La lectura científica de la Sagrada Escritura por el Prof. José María Ábrego Lacy

Escrito por Ecclesia Digital   

miércoles, 09 de febrero de 2011

Me han pedido que intente responder a una pregunta: ¿Por qué, para qué o cómo hay que acercarse científicamente a la Biblia? Como Vds. saben por experiencia, no es fácil preparar una intervención sin conocer las preocupaciones vitales del auditorio, su vivencia real y previa sobre el tema que se va a tratar. Esta vez no ha sido excepción.

De modo que me decidí por explicar con sencillez por qué he dedicado mi vida a la lectura y al estudio de la Sagrada Escritura y presentarles, de paso, la misión que el Papa S. Pío X confirió al Pontificio Instituto Bíblico de Roma y cómo éste realiza su trabajo. Me baso, por lo tanto, en mi propia experiencia personal para intentar subrayar los aspectos más directamente relacionados con el estudio de la Sagrada Escritura, contenidos en la exhortación apostólica postsinodal “Verbum Domini” (VD) del Papa Benedicto XVI.

 

 El primer recuerdo que conservo de la Biblia es, cuando de pequeño, ayudaba a Misa (así se decía entonces) y seguía en mi misalito las lecturas, que en aquel tiempo eran en latín. Pronto tuve cercana la traducción de la Biblia de Nácar-Colunga (BAC), pero mi trato más habitual con el texto bíblico se basaba en las lecturas de la Misa. Niño aún aprendí el suficiente latín como para entenderlas materialmente, pero tenía una dificultad enorme en comprender lo que decían algunas de ellas, incluso el Evangelio, que resultaba mucho más cercano a mi mentalidad y a mi capacidad infantil. Recuerdo que uno de mis primeros descubrimientos, si podemos llamarlo así, fue con una frase de San Pablo (2Cor 12,9), que en latín decía: “virtus in infirmitate perficitur”. Me parecía muy sabio que Pablo afirmara algo así como que la virtud crece, se desarrolla, en la enfermedad. Y habría aprendido algo sensato, si mi latín no me hubiera permitido o urgido a traducir la frase como “la fuerza se muestra en la debilidad”. Esta sí que era una frase digna de Pablo: chocante, interesante, lapidaria, casi metafísica, difícil de entender y que siempre te dejaba un resquicio de duda, cuando intentabas una comprensión plausible. Gracias a Dios, a esa frase le antecedía “te basta mi gracia”, con lo que se cumplía con creces mi necesidad orante. La cosa se complicó -y se solucionó-, cuando aprendí a leer a San Pablo en griego y descubrí que en algunos manuscritos, además de reproducir la frase habitual, añadían un mou después de dynamis, convirtiendo la frase en “te basta mi gracia, porque mi fuerza/mi poder, se realiza/se cumple, en la debilidad”. La interpretación que hacían esos manuscritos -pues toda traducción interpreta- era más evidente. Dejaba de ser una formulación teórica para referirse a la potencia de Dios, que siempre ha mostrado una fuerza especial a favor de los débiles y en la condición de debilidad. De repente me vinieron a la mente escenas como la elección de David o la liberación de Egipto y todo me resultó muy coherente, incluso con el cap.1 de la primera carta a los Corintios en donde Pablo afirma que lo que parece debilidad en Dios es más potente que la fuerza de los hombres (1Cor 1,25). Digámoslo así, el estudio me permitió profundizar en un texto mucho más inspirador para la vida espiritual de un creyente, que el que intuía espontáneamente en aquella primera interpretación ascética, que decía poco de Dios y que difícilmente convencía a quien no estuviera ya convencido de la necesidad de la paciencia en momentos de postración.

 

 No quiero aburrirles con mis pequeños descubrimientos juveniles. Lo que sí quiero es transmitir el convencimiento de que el punto de encuentro entre lo que nuestros oídos “creen entender” y lo que el texto “quiere decir” puede encontrarse en el infinito, como dos líneas paralelas. Precisamente aquí radica el problema el problema del acercamiento a la Biblia, su lectura, su estudio, en una palabra, su interpretación. Creo que esta anécdota explica en parte el contenido de la “Dei Verbum” nº 12:

 

El intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras

 

 Digamos para empezar que la diferencia entre “leer” la Biblia y “estudiarla” no es pequeña, pero en cierto modo es cuestión de niveles de acercamiento creyente a la Sagrada Escritura. Quien no la lee será fundamentalmente ignorante en materia religiosa (y cultural, habría que decir) y carecerá del alimento de la Palabra para su vida en el Espíritu; quien no la estudia corre el peligro de ser fundamentalista en el ámbito personal y/o espiritual. Todo tiene sus matices. Dice el nº 36 de la Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini, al mencionar la armonía que debe reinar entre fe y razón: “Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas”.

