La Biblia en los Padres de la iglesia, por el Prof. Marcelo Merino Rodríguez

Escrito por Ecclesia Digital   

martes, 08 de febrero de 2011

Al comenzar esta intervención quisiera recordar unas líneas de la Sagrada Escritura que me parecen importantes en este momento. Están tomadas del libro del Deuteronomio y dicen así: «Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”. Ni está más allá del mar, para poder decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?”. El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Dt 30, 11-14).

En verdad, la historia milenaria de la Iglesia nos enseña que la relación de los cristianos con la Biblia ha sido normalmente discreta y fortuita. Por el contrario, los últimos cincuenta años –la época transcurrida desde la celebración del último Concilio Ecuménico– se caracterizan por el ofrecimiento de múltiples recursos bíblicos que han facilitado la entrada de las Sagradas Escrituras en los hogares de las familias católicas. Poco a poco se va haciendo realidad la afirmación deuteronómica, puesto que la Biblia se convierte ya, dentro de nuestras casas, en el «libro de familia», testificando que las Sagradas Escrituras encierran un mensaje «para todo el pueblo de Dios de todas las épocas y lugares», y que la Biblia pertenece a cada uno de los bautizados en la Iglesia, independientemente de sus habilidades exegéticas. Las palabras inspiradas por Dios a Moisés manifiestan también el compromiso del Espíritu Santo, que es quien mejor conoce las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10) y, a la vez, «que su intercesión por los santos es según Dios» (cf. Rom 8, 27), conforme escribe el apóstol san Pablo.

Por otra parte, quisiera hacer mía también en este momento aquella advertencia que formulaba san Juan Crisóstomo, en la semana de Pascua del año 388, a sus fieles antioquenos: «Cuando considero la mediocridad de mi talento, me siento agobiado y me echo atrás ante la tarea de hablar a una asamblea tan numerosa. Pero cuando considero vuestro celo y vuestro insaciable deseo de escucharme, cobro ánimos, me repongo y me preparo con ánimo para la prueba (stadion) de tener que impartiros una enseñanza. En efecto, vosotros seríais capaces, aunque tuvierais un alma de piedra, de hacerla más ligera que una pluma, por vuestro deseo y vuestra voluntad de escucharme».

En verdad, nuestra intervención no alcanza siquiera la perspectiva de una enseñanza. Únicamente pretende ser una aproximación o acercamiento a la experiencia, ciertamente básica y fundamental, del contacto de los Padres de la Iglesia con los escritos divinamente inspirados. En este momento nos corresponde detenernos en la interpretación que hicieron los Padres de la Iglesia en la lectura de la Biblia y las consecuencias doctrinales y prácticas que de ella sacaron, como reflejan sus propios comentarios bíblicos. Con ello pretendo recordar dos aspectos –son las dos partes en que dividimos esta intervención– de la hermenéutica patrística: sus métodos exegéticos y la actitud cristiana con que los practicaron. Con ello pretendemos evidenciar “las razones de su fe” en el Resucitado.


A. Advertencias preliminares

Pero antes de adentrarme en el argumento central de lo que pretendo recordar en este momento que se me ha concedido, quisiera aclarar algunos aspectos que me parecen imprescindibles.

 

1. La Biblia patrística

 

La Biblia tal como nosotros la conocemos hoy, compuesta indisolublemente de dos partes, Antiguo y Nuevo Testamento, no comenzó a existir hasta finales del segundo siglo del cristianismo. La Biblia de los cristianos de los dos primeros siglos era el Antiguo Testamento, en la traducción griega realizada por los Setenta. Poco a poco se añadirán la tradición escrita sobre Jesús, las cartas del apóstol Pedro y de otros varones apostólicos. Serán, entre otros factores, la enseñanza y la liturgia de la Iglesia de las primeras comunidades cristianas quienes contribuirán a que dichos escritos integren lo que nosotros llamamos Nuevo Testamento.

 

Además del contenido formal conviene recordar que el carácter más material de la Biblia tampoco es el que nosotros observamos hoy día, pues durante los dos primeros siglos el soporte más corriente de la Escritura eran los papiros, de origen vegetal; el texto era conservado en papiros, pero no todos ellos gozaban de la mejor preparación y tampoco disfrutaban del perfecto mantenimiento que se requiere para conservar un rollo, cuando éste tiene una longitud de varios metros de extensión. Si a estas dificultades añadimos que eran escritos por ambas caras, atisbaremos los problemas que la Palabra de Dios ha tenido que resistir. Siguiendo este orden, cuando los papiros son sustituidos por los pergaminos, de piel animal, nacen los códices; éstos no son enrollados, pero sí plegados para formar cuadernos, cosidos unos a otros. Es el origen de nuestros actuales libros, con la diferencia de que aquellos “encuadernadores” paleocristianos no eran tan doctos como para coser siempre juntos los distintos cuadernos pertenecientes a una misma obra escrita. Eran sencillos “ajustadores”, no expertos estudiosos. A estos problemas materiales también hay que añadir los costos pecuniarios, aunque esta dificultad la solventaban los escribanos antiguos omitiendo los espacios entre palabras y prescindiendo de muchos signos ortográficos, que consideraban de excesiva magnificencia. Todo ello contribuía a una lectura más difícil, cuyo ministerio estaba encargado a unas personas, más o menos profesionales: los lectores.

 

En esta misma perspectiva habrá que tener en cuenta que la formación de lo que llamamos Nuevo Testamento constituye al mismo tiempo la historia de la eliminación progresiva de muchos escritos que se vieron como no “canónicos”, es decir, los llamados escritos “apócrifos”, cuyas enseñanzas y prácticas responden a las preguntas que circulaban en el ambiente cristiano mediante narraciones y revelaciones, que poco a poco fueron acrisoladas en la crítica de la Iglesia, con el paso del tiempo mismo. Los títulos de la mayoría de estos escritos son idénticos a los que más tarde llevarían aquellos que alcanzarían la canonicidad en la Iglesia, y que ellos mismos nunca gozaron, en líneas generales.

 

Así pues, la Biblia que nosotros tendremos en cuenta en el presente momento, o sea, los textos del Antiguo y Nuevo Testamento en los que deseamos detenernos, sólo representan una elección muy limitada de la mucha literatura que durante esos dos primeros siglos versaba sobre los acontecimientos veterotestamentarios y sobre los dichos del Señor, los Evangelios, los Hechos, las Cartas y el Apocalipsis. No deja de tener su interés cómo fueron utilizadas las tradiciones veterotestamentarias y neotestamentarias, cómo fueron combatidas e incluso ignoradas. Esos límites excederían a los que ahora me he propuesto.

 

2. La exégesis y hermenéutica en la patrística

 

Igualmente hay que advertir que los verdaderos comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia no tuvieron lugar hasta bien entrado el siglo tercero. En este punto tendríamos que hacer una primera distinción sobre las nociones de “exégesis” (explicación) y “hermenéutica” (interpretación), tal como se entendían en aquellos siglos, es decir, explicación e interpretación de todos y cada uno de los agrupamientos de los libros bíblicos, y los llamados “testimonia”, o sea, aquellos lugares bíblicos que son citados por los autores paleocristianos como “pruebas escriturísticas” en una demostración teológica. Estas citas dispersas del Antiguo y del Nuevo Testamento en los escritos cristianos de los primeros siglos constituyen una de las tareas más arduas del investigador que desea conocer la historia de la exégesis de éste o aquél versículo de la Biblia. Yo utilizaré los términos exégesis y hermenéutica de forma indistinta, pues así eran considerados en la época patrística.

 

En esta línea también parece necesario recordar que dentro de la tradición católica de estos primeros tiempos se da otro fenómeno: la libertad con la que los textos son recibidos por los primeros cristianos. En este punto habría que detenerse no sólo en las diferencias existentes entre el original hebreo del Antiguo Testamento y sus traducciones griegas, que son las que tuvieron delante nuestros protagonistas paleocristianos, especialmente los que lengua helénica; todavía aparecen más desconcertantes las múltiples formas textuales bajo las que aparecen los relatos neotestamentarios en los primeros autores pos-apostólicos. Ciertamente encontramos una multitud de tradiciones argumentales, y el texto recibido tuvo que abrirse paso poco a poco. No es infrecuente encontrarse en Orígenes, san Agustín o san Jerónimo con frases que, según ellos, son extractos de la Escritura; por ejemplo: «Desgraciada la persona que no tenga descendencia en Israel». También son numerosos los Padres, griegos y latinos, que transmiten como palabras de Jesús la siguiente frase: «Sabed que los cambistas expertos…», con la intención de invitar al discernimiento de los valores auténticos. Estas frases han recibido por parte de los exegetas el nombre de ágrapha, es decir, palabras «no escritas» en los libros canónicos. Todos estos aspectos de crítica textual, aunque importantes, no podrán ser objeto de nuestra atención.

 

3. El concepto de “Padres de la Iglesia

 

En verdad, los escritos de los Padres de la Iglesia se han revestido de actualidad. Las razones de esta revitalización por el interés hacia los primeros escritos cristianos son variadas, pero entre ellas, como he indicado anteriormente, la insistencia del Concilio Vaticano II, con sus Constituciones y Decretos, no es la menos significativa; también las periódicas enseñanzas de los últimos Pontífices, juntamente con los documentos de de los distintos Dicasterios de la Santa Sede y la importancia que los diversos centros educativos superiores de la Iglesia vienen dando a las investigaciones patrísticas, han ampliado el panorama literario sobre los Padres de la Iglesia. Todo ello se ofrece en variadísimas publicaciones que presentan no sólo nuevas traducciones de los escritos patrísticos, sino también esclarecedoras investigaciones sobre muchos aspectos teologico-pastorales que trataron esos insignes maestros de los primeros siglos cristianos.

 

Ahora bien, la causa primera del interés actual por estos autores paleocristianos debe ser buscada –me parece a mí– en el hecho de que la identidad cristiana hoy, como en los tiempos de la patrística, se hace muy necesaria, y que, consecuentemente, no basta vivir conforme a esa identificación, sino que también se hace imprescindible demostrarla científicamente de algún modo. Por eso, en la búsqueda de sus raíces, nuestra fe debe retornar a sus fuentes bíblicas en primer lugar, y a continuación a sus iniciales gérmenes apostólicos y patrísticos. Es éste un primer aspecto positivo de la vuelta a los Padres de la Iglesia

 

En el caso particular que nos ocupa, me parece a mí personalmente que existe también una cierta insatisfacción frente al método histórico-crítico, que ha dominado en los estudios bíblicos de hace bien poco tiempo, y que ha llevado a un buen número de cristianos a investigar un método de lectura que sea menos rígido y pueda alimentar mejor su vida espiritual. No pocos de esos cristianos han visto en la aproximación patrística una alternativa satisfactoria para sus inquietudes espirituales, sin olvidar esos otros caminos exegéticos que satisfacen otras ansias del ser humano.

