La educación para la convivencia en una sociedad plural

 

Pedro Ortega Ruiz

                                                                                                                                                                                                                     

                              “No son muchos los que se formularon o comprendieron  la cuestión sobre las relaciones internas entre las estructuras de lo inhumano y la matriz contemporánea de una elevada civilización. Sin embargo, la barbarie que hemos experimentado refleja en numerosos y precisos puntos la cultura de la que procede y a la que profana. Empresas artísticas e intelectuales, el desarrollo de las ciencias naturales, muchas ramas de la erudición florecieron en estrecha proximidad espacial y temporal con las matanzas y los campos de muerte” (G. Steiner (1998) En el castillo de Barba Azul,  p. 48).                                                      

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         Introducción 

 

El fenómeno educativo es inseparable de su contexto. Nunca se educa en “tierra de nadie”. Si alguna característica define a la sociedad actual, en esta parte del mundo desarrollado, es su diversidad, su enorme complejidad, su extendido mestizaje. Ello no es ajeno a la globalización y migración, dos fenómenos que están afectando, en su misma raíz, a la sociedad desarrollada y menos desarrollada, a los individuos de una y otra orilla, en todos los planos: político, económico, social y cultural (De la Dehesa, 2000). La imagen de una sociedad compacta, estructurada en torno a un sistema de valores coherente y unos patrones de conducta socialmente compartidos se ha derrumbado, incluso en aquellas poblaciones alejadas de las grandes ciudades. La sociedad hipercomunicada ha roto las fronteras y ha abierto espacios de comunicación donde antes sólo había aislamiento y monólogos. En adelante, ya nada será igual: costumbres y tradiciones, lengua y religión, valores y comportamientos, en una palabra cultura, se verá contrastada con otras formas de vida como expresiones de otras tantas culturas que reclaman espacios o ámbitos de manifestación. Lo uniforme y homogéneo ha dado paso a lo complejo, plural y mestizo. Estos fenómenos (globalización y migración) se caracterizan por sus fuertes contradicciones y paradojas: 1) la necesidad de relacionarnos en un contexto cada vez más multicultural y mestizo frente a la presión homogeneizadora de la tentación etnocéntrica (tribal) que reivindica la permanencia de una identidad cultural intacta; 2) la eliminación de las barreras espaciales en la comunicación frente a un riesgo cada vez más grave de aislamiento y exclusión de los individuos y grupos más vulnerables; 3) la dificultad para acceder a la comprensión de los acontecimientos sociales frente a la gran cantidad de medios e información en la sociedad hipercomunicada; 4) tolerancia activa y ausencia de certezas absolutas frente al nacimiento de fundamentalismos políticos y religiosos que nos retrotraen a épocas de intolerancia que se creían superadas (Díaz-Aguado, 2003).

        En nuestro escenario social coexisten dos realidades enfrentadas: por un lado, es una máquina infernal que devora a los hombres y a las culturas en un proceso homogeneizador imparable. Por otro, ha elaborado la utopía de una sociedad de iguales, de seres humanos libres y diferentes. Su universalismo encierra en sí mismo aspectos contradictorios; es destructivo respecto a las “otras” culturas, a la vez que proclama la igualdad de derechos de todos los humanos. Obviamente, estos cambios y contradicciones producidos en el seno de la sociedad deben tener consecuencias también en el ámbito de la educación, haciendo inaplazable la tarea de aprender a convivir no ya con las diferencias, sino con los diferentes, superando patrones ya desfasados por la realidad de los hechos. Ello obliga a la pedagogía a un nuevo discurso, un nuevo lenguaje más cercano a la realidad del hombre de nuestros días; una nueva praxis educativa en la que el adiestramiento técnico o preparación para el ejercicio de una profesión no sea ya la preocupación prioritaria del sistema educativo.  En las páginas siguientes defenderemos la necesidad no sólo de un nuevo lenguaje, sino la pertinencia de un nuevo modelo de educación intercultural que responda a la raíz originaria de toda educación: la relación ética entre educador y educando en un contexto sociocultural concreto.

 

1.- El escenario de la inmigración

       

La ingente cantidad de hombres y mujeres procedentes de las diversas partes del mundo que demandan justicia y solidaridad a nuestra sociedad desarrollada dan testimonio ante nuestros ojos de la “diferencia” y de la “pobreza” del Sur del mundo. Ya nadie podrá decir que se trata de un problema lejano. La verdad de Occidente con sus teorías del derecho y su “civilización” avanzada se encuentra puesta a prueba. La presencia creciente de otras etnias, culturas y religiones instaladas en su tejido social constituye un reto insoslayable para el conjunto de la Unión Europea. Este fenómeno migratorio está operando un tránsito acelerado de sociedades homogéneas, con sistemas de valores socialmente compartidos, a otro tipo de sociedad plural, heterogénea, mestiza, formada por grupos étnico-culturales diversos, que aspiran a que se les reconozca en su identidad cultural diferenciada, con los inevitables riesgos y fricciones que genera la convivencia entre grupos culturales diferentes. La visión “romántica” de una convivencia sin dificultades con los diferentes étnico-culturales oculta siempre una dura realidad: que los problemas en la sociedad plural “no proceden tanto del hecho de que haya diversas culturas, sino del hecho de que personas con distintos bagajes culturales hayan de convivir en un mismo espacio social, sea una comunidad política, sea una comunidad humana real en su conjunto, y que las más de las veces una de las culturas sea dominante” (Cortina, 1997, 178-179). Y esta “resistencia” a convivir con el diferente no nos debería parecer extraña, ni catalogarla como una actitud hostil o xenófoba que siempre se debería evitar.  En la psique humana hay una tendencia a rechazar lo ajeno, lo extraño, “lo otro”. Existe como una necesidad de clausura en las significaciones simbólicas en las que un grupo social y cultural busca su reconocimiento. “La autonomía, es decir, la democracia plena, y la aceptación del otro no son la tendencia natural de la humanidad. Ambas encuentran obstáculos enormes” (Castoriadis, 1999, 192). Ingenuamente se supone que la convivencia se garantiza desde la sola “comprensión intelectual” de las ideas de los otros, como si éstas no estuviesen unidas a valoraciones afectivas cargadas de experiencia. Por otra parte, se tiende a ignorar que la convivencia con el diferente cultural se produce en condiciones asimétricas: la cultura dominante tiende a imponer unos determinados modos de organización social y política que relegan a la marginalidad a las culturas minoritarias. El engranaje de culturas diferentes (o mejor dicho, de personas diferentes por su cultura) en el entramado social no se produce sin “violencia”, sin tensión entre estilos de vida distintos, cuando no confrontados. 

        Pero no son sólo las ideas, valores, costumbres, tradiciones, lengua o religión los que nos “violentan” o producen fricciones en la convivencia; también el rechazo a compartir la situación de bienestar de la que disfruta el mundo desarrollado produce “violencia”. En último término, hay un rechazo a la persona misma del diferente cultural representado en la figura del inmigrante, singularmente a la mujer musulmana (Lemsine, 2006), por lo que los enfoques “culturalistas” en la educación intercultural me parecen insuficientes para la integración de los “diferentes” y no sólo de las “diferencias” en nuestra sociedad. Los tópicos con los que nos referimos a los inmigrantes confirman actitudes larvadas de rechazo, xenofobia y a veces de claro racismo que lo extraño y diferente produce en muchos de nosotros. El cliché del pobre, analfabeto y sin cualificación profesional que acompaña a buena parte de los inmigrantes, que los medios de comunicación transmiten sin cesar, no hace sino agravar aún más sus condiciones de vida y la consideración social de estos en los países de acogida. Se ha construido una imagen sesgada del inmigrante que convierte a la emigración en problema y, no pocas veces, al inmigrante en delincuente, si éste no pertenece a nuestra cultura occidental. Y se ha presentado esta imagen social de la inmigración como reflejo de una realidad objetiva, neutra, como si fuese posible librarnos de la valoración subjetiva del mundo que nos rodea (Mármora, 2002). Los problemas de las minorías étnicas y culturales son, casi siempre, fruto de las condiciones de las sociedades en que viven, más que de las formas culturales de origen. “La realidad (también la inmigración) es con toda evidencia una significación imaginaria, y en cada sociedad su contenido concreto está ampliamente codeterminado por la institución imaginaria de la sociedad” (Castoriadis, 1999, 183). Lo que  percibimos y cómo lo percibimos está condicionado por clichés y prejuicios, que son construcciones sociales en las que se entremezclan intereses, temores, proyecciones, etc., tanto individuales como de grupos e instituciones. Todo lo que pensamos sobre determinadas personas y grupos forma parte de una especie de subconsciente colectivo que condiciona la manera de ver y pensar sobre ellas (Thomas, 1997). Esto se hace especialmente patente en el caso de la inmigración frente a la que operan prejuicios y clichés muy poderosos inteligentemente construidos. Existe un racismo cultural que se traduce en un rechazo al diferente desde una supuesta defensa de las propias formas de vida y de cultura. El miedo a que los otros diluyan la propia identidad cultural, el peligro percibido de que nuestra sociedad se convierta en una amalgama sin referentes seguros, están en la base de las actitudes hostiles hacia los “extraños”, hacia los que “vienen de fuera”. La llegada de los “otros” es vista, con frecuencia, como un riesgo de desintegración sociocultural del que hay que defenderse: Los inmigrantes amenazan el ethos pluralista de nuestras sociedades democráticas occidentales y socavan los cimientos que durante muchos años les han dado consistencia (Mármora, 2002). Estas posiciones mentales y afectivas, que se traducen en comportamientos hostiles al extranjero, van en dirección opuesta al proceso globalizador, no sólo económico sino también cultural, en el que se ven envueltas las sociedades desarrolladas. Tomar conciencia de esta realidad nos obliga a hacer no sólo otro discurso sobre los inmigrantes, sino también a cambiar actitudes y conductas que superen recelos y comportamientos hostiles entre autóctonos y extranjeros, entre “ellos” y “nosotros”. Es decir, nos plantea la necesidad de conformar una sociedad intercultural en la que cada uno, extranjero o autóctono, se sienta ciudadano, no excluido de la participación en la vida social por el simple hecho de su pertenencia a una minoría étnica y cultural. 

        Se va abriendo paso otra forma de entender la inmigración a partir del reconocimiento del derecho de toda persona a circular libremente por todo el mundo; se empieza a pensar en una convivencia ciudadana construida no ya sobre categorías esencialistas estáticas, sino a partir de la articulación de lo común con lo particular, de lo autóctono con lo foráneo (Silveira, 2000). En una sociedad hipercomunicada como la nuestra ninguna cultura puede sobrevivir sin un constante proceso de autotransformación a través de las influencias externas que sobre ellas ejercen otras formas de vida de otras culturas. “El cambio acelerado de las sociedades modernas hace saltar por los aires todas las formas de vidas estáticas. Las culturas sólo sobreviven si obtienen de la crítica y de la secesión la fuerza para su autotransformación... Y ésta no emana de la separación de los extraños y de lo extraño, sino del intercambio con los extraños y con lo extraño” (Habermas, 1999, 212). Estamos ante una gran oportunidad histórica de configurar nuestro mundo de forma menos reduccionista y excluyente. Y para conseguirlo, deberíamos no sólo aprender a pensar en los otros, haciéndoles justicia, superando nuestro etnocentrismo egoísta, sino aprendiendo a entender que la diferencia de una inmensa mayoría de seres humanos se ha gestado, sobre todo, en una biografía escrita desde la exclusión y la injusticia. Deberíamos “mirar no sólo el presente o el futuro, como hace la razón moderna, para la que el pasado es irrelevante. También hay que saber mirar al pasado, a la experiencia, y ejercitar la memoria passionis, que nos hace responsables de una historia de exclusión y de injusticia en la que la mayoría de todos nosotros... hemos sido los beneficiarios netos” (Velasco, 2003, 16). Se hace indispensable, además, cambiar una actitud frecuente que predispone a ver la realidad de una manera sesgada: la que nos hace percibir las diferencias sobre los elementos comunes, porque lo que tenemos en común es tan importante como lo que tenemos de diferentes. ¿Cómo entendernos como ciudadanos y cómo convivir en una sociedad plural si no es armonizando la lógica de lo común con la lógica de la diferencia? Priorizar las diferencias es “cosificarlas”, absolutizarlas y obstaculizar las bases del diálogo cívico que se fundamenta sobre los elementos comunes que unen a los miembros de una comunidad y sobre el respeto a las diferencias. Hoy es más urgente que nunca, escribe Gadamer (1990), el deber de reconocer en el otro y en el diferente lo que hay en común. En el otro y en el diferente podemos encontrarnos a nosotros mismos.

 

2.- La integración, ¿en qué sociedad?

El término integración se está utilizando de modo indiscriminado. A veces se identifica con la asimilación esperando que los inmigrantes se apropien de las costumbres, valores, sistemas de vida, lengua, etc., y se “adapten” a las normas de convivencia de la sociedad de acogida. El objetivo es que dejen de ser diferentes para convertirse en “uno de los nuestros”; que adquieran el conocimiento adecuado de “nuestra” cultura, de “nuestra” historia para comprender y prosperar en “nuestra” sociedad. La idea de invasión y peligro de la pérdida de identidad cultural de la sociedad receptora se alimenta de la voluntad asimilacionista, fagocitadora muy extendida en la cultura dominante, proyectando en el inmigrante su voluntad de conquista cultural. Sin embargo, la realidad es bien distinta: a lo máximo que aspira el inmigrante es a que se respeten ciertos aspectos clave de su cultura originaria; desean participar de forma plena e igualitaria en la sociedad de acogida. Y esto es cierto en el caso de la mayoría de los grupos inmigrantes (no así en los pertenecientes a la cultura musulmana) “que buscan la inclusión y la plena participación en la corriente principal de las sociedades liberal democráticas, con acceso a su educación, su tecnología, su literatura, sus medios de comunicación de masas, etc.” (Kymlicka, 2003, 33). Incluso manifiestan estar dispuestos a aceptar que algunos elementos culturales peculiares pueden ser replanteados sin que la necesaria adaptación signifique, en ningún caso, erosionar el núcleo duro de su cultura originaria. 

