La
lectura científica de la Sagrada
Escritura por el Prof. José María Ábrego
Lacy
Escrito por Ecclesia
Digital
miércoles,
09 de febrero de 2011
Me han pedido que
intente responder a una pregunta:
¿Por qué, para qué o cómo hay que
acercarse científicamente a
la Biblia? Como
Vds. saben por experiencia, no es
fácil preparar una intervención sin
conocer las preocupaciones vitales
del auditorio, su vivencia real y
previa sobre el tema que se va a
tratar. Esta vez no ha sido
excepción.
De modo que me decidí por
explicar con sencillez por qué he
dedicado mi vida a la lectura y al
estudio de
la Sagrada Escritura
y presentarles, de paso, la misión que
el Papa S. Pío X confirió al Pontificio
Instituto Bíblico de Roma y cómo éste
realiza su trabajo. Me baso, por lo
tanto, en mi propia experiencia personal
para intentar subrayar los aspectos más
directamente relacionados con el estudio
de
la Sagrada Escritura,
contenidos en la exhortación apostólica
postsinodal “Verbum Domini” (VD) del
Papa Benedicto XVI.
El primer recuerdo que
conservo de
la Biblia es, cuando de
pequeño, ayudaba a Misa (así se decía
entonces) y seguía en mi misalito las
lecturas, que en aquel tiempo eran en
latín. Pronto tuve cercana la traducción
de
la Biblia de
Nácar-Colunga (BAC), pero mi trato más
habitual con el texto bíblico se basaba
en las lecturas de
la Misa. Niño
aún aprendí el suficiente latín como
para entenderlas materialmente, pero
tenía una dificultad enorme en
comprender lo que decían algunas de
ellas, incluso el Evangelio, que
resultaba mucho más cercano a mi
mentalidad y a mi capacidad infantil.
Recuerdo que uno de mis primeros
descubrimientos, si podemos llamarlo
así, fue con una frase de San Pablo
(2Cor 12,9), que en latín decía: “virtus
in infirmitate perficitur”. Me
parecía muy sabio que Pablo afirmara
algo así como que la virtud crece, se
desarrolla, en la enfermedad. Y habría
aprendido algo sensato, si mi latín no
me hubiera permitido o urgido a traducir
la frase como “la fuerza se muestra en
la debilidad”. Esta sí que era una frase
digna de Pablo: chocante, interesante,
lapidaria, casi metafísica, difícil de
entender y que siempre te dejaba un
resquicio de duda, cuando intentabas una
comprensión plausible. Gracias a Dios, a
esa frase le antecedía “te basta mi
gracia”, con lo que se cumplía con
creces mi necesidad orante. La cosa se
complicó -y se solucionó-, cuando
aprendí a leer a San Pablo en griego y
descubrí que en algunos manuscritos,
además de reproducir la frase habitual,
añadían un mou después de dynamis,
convirtiendo la frase en “te basta mi
gracia, porque mi fuerza/mi poder, se
realiza/se cumple, en la debilidad”. La
interpretación que hacían esos
manuscritos -pues toda traducción
interpreta- era más evidente. Dejaba de
ser una formulación teórica para
referirse a la potencia de Dios, que
siempre ha mostrado una fuerza especial
a favor de los débiles y en la condición
de debilidad. De repente me vinieron a
la mente escenas como la elección de
David o la liberación de Egipto y todo
me resultó muy coherente, incluso con el
cap.1 de la primera carta a los
Corintios en donde Pablo afirma que lo
que parece debilidad en Dios es más
potente que la fuerza de los hombres
(1Cor 1,25). Digámoslo así, el estudio
me permitió profundizar en un texto
mucho más inspirador para la vida
espiritual de un creyente, que el que
intuía espontáneamente en aquella
primera interpretación ascética, que
decía poco de Dios y que difícilmente
convencía a quien no estuviera ya
convencido de la necesidad de la
paciencia en momentos de postración.
No quiero aburrirles con
mis pequeños descubrimientos juveniles.
Lo que sí quiero es transmitir el
convencimiento de que el punto de
encuentro entre lo que nuestros oídos
“creen entender” y lo que el texto
“quiere decir” puede encontrarse en el
infinito, como dos líneas paralelas.
Precisamente aquí radica el problema el
problema del acercamiento a
la Biblia, su lectura,
su estudio, en una palabra, su
interpretación. Creo que esta anécdota
explica en parte el contenido de la “Dei
Verbum” nº 12:
“El intérprete de
la Escritura, para
conocer lo que Dios quiso comunicarnos,
debe estudiar con atención lo que los
autores querían decir y Dios quería dar
a conocer con dichas palabras”
Digamos para empezar que
la diferencia entre “leer”
la Biblia y
“estudiarla” no es pequeña, pero en
cierto modo es cuestión de niveles de
acercamiento creyente a
la Sagrada Escritura.
Quien no la lee será fundamentalmente
ignorante en materia religiosa (y
cultural, habría que decir) y carecerá
del alimento de
la Palabra para su vida
en el Espíritu; quien no la estudia
corre el peligro de ser fundamentalista
en el ámbito personal y/o espiritual.
Todo tiene sus matices. Dice el nº 36 de
la Exhortación Apostólica
postsinodal Verbum Domini, al mencionar
la armonía que debe reinar entre fe y
razón: “Por
una parte, se necesita una fe que,
manteniendo una relación adecuada con la
recta razón, nunca degenere en fideísmo,
el cual, por lo que se refiere a
la Escritura, llevaría
a lecturas fundamentalistas”.
Lectura de
la Sagrada Escritura
(o “la
Biblia alimento del
creyente -y de
la Iglesia-“)
Este es el punto
esencial del acercamiento a
la Sagrada Escritura.