 

Lectura de la Sagrada Escritura (o “la Biblia alimento del creyente -y de la Iglesia-“)

 

 Este es el punto esencial del acercamiento a la Sagrada Escritura. La Biblia no se escribió para ser estudiada, sino para comunicar vida. Con todo, mi propuesta es subrayar la necesidad también de un acercamiento científico. Para ello hay que comenzar por conocerla, por leerla, por asimilarla. Recuerdo cómo en los años del Concilio, cuando leí por primera vez la Constitución Dei Verbum, me llamó muchísimo la atención la frase: “La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo” (DV 21). Me pareció una honda afirmación y, como todas las grandes afirmaciones humanas, llena al mismo tiempo de profunda verdad y de necesidad de profundización. Era verdad que en la sagrada liturgia, especialmente en la mesa eucarística, siempre ha repartido a los fieles la palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo. Pero, por otro lado, la veneración de la Sagrada Escritura no se había desarrollado, ni de lejos, como la veneración del Cuerpo de Cristo. ¡Qué lejos estaba en aquel entonces la Sagrada Escritura, por muchos motivos culturales e históricos, de servir como alimento de la vida de la Iglesia en la oración, en la predicación o en la reflexión teológica! Lo había sido en épocas anteriores, pero en aquel entonces esa afirmación sonaba un poco estridente. Pero del Concilio, anticipado en algunos movimientos bíblicos previos, surgió en el ámbito católico un dinamismo de acercamiento a la Sagrada Escritura que influyó durante los años siguientes muy positivamente tanto en la predicación como en la vida de las comunidades de creyentes que nacen en torno a las parroquias o a otras instituciones eclesiales. Los sermones dieron paso a las homilías, la catequesis se centró en la Sagrada Escritura y, en general, la Biblia se convirtió en “alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” (DV 21). Pero nos alcanzó no suficientemente preparados y los sermones, así como algunas catequesis, necesitaron años pacientes de corrección y profundización.

 

 Permítanme una anécdota para resaltar la veneración de la Sagrada Escritura. Se trata de un hecho que he vivido el pasado mes de Diciembre. Un alto cargo de la Sociedad Bíblica Mundial vino a visitarme y a explicarme un proyecto que calificaba de emocionante: la creación de un museo de documentos bíblicos (papiros, códices, óstraca, etc.) todavía inéditos, para permitir la investigación de la tradición bíblica a los estudiosos de todas las confesiones. Confesando su proveniencia del ámbito cultural protestante, hablaba de la emoción de tocar y leer un texto muy antiguo de traducción bíblica y llegaba e expresar su sentimiento con el término de “sacramentalidad” de la Palabra de Dios en referencia a esos códices que nos han sido legados por la comunidad creyente a lo largo de la historia, testigos del proceso de comprensión eclesial del texto inspirado. La Palabra se ha hecho carne y se ha transmitido en texto escrito. Concluimos el encuentro comentando la necesidad de rescatar la lectura bíblica de los Padres de la Iglesia. Esta anécdota me sirvió para valorar un párrafo de la mencionada Exhortación “Verbum Domini”, que me había pasado casi inadvertido. Me refiero al nº 16, que se titula precisamente así: “La sacramentalidad de la Palabra

 

En este sentido, puede ser útil recordar la analogía desarrollada por los Padres de la Iglesia entre el Verbo de Dios que se hace «carne» y la Palabra que se hace «libro». Esta antigua tradición, según la cual, como dice san Ambrosio, «el cuerpo del Hijo es la Escritura que se nos ha transmitido», es recogida por la Constitución dogmática Dei Verbum, que afirma: «La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres». Entendida de esta manera, la Sagrada Escritura, aún en la multiplicidad de sus formas y contenidos, se nos presenta como realidad unitaria. En efecto, «a través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3)», como ya advirtió con claridad san Agustín: «Recordad que es una sola la Palabra de Dios que se desarrolla en toda la Sagrada Escritura y uno solo el Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados»”.

 

 Evidentemente, al hablar de la necesidad de leer la Biblia no me refiero al hecho material, que también, sino a algo más profundo que tiene que ver con la asimilación. De los creyentes se debería decir lo que solemos expresar cuando nos referimos al influjo que un autor ha producido en alguien: “éste ha leído a … Heidegger, Kannt, Marx o a cualquier ensayista actual”. “Éste ha leído la Biblia”; no significa que ha hecho el estéril esfuerzo de comenzar por el capítulo primero del Génesis y concluir con el Marana Tha del libro del Apocalipsis. No, la Biblia no es un libro para ser leído de seguido. Hay libros bíblicos que sí se pueden leer de seguido con fruto, pero otros no se escribieron para ser leídos de principio a fin, por ejemplo, los salmos. No, alguien que lee la Biblia, en este sentido profundo, es alguien que acompaña a la lectura con la oración (cf. DV, 25), que está acostumbrado a descubrir la manifestación misericordiosa de Dios en los hechos y en las palabras que la Biblia expone, para escuchar e interpretar la Palabra de Dios pronunciada continuamente en nuestros días por el Dios, Padre-Madre, que no deja de manifestarse a su pueblo, a quien sin pausa llama, salva, reprende o convoca, porque lo ama. Una Biblia leída y asimilada en definitiva en la fe de la Iglesia. Sigue en pie la afirmación de la “Dei Verbum”, que citando a S. Agustín afirma:

 

Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura, para no volverse ‘predicadores vacíos de la palabra, que no la escuchan por dentro’” (DV 25).

