarse cada vez más a esta meta, siguiendo con fidelidad el orden establecido por su creador. La realización del bien moral concreto en cada acto es un camino de acercamiento al Bien Supremo.

La ley moral:

El hombre vive de cara a la exigencia de hacer el bien en su vida, de cara, por tanto al imperativo de la ley moral.

En el obrar moral está en juego la realización de los más altos valores: se trata del hombre mismo en cuanto obligado a llevar a cumplimiento su vocación específica por medio de la entrega a Dios y a sus semejantes. En la actividad moral propiamente cristiana, se trata de responder a la llamada divina a participar en la vida misma de Dios, la vida de gracia. Es precisamente la ley moral que explicita las exigencias de esta vocación y orienta el obrar humano hacia su fin último, el Bien Supremo, Dios.

Naturalmente, una ley no entra en vigor si no ha sido promulgada, como veremos, o por el te stimonio de nuestra conciencia, o por revelación del contenido de estas leyes.

¿Cuáles son las leyes morales en general?

Podemos establecer una doble división (aunque existe entre ambos grupos estrecha conexión):

A) Ley de Dios

B) Leyes de los hombres

Por parte de Dios, habremos de considerar

(1) La ley eterna
(2) La ley natural
(3) La ley revelada

Por parte del hombre, nos ocuparemos de las leyes positivas.

A) Ley de Dios

(1) La ley eterna

Definición que nos da Santo Tomás:

“La ley eterna es el plan de la divina sabiduría en cuanto señala una dirección a toda acción y movimiento” (I-II,93,1). Desde toda la eternidad Dios ha determinado libremente el orden que debe regir todas las realidades creadas. Más explícitamente, la ley eterna, cuya promulgación comienza en la eternidad y cuyo conocimiento comienza para los hombres en el tiempo, es l a ordenación de la razón divina, dirigida al bien común del universo, promulgada por el mismo Dios, a quien compete el cuidado y gobierno de todo el mundo.

Es una ley i n m u t a b l e porque procede del entendimiento infalible de Dios y de su voluntad soberana (rechazamos la arbitrariedad de la Voluntad divina propuesta por Occam). Como domina toda la realidad creada, es, por eso mismo, el fundamento de todas las demás leyes tanto físicas como las morales (ley natural, revelada, positiva). Ninguna ley tiene el vigor sino en cuanto es manifestación de la ley eterna y sólo en ella encuentra su sanción y su justificación. (La idea de una ética humana autónoma simplemente no tiene sentido).

(2) La ley natural

Como hemos visto, Dios ordena desde toda la eternidad lo que conviene a la naturaleza creada. Al crear al hombre, imprimió en su naturaleza racional esta ordenación. Constituye precisamente esta participación de la ley eterna por parte del hombre la ley natural. Como sus preceptos se fundan en la naturaleza misma del ser humano, concierne a todos los hombres por igual y de ella tienen todos un conocimiento connatural, al menos en lo que se refiere a sus imperativos más generales.

- Ley natural y Revelación:

Se habla de la ley natural en las Escrituras. El texto que más suele citarse se afirma aquí que todos los hombres, hebreos y paganos por igual, han pecado y por eso necesitan de la redención (Rom 3,23). Ni siquiera a los paganos les ha faltado el conocimiento de las normas morales, aunque no hayan tenido la revelación divina hecha al pueblo de Israel:

“En verdad, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza…” (2,14 ss).

Así , pues, el Apóstol afirma que, mientras los hebreos tienen su maestro en la ley mosaica; los paganos lo tienen en sí mismos, en el testimonio, de la realidad creada. Sobre la base de este texto, la exégesis católica ha considerado siempre que le hombre, sin recurrir a la Revelación explícita de Dios, puede deducir el mundo creado, y sobre todo de su propia naturaleza pro medio de la conciencia moral, normas morales justas. La ley natural que así se establece es una auténtica revelación del plan ley natural que así se establece es una auténtica revelación del plan querido por el creador (por incompleta que sea), que acusa o aprueba al hombre según el carácter de sus acciones. Atañe a todo aquello que dice relación con el orden natural establecido por Dios, conocido por la razón natural del hombre, independientemente de toda ley positiva.