        La aceptación del inmigrante, como forma de respeto y reconocimiento de la cultura de “los otros”, pertenece más al ámbito del discurso de lo políticamente correcto que a la cultura ambiental de la sociedad de acogida, cuando no es una forma larvada de rechazo al extranjero. La existencia de “guettos” y de barrios monoculturales dentro de las grandes ciudades no se explica por la actitud autoexcluyente o no integradora de la población inmigrante, sino por las barreras culturales y afectivas construidas por la sociedad receptora. Hemos incorporado a nuestro lenguaje ordinario términos como “convivencia, diálogo, pluralismo” que expresan una democratización en la vida social; pero hay razones para sospechar que esas palabras están siendo utilizadas de forma acrítica, alimentando nuestra “buena conciencia”, la certidumbre de nuestra superioridad moral, y la imagen confortable y satisfecha de nosotros mismos. Pluralismo, tolerancia, integración pueden ser términos que formen parte de un nuevo lenguaje que expresen formas correctas del comportamiento social, pero que no afecten al mundo de los sentimientos y convicciones (valores) que condicionan nuestra relación con los “otros”. No es suficiente la política del lenguaje correcto o de las buenas intenciones a la hora de abordar la situación de los inmigrantes. Es indispensable aplicar la ética de las consecuencias, como escribe Azurmendi (2003, 62): “Vivimos en una lacerante paradoja moral cuando, por una parte, aceptamos el derecho de todos a abandonar su país pero, por otra, no nos vemos en la obligación de acoger a todos cuantos quieran venir al nuestro; o cuando propugnamos el cumplimiento íntegro de los derechos de ciudadanía para los inmigrantes pero, a la vez, constatamos que no parece sensato concederles eo ipso el derecho político a votar o a ser elegidos”.

 

         El discurso sobre la integración llena páginas enteras y espacios radiofónicos de los distintos medios de comunicación. Al parecer, la integración es un objetivo deseado y buscado por el conjunto de la sociedad. Pero ¿de qué integración se habla?, ¿ quiénes se deben integrar? ¿los “otros” en “nuestra” sociedad? ¿los que vienen de fuera? No todos entendemos del mismo modo la integración. Defiendo una integración que no implique la absorción de “los otros” en “nuestra” sociedad. Ésta ha de producirse en una sociedad distinta, en otra que está por construirse, que se va a enriquecer con las aportaciones de otras culturas y van a evitar el estancamiento y el colapso de la cultura dominante de la sociedad de acogida; de lo contrario, ya no hablaríamos de integración sino de asimilación larvada de todas las formas culturales en la cultura dominante de la sociedad receptora. La integración no debe ser pensada para hacerse en una sociedad definitivamente construida, con sus señas de identidad inalterables y con respuestas predeterminadas a las múltiples situaciones cambiantes; ésta (la sociedad) no es una página ya escrita en la que las leyes, valores y tradiciones culturales ya están prefijadas de antemano, de modo que no cabe otra posibilidad que adaptarse a ellas. Tampoco es una página “en blanco” en la que todo esté por escribir. Más bien es una página que se está escribiendo y en la que todos, inmigrantes y autóctonos, dejan sus señas de identidad. Maalouf (1999, 56) lo expresa con estas palabras: “Con ese espíritu me gustaría decirles, primero a los “unos”: cuanto más os impregnéis de la cultura del país de acogida, tanto más podréis fecundarla con la vuestra, y después a los “otros”: cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más se abrirá a la cultura del país receptor”. Y Maalouf se pregunta: ¿Qué es lo que en el país de acogida constituye el bagaje mínimo que toda persona ha de asumir, y qué es lo que legítimamente puede discutirse o, incluso, rechazarse? Lo que vale igualmente para la cultura de origen de los inmigrados: ¿Qué componentes culturales merecen seguir siendo transmitidos en el país de adopción como algo de gran valor, y qué otros deberían dejarse “en el vestuario”? En otras palabras: ¿Qué podemos exigir a la población inmigrante para su integración en nuestra sociedad, y qué debemos dejar nosotros en “nuestro vestuario”? Habermas (1999) defiende que los inmigrantes deben apropiarse de la cultura política común (mínimo denominador común cultural) para integrarse en la sociedad de acogida, sin renunciar a sus formas de vida culturalmente diferentes. Sostiene que debe desvincularse la integración ética de los grupos y subculturas, con sus propias identidades colectivas, de la integración política de carácter abstracto que abarca a todos los ciudadanos por igual. Esto implica la aceptación de los principios constitucionales tal como vienen interpretados por la autocomprensión ético-política de los ciudadanos y por la cultura política del país de acogida, pero no la necesaria interiorización de los modos de vida, las prácticas y las costumbres propios del país receptor. Esto llevaría a una asimilación que traspasa el nivel de la integración ético-cultural y, por tanto, afectaría de un modo más profundo a la identidad colectiva de la cultura originaria del inmigrante.

        La visión holista de las culturas, que demanda una valoración global de las mismas, obliga a que cada uno de los hechos culturales sea valorado por igual y, entonces, la explotación colonial y neocolonial, el fuego inquisitorial, la tortura, la imposición del tirano, la subordinación de la mujer al hombre, la amputación de la mano al ladrón, la explotación de los niños y mujeres, etc., serían prácticas que habrían de asumirse de forma acrítica y también sus contrarias. Sería deseable abandonar el lenguaje de las diferencias entre culturas en términos holistas y hablar de hechos culturales, compatibles o incompatibles. Un aspecto o hecho cultural aislado puede ser juzgado como más o menos relevante o significativo. No todo lo que heredamos de la cultura es igualmente relevante, ni siquiera aceptable. “Desde el momento en que la cultura es lo que nos construye como sujetos, no podemos mantenernos indiferentes ante ella con una perspectiva puramente descriptiva, dado que nos jugamos nuestro ser” (Gimeno, 2001, 227). El hecho de que todas las culturas sean relativas en cuanto experiencias concretas de realización de la existencia humana, en un espacio y tiempo también concretos, no significa que no se puedan cuestionar los valores y costumbres de las otras culturas. Un proyecto cultural, globalmente considerado, no es valorable de ninguna manera porque los criterios con los que se hace la comparación y se emite el juicio de valor se formulan, necesariamente, desde el interior de otra cultura particular. Pero sí se pueden valorar los elementos particulares que lo configuran. El principio de división de poderes, el carácter laico de las leyes y normas que rigen la vida social, la igualdad de los derechos civiles, el reconocimiento a la dignidad de toda persona, etc. constituyen elementos básicos fundadores del sistema democrático cuyo desmoronamiento constituiría su acta de defunción. Estos principios constituyen los elementos básicos de una política común a ser compartida, exigibles a todos los miembros de una sociedad democrática, ya sean autóctonos o inmigrantes. Principios o derechos que “deben ser reconocidos y protegidos para todos los individuos, no sólo para los que han nacido en Occidente” (Fernández Enguita, 2001, 53).  Son los derechos que establecen un nivel vinculante y solidario entre todos los seres humanos los que pueden ser exigidos por igual por cualquiera de ellos, por encima de sus diferencias. La defensa de la especificidad de cada cultura, llevada al extremo, podría significar trasladar a la cultura el punto de vista ecológico de la conservación de las especies. La posición de Habermas  a este respecto es muy clara: “La protección de las tradiciones y de las formas de vida que configuran las identidades  debe servir, en último término, al reconocimiento de sus miembros; no tiene de ningún modo el sentido de una protección administrativa de las especies. El punto de vista ecológico de la conservación de las especies no puede trasladarse a las culturas. Las tradiciones culturales y las formas de vida que en ellas se articulan se reproducen normalmente por el hecho de que convencen a aquellos que las abrazan y las graban en sus estructuras de personalidad” (Habermas, 1999, 210). Y escribe este autor más adelante: “Bajo las condiciones de una cultura que se ha hecho reflexiva sólo pueden mantenerse aquellas tradiciones y formas de vida que vinculan a sus miembros con tal de que se sometan a un examen crítico y dejen a las generaciones futuras la opción de aprender de otras tradiciones o de convertirse a otra cultura y de zarpar hacia otras costas” (p. 210).

 

3. Cultura e identidad cultural

No pretendo perderme en el laberinto sin fin de las definiciones que, desde distintos enfoques, se han dado de la cultura, pero sí al menos indicar los aspectos esenciales que la definen. Hablar de cultura significa para muchos antropólogos la referencia a un conjunto de actitudes generales, concepciones o sistemas de valores que se manifiestan en formas diversas de vida y confieren a cada pueblo un lugar propio y distinto en el mundo. Creencias, valores, conocimientos, costumbres, tradiciones, pautas de conducta, leyes, etc. constituirían el sustrato básico de una cultura y el legado que se habría de transmitir a las generaciones siguientes. Estaríamos ante lo que podríamos denominar el alma de un pueblo en cuanto expresión de una actitud ante la vida, rica en variaciones, pero al mismo tiempo unitaria y coherente que reconoce el significado de cada elemento cultural en relación con todos los demás. “Una interpretación de la vida”, al decir de Ortega y Gasset. De este modo, la cultura estaría constituida por el conjunto de creencias básicas comunes de una colectividad, por las formas de vida semejantes, comportamientos y reglas de vida parecidos. Vista así, la cultura no es un elemento aislado, sino un conjunto de relaciones posibles entre determinados sujetos y su mundo circundante. “Una cultura da lugar a un mundo propio constituido por una red de objetos, de estructuras de relación conforme a reglas e impulsado por un sistema común de significados” (Ortega y Mínguez, 2001a, 53). Camilleri (1989, 25) define la cultura como “el conjunto de significaciones persistentes y compartidas, adquiridas mediante la filiación a un grupo social concreto que llevan a interpretar los estímulos del entorno según actitudes, representaciones y comportamientos valorados por esa comunidad; significados que tienden a proyectarse en producciones y conductas coherentes”. Desde otra perspectiva, Geertz (1996, 51) entiende la cultura “no como complejos de esquemas concretos de conducta (costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos), como ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos de control (planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones) (...) que gobiernan la conducta”. Este concepto de cultura, como entramado organizativo, no implica necesariamente compartir creencias ni patrones de comportamiento para estar integrado en una cultura, pero sí exige respetar la organización como mecanismo imprescindible de supervivencia del individuo y del grupo (García García, 1999). Subrayar, para unos, la función expresiva de la cultura no significa, en modo alguno, negar su otra función adaptativa en cuanto mecanismo de control y supervivencia que gobierna la conducta de los individuos. Ambas funciones, expresiva y adaptativa, son inseparables. Aparecen, por tanto, dos elementos esenciales en la idea de cultura: de una parte es un mundo de significaciones a través del cual los individuos de una comunidad interpretan y organizan su vida. De otra, es un entramado organizativo construido socialmente en el marco de una comunidad y una tradición concreta. Que la cultura sea una construcción social la aleja de una concepción estática y absoluta de la misma, confundiéndola con un legado fijo que se traspasa a las generaciones siguientes, otorgándole un valor absoluto que se intenta imponer a los individuos de otras culturas. Ello significaría adscribirse a una interpretación universalista de la cultura, siendo así que los esquemas culturales no son generales sino específicos y particulares (Geertz, 1996). No reproducimos esquemas universales de cultura en el medio en que somos socializados. Estos están siempre condicionados por el tiempo y el espacio, y están constantemente recreados por los individuos integrantes de una comunidad, especialmente en la sociedad actual expuesta a múltiples y diversas influencias culturales. La historia de las civilizaciones confirma que la dimensión histórica, cambiante, permeable de la cultura ha sido un hecho constante. Propugnar, por tanto, un repliegue cultural (cerrar puertas a la inmigración y el mestizaje cultural) para conservar “las esencias” de nuestra cultura (lengua, costumbres, tradiciones, etc.), en una sociedad globalizada, es hoy una tarea imposible y un suicidio para la propia cultura, pues el pasado cultural sólo perdura en sus virtualidades si es capaz de reinterpretar el presente y no es mecánicamente repetido, si su mundo de significados es capaz de dar sentido a la vida de los individuos en el “habitat” de una tradición concreta. “Incluso una cultura mayoritaria, cuya supervivencia no se encuentra amenazada, sólo preserva su vitalidad adoptando un revisionismo sin reserva, diseñando vías alternativas a lo existente o integrando los impulsos extraños, pudiendo llegar hasta el punto de romper con las propias tradiciones” (Habermas, 1999, 211). Cuando se propugna una vuelta a las raíces, en la pretensión de preservar las esencias de una cultura, ésta se convierte en un fósil o en una pieza de museo.       

     En el discurso sobre la interculturalidad se parte, con frecuencia, de un concepto estático de identidad cultural como algo autónomo, definitivamente construido. Más aún, se olvida que una identidad cultural es algo contingente, fluctuante, fruto de una construcción histórica, producto de unas determinadas relaciones de poder (Bolívar, 2001), que no es un indicador fijo, una sustancia esencial que algunas personas comparten en virtud de su origen, etnia, religión o lengua. La identidad es más bien múltiple, negociable, cambiante, sujeta a permanentes modificaciones: Se puede ser árabe y judío, árabe y cristiano, árabe y musulmán sin contradicción alguna; se puede ser alemán y judío, israelí y musulmán, español y judío o musulmán. En unos tiempos de rápido cambio social las identidades “consagradas” se disuelven, y el yo tiene que redefinirse de nuevo a través de múltiples migraciones. No hay lugar para las identidades puras e incontaminadas. La identidad en la sociedad compleja e hipercomunicada se construye con materiales diversos y mestizos. “Ninguna de las múltiples identidades que asumen los seres humanos en distintas circunstancias es permanente. La identidad cultural tampoco” (García García, 1999, 321). Las culturas, en su sentido más radical, se han construido como un estrato geológico en el que simultáneamente se marcan las distintas capas y la porosidad comunicativa entre ellas. Cada episodio migratorio ha convulsionado el estatuto mismo de la cultura, a la vez que hacía su aporte original. Por ello, “el respeto hacia las otras culturas no puede consistir en petrificarlas, cosificarlas o hipostasiarlas. De hecho, los pretendidos intentos de mantenerlas impolutas, libres de la influencia occidental, a veces han desembocado en reforzar sus desigualdades y su opresión internas, o en hacerlas volver hacia atrás o caminar sendas no deseadas” (Fernández Enguita, 2001, 54). Una cultura no es nunca una realidad estática, definitivamente construida, permanente en el tiempo, y menos aún en la sociedad actual, sino una realidad profundamente histórica, cambiante, moldeable e influenciable por las aportaciones de las otras culturas con las que inevitablemente se relaciona. La construcción de muros o barreras que nos defiendan de injerencias culturales externas se convierte en una tarea imposible. No existe cultura alguna que haya resistido la influencia de otras culturas. La “esencialización” de las identidades culturales cierra el paso a la apertura a otros nichos culturales. Es un hecho incontestable que el ser humano nace y se desarrolla en un mundo estructurado culturalmente, que organiza su vida y sus relaciones sociales en términos de su sistema de significaciones y que concede un valor considerable a su identidad cultural. Pero esto no quiere decir que estemos totalmente determinados por nuestra cultura, sino que tenemos una cierta dificultad para enfrentar críticamente los límites y posibilidades de ésta desde nuestro propio nicho cultural (Bartolomé, 2007).