La Biblia no se
escribió para ser estudiada, sino para
comunicar vida. Con todo, mi propuesta
es subrayar la necesidad también de un
acercamiento científico. Para ello hay
que comenzar por conocerla, por leerla,
por asimilarla. Recuerdo cómo en los
años del Concilio, cuando leí por
primera vez
la Constitución Dei
Verbum, me llamó muchísimo la atención
la frase: “La
Iglesia siempre
ha venerado
la Sagrada Escritura
como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo”
(DV 21). Me pareció una honda afirmación
y, como todas las grandes afirmaciones
humanas, llena al mismo tiempo de
profunda verdad y de necesidad de
profundización. Era verdad que en la
sagrada liturgia, especialmente en la
mesa eucarística, siempre ha repartido a
los fieles la palabra de Dios y el
Cuerpo de Cristo. Pero, por otro lado,
la veneración de
la Sagrada Escritura
no se había desarrollado, ni de lejos,
como la veneración del Cuerpo de Cristo.
¡Qué lejos estaba en aquel entonces
la Sagrada Escritura,
por muchos motivos culturales e
históricos, de servir como alimento de
la vida de
la Iglesia
en la oración, en la predicación o en la
reflexión teológica! Lo había sido en
épocas anteriores, pero en aquel
entonces esa afirmación sonaba un poco
estridente. Pero del Concilio,
anticipado en algunos movimientos
bíblicos previos, surgió en el ámbito
católico un dinamismo de acercamiento a
la Sagrada Escritura
que influyó durante los años siguientes
muy positivamente tanto en la
predicación como en la vida de las
comunidades de creyentes que nacen en
torno a las parroquias o a otras
instituciones eclesiales. Los sermones
dieron paso a las homilías, la
catequesis se centró en
la Sagrada Escritura
y, en general,
la Biblia
se convirtió en “alimento del alma,
fuente límpida y perenne de vida
espiritual” (DV 21). Pero nos
alcanzó no suficientemente preparados y
los sermones, así como algunas
catequesis, necesitaron años pacientes
de corrección y profundización.
Permítanme una anécdota
para resaltar la veneración de
la Sagrada Escritura.
Se trata de un hecho que he vivido el
pasado mes de Diciembre. Un alto cargo
de
la Sociedad Bíblica
Mundial vino a visitarme y a explicarme
un proyecto que calificaba de
emocionante: la creación de un museo de
documentos bíblicos (papiros, códices,
óstraca, etc.) todavía inéditos, para
permitir la investigación de la
tradición bíblica a los estudiosos de
todas las confesiones. Confesando su
proveniencia del ámbito cultural
protestante, hablaba de la emoción de
tocar y leer un texto muy antiguo de
traducción bíblica y llegaba e expresar
su sentimiento con el término de
“sacramentalidad” de
la Palabra de Dios en
referencia a esos códices que nos han
sido legados por la comunidad creyente a
lo largo de la historia, testigos del
proceso de comprensión eclesial del
texto inspirado.
La Palabra se ha hecho
carne y se ha transmitido en texto
escrito. Concluimos el encuentro
comentando la necesidad de rescatar la
lectura bíblica de los Padres de
la Iglesia. Esta
anécdota me sirvió para valorar un
párrafo de la mencionada Exhortación
“Verbum Domini”, que me había pasado
casi inadvertido. Me refiero al nº 16,
que se titula precisamente así: “La
sacramentalidad de
la Palabra”
“En
este sentido, puede ser útil recordar la
analogía desarrollada por los Padres de
la Iglesia
entre el Verbo de Dios que se hace
«carne» y
la Palabra que se hace
«libro». Esta antigua tradición, según
la cual, como dice san Ambrosio, «el
cuerpo del Hijo es
la Escritura que se nos
ha transmitido», es recogida por
la Constitución
dogmática Dei Verbum, que afirma: «La
Palabra
de Dios, expresada en lenguas humanas,
se hace semejante al lenguaje humano,
como
la Palabra
del eterno Padre, asumiendo nuestra
débil condición humana, se hizo
semejante a los hombres». Entendida de
esta manera,
la Sagrada Escritura,
aún en la multiplicidad de sus formas y
contenidos, se nos presenta como
realidad unitaria. En efecto, «a través
de todas las palabras de la sagrada
Escritura, Dios dice sólo una palabra,
su Verbo único, en quien él se dice en
plenitud (cf. Hb 1,1-3)», como ya
advirtió con claridad san Agustín:
«Recordad que es una sola
la Palabra de Dios que
se desarrolla en toda
la Sagrada Escritura y
uno solo el Verbo que resuena en la boca
de todos los escritores sagrados»”.
Evidentemente, al hablar
de la necesidad de leer
la Biblia no me refiero
al hecho material, que también, sino a
algo más profundo que tiene que ver con
la asimilación. De los creyentes se
debería decir lo que solemos expresar
cuando nos referimos al influjo que un
autor ha producido en alguien: “éste ha
leído a … Heidegger, Kannt, Marx o a
cualquier ensayista actual”. “Éste ha
leído
la Biblia”; no
significa que ha hecho el estéril
esfuerzo de comenzar por el capítulo
primero del Génesis y concluir con el
Marana Tha del libro del Apocalipsis.
No,
la Biblia no es un
libro para ser leído de seguido. Hay
libros bíblicos que sí se pueden leer de
seguido con fruto, pero otros no se
escribieron para ser leídos de principio
a fin, por ejemplo, los salmos. No,
alguien que lee
la Biblia, en este
sentido profundo, es alguien que
acompaña a la lectura con la oración (cf.