 

Ahora nos corresponde intentar mostrar cuál es el locus del que hablan los Padres de la Iglesia, cuando ellos meditan y comentan la Biblia. No pretendemos hacer una exposición sistemática respecto a los caminos emprendidos por la exégesis patrística o sobre las diferentes “escuelas” –nos gusta más hablar mejor de “tradiciones”– de la hermenéutica patrística. El objetivo de nuestra investigación en este punto no es otro que el presentar de forma panorámica la intención de la primera exégesis cristiana y el estatuto del exegeta en la Iglesia de los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Así pues, esta intervención no trata de sustituir la lectura de los comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia, sino introducir en ellos.

 

En lo que se refiere al otro término de mi intervención, es decir, la expresión “Santos Padres de la Iglesia”, parece conveniente la advertencia de que no me referiré exclusivamente a los ocho Padres dignos de dicho título, en el sentido que lo expresó san Vicente de Lérins con aquellas cuatro notas distintivas (pureza de doctrina, santidad de vida, antigüedad y aprobación de la Iglesia) y que se hizo clásico durante los siglos posteriores, pero que hoy se día se ha hecho obsoleto. En este momento haré alusión también a otros autores cristianos de los primeros siglos que, sin gozar de esas notas exclusivas, nos han legado algún aspecto doctrinal en el tema que ahora ocupa nuestra atención, y que Su Santidad Benedicto XVI califica como “grandes figuras de la Iglesia antigua” en las catequesis que ha dedicado a los personajes y enseñanzas de algunos escritores de esa época.

 

Recordadas estas cuestiones previas vayamos al núcleo de nuestra intervención.

 

B. Criterios exegéticos en la época patrística

 

1. Las primeras interpretaciones patrísticas

 

Como hemos indicado, desde los primeros momentos de su existencia la Iglesia tuvo una Biblia que era la Sagrada Escritura del pueblo hebreo. Pero los cristianos no leían esos textos del mismo modo que los judíos; los cristianos los leían a la luz de la obra de Dios en la persona de Jesucristo. Así pues, la Escritura nunca ejerció sobre los cristianos una autoridad tan fuerte como ejercía la Torah sobre los judíos. Cristo sería la autoridad máxima para los cristianos. San Agustín expresó de un modo muy acertado la autoridad condicionada que tenían las Escrituras para los cristianos, al escribir: «Cuando llegue, pues, nuestro Señor Jesucristo… no habrá necesidad de lámparas, ni se nos leerán los profetas, ni se abrirán las cartas del Apóstol, ni iremos en busca del testimonio de Juan, ni necesitaremos siquiera del Evangelio mismo. Desaparecerán, pues, todas las Escrituras, que, como lámparas, estaban encendidas en la noche de este siglo con el fin de no dejarnos en tinieblas».

 

Siglo y medio antes, con lenguaje alegórico, Orígenes, quizás en su escrito más importante, el titulado De principiis, y redactado a mediados del siglo tercero, afirma: «Quien con cuidado y atención se ocupa de los escritos proféticos, demostrando con esa lectura el sentido de la inspiración divina, por ello mismo se convencerá de que esos escritos que nosotros creemos palabra de Dios no son obra humana; sentirá dentro de sí que estos libros no han sido redactados con arte humano ni con estilo de un mortal, sino, por decirlo de alguna manera, mediante una elevación divina. El esplendor de la venida de Cristo ilumina la ley de Moisés con el resplandor de la verdad; quitado el velo que cubría su letra, pone al descubierto ante todos los creyentes los bienes que permanecían ocultos». La cita origeniana merecería sin duda un detenimiento mayor que la que yo puedo prestarla en estos momentos, pero debo proseguir.

 

Pero el problema que planteaba la Biblia a los cristianos de los dos primeros siglos puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto la nueva Iglesia la considera Palabra de Dios a las Sagradas Escrituras? Pablo ya había advertido a los cristianos que no cayeran en los errores de los judíos, quienes tomaban todos los textos de la Biblia al pie de la letra.

 

Tres enfoques se abrían ante los primeros cristianos con respecto a la Escritura judía: o bien tenía rango de ley, o de profecía, o era algo irrelevante. Pablo en persona se enfrentó al problema de modo radical: las Escrituras eran sin duda ley, Ley de Dios, y como tal eran buenas; pero se trataba de una ley temporal que había sido superada por Cristo y por la intervención de la gracia. La Carta a los Hebreos trata una cuestión similar: aquello que en la Antigua Alianza se repetía y de modo imperfecto, se cumplió y consumó definitivamente en Cristo. Por el contrario, los evangelios de Mateo y Juan, y otros escritos cristianos de los inicios, como la Primera Apología de Justino, entendieron el Antiguo Testamento como una profecía. La tercera posibilidad, es decir que la Biblia judía fuese irrelevante para el cristianismo, se percibe en varios libros del Nuevo Testamento, en los cuales «la Escritura» nunca se cita; y es también evidente en escritores post-apostólicos como Ignacio de Antioquía.

 

A finales del siglo I y principios del II, la actitud de los cristianos sobre las Escrituras cambia. Los primeros cristianos, judíos conversos, aceptan la Escritura hebrea y encontraron en ella la confirmación de su fe en Cristo; por otra parte, los cristianos posteriores, convertidos desde el paganismo, aceptaron primero la fe en Cristo y después la confrontaron con la Escritura, cuyos textos consideraban misteriosos y a menudo desconcertantes. En algunos casos, este encuentro acabó en crisis, en una crisis de interpretación. Dos autores cristianos quisieron resolver esta crisis desde sus propios puntos de vista: Marción de Sínope, y el autor anónimo de la Carta de Bernabé. Nos encontramos a mediados del siglo segundo de nuestra Era.

 

Marción leía las Escrituras de modo literal y sólo literal, palabra por palabra. Defendía la idea de un Dios ignorante que tenía que preguntar a Adán: “¿Dónde estás?”. Además este Dios era tan voluble que primero prohibió a Moisés que hiciera imágenes esculpidas y, a continuación, le mandó esculpir una serpiente. Era un Dios indeciso, pues un simple hombre como Moisés podía hacerle cambiar de parecer. La Escritura también atestigua que Dios podía arrepentirse, ser despiadado y ordenar terribles castigos incluso a mujeres y a niños. Marción llegó a la única conclusión que le era posible: había que rechazar esas Escrituras fuera de la Iglesia, porque no eran apropiadas para referirse al Padre de Cristo, el Dios del amor.

 

El autor de la Carta de Bernabé, por el contrario, leyó la Escritura hebrea sólo de un modo figurado, y llegó a la conclusión de que los judíos nunca llegaron a entenderla. Según su teoría, la Alianza sólo fue válida en el periodo comprendido desde que Moisés recibió los mandamientos en el Sinaí hasta cuando descendió a la ladera de la montaña y destruyó las tablas de la ley, momento en el que un ángel malvado llegó a los judíos y les convenció de que había que interpretar la Escritura al pie de la letra.

 

Así pues, Marción leyó la Escritura sólo desde el punto de vista literal y con su actitud la alejó de la Iglesia; Bernabé la leyó de modo figurado y la sacó de las sinagogas. Con todo, la Iglesia expulsó a Marción y no aceptó por completo a Bernabé; decidió mantener la Escritura hebrea como propia, entendiéndola, de algún modo, con una doble interpretación. La Escritura era literalmente verdadera: Dios mostró su rostro a los Patriarcas y habló por medio de los profetas; Dios estableció su Alianza con Israel. Pero Cristo ofreció a los cristianos una nueva llave para entender la antigua Escritura, pues la interpretación literal no era la única válida: la lectura de la Escritura a la luz de Cristo revelaba una verdad mucho más profunda.

La exégesis bíblica de los dos primeros siglos de la Iglesia se puede seguir con matices y suertes diferentes en los Santos Padres de la Iglesia, principalmente en la catequesis, la liturgia y la controversia. Será san Justino, también a mediados del siglo ii, quien precisa la lectura bíblica del cristiano estudioso, «porque hay veces –afirma– [en que el Espíritu] hacía cumplir acciones que eran figuras (typos) del futuro; otras veces [ese mismo Espíritu] pronunciaba palabras (logoi) sobre lo que había de acontecer, y hablaba como si estuviesen sucediendo los hechos o ya hubiesen acontecido. Si los lectores no caen en la cuenta de este procedimiento, tampoco podrán seguir debidamente los discursos de los profetas». Es decir, en palabras del primer filósofo cristiano las figuras están constituidas por hechos y personas que jalonan la historia, desde la creación y el diluvio hasta la alianza, con Adán, Noé, Abrahán, Moisés, Josué, el éxodo y la Pascua; por otra parte, las palabras abrazan la Ley y las instituciones, los Profetas y los Salmos, de manera privilegiada. En definitiva, Justino presenta los dos elementos necesarios en la correcta interpretación de la Sagrada Escritura: las figuras y las palabras.

 

También en esta línea hay que ver el argumento que utiliza Taciano para dirigirse a los griegos. De forma velada pero no menos cierta, Taciano lee la Escritura y saca las mismas conclusiones que san Justino. Ésta será también la hermenéutica seguida por otros autores de la época.

 

Ireneo de Lyon será el primero en elaborar una teoría sobre cómo estaban relacionados el Antiguo y el Nuevo Testamento. En su época, alrededor del 190, ya estaba claro que la Iglesia tendría un Nuevo Testamento, esto es, una colección de libros sagrados escritos por los cristianos y con la misma autoridad que la Escritura hebrea, que entonces se podía llamar Antiguo Testamento (aunque Ireneo no utilizó este término). Ireneo restablece de forma admirable el equilibrio, frente a las elucubraciones dualistas de los gnósticos, estableciendo la unidad de Dios y la unidad de su economía salvífica desde la creación hasta la parusía final; unidad esencialmente dinámica y progresiva, conforme a la ley que caracteriza todo lo que ha sido creado, tanto el hombre como la historia. Concibe la historia de la salvación como una elipse con dos polos: Adán y Cristo. Los dos Testamentos representan una importante escena: el comienzo en Adán, la pérdida de la gracia, y un nuevo inicio o recapitulación en Cristo. Estas son sus palabras literales: «Cristo prefigura y anuncia de antemano las cosas futuras por sus patriarcas y profetas, haciendo uso por adelantado de su parte por “las economías de Dios”, y acostumbrando a su heredad a obedecer a Dios, a atravesar el mundo como peregrinos, a seguir al Verbo y a significar de antemano las cosas venideras: en efecto, no hay nada vacío y sin significado en las obras de Dios».

 

Esta teoría es aceptada por la cristiandad, pero la Iglesia carecía de un instrumento práctico que comentara los libros del Antiguo Testamento uno a uno. Hipólito de Roma, que muere en el 235, fue uno de los primeros que quiso solventar esta carencia. Su Comentario a Daniel es la observación cristiana más crítica y antigua que poseemos sobre un libro veterotestamentario; Hipólito también escribió otros comentarios que desaparecieron quizá porque no fueron considerados de utilidad. Baste un ejemplo del mencionado comentario para que veamos, otra vez más, la identidad entre Cristo y las Escrituras sagradas: «Ezequiel mostró también aquellos seres animados que ensalzan a Dios, destacando en las figuras de los cuatro evangelistas no sólo la gloria del Padre, sino también su efecto en dirección de los cuatro puntos cardinales. “Uno de los animales, dice, tenía cuatro rostros", y como cada figura es un evangelio, aparece en forma cuádruple. La primera figura, que era semejante a un toro, significa la gloria sacerdotal de Jesús como la presenta Lucas. La segunda, que parecía un león, significa el caudillaje y la dignidad real de aquel león “que proviene de la tribu de Judá”, y esta es la que da a conocer Mateo. La tercera se asemejaba a un hombre y designa la pasibilidad del Hijo y la debilidad de la naturaleza humana, que ha descrito Marcos. La cuarta, en cambio, la del águila, enseña el misterio del espíritu que vuela en el cielo de la Palabra, y esto es lo que anuncia Juan».

