La Inmaculada, la Iglesia y nosotros

Dra. Deyanira Flores
Marióloga
Fuente: elecocatolico.org

 

Veinticuatro años antes de la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción, el 27 de noviembre de 1830, la Santísima Virgen se apareció a Santa Catalina Labouré (1876) y le mostró una Medalla que deseaba fuera acuñada, prometiendo muchas gracias a todos los que la llevaran con confianza. Alrededor de la imagen de la Virgen se leía: “Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos”.

La Virgen María fue concebida inmaculada para poder darle a la Iglesia su Esposo, su Cabeza, su Redentor, y para convertirse en la Madre del Cristo Total: Cabeza y miembros, y en la Mediadora de todas las gracias.

La Inmaculada le señala a la Iglesia su vocación primordial: la santidad. Debe ser la Esposa “sin mancha ni arruga” que Cristo quiere que sea y por lo cual derramó Su Sangre, para purificarla y que pudiera alcanzar esa belleza que Él anhelaba ver en ella (Ef.5,25-27). En María, “el fruto más espléndido de la redención y purísima imagen de lo que la Iglesia entera ansía y espera ser” (SC 103), la Iglesia contempla la perfección que ella debe alcanzar (LG 65).

María insta a la Iglesia a proclamar que la santidad, con la gracia de Dios y nuestro esfuerzo generoso, es posible. También la asiste en su misión de purificar constantemente a sus miembros por medio de los Sacramentos y la predicación de la Palabra para que crezcan cada día más en santidad.

La Inmaculada Concepción de María ofrece a cada uno de nosotros una enseñanza muy concreta: la santidad no es el privilegio de unos pocos, sino el deber de todo cristiano (Mt.5,48), cada uno según su estado de vida y los dones que Dios le haya dado. Ninguno de nosotros alcanzará el grado excelso de santidad de María, pero su ejemplo luminoso debe movernos a imitarla y luchar por ser mejores cada día.

La Iglesia enseña que la Virgen nunca cometió ningún pecado. Eso quiere decir que Ella siempre dijo sí a la Voluntad de Dios; que siempre amó a Dios “con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas” (Mc.12,30) y al prójimo como a sí misma (Mc.12,31). Ella, la primera y más perfecta discípula de Cristo, practicó con suma perfección todas las virtudes que deben adornar a un cristiano, las cuales Ella contempló en su Hijo e imitó como nadie.

El pecado nos aleja de Dios, nos quita la gracia, nos llena de tristeza. La Inmaculada, en cambio, siempre estuvo unida a Dios, siempre fue la “llena de gracia” (Lc.1,28) y de gozo. El pecado obstaculiza el amor; cada pecado es un acto de desamor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. María, libre de este obstáculo (LG 56), cada minuto de su vida amó intensamente a Dios y al prójimo. El pecado nos hace esclavos. María, con su santidad, tuvo la libertad plena de los hijos de Dios.

Nadie ha sufrido tanto como la Inmaculada. Sin embargo, aun en medio de sus sufrimientos, María fue la criatura más feliz del mundo, porque tenía la paz verdadera, que se encuentra sólo en cumplir la Voluntad de Dios en todo, y el gozo verdadero, que consiste en sufrir por Cristo y con Cristo.

María alcanzó la realización máxima a la que puede aspirar un ser humano, que consiste en conformarse plenamente a Cristo, en llegar a ser un pequeño “Cristo”. ¡No dudemos en pedirle todas las gracias que necesitamos para que nosotros también alcancemos esa meta sublime!