¿Cuáles son los preceptos de la ley natural?

En el fondo, todo se reduce al precepto primario que ningún hombre puede desconoce r si ha llegado al uso de razón: “Haz el bien, y evita hacer el mal”. Él puede a veces equivocarse sobre lo que ha de considerarse como bueno o malo, pero no cabe ignorancia respecto al imperativo mismo. Después, en torno a este precepto universalísimo se estructuran otros, secundarios, que lo van explicitando. (Los Diez Mandamientos nos dan, de hecho, una cierta explicitación). Aquí es posible que se dé una ignorancia parcial. Por ejemplo, todos reconocen la obligatoriedad de: “no matarás”, pero en la aplicación de esta ley puede haber discrepancias. Algunos dirán que es justo quitarle la vida al niño no nacido para salvar a la madre; otros dirán que no lo es. .Cuanto más nos alejemos de los grandes principios, tanto más posibles se hacen las discrepancias. Las conclusiones remotas, que son fruto de un razonamiento, son las más difíciles de establecer con absoluta universalidad (Por ejemplo, ¿qué configuración precisa debe tener el matrimonio?).

Las propiedades de la ley natural. Son tres:

- universalidad
- inmutabilidad
- indispensabilidad

Universalidad: La ley natural obliga a todos los hombres sin excepción, aunque sean menores de edad o personas enajenadas. (En este caso no habrá culpa formal, ciertamente, sino solo una transgresión material, pero las exigencias de la ley siguen en pie).

Inmutabilidad: La ley no admite cambio por concepto alguno. No se le puede quitar ningún precepto, ya que tiene como base la misma naturaleza inmutable del hombre y el orden moral que entraña. Se puede pensar sin duda en una explicitación más cabal de esta ley por medio de una serie de deducciones lógicas, lo cual daría la impresión de un aumento de la ley, pero en realidad no se saca de la ley mas que lo que ya contiene de antemano implícitamente.

Indispensabilidad: Nadie puede obtener dispensa alguna de esta ley, por estar fundada en la ley eterna de Dios. Tampoco puede un hombre eximir a otro de su cumplimiento. Como esta ley está en consonancia con la naturaleza misma de Dios, podemos decir que Dios mismo no dispensaría de ella. Por lo tanto, no puede haber aquí “epiqueya” alguna (i.e., una interpretación benigna de la mente del legislador en los casos no previstos por la ley). “La ley natural, como dada por el supremo y sapientísimo legislador, no falla nunca ni deja ningún cabo por atar. Nunca puede ser nocivo lo que manda, ni bueno lo que prohíbe. De donde la ‘epiqueya’ es en ella del todo imposible y absurda” (Rollo Marín, op. Cit. I, 109)

Naturaleza humana y ley natural: Hemos visto que la inmutabilidad de la ley natural se basa en la naturaleza humana, creada por Dios, y que se considera inmutable. Pero ¿es así?

El problema surge a raíz de los cambios evidentes en la vida del hombre a través de su historia. No sólo cambian las formas de vida humana, según parece, sino hasta incluso las normas de vida humana .Por ejemplo, la acti tud ante la esclavitud, la usura, la libertad religiosa. En nuestros días ha cambiado la actitud ante ciertos sistemas políticos. La posición del trabajador no se considera como hace algún tiempo, ni la posición de la mujer en la familia o en la vida pública. Se valora ahora de manera distinta el amor en las relaciones conyugales, etc. Ahora bien, ¿qué profundidad tienen estas mutaciones? ¿Qué es lo que debe considerarse inmutable en el hombre? ¿Será sólo un pequeño núcleo esencial, mientras todo lo demás no será más que sobreestructuras, sometidas a cambio? De la respuesta que se dé a esta pregunta dependerá la extensión reconocida a la ley natural.