 

 Leer la Biblia presenta sus dificultades de comprensión. Todos las hemos experimentado. Es un libro, diríamos mejor una Biblioteca, escrita en términos culturales muy distintos al nuestro, en una época muy antigua para los tiempos postmodernos y con una intención muy distinta a nuestra mentalidad cartesiana. Si tenemos dificultades para leer el Quijote, podemos multiplicarlas por mucho para la tarea de leer la Biblia. Y, sin embargo, es provechoso, es necesario, para el creyente. Al leer la Biblia encontraremos culturas muy diversas, tiempos muy diferentes, situaciones espirituales a veces contradictorias: desde la exaltación jubilosa por la victoria, hasta la angustia por la derrota y la muerte; desde el canto de júbilo al Dios que salva, hasta el oráculo tenebroso que anuncia el castigo y el desastre; el texto de la Sagrada Escritura presenta momentos de oración sosegada y expresiones de rebeldía; expone una reflexión de tono sapiencial o muestra un corazón que implora misericordia, o simplemente recoge el sentimiento y la queja de quien se siente abandonado. De momento me contento con afirmar que la Biblia hay que leerla con el espíritu con el que fue escrita. No se puede leer una carta de amor como una crónica deportiva. Y la Biblia no fue escrita para que “supiéramos más”, sino para que “conociéramos mejor”. La Biblia recoge, por inspiración del Espíritu, la confesión de fe de una comunidad creyente en su momento histórico y no tiene nada que ver con una crónica, en el sentido moderno de la verdad histórica que se limita a aceptar como verdad únicamente lo que se hubiera podido grabar o se puede reproducir en un virtual retorno al pasado. Algún ejemplo. Hay un caso que creo nos resultará a todos evidente. Se nos dice en los evangelios sinópticos que en el huerto de los olivos, Jesús tomó a tres de sus discípulos y les invitó a separarse de los demás para orar. De ellos todavía se alejó “como un tiro de piedra”, lo cual evoca una cierta distancia, grande o pequeña. El texto nos dice dos veces, que cuando volvió “los encontró dormidos”. Y si embargo, el texto nos cita con qué palabras oró Jesús: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz”. Si nos quedamos tan contentos, pensando que ahora sabemos las palabras que Jesús decía, como si hubieran ocultado un micrófono debajo del olivo, habremos perdido el sentido profundo del mensaje del texto, que no es una noticia, sino la comunicación de una revelación de Dios. Si no llegamos a captar la profunda unión entre Jesús y el Padre, “hágase tu voluntad y no la mía”, no recibiremos el mensaje del evangelista a todos los creyentes futuros, que también en el Padre Nuestro rezan “hágase tu voluntad”.

 

 Otro detalle cultural que será muy necesario al creyente occidental que lee la Biblia. En la cultura semita la verdad profunda se muestra en el relato, en la prolongación en el tiempo de lo que nosotros occidentales, cartesianos, acostumbrados a un lenguaje conceptual, lógico, que accede a la verdad a base de silogismos, desplegamos en el espacio. Nosotros decimos que el ser humano, hombre y mujer, “en el fondo” es bueno, aunque contaminado de orgullo y de pecado. El semita dirá “al principio” era bueno, después… Un principio que carece de sentido cronológico. Y esto es sólo un ejemplo. Al leer la primera página del libro del Génesis no debemos buscar “saber más” sobre el momento inmediatamente posterior tras el Bing Bang inicial (para esto existe el CERN en Suiza), sino “conocer mejor” que toda la creación, incluida la persona humana, se sustenta en el amor y en la cercanía de Dios. Muchos textos utilizan imágenes agrícolas y ganaderas, un tanto lejanas de nuestro horizonte cultural urbano, que ni conocemos un grano de mostaza, ni en muchos casos hemos visto de cerca un pastor, con la malísima fama que tenían en determinados momentos y en ciertas zonas bíblicas. Algunas las intuimos, pero de casi ninguna tenemos experiencia directa. Leer la Biblia en la mentalidad en la que fue escrita y procurando captar el mensaje que transmite, es la única manera para salvar lecturas “subjetivistas o fundamentalistas” de la Escritura, como afirma la Verbum Domini, citando el documento de la comisión Bíblica sobre la interpretación de la Sagrada Escritura.

 

“«rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la estrecha relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios ... Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y en una fraseología condicionadas por una u otra época determinada». El cristianismo, por el contrario, percibe en las palabras, la Palabra, el Logos mismo, que extiende su misterio a través de dicha multiplicidad y de la realidad de una historia humana. La verdadera respuesta a una lectura fundamentalista es la «lectura creyente de la Sagrada Escritura» (VD 44).