El hombre que aseguró la permanencia del Antiguo Testamento en la Iglesia fue Orígenes (c. 185-254); y lo hizo gracias al enorme corpus de comentarios y homilías que elaboró sobre casi todos los libros del Antiguo Testamento. Sirva como ejemplo el siguiente comentario del maestro Alejandrino a un pasaje del libro del Levítico, donde recurre a una imagen que procede de Melitón, el obispo de Sardes: «Nosotros, que pertenecemos a la Iglesia, recibimos a Moisés y nos unimos a sus escritos pensando que es un profeta y que, manifestándose en él Dios, ha descrito en símbolos, figuras y expresiones alegóricas los misterios que se cumplieron en su momento… La Ley y todo lo que hay en la Ley, inspirado, conforme a la sentencia del Apóstol [Pablo], hasta el tiempo de la enmienda, es como esas gentes cuyo oficio es hacer estatuas de bronce y fundirlas: antes de sacar a la luz la obra verdadera de bronce, plata u oro, hacen primero un esbozo en arcilla a imagen de la estatua futura. Este esbozo es necesario, pero sólo hasta que se acaba la obra real. Una vez que se concluye la obra en función de la cual el esbozo ha sido modelado, no se pide a éste ningún servicio más. Comprende que hay algo semejante en las cosas que han sido escritas y realizadas como tipo y figura de las cosas futuras en la Ley y los Profetas. El propio Artista ha venido, como autor de todo, y ha hecho pasar la Ley que tenía la sombra de los bienes futuros a la imagen misma de las cosas».

 

A partir de Orígenes quedaron establecidos los principios de la exégesis cristiana veterotestamentaria y, en poco tiempo, se pudo disponer de una biblioteca de comentarios y homilías sobre las Escrituras. Aunque hubo quienes no valoraron sus escritos y rebatieron sus argumentos, todavía hoy es imposible calcular el valor de su influencia en la historia de la exégesis de la Iglesia. La mayor parte de su obra ha desaparecido, por lo cual no resulta fácil establecer su influencia, especialmente en autores griegos; por otro lado, gran parte de lo que tenemos disponible son traducciones al latín. Ambrosio y Jerónimo, entre otros muchos, dependen profundamente de Orígenes, a veces de tal modo que sus explicaciones de la Escritura son prácticamente traducciones de Orígenes. El mismo san Agustín es deudor en muchos puntos del exegeta Alejandrino.

 

Así pues, con Ireneo y Orígenes quedaron establecidas las bases teóricas y prácticas de la exégesis. La Escritura hebrea sería también el Antiguo Testamento cristiano, cuyo significado pleno se debería ver sólo desde la luz de Cristo. Este acto de fe –y verdaderamente lo era– quedó depositado en el Credo de Constantinopla (381), en el que los católicos confesamos que «al tercer día resucitó, según las Escrituras» y que el Espíritu Santo «habló por medio de los profetas». Esta última expresión recoge el rechazo final de la Iglesia al marcionismo y su convicción de que el Espíritu Santo habló con una sola voz en ambos Testamentos.

 

A partir de entonces la teoría y la práctica hermenéuticas cristianas quedaron establecidas con seguridad, como lo testifican las obras de Tertuliano, el primer teólogo cristiano del África proconsular, quien viene a afirmar que el Dios de la revelación es único o no es Dios. Este Dios, al modelar al hombre, ve a lo lejos al Cristo futuro; a su vez, Eva anuncia la Iglesia venidera. Desde los orígenes, la historia de la salvación tiende hacia el Verbo que se hará carne, «pues todo lo que se expresaba en ese barro –escribe Tertuliano– había sido concebido en referencia a Cristo, que sería hombre, es decir, también barro, y al Verbo que sería carne, es decir, también tierra, en ese momento».

 

Sin embargo, a la Iglesia le quedaba una tarea pendiente: necesitaba reflexionar de manera científica sobre la palabra de Dios para llegar a conocer, con fe y esperanza, más plenamente el mensaje que el Espíritu Santo había enviado por medio de los profetas y los evangelistas.

 

2. La influencia de la hermenéutica pagana

 

A menudo, al referirnos a la interpretación bíblica de los Padres, las primeras categorías utilizadas son «literal» y «alegórica», pasando a continuación a rechazar esta última por considerarla fruto de la fantasía y asumir que no corresponde al verdadero significado de la Biblia. Pero «literal» y «alegórica» no hacen justicia a la interpretación que los Padres de la Iglesia hicieron de la Biblia, pues hay que tener en cuenta que el modo en que los Padres interpretan la Biblia depende de la educación que recibieron y su convencimiento, desde la fe, de que cada frase de la Biblia, entendida correctamente, tenía algo importante que decir a cada cristiano. Así lo expresa uno de los grandes comentaristas patrísticos: «El Antiguo Testamento –escribe Teodoreto de Ciro– está lleno de profecías acerca del Señor. Lo de «santas» Pablo no lo ha escrito sin razón, sino en primer lugar con la intención de enseñar que también al Antiguo Testamento lo reconoce como divino y luego para excluir cualquier otro. Y es que sólo la Escritura divinamente inspirada contiene lo útil. Dice además [Pablo] que es la imagen de la promesa».

 

Aunque la Biblia fuera un libro complicado, los antiguos cristianos ya contaban con un método de interpretación aprendido en el desarrollo de su educación literaria. Tanto los griegos como los romanos contaban con relatos épicos nacionales: La Iliada y La Odisea de Homero para los griegos, y La Eneida de Virgilio para los latinos. Homero, para centrarnos en el mundo griego, presentaba serios problemas de interpretación a los lectores tanto en el periodo helenístico como después. Algunas palabras, construcciones y alusiones textuales no tenían sentido, porque para entonces el griego de Homero tenía ya seis o siete siglos de antigüedad y con frecuencia su comprensión resultaba imperfecta. También hay que decir que algunas narraciones eran cualquier cosa menos edificantes. Los filósofos habían desarrollado una noción de Dios idealizada y excesivamente espiritual que contrastaba con la que los escolares leían respecto de los dioses del Olimpo: dioses falibles, belicosos y a menudo de conducta escandalosa. La cuestión era ¿cómo esta épica nacional podía conducir a un ideal e incluso a un ideal religioso?

 

Los maestros paganos se enfrentaban a dos problemas: entender el texto y después interpretarlo. Los maestros de gramática del imperio romano desarrollaron un método para analizar los grandes relatos épicos de su cultura, cuyo proceso era el siguiente: crítica textual o enmendatio, lectura, explicación (en griego exegesis), y finalmente juicio. Los exegetas cristianos siguieron los primeros tres pasos. No pudieron seguir el cuarto porque Dios era su juez y ellos no podían juzgar la palabra divina.

 

Aristarco y otros gramáticos paganos contaban con varias estrategias filosóficas y filológicas para conservar el texto. Aristarco formuló el principio de que en la interpretación de Homero, para juzgar frases concretas, no había que usar criterios científicos o históricos demasiado estrechos. Defendía la idea de que el poeta había subordinado algunos elementos concretos a un fin más amplio: la composición. Así pues, Homero podía revelar discrepancias en aspectos concretos, pero esas discrepancias estaban al servicio de una verdad más amplia. Siguiendo esta idea, Orígenes pudo cimentar su convicción de que los evangelistas querían contar verdades espirituales y materiales al mismo tiempo, allí donde fuera posible; pero cuando esto no era factible, preferían que prevaleciera la verdad espiritual sobre la material. Podríamos decir que, con frecuencia, la verdad espiritual se preserva sobre una falsedad material.

 

Otro principio, formulado por Aristarco, fue el llamado «la persona que habla», por el que, cuando un exegeta explicaba una palabra, tenía que dejar constancia de quién la había pronunciado. Orígenes se preguntaba en nombre de quién se decía un salmo; un profeta podía hablar «en nombre de Dios». Hay que distinguir, por ejemplo, la voz de Juan el Bautista de la de Juan el Evangelista. Cuando Cristo decía palabras de los salmos, éstas adquirían un significado diferente. La persona puede también hablar en una situación única; el Redentor dijo el salmo veintiséis en el momento de la Pasión. Si Cristo habla en Moisés, en los profetas y en todas las Escrituras, entonces podremos comprender las Escrituras sólo con el espíritu de Cristo, es decir, con el espíritu de quien las proclama.

 

A partir del principio de «la persona que habla» Aristarco llegó a la cima de sus axiomas exegéticos: el principio de que un autor tiene que ser interpretado desde sí mismo. En su formulación clásica, el principio es «explicar a Homero desde Homero». Orígenes utiliza con frecuencia este principio en su exégesis. La Biblia debería interpretarse desde la Biblia; esto es, una palabra o expresión de significado oscuro, tiene que encontrar su explicación al estudiar esa misma palabra o expresión en otros lugares de la Biblia. Orígenes afirma que, cuando él sigue este principio está cumpliendo el mandamiento de Jesús: «Investigad las Escrituras». A menudo los Padres de la Iglesia citaban verso tras verso para clarificar el significado de una sola palabra; por eso Orígenes escribió: «[El exegeta] debe hacer todo lo posible para encontrar, mediante el uso de expresiones semejantes, el significado diseminado por doquier en las Escrituras».

 

Por otra parte, aplica este axioma de Aristarco a otra dimensión: explicar las Escrituras desde las Escrituras también significa interpretar el Antiguo Testamento desde el Nuevo, y el Nuevo Testamento desde el Antiguo, pues ambos Testamentos forman una unidad y esto es para Orígenes un principio teológico; por eso escribe: «Se deben comparar pasajes no sólo del Nuevo Testamento sino también del Antiguo». La palabra «debe» expresa un principio teológico; «comparar» describe un método hermenéutico.

 

Todo esto llevó a los Padres a preguntarse si era posible distinguir entre las palabras de las Escrituras y su significado. Este planteamiento ya estaba presente en Platón. Su diálogo Crátilo trataba la tan discutida cuestión de si el lenguaje nombra las cosas de acuerdo con su naturaleza o sólo por convención. La conclusión de Platón fue que la palabra es un signo, formado por símbolos y letras, de una cosa; y avala la teoría de que las palabras tienen una validez objetiva incluso cuando no consiguen expresar adecuadamente sus objetos. Orígenes está de acuerdo; las palabras son tipos, figuras y formas. También Agustín desarrolló una filosofía del lenguaje y del significado conforme estudiaba las Escrituras.