Hay que reconocer, en primer lugar, la evolución innegable que afecta al hombre. A diferencia de los animales, sumergidos en el campo esteriotipado de los instintos, el hombre se perfecciona y planifica su propia transformación. Ni su pasado, ni los factores hereditarios, ni su estructura biológica, sicológica o social son cap aces de impedirle al hombre transformar su ambiente y a sí mismo. El Concilio Vaticano II juzga este proceso como absolutamente positivo:

“El género human se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa”. (GS n.4).

Pero, entonces, ¿cuáles son los límites de esta ola de transformaciones? ¿Qué profundidad alcanzan? El mismo documento conciliar considera que “bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, qu ien existe ayer, hoy y para siempre” (GS n.10). De hecho, si no hubiese una base humana, simplemente no se podría hablar de historia humana. El factor histórico tiene sus límites. Un proceso histórico resulta posible sólo cuando permanece un sujeto idéntico a sí mismo, dotado de un núcleo estable alrededor del cual gira todo lo demás. Si no fuera así, no habría más que una sucesión de instantes inconexos, rotos. Con esto no hemos dicho en qué consiste el elemento permanente, pero sí hemos señalado la necesidad de presuponer en el hombre de todos los tiempos elementos típicamente humanos que se conservan a través de todo cambio. Podemos sacar ya una consecuencia: el cambio en sí nunca podrá constituir para el hombre el criterio o norma para un auténtico desarrollo histórico. Deberá consistir en el crecimiento de lo valores esenciales del ser humano.

Después de estas puntualizaciones, nos preguntamos ahora ¿cómo podemos distinguir en lo concreto entre lo mudable y lo perdura ble en la naturaleza humana?

Habrá que tomar en cuenta los factores siguientes:

A veces, lo que puede parecer un cambio de norma puede no ser más que un cambio en el conocimiento de la norma. Es decir, si bien el hombre es capaz de conocer la ley natural con la razón, no llega a tener de ella, sin embargo, un conocimiento pleno desde el inicio. Por ejemplo, ha habido una larga evolución en la configuración de las exigencias de la dignidad humana. (Esto no significa, desde luego, que la ley natural es sólo que una época dada reconoce en ella; la norma se deriva de la naturaleza y no del conocimiento). Es posible, también, que una época tome como norma algo que está en contraste con la verdad objetiva. Es posible que la ignorancia y el error (invencibles) afecten a una norma no en toda su extensión, sino parcialmente. En todos estos casos el conocimiento sucesivo más cabal no representa una mutación de la norma anterior, sino sólo su corrección o perfeccionamiento (considere, por ejemplo el caso de la libertad religiosa).

El cambio puede afectar no a la norma, sino sólo a la aplicación. Las circunstancias a las que se aplicaba una norma de la ley natural pueden cambiar profundamente, dando así la impresión de que se trata de una mutación de la ley misma. Por ejemplo, la usura era una injusticia; en las circunstancias económicas actuales, sin embargo, las tasas de interés pueden justificarse en muchas instancias como fruto de una inversión productiva para la economía nacional.

¿La ley natural consta de pocas normas genéricas e indeterminadas, y, por eso mismo, aplicables a todos los tiempos? O, por el contrario, ¿consta de normas detalladas perennes?

Los pareceres se dividen sobre este punto:

Sto. Tomás de Aquino, por ejemplo, la reduce a veces a pocas normas fundamentales; otras veces incluye también algunas de las consecuencias más inmediatas.

El Magisterio de los Papas no tiende cierta mente a reducir la ley natural a pocas normas genéricas. Pensemos en lo que dice el Concilio sobre el aborto, la eutanasia, el suicidio (GS n. 27), sobre la poligamia, el divorcio (GS n. 47) o sobre el derecho a la propiedad (GS 69 y 71).

(3) La ley revelada:

El hombre destinado, y finalmente elevado, al orden sobrenatural necesita de la ayuda de Dios para alcanzar este fin. Es decir, requiere un cuerpo de preceptos que esclarezcan y completen los de la simple ley natural. De aquí la ley revelada de Dios: “aquella ley que procede de la libre e inmediata determinación de Dios, comunicada y promulgada al hombre por la divina revelación en orden al fin sobrenatural” (Rollo Marín, I, 110).