  La tentación aislacionista en la defensa de la propia cultura es un anacronismo. En la era de la globalización no hay posibilidad alguna de poner puertas al campo, si como dice Mosterín (2009, 200), “asistimos a la  constitución de una única cultura mundial, en la que se funden y hacia la convergen las diversas culturas étnicas tradicionales. El proceso puede ser momentáneamente frenado aquí o allá, pero en conjunto es irreversible”. No es la globalización cultural el enemigo a batir, en un intento inútil de preservar las diferencias culturales, sino el riesgo de su petrificación, de convertirlas en fósiles o piezas de un museo. La sacralización de una cultura, propia de todo nacionalismo, conduce necesariamente al rechazo de cualquier otra forma distinta de expresarse y vivir, “pues lo otro, lo diverso, es una potencial amenaza para la pervivencia, no ya de unos valores abstractos, sino con ellos, de mi propia identidad” (Altarejos, 2004, 37). Adscribirse a esta concepción de identidad conlleva una perversión no sólo antropológica, sino también moral, porque “los otros” diferentes culturales no son realmente “otros”, sino otra cosa, objetos distintos.   

        El concepto de identidad se ha presentado, con frecuencia, como vinculado automáticamente con la cultura de origen, estableciendo una relación necesaria entre identidad y cultura. Con ello se olvida que el proceso de identidad, en tanto que  acontecimiento y construcción social, por tanto histórico, es totalmente circunstancial. Y, en esas condiciones, es difícil constatar tanto la sincronización mayoritaria de los sujetos de una cultura, como la desincronización de los que provienen de culturas diferentes, tanto más cuanto que lo que provoca los procesos identitarios no es precisamente la homogeneidad intracultural, sino la heterogeneidad, la experiencia de lo diverso, de lo opuesto (García García, 1999). La posibilidad de pertenencia de un individuo a más de un grupo cultural simultáneamente y de participar en más de una subcultura, de normas y referencias no necesariamente coherentes entre sí, multiplica los entrecruzamientos de identidades e impide la identificación automática de individuo con grupo cultural. Si antes, en las sociedades tradicionales, la pertenencia a un grupo cultural excluía todas las demás, ahora el individuo puede elegir y participar de varias subculturas, debilitando con ello los lazos o relaciones de filiación con sus grupos originales (Abdallah-Pretceille, 2001). Por ello, no tendría sentido hablar de procesos identitarios entre grupos iguales. Y si se habla de diferencias culturales, a veces las intra-culturales son más profundas que las inter-culturales en contextos de sociedades complejas y heterogéneas claramente multiculturales. El mismo concepto de grupo cultural es muy impreciso. ¿Qué es exactamente un grupo cultural? ¿Quién le da el sello de autenticidad? ¿Quién tiene derecho a emitir certificados de afiliación cultural? Las fronteras cambian en el tiempo y en el espacio. “Aunque cada cultura seleccione algunas creencias, valores o normas, es necesario recordar que la totalidad de los miembros no tienen por qué compartir los mismos, o el mismo grado de intensidad, ya que las múltiples adscripciones culturales, desde una perspectiva amplia, favorecen una amplia gama de diversidad intracultural” (Vilá, 2007, 276). Se ha sobrevalorado la variable cultura minimizando la complejidad y la pluridimensionalida de la realidad social, favoreciendo con ello la explicación cultural en detrimento de otros niveles de análisis. “Se trata de una variante reduccionista que sólo tiene razón de ser en el marco de una lógica unicausal” (Abdallah-Pretceille, 2001, 30). Los nacionalismos emergentes en Europa tienden a sacralizar la identidad cultural dándole un carácter metahistórico, casi de eternidad. Juliá (2005) nos advierte del peligro de las identidades entendidas en términos esencialistas, pues tener una identidad colectiva, como sostiene el nacionalismo, no define todo el ser pues en él son posibles todas las mezclas de diferentes identidades. Si alguien define todo lo que es por una identidad colectiva que, además, tiene caracteres esencialistas, se definiría a sí mismo en contra de otros, no por lo que es, sino por lo que no es. El miedo a contaminarse, a “perderse” o diluirse en otras culturas socaba los cimientos mismos de toda cultura. “Si es verdad, como dice Ortega y Gasset  (1973), que el pasado forma parte de nuestro presente; que para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia, y que la vida se vuelve un poco transparente ante la razón histórica, también es verdad que el pasado perdura en sus virtualidades sólo si es reinterpretado en el presente, y no mecánicamente repetido” (Ortega y Mínguez, 2001a, 56). Las tradiciones, modos de vida y los valores que los acompañan, es decir, la cultura de las generaciones pasadas deja de ser pieza de museo y adquiere valor educativo para las generaciones presentes cuando se convierte, hoy y aquí, para nosotros en referente o experiencia del valor; es decir, cuando de nuevo es hoy reinterpretado. “La existencia humana jamás podrá dejar de ser, al mismo tiempo y con identica fuerza, arqueología y ascensión, continuidad y cambio” (Duch, 1997, 43).                                                          

    El derecho a la diferencia, invocado y reconocido en una sociedad democrática, se debe reequilibrar con el imperativo de la igualdad si no se quiere llegar a una sociedad “balcanizada”. La política multicultural, en una sociedad democrática, se ha de fundamentar en una concepción universalista de los derechos humanos y las reglas de juego o procedimientos democráticos, fruto de largos y penosos años de lucha  contra el poder despótico y la intolerancia de todo signo. Ellos constituyen no sólo una herencia irrenunciable y el legado fundamental de occidente a la humanidad, sino también un patrimonio básico sobre el que construir la identidad común de la ciudadanía compleja; y cualquier hecho cultural que choque con el mismo queda deslegitimado. Construir una identidad común fundamental, sin renunciar a la legítima diversidad de formas históricas (por tanto cambiantes e influenciables) de vida de los individuos y grupos, es una condición inexcusable para una sociedad integrada, en la que todos los individuos gocen de los mismos derechos, independientemente del lugar de nacimiento, etnia, cultura o religión. Y el hecho de que no sea defendible un marco cultural común síntesis de todas las culturas, ni sea tolerable la imposición de una cultura particular a todos los demás, “no significa que un “cierto marco común” no sea necesario y conveniente y que no pueda llegarse a él” (Gimeno, 2001, 182).

    Habermas (1999) pasa de puntillas sobre la experiencia concreta del extranjero, sobre el sufrimiento de los inmigrantes para quedarse en el ámbito de la declaración formal de principios. Si la respuesta al inmigrante o extranjero es una respuesta ética, moral queda deslegitimado el tratamiento estadístico, económico y político que se hace de la inmigración al que estamos acostumbrados porque oculta la realidad del hombre y mujer concretos, que dejan de ser entes virtuales para convertirse en personas concretas, con una historia con frecuencia llena de sufrimiento y explotación. No existe inmigración sino inmigrantes en su realidad concreta de individuos con todos los problemas sociopolíticos que éstos plantean en la sociedad de acogida  (Bauman, 1997). Y este juego de palabras no es una cuestión menor; apunta, por el contrario, al núcleo mismo del problema: hacer del “otro”, en toda su realidad, el sujeto de la integración y de la acogida, no sus creencias, tradiciones o costumbres. La sociedad integrada basada en el reconocimiento y en la inclusión sólo se podrá construir cuando el sufrimiento de los “otros, los extranjeros” irrumpa como acontecimiento ético en nosotros. Y ello comporta no ya “la comprensión intelectual” de la categoría del inmigrante, sino el compromiso de la acogida en la situación concreta del “otro”. Es decir, hacerse cargo de él porque nadie, en nuestra in-condición de extranjeros, nos puede ser indiferente. “Nadie, escribe Levinas (1993, 94),  puede permanecer en sí (soi): la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema. La vuelta a sí mismo se convierte en un rodeo interminable...el hombre está referido al hombre. Está cosido a responsabilidades”.

 

4.  La orientación “culturalista” en la educación intercultural

 

Todo discurso pedagógico nace en un lugar y en un momento precisos, en una “circunstancia”, intentando responder a situaciones e interrogantes históricos. De ahí que la afirmación de que la educación es contextual resulte una simple tautología. No hay una educación contextual y otra que no lo sea. La diferencia estriba en que una tome más en serio su contexto y otra no lo reconozca. En este caso,  se deja de educar para “hacer otra cosa”. Postular que el discurso pedagógico reconozca y acentúe su carácter contextual, su enraizamiento en la vida humana supone recordar algo que nunca se debería haber olvidado, a la vez que un cambio importante no sólo en el discurso, sino, además, en la práctica educativa.

 

   El discurso pedagógico ha estado en exceso vinculado a un lenguaje y a un pensamiento esencialistas. El miedo a la incertidumbre, el vértigo que produce la inseguridad de la contingencia y la ansiosa búsqueda de la verdad definitiva han condicionado una práctica educativa que nos ha situado ante el hombre universal, sin tiempo ni espacio. La huida de la realidad cotidiana nos ha impedido leerla, criticarla, explicarla, reinterpretarla y entregarla para que “los otros” se hagan cargo de ella. Y entonces serán ellos (los otros) quienes la lean, critiquen, reinterpreten y la entreguen con sus propias palabras, con sus modulaciones y matices. Se ha prestado más atención al qué debíamos decir y enseñar, y al cómo hacerlo. Pero se ha olvidado que en educación se ha de estar más atento a la palabra que viene de fuera, del “otro” (el educando), y no tanto por anticiparnos a decir “nuestra” palabra. Es la vida de cada educando, toda su realidad psicobiológica, pero también toda su realidad socio-histórica hecha pregunta la que debe entrar en la ocupación del educador y convertirse en contenido educativo. Y sólo cuando la “circunstancia”, el aquí y el ahora, de cada educando se convierte en contenido imprescindible de la acción educativa, se está en condiciones de educar. Pocas cosas son tan importantes hoy en la educación como tomarse en serio el contexto (el aquí y el ahora) de la acción educativa. De él depende que el educador pueda encontrar el espacio en el que sea posible establecer una relación ética con el educando, hacerse cargo de él; de él depende que el educador pueda entrar en todo aquello que es importante para aquél, evitando así que la educación decaiga en retórica; de él depende que la experiencia de vida, y no solo el discurso, juegue un papel básico e indispensable en la acción educativa.    

 

     La práctica de la educación multicultural, en el ámbito anglosajón, es un buen ejemplo de la separación o fractura entre la vida del educando y los contenidos de la educación. Para gran parte de los educadores, la educación multicultural es sólo una reforma de los programas de estudio consistente en rediseñar sus contenidos de manera que incluyan estudios sobre las minorías culturales y étnicas. Se trata de ofrecer datos e información, en definitiva, conocimientos sobre las diversas culturas y grupos que podrían englobarse en el campo de las humanidades (Sleeter, 1987). Este modo de entender la educación multicultural, como saber humanístico, goza hoy de gran estima. Es un concepto filosófico que se construye sobre los ideales de libertad, justicia, igualdad y dignidad humana; y es un proceso educativo que tiende a la construcción de un concepto positivo de sí y a descubrir quiénes son en relación con los demás. La historia, la cultura y la contribución de los demás grupos culturales a la vida cultural y económica de un país es contenido indispensable de la educación multicultural. Es necesario confrontar al educando con las cuestiones que se debaten en la sociedad: las diferencias étnicas y culturales, la marginación social de las minorías, el racismo y la xenofobia, etc. Se trata, por tanto, de fomentar en el alumno la capacidad para comprender, debatir y ver cómo le afectan estas cuestiones y adoptar una posición crítica sobre las mismas que permita mejorar la sociedad (Grant y Tate, 1995).

  

     En el fondo de esta pedagogía está presente la vieja tendencia de la filosofía occidental que sólo ve la realidad sub specie cognitionis. Toda nuestra filosofía está atravesada por estos dos enfoques filosóficos: el idelista y el postidealista. Naturaleza, arte y derecho dejan de ser realidades originarias para convertirse en representaciones, es decir, construcciones de una actividad teórica. No se puede hablar de naturaleza sin partir de una teoría; el derecho se refiere a los seres humanos, pero estos sin perfiles concretos. En cuanto al arte, no hay nada “natural” en él, no hay mímesis. “Lo grave de esos mundos irreales no es que, en cuanto representaciones sustituyan al mundo real, sino que esos mundos ponen en marcha sendos tipos de actividades prácticas igualmente extrañas a la realidad, pero con las que tratamos de conformar el mundo... Por lo que  se ve el idealismo no acaba en Hegel. Sigue siendo nuestra heredad” (Mate, 1997, 133-134).

    

      Esta orientación “culturalista” ha invadido todo el discurso en el tratamiento pedagógico de la diversidad cultural, hasta el punto de que enfoques conceptualmente tan distintos como la educación multicultural e intercultural, en la práctica se han confundido. Ambos han incidido en un mismo objetivo: el conocimiento, la comprensión y el respeto de la cultura del otro, convirtiendo las costumbres, tradiciones, valores, lengua, etc. en el contenido de la acción educativa, dando por supuesto que el conocimiento de las otras culturas llevaría al aprendizaje de actitudes positivas hacia las otras formas de vida de los diferentes étnicos y culturales. La diferencia entre ambos enfoques es más conceptual y terminológica que real y práctica. Difieren sólo en el discurso, pero su praxis es la misma. Es cierto que el multiculturalismo persigue, ante todo, el reconocimiento y respeto de la identidad de cada grupo minoritario, la vinculación al grupo original y la permanencia de los símbolos y creencias de la comunidad de origen, no tanto su integración en la sociedad de acogida (Van Orden, 2006). De este modo, al priorizar las culturas minoritarias originarias se fomenta la separación entre grupos y se impide la integración normal de los grupos minoritarios en la cultura mayoritaria. El interculturalismo, por el contrario, busca la integración de todos los grupos culturales y étnicos en una sociedad integrada. Integración que ha de hacerse en una doble dirección: de los que vienen, incorporando los valores democráticos de la sociedad de acogida; y de los que están, apropiándose de aquellos valores que traen los “recién llegados” que enriquecen la vida de la sociedad de acogida. Maalouf (1999, 56) lo expresa con estas palabras: “Con ese espíritu me gustaría decirles, primero a los “unos”: cuanto más os impregnéis de la cultura del país de acogida, tanto más podréis fecundarla con la vuestra, y después a los “otros”: cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más se abrirá a la cultura del país receptor”. Unos y otros contribuyen, de este modo, a la construcción de una sociedad distinta, capaz de responder a las necesidades y expectativas de los diferentes grupos que, de hecho, la componen (Abdallah-Pretceille, 2001; Ortega, 2007).