DV, 25), que está acostumbrado a
descubrir la manifestación
misericordiosa de Dios en los hechos y
en las palabras que
la Biblia expone, para
escuchar e interpretar
la Palabra de Dios
pronunciada continuamente en nuestros
días por el Dios, Padre-Madre, que no
deja de manifestarse a su pueblo, a
quien sin pausa llama, salva, reprende o
convoca, porque lo ama. Una Biblia leída
y asimilada en definitiva en la fe de
la Iglesia. Sigue en
pie la afirmación de la “Dei Verbum”,
que citando a S. Agustín afirma:
“Todos los clérigos,
especialmente los sacerdotes, diáconos y
catequistas dedicados por oficio al
ministerio de la palabra, han de leer y
estudiar asiduamente
la Escritura, para no
volverse ‘predicadores vacíos de la
palabra, que no la escuchan por dentro’”
(DV 25).
Leer
la Biblia presenta sus
dificultades de comprensión. Todos las
hemos experimentado. Es un libro,
diríamos mejor una Biblioteca, escrita
en términos culturales muy distintos al
nuestro, en una época muy antigua para
los tiempos postmodernos y con una
intención muy distinta a nuestra
mentalidad cartesiana. Si tenemos
dificultades para leer el Quijote,
podemos multiplicarlas por mucho para la
tarea de leer
la Biblia. Y, sin
embargo, es provechoso, es necesario,
para el creyente. Al leer
la Biblia encontraremos
culturas muy diversas, tiempos muy
diferentes, situaciones espirituales a
veces contradictorias: desde la
exaltación jubilosa por la victoria,
hasta la angustia por la derrota y la
muerte; desde el canto de júbilo al Dios
que salva, hasta el oráculo tenebroso
que anuncia el castigo y el desastre; el
texto de
la Sagrada Escritura
presenta momentos de oración sosegada y
expresiones de rebeldía; expone una
reflexión de tono sapiencial o muestra
un corazón que implora misericordia, o
simplemente recoge el sentimiento y la
queja de quien se siente abandonado. De
momento me contento con afirmar que
la Biblia hay que
leerla con el espíritu con el que fue
escrita. No se puede leer una carta de
amor como una crónica deportiva. Y
la Biblia
no fue escrita para que “supiéramos
más”, sino para que “conociéramos
mejor”.
La Biblia recoge, por
inspiración del Espíritu, la confesión
de fe de una comunidad creyente en su
momento histórico y no tiene nada que
ver con una crónica, en el sentido
moderno de la verdad histórica que se
limita a aceptar como verdad únicamente
lo que se hubiera podido grabar o se
puede reproducir en un virtual retorno
al pasado. Algún ejemplo. Hay un caso
que creo nos resultará a todos evidente.
Se nos dice en los evangelios sinópticos
que en el huerto de los olivos, Jesús
tomó a tres de sus discípulos y les
invitó a separarse de los demás para
orar. De ellos todavía se alejó “como un
tiro de piedra”, lo cual evoca una
cierta distancia, grande o pequeña. El
texto nos dice dos veces, que cuando
volvió “los encontró dormidos”. Y si
embargo, el texto nos cita con qué
palabras oró Jesús: “Padre, si es
posible, pase de mi este cáliz”. Si nos
quedamos tan contentos, pensando que
ahora sabemos las palabras que Jesús
decía, como si hubieran ocultado un
micrófono debajo del olivo, habremos
perdido el sentido profundo del mensaje
del texto, que no es una noticia, sino
la comunicación de una revelación de
Dios. Si no llegamos a captar la
profunda unión entre Jesús y el Padre,
“hágase tu voluntad y no la mía”, no
recibiremos el mensaje del evangelista a
todos los creyentes futuros, que también
en el Padre Nuestro rezan “hágase tu
voluntad”.
Otro detalle cultural
que será muy necesario al creyente
occidental que lee
la Biblia. En la
cultura semita la verdad profunda se
muestra en el relato, en la prolongación
en el tiempo de lo que nosotros
occidentales, cartesianos, acostumbrados
a un lenguaje conceptual, lógico, que
accede a la verdad a base de silogismos,
desplegamos en el espacio. Nosotros
decimos que el ser humano, hombre y
mujer, “en el fondo” es bueno, aunque
contaminado de orgullo y de pecado. El
semita dirá “al principio” era bueno,
después… Un principio que carece de
sentido cronológico. Y esto es sólo un
ejemplo. Al leer la primera página del
libro del Génesis no debemos buscar
“saber más” sobre el momento
inmediatamente posterior tras el Bing
Bang inicial (para esto existe el CERN
en Suiza), sino “conocer mejor” que toda
la creación, incluida la persona humana,
se sustenta en el amor y en la cercanía
de Dios. Muchos textos utilizan imágenes
agrícolas y ganaderas, un tanto lejanas
de nuestro horizonte cultural urbano,
que ni conocemos un grano de mostaza, ni
en muchos casos hemos visto de cerca un
pastor, con la malísima fama que tenían
en determinados momentos y en ciertas
zonas bíblicas. Algunas las intuimos,
pero de casi ninguna tenemos experiencia
directa. Leer
la Biblia
en la mentalidad en la que fue escrita y
procurando captar el mensaje que
transmite, es la única manera para
salvar lecturas “subjetivistas o
fundamentalistas” de
la Escritura, como
afirma
la Verbum Domini,
citando el documento de la comisión
Bíblica sobre la interpretación de
la Sagrada Escritura.
“«rechazando tener en
cuenta el carácter histórico de la
revelación bíblica, se vuelve incapaz de
aceptar plenamente la verdad de
la Encarnación misma.