Su necesidad se aprecia por la facilidad con que la ley natural se oscurece entre los hombres y porque el género humano está destinado a un fin sobrenatural. Se articula en dos fases:

- La ley antigua y
- La ley nueva promulgada por Cris to y más perfecta que la primera por su espiritualidad, el culto interno que pide y su mandato supremo: LA CARIDAD.

Las leyes humanas positivas

Las leyes promulgadas por los hombres, que pueden ser eclesiásticas o civiles, en cuanto entrañan un aspecto moral, están íntimamente relacionadas con la ley divina, aunque existe entre ellas una profunda diferencia.

La ley de Dios se dirige al hombre entero: le llama a empeñarse con toda la profundidad de su ser. Exige no sólo las buenas acciones sino también las buenas intenciones. Las autoridades humanas, sin embargo, no pueden tener exigencias tan absolutas. Además, las leyes humanas se refieren preponderantemente a la dimensión social del hombre, (la ley civil sobre todo), mientras la ley divina se dirige también al hombre en su vertiente estrictamente personal. (La ley eclesiástica ocupa, en realidad, un puesto intermedio, ya que propone enseñar a los hombres lo que Cristo ha mandado hacer).

La ley humana debe siempre subordinarse a la de Dios. Un legislador humano no puede nunca empeñar al hombre más que en el cuadro fijado por el Creador. Por eso, una “ley” humana contraria a la de Dios no tiene, en realidad, fuerza de ley. Si un Estado conculca en su legislación los mandatos de Dios, quizá incluso con sanciones contra los que desobedecen, la personal individual debe sentirse antes que nada llamada a obedecer a Dios. (Ejemplo de Tomás Moro: “Soy fiel servidor del rey, pero ante todo soy cumplido servidor de mi Dios”).

La ley humana está llamada a prestar servicio a la divina, a colaborar armoniosamente con ella , promoviéndola, y, si es necesario, confiriéndole una serie de sanciones adecuadas. (Por ejemplo, en la cuestión del aborto, la Iglesia confirma que es una práctica perversa y la sanción es la excomunión: (Derecho canónico, c 1398) Algunos estados también prohíben esta práctica y prevén castigos en su código penal). Además, una ley huma na precisa la ley moral divina a tenor de las circunstancias concretas del momento. (Por ejemplo, el reglamento del tráfico precisa la responsabilidad del individuo en lo que se refiere al respeto a la vida humana en el sector del transporte. La autoridad eclesiástica establece normas análogas; por ejemplo, determina como se ha de honrar a Dios en la coyuntura histórica actual: Misa el sábado en la tarde o el domingo, etc.).

Esto hace ver que la ley humana se ve sometida necesariamente a unos cambios considerables porque tiene que seguir de cerca los condicionamientos del momento. Parte del deber del legislador humano es precisamente la actualización de la ley. Sin embargo, este carácter un tanto contingente de la ley humana no invalida su necesidad para el hombre. El egoísmo y la fragilidad humana pronto harían imposible la convivencia social sin este correctivo imprescindible. Evidentemente, no hay que llegar al extremo opuesto: un legalismo superfluo y sofocante.
< br />Una palabra acerca del pluralismo que caracteriza la mayor parte de las sociedades actuales. Cuando un estado moderno, a pesar de la divergencia de opiniones entre sus ciudadanos, mantiene su legislación dentro del campo de la ley natural, enfocada hacia el bien común, no hay problema para el cristiano. Pero muchos Estados han llegado a promulgar leyes contrarias a los postulados básicos de la ley natural y, por eso mismo, contrarias al auténtico bien común. Por ejemplo, el Estado no inculca a veces ciertas normas o no castiga cosas que lo merecerían: drogadicción, pornografía, etc., etc., permite acciones contrarias a la ley natural (aborto, divorcio…); impone incluso cosas inmorales (esterilización obligatoria, ‘liquidación’ de los enfermos terminales, discapacitados, etc.) Para los cristianos esto puede dar lugar a un caso de conciencia muy grave. ¿Qué hacer?