 

La teoría de Platón se basa en la suposición de que el conocimiento de la realidad precede al lenguaje; esto es, el conocimiento de las formas o las ideas. Para los Padres la fe realiza esta función. La fe nos permite conocer esa realidad mediante la cual las palabras de las Escrituras son ciertas. La fe es la luz que ilumina las palabras de las Escrituras, las protege de ser mal interpretadas y nos da certeza sobre su significado verdadero. Una exégesis sin fe no puede llevar a nadie al verdadero significado de las Escrituras; las palabras son sólo analogías y los no creyentes no pueden llegar a aquello que está ausente en sus vidas.

 

3. Las tradiciones exegéticas alejandrina y antioquena

 

Entre los cristianos de los primeros siglos se desarrollaron dos tendencias que daban una explicación diferente sobre cómo estaban relacionadas las palabras de las Escrituras con su significado. La escuela alejandrina y la antioquena constituyen las dos tradiciones más importantes de la explicación bíblica que realizaron los Padres de la Iglesia, y se distinguen, respectivamente, por ser defensoras de la exégesis alegórica y de la interpretación literal del texto, aunque ya hemos advertido que esta terminología no es del todo exacta para definir ambas tradiciones.

 

El progreso decisivo de la exégesis cristiana se realizó en Alejandría, donde los métodos clásicos de interpretación de los gramáticos y de los filólogos, la herencia hermenéutica de Filón, juntamente con la presencia de maestros gnósticos heterodoxos, crearon un medio cultural propicio a la expansión de la Escuela de Alejandría, cuyo acercamiento exegético desempeñaría un papel decisivo en los siglos siguientes. Clemente de Alejandría, que no fue exegeta en sentido estricto, es el primero en diseñar una teoría de la alegoría como medio de expresión propia a todo discurso religioso. Este autor nos ha dejado escrito lo siguiente: «Dice [la Escritura]: “Lo que oís al oído (evidentemente de modo oculto –glosa nuestro escritor– y en forma misteriosa es lo que significa alegóricamente hablar al oído) anunciadlo sobre los terrados” (Mt 10, 25); acogiendo noblemente las Escrituras, transmitiéndolas con orgullo y explicándolas de acuerdo al canon de la verdad. En efecto, ni la profecía, ni el Salvador mismo expusieron los divinos misterios de modo tan sencillo como para que uno cualquiera los captase fácilmente, sino [que fueron expuestos] en parábolas. Incluso los apóstoles dicen respecto del Señor que “habló todo en parábolas y no decía nada sin parábolas’’ (Mt 13, 34). Ahora bien, si “todo fue hecho por medio de Él y sin Él no se hizo nada” (Jn 1, 3), entonces también la profecía y la Ley fueron hechas por Él, y fueron dichas en parábolas por medio de Él. Por lo demás, “todas las cosas son claras para los entendidos” (Pr 8, 9), dice la Escritura; es decir, para los que reciben y conservan conforme al canon eclesiástico la exégesis de las Escrituras declarada por Él. Y canon eclesiástico es el acuerdo y armonía de la Ley y de los profetas con el Testamento transmitido a raíz de la venida del Señor». El texto clementino explica las razones, fundadas en la misma actuación de Cristo, del método alegórico y nos advierte sobre la importancia del «canon» bíblico, que no es el que hoy tenemos nosotros; el maestro alejandrino se refiere a la concordancia entre ambos Testamentos.

 

Orígenes, discípulo de Clemente de Alejandría, es quien desarrolla el concepto de un triple sentido –él habla de sombra, imagen y realidad– en la lectura de la Escritura y que se convertirá en el inspirador de la reflexión exegética durante siglos. Veamos rápidamente un ejemplo.

 

En su Comentario al evangelio de san Lucas, el maestro Alejandrino está preocupado por desentrañar al auditorio cristiano al que se dirige los elementos del seguimiento a Cristo, aplicando el dictado del mensaje evangélico al hombre concreto real; pero lo hace con pericia hermenéutica, que parte de la exposición del sentido literal –el sentido auténtico querido por Dios, aunque inadecuado para producir toda la riqueza del provecho salvífico inmerso por el Espíritu Santo en el texto literario–, hasta llegar a las más escondidas significaciones espirituales, investigadas mediante la utilización de una metodología y técnicas alegóricas; primero acude al recurso de la explicación de las variantes textuales, de los términos, de las etimologías de los nombres, de las divergencias entre los evangelistas, de las tipologías, del simbolismo de los números y de los animales, etc. Todos estos detalles textuales son tenidos como importantes respecto al objetivo de la comprensión del mensaje salvífico y de la transformación de la existencia cristiana.

 

Ahora bien, en el pensamiento de Orígenes, quien abraza únicamente la perspectiva literalista interpreta los libros santos en un horizonte meramente humano, que no alcanza el descubrimiento de los misterios escondidos por el Espíritu Santo bajo las palabras escritas, sino que se detiene en la justificación puramente material de las palabras, como hacen «los que son amigos de las letras», dice el exegeta alejandrino. En realidad éstos leen los libros santos interpretándolos equivocadamente y aduciendo sus testimonios con intención perversa, pues «pronuncian únicamente el sonido de esas palabras, mientras que ignoran todo su significado».

 

En la hermenéutica origeniana existe además una óptica espiritual, que lee e invoca el testimonio de la Escritura con rectitud –rectius légimus, afirma– e investiga los significados espirituales, iluminando ciertos secretos que hacen comprensibles los misterios, y a la vez hacen mejor la existencia y la semejanza con Cristo, que es el verdadero misterio escondido en la sencillez de las palabras. Toda la disertación de la homilía XXXI de su Comentario al evangelio de san Lucas versa sobre estos aspectos. Nuestro exegeta no se contenta con buscar el primer significado obvio, sencillo y simple –el literal– del texto bíblico, sino que investiga sistemáticamente aquel más sublime, más preciso y escondido: el místico, convencido que se debe investigar y estudiar con mayor atención –no pocas veces «con dolor y angustia»–, y profundizar «en Jesucristo, el significado, hasta en los detalles, de las palabras divinas: Todo esto, me parece –concluye él–, tiene un sentido más profundo que el significado de la simple narración».

 

En otra parte geográfica, más al norte, los cristianos en Antioquía tienen también maestros insignes a quienes preocupa la Escritura en sí misma y por sí misma, y no primeramente al servicio de una apología teológica, como era el caso de los autores alejandrinos. Esta escuela alcaza su cima bajo la dirección de Diodoro de Tarso, en el siglo iv. Entre los discípulos antioquenos más importantes se encontrarán Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro y san Juan Crisósotomo, por ejemplo. Estos comentaristas bíblicos se esfuerzan por limitar la exégesis alegórica, que les parece poco segura. «No prohibimos una interpretación más elevada –escribe Diodoro–, ni la theoria (intuición profética), porque el relato histórico no la excluye, sino que, por el contrario, es el fundamento y el cimiento de intuiciones más elevadas… No obstante hay que tomar precauciones para no dejar que la theoria desplace al fundamento histórico, porque el resultado no sería la theoria sino la alegoría». De esta forma el maestro antioqueno sostiene el fundamento sólido de la tipología. También Severiano de Gábala establece una distinción esclarecedora en esta misma línea: “Una cosa es hacer violencia a la historia para sacar de ella una alegoría, y otra respetar íntegramente la historia, descubriendo en ella una theoria (intuición) por encima y más allá de ella».

 

La conclusión práctica de estos autores es que reducen al mínimo la relación del Antiguo Testamento, que consideran en teoría prefiguración simbólica y profética de hechos neotestamentarios, con las enseñanzas del Nuevo Testamento. El ejemplo más claro a este respecto es que Teodoro de Mopsuestia negaba el significado tradicional del Cantar de los cantares, donde no veía en los dos amantes a Cristo y su Iglesia, sino un simple cantar de amor profano, compuesto por Salomón para su esposa.

 

 San Juan Crisóstomo, el autor más prolífico de entre los griegos cristianos, distingue, por su parte, la profecía verbal de la profecía tipológica o figurativa: ésta utiliza los hechos, mientras que la otra es verbal, de palabras. Un ejemplo de las profecías verbal y figurativa, que se aplican a un mismo tema sería el siguiente ejemplo: “Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca” (Is 53, 7); ésta es una profecía oral. Cuando Abrahán llevó consigo a Isaac, vio un carnero enredado por los cuernos en un matorral; lo llevó y lo ofreció en sacrificio, anunciando, a modo de prefiguración, el sacrificio de nuestra salvación; ésta es una profecía figurativa.

 

El Patriarca de Constantinopla resume las orientaciones exegéticas de Antioquía diciendo que todas las palabras de la Escritura se agrupan en tres categorías: las que manifiestan, más allá de la letra, un sentido más profundo, objeto de la theoría; otras que sólo pueden ser comprendidas conforme al enunciado literal; y finalmente otras pueden ser comprendidas en un sentido diferente de la materialidad de las palabras, es decir, el sentido alegórico. Pero sobre todo las Sagradas Escrituras son manifestación de la condescendencia divina para con el ser humano. Así comenta las palabras “Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con furor” (Sal 6, 1): «Cuando escuches «furor» e «ira» respecto a Dios, no supongas nada humano: son palabras de condescendencia (synkatábasis). Y es que la divinidad está lejos de todas estas cosas. Habla así, sin embargo, para apoderarse de la inteligencia de los más torpes. También nosotros, cuando hablamos a los extranjeros, utilizamos su lengua, y cuando nos dirigimos a un niño, balbuceamos con él, y aunque seamos mucho más sabios, condescendemos hasta su escasa estatura. Y ¿tiene algo de admirable, si hacemos esto con las palabras, el hacerlo también con las obras, y que, mordiéndonos las manos y fingiendo ira, corrijamos de esa manera al niño? Así también Dios se sirve de tales palabras al pretender dirigirse a los más iletrados. Pues no trata de hablar en favor de su propia dignidad, sino en provecho de los que escuchan».

 

Los ejemplos de esta tradición exegética se podrían multiplicar; basten los recordados. Como se ha podido observar los límites exegéticos de los autores representativos que aquí hemos traído a colación no son tan diferenciados de los comentarios alejandrinos, como a veces se ha pretendido. En realidad los antioquenos distinguen entre alegoría y tipología (Diodoro define esta última como theoria), en el sentido que la theoria (intuición de verdades trascendentes) sobrepone el sentido cristiano al literal del Antiguo Testamento, sin eliminarlo, mientras que la alegoría (lit. otro-hablar), según ellos, lo elimina.

