La blasfemia: un pecado nefasto
Autor: P. Luis Alfonso Orozco
La blasfemia persiste, aunque se trate de uno de los pecados más aborrecibles que se cometen, quizá por la facilidad y ligereza mental con que se hace
Recuerdo un episodio de hace algunos años. Me
encontraba de vacaciones con otros compañeros en un pequeño pueblo del norte
de España, en la verde y montuosa provincia de Santander (Cantabria). Oímos
el relato que refirió una anciana de ese pueblo: cuando ella era jovencita
estalló la Guerra Civil, que dividió España en dos partes y dio lugar a una
despiadada persecución religiosa. Recordaba la señora perfectamente el día
en que unos milicianos comunistas entraron en su pueblo y llevaban preso al
cura de la parroquia.
“¡Como si lo estuviera viendo! Lo llevan, con las manos atadas, a la plaza
donde se ha congregado también la gente. Después de insultarlo y de lanzar
repetidas blasfemias contra la religión y los curas, el cabecilla de la
banda de milicianos manda al sacerdote ponerse de rodillas, le apunta con su
pistola en la frente y, cargado de odio, le grita: “¡blasfema!” Nuestro cura
respondió que no lo haría. “¡Blasfema!, vuelve a gritarle aquel bárba ro.
Nueva negativa del buen sacerdote. Entonces, a la tercera vez que le mandó y
que no accedió el sacerdote, el cruel miliciano le disparó en la cabeza
dejándolo muerto en medio de un charco de sangre. Después se dirige a la
gente que estábamos ahí congregados: ¡para que os enteréis que no hay Dios y
que se acabaron todas esas historias que os cuentan los curas!”
La señora concluyó su relato diciendo que no olvidaría la escena mientras
tuviera vida, por lo que significó para ella y todo el pueblo el martirio
del heroico cura.
El episodio no fue un caso aislado dentro de los muchos que sucedieron en
aquella trágica persecución religiosa sufrida por España, y está
documentado. Cito aquí la válida información de Mons. Antonio Montero, autor
de una documentadísima historia sobre la persecución religiosa en España,
que lo reporta así:
Recordemos un caso de Santander. Es el de don Arsenio García Lavid,
ecónomo de Cerrazo... fue sacado para el frente de Cabañas de Virtus para
que prestase sus trabajos en un batallón de fortifica-ción... “según
testigos de vista, le sacaban y ponían contra una piedra o pared,
silueteando a tiros su persona para obligarle a blasfemar el santo nombre de
Dios, cosa que no consiguieron jamás. Pero un día, el último, porque Dios lo
quiso, se le llevó al lugar donde había de confesar valientemente a Cristo,
dando su vida por Él”.
Los verdugos le intimaban por última vez para que blasfemara, y don Arsenio,
lleno de decisión y fortaleza que le daban la gracia de Dios, dice estas
magníficas, cristianas y sublimes palabras: “No conseguiréis jamás que
blasfeme; podéis matarme si queréis. Yo, además, os perdono”. Sonó una
descarga y cayó pesadamente y sin vida su cuerpo a tierra.
¡Antes morir que blasfemar!
La señora que refirió el episodio recordaba vivamente el cuadro que puso
punto final a la vida ejemplar de don Arsenio, y que se produjo siendo ella
una niña. Aquel sacerdote mártir prefirió morir antes que blasfemar contra
Dios o contra la Virgen Santísima, y dejó un testimonio imborrable de
heroísmo y fidelidad a sus parroquianos. El odio de los milicianos y
comunistas y de la gente sin Dios contra la fe y sus ministros, durante
aquella Guerra Civil española (1936 – 1939), hizo que se difundiera
ampliamente la odiosa costumbre de blasfemar. Esta mala costumbre persiste,
aunque se trate de uno de los pecados más aborrecibles que se cometen, quizá
por la facilidad y ligereza mental con que se hace.
Voy a referir otro caso, entre los cientos y tal vez miles que se dieron
durante aquellos años heroicos y de martirio. Se trata de Antonio Molle, un
joven jerezano que a los veinte años fue muti-lado y martirizado el 10-VIII-1936.