 

     Podría pensarse que enfoques teóricos distintos darían lugar a prácticas o políticas educativas también distintas. La realidad, sin embargo, desmiente este supuesto. Los intentos por hacer una educación intercultural han derivado realmente en políticas multiculturales que han dado lugar a una sobrevaloración de las variables culturales, limitación de la autonomía personal en favor del grupo de origen, limitación de la movilidad y el progreso social, desconocimiento del carácter pluricultural de los grupos y acentuación de las actitudes de enclaustramiento y rechazo de las valores de los otros grupos culturales (Van Orden, 2006). 

 

     Documentos de los Organismos Internacionales (UNESCO, 2006) subrayan la necesidad de la educación intercultural para construir una sociedad en la que convivan juntas las personas de diferentes culturas, más allá de la pasiva coexistencia. Y establecen los principios básicos de la misma:

 

4.    La educación intercultural respeta la identidad cultural del alumno a través de la oferta de una educación cultural apropiada, responsable y de calidad para todos.

5.    La educación intercultural proporciona a los alumnos el conocimiento cultural, las actitudes y las destrezas necesarias para la consecución de una participación activa y completa en la sociedad.

6.    La educación intercultural proporciona a todos los alumnos el conocimiento cultural, las actitudes y destrezas que les capaciten para contribuir al respeto, entendimiento y solidaridad entre todos los individuos,  grupos y naciones étnica, social, cultural y religiosamente diferentes.

 

      En los mismos términos se expresa el Consejo de Europa en su Declaración sobre la Educación Intercultural en el nuevo contexto europeo (2003), subrayando la necesidad de que sea la sociedad, y no sólo la escuela, quien asuma la responsabilidad de afrontar los retos de la diversidad cultural. Las últimas tendencias, tanto en el multiculturalismo como en el interculturalismo, resaltan la también la necesidad de potenciar la integración social de los individuos desde el reconocimiento de la igual dignidad de toda persona y el rechazo a toda forma de racismo y xenofobia (Parekh, 2005). El Consejo de Europa parece inclinarse por la superación de la concepción culturalista de la educación intercultural, presente hasta ahora de un modo abrumador en la literatura anglosajona. Subraya el Consejo que deberían adoptarse métodos de  educación intercultural y de enseñanza intercultural que lleven a todos los alumnos al concepto del “otro”, que los capaciten para aceptar al otro/a en su particular identidad y entender la universalidad de los valores humanos. Sostiene, así mismo, el Consejo que la idea de una antítesis entre la “cultura de acogida” y la “cultura del emigrante” debe abandonarse en favor de una concepción más amplia de la diversidad cultural y de las sociedades abiertas contemporáneas, resultado de muchos factores, de los cuales la migración es uno de ellos. El reconocimiento de un individuo como miembro de una determinada comunidad no significa que el/la mismo/a se identifique con esa comunidad. Atrás ha quedado una visión folclórica de los contenidos de la educación intercultural, limitada al conocimiento de las costumbres, ritos, danzas, vestidos, etc. de los grupos minoritarios.    

 

     “Las terminologías son cualquier cosa menos inocentes; sugieren una determinada visión” (Habermas, 1999, 107). No hay un lenguaje y un discurso que sea neutral o inocente, tampoco en educación. Lenguaje y discurso presuponen “algo” y llevan a “algún sitio”, se traducen en unas determinadas propuestas educativas. En cada una de ellas subyace una antropología y una ética, que se plasman en una manera concreta de actuar y de responder a los retos actuales del ser humano. Son éstos, en su enorme complejidad, los que encuentran diversos enfoques y acentos en función de la óptica moral con que son abordados. La educación intercultural no ha sido ajena a esta necesaria “circunstancia”. El enfoque idealista, centrado en el conocimiento de las diversas culturas de los grupos minoritarios, está presente en todas las páginas de la bibliografía sobre la educación intercultural. Con ello se ha olvidado que el objetivo de una sociedad integrada no pasa sólo por conocer las singularidades culturales de los grupos que la componen, sino, además, por el reconocimiento y aceptación de la persona misma del diferente (Scartezzini, 1996) con toda su realidad socio-histórica. Se ha pasado por alto que el ser humano que “piensa” es también un ser que vive y expresa unos sentimientos; que los sentimientos es el “lugar” en que se vive, “los estratos básicos y más íntimos de la vida, desde los cuales se llega a los demás” (Marías, 1993, 26). Nuestras ideas de identidad cultural, de igualdad y libertad se han sostenido sobre argumentos sentimentales. “Nuestros conceptos democráticos y las imágenes que guían nuestra ciudadanía quedan cojos cuando se intentan reconstruir en una historia que olvida sus débitos sentimentales” (Seoane, 2004, 103). Una moral a-pática, indolora, alejada de la urdimbre de la vida de los seres humanos nos ha impedido tomar en serio su condición histórica, impensable fuera del aquí y del ahora. Ello explica que la educación intercultural haya acentuado tanto la comprensión intelectual de las diferencias culturales, olvidando la acogida y el reconocimiento de la persona concreta del diferente cultural (Ortega y Mínguez, 2001a). Preguntas como: ¿por qué los emigrantes dejan su tierra, su pueblo, su familia, sus raíces?, no tienen cabida en una pedagogía que sólo se pregunta por la cultura y hace del diálogo sobre culturas su objetivo básico. Ignorar los cambios que produce la migración en la persona del inmigrante: inestabilidad y vulnerabilidad, ruptura con la sociedad de procedencia y la introducción en un nuevo contexto social y cultural, pérdida de validez de muchas concepciones valorativas, normas de conducta y modelos de comportamiento hasta ese momento asumidas con naturalidad, conduce a una acción supuestamente educativa, inevitablemente condenada al fracaso. Son cambios tan profundos “que se pueden comparar metafóricamente con la acción de arrancar de raíz y plantar en otro lugar” (Zamora, 2003, 204). Obviar esta realidad convierte a la educación intercultural en una tarea inútil; sin descubrir la historia de desarraigo que hay detrás de cada persona emigrante o dar la espalda a la situación de excluidos en la que viven muchos de ellos hace imposible la integración y la acogida del otro.

 

  5. Educar en y desde la experiencia

Los trágicos acontecimientos del pasado siglo nos muestran que la formación humanística y el conocimiento de las otras culturas han sido barreras demasiado frágiles para detener la barbarie. Las experiencias del Holocausto y el Gulag no se llevaron a cabo por hombres ignorantes, carentes de sensibilidad y aprecio hacia las manifestaciones culturales de los judíos y de hombres y mujeres de letras. Los estremecedores relatos de los que sobrevivieron a esa experiencia del “mal radical” (Levi, 1976) nos muestran hasta qué punto el ser humano se puede convertir en un ser superfluo, prescindible, cuya identidad personal es destruida y su simple existencia ignorada. “En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando por ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie” (Arendt, 1999, 549). “Auschwitz, escribe Adorno (1975, 366-67), demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura. El hecho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de toda una tradición filosófica, artística y científico-ilustradora encierra más contenido que el de que ella, el espíritu, no llegara a prender en los hombres y cambiarlos. En esos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía es precisamente donde radica la mentira”. Los que se deleitaban con la literatura, la música y el arte de los autores judíos no tuvieron reparo en mirar hacia otra parte, adoptando una posición de “tristeza objetiva” o de relativismo histórico (Steiner, 2001). Eran hombres y mujeres de letras, cultivados en el espíritu de la Ilustración, aquellos de los que se suponía hacían de la sabiduría, virtud. Todos sucumbieron, sin resistencia, al pensamiento único derivado del Poder. Y “cuanto más aumentaba el número de los fuera de la ley (judíos), mayor se tornaba la tentación de conceder menos atención a los hechos de los Gobiernos perseguidores que al status de los perseguidos” (Arendt, 1999, 373).

       Pero la “tristeza objetiva”, la indiferencia hacia los “otros”, los diferentes culturales o étnicos, los que no son de “nuestra” tierra o no hablan “nuestra” lengua no es una cuestión que pertenezca al pasado y a otra parte del mundo, ni tampoco algo de lo que pueda atribuirse, antes como ahora, a personas incultas o ignorantes; forma parte, por el contrario, de nuestro escenario socio-político actual. La cultura del silencio que impone el nacionalismo totalitario a aquellas propuestas socio-políticas que no se identifiquen con sus postulados son otras tantas formas de excluir al otro, constituyen otros intentos de fabricar individuos “reducidos a una identidad nunca cambiante de reacciones” (Arendt, 1999, 533), son otras tantas formas de negar su condición de ciudadano. La no existencia del diferente, su reducción a la nada es el objetivo de toda política totalitaria. Artistas, científicos, intelectuales, religiosos, en definitiva, hombres y mujeres de letras, a pesar de su formación humanística, han callado y callan atrocidades, y han tolerado y toleran comportamientos antidemocráticos e inmorales, cierran los ojos y los oídos ante el sufrimiento y persecución de hombres y mujeres, víctimas de dictaduras que se erigen en supuestos representantes de la voluntad popular. Aquí también, en nuestro país, la “cultura” y la “civilización”, el valor de la dignidad de la persona han sido barreras demasiado frágiles para detener “nuestra” barbarie. Se están cumpliendo, en los comienzos del siglo XXI, las palabras proféticas de Jean Amèry: “Todos los presagios identificables indican que el tiempo natural rechazará las exigencias morales de nuestro resentimiento y finalmente las hará desaparecer... Nosotros, las víctimas, apareceremos como los verdaderamente incorregibles e irreconciliables, como los reaccionarios, en el sentido estricto de la palabra, opuestos a la historia, y el hecho de que algunos de nosotros sobreviviéramos se presentará por último como una avería” (Kertész, 1999, 76-77). Hemos sido (y somos) espectadores del sufrimiento ajeno y cómplices de la negación de derechos fundamentales a muchos de nuestros conciudadanos, como denunciara Adorno (1975, 363): “Hombres de reflexión y artistas han dejado más de una vez constancia de una sensación de cierta ausencia, de no entrar en el juego; es como si ellos no fuesen en absoluto ellos mismos, sino una especie de espectadores”. Estremece constatar que se ha hecho realidad la pesadilla anunciada por Primo Levi: hablar y que no te escuchen, contar lo sucedido y que no te crean (Mantegaza, 2006). Se ha construido una extrañeza social de los diferentes por razón de la lengua y de la cultura, cuando “la extrañeza no es la propiedad natural de una persona o grupo, tampoco una relación objetiva entre personas o grupos, sino una definición de la relación sustentada en una atribución que podía haber sido distinta” (Zamora, 2003, 223). No son las diferencias culturales las que nos “incomodan”, sino los diferentes. Existe un racismo cultural que se traduce en un rechazo al diferente desde una supuesta defensa de la propia identidad cultural. El miedo a que “los otros” diluyan nuestra identidad, el peligro percibido de que nuestra sociedad se convierta en una amalgama sin referentes seguros, está en la base del rechazo hacia “los extraños”, hacia los que “vienen de fuera” o no hablan nuestra lengua (Ortega, 2007). Como bien decía Arendt (1999, 557) “las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo formas de fuertes tentaciones”. Las esperanzas puestas en los ideales de la Modernidad pronto se desvanecieron. El proceso de subjetivación de la razón, señala Horkheimer (2002), ha conducido a una progresiva formalización de la misma que la vacía de contenido, la desinstitucionaliza y la reduce a una mera razón de los medios, a un instrumento al servicio de la lógica del dominio y la autoconservación. Esto ha conducido, de un lado, a la instrumentalización del lenguaje por la que las ideas son consideradas como máquinas en el aparato productivo de la sociedad de consumo, reducidas a la condición de un instrumento más entre otros; de otro, al vaciamiento de los ideales de la Modernidad y al debilitamiento de la esfera política y su instrumentalización en función de los intereses de las elites del poder (Horkheimer, 2002). Toda la obra de Horkheimer y Adorno es una denuncia y una crítica a la dominación que se ejerce sobre los individuos atomizados y una exigencia ética de poner fin al sufrimiento de tantas víctimas.

      El discurso en la pedagogía sigue anclado, todavía, en los ideales de la Ilustración, ignorando los sangrientos acontecimientos del pasado siglo y las violaciones de los derechos fundamentales en el presente. El pensamiento idealista kantiano ha impregnado la teoría y la praxis pedagógicas. La imposibilidad de afrontar la existencia real de los seres humanos, pensando la felicidad, la razón y la moral por encima o al margen de la historia concreta de los individuos, ha dado lugar a un discurso pedagógico sin tiempo ni espacio, a una pedagogía a-pática, indolora. “Ni el conocimiento del bien, ni la “buena voluntad”, como sostiene la moral kantiana, nos impulsan a una conducta moral, sino la experiencia del mal, del sufrimiento del otro; el rostro y la vulnerabilidad del “huérfano y de la viuda” que demandan una respuesta moral, es decir, responsable” (Ortega, 2006, 512). La moral kantiana nos pone ante un ser humano abstracto, ideal, sin entorno y sin historia, sin presente ni pasado. Obviamente, no critico la presencia de la razón en la moral, sino la pretensión de identificar razón y moral, los intentos de mistificación del impulso moral, de transfigurarlo mediante su fundamentación racional en cuanto encubren su raíz en la historia concreta de los hombres, e impiden que se manifieste como lo que es: el impulso de resistencia contra la injusticia para que ésta no tenga la última palabra (Horkheimer, 2000). Sí critico, en cambio, el discurso moral “idealista” en el que está instalado el discurso pedagógico, porque “la moralidad no es el resultado ciego de emociones irracionales, pero tampoco un conjunto frío de principios racionales”  (Bernal, 2003, 147); ni la convivencia de valores y estilos diversos de vida, que propugna la educación intercultural, es el resultado de los conocimientos culturales, porque éstos, de por sí, no mejoran necesariamente la comprensión del otro, ni la relación con los demás (Touriñán, 2006).