 

4. Otras hermenéuticas orientales

 

La polémica entre alegoristas y literalistas se extendió no sólo a las tradiciones seguidas por distintos maestros en Alejandría y Antioquía, sino que también se desarrolló en otros ambientes cristianos del Oriente, como lo demuestran los escritos de los llamados Padres capadocios. Un ejemplo significativo lo tenemos en san Basilio de Cesarea. Conservamos su comentario al capítulo primero del Génesis (Hexaemeron), cuyas homilías presentan un tipo de interpretación estrictamente literal e incluso con toques polémicos contra los alegoristas. En cambio, sus homilías sobre los Salmos, aun siendo de tendencia literalista, no carecen de cierta iniciación alegórica. Este gran legislador del monacato cristiano, será quien establezca los primeros criterios monacales con que deben leerse las Escrituras divinas. En su carta a san Gregorio escribe: «El gran camino que lleva al descubrimiento del deber es la meditación de las Escrituras inspiradas. En ellas se encuentran las reglas de conducta y las vidas de los bienaventurados que la Escritura nos ha transmitido».

 

En efecto, los anacoretas, con frecuencia iletrados, aprendían de memoria los textos, particularmente los Salmos. Sus Apotegmas o sentencias, reflejan sobre todo episodios y escenas referentes a la hagiografía y que caracterizan a sus personajes. Ante la penuria bíblica en esta clase de escritos es difícil encontrar el criterio o los principios básicos que condujeron a estos cristianos por caminos hermenéuticos concretos. Los monjes cristianos de la primera época se limitan a leer para poder hacer un uso sencillo de la Biblia. Así lo reflejan las Reglas de san Antonio y san Pacomio, en las que el único objeto de empeño intelectual debe ser la escucha de la Escritura. En todo caso, la finalidad hermenéutica de los monjes de esta época primera no es otra –ciertamente no pequeña– que la paradoja del asceta iletrado pero intérprete profundo de la Escritura, según el modelo de los pescadores del lago de Tiberiades, que fueron los primeros en seguir a Jesús. La “escucha de la Escritura” en la vida de estos monjes suponía leerla individualmente, copiarla, transcribirla, «rumiarla» en cada momento del día, en sus casi interminables horas comunitarias dedicadas a la liturgia hasta aprendérsela de memoria y hacerla propia, pues veían en ella un depósito inagotable de modelos específicos para sus vida.

 

El caso más significativo de esa tendencia aglutinadora es el que representa san Gregorio de Nisa, quien asimiló más profundamente la influencia de Orígenes en el ámbito exegético y también dogmático, como lo demuestra su defensa de la teoría de la apocatástasis origeniana. El Niseno emprenderá un camino nuevo en la exégesis cristiana: el empleo de la alegoría –aunque evitó este término, prefiriendo anagogé, theoría o diánoia– en la interpretación de los textos veterotestamentarios, mientras que evitó dicho método para los textos del Nuevo Testamento. Los otros dos criterios que inspiraron la exégesis de este gran maestro de la Iglesia Antigua fueron la finalidad (skopos) y la ilación o conveniencia (akoloutheia), que Orígenes también había intuido, aunque no desarrolló suficientemente. Para el Niseno todos los textos de la Sagrada Escritura encierran un fin específico más allá de la exigencia de interpretarlo espiritualmente, y por tanto deben ser explicados en función de esa finalidad específica. La meta a la que tiende toda la Escritura –viene a decir– es hacer de guía a sus lectores para alcanzar la bienaventuranza mediante el arduo camino de la práctica de las virtudes cristianas. De esta manera se abre un nuevo camino más amplio en la interpretación de los textos bíblicos. En efecto, su Vida de Moisés explica literalmente y alegóricamente el transcurso de la vida terrena del santo Patriarca como tipo del alma en su camino de perfección hacia Dios: una vez alejadas las pasiones terrenas comienza la felicidad. Ascesis y progreso indefinido en el conocimiento del Dios infinito constituirán los fundamentos de toda su doctrina hermenéutica.

 

Traspasando las fronteras del Imperio Romano, más al Oriente, se desarrolla la llamada «escuela de los persas», establecida primero en Nisibi, donde además de la Escritura y su lectura, se enseñaban otras ciencias, como la música, con marcados matices cristianos fieles a Roma. Los avatares de la historia trasladarían estos conocimientos hasta la ciudad de Edesa, donde conoce todo su esplendor gracias a maestros como el diácono san Efrén. Los exegetas de esta región se caracterizan por un deseo de fidelidad al texto original, pero con un enfoque más próximo al terreno cultural semítico, apartándose del helénico y alejandrino. El ejemplo más significativo del interés bíblico en esta región es la traducción de las Escrituras en la conocida Peshitta, resultado de una versión que tomó por base el texto hebreo de las Escrituras.

 

La interpretación de la Biblia en estas comarcas cristianas más orientales se realiza estrictamente en la fidelidad a la tipología tradicional, ya recuperada, durante la prolongación de la catequesis y de la liturgia. En estos ambientes, y de autores como San Efrén o Jacobo de Sarug, nace un simbolismo inagotable, que presenta la creación como la primera revelación de Dios. Basten unas frases de san Efrén, para evidenciar lo que pretendo: «Nadie piense que en las obras de los seis días hay [alguna] alegoría. No puede decirse que estas [realidades] pertenecientes a los días aparecen simbólicamente, ni tampoco que son nombres vacíos, o que otras realidades se nos aparecen simbolizadas por medio de [ésos] sus nombres: sepamos más bien de qué modo fueron creados al principio el cielo y la tierra; verdaderamente eran el cielo y la tierra, y con el nombre de «cielo» y «tierra» se nos indica a otra realidad. El resto de las obras y de las cosas que aparecen después tampoco tienen un significado vacío, pues sus sustancias y sus naturalezas corresponden a lo que sus nombres significan». Todos los Himnos de san Efrén recurren, hasta el agotamiento, al paralelismo antitético, ya iniciado en el libro de los Proverbios, y permite al más grande de los poetas patrísticos una aproximación permanente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, a la vez que sabe diferenciarlos de nivel en la perspectiva de la historia de la salvación.

 

Por su parte, Jacobo de Sarug cuenta una anécdota, predicando a sus fieles que dice: «Un hombre sabio me preguntó un día: “¿Qué significa el velo en el rostro de Moisés? ¿Con qué finalidad se cubría este gran profeta el rostro ante los hebreos y por qué no podían contemplar su rostro? ¿Qué razón llevó a este hombre que había hablado con Dios a desempeñar en medio del pueblo la función de un actor enmascarado de teatro? ¿Por qué él, la fuente primera del profetismo, se mostró a los ojos de los espectadores con el rostro cubierto con un velo?… Ven, Gracia que desvelas los divinos misterios, para resolver los enigmas que proponen los sabios… El velo sobre el rostro de Moisés –concluye el orador cristiano– significa que las palabras proféticas encierran un sentido escondido. Dios veló así el rostro de Moisés, porque debía ser el “tipo” del sentido velado de las profecías».

 

Ciertamente, el pensamiento y la exégesis siríacos, de los siglos iii al vii, se desarrolla de forma autónoma en las categorías del mundo semítico. De esta forma se vincula con la primera teología de la Iglesia, y representa un nuevo brote en su florecimiento. Su importancia en la historia de la exégesis católica pienso que todavía está por valorar.

 

5. La exégesis bíblica en el Occidente cristiano

 

Son muchas las hipótesis que se han planteado sobre el retraso exegético en el Occidente cristiano respecto a los del Oriente. Efectivamente son cerca de siglo y medio los que distancian el Comentario al evangelio de san Juan, realizado por Heracleón, a mediados del siglo II, y los escritos exegéticos realizados por Victorino de Petovio a finales del siglo III. En efecto, los motivos de esta tardanza son múltiples, pero no el menos importante es que en Occidente no tenían lugar reuniones comunitarias entre semana dedicadas a la lectura y explicación de las Sagradas Escrituras.

 

En esta parte occidental de la Iglesia tenemos que remontarnos hasta la segunda mitad del siglo cuarto para poder entresacar algunos principios exegéticos. Nos estamos refiriendo al Comentario al evangelio de san Mateo, elaborado por san Hilario de Poitiers. Este santo Obispo entiende que las narraciones evangélicas poseen fundamentalmente un sentido literal, histórico, pero que encierran también otro significado que hay que descubrir. Con frecuencia habla del sentido “típico” de los acontecimientos históricos de la vida de Jesús, refiriéndose normalmente a la salvación universal de todo el género humano. Su opinión respecto al Antiguo Testamento puede resumirse con estas palabras suyas: «La Ley, bajo el velo de las palabras espirituales, ha hablado del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, de su encarnación, de su pasión y de su resurrección… Tanto los profetas como los apóstoles son garantes de ello». Los hechos evangélicos no prefiguran sólo la salvación que ya se realiza en este mundo con la fe en Jesucristo, sino también la consumación definitiva que coincidirá con la segunda venida del Señor.

 

Por la misma época, finales del siglo IV, aparece lo que podemos llamar el primer manual occidental de exégesis bíblica, pues ofrece una serie de reglas que intentan, de forma sistemática, iluminar las oscuridades de la Escritura. Será el mismo san Agustín, ya entrado el siglo V, quien nos presenta al autor de este manual, titulado Libro de las reglas, con las siguientes palabras: «Un tal Ticonio, que a pesar de ser él donatista escribió infatigablemente contra los donatistas, y en esto demostró su extraña ceguera al no querer separarse por completo de ellos, compuso un libro que llamó de las “reglas”, porque en él expuso ciertas siete reglas que son como las llaves con las que se abren los secretos de las divinas Escrituras». Una reciente publicación de estas reglas esclarece lo que Ticonio entiende por «regla»: no es un procedimiento hermenéutico o metodológico inventado por Ticonio a manera de herramienta que se aplica a la Escritura para iluminarla o comprenderla. En ningún momento afirma Ticonio que pretenda crear o fabricar unas reglas. Éstas existen en la Escritura misma; son místicas en cuanto se relacionan con el misterio y, además no de una manera superficial, pues llegan hasta los recovecos de toda la Ley, es decir de toda la Escritura… se presentan como algo con lo que el Espíritu selló la Ley; son sellos del Espíritu mediante los cuales protege el camino de la luz.

 

También en el Occidente cristiano tenemos al exegeta científico representado en la persona de san Jerónimo. Formado exegéticamente en la escuela de Antioquía, pues profundiza en los conocimientos bíblicos de Apolinar de Laodicea, pronto es subyugado por la hermenéutica origeniana. Los muchos comentarios bíblicos que escribió siguen en general los procedimientos clásicos, aunque la interpretación bíblica no sea para él un mero ejercicio científico para adentrarse en la comprensión de un texto literario sin más. Se trata de un acto religioso por el que el creyente ve las Sagradas Escrituras «como verdadera comida y bebida, tomadas de la Palabra de Dios». Por ello la Biblia exige una acogida religiosa, creyente. La fe será en san Jerónimo la clave para leer e interpretar correctamente los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. El procedimiento más general en la hermenéutica del Patrono de los exégetas es el de la tipología paulina, en la que los acontecimientos y personajes veterotestamentarios guardan una relación directa con el cumplimiento y plenitud, histórica o escatológica, que se concretan en Cristo, en la Iglesia y en la vida espiritual del creyente.