 

Estudiar la Sagrada Escritura

 

Con esta cita paso al segundo punto de mi reflexión. La distancia cultural y la propia diversidad de culturas y tiempos que la Biblia refleja, exige de nosotros un esfuerzo de acercamiento, de establecer puentes de conocimiento. A eso denomino “estudio”, al esfuerzo de acercamiento intelectual y crítico al texto bíblico. Sencillamente no me parece correcto que nosotros, creyentes del s. XXI, que nos hemos esforzado por desarrollar una formación de nivel universitario en tantos campos de las humanidades, de la ciencia o de la tecnología, no nos preocupe que en el ámbito de la fe –que decimos central y básica en nuestra vida- nuestro nivel se mantenga a niveles infantiles. Así, la Biblia nunca llegará a ser el alimento de nuestra fe. Es necesario un esfuerzo para sintonizar la fe y la razón, el análisis crítico y la confesión creyente. Una vez escuchada la palabra es necesario un vaciamiento de sí mismo para ponerse en camino hacia quien se comunica en esa palabra.

 

 No pretendo afirmar que la fe crece mediante el estudio. Evidentemente no. Pero si la fe ha de hacerse adulta, deberá crecer junto con nuestra propia maduración personal y también intelectual. Si en otros ámbitos del conocimiento desarrollamos capacidades, destrezas, conocimientos a importantes niveles universitarios, no podemos dejar la fe relegada a otros niveles, so pena de desarrollarnos –en cuanto creyentes- anormalmente, como quien tiene un brazo o un ojo o un miembro cualquiera no proporcionado. Por supuesto, hay diversos niveles de estudio y pretender que todos aspiremos al premio Nobel en Medicina o en Física Quántica no tiene sentido. Pero a todos se nos exige un mínimo también en estos campos. El estudio de la Biblia, como el de cualquier área de conocimiento, es como una cascada a diversos niveles que, entre otras cosas, produce belleza. La parte más alta no siempre calma la sed, pero permite que la parte inferior colme al sediento.

 

 Para acercarnos como estudiosos a la Biblia, la primera cosa que procuramos adquirir son los conocimientos lingüísticos necesarios para poderla leer en su lengua original. Es la primera proposición que hacemos a un estudiante que viene al Bíblico. Algunos se dedicarán después a estudios lingüísticos para producir trabajos filológicos que nos permitan leer mejor el texto. Otros nos mantenemos en otros niveles más limitados, pero con la posibilidad de comprender lo que los filólogos nos digan. Este nivel, filológicamente inferior, permite, sin embargo, un trabajo que ayuda a otros a comprender conceptos o frases bíblicas correctamente -digamos a nivel de estudiantes de Teología-, de modo que éstos puedan posteriormente llegar a ámbitos más amplios de la comunidad por medio de grupos bíblicos, catequéticos o simplemente a través de la predicación. Pongo un ejemplo que no es válido para la predicación, pero resulta útil en el estudio. Durante mis años de docencia en una Facultad de Teología, donde la Biblia se estudiaba en “traducción”, aunque algunos estudiantes daban sus primeros pasos en el estudio del hebreo y del griego, yo evitaba sistemáticamente utilizar el término castellano “profeta” y decía siempre (siempre que podía) “nabi’”. En el castellano actual el campo semántico del vocablo “profeta” está teñido de adivinación del futuro, como el horóscopo o la bola de cristal; muy moderno, si quieren, pero que no tiene nada que ver con el concepto bíblico. El término “nabi’” no dice nada en castellano, carece de campo semántico o de vocablos cercanos, lo que nos permitía acercarnos a los textos bíblicos con mentalidad semánticamente virgen, procurando deducir el sentido del texto mismo. Además, determinadas hipótesis filológicas sobre el origen del término hebreo, nos permitían discutir algunos textos que de otra manera no resultaban comprensibles. Piensen simplemente en la frase de Amós “yo no soy profeta, ni hijo de profeta”, “el Señor me ha arrancado de mi rebaño y me ha mandado profetizar” (Am 7,14.15). No voy a entrar en el análisis, porque nos llevaría muy lejos. Simplemente puedo añadir que el término “go’el”, comprendido en su lengua original, nos ayuda a profundizar en otro concepto tan conocido por nosotros como “Redentor”. Mucho más común es el convencimiento de que los términos “Mesías” o “Cristo”, según la lengua que se utilice, expresan en sus respectivas lenguas originales algo más que la materialidad de ser “ungido” con aceite, o que el “Shabbat” hebreo tiene poco que ver con el Weekend de nuestros tiempos.