     El discurso moral idealista, lejos de ofrecer una base para la construcción de una sociedad justa está, por el contrario, cumpliendo una función legitimadora de una sociedad que no persigue la verdad sino el interés, que no le preocupa descubrir la diferencia y la pluralidad del mundo real, sino tan sólo que el mundo se pliegue ante el despliegue de la razón siempre idéntica a sí misma (Adorno, 1975). La superación del sufrimiento y de la injusticia que afecta a tantos seres humanos no tolera planteamientos “racionales” ni discursos sobre el conocimiento del bien. Justificar el rechazo a la exclusión, a la expulsión de la vida pública y a la explotación de personas con argumentos de la razón constituye un sarcasmo, una burla para todos aquellos a quienes se les ha negado la justicia. “La moralidad es, ni puede ni necesita dar razones, ni tampoco probar sus derechos. La pregunta “¿por qué debería ser moral?” es el fin, no el principio de la moralidad” (Bauman y Kester, 2002, 80). No es la resistencia y rebelión contra el mal, no es el sentimiento moral, sino más bien la realidad inmoral, la injusticia social la que necesita una fundamentación racional (Horkheimer, 1999).   

6. Un nuevo paradigma educativo

Desde estas páginas se aboga por otra forma de pensar y hacer la educación, por otro modo de educar que permita la integración de la población inmigrante en la sociedad de acogida. Este debe ser el objetivo no sólo de la institución escolar, sino de toda la sociedad. Pretender que la institución escolar posibilite por sí sola esta integración constituye un brindis al sol. La escuela no es, ni lo va a ser nunca, la panacea para todos los males que afectan a la sociedad, pero sí “es el espacio en el que es posible organizar un proceso deliberado y sistemático, orientado a que el individuo adquiera las competencias que han de permitirle transformar su mundo cultural y dar sentido a la historia” (Yurén, 1995, 9). Ello hace indispensable introducir no pocos cambios en la estructura y funcionamiento del sistema educativo y en la mentalidad de la mayoría de nuestro profesorado; repensar lo que estamos haciendo y superar las inercias de un sistema excesivamente burocrático más preocupado por la gestión que por la innovación y adaptación a la nueva realidad de una sociedad compleja, mestiza y en permanente cambio. Se hace indispensable introducir nuevos contenidos en la educación, como son los problemas del ciudadano de hoy: intolerancia, exclusión social, inmigración, pluralismo, etc., porque todos los problemas sociales pendientes están hoy dentro de nuestras escuelas. Se hace indispensable pensar la escuela no sólo como fase preparatoria para la inserción laboral, institución transmisora de “saberes”, sino como escuela para la vida. Pero ante todo es necesario, más aún urgente, plantear la educación desde presupuestos antropológicos y éticos distintos a los que, actualmente, inspiran la reflexión y práctica educativas. Hoy es necesaria una seria y detenida reflexión sobre el modelo antropológico y ético que sirve de apoyo a la práctica educativa. Estamos instalados en un modelo que ha entendido la educación desde un marco conceptual que la ha reducido a una planificación tecnológica (Sarramona, 2003) en la que lo prioritario han sido los resultados académicos y el éxito profesional. Hasta ahora, hemos tenido sólo instituciones de enseñanza, centradas en la prioridad del aprendizaje de conocimientos y destrezas. Y la educación no se agota en sólo procesos de aprendizajes académicos o competencias profesionales; por el contrario, trastoca y afecta a todas las dimensiones de la persona. Es la totalidad de ésta la que se ve comprometida en un proceso de transformación positiva, de modo que permita “un nuevo nacimiento”, el alumbramiento de “algo nuevo”, no repetido, como dice H. Arendt (1996).

        La pedagogía todavía no ha desarrollado una reflexión profunda no sólo sobre la vida en las aulas, sino también sobre lo que sucede en el contexto social e histórico (“lo que está pasando”) en el que la acción y el discurso pedagógico necesariamente se insertan para que la realidad de la vida entre en las aulas. Hoy es necesaria una pedagogía que se base más en la importancia del otro, que comience en el otro, en su existencia histórica; que se pregunte por el otro. No es posible seguir educando como si nada ocurriera fuera del recinto escolar, o hubiera ocurrido en el inmediato pasado, desde paradigmas inspirados en la racionalidad tecnológica (Sarramona, 2003) que hoy se muestran claramente insuficientes, ignorando las condiciones sociales que están afectando a los educandos. Volver la espalda a esta realidad es tanto como renunciar a educar, instalarse en un mundo irreal que a nadie interesa y que sólo responde a la inercia de unos profesionales que repiten sin cesar un discurso que ya empieza a dar signos de agotamiento. De otro modo, ¿a quién pretenderíamos educar?, ¿para qué? Las  circunstancias actuales exigen no sólo un nuevo lenguaje, sino, además, que la vida real del educando entre de lleno como contenido material en el escenario de la educación de la escuela, liberando al educando del reduccionismo psicológico que, hasta ahora, le ha acompañado.

        La pedagogía cognitiva no es la herramienta o instrumento adecuado para una convivencia en las aulas. Los conflictos inevitables en una sociedad con sistemas plurales de valores y formas o estilos de vida no se producen sólo por un choque de ideas o confrontación intelectual. En el conflicto, junto a la discrepancia cognitiva (de ideas, creencias, opiniones, etc.) se da también, con frecuencia, una actitud de indiferencia cuando no de rechazo, un sentimiento larvado de hostilidad hacia la persona misma de quien se discrepa intelectualmente. Las posiciones personales, si se quiere vitales, no descansan últimamente en razones intelectuales, sino en creencias ancladas en valores que orientan y dan sentido a la propia existencia. Por ello, el diálogo, si es algo más que comunicación con el otro de lo que se piensa, es donación o entrega de “mi” verdad como experiencia de vida. Es encuentro con el otro con quien queremos compartir no sólo ideas, sino parcelas de la misma vida (Ortega y Mínguez, 2001b). Reivindicamos, por tanto, una pedagogía de la alteridad (Ortega, 2004) que sitúe el reconocimiento y la aceptación, mejor dicho, la acogida del otro en el centro mismo de la acción educativa, como condición indispensable para que se dé el acto de educar. No defendemos, por supuesto, un irracionalismo sentimental, ni formulamos ninguna amenaza a la racionalidad humana. Pero sí reclamamos la “otra parte” del ser humano tan frecuentemente olvidada en el discurso y la práctica educativas: su dimensión afectiva. Mejor dicho, contemplamos al ser humano concreto, real e histórico que teje su vida en la incertidumbre e inseguridad, en la precariedad de “su” verdad; hacer que la urdimbre de sentimientos que constituye la vida de un aula entre en la preocupación educativa del profesor y se constituya en contenido educativo. Estamos convencidos de que el diálogo con el otro, la búsqueda de la convivencia y la tolerancia, indispensables en una sociedad plural, no son posibles sin el esfuerzo de acoger al otro en  “su” realidad, que no significa necesariamente compartir sus ideas o estilos de vida. La pedagogía cognitiva supone, necesariamente, una concepción reduccionista del ser humano “como animal que aprende, conoce y piensa”, y conduce a una práctica educativa planificada-tecnificada en la que la incertidumbre de los resultados es una variable a controlar en todo el proceso. Nada debe ocurrir que no esté suficientemente justificado o explicado. Controlar, explicar, justificar constituyen objetivos irrenunciables en esta pedagogía. Estimamos necesario “otro modo” de ver al alumno, una manera distinta de “estar y situarnos” ante él. ¿Quién es el alumno para mí como profesor? La respuesta que se dé a esta pregunta condiciona toda su actividad docente y educadora. Y esta pregunta no forma parte, de ordinario, de las preocupaciones del profesorado.  Nos estremece leer y tener que compartir el juicio que van Manen (2003, 40) hace de nuestros centros escolares: “Hay  muchos jóvenes, sobre todo en nuestros grandes centros de secundaria, que pasan de una clase a otra, de un curso a otro, sin que los profesores ni siquiera les “vean”. Son los niños que ningún profesor conoce realmente, los niños de quienes los profesores no pueden hablar. Algunos profesores de grandes centros educativos son responsables de cientos de niños y jóvenes todos los días, una situación propicia para actuaciones tecnócratas. Incluso los que intentan interesarse por los alumnos y estimularles raramente tienen ocasión de descubrir cómo estos experimentan y viven el interés. Un profesor así es un sacerdote sin feligreses. Muy pocos son los profesores que entran de verdad en la “casa” del alumno”.

        Antes se ha explicitado una demanda: otra educación. Y me he decantado por una pedagogía de la alteridad, de la deferencia, que permita el descubrimiento de la singularidad de cada alumno, de cada situación y de las vidas individuales. Otras éticas (Kant, Habermas, etc.) parten de otros supuestos, la autonomía del yo. Si no hay dos niños iguales, ni que experimenten  una situación de la misma manera, entonces, la solicitud y el tacto, la atención y la escucha singulares, en una situación educativa, se hacen indispensables. Es un modo de conocer y de ver que surge tanto del corazón como de la cabeza. Para “ver” de esta manera a cada alumno en su singularidad hacen falta algo más que ojos. Es indispensable amar. Y entonces  educar se convierte en un acto de amor a todo lo que el educando es. Sin amor se cae inevitablemente en la imposición y el dominio, en la repetición de lo dado, en la clonación de un modelo. El alumno, de este modo, se convierte en un ser anónimo, desconocido, sin rostro, indiferente, lejos de aquel ideal que para Steiner (1998, 155) debe impregnar la relación de profesor-alumno. “En la mejor de sus formas, la relación maestro-alumno es una alegoría del amor desinteresado”. Si educar es un acto de amor, éste implica, para ser auténtico, el hacerse cargo del otro. De ahí que la relación más radical y originaria que se establece entre profesor y alumno, en una situación educativa, sea una relación ética que se traduce en una actitud de acogida y un compromiso con el educando, hacerse cargo de él. En el núcleo mismo de la acción educativa no está, por tanto, la relación profesoral-técnica del experto en la enseñanza, sino la relación ética que la define y la constituye como tal acción educativa. Educar es y supone algo más que la aplicación de estrategias o conducción de procesos de aprendizaje. Cuando se educa no se ve al educando como simple objeto de conocimiento, ni como sujeto que debo conocer en todas sus variables personales y sociales para garantizar el éxito de la actuación profesoral, ni como un espacio vacío que se ha de llenar de saberes, ni como prolongación de mi yo. “Entre educador y educando no hay poder. El poder convierte la asimetría en posesión y opresión, al educador en amo y al educando en esclavo” (Mèlich, 1998, 149). Educar es llevar a término la prohibición de reducir lo Otro a lo Mismo, lo múltiple a la totalidad, en palabras de Lévinas (1993). Por ello, la relación educativa entre educador y educando no es una relación convencional que se puede encerrar en un lenguaje en el que todos los problemas, transformados en cuestiones técnicas, pueden ser resueltos, controlados y dominados. Por eso la educación es, en sí misma, un acontecimiento ético, una experiencia ética singular, no un experimento en el que la referencia a la ética le venga “desde fuera”. La educación es en sí misma un encuentro, una experiencia singular, única con el otro en su singularidad y originalidad irrepetible. ¿A quién se educa? La respuesta no es a “un quid”, a un alumno indeterminado, sino a un aliquis, a alguien que tiene un nombre, una historia, una experiencia singular como individuo, alguien inscrito en un horizonte de deseo, de espera y en un proyecto posible de realización personal en la trama del tiempo (Bárcena, 2005). Van Manen (2003, 16) lo expresa de un modo admirable: “Todo niño tiene un rostro único del que nos podemos percatar cuando vemos esa particularidad. Pero no todos se percatan de lo singular. Dos personas están paseando por la orilla del mar cuando observan un extraño fenómeno. Montones de estrellas de mar han sido arrastradas por las olas hasta la playa. Muchas están ya muertas, ahogadas en la arena sucia bajo un sol de justicia. Otras siguen intentando separarse con sus brazos de la abrasadora arena para posponer un tanto una muerte segura. “Es horrible, dice uno, pero así es la naturaleza”. Entretanto, su compañero se ha inclinado y examina con detenimiento una estrella concreta y la levanta de la arena. “¿Qué haces?, pregunta el primero. ¿No ves que con esto no puedes solucionar nada? De nada sirve que ayudes a una”. “Le sirve a ésta”, se limita a decir su compañero, y devuelve la estrella al mar”. 

        En la relación educativa el primer movimiento que se da es el de la acogida, de la aceptación de la persona del otro en su realidad concreta, en su tradición y cultura, no del individuo en abstracto; es el reconocimiento del otro como alguien, valorado en su dignidad inalienable de persona, y no sólo el aprendiz de conocimientos y competencias. Y esta relación ética es la que hay que salvar, si se quiere educar y no hacer “otra cosa”. Es una cuestión central en cualquier educación (Todd, 2003). Pocas veces los educadores y pedagogos nos damos verdadera cuenta de lo que es y supone situarse ante un educando como alguien que demanda ser reconocido como tal. Educar exige, en primer lugar, salir de sí mismo, “es hacerlo desde el otro lado, cruzando la frontera” (Bárcena y Mèlich, 2003, 210); es ver el mundo desde la experiencia del otro. Para eso hay que negar cualquier forma de poder, porque el otro (educando) nunca puede ser objeto de dominio, de posesión o de conquista intelectual. Y en segundo lugar, exige la respuesta responsable, hacerse cargo de él, es decir una respuesta ética a la presencia del otro. En una palabra, educar es hacerse cargo del otro, asumir la responsabilidad de ayudar al nacimiento de una “nueva realidad”, a través de la cual el mundo se renueva sin cesar (Arendt, 1996). En toda relación ética, y la educación lo es, “el yo interpelado es arrancado a su estado de separación y de disfrute de sí y llamado a responder. Por ello, responsabilidad no es afirmación de ipseidad, sino respuesta según el modelo del “heme aquí” de Abrahán” (Ricoeur, 2005, 168). Si la acogida y el reconocimiento son imprescindibles para que el recién nacido vaya adquiriendo una fisonomía auténticamente humana (Duch, 2005), la acogida y el hacerse cargo del otro es una condición indispensable para que podamos hablar de educación. Por eso antes decíamos que educar es un acto de amor. Y aquí está toda la razón de ser de la educación, su sentido originario y radical. No es posible educar sin el reconocimiento del otro (alumno), sin la voluntad de acogida. Y tampoco es posible educar (alumbrar algo nuevo) si el educando no percibe en el educador que es reconocido como alguien con quien se quiere establecer una relación ética, singular, afectiva, como alguien que es acogido y amado por lo que es y en todo lo que es, no sólo por aquello que hace o produce (Ortega, 2004).