 

Con san Jerónimo quedarán establecidos en la historia de la hermenéutica cristiana los sentidos con los que hay que leer e interpretar los textos bíblicos. Así lo escribe en una carta dirigida a una dama de la nobleza romana, y fechada en el año 407, donde podemos leer: «En nuestro corazón –escribe a Hedibia– hay una triple regla para exponer las Escrituras. La primera nos ayuda a entenderlas según la historia; la segunda, según la tropología, y la tercera, según el sentido espiritual. En la historia se mantiene el orden de lo que está escrito; en la tropología, nos elevamos de la letra a cosas superiores, y lo que en el plano carnal aconteció al primer pueblo, nosotros lo interpretamos en el sentido figurado moral, y lo convertimos en provecho de nuestra alma; en la contemplación espiritual nos remontamos a cosas más sublimes, y dejando atrás lo terreno, conversamos de la bienaventuranza futura y de las cosas del cielo, de modo que la meditación de la vida presente es anticipo de la dicha futura».

 

El contacto directo y cuidadoso con los textos bíblicos para traducirlos o comentarlos detenidamente, permite a san Jerónimo sentir la importancia primordial de la letra y la necesidad absoluta de aferrarse a ella para librarse de las extralimitaciones de la fantasía. Por otra parte, los procedimientos exegéticos de nuestro maestro sufrieron no pocas sospechas a propósito de los errores de Orígenes; y las relaciones de san Jerónimo con los doctores judíos influyeron también en sus ideas y métodos. No es menos cierto que sus huellas metodológicas hicieron camino en la interpretación bíblica posterior entre los comentaristas cristianos.

 

«No provoques a quien es ya un veterano», escribe Jerónimo al joven Agustín, cuya gloria naciente ya proyectaba una cierta sombra sobre el anciano erudito, aunque el Obispo de Hipona reconoce la capacidad del exegeta latino y a quien escribe precisamente para aclarar sus propias dudas en la lectura de la Biblia. En efecto, desde el «tolle et lege» de su conversión, Agustín se dedicará con pasión a la lectura de la Escritura en la Iglesia, pues de ella la ha recibido, y durante toda su vida la interpretará y comentará, desde las más variadas perspectivas: catequética y también profundamente teológica. A finales del siglo cuarto comienza su manual de hermenéutica, Sobre la doctrina cristiana, dirigido a los clérigos, pero también a los laicos cultos; terminará esta obra cuatro años antes de su muerte, acaecida en el 430.

 

El santo obispo de Hipona reflexiona sobre las siete reglas ticonianas, que le parecen fundamentales para iluminar las oscuridades de la Escritura, aunque las entenderá de manera algo diferente. Al igual que san Jerónimo considera el texto bíblico como fundamental y básico para desentrañar las enseñanzas del Espíritu Santo en sus Escrituras sagradas, pero su desconocimiento de la lengua bíblica le obliga a recurrir a la versión griega, cuyo idioma conoce únicamente por sus estudios académicos, y sobre todo a la vieja versión latina. Ambas versiones ya estaban superadas por los estudios de san Jerónimo.

 

Además de los recursos textuales, san Agustín da una gran importancia a la interpretación de la Escritura por la Escritura misma, pues siendo Dios su autor queda garantizada su interpretación. Éste será también el principio unificador de todos los libros de la Biblia y el que valida las contradicciones solo aparentes entre algunos de sus textos. De esta manera desaparece definitivamente la distancia entre ambos Testamentos, pues aunque los signos sean distintos la misma fe es la protagonista en los dos. Poco a poco van quedando enterradas las críticas paganas y también las de los herejes ante la diversa presentación histórica que describen ambos Testamentos. La conclusión agustiniana, es que cuando la interpretación de un texto implica la oposición de otros textos, el verdadero desenlace supone o que el texto contiene algún error en su transmisión o que se equivocó el traductor o que él no lo entiende.

 

De esta manera, san Agustín concede un nuevo impulso a la hermenéutica cristiana de la Biblia: ve la perfección de su Autor y se olvida un tanto de las debilidades y contradicciones de la mano humana. La perspectiva cristológica, que aparece solapada en la mayoría de sus predecesores en la interpretación cristiana de la Biblia, no tiene parangón alguno. Puede que el más cercano sea Ticonio con su primera regla, que tenía al Señor y su cuerpo como primer paso en la exégesis bíblica. Pero a decir verdad, mientras Ticonio entiende por «Señor» a Dios Padre y «cuerpo» a su Hijo, el santo obispo de Hipona piensa que el «cuerpo» del Señor es la Iglesia, cuya cabeza es el Salvador mismo, nacido de la Virgen María. Ambas perspectivas, cristológica y eclesiológica, no podrán disociarse en la interpretación de las Sagradas Escrituras, pues sería tanto como separar la Cabeza del cuerpo. Desde esta perspectiva agustiniana es esclarecedora la expresión del Santo Padre Benedicto XVI: “El pueblo es el verdadero y más profundo “autor” de las Escrituras». Dios actúa continuamente en la historia humana y sigue hablando a los lectores de las Sagradas Escrituras.

 

Estos horizontes nos encaminan hacia el último apartado que desearíamos desarrollar en este momento, pues los grandes comentaristas patrísticos posteriores no harán otra cosa que sacar y divulgar las conclusiones de este gran principio hermenéutico agustiniano. Es verdad que existen comentadores bíblicos egregios en los siglos cristianos posteriores pero, aparte de algunas intuiciones magistrales que nos han transmitido, continúan los senderos abiertos por sus predecesores. Es el caso de san Gregorio Magno, quien entre sus comentarios a diversos libros de la Sagrada Escritura nos ha dejado en herencia estas palabras realmente incisivas: «Los varones santos aprenden en la Sagrada Escritura cómo han de vivir moralmente, esto es, que las divinas palabras crecen con el que las lee, pues las Sagradas Escrituras se elevan a la par del que las lee, porque más las entiende cada cual cuanto más profundamente las medita». La fórmula acuñada por san Gregorio compara el proceder paralelo entre el crecimiento de la Escritura y el progreso espiritual de quien se acerca a ella con fe. Es sorprendente advertir la convicción gregoriana de la vitalidad intrínseca del texto inspirado, que es puesto como interlocutor «a la par» de su lector. Con otras palabras, ni el texto, aunque contenga la Palabra de Dios, reivindica una superioridad sobre el lector; ni este último puede pretender la «posesión» del texto cosificándolo, como si pudiese ser objeto exclusivo de sus propios análisis.

 

C) Biblia y teología en los comentarios patrísticos

 

Aunque de forma panorámica, hemos visto que todos los escritores patrísticos están plenamente convencidos de la presencia de un segundo significado en el texto de las Sagradas Escrituras, además del estrictamente literal. La identificación de este segundo significado estuvo estrechamente ligado, para cada uno de ellos, a la problemática apologética, teológica o espiritual del «aquí y ahora» en el que los Padres de la Iglesia se encontraban. De esta forma podemos descubrir que un mismo autor puede utilizar métodos y claves hermenéuticas distintas respecto a un mismo texto bíblico. De hecho lo que interesaba a los Padres no era el significado del texto mismo en su «literalidad», sino el sentido que un determinado texto poseía en el «hoy» histórico, teológico o espiritual en el que era leído. De esta forma se puede pensar en los distintos tratamientos que un mismo texto recibía en Alejandría, Antioquía, Hipona, Roma o Jerusalén.

 

Los Padres de la Iglesia conectan siempre ese segundo significado con la confesión de la fe y la indispensable comunión de amor con la comunidad de la Iglesia, que era reconocida por todos como la «conditio sine qua non», para el descubrimiento de un segundo significado de los textos en las Sagradas Escrituras. Con otras palabras, la Biblia constituye la biblioteca fundamental para cualquier aspecto de la vida cristiana de los primeros creyentes. La catequesis y la liturgia, la teología y la iconografía; en fin, toda la doctrina cristiana se fundamenta en la exégesis bíblica, en una relación siempre creciente, dinámica, de adhesión a la Palabra, encarnada en el Verbo de Dios. Desde esta nueva perspectiva la exégesis patrística significa también un impacto en la sociedad de su tiempo, una capacidad de proporcionar o dar un estilo de vida y una influencia muy específica en la adquisición de lo característicamente cristiano en la misma interpretación de las páginas bíblicas.

 

Hace ya algún tiempo que el cardenal Henri de Lubac, nos dejó escrito que «la antigua exégesis cristiana es algo más que una antigua forma de exégesis. Es sobre todo la principal forma que durante largo tiempo ha revestido la síntesis cristiana. Es al menos el instrumento que la ha permitido construirse, y es hoy día una de las vías de acceso más útiles para abordarla». Ciertamente la exégesis de los Padres de la Iglesia entraña una verdadera tarea teológica, que incluye una dogmática, una moral y una espiritualidad unificadas. Para los autores patrísticos la mejor manera de hacer teología es comentar la Escritura, lo que implica, bien entendido, que su exégesis es preferentemente teológica. En este momento no podemos detenernos, aunque no dejaría de tener su interés, a analizar todas las implicaciones existentes entre los comentarios bíblicos de los Padres y su manera de hacer teología.

 

Nuestro intento actual no va más allá del esclarecimiento de los senderos que recorrieron los Padres de la Iglesia en esa selva inmensa –como afirma Orígenes– que es la Sagrada Escritura; Jerónimo dirá que es el «misterioso laberinto de Dios». La exégesis patrística no se limita a enseñarnos únicamente sus diversas interpretaciones, sino que sobre todo nos muestra los presupuestos doctrinales y vitales de quienes hicieron tal hermenéutica. Así, por ejemplo, entre los distintos géneros literarios –escolios, cuestiones y comentarios– que emplearon los comentaristas patrísticos de la Biblia se pueden ver cómo discutían sobre la interpretación de las palabras mismas del texto, pero principalmente el interés por conocer la naturaleza de las cosas narradas les inducía a discutir también sobre las cosas mismas y elevarse a la contemplación del mismo Autor de las cosas.

 

En el uso patrístico de la Biblia la tendencia más común era la de partir de unos datos preconcebidos. Éstos podían ser fundamentalmente bíblicos, pero también podían estar tomados de las ciencias o de la propia experiencia personal, siempre con la condición de que fueran análogos a los datos de la Biblia. En este orden hay que destacar uno de los presupuestos más extendidos entre los comentaristas patrísticos; se trata de la llamada «regla de fe» o «canon de la verdad», que a san Justino le servía para describir la religión cristiana, o los fundamentos básicos de la teología, como es el caso en san Ireneo, Tertuliano y Orígenes, o incluso la enseñanza catequética, que se condensaría más tarde en el símbolo bautismal.

 

Esta verdad fundamental proviene de la misma Biblia y reagrupada habitualmente en el esquema de la fe bautismal «en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo», que constituye la base de esa exégesis que podría llamarse dogmática. En otros casos la regla de fe vendrá definida por las confesiones de fe de los cristianos que alcanzarán por ello el martirio; también por las fórmulas litúrgicas con motivo de la celebración eucarística en las fiestas, por los procedimientos utilizados en las alabanzas a Dios –las doxologías–, o los testimonios aducidos frente a las distintas herejías. Todas estas variantes de la regla de fe, entresacadas de la Biblia misma, son el presupuesto básico para discernir la correcta hermenéutica patrística de la falsa.