El fundamentalismo rehúye la estrecha
relación de lo divino y de lo humano en
las relaciones con Dios ... Por esta
razón, tiende a tratar el texto bíblico
como si hubiera sido dictado palabra por
palabra por el Espíritu, y no llega a
reconocer que
la Palabra
de Dios ha sido formulada en un lenguaje
y en una fraseología condicionadas por
una u otra época determinada». El
cristianismo, por el contrario, percibe
en las palabras,
la Palabra, el Logos
mismo, que extiende su misterio a través
de dicha multiplicidad y de la realidad
de una historia humana. La verdadera
respuesta a una lectura fundamentalista
es la «lectura creyente de
la Sagrada Escritura»
(VD 44).
Estudiar
la Sagrada Escritura
Con esta cita paso al
segundo punto de mi reflexión. La
distancia cultural y la propia
diversidad de culturas y tiempos que
la Biblia refleja,
exige de nosotros un esfuerzo de
acercamiento, de establecer puentes de
conocimiento. A eso denomino “estudio”,
al esfuerzo de acercamiento intelectual
y crítico al texto bíblico.
Sencillamente no me parece correcto que
nosotros, creyentes del s. XXI, que nos
hemos esforzado por desarrollar una
formación de nivel universitario en
tantos campos de las humanidades, de la
ciencia o de la tecnología, no nos
preocupe que en el ámbito de la fe –que
decimos central y básica en nuestra
vida- nuestro nivel se mantenga a
niveles infantiles. Así,
la Biblia nunca llegará
a ser el alimento de nuestra fe. Es
necesario un esfuerzo para sintonizar la
fe y la razón, el análisis crítico y la
confesión creyente. Una vez escuchada la
palabra es necesario un vaciamiento de
sí mismo para ponerse en camino hacia
quien se comunica en esa palabra.
No pretendo afirmar que
la fe crece mediante el estudio.
Evidentemente no. Pero si la fe ha de
hacerse adulta, deberá crecer junto con
nuestra propia maduración personal y
también intelectual. Si en otros ámbitos
del conocimiento desarrollamos
capacidades, destrezas, conocimientos a
importantes niveles universitarios, no
podemos dejar la fe relegada a otros
niveles, so pena de desarrollarnos –en
cuanto creyentes- anormalmente, como
quien tiene un brazo o un ojo o un
miembro cualquiera no proporcionado. Por
supuesto, hay diversos niveles de
estudio y pretender que todos aspiremos
al premio Nobel en Medicina o en Física
Quántica no tiene sentido. Pero a todos
se nos exige un mínimo también en estos
campos. El estudio de
la Biblia, como el de
cualquier área de conocimiento, es como
una cascada a diversos niveles que,
entre otras cosas, produce belleza. La
parte más alta no siempre calma la sed,
pero permite que la parte inferior colme
al sediento.
Para acercarnos como
estudiosos a
la Biblia, la primera
cosa que procuramos adquirir son los
conocimientos lingüísticos
necesarios para poderla leer en su
lengua original. Es la primera
proposición que hacemos a un estudiante
que viene al Bíblico. Algunos se
dedicarán después a estudios
lingüísticos para producir trabajos
filológicos que nos permitan leer mejor
el texto. Otros nos mantenemos en otros
niveles más limitados, pero con la
posibilidad de comprender lo que los
filólogos nos digan. Este nivel,
filológicamente inferior, permite, sin
embargo, un trabajo que ayuda a otros a
comprender conceptos o frases bíblicas
correctamente -digamos a nivel de
estudiantes de Teología-, de modo que
éstos puedan posteriormente llegar a
ámbitos más amplios de la comunidad por
medio de grupos bíblicos, catequéticos o
simplemente a través de la predicación.
Pongo un ejemplo que no es válido para
la predicación, pero resulta útil en el
estudio. Durante mis años de docencia en
una Facultad de Teología, donde
la Biblia se estudiaba
en “traducción”, aunque algunos
estudiantes daban sus primeros pasos en
el estudio del hebreo y del griego, yo
evitaba sistemáticamente utilizar el
término castellano “profeta” y decía
siempre (siempre que podía) “nabi’”.
En el castellano actual el campo
semántico del vocablo “profeta” está
teñido de adivinación del futuro, como
el horóscopo o la bola de cristal; muy
moderno, si quieren, pero que no tiene
nada que ver con el concepto bíblico. El
término “nabi’” no dice nada en
castellano, carece de campo semántico o
de vocablos cercanos, lo que nos
permitía acercarnos a los textos
bíblicos con mentalidad semánticamente
virgen, procurando deducir el sentido
del texto mismo. Además, determinadas
hipótesis filológicas sobre el origen
del término hebreo, nos permitían
discutir algunos textos que de otra
manera no resultaban comprensibles.
Piensen simplemente en la frase de Amós
“yo no soy profeta, ni hijo de
profeta”, “el Señor me ha
arrancado de mi rebaño y me ha mandado
profetizar” (Am 7,14.15). No voy a
entrar en el análisis, porque nos
llevaría muy lejos. Simplemente puedo
añadir que el término “go’el”,
comprendido en su lengua original, nos
ayuda a profundizar en otro concepto tan
conocido por nosotros como “Redentor”.
Mucho más común es el convencimiento de
que los términos “Mesías” o “Cristo”,
según la lengua que se utilice, expresan
en sus respectivas lenguas originales
algo más que la materialidad de ser
“ungido” con aceite, o que el “Shabbat”
hebreo tiene poco que ver con el Weekend
de nuestros tiempos.