    Esta posición intelectual implica un nuevo modelo de entender y realizar los procesos educativos: la pedagogía de la alteridad que hunde sus raíces en la ética levinasiana. De lo dicho, parece concluirse que: a) no se puede educar sin amar porque quien sólo se busca a sí mismo o se centra en su yo, es incapaz de alumbrar una nueva existencia; b) el educador es un amante apasionado de la vida que busca en los educandos la pluralidad de formas singulares en las que ésta se puede construir; c) el educador es un escrutador incesante de la originalidad, de todo aquello que puede liberar al educando de la conformación al pensamiento único; d) educar es ayudar a inventar o crear modos “originales” de realización de la existencia, dentro del espacio de una cultura, no la repetición o clonación de modelos preestablecidos que han de ser miméticamente reproducidos y que sólo sirven a intereses inconfesables; y e) educar es ayudar al nacimiento de algo nuevo, singular, a la vez que continuación de una tradición que ha de ser necesariamente reinterpretada (Ortega, 2004). “La tarea educativa (es) a la vez sencilla y compleja; siempre idéntica y siempre nueva; hecha de saberes objetivos y de atención personal al sujeto que los recibe; conocida siempre de antemano y teniendo que ser rehecha ante cada nueva situación histórica y ante cada vida que comienza” (González de Cardedal, 2004, 14-15). Propugno, por tanto, un nuevo lenguaje y una nueva praxis en la educación. Lenguaje y discurso que están centrados en el carácter ético, deferente de la acción educativa, traducida en una actitud y en una respuesta de acogida y de deferencia a la persona del educando, cuyo soporte no es la moral idealista de la ética discursiva que contempla individuos abstractos e intemporales, la ética del individualismo posesivo (Bello, 2004), sino la ética de la alteridad y de la hospitalidad, “la ética del rostro, del huérfano y la viuda”, en expresión de Lévinas; la ética de la com-pasión (cum-pati), es decir, la ética del hacerse cargo del otro. Se fundamenta en una concepción del sujeto que no se comprende como cuidado-de-sí (autonomía), sino como cuidado-del-otro, es decir, como salida de sí en la gratuidad y responsabilidad. Considero necesario deconstruir el sujeto moderno para comprobar en qué medida es posible concebir otro modo de subjetividad que no se defina como relación del yo consigo mismo, como autoposesión e in-diferencia, sino como relación con el otro, como respuesta al otro y del otro interpelante, hasta el punto de llegar a una “descentración radical del punto de vista posesivo de “mis” derechos o “nuestros” derechos y su sustitución por la perspectiva de los derechos de “los otros” (Bello, 2004, 105). Este modo distinto de entender y hacer la educación crea necesariamente una atmósfera moral que hace posible la comprensión no sólo intelectual de las ideas y creencias de los otros, sino también la aceptación y acogida de la persona. No es sólo la discusión o confrontación de las ideas y estilos de vida de unos y otros lo que nos hace más tolerantes, como estrategia educativa, sino la actitud o disposición de respeto, la voluntad y el esfuerzo de acoger al otro en todo lo que el otro es.

 

7. Narración y experiencia en la educación intercultural

No hay lenguaje educativo si no hay lenguaje de la experiencia. Sin ésta, el discurso educativo se torna vacío, inútil, sin sentido. Cualquier acto educativo se da en un contexto, en una “circunstancia”; se da siempre en una tradición y se expresa en una lengua, se hace experiencia. Estamos irremediablemente atrapados por “nuestro” tiempo y por “nuestro” espacio. No hay un punto cero en el que nos podamos ubicar (Ortega y Hernández Prados, 2008). La narración está estrechamente vinculada a la experiencia. Más concretamente, la experiencia es el lenguaje de la narración “porque el objeto del narrador no es comunicar un “hecho”... sino la transmisión de una experiencia y el darse él mismo en el testimonio para que aquellos que reciben la transmisión puedan rehacerla y puedan aprender” (Mélich, 2002, 83). En la narración, la experiencia trasciende al narrador, le sobrepasa. Por ser acontecimiento único es irrepetible, incluso para el mismo narrador. Acontece sólo una vez. No la puede atrapar, detener ni fijar. Lo único que puede hacer es evocarla, traerla a la memoria e interpretarla. Hay significados, lecturas en mi experiencia que sólo son posibles hoy, en mi situación. Otros escapan a mi interpretación  y pueden ser posibles mañana. La riqueza de significados, las lecturas de mi experiencia no se agotan en mí como sujeto de las mismas; por el contrario, me trascienden, me desbordan para llegar a ser la experiencia de otros y dar lugar así a nuevos significados y nuevas lecturas. La experiencia narrada o contada ya no pertenece al narrador, empieza a ser la experiencia de otros. Cada lector recrea el texto, lo interpreta y le da una nueva vida; es interpelado por él, al tiempo que él mismo interpela al texto en un diálogo imprevisto, lo interpreta y actualiza desde una precomprensión previa (Larrosa, 2007). Todas las experiencias narradas al ser contadas pertenecen también a los demás. Mi experiencia narrada puede ser experiencia también para los otros. La experiencia narrada o contada de los supervivientes de Auschwitz o de los campos de concentración soviéticos (Primo Levi, Steinberg, Solyenitsin, Kertész) son hoy una experiencia para nosotros. Las historias narradas o contadas de tantas víctimas de nuestros días que padecen la injusticia son hoy una experiencia moral que debería ser el contenido de la educación intercultural, si esta pretende no quedarse en el discurso “benévolo” de la tolerancia y de la paz entre los pueblos. No son las tradiciones, las costumbres y la lengua las que necesitan ser conocidas y comprendidas, sino la persona concreta del otro la que exige ser reconocida, acogida y hospedada con toda su historia y en toda su realidad.

     La narración constituye un medio privilegiado para transmitir la experiencia educativa como experiencia de vida. “La atracción que sobre los humanos ejerce lo narrativo proviene del convencimiento de que las narraciones, mucho mejor que las aproximaciones discursivas o las definiciones de la realidad con el concurso de los conceptos, expresan plástica y dramáticamente la verdad de la vida” (Duch, 2004, 223-224). El hecho de narrar o contar alguna experiencia de vida es equiparable a un rito por el que se participa de un modo inmediato en lo “sagrado” de lo narrado, que de esta manera es incorporado a la propia vida del sujeto en lo que aquél tiene de “sentido” en las circunstancias actuales. La narración educativa no es una vuelta al pasado del que nos sentimos desligados. Es más bien “un teatro de acciones en el que se juegan (se representan) y se concretan las experiencias humanas existencialmente más significativas e irrenunciables” (Duch, 2004, 242). Una de las narraciones más bellas que ha producido la literatura y que expresa mejor lo que debería hacerse en la educación intercultural es el texto del evangelio de Lucas (10, 30-35) en la parábola del samaritano. “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios  y se los dio al posadero, diciendo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”.  Este texto representa la mejor tradición de la literatura bíblica presente en muchos textos del AT y NT. En él texto, ni  la religión ni la lengua, ni el origen étnico ni la pertenencia a una determinada cultura son elementos que intervengan en la acogida del samaritano; lo que cuenta para el samaritano es que está delante de alguien que exige ser acogido y reconocido en lo que es. Para el samaritano no hay murallas que impidan ejercer la acogida y la hospitalidad. Después de dos mil años, este texto paradigmático continúa siendo el referente más acertado de la educación intercultural.

     En los relatos bíblicos, contextualizados, al igual que en otros textos de la literatura, puede encontrarse una pedagogía de la hospitalidad que traza un itinerario en la acogida del otro. El relato paradigmático es el de Génesis 18, 1-16 de la Encina de Mambré:  

·                    Venida del huésped

·                    Acogida del huésped

·                    Servicio al huésped

·                    Palabras del que acoge

·                    Palabras del huésped

·                    Escucha y acogida de las palabras del huésped

·                    Recompensa por la hospitalidad

 

     Este pasaje constituye una pieza fundamental de la literatura bíblica sobre la hospitalidad. La escena tiene lugar en la encina de Mambré y es un modelo ejemplar de la relación que se establece entre el que acoge y el acogido. El hilo narrativo de Gn. 18, 1-16 caracteriza al huésped como alguien (sujeto) que viene y un sujeto que habla. La escucha y acogida de la palabra del huésped se antepone a su acogida física. Servicio y escucha de la palabra del otro son elementos inseparables en la acogida. El que acoge es también quien sirve y escucha (Fornari Carbonell, 1995). La acción de “acoger” en la mentalidad bíblica aparece vinculada a la apertura hacia alguien que está de paso; significa atenderle, salir a su encuentro, hospedarle en la tienda (casa), escuchar su mensaje y ponerse a su disposición. En el AT son muchos los pasajes en los que aparece la hospitalidad con el forastero como un deber natural del israelita. La vida de los patriarcas se regía por un código no escrito, el “código del desierto” cuyo pilar fundamental era la hospitalidad con el forastero. La conciencia de haber vivido como extranjeros en otro tiempo, y saber que esa experiencia podría repetirse constituye el fundamento ético para que los israelitas presten la debida atención al forastero y lo traten dignamente. Convertir la memoria del sufrimiento en razón y argumento de las leyes que protegen al inmigrante es encontrar la razón humana más profunda del derecho y de la justicia. La memoria del sufrimiento es el fundamento de los derechos del inmigrante en el AT (Cervantes, 2003). “No oprimirás ni vejarás al inmigrante, porque emigrantes fuisteis vosotros en el país de Egipto” (Ex 23, 20); “No vejarás al inmigrante ; ya sabéis lo que es ser emigrante, porque emigrantes fuisteis vosotros en el país de Egipto” (Ex 23, 9).

 

     La concepción bíblica de la hospitalidad, desde los significados de “atender a”, “escuchar a”, “aprender de”, “acoger a”, “comunicarse con”, “hacerse cargo de él”, podría dar una nueva orientación a la educación intercultural. Esta reclama no sólo la atención física y la oferta de servicios sociales a los inmigrantes, sino, además, la actitud de escucha a la palabra del otro, la disponibilidad de apertura a su experiencia de vida, a aprender de él; reclama una actitud ética de compasión, de acogida de la persona más allá de todo interés. El que viene de “fuera” trae consigo una experiencia, es dueño de “su” palabra, es “alguien” que tiene un modo de interpretar la existencia a través de la cual exige ser reconocido, escuchado y acogido. “Deberían acercarse más a nosotros, debería haber más compañerismo y una aproximación mayor”; debería haber “una mayor aproximación y escucha, porque aunque me ha resultado fácil el idioma y la manera de dirigirme a ellos, deberían ser más próximos” (Soriano, 2007, 107), es la demanda de una chica marroquí a los alumnos almerienses. Y es aquí, en este espacio interpersonal, en el que se debe ubicar la educación intercultural si quiere huir de la retórica y del discurso inútil.

 

     No debería extrañar el uso de las narraciones bíblicas (o de otras de la literatura clásica) en la educación intercultural. Nuestras narraciones de hoy no son sino variaciones, modulaciones de las narraciones de ayer, construidas sobre los mismos temas y argumentos que han servido para expresar los deseos, las angustias, en definitiva, los sentimientos más radicales e íntimos de los seres humanos. Cambian las formas, pero se mantienen los mismos temas y preguntas que, desde los albores de la humanidad, el ser humano se viene planteando. Caín, Job, Antígona, Hamlet, Segismundo son actores (y papeles) que siempre tendrán continuación en la vida humana, y de ello hay abundantes muestras en la literatura contemporánea. La vida humana exige ser constantemente reinterpretada para ser vivida en una nueva circunstancia. Sin narración sólo hay repetición de lo mismo, reproducción de la identidad; sin narración no hay lenguaje, ni palabra, no hay vida humana. La narración es el “habitat” del ser humano. No otra cosa hacemos cuando nos dedicamos a la tarea de educar: contar o narrar, a través de la experiencia vivida, cómo hemos ido resolviendo en el tiempo el problema de “tener que existir”, y de existir con los demás.

 

     La aceptación y acogida del diferente cultural exige “ver de otra manera”, implica un cambio de actitudes que impulsen a los individuos a aceptar al otro, no “a pesar” de sus diferencias, sino “con” sus diferencias, pues la homogeneidad buscada es una forma más de dominio y de inmoralidad. “Las creencias (presentes en toda actitud) … ayudan a los individuos y a los grupos a organizar el mundo que les circunda y facilitan la vida diaria de los humanos, sin exigirles un gran esfuerzo cognitivo” (Genovard,  Casulleras y Gotzens, 2010, 9). Y es este cambio afectivo, no la simple información, la que posibilita que el diferente étnico o cultural nos sea más próximo (más prójimo), menos distante en sus formas de pensar y estilo de v ida. La narración de las propias experiencias de vida es un instrumento poderoso, aunque no suficientemente empleado, para el cambio de actitudes y una estrategia eficaz en la educación intercultural.  