 

1. La divina Escritura

 

Otro de los presupuestos religiosos con que los Padres de la Iglesia leen y comentan las Sagradas Escrituras es la consideración de divina que se dispensaba a la Escritura. Precisamente este valor trascendente de la Biblia es el que justifica todo el trabajo de los Padres de la Iglesia en investigar todas sus partes y bajo todos los aspectos posibles, presentándola como fuente de verdad y orientadora segura para la vida. Los libros sagrados representan en el pensamiento patrístico la autoritas divina, pero únicamente en cuanto vienen presentados como tales por la Iglesia y recibidos en la comunión de la fe católica.

 

Este valor trascendente lo ponen de manifiesto los diversos adjetivos con los que los autores patrísticos califican esta clase de Escrituras. Estaba fuera de toda discusión la idea de que Dios era en última instancia el origen de la Biblia y que el mismo Dios había decidido cuál debía ser su contenido y el respaldo y autoridad que la confería. Como hemos recordado, el término Escritura, en singular y también en plural, designaba entre los cristianos de los dos primeros siglos a los libros del Antiguo Testamento y es a partir del siglo tercero cuando se comienza a incluir en la designación también a los escritos neotestamentarios, aunque se tardarán todavía dos siglos más en señalar los límites extensivos de ambos Testamentos.

 

Los escritores patrísticos añaden al sustantivo «Escritura» diferentes calificativos para designar el origen o autoridad de la misma. Así uno de esos adjetivos que acompañan con más frecuencia al sustantivo es el de «divina». San Agustín al calificativo de «divina» añade el de «santa» como epíteto. Clemente de Alejandría habla de las «Escrituras del Señor». Orígenes, y también san Cirilo de Jerusalén, escriben que «las Escrituras están inspiradas por Dios». Y la lista se haría excesivamente amplia, si pretendiéramos recordar aquí todos los términos utilizados por los autores de la patrística para significar el origen divino de las Sagradas Escrituras.

 

Lo mismo tendríamos que decir del término veterotestamentario «Biblia», que también es adoptado por los autores paleocristianos para designar los libros inspirados por Dios, como lo testimonia el vestigio de esta denominación que encontramos en las Actas de los mártires escilitanos, hacia el año 180, donde se mencionan «los libros y la cartas de Pablo, hombre justo». Idénticos calificativos acompañan a otros sustantivos como letra, palabra, página –también en plural– para designar la misma realidad.

 

En verdad, la Sagrada Escritura, reconocida como obra de un autor divino y recibida como una instrucción salvífica, se consideraba superior a cualquier autoridad humana en la Iglesia. En orden a la edificación de ésta, y a fin de que se fuera configurando una autodefinición eclesial a partir de las disputas y confusiones doctrinales en los primeros siglos cristianos, la Escritura divina sirvió como única garantía de una fe auténtica en Cristo. La hermenéutica patrística interpretaba la verdad divina de la Escritura haciendo posible que la voz de Cristo anunciara o proclamara y estableciera en ella todo lo que era vital para los cristianos en su presencia en este mundo. Dios era identificado, al margen de toda metafísica, en los términos propuestos por la Escritura. El mismo Dios introducía realmente a los creyentes elegidos en la divina dispensación asegurada por la Escritura sagrada.

 

A mediados del siglo ii el judío Trifón y el filósofo cristiano Justino podían diferir en sus opiniones, sobre la base de una convicción compartida respecto a la naturaleza divina de las Escrituras. Y este mismo carácter sagrado de todos y cada uno de los libros divinamente inspirados se supone todavía aún en el uso narrativo y popular que de ellos hacía san Gregorio Magno. La misma enseñanza la encontramos en san Juan Crisóstomo: «Todas las cosas que los profetas afirmaron respecto a los judíos, todas alcanzaron su cumplimiento, e incluso la realización de las mismas fue evidente a todos: también las referentes a Cristo en el Nuevo [Testamento], que muestran sobremanera que la Escritura es divina. Mas si es divina, todo lo que se ha dicho en ella sobre Dios también es verdad». El texto del Patriarca de Constantinopla incluye la afirmación del origen divino de la Biblia con el argumento racional de que las profecías se han cumplido, lo cual no deja de tener su importancia científica.

 

Durante los siglos cuarto y quinto, los autores cristianos admitían en general que la Biblia tenía como autor a Dios. Habían aceptado de manera pacífica este dato central de la herencia judía y eran poco propensos a contestarlo ya que el ambiente antiguo no tenía dificultad en aceptar la inspiración divina de los libros sagrados. Así se expresa, por ejemplo, san Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis: «Por tanto, no salga de nuestra boca más que lo que dice la Escritura acerca del Espíritu Santo; y si algo no aparece en la Escritura, no andemos curioseando. El Espíritu Santo en persona dictó las Escrituras; Él también dijo de sí mismo cuanto quiso, o lo que correspondía a nuestra capacidad de comprensión. Que se diga, pues, lo que dijo, y que nosotros no alberguemos la pretensión de decir lo que no dijo». Otros testimonios podemos cotejarlos entre las obras de san Basilio, san Gregorio de Nisa, san Jerónimo, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, y otros muchos.

 

A pesar de esta unanimidad, cuando se trata de definir la naturaleza de la inspiración misma, las opiniones patrísticas difieren. Así, Teodoro de Mopsuestia distingue entre la inspiración profética, que incluye la visión de las cosas futuras, y la sabiduría de los autores sapienciales. También es interesante la opinión de san Ambrosio, quien afirma que los hagiógrafos no han escrito conforme al arte humano, sino según la gracia, que supera todo arte, porque escribieron todo lo que el Espíritu Santo les había inspirado.

 

Los autores de la Patrística no se conforman con afirmar el hecho de la inspiración divina, y de algún modo su naturaleza, sino que también sacan sus consecuencias. Así, puesto que el Espíritu Santo ha inspirado los libros sagrados, éstos están llenos de misterios, escondidos a quienes no creen, abiertos en cambio a los que llaman y buscan. También, porque provienen de Dios, todas las palabras son útiles y todos los libros constituyen la única Biblia y pueden ser interpretados uno por medio de otro, como cita expresamente san Agustín.

 

Plenamente convencidos del origen divino de la Escritura y sintiéndose además ligados por la autoridad de la tradición eclesiástica pasaban sin dificultad alguna sobre la contribución específica de los autores humanos. La importancia de la historia en la retórica, y especialmente las costumbres que regulaban los prólogos de los comentarios paganos, les obligaba a olvidarse que todo libro bíblico tenía también su autor humano. Para nuestros comentaristas, el interés de la Biblia patrística era el medio privilegiado de comunicación con Dios, y el texto sagrado permitía a nuestros comentaristas una simbiosis excepcional entre su locutor trascendente y sus destinatarios humanos. Éstos eran sus objetivos hermenéuticos primordiales.

 

2. Fe en Cristo y su Iglesia

 

Otro de los criterios básicos que determinó el inicio y todo el desarrollo de la exégesis patrística fue la convicción de que la divina Escritura sólo tiene sentido cuando es interpretada en y para la Iglesia. Ciertamente, a la luz de las convicciones evangélicas, el texto sagrado incorporaba un cúmulo de conocimientos muy necesarios acerca de Cristo. Estos datos cristológicos, descubiertos por los primeros intérpretes de la Escritura en la Iglesia del Nuevo Testamento, respaldaron la apropiación cristiana de la Biblia hebrea, cuyo carácter divino se identificó a partir de entonces como cristiano.

 

La resurrección de Jesús, reconocido como Señor, constituye el punto de partida, la raíz, el centro y la cima, de la hermenéutica patrística de la Biblia. Ahora bien, no es la Biblia quien implanta la resurrección, sino lo contrario: es la resurrección del Señor quien introduce en la Biblia. Los Padres sostienen que sólo el reconocimiento de Jesús como Señor, permite leer adecuadamente la Biblia, y además añaden que este reconocimiento puede ser pleno y auténtico únicamente si es tenido en la Iglesia, conforme a su regla de fe. De aquí nace el principio fundamental del trabajo exegético de los Padres de la Iglesia: Ecclesia tenet et legit librum Scripturarum (la Iglesia posee e interpreta el libro de las Escrituras). Esta convicción entró muy pronto con sencillez en las fórmulas de fe que debían adoptar los candidatos al bautismo, en los símbolos de las distintas reuniones sinodales y mucho más de los de los concilios ecuménicos, cuando éstos tuvieron lugar, las distintas alabanzas a Dios con sus variadas formulaciones, los testimonios martiriales y de la conducta misma de los creyentes no son más que algunos testimonios de los que la “Iglesia tenía y de cómo leía el libro de las Escrituras”.

 

Ya en los años últimos del siglo ii los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento fueron recibidos por los numerosos grupos cristianos como el tesoro más preciado de la Iglesia. Tanto Ireneo de Lyon como Tertuliano tenían perfectamente claro que las disputas por establecer correctamente el elenco de los libros canónicos sólo tenían sentido si aquellos libros se consideraban ya propiedad de la Iglesia. Esta misma consideración tenían incluso los enemigos de la Iglesia, y así en las épocas de persecución, se exigía a los cristianos que entregaran sus libros sagrados, pues era de todos conocido que una de las peores traiciones a la Iglesia consistía en entregar los libros sagrados a las autoridades civiles. Así nacieron los conocidos con el nombre de traditores en la Iglesia antigua.

 

La piedad de Orígenes le llevará a escribir: «Mi mejor deseo es ser verdaderamente de la Iglesia, ser llamado con el nombre de Cristo, y no con el de cualquier heresiarca, tener ese nombre, bendito en toda la tierra. Mi deseo es ser realmente y denominarme cristiano, tanto por las palabras como por los sentimientos». Es la voz de un hombre en el que se mezclan el amor y la confianza; es la fuerza del amor la que exige la rectitud de la fe. No contento con alegar «la regla de las Escrituras» o «la regla evangélica y apostólica», el maestro alejandrino invoca la «regla de la Iglesia», la «fe de la Iglesia», la «palabra de la Iglesia», la «predicación de la Iglesia», la «doctrina de la Iglesia», el «pensamiento y el magisterio de la Iglesia». Todas estas expresiones origenianas han surcado los tiempos hasta nuestros días y han dejado su impronta en la configuración de la exégesis cristiana en toda su historia.

 

No sólo se pensaba que las Sagradas Escrituras habían sido confiadas a la Iglesia, sino que a la vez se afirmaba que constituían el mensaje fundamental de ésta. Es decir, lo que la Iglesia tenía que anunciar no era otra cosa que la Sagrada Escritura, a la vez que todo el mensaje de la palabra de Dios no era otra cosa que la proclamación de la Iglesia. Así, durante los siglos patrísticos uno de los principios básicos de la recepción inicial y de la interpretación subsiguiente de la Sagrada Escritura en la Iglesia era siempre el mismo: La Sagrada Escritura tenía sentido en términos cristianos, porque era propiedad de la Iglesia; no por estar ordenada a su servicio. Por haber sido entregada a la Iglesia, la Sagrada Escritura tenía que ser entregada a su vez y en su totalidad a cada uno de los miembros de la Iglesia. Nunca hubo en la Iglesia primitiva un círculo específico al que se vinculara un uso exclusivo de la Biblia. Florecían en algunos lugares círculos de intérpretes amigos, pero ningún cristiano quedaba privado de la apropiación personal de la Sagrada Escritura en cuanto tal. Esto es lo que demuestra precisamente que la exégesis patrística diera como fruto un sin número de sermones y otros tratados elaborados por miembros del pueblo cristiano y dirigidos al pueblo cristiano.