Este es un primer paso
de acercamiento al estudio: el
lingüístico. Para entender el “sentido
literal” del texto bíblico hay, además,
que tomarse el trabajo de adentrarse en
otras áreas de conocimiento como la
geografía con el fin de conocer la
cultura en la que han florecido los
textos bíblicos. Es importante conocer
la geografía para saber que a Jerusalén
“se sube”, se venga de donde se venga; o
para no esperar de la cultura sureña del
reino de Judá la alegría de la
fertilidad de los campos (“Tu cuidas
de la tierra, la riegas y la enriqueces
sin medida. La acequia de Dios va llena
de agua. Preparas sus trigales” (Sal
65,10)), cuando lo único que produce el
desierto son mínimas briznas de pastos
para que el pastor pueda conducir a su
rebaño por cañadas oscuras a fuentes
tranquilas para reparar sus fuerzas (cf.
Sal 23). Seguro que ayuda el hecho de
conocer los ritos de fertilidad de la
religión cananea, para entender por qué
los profetas tachan de prostitución o
adulterio lo que llaman idolatría, que
evidentemente es adorar a otros dioses o
adorar al Señor como se adora a otros
dioses, de modo ritual, sin atender a la
justicia. Pero bien, este humus
cultural, que ayuda sin duda a
comprender el texto bíblico, se puede ir
adquiriendo con la lectura de algunos
comentarios básicos.
Algo más complicada es
la historia, ayudada por
la Arqueología,
aunque en sus puntos básicos es bastante
sencilla. No basta sólo conocer las
fechas y los protagonistas de los
eventos esenciales. Es necesario
profundizar en las corrientes de
pensamiento que existían en cada
momento, o descubrir el influjo cultural
de Egipto o de los grandes imperios
mesopotámicos, auténticos colosos
culturales que influyeron de modo
decisivo en la cosmovisión de casi todos
los pueblos que les rodearon. El pueblo
hebreo desarrolló su cultura bíblica en
contacto con ellos y debemos conocerlos.
Muchos relatos básicos del Antiguo
Testamento hunden en ellos las raíces
culturales de su propia cosmovisión. Y
no me estoy refiriendo sólo a relatos
como el del diluvio. Algunos de nosotros
han tenido experiencia de diluvio
universal, cuando todo parecía acabarse
cuando el agua que caía del cielo hacía
subir el agua que corría por la tierra
hasta casi encontrarse. Me estoy
refiriendo también a puntos básicos que
indican la especificidad del relato
bíblico. ¡Qué bonito e iluminador, por
ejemplo, resulta saber que en varios
mitos sumerios, conocidos primero en
lengua acadia, sobre la creación del
hombre éste era creado con la misión de
trabajar toda la vida en la construcción
del palacio de su dios y de vivir a su
servicio. Por el contrario, en el relato
bíblico Dios crea de la nada y al hombre
le entrega todo para que pueda disfrutar
plenamente del descanso de Dios. Para
profundizar en otros muchos textos
conviene conocer el estado de ánimo que
se crea en quien vive la amenaza de un
imperio vecino colosal o en quien
experimenta los problemas que
normalmente causa un relevo en la
potencia que ejerce la función de
gobernador temporal del mundo, sea su
nombre Babilonia o Roma. Y no es lo
mismo que un texto proceda de la colonia
judía de Alejandría, que de la
experiencia de vaciamiento del exilio, o
de la pobreza y el peligro de quien
ocupa la tierra prometida.
Hay otras muchas áreas de
estudio para intentar acercarse al
ambiente cultural en el que han
nacido los textos bíblicos. Un dato
cultural, por ejemplo, que a mí me
parece muy importante, imprescindible,
para entender cabalmente textos
importantes del AT. Me refiero al
ambiente jurídico en el que han sido
escritos muchos de los textos,
fundamentalmente los proféticos, pero no
sólo. El creyente hebreo ha formulado su
fe con conceptos que no puedo por menos
de calificar de “osados”. ¿Cuál sería
nuestra respuesta, si nos preguntan por
la base de nuestra relación con Dios?
Podríamos responder que Él es el
creador, nosotros sus criaturas, su
propiedad; Él es el Señor, nosotros sus
siervos, cuya obligación principal es la
obediencia a sus órdenes. Todo esto es
verdad, pero no es toda la verdad en la
expresión del creyente hebreo. Según él
la base de nuestra relación con Dios es
una Alianza, un pacto, un compromiso, a
veces entendido como promesa. De hecho,
ese término lo usamos también nosotros
habitualmente (Nuevo Testamento, Nueva
Alianza), pero para nosotros no tiene el
carácter jurídico que presenta en el AT.
Toda alianza, pacto, compromiso
establece una relación en la que ambas
partes adquieren determinados
compromisos y si todos lo cumplen, todo
irá bien (bendiciones) o en caso
contrario está previsto una denuncia y
un castigo (maldiciones). Dios se
compromete a ser el Dios de Israel, es
decir, protegerle, ayudarle, bendecirlo,
etc., mientras Israel se compromete a
ser el Pueblo de Dios: “Yo seré
vuestro Dios, vosotros seréis mi pueblo”.
¿Cuál es la especificidad del pueblo de
Dios? Que cumple las “estipulaciones de
la alianza”, “las diez palabras” (los
diez mandamientos), las de la primera
tabla y las de la segunda, así como
todas las leyes que de ellas dimanarán
en la historia. En una palabra, el
pueblo de Dios se caracteriza por
promover la justa relación con Dios
(monoteísmo, no otros dioses) y con los
hermanos (familia, robo, mentira, mujer
o propiedades del prójimo, etc.). A
continuación se escriben las bendiciones
y las maldiciones (Dt 27-28). Cuando en
el desarrollo de la historia, uno de los
contrayentes cree que el otro no ha
cumplido su parte establece un “rîb”,
un juicio o careo, en el que presenta su
acusación: “no te has portado bien por
esto y por esto”. La otra parte, se
defiende o admite su culpa. En un juicio
de estas características uno es “justo”
y el otro “culpable”. Admitida la culpa,
se restablece la justicia, es decir, la
parte ofendida recobra su honor, su
propiedad o lo que se le deba. Sobre
esta institución jurídica han basado los
creyentes su relación con Dios y es
básica para entender los textos
proféticos.