 

 Este es un primer paso de acercamiento al estudio: el lingüístico. Para entender el “sentido literal” del texto bíblico hay, además, que tomarse el trabajo de adentrarse en otras áreas de conocimiento como la geografía con el fin de conocer la cultura en la que han florecido los textos bíblicos. Es importante conocer la geografía para saber que a Jerusalén “se sube”, se venga de donde se venga; o para no esperar de la cultura sureña del reino de Judá la alegría de la fertilidad de los campos (“Tu cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. La acequia de Dios va llena de agua. Preparas sus trigales” (Sal 65,10)), cuando lo único que produce el desierto son mínimas briznas de pastos para que el pastor pueda conducir a su rebaño por cañadas oscuras a fuentes tranquilas para reparar sus fuerzas (cf. Sal 23). Seguro que ayuda el hecho de conocer los ritos de fertilidad de la religión cananea, para entender por qué los profetas tachan de prostitución o adulterio lo que llaman idolatría, que evidentemente es adorar a otros dioses o adorar al Señor como se adora a otros dioses, de modo ritual, sin atender a la justicia. Pero bien, este humus cultural, que ayuda sin duda a comprender el texto bíblico, se puede ir adquiriendo con la lectura de algunos comentarios básicos.

 

 Algo más complicada es la historia, ayudada por la Arqueología, aunque en sus puntos básicos es bastante sencilla. No basta sólo conocer las fechas y los protagonistas de los eventos esenciales. Es necesario profundizar en las corrientes de pensamiento que existían en cada momento, o descubrir el influjo cultural de Egipto o de los grandes imperios mesopotámicos, auténticos colosos culturales que influyeron de modo decisivo en la cosmovisión de casi todos los pueblos que les rodearon. El pueblo hebreo desarrolló su cultura bíblica en contacto con ellos y debemos conocerlos. Muchos relatos básicos del Antiguo Testamento hunden en ellos las raíces culturales de su propia cosmovisión. Y no me estoy refiriendo sólo a relatos como el del diluvio. Algunos de nosotros han tenido experiencia de diluvio universal, cuando todo parecía acabarse cuando el agua que caía del cielo hacía subir el agua que corría por la tierra hasta casi encontrarse. Me estoy refiriendo también a puntos básicos que indican la especificidad del relato bíblico. ¡Qué bonito e iluminador, por ejemplo, resulta saber que en varios mitos sumerios, conocidos primero en lengua acadia, sobre la creación del hombre éste era creado con la misión de trabajar toda la vida en la construcción del palacio de su dios y de vivir a su servicio. Por el contrario, en el relato bíblico Dios crea de la nada y al hombre le entrega todo para que pueda disfrutar plenamente del descanso de Dios. Para profundizar en otros muchos textos conviene conocer el estado de ánimo que se crea en quien vive la amenaza de un imperio vecino colosal o en quien experimenta los problemas que normalmente causa un relevo en la potencia que ejerce la función de gobernador temporal del mundo, sea su nombre Babilonia o Roma. Y no es lo mismo que un texto proceda de la colonia judía de Alejandría, que de la experiencia de vaciamiento del exilio, o de la pobreza y el peligro de quien ocupa la tierra prometida.

 

Hay otras muchas áreas de estudio para intentar acercarse al ambiente cultural en el que han nacido los textos bíblicos. Un dato cultural, por ejemplo, que a mí me parece muy importante, imprescindible, para entender cabalmente textos importantes del AT. Me refiero al ambiente jurídico en el que han sido escritos muchos de los textos, fundamentalmente los proféticos, pero no sólo. El creyente hebreo ha formulado su fe con conceptos que no puedo por menos de calificar de “osados”. ¿Cuál sería nuestra respuesta, si nos preguntan por la base de nuestra relación con Dios? Podríamos responder que Él es el creador, nosotros sus criaturas, su propiedad; Él es el Señor, nosotros sus siervos, cuya obligación principal es la obediencia a sus órdenes. Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad en la expresión del creyente hebreo. Según él la base de nuestra relación con Dios es una Alianza, un pacto, un compromiso, a veces entendido como promesa. De hecho, ese término lo usamos también nosotros habitualmente (Nuevo Testamento, Nueva Alianza), pero para nosotros no tiene el carácter jurídico que presenta en el AT. Toda alianza, pacto, compromiso establece una relación en la que ambas partes adquieren determinados compromisos y si todos lo cumplen, todo irá bien (bendiciones) o en caso contrario está previsto una denuncia y un castigo (maldiciones). Dios se compromete a ser el Dios de Israel, es decir, protegerle, ayudarle, bendecirlo, etc., mientras Israel se compromete a ser el Pueblo de Dios: “Yo seré vuestro Dios, vosotros seréis mi pueblo”. ¿Cuál es la especificidad del pueblo de Dios? Que cumple las “estipulaciones de la alianza”, “las diez palabras” (los diez mandamientos), las de la primera tabla y las de la segunda, así como todas las leyes que de ellas dimanarán en la historia. En una palabra, el pueblo de Dios se caracteriza por promover la justa relación con Dios (monoteísmo, no otros dioses) y con los hermanos (familia, robo, mentira, mujer o propiedades del prójimo, etc.). A continuación se escriben las bendiciones y las maldiciones (Dt 27-28). Cuando en el desarrollo de la historia, uno de los contrayentes cree que el otro no ha cumplido su parte establece un “rîb”, un juicio o careo, en el que presenta su acusación: “no te has portado bien por esto y por esto”. La otra parte, se defiende o admite su culpa. En un juicio de estas características uno es “justo” y el otro “culpable”. Admitida la culpa, se restablece la justicia, es decir, la parte ofendida recobra su honor, su propiedad o lo que se le deba. Sobre esta institución jurídica han basado los creyentes su relación con Dios y es básica para entender los textos proféticos.