Cayó prisionero de los milicianos en el frente de Peñaflor (Sevi-lla), y
como llevaba un escapulario quisieron hacerle blasfemar. Él siempre
contestaba gritando: ¡Viva Cristo Rey! Primero le cortaron las or ejas y le
sacaron los ojos, entre blasfemias horrorosas de los verdugos, y al final lo
acribillaron a balazos. Así lo cuenta Rafael de las Heras, testigo
presencial. Hoy su cuerpo mutilado está enterrado en la Basílica de Ntra.
Sra. del Carmen Coronada de Jerez de la Frontera, Cádiz.
La blasfemia es un pecado nefasto
Donde hay un blasfemo, él solo es capaz de echar a perder la fe y las buenas
costumbres de una casa o de una entera familia. Con los insultos que salen
de su boca y que brotan de su corazón malvado, enlodaza la conciencia de los
niños y de los jóvenes que lo escuchan, y que después se sienten
justificados a repetir lo que oyen.
Un amigo me refirió la siguiente anécdota. Conoce a un padre de familia
vecino suyo, de carácter muy impulsivo. Cierto día llegó del trabajo de mal
humor, se enfadó con su mujer por nada y dejó salir una asquerosa blasfemia.
La señora trató de calmarlo, pero se enfadó más y para demostrarse “muy hom
bre” dejó salir otra blasfemia, en voz más alta. Cerca estaba jugando su
niño de cuatro años. Intentaba cabalgar en su caballito, pero se rompió. Se
levantó el niño y repitió la blasfemia oída a su padre. Fue como un trueno
del cielo; la madre se quedó en blanco y dejó caer el plato que tenía entre
las manos. El padre, pálido de vergüenza y tocado en su corazón, se dio
cuenta del tremendo mal que hacía con su arrogancia y estupidez humana.
Entonces se hizo el propósito de no volver a blasfemar en su vida. -Dios
quiera que se mantenga fiel a su promesa-. ¿Por amor a su hijito? Está bien,
pero sobre todo debe hacerlo por no ofender el Santo nombre de Dios y por
salvar su alma.
En España y en otros países de tradición cristiana está aún muy difundida,
por desgracia, aquella repugnante costumbre de blasfemar, propagada
masivamente allá durante la Guerra Civil, como una manifestación del odio a
Dios y a la Virgen. Pero las blasfemias se escuchan también en Italia, en
Francia, e n Alemania... En muchos lugares, como un cáncer entre gente que
se dice cristiana, pero que ofenden a Dios, a la Virgen Santísima y a los
santos. ¿Se darán cuenta de la gravedad de este pecado?
Suelen ser los hombres quienes más blasfeman, como si haciéndolo ante los
demás se mostraran los valientes, los “muy machos”, con una facilidad
pasmosa y con una ligereza mental que da mucho a pensar. El blasfemo por lo
general es un individuo cargado de respeto humano, de corazón mezquino y que
demuestra muy poco amor a Dios, a quien ofende. En los países islámicos la
blas-femia contra el Corán y contra Mahoma, el profeta, está severamente
penada, incluso con la muerte.
La blasfemia consiste en usar de una manera injuriosa el nombre de Dios,
de Jesucristo, de la Virgen María y de los santos
Los santos, por su cercanía espiritual a Dios y el gran amor que le
demuestran, siempre han sido especialmente sensibles contra la blasfemia,
porque comprenden muy bien la gravedad de este mal. Santo Domingo Savio, el
patrono italiano de la juventud, que murió siendo un niño, corría a la
iglesia más cercana a rezar y hacer reparación cuando escuchaba alguna
blasfemia. Los tres pastorcitos videntes de las apariciones de Fátima, en
Portugal, hacían largas penitencias en reparación por las ofensas contra
Dios y la Santísima Virgen, que los hombres malvados proferían. Alguna santa
tuvo el raro privilegio otorgado por de Dios de ver los torrentes de sapos,
culebras, escorpiones, babosas y otras sabandijas que salían de la boca de
un hombre blasfemo, cuando se encontraba cerca de él. El dolor que le
causaba en su alma le hacía incrementar sus oraciones y mortificaciones para
reparar el santo nombre de Dios y por la conversión de aquél y de todos los
blasfemos pecadores.