Permítanme dos breves
consecuencias de uso del ámbito
jurídico, importantes para la
comprensión de muchos textos bíblicos.
La primera es que ser creyente en el
Dios de
la Alianza no se
demuestra con “ritos”, “sacrificios” y
“holocaustos”, a no ser que sean
coherentes con el cumplimiento de la
justicia (la fidelidad a la segunda
tabla, como expresión de la fidelidad a
la primera). Cuando los profetas, en
nombre de Dios, han acusado al pueblo de
idolatría no se han referido
exclusivamente a ritos de adoración a
otros dioses. Muy a menudo resulta
evidente que la acusación hace
referencia al hecho de que el pueblo
cree cumplir con la alianza, adorando al
Señor como otros pueblos adoran a sus
dioses: mediante ritos, sin hacer caso
de la justicia. Algunos textos de Amós o
del mismo Isaías son muy fuertes en este
sentido.
Otra consecuencia
interesante de la base jurídica de la
alianza son los compromisos que los
socios adquieren en caso de
inobservancia del otro socio. Las
bendiciones no nos causan problema; las
maldiciones sí. No nos gusta leer
descripciones de un Dios airado,
enfadado, decretando el exterminio de su
pueblo idólatra. Y hay tantos textos de
este estilo en el Antiguo Testamento.
¿Qué puedo decir? Lo primero que no en
balde la conciencia religiosa se va
purificando con el tiempo de
representaciones divinas con rostro
demasiado humano y que ciertamente la
sensibilidad del creyente del NT no es
exactamente la misma que la que se
muestra en muchas páginas del AT. En
segundo lugar debo afirmar que estos
textos, que no nos gustan, intentan
reflejar un Dios que se mantiene fiel a
la Alianza, que en
nombre de su fidelidad a un pacto que el
pueblo no ha respetado, Él sí actúa de
acuerdo con lo estipulado. Y en tercer
lugar, que nunca en ningún profeta la
acción punitiva de Dios culmina en la
destrucción pura y simple. Que al final
siempre queda un “resto”, sobre el cual
se puede volver a edificar la alianza de
amor de manera más sublime que la
vislumbrada en un primer momento. Pero
esos textos existen y nos causan
problemas de comprensión, por lo que es
necesario estudiarlos.
Lo importante del estudio
de
la Biblia es el
esfuerzo por captar el mensaje del texto
bíblico con el espíritu con el que ha
sido escrito. Es necesario el esfuerzo
por entenderlos literalmente; es
necesaria la profundización en la matriz
cultural en la que se han desarrollado;
pero hay más, es imprescindible revivir
el experiencia espiritual que transmiten
y que ha sido considerada tan
fundamental que se dejó por escrito
–confesamos- por inspiración del
Espíritu Santo. Es también absolutamente
necesaria la recepción crítica de cómo
ha sido recibido, leído, interpretado
ese texto en la tradición eclesial.
Estos son los pasos necesarios para lo
que cabalmente entendemos como “estudio
de
la Biblia”.
El estudioso de
la
Sagrada Escritura
Comentada la necesidad de
lectura de
la Sagrada Escritura
e incluso de su estudio, permítanme
descender un momento a algunos aspectos
más bien personales del estudioso de
la Biblia y alguna
característica de la misión del
Pontificio Instituto Bíblico. Tengo la
impresión de que lo Papas de finales del
s. XIX y comienzos del s. XX estuvieron
muy preocupados por la lejanía de
la Biblia en la vida de
la Iglesia en aquel
momento. El P. Maurice Gilbert S.J. en
su libro El Pontificio Instituto
Bíblico. Un siglo de historia,
publicado con motivo de la reciente
celebración del primer centenario del
Bíblico (2009), dibuja un cuadro
interesante de la situación, que podemos
resumir así. Los siglos XIX y XX
pusieron a prueba la exégesis
tradicional que se hacía en ambiente
católico. Fue un tiempo de grandes
descubrimientos a nivel cultural y
científico: se descifraron los
jeroglíficos egipcios (1822); los
descubrimientos de textos en lengua
sumeria y acadia sacaron a la luz la
cultura mesopotámica, tan básica para
la Biblia; en
Paleontología los avances fueron
impresionantes: El cráneo de Neandertal
(1856), el Homo Sapiens de
Cromagnon (1868); en ciencias naturales,
Darwin presentó en 1859 su teoría sobre
la evolución; en el campo exegético no
católico el racionalismo campaba a sus
anchas (cf.