 

Permítanme dos breves consecuencias de uso del ámbito jurídico, importantes para la comprensión de muchos textos bíblicos. La primera es que ser creyente en el Dios de la Alianza no se demuestra con “ritos”, “sacrificios” y “holocaustos”, a no ser que sean coherentes con el cumplimiento de la justicia (la fidelidad a la segunda tabla, como expresión de la fidelidad a la primera). Cuando los profetas, en nombre de Dios, han acusado al pueblo de idolatría no se han referido exclusivamente a ritos de adoración a otros dioses. Muy a menudo resulta evidente que la acusación hace referencia al hecho de que el pueblo cree cumplir con la alianza, adorando al Señor como otros pueblos adoran a sus dioses: mediante ritos, sin hacer caso de la justicia. Algunos textos de Amós o del mismo Isaías son muy fuertes en este sentido.

 

Otra consecuencia interesante de la base jurídica de la alianza son los compromisos que los socios adquieren en caso de inobservancia del otro socio. Las bendiciones no nos causan problema; las maldiciones sí. No nos gusta leer descripciones de un Dios airado, enfadado, decretando el exterminio de su pueblo idólatra. Y hay tantos textos de este estilo en el Antiguo Testamento. ¿Qué puedo decir? Lo primero que no en balde la conciencia religiosa se va purificando con el tiempo de representaciones divinas con rostro demasiado humano y que ciertamente la sensibilidad del creyente del NT no es exactamente la misma que la que se muestra en muchas páginas del AT. En segundo lugar debo afirmar que estos textos, que no nos gustan, intentan reflejar un Dios que se mantiene fiel a la Alianza, que en nombre de su fidelidad a un pacto que el pueblo no ha respetado, Él sí actúa de acuerdo con lo estipulado. Y en tercer lugar, que nunca en ningún profeta la acción punitiva de Dios culmina en la destrucción pura y simple. Que al final siempre queda un “resto”, sobre el cual se puede volver a edificar la alianza de amor de manera más sublime que la vislumbrada en un primer momento. Pero esos textos existen y nos causan problemas de comprensión, por lo que es necesario estudiarlos.

 

Lo importante del estudio de la Biblia es el esfuerzo por captar el mensaje del texto bíblico con el espíritu con el que ha sido escrito. Es necesario el esfuerzo por entenderlos literalmente; es necesaria la profundización en la matriz cultural en la que se han desarrollado; pero hay más, es imprescindible revivir el experiencia espiritual que transmiten y que ha sido considerada tan fundamental que se dejó por escrito –confesamos- por inspiración del Espíritu Santo. Es también absolutamente necesaria la recepción crítica de cómo ha sido recibido, leído, interpretado ese texto en la tradición eclesial. Estos son los pasos necesarios para lo que cabalmente entendemos como “estudio de la Biblia”.

 

El estudioso de la Sagrada Escritura

 