 

8.  Propuestas educativas

 

Antes se ha afirmado que es indispensable otra educación, una pedagogía de la sensibilidad y la deferencia que tenga como base la ética de la alteridad y como objetivo prioritario el reconocimiento y la acogida del otro, hacerse cargo de él. Esta es condición básica para abordar adecuadamente la integración de todos no sólo en los centros escolares, sino para la construcción de una sociedad integrada y tolerante. La educación intercultural busca, como objetivo básico, la integración del inmigrante en la sociedad de acogida y la integración de “todos” en una misma sociedad. Pero no cualquier integración, sino aquella que permita conservar los valores básicos de la cultura propia de cada grupo o comunidad cultural, reinterpretando esos valores en las circunstancias cambiantes que vive cada comunidad. Llevar esto a la práctica implica introducir cambios que afectan no sólo al lenguaje, sino también a los contenidos educativos en las aulas y en los medios de comunicación social, porque construir una “nueva” sociedad no es tarea sólo de la institución escolar, es una responsabilidad compartida por el conjunto de la sociedad. Me limitaré sólo a  esbozar algunas propuestas que abarcan necesariamente el ámbito de la escuela, la familia y el cojunto de la sociedad. Y debe ser así, si se quiere desescolarizar los valores y reinsertar éstos en el contexto sociocultural en el que se expresan. Sin contexto o trama de significaciones en el que el valor es reinterpretado y vivido, éste se convierte en contenido folclórico, mero discurso carente de fuerza orientadora de la propia existencia. Sin contexto, la educación intercultural deviene en información de costumbres y modos de vida propios o ajenos, narraciones de la vida de otros pueblos que nos recuerdan las páginas de la antropología cultural. La pedagogía de la interculturalidad pasa por el reconocimiento y valoración de los valores de la comunidad a la que se pertenece, “pues en la medida en que yo me reconozco miembro de una comunidad cultural y me identifico con ella, puedo también apreciar y valorar lo que para otros puede significar identificarse con la suya” (Ortega y Mínguez, 2001a, 52).  

 

1.  La integración de todos en las aulas y en la sociedad demanda, ante todo, un cambio de actitudes.  Las actitudes, que suelen estar en la raíz del rechazo al diferente étnico y cultural, se forman por mensajes y comportamientos que a diario se transmiten en los distintos medios de comunicación, se exhiben dentro y fuera de los centros escolares y llegan hasta el último rincón o lugar de tertulia. No ya sólo las imágenes y mensajes que se reciben a través de los medios de comunicación conforman un modo de pensar y actuar de los adolescentes y jóvenes, sino la referencia a modelos de conducta en las personas más significativas (padres, profesores) para ellos. Los modelos de vida que, inevitablemente, se ofrecen en la familia y en los centros de enseñanza nunca son indiferentes para los hijos y alumnos. Las conductas sociales que se exhiben en los espacios públicos producen siempre unos determinados efectos, induciendo al aprendizaje de actitudes y posibilitando la apropiación de valores. Es aquí donde se debe actuar, donde se debe resistir y hacer frente a los mensajes excluyentes, desenmascarando la falsa defensa de lo autóctono o de la cultura propia en la que éstos se amparan. Esperar a que los medios de comunicación cambien por sí solos sus mensajes, o que la sociedad en su conjunto asuma, de momento, un papel protector de  las jóvenes generaciones, responde a una concepción idealista de la sociedad, alejada de toda realidad. La actuación programada, tanto en la escuela como en la sociedad, para neutralizar los mensajes xenófobos y excluyentes de los diferentes culturales, es indispensable para el cambio de las actitudes hostiles hacia éstos, aunque sus efectos se vean a largo plazo.

 

2.   El cambio de actitudes exige, en primer lugar, identificar aquellos factores que más  influyen en el rechazo a los diferentes culturales, en las aulas y en la sociedad. No cabe duda de que la creciente presencia de personas pertenecientes a culturas y etnias diferentes es un factor generador de tensiones, de “extrañeza” en el conjunto de la sociedad. Lo “extraño” produce inseguridad, desconfianza. Hay en el sujeto humano una tendencia natural de “clausura”, de replegarse en sí mismo ante la presencia de aquello o aquellos que no forman parte de “nuestro” mundo conocido (Castoriadis, 1999). Tenemos necesidad de movernos en un mundo manejable, controlable que no nos depare sorpresas. Necesitamos seguridad, y la presencia de lo extraño o extraños trastoca nuestro habitat, nos perturba, y esto produce problemas, tensiones o conflictos. ¿Qué hacer, entonces? Ante todo, deberíamos entender que las diferencias culturales son tan sólo “diferencias”, aspectos que enriquecen la vida personal, pero nada más que diferencias. Sustantivar la diferencia, darle un valor absoluto es convertir a los “diferentes”, dentro y fuera de las aulas, en títeres culturales, supuestos representantes de una cultura con la que necesariamente se deben identificar; con esta práctica se acabaría prescribiendo determinados códigos de conducta acordes con las normas de cada cultura, anulando en los individuos la condición de agentes y creadores de su propia identidad cultural; se estaría imponiendo a los educandos una identidad cultural que se considera inalterable, estática; se llegaría a actitudes xenófobas y racistas que conducen a ver al diferente como un “invasor”,  como una amenaza o un “problema” a paliar (Actis, 2006), como alguien que pone en peligro la supervivencia de nuestra cultura y de nuestra propia identidad cultural, frente al cual el único remedio es una operación de limpieza étnica y cultural. Desde la sustantivación de la diferencia se pone en marcha un largo proceso de producción social de la distancia, condición previa para la producción social de la indiferencia moral y, acaso, el exterminio del diferente. “Sólo así fue posible generalizar entre los alemanes la convicción de que por muy atroces que fueran las cosas que les ocurrían a los judíos, nada tenían que ver con el resto de la población y, por eso, no debían preocupar a nadie más que a los judíos” (Zubero, 2003, 145). Sustantivar la diferencia llevaría a centrar las propuestas educativas en las diferencias étnico-culturales, dando lugar a tantos textos curriculares o actuaciones educativas como comunidades étnico-culturales haya, y tantos tipos de escuelas como culturas y etnias, lo que inevitablemente conduce a una grave disgregación social; conduciría a levantar fronteras culturales absurdas e ilusorias porque el futuro del mundo es heterogéneo, plural y mestizo,  en el que cada vez nos mezclamos más unos con otros.  

 

3.  La integración de todos en una sociedad integrada está estrechamente vinculada a un cambio de modelo en la educación intercultural. Es decir, no podemos seguir haciendo recaer toda la acción educativa, dentro y fuera de las aulas, en las variables culturales porque con ello seguiríamos perpetuando la concepción sustantiva de la cultura y aumentando el espacio que separa a los miembros de diferentes culturas. Sólo cuando las diferencias culturales se vean como “accidentes” que nos acompañan se podrán crear espacios de encuentro que permitan el reconocimiento del “otro” en todo lo que es. El conocimiento y valoración de la cultura de los otros (tradiciones, costumbres, lengua, etc.) facilitan, pero no necesariamente llevan a la convivencia entre los individuos, a la aceptación de la persona del diferente cultural. La historia reciente de Europa nos ofrece un buen testimonio de ello: La sociedad ilustrada de la primera mitad del siglo XX asistió enmudecida a los mayores crímenes que ha conocido ese siglo. El holocausto judío, el genocidio kurdo, la guerra de los Balcanes, el suicidio judío-palestino, etc. son acontecimientos ocurridos en una sociedad culta que ha olvidado que la “cultura” es una barrera demasiado frágil para librarnos de la barbarie. Los que se deleitaban con la literatura, la música y el arte de los autores judíos no tuvieron reparo en mirar hacia otra parte, adoptando una posición de “tristeza objetiva” o de relativismo histórico. Steiner (2001, 49) denuncia esta “indiferencia” con estas palabras: “Está comprobado, aun cuando nuestras teorías sobre la educación y nuestros ideales humanísticos y liberales no lo hayan comprendido, que un hombre puede tocar las obras de Bach por la tarde, y tocarlas bien o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente ir a cumplir con sus obligaciones en Auschwitz y en los sótanos de la policía”. Las terribles tragedias de este siglo no se han debido a la barbarie ni a la brutalidad de hombres burdos, presos de instintos incontrolados, carentes de instrucción y de cultura. La Shoah surgió en un país altamente civilizado; el Gulag fue el sucesor de las esperanzas puestas en una sociedad fraterna y justa. “El amor por las artes, por la literatura, por la filosofía o por la ciencia, lo mismo que las preocupaciones religiosas, no impiden pactar con la inmoralidad y con la barbarie. En este siglo en particular, muchos ejemplos atestiguan la monstruosa alianza entre cualidades intelectuales, gusto estético o preocupación espiritual, e inhumanidad” (Chalier, 2002, 17). Lamentablemente, la Europa “civilizada y culta” no supo oponerse a la barbarie nazi.

 

    Las ideas, aún las más hermosas, sucumben tan pronto como los hombres consideran que sus intereses se ven en peligro. La exclusión y el rechazo a los inmigrantes (al extranjero) no se explican sólo desde el desconocimiento de su cultura, influyen, además, sentimientos xenófobos enraizados en el tejido social. “Un extranjero, afirma Castoriadis (1999, 184), es tal porque las significaciones de las que está imbuido son extranjeras, lo que quiere decir que necesariamente son siempre extrañas”. La extrañeza no es ninguna propiedad natural que acompaña a los individuos o grupos. Es una atribución socialmente construida (y por lo mismo se podría haber construido de otra manera) que divide a los individuos y grupos, dentro de una sociedad, entre “ellos” y “nosotros”, y lleva, necesariamente, a una percepción distorsionada de la realidad social, generando conflictos de difícil solución. Seríamos, por tanto, ingenuos si nos dejásemos llevar por los cantos a la comprensión universal presumiendo un vehículo o cordón umbilical que une civilización y civilidad, humanismo y lo humano (Ortega y Mínguez, 2001a), entre conocimiento de lo que son los “otros” y la aceptación y acogida de los mismos. “Cierto es que los hombres se instruyen en los libros de historia, saben del mal que prevalece en esta tierra, pero este conocimiento no los cambia, no parece que despierte en ellos el deseo y la fuerza de hacerse mejores” (Chalier, 2002, 15). Con ello no pretendo afirmar que el conocimiento que tenemos de los otros y las imágenes que nos formamos de ellos no tengan influencia alguna en las relaciones afectivas (aceptación y rechazo) que se puedan establecer. Éstas no se establecen directamente con los objetos y las personas, sino con las imágenes que nos construimos de ellos. Pero la respuesta de acogida al otro, de hacerse cargo de él, es decir, hacerse responsable del otro, no es cuestión sólo del “conocimiento”, es más bien una cuestión de sentimiento moral “cargado de razón”, de compasión solidaria que no deja indiferente a la razón.

 

4. Hoy es ya frecuente encontrar en las aulas a alumnos pertenecientes a diferentes etnias y cultutras. Ofrecer la posibilidad de que éstos narren o cuenten cómo es la vida en sus pueblos de origen, cuáles son sus costumbres y tradiciones, qué sentimientos experimentan al vivir alejados de su tierra, qué dificultades han encontrado para incorporarse a la sociedad de acogida, qué han dejado y qué se han encontrado, etc. Contar esta hiostoria real permite a los alumnos “ir más allá” del solo conocimiento y comprensión intelectual del diferente; abre la posibilidad de situarse en la perspectiva del otro e introduce una dimensión ético-moral entre los alumnos. La narración de la propia vida en el aula es una manera de “entregarla” a los demás para ser “acogida”. Sería, además, muy útil que los padres dec los alumnos inmigrantes fuesen invitados a comunuicar, en talleres específicos de educación intercultural, sus propias experiencias de desarraigo cultural y de inserción en la sociedad receptora. Con frecuencia el rechazo al diferente es el resultado de atribuciones socialmente construidas con el pretexto de una defensa de la propia identidad cultural. Los valores morales han sido aprendidos e interiorizados por los sujetos a través de múltiples cauces, entre otros por las narraciones leídas o contadas (Buendía y Gallego, 2007). La utilización de la narración podría acercarnos no sólo al conocimiento de las diferencias culturales, sino, además, a la  acogida del diferente, a hacernos cargo de él porque nadie, en nuestra in-condición de extranjeros, nos puede ser indiferente. “Nadie, escribe (Levinas, 1993, 94), puede pemanecer en sí (ssoi): la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema. La vuelta a sí mismo se convierte en un rodeo interminable... el hombre está referido al hombre. Está cosido a responsabilidades”.

                       

5.  La integración de todos en la sociedad debe hacerse tanto en la escuela como en el ámbito familiar. Si las experiencias de solidaridad, hospitalidad y reconocimiento de la dignidad de toda persona son indispensables para la convivencia de todos en el centro escolar, la familia es el habitat privilegiado para estas experiencias. El aprendizaje de los valores es de naturaleza distinta al de los conocimientos y saberes. Exige la referencia inmediata a un modelo. Es decir, la experiencia suficientemente estructurada, coherente y continuada que permita la “exposición” de un modelo de conducta no contradictoria o fragmentada. Y esto es difícil encontrarlo fuera de la familia, a pesar de las experiencias negativas (contravalores) que ésta ofrece con frecuencia. El niño no aprende los valores como uno de otros tantos mundos posibles, sino como el único mundo posible para él, aquél del que tiene experiencia inmediata en el ámbito de su familia. Éste se implanta en su conciencia con mucha más fuerza que las experiencias siguientes en socializaciones posteriores (Berger y Luckman, 2001). El aprendizaje de los valores exige, además, un clima de afecto, de comprensión y acogida. El valor se aprende cuando aparece estrechamente vinculado a la experiencia del modelo, y su aprendizaje depende tanto de la cualidad positiva de la experiencia cuanto de la aceptación-rechazo que produce la persona misma del modelo. Las relaciones positivas, afectivas entre educador y educando se hacen indispensables en el aprendizaje de los valores (Ortega y Mínguez, 2001b). En la apropiación del valor hay siempre un componente de amor, de pasión. Por ello la familia es el medio privilegiado para aprender valores. Pretender educar en la solidaridad, hospitalidad y acogida, al margen del medio familiar, es sencillamente una tarea imposible. Mientras que en el ámbito de la transmisión de saberes existe una amplia tradición y una lógica disciplinar que otorga coherencia a la acción instructiva de la escuela, en la esfera de la formación moral, por el contrario, hay un bagaje mucho más reducido y una menor influencia en comparación con otros entornos sociales como puede ser la familia (Marchesi, 2000). Hace sólo unas décadas se confiaba en el poder configurador del sistema educativo capaz de ofrecer experiencias suficientemente ricas para hacer posible en los educandos el aprendizaje de los valores y el desarrollo de una personalidad integrada. Hoy tal espejismo ha saltado por los aires. Ni siquiera en los llamados aprendizajes cognitivos la escuela es autosuficiente. La convivencia entre todos se construye no tanto desde el respeto a las ideas de los otros cuanto en la acogida a la persona concreta del diferente. La experiencia de la acogida, en una sociedad tan fuertemente desvinculada como la nuestra, puede constituir un muro sólido contra la intolerancia y el racismo. Sólo la cogida del otro, desde el reconocimiento de su irrenunciable alteridad, nos puede librar de toda tentación totalitaria. Pero acoger, aceptar y respetar al otro también se aprende; es fruto de una larga experiencia de acogida, y en esto la familia es indispensable (Ortega y Mínguez, 2003). La familia, en la diversidad de sus formas, constituye el ámbito privilegiado de vínculos entre personas con tal fecundidad que posibilita la apertura a otras personas, genera el altruismo e inicia a los hijos en la cultura de la gratuidad. Se aprende el servicio a los otros, la reciprocidad, la confianza y la responsabilidad (Rodríguez. Bernal y Urpi, 2005). 