la Vida
de Jesús de Ernest Renan, 1863) y se
ponían en duda las tesis tradicionales
sobre
la Biblia: la historia
de su composición, la cronología de los
orígenes, la atribución a Moisés de la
redacción del Pentateuco, la comparación
con otros textos mermaba originalidad a
los relatos bíblicos. En fin, un montón
de problemas. La exégesis católica se
mantenía adormecida, aunque algo empezó
a cambiar a finales del s. XIX, con el
P. Rudolf Cornely S.J. en Roma o el P.
Lagrange O.P. en Jerusalén. “L’École
Biblique” de Jerusalén se abrió en 1890;
el papa León XIII publicó su Encíclica
Providentissimus Deus en 1893. El
mismo papa León XIII estableció
la Pontificia Comisión
Bíblica en 1902 y, al parecer, decidió
crear un Instituto Bíblico, pero no
encontró la financiación necesaria. Sólo
lo consiguió S. Pío X, quien lo fundó
finalmente el año 2009 con
la Carta Apostólica
Vinea Electa el 7 de Mayo. La
historia, como ocurre casi siempre,
resulta muy interesante en sus detalles,
que se pueden encontrar en el mencionado
libro del P. Gilbert. Las razones para
semejante decisión, según uno de los
protagonistas, son: 1) La “tristísima”
situación actual de confusión en materia
bíblica; 2) hacer progresar los estudios
bíblicos en el ámbito católico
[actualmente en manos heterodoxas, se
decía]; 3) la voluntad de
la Sede Apostólica
expresada ya en la encíclica
Scripturae Sacrae”. Así nació el
Pontificio Instituto Bíblico, con la
finalidad de 1) promover la ciencia
bíblica en
la Iglesia, según las
normas de
la Santa Sede; 2)
formar jóvenes de todo el mundo en las
ciencias bíblicas, bajo el punto de
vista católico; 3) ayudar al mundo
académico e investigador con los medios
y las publicaciones necesarias. El
primer centenario de vida del Bíblico no
ha carecido de problemas. Son
interesantes por muchas razones, pero no
voy a entrar en ellos. Lo que sí puedo
afirmar es que hasta el Concilio
Vaticano II la senda de su vida fue
complicada. Pero todo cambió a partir
del Concilio, en el que el Bíblico jugó
un importante papel en la discusión de
la Constitución Conciliar
que al final se llamó Dei Verbum.
Permítanme mencionar únicamente la
figura del Cardenal Bea, que había sido
Rector durante 19 años, para evocar en
quienes recuerdan aquellos tiempos las
dificultades experimentadas. La
contribución del Bíblico no es la única,
ni probablemente la más importante, en
el florecimiento de los estudios
bíblicos en el ámbito católico, pero
ciertamente algo ha colaborado en el
florecimiento bíblico postconciliar en
el ámbito católico. Y no sólo en el
ámbito intelectual, sino también en el
pastoral y, en general, en la vitalidad
que
la Biblia ha dado a la
vida de tantas comunidades creyentes.
Aquella euforia postconciliar de interés
por
la Biblia se ha
amortiguado un tanto, pero los más de
7.000 exalumnos bien formados (300
mujeres), las publicaciones de prestigio
y tantas personas que han consagrado sus
vidas a esta misión, han dejado una
huella de servicio a la vida de
la Iglesia. Si me
permiten emular a San Pablo, me gloriaré
de lo que no considero un motivo de
orgullo –yo no he tenido ninguna parte-,
sino un signo de servicio eclesial: a
fecha 20 de Noviembre 2010 el PIB había
dado a
la Iglesia 15 de sus
estudiantes para servir como cardenales
en el presente y 20 ya fallecidos; 185
obispos y patriarcas y 110 ya
fallecidos; durante el todavía reciente
sínodo sobre
la Palabra
de Dios (2008) invité a una cena
fraterna a todos los exalumnos o
profesores que participaban en el
Sínodo, sea como padres sinodales, sea
como peritos: cursé más de 80
invitaciones, que es una buena
proporción. Lo que más consuelo me
proporciona es pensar en la cantidad de
miembros del pueblo de Dios que han
visto fortalecida su fe y su experiencia
de Dios a través de quienes con esfuerzo
y trabajo se han preparado en el Bíblico
para servir a
la Palabra con seriedad
intelectual y corazón esponjado. Han
sido “100 años al servicio de
la Palabra”, como
rezaba el logo del Centenario.
Digo esfuerzo y trabajo,
sí. La vida de un estudioso de
la Sagrada Escritura
es fundamentalmente austera,
posiblemente como la de todo científico
o investigador. Yo diría más: es “pobre”
y no sólo en el sentido monetario del
término, que es evidente. El estudio de
la Biblia no produce
grandes emolumentos, aunque sirva para
compartir la generosidad de los pobres.
Es pobre en muchos sentidos: pobre en
aspiraciones, pobre en resultados,
sacrificado en los medios. Hay que
invertir muchas horas de estudio en
lenguas difíciles y extrañas, hay que
desarrollar una constancia continua para
mantenerse al día, hay que relegar
muchos intereses personales y
atracciones de todo tipo, pastorales
incluidas, para dedicarse al estudio. Es
una vida que transcurre fundamentalmente
en
la Biblioteca, con
pocas gratificaciones afectivas. Siempre
expuesto a la crítica de los colegas,
que no siempre es cariñosa, dedicado a
un trabajo que nos exige ser conscientes
de los propios límites. Ni podemos leer
todo, ni saber todo, ni atender a todo.
Siempre también expuestos en el interior
de la comunidad de fe a la incomprensión
o que al máximo puede aspirar a una
inútil y lejana admiración, cuando no al
recelo sobre sus afirmaciones.
Evidentemente el exegeta, como todo
creyente que intenta desarrollar
intelectualmente su fe, deberá aprender
a expresarla y compartirla, deberá
desarrollar habilidades de comunicación
espiritual, de divulgación, de escucha y
de diálogo. Todos los creyentes
necesitamos desarrollar estas virtudes,
y también el exegeta por definición. Yo
me he dedicado más a otros aspectos del
servicio universitario y no tanto al del
estudio, pero tal vez por eso admiro más
de corazón a mis compañeros que se han
entregado de cuerpo y alma a esta tarea
que merece no sólo admiración, sino
oración, apoyo y agradecimiento por
parte de la comunidad creyente.