Comentada la necesidad de lectura de la Sagrada Escritura e incluso de su estudio, permítanme descender un momento a algunos aspectos más bien personales del estudioso de la Biblia y alguna característica de la misión del Pontificio Instituto Bíblico. Tengo la impresión de que lo Papas de finales del s. XIX y comienzos del s. XX estuvieron muy preocupados por la lejanía de la Biblia en la vida de la Iglesia en aquel momento. El P. Maurice Gilbert S.J. en su libro El Pontificio Instituto Bíblico. Un siglo de historia, publicado con motivo de la reciente celebración del primer centenario del Bíblico (2009), dibuja un cuadro interesante de la situación, que podemos resumir así. Los siglos XIX y XX pusieron a prueba la exégesis tradicional que se hacía en ambiente católico. Fue un tiempo de grandes descubrimientos a nivel cultural y científico: se descifraron los jeroglíficos egipcios (1822); los descubrimientos de textos en lengua sumeria y acadia sacaron a la luz la cultura mesopotámica, tan básica para la Biblia; en Paleontología los avances fueron impresionantes: El cráneo de Neandertal (1856), el Homo Sapiens de Cromagnon (1868); en ciencias naturales, Darwin presentó en 1859 su teoría sobre la evolución; en el campo exegético no católico el racionalismo campaba a sus anchas (cf. la Vida de Jesús de Ernest Renan, 1863) y se ponían en duda las tesis tradicionales sobre la Biblia: la historia de su composición, la cronología de los orígenes, la atribución a Moisés de la redacción del Pentateuco, la comparación con otros textos mermaba originalidad a los relatos bíblicos. En fin, un montón de problemas. La exégesis católica se mantenía adormecida, aunque algo empezó a cambiar a finales del s. XIX, con el P. Rudolf Cornely S.J. en Roma o el P. Lagrange O.P. en Jerusalén. “L’École Biblique” de Jerusalén se abrió en 1890; el papa León XIII publicó su Encíclica Providentissimus Deus en 1893. El mismo papa León XIII estableció la Pontificia Comisión Bíblica en 1902 y, al parecer, decidió crear un Instituto Bíblico, pero no encontró la financiación necesaria. Sólo lo consiguió S. Pío X, quien lo fundó finalmente el año 2009 con la Carta Apostólica Vinea Electa el 7 de Mayo. La historia, como ocurre casi siempre, resulta muy interesante en sus detalles, que se pueden encontrar en el mencionado libro del P. Gilbert. Las razones para semejante decisión, según uno de los protagonistas, son: 1) La “tristísima” situación actual de confusión en materia bíblica; 2) hacer progresar los estudios bíblicos en el ámbito católico [actualmente en manos heterodoxas, se decía]; 3) la voluntad de la Sede Apostólica expresada ya en la encíclica Scripturae Sacrae”. Así nació el Pontificio Instituto Bíblico, con la finalidad de 1) promover la ciencia bíblica en la Iglesia, según las normas de la Santa Sede; 2) formar jóvenes de todo el mundo en las ciencias bíblicas, bajo el punto de vista católico; 3) ayudar al mundo académico e investigador con los medios y las publicaciones necesarias. El primer centenario de vida del Bíblico no ha carecido de problemas. Son interesantes por muchas razones, pero no voy a entrar en ellos. Lo que sí puedo afirmar es que hasta el Concilio Vaticano II la senda de su vida fue complicada. Pero todo cambió a partir del Concilio, en el que el Bíblico jugó un importante papel en la discusión de la Constitución Conciliar que al final se llamó Dei Verbum. Permítanme mencionar únicamente la figura del Cardenal Bea, que había sido Rector durante 19 años, para evocar en quienes recuerdan aquellos tiempos las dificultades experimentadas. La contribución del Bíblico no es la única, ni probablemente la más importante, en el florecimiento de los estudios bíblicos en el ámbito católico, pero ciertamente algo ha colaborado en el florecimiento bíblico postconciliar en el ámbito católico. Y no sólo en el ámbito intelectual, sino también en el pastoral y, en general, en la vitalidad que la Biblia ha dado a la vida de tantas comunidades creyentes. Aquella euforia postconciliar de interés por la Biblia se ha amortiguado un tanto, pero los más de 7.000 exalumnos bien formados (300 mujeres), las publicaciones de prestigio y tantas personas que han consagrado sus vidas a esta misión, han dejado una huella de servicio a la vida de la Iglesia. Si me permiten emular a San Pablo, me gloriaré de lo que no considero un motivo de orgullo –yo no he tenido ninguna parte-, sino un signo de servicio eclesial: a fecha 20 de Noviembre 2010 el PIB había dado a la Iglesia 15 de sus estudiantes para servir como cardenales en el presente y 20 ya fallecidos; 185 obispos y patriarcas y 110 ya fallecidos; durante el todavía reciente sínodo sobre la Palabra de Dios (2008) invité a una cena fraterna a todos los exalumnos o profesores que participaban en el Sínodo, sea como padres sinodales, sea como peritos: cursé más de 80 invitaciones, que es una buena proporción. Lo que más consuelo me proporciona es pensar en la cantidad de miembros del pueblo de Dios que han visto fortalecida su fe y su experiencia de Dios a través de quienes con esfuerzo y trabajo se han preparado en el Bíblico para servir a la Palabra con seriedad intelectual y corazón esponjado. Han sido “100 años al servicio de la Palabra”, como rezaba el logo del Centenario.

 

 Digo esfuerzo y trabajo, sí. La vida de un estudioso de la Sagrada Escritura es fundamentalmente austera, posiblemente como la de todo científico o investigador. Yo diría más: es “pobre” y no sólo en el sentido monetario del término, que es evidente. El estudio de la Biblia no produce grandes emolumentos, aunque sirva para compartir la generosidad de los pobres. Es pobre en muchos sentidos: pobre en aspiraciones, pobre en resultados, sacrificado en los medios. Hay que invertir muchas horas de estudio en lenguas difíciles y extrañas, hay que desarrollar una constancia continua para mantenerse al día, hay que relegar muchos intereses personales y atracciones de todo tipo, pastorales incluidas, para dedicarse al estudio. Es una vida que transcurre fundamentalmente en la Biblioteca, con pocas gratificaciones afectivas. Siempre expuesto a la crítica de los colegas, que no siempre es cariñosa, dedicado a un trabajo que nos exige ser conscientes de los propios límites. Ni podemos leer todo, ni saber todo, ni atender a todo. Siempre también expuestos en el interior de la comunidad de fe a la incomprensión o que al máximo puede aspirar a una inútil y lejana admiración, cuando no al recelo sobre sus afirmaciones. Evidentemente el exegeta, como todo creyente que intenta desarrollar intelectualmente su fe, deberá aprender a expresarla y compartirla, deberá desarrollar habilidades de comunicación espiritual, de divulgación, de escucha y de diálogo. Todos los creyentes necesitamos desarrollar estas virtudes, y también el exegeta por definición. Yo me he dedicado más a otros aspectos del servicio universitario y no tanto al del estudio, pero tal vez por eso admiro más de corazón a mis compañeros que se han entregado de cuerpo y alma a esta tarea que merece no sólo admiración, sino oración, apoyo y agradecimiento por parte de la comunidad creyente.