En primer lugar, hay que reconocer que en un Estado pluralista, donde existe gran variedad de evaluaciones morales, el Estado se ve obligado a tomar una actitud tolerante en bien de la paz civil. Podrá considerarlo necesario, además, como mal menor y para evitar el mal mayor, el permitir ciertas prácticas malas (ejemplo de “casas públicas”, para controlar la prostitución). Naturalmente en estos casos habría que ver si realmente se evita el mal mayor.

En segundo lugar, los cristianos tienen el deber de adoptar todos los medios legítimos a su alcance para impedir la promulgación o para conseguir la abrogación de una ley contraria a la ley natural. (Es el caso típico del aborto o del divorcio, eutanasia…). Si a pesar de todo, la ley es promulgada, entonces sigue en pie para cada cristiano la obligación de no conformar su acción con ella. Asimismo, si un Estado adopta una ley inmoral y la impone, está claro que tal disposición no debe acatarse ni aplicarse. El cristiano está llamado en este caso a dar testimonio de sus principios por encima de todo.

Una última considerac ión acerca de la ley humana. ¿Cabe alguna exención de obedecer a ella? Estamos hablando de las leyes positivas humanas y no de la ley natural, porque esto implicaría que el hombre pudiera eximirse de realizar su propia naturaleza. Tampoco estamos hablando de la posibilidad de eximirse de ser cristiano auténtico, lo cual no puede concebirse.

La imposibilidad física exime de la ley (por ejemplo, un enfermo de gravedad no tiene que trabajar). La imposibilidad moral (por ejemplo, cuando la observancia sigue siendo posible, pero pediría un esfuerzo excesivamente oneroso) puede eximir de la ley humana. El legislador humano no puede sobrecargar a los súbditos: esto iría en contra del bien común. Sólo en caso de grave necesidad puede pedir grandes sacrificios (en tiempo de guerra, por ejemplo).

Otra modalidad de exención de la ley humana es la así llamada “epiqueya”. Implica un apartarse de la letra de la ley, por motivos justificados. Aquí se supone que el legislador, de tener conocimiento de la situación concreta del súbdito, no desearía obligarlo a cumplir la norma con todo rigor. Un legislador humano no puede tener conocimiento cabal de todas las posibles circunstancias de un acto. Por lo tanto, ninguna formulación e la ley positiva puede tener en cuenta la diversidad real de las cosas. La “epiqueya” es una excepción que tiene que ver, obviamente, con el individuo y no con la comunidad.

Bibliografía sugerida:

J. M. Aubert: “Ley de Dios, leyes de los hombres”. Ed. Herder, Barcelona.

Ejercicios:


1. Leer detenidamente: Mt 19, 16-22.
2. Estudiar: CAT IC n. 1749
3. Leer y resumir los números de la Encíclica Vertiatis Splendor anotados a continuación:

El Acto Moral

Teología y teologismo

n. 71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en lo s actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a El, la perfección feliz y plena (Cfr Gaudium et Spes, n.17).

Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos (Cfr. Sto Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.1 – 3). Estos no producen solo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: “Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal… Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente… Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos… sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos”.

72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la Sabiduría de dios que ordena todo a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es “ley natural”), cuanto –de modo integral y perfecto- por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada “ley divina”). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la perronas hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre en cuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: “Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (Mt 19,16).evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por Aquél que “solo es Bueno”, constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19,17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.

La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no pued e ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. (Cf S. Tomás de Aquino, Suma Theologiae, II-II, q. 148). El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicición con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.

73. El cristiano, gracias a la Revelación de Dios y a la fe, conoce la “novedad” que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas pro la gracia: en Jesucristo y en s u Espíritu, el cristiano es “criatura nueva”, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra al a vida eterna, a la comunión de visión, e amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. * Cristo “nos forma según su imagen –dice san Cirilo de Alejandría-, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa… La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres buenos”. (Tractgatus ad Tiberium Diaconum sociosque, II. Responsiones ad Tiberiu Diaconum sociosque).

En este sentido, la vida moral posee un carácter “teleológico” esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia una vez más, la pregunta del joven a Jesús: “¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”. Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es loa que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19,17).

Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y de la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: “Es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal” (2 Cor 5,10).