Uno de los puntos más
exigentes en esta vida de pobreza del
estudioso de
la Biblia es la
necesaria apertura continua a confrontar
su fe personal con la propia razón. No
cabe duda de que es más cómoda la fe del
carbonero. Hay momentos de crisis, de
discernimiento, de decisión, pero de
ellos se suele salir con un gran
crecimiento, como ocurre con un niño
que, tras guardar cama por pocos días,
descubre que ha dado un estirón. Tras un
breve momento de incertidumbre se rebosa
felicidad y plenitud, cuando el Espíritu
logra anidar de nuevo en el interior del
estudioso y establece la sinapsis
necesaria entre corazón y cerebro, si me
permiten usar esta terminología. Las
personas a las que yo he admirado más
como estudiosos de
la Biblia han sido
personas que ciertamente han tenido sus
limitaciones, han sufrido sus momentos
duros de opción o de búsqueda, interna o
impuesta, pero que rebosaban humanidad y
sentido espiritual, gran capacidad de
empatía y profundo sentido de la
oración. He escuchado varias veces en
tiempos recientes la opinión de que
quien estudia
la Biblia pierde la fe.
Sinceramente se trata de una opinión
perfectamente falsa, a no ser que se
afirme de casos aislados y de cualquier
área del conocimiento teológico. Dicho
sólo del estudio de
la Biblia
no se corresponde con la verdad.
Conocedor de sus límites, consciente de
sus incapacidades, fatigado de sus
esfuerzos, el estudioso de
la Biblia es campo
abonado para recibir la gracia de un
vivir esponjado y de una gran fertilidad
espiritual, así como de vivir en
Iglesia.
Para finalizar, recordaré
a aquel compañero, profesor de
Universidad que solía asistir a una
comunidad rural los fines de semana y
que, tras una inundación que destrozó el
pueblo, se preguntó: ¿De qué me sirven
mis conocimientos de ingeniería, si no
soy capaz de diseñar un sencillo puente
para estas personas? A veces puede
resultar más doloroso experimentar
personalmente la imposibilidad de
comunicar las vivencias de fe a niveles
sencillos, que el que te lo digan a la
cara. De todos modos, esto pertenece en
cierta medida a la pobreza de quien
estudia científicamente
la Sagrada Escritura.
Repito que todo es cuestión de grados.
La experiencia espiritual no debe ser
ajena a ningún creyente, estudioso de
la Biblia incluido.
Pero no siempre se desarrollan todas las
capacidades al mismo nivel. Es habitual
que los profesores de Sagrada Escritura
mantengan habitualmente trabajos
pastorales o grupos de lectura bíblica.
Pero también es verdad que el trabajo
formativo y académico de la enseñanza
nos permite participar en el banquete de
la Palabra
fundamentalmente a través del trabajo de
quienes con abnegación y esfuerzo se
preparan para entender la ciencia
exegética, aunque no le desarrollen en
primera fila. Ahora bien, ante este
auditorio también tendré que subrayar
que no se realiza una inversión, para
luego ahogar su efecto multiplicador por
una desmesurada atención a lo urgente.
Como ocurre a veces, es más rentable
atender lo importante para poder hacer
frente a lo urgente. Creo sinceramente
que quien se ha dedicado al estudio de
la Sagrada Escritura
debe continuar buscando –y se le deben
garantizar- momentos y modos de hacer
fructificar las habilidades y destrezas
que ha adquirido para bien de
la Iglesia.
La
Palabra de Dios,
recibida y conocida a través de
la Sagrada Escritura,
ayuda a todo creyente a escuchar,
entender y recibir
la Palabra
de Dios pronunciada en el mundo y en la
historia. Nunca se limita al frío y
arcaizante interés por manuscritos y
bibliotecas, aunque ahí se centre la
mayoría del tiempo. Dios pronuncia su
Palabra, que es Cristo, en la historia y
en la vida real de los hombres y mujeres
para salvarlos.
La Palabra transmitida
en la fe de
la Iglesia
es esa “norma normans” que orienta la
escucha y la respuesta en la vida. Me
siguen impresionando las palabras casi
finales del mensaje del sínodo sobre
la Palabra de Dios: Al
decir que
la Palabra
abandona, como
la Sabiduría, su
palacio y su templo para salir por las
casas y las calles del mundo, dice:
“quien entra en las
calles del mundo descubre también los
bajos fondos donde anidan sufrimientos y
pobreza, humillaciones y opresiones,
marginación, miserias, enfermedades
físicas, psíquicas y soledades. A
menudo, las piedras de las calles están
ensangrentadas por guerras y violencias,
en los centros de poder la corrupción
ser reúne con la injusticia. Se alza el
grito de los perseguidos por la
fidelidad a su conciencia y su fe.
Algunos se ven arrollados por la crisis
existencial o su alma se ve privada de
un significado que dé sentido y valor a
la vida misma… muchos sienten cernirse
sobre ellos el silencio de Dios… y, al
final, se yergue ante todos el misterio
de la muerte.
La Biblia, que propone
precisamente una fe histórica y
encarnada, representa incesantemente
este inmenso grito de dolor que sube de
la tierra al cielo.” (n.13).
Cristo resucitado es
la Palabra
viva que Dios sigue dirigiendo a la
humanidad para salvarla y es la palabra
histórica y encarnada que las
comunidades creyentes han ido
transmitiendo en la historia en el texto
de
la Sagrada Escritura.
Merece la pena acogerla, escucharla y
estudiarla.
Ojalá surjan muchas
vocaciones que quieran acercarse
-también a nivel académico e
intelectual- a la fuente de agua viva
que es
la Sagrada Escritura.