 

Uno de los puntos más exigentes en esta vida de pobreza del estudioso de la Biblia es la necesaria apertura continua a confrontar su fe personal con la propia razón. No cabe duda de que es más cómoda la fe del carbonero. Hay momentos de crisis, de discernimiento, de decisión, pero de ellos se suele salir con un gran crecimiento, como ocurre con un niño que, tras guardar cama por pocos días, descubre que ha dado un estirón. Tras un breve momento de incertidumbre se rebosa felicidad y plenitud, cuando el Espíritu logra anidar de nuevo en el interior del estudioso y establece la sinapsis necesaria entre corazón y cerebro, si me permiten usar esta terminología. Las personas a las que yo he admirado más como estudiosos de la Biblia han sido personas que ciertamente han tenido sus limitaciones, han sufrido sus momentos duros de opción o de búsqueda, interna o impuesta, pero que rebosaban humanidad y sentido espiritual, gran capacidad de empatía y profundo sentido de la oración. He escuchado varias veces en tiempos recientes la opinión de que quien estudia la Biblia pierde la fe. Sinceramente se trata de una opinión perfectamente falsa, a no ser que se afirme de casos aislados y de cualquier área del conocimiento teológico. Dicho sólo del estudio de la Biblia no se corresponde con la verdad. Conocedor de sus límites, consciente de sus incapacidades, fatigado de sus esfuerzos, el estudioso de la Biblia es campo abonado para recibir la gracia de un vivir esponjado y de una gran fertilidad espiritual, así como de vivir en Iglesia.

 

Para finalizar, recordaré a aquel compañero, profesor de Universidad que solía asistir a una comunidad rural los fines de semana y que, tras una inundación que destrozó el pueblo, se preguntó: ¿De qué me sirven mis conocimientos de ingeniería, si no soy capaz de diseñar un sencillo puente para estas personas? A veces puede resultar más doloroso experimentar personalmente la imposibilidad de comunicar las vivencias de fe a niveles sencillos, que el que te lo digan a la cara. De todos modos, esto pertenece en cierta medida a la pobreza de quien estudia científicamente la Sagrada Escritura. Repito que todo es cuestión de grados. La experiencia espiritual no debe ser ajena a ningún creyente, estudioso de la Biblia incluido. Pero no siempre se desarrollan todas las capacidades al mismo nivel. Es habitual que los profesores de Sagrada Escritura mantengan habitualmente trabajos pastorales o grupos de lectura bíblica. Pero también es verdad que el trabajo formativo y académico de la enseñanza nos permite participar en el banquete de la Palabra fundamentalmente a través del trabajo de quienes con abnegación y esfuerzo se preparan para entender la ciencia exegética, aunque no le desarrollen en primera fila. Ahora bien, ante este auditorio también tendré que subrayar que no se realiza una inversión, para luego ahogar su efecto multiplicador por una desmesurada atención a lo urgente. Como ocurre a veces, es más rentable atender lo importante para poder hacer frente a lo urgente. Creo sinceramente que quien se ha dedicado al estudio de la Sagrada Escritura debe continuar buscando –y se le deben garantizar- momentos y modos de hacer fructificar las habilidades y destrezas que ha adquirido para bien de la Iglesia.

 

 La Palabra de Dios, recibida y conocida a través de la Sagrada Escritura, ayuda a todo creyente a escuchar, entender y recibir la Palabra de Dios pronunciada en el mundo y en la historia. Nunca se limita al frío y arcaizante interés por manuscritos y bibliotecas, aunque ahí se centre la mayoría del tiempo. Dios pronuncia su Palabra, que es Cristo, en la historia y en la vida real de los hombres y mujeres para salvarlos. La Palabra transmitida en la fe de la Iglesia es esa “norma normans” que orienta la escucha y la respuesta en la vida. Me siguen impresionando las palabras casi finales del mensaje del sínodo sobre la Palabra de Dios: Al decir que la Palabra abandona, como la Sabiduría, su palacio y su templo para salir por las casas y las calles del mundo, dice:

 

quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación, miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción ser reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma… muchos sienten cernirse sobre ellos el silencio de Dios… y, al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte. La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra al cielo.” (n.13).

 

 Cristo resucitado es la Palabra viva que Dios sigue dirigiendo a la humanidad para salvarla y es la palabra histórica y encarnada que las comunidades creyentes han ido transmitiendo en la historia en el texto de la Sagrada Escritura. Merece la pena acogerla, escucharla y estudiarla.

 

Ojalá surjan muchas vocaciones que quieran acercarse -también a nivel académico e intelectual- a la fuente de agua viva que es la Sagrada Escritura.