El que blasfema peca directamente contra el I y II mandamientos de la ley de
Dios. Por ofender a Dios, a la Virgen o los santos y por tomar en vano el
santo Nombre de Dios. El que blasfema escupe al cielo y arroja piedras
contra su propio tejado. Como piensa que Dios no le “oye” o que no existe
–porque en realidad no le ama— entonces lanza sus palabrotas obscenas al
viento, haciéndose en realidad un gran daño moral a sí mismo y a los que lo
oyen e imitan, sobre todo si se trata de menores de edad o personas de
corazón fino y sensible. Quien incita a otros a blasfemar, con su mal
ejemplo, además carga consigo una responsabilidad mayor y es la solicitación
al pecado. ¿Cómo se presentará delante de Cristo el día que el Señor le
llame a rendirle las cuentas de su vida?
¿Qué es la blasfemia?
En la acepción tradicional, el término blasfemia indica el dicho o el
término injurioso o irreverente -generalmente trivial- referido a Dios o a
las personas o realidades sagradas, que por consi-guiente suena como una
ofensa para el sentimiento religioso difundido en determinados ambientes o
en determinadas épocas. La palabra se d eriva del latín eclesiástico, que
empleaba a su vez el término griego blasphemía (= injuria).
La conciencia actual de la gente se muestra más sensible a la ofensa hecha
contra el sentimiento religioso de los creyentes (no sólo cristianos) que a
la ofensa hecha a la divinidad, ya que como tal el Ser divino de Dios no
puede verse afectado por manifestaciones de este género, a no ser en el
sentido que se trata de manifestaciones de pobreza espiritual y cultural
humana y por tanto de bajeza moral. Además, en muchos casos el que blasfema,
a pesar de demostrar su ignorancia, su falta de madurez humana y de cultura,
puede ser que no esté movido por la intención deliberada y primaria de
ultrajar al propio Dios o a la propia religión. Pero esto no rebaja la
gravedad moral de su acción.
La pésima costumbre de referirse de manera injuriosa o trivial a la
divinidad es analizada también como dato antropológico-cultural que conduce
a adquisiciones importantes en cuestión de m entalidad religiosa y de
formación espiritual. Esto no quita que la blasfemia constituya de todas
formas un hecho existencialmente lamentable, tanto por parte de los
creyentes como de los no creyentes. En ningún caso es justificable la
blasfemia.
¿Qué dice el Catecismo de la Iglesia católica?
Nº 1856:
El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la
caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una
conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del
sacramento de la reconciliación:
Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por
la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo,
tiene causa para ser mortal... sea contra el amor de Dios, como la
blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el
homicidio, el adulterio, etc... En cambio, cuando la voluntad del pecador se
dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin
embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra
ociosa, una risa superflua, etc. tales pecados son veniales (S. Tomás de
Aquino, s.th. 1-2, 88, 2).
Nº 2148:
La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en
proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de
reproche, de desafío; en decir mal de Dios, faltarle al respeto, en las
conversaciones, usar mal el nombre de Dios. Santiago reprueba a "los que
blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos" (St
2,7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la
Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo
recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir
pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios
para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión.
La blasfemia es contraria al respeto debido a Di os y a su santo nombre. Es
de suyo un pecado grave (cf. Código de Derecho Canónico, can 1369).
La blasfemia es un pecado diabólico
“Si crees en Dios, comprenderás que es un disparate insultarle. Y si no
crees, ¿a quién insultas?” (P. Jorge Loring). Cuando escuches una blasfemia,
aparta de tu corazón las palabras injuriosas y repara con una jaculatoria.
Si puedes intervenir delante del blasfemo, di: “Alabado sea Dios”. Si lo
dices en voz alta, mejor; y si no te atreves, al menos dilo en voz baja.