 

6.  La integración de todos en la sociedad exige una educación en la responsabilidad, es decir, una educación moral. Lamentablemente, hablar de educación moral no ha sido un discurso frecuente, hasta hace muy pocos años, entre nosotros (en España). Tenía connotaciones religiosas, moralizantes y de adoctrinamiento. “Pese a la importancia que tiene en la formación ética y social de la persona aprender a responder de lo que uno hace o deja de hacer, la llamada a la responsabilidad ha estado ausente del discurso ético y político de los últimos tiempos. La ética hace tiempo que está más centrada en los derechos que en los deberes” (Camps y Giner, 1998, 138). Aquí se habla de “otra moral”, la que nos hace responsables de los otros y de los asuntos que nos conciernen como miembros de una comunidad, empezando por la nuestra (Ortega y Mínguez, 2001a). Interiorizar la relación de responsabilidad para con los otros, aun con los desconocidos, significa descubrir que vivir no es un asunto privado, sino que tiene repercusiones inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad, pues no hemos elegido vivir con los que piensan igual que nosotros o viven como nosotros. Por el contrario, hemos venido a una sociedad muy heterogénea con múltiples opciones en las formas de pensar y vivir. Ello implica tener que aprender a convivir con otras personas de diferentes ideologías, creencias y estilos de vida. Y vivir con los otros genera una responsabilidad. O lo que  es lo mismo, nadie me es ajeno ni extraño, nadie me puede ser indiferente, y menos el que está junto a mí. El otro forma parte de mí como pregunta y como respuesta. Frente al otro he adquirido una responsabilidad de la que no me puedo desprender, de la que debo dar cuenta. El otro, cualquier otro siempre está presente como parte afectada por mi conducta en la que se pueda ver afectado, sin más argumento que la “vulnerabilidad de su rostro”. No puedo abdicar de mi responsabilidad hacia él. “El rostro del otro me concierne”, dice  Lévinas (2001, 181).

 

      Pero la responsabilidad hacia el otro (hacerme responsable de él) no se limita a “dar cuenta” de aquello que hacemos u omitimos porque alguien nos lo demanda en una  relación estrictamente ética. Comprende, además, el ámbito del cuidado, de la atención y solicitud hacia la vulnerabilidad del otro. Manen (1998, 151) lo expresa de este modo: “El hecho fascinante es que la posibilidad que tengo de experimentar la alteridad (responsabilidad) del otro reside en mi experiencia de su vulnerabilidad. Es justo cuando yo veo que el otro es una persona que puede ser herida, dañada, que puede sufrir, angustiarse, ser débil, lamentarse o desesperarse, cuando puedo abrirme al ser esencial del otro. La vulnerabilidad del otro es el punto débil en el blindaje del mundo centralizado en mí mismo”. Esta moral de la atención y cuidado (care) hacia el otro se traduce en el desarrollo de la empatía como “capacidad de imaginar el dolor y la degradación causados a otro como si lo fueran a sí (mismo)” (Hoffman, 2002, 249) y facilita: a) ponerse en el lugar del otro, comprenderlo y reconocerlo; b) el desarrollo de la conciencia de pertenencia a una comunidad frente a la cual se tienen unas obligaciones que no se pueden eludir sin producir un daño a los demás; c) el desarrollo de la capacidad de escucha, acogida y atención al otro como condición primera de una relación moral o responsable con los demás; d) la capacidad de analizar críticamente la realidad del entorno desde parámetros que responden a la dignidad de la persona. Ser responsable es poder responder del otro, cuidar y atender al otro. Y esto también se aprende en la familia. No es, por tanto, una educación moralizante que empieza y acaba en un elenco interminable de consejos para orientar la vida de los hijos. Más bien es una propuesta y “exposición” de modelos de cómo responder a las demandas de los demás. Si algo identifica al ser humano es su capacidad de responder de sus actos. Potenciar la responsabilidad en los ciudadanos es profundizar en su humanización.  

 

7.  La integración de los “diferentes” étnicos y culturales implica el desarrollo de habilidades de diálogo y comunicación. Con frecuencia se entiende la comunicación como mera transmisión de ideas o pensamientos con la única finalidad de persuadir o convencer al otro de “mi” verdad, como un acto de imposición y dominio. En la comunicación humana también se transmiten experiencias, sentimientos. Es el sujeto el que se da al otro desde lo que éste es. Toda comunicación humana es en su base una donación y una entrega; en ella algo se da a alguien o ambos mutuamente se donan (Ortega, Mínguez y Saura, 2003). A la comunicación humana se le ha dado, con frecuencia, un carácter excesivamente “racional”, con una finalidad prioritariamente esclarecedora de las ideas y opiniones del otro, como búsqueda de la verdad. Y no necesariamente es así. Nos comunicamos, muchas veces, no para saber o conocer, sino para expresar nuestros sentimientos de amor u odio, de gozo o tristeza. Y así lo hacemos no sólo con palabras, sino también con gestos, con silencios.

 

     Hablar de competencias o habilidades de comunicación y diálogo no es sinónimo de “saber hablar”, como recurso o saber instrumental. No es sólo una competencia o habilidad cognitiva para intercambiar ideas y comprender “intelectualmente” el punto del vista del otro, como recoge la mayoría de la bibliografía al uso. Es ante todo ponerse en el lugar del otro, acoger al otro en toda su realidad para que no sea “mi” verdad la que se imponga. Supone el reconocimiento de la “primacía” del otro y de la disposición a dejarse interpelar por la vulnerabilidad del otro (Levinas, 1993). Si la comunicación y el diálogo es donación y entrega, estas no son posibles si no es desde una base ética que reconoce en el otro a alguien que demanda ser reconocido como tal. Cuando el diálogo y la comunicación se entienden como meras herramientas para resolver los conflictos en las aulas se cae en un “instrumetalismo” de muy corto recorrido y casi siempre ineficaz para abordar el conflicto. “El planteamiento puramente técnico de los conflictos en las aulas corre el riesgo de reducirse a una cuestión sobre la gestión de las relaciones entre profesor-alumnos, o de alumnos entre sí, y tendría como resultado una especie de tecnificación de la vida de los centros escolares. Y el problema no radica sólo en la falta de recursos para abordar el conflicto, es ante todo una cuestión de sentido, de alteridad. Es un problema ético” (Ortega, Mínguez y Saura, 2003, 122). La preocupación por los “medios” ha invadido la reflexión y trabajo pedagógicos, y sin una orientación del “para qué” y “dónde” de la actuación educativa, la praxis carece de sentido y dirección.  

 

8.  La integración de todos en la sociedad demanda una educación política y social. “Como personas que vivimos juntas no podemos ni debemos evitar la idea de que los problemas que vemos a nuestro alrededor son intrínsecamente problemas nuestros. Son responsabilidad nuestra, con independencia de que también lo sean o no de otros. Como seres humanos competentes no podemos eludir la tarea de juzgar cómo son las cosas y qué es necesario hacer” (Escámez, 2003, 197). El ciudadano, como tal, no puede mirar para otro lado y eximirse de responsabilidad en los males que aquejan a la sociedad de la que forma parte. Pero tampoco se le puede exigir que participe en la construcción de un proyecto de sociedad que no es “el suyo”. Es decir, en una sociedad que excluye y margina a los diferentes por la sola razón de pertenecer a otra cultura, etnia o religión. Sólo una sociedad que se construye sobre la base del respeto a los derechos humanos puede generar la obligación moral de contribuir a su construcción, permanencia y desarrollo. Y en las circunstancias que nos han tocado vivir, en la parte del mundo desarrollado, una sociedad es justa si se construye desde la voluntad de la integración de todos no en “nuestra” sociedad y en “nuestra” cultura, sino en una sociedad distinta que está por construirse.

 

     Una educación para la integración no puede quedarse sólo en la “comprensión intelectual” de las diferencias culturales (Ortega y Mínguez, 2001a). Es fundamentalmente una educación para la acogida y el reconocimiento de la persona concreta del otro en sus circunstancias también concretas. Y entonces es inevitable hacerse una pregunta: ¿Por qué emigran? ¿Por qué dejan su tierra, su familia, sus raíces culturales? Sin responder a estas preguntas, la educación intercultural es un ejercicio hipócrita, un entretenimiento intelectual. Sin descubrir la historia de desarraigo que hay detrás de cada persona emigrante no es posible la integración y acogida del otro. Su figura aparece velada por estereotipos diversos que tienden a ocultarnos una realidad acusadora a toda una historia de expolio por parte del mundo desarrollado. Es indispensable integrar, acoger al otro, pero a éste en toda su realidad, también en la que le ha empujado a salir de su tierra. Con frecuencia, la educación intercultural se convierte más en una actuación folclórica, de conocimiento de las costumbres y tradiciones de un pueblo, que de tarea educativa que lleve a “preguntarse por el otro”, por las circunstancias que le impiden vivir y desarrollarse en su medio en condiciones de vida digna. La educación intercultural ni empieza ni acaba en el “conocimiento intelectual” de la cultura del inmigrante. Es antes que nada una pregunta: ¿Por qué? Y si ésta se soslaya, llenaremos nuestras cabezas de informaciones curiosas sobre otras culturas, pero el otro, el diferente cultural será un extraño aventurero o un visitante molesto cuya historia personal permanece desconocida, ignorada para nosotros. Y la integración no afecta sólo a la cultura; es, ante todo, integración de la persona con toda la historia que tiene detrás, implica su integración efectiva en un proyecto de construcción de una sociedad que es de todos. Suscribo las palabras de Bartolomé cuando escribe: “El desarrollo de las sociedades multiculturales, desde un enfoque intercultural, va a suponer formar a los sujetos para una auténtica comunicación intercultural que posibilite la participación real y efectiva en la construcción ciudadana, aprendiendo a hacerlo, no desde los parámetros del poder y la dominación de unos grupos sobre otros, sino desde la posibilidad de “un hacer juntos” en aquello que nos importa y que nos hace progresar” (Bartolomé, 2007, 203). 

 

9.   Consideraciones finales

El sistema educativo ha convertido las aulas en pequeños laboratorios de la sociedad competitiva. La cooperación, el trabajo en común, la ayuda desinteresada, la preocupación por los asuntos comunes son percibidas como estrategias inadecuadas para el objetivo que debe conseguirse: una sólida preparación intelectual para el ejercicio de una futura  profesión. La educación que haga del sujeto un buen ciudadano, una persona responsable no sólo de sus asuntos sino de lo que afecta a los otros, de los problemas de los otros es considerada como una utopía alejada de toda realidad.

     Considero que abordar la integración de todos en esta sociedad demanda de los centros escolares superar la tentación fácil del “didactismo” y apostar por un nuevo modo de entender y hacer la educación: que ésta se fundamente en la ética de la alteridad y tenga como objetivo el reconocimiento y la acogida del otro. Y exige del conjunto de la sociedad, aceptar que los “otros”, los diferentes, los que vienen de fuera, traen consigo un bagaje cultural que nos puede enriquecer; pero, sobre todo, que detrás de cada inmigrante hay siempre “alguien”, una persona con rostro que demanda ser reconocida y acogida en lo que es. Este nuevo enfoque hace posible un ethos en las aulas y en las relaciones sociales que facilita la convivencia y el respeto a las creencias y estilos de vida plurales en una sociedad compleja como la nuestra.  

     Estimo que es indispensable abandonar el enfoque culturalista en la educación intercultural a la vista de sus resultados, y apostar por un nuevo lenguaje, un nuevo discurso y una nueva práctica en educación que estén más cercanos (próximos) a la realidad del otro, que incorporen lo plural y diverso, lo mestizo y extraño, lo “otro” para que sea también lo “nuestro”. En otras palabras: tomarse en serio la inevitable condición histórica del ser humano, impensable fuera o al margen de “su” circunstancia. Es necesario partir de presupuestos éticos distintos que hagan posible una educación que empiece por el otro, que se pregunte por el otro en toda su realidad. Es indispensable partir de una moral que se entiende como resistencia al mal, que surge como experiencia del sufrimiento de las víctimas y se expresa en la práctica de la justicia y de la compasión. Sólo esta moral es capaz de dar cuenta de una educación que parte no de principios abstractos, sino de las situaciones concretas de seres humanos, también concretos, que demandan una respuesta responsable, es decir, moral. Acoger al “otro”, “hacerse cargo de él” en la educación intercultural significa ampliar el “nosotros”, y conlleva abandonar toda tentación de pureza, de deseo de conservar la propia identidad, de búsqueda de la armonía social. Estas “grandes ideas” también han generado grandes horrores.

      Volver la vista a nuestro inmediato pasado debería servirnos para no cometer los “errores” de los que todavía hoy nos sentimos avergonzados. En educación no contemplamos al hombre universal y abstracto, sino al ser humano concreto, histórico que demanda respuestas también concretas para dar sentido a su existencia. Sólo una educación que se toma en serio la condición histórica del ser humano en toda su realidad puede dar respuesta a las exigencias que hoy plantea una sociedad tan plural y compleja en sus modos de pensar y vivir como la nuestra. Los “otros”, los “diferentes” por su cultura no esperan que apreciemos su cultura; no buscan la “comprensión intelectual” de sus diferentes estilos de vida; buscan más bien que los apreciemos a ellos, que los comprendamos a ellos, que los acojamos en pie de igualdad con sus diferencias, sin perder nada de lo que les pertenece, aquello en lo que se reconocen y desde donde piensan, aman y viven. La mejor educación intercultural es aquella que se traduce en el reconocimiento del otro, en la acogida del otro en toda su dignidad.    

 

 

 

 

 

 

 

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