 

Las reuniones litúrgicas, la oración comunitaria y personal, los métodos catequéticos, las festividades, las visitas y comunicaciones entre cristianos de diversos lugares constituyen un sinfín de ejemplos patrísticos respecto a la exégesis de los Padres de la Iglesia: asignaba a los dirigentes intelectuales de las comunidades eclesiales; conseguía que los hermanos cristianos compartieran sus bienes espirituales y materiales; en definitiva, la Sagrada Escritura estaba presente en todas las circunstancias de la vida cristiana.

 

San Agustín nos recuerda este principio básico en la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras. «Si queremos –escribe el obispo de Hipona– comprender la Escritura, es indispensable que descubramos al Cristo completo y total, es decir, Cristo cabeza y cuerpo. Cristo habla muchas veces en persona únicamente de la cabeza, la cual es el mismo Salvador, nacido de la Virgen María; otras habla en persona de su cuerpo, el cual es la santa Iglesia, difundida por toda la tierra. Nosotros somos su cuerpo, si es que nuestra fe sincera, nuestra esperanza segura y nuestra caridad ardiente se fundan en Él; somos su cuerpo y miembros de Él… Por tanto, al oír las voces del cuerpo, no separéis la Cabeza, y al oír las voces de la Cabeza, no separéis el cuerpo, porque ya no son dos, sino una carne».

 

Consecuencia de esta común convicción de fe era que las personas, las instituciones, los acontecimientos, las leyes, los sacrificios, y en general todo de lo que se habla en el Antiguo Testamento fueran interpretados como referidos a la persona misma de Jesucristo. No se trata sólo de algunos sucesos fundamentales del Antiguo Testamento, sino de todos, hasta los más particulares. El significado de toda esa realidad veterotestamentaria es modificada por la lectura cristiana hasta el punto de que entonces se puede hablar de un significado que ya no se refiere sólo a Israel, sino que mira a Jesús, identificado con el Espíritu Santo mismo por las Escrituras hebreas.

 

En definitiva es general en los Padres de la Iglesia la convicción de que Jesús resucitado no constituye sólo el contenido de las Escrituras, sino también el que lleva a descubrir gradualmente su contenido. De ahí la conclusión de los comentaristas patrísticos: sólo puede entender las Escrituras quien lleva la misma vida del Maestro hasta el fin de los tiempos. Con otras palabras, únicamente puede pensar haber logrado el verdadero sentido del texto bíblico quien puede detectar en sí mismo la presencia de un alter Christus.

 

Estos intérpretes de la Biblia basaron su exégesis en afirmaciones hechas desde la fe. Para los Padres, el hecho de poder comprender las Escrituras es una gracia y un don que el intérprete debe pedir en la oración. Por eso, el punto de partida de gran parte de la exégesis patrística sobre el Antiguo Testamento es la creencia que éste, en su conjunto, es un anuncio de Jesucristo; o a la inversa, que Cristo es la llave para entender el Antiguo Testamento. Ciertamente, Cristo es el que asume y recapitula toda la línea del tiempo anterior y posterior, desde el primer hombre hasta el último. Y esta lectura tipológica de la Biblia no se limita sólo a Cristo, sino que éste es inseparable de su cuerpo, de su pueblo, que constituye el misterio en su plenitud: «Cristo y su Iglesia».

 

3. Unidad y utilidad de toda la Biblia

 

De la “divinidad” y “eclesialidad” de la Biblia deriva también la sinfonía de los dos Testamentos que componen las Sagradas Escrituras; es decir, su unidad, y no sólo en su perspectiva apologética, sino sobre todo y principalmente en su sentido más profundo: saber caso por caso, si una lectura determinada cristiana es homogénea a la Escritura en su conjunto, conforme a su dinamismo profundo. Esta característica es la que celebra y goza la exégesis patrística, como lo demuestra que sus resultados llegarían a ser componentes de la liturgia cristiana y permanecen hasta nuestros días.

 

Al creer en Dios, como único autor principal de la Biblia, los autores patrísticos se sienten capacitados para aplicar con mayor convencimiento el principio de la hermenéutica clásica «Homero por Homero», el autor por el autor. No se limitan a citar continuamente textos bíblicos que se explican unos a otros. Como hemos visto en san Agustín, tienen en cuenta que pasajes oscuros hay que explicarlos por medio de otros más claros, y que una contradicción aparente entre dos pasajes puede ser resuelta por medio de un tercer texto.

 

Por otra parte, los intérpretes patrísticos de las Sagradas Escrituras saben distinguir perfectamente entre el Logos, palabra eterna y personal de Dios, y la palabra divina que resuena en el oído humano y que el ojo del hombre lee en la Biblia. Esa presencia del Logos personal en la Escritura es la razón más profunda de su unidad esencial, en cuanto mensaje del único misterio que asume expresiones diversas según los tiempos y los hombres. Nos encontramos ante un concepto fundamental de la patrística que da la clave de los criterios interpretativos de los Padres de la Iglesia. Ésta es la verdadera razón y el motivo necesario y urgente que tenían, por ejemplo, Ireneo, Tertuliano, Hipólito y Orígenes, entre otros, para afirmar la unidad de los dos Testamentos frente a los herejes que repudiaban los textos veterotestamentarios o, en el mejor de los casos, los interpretaban mal porque la faltaba la luz emanada de los de la Nueva Alianza realizada por Jesucristo.

 

En el siguiente texto de san Juan Crisóstomo el criterio de la unidad de la Escritura se muestra de manera esclarecedora: «Si de un costado se toma una parte, en ella se hallarán todos los elementos de que consta el animal entero: nervios, venas, huesos, arterias, sangre y, por decirlo así, una muestra de todo el conjunto: lo mismo en las Escrituras: en una parte cualquiera brilla el parentesco con el todo». El lector de los escritos patrísticos encuentra en esta motivación exegética la explicación oportuna sobre la abundante repetición de textos bíblicos que se halla en todos los comentarios bíblicos de cualquier autor de los primeros siglos de la Iglesia.

 

El autor real de las Escrituras es el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo es uno. Así pues, las Sagradas Escrituras, tomadas en su conjunto, deben enseñar una verdad, la verdad. Y, más aún, si el Espíritu Santo es su autor, las Escrituras nunca pueden considerarse como un lugar común o algo superficial. Orígenes, por ejemplo, escribe: «¿De qué me sirve a mí, que he venido a escuchar lo que el Espíritu Santo enseña al género humano, oír que Abrahán estaba de pie debajo de un árbol?», o que «el propósito [del Apóstol] es que aprendamos cómo tratar otros pasajes, y en especial aquellos en los que la narración histórica parece que no cuenta nada valioso acerca de la ley divina» o bien este otro pasaje: «Y, ciertamente, si como algunos piensan, el texto de la divina Escritura fue compuesto sin cuidado y de modo confuso, se podría haber dicho que Abrahán bajó a Egipto para habitar allí a causa del hambre que sufría». Por ello, concluirá el exegeta alejandrino, lo mismo que el hagiógrafo necesita de la intervención del Espíritu Santo para redactar las Sagradas Escrituras, igualmente el lector necesita de la ayuda de ese mismo Espíritu para comprender con rectitud lo que lee en esas mismas Escrituras.

 

De este modo, la exégesis de los Padres era una tarea fascinante, llena de misterios, sorpresas y complicaciones que resolver. También Orígenes utilizó una maravillosa imagen que aprendió del rabí que le enseñó el hebreo; decía él que la Escritura es como una gran casa que tiene muchas habitaciones. Todas las habitaciones están cerradas con llave y hay una llave para cada puerta cerrada. La labor del estudioso es encontrar la llave que abra cada puerta. Y es ésta una gran tarea.

 

La exégesis patrística comienza con el estudio literal de los términos, pero el interés real de los Padres de la Iglesia estaba puesto en la cristiandad y en la doctrina cristiana. Quizás la mejor manera de decirlo es que las cosas y sucesos del Antiguo Testamento les recordaban las verdades y realidades cristianas. Con expresión clásica de Wilhelm Vischer, se puede decir con toda verdad que «el Antiguo Testamento nos muestra lo que es Cristo, mientras que el Nuevo Testamento nos muestra quién es Cristo». Este proceso de relación de ideas ya había comenzado en el Nuevo Testamento, y nosotros lo encontramos resumido en los dos primeros versículos de la Carta a los Hebreos. San Juan Crisóstomo lo hará de la siguiente manera: «Nada hay inútil o innecesario en la Sagrada Escritura, ni siquiera una iota o una tilde; más aún, ni siquiera un simple saludo, puesto que el saludo nos abre un mar inmenso de sentidos y nos da abundante materia».

 

4. La Biblia como argumento demostrativo

 

En este momento sólo podemos esbozar lo que ya hemos dicho en otra ocasión respecto al valor que la Biblia tiene entre sus comentadores patrísticos en relación a los tres frentes que se encontraron: judíos, paganos y herejes. Estos tres ámbitos opuestos al cristianismo primitivo tuvieron precisamente en los comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia sus oportunas respuestas, teniendo como base de su argumento precisamente la Biblia. Ciertamente las Sagradas Escrituras fueron siempre el referente básico para definir las distinciones con unos y con otros.

 

«La polémica, la persecución, la oposición y marginación social –afirma Angelo di Berardino– obligan a cerrar filas o, mejor todavía, a animar una conciencia más persuasiva de la propia identidad, que precisamente los cristianos expresan en términos tan claros que echan por tierra la mayoría de las veces el juicio de los opresores». En efecto, el camino que recorren los primeros cristianos, siguiendo el ejemplo de su Maestro, no es el del enfrentamiento con las estructuras de la sociedad o de las confrontaciones en los conflictos sociales y políticos que ciertamente existían. Frente al mundo judío y pagano, el cristiano de los primeros siglos parece concentrarse en un único objetivo: el anuncio de Jesucristo y del proyecto de vida que había traído. De esta manera el texto de la Biblia se convierte en el centro de sus mejores reflexiones para subrayar las concepciones teológicas y la orientación kerigmática de sus comportamientos.

 

Los exegetas cristianos de esta época se fijan en la Biblia para poner de relieve las diferencias y similitudes con sus coetáneos del judaísmo, para señalar ciertos acontecimientos particularmente significativos en las Sagradas Escrituras en sus relaciones con ellos y para manifestar el sentido direccional de toda la historia veterotestamentaria, que implica una radical conversión de las personas. En definitiva, el texto bíblico es para los cristianos de los primeros siglos una invitación a los judíos para tomar parte de la vida y del comportamiento de la nueva comunidad fundada por Cristo, la Iglesia, que es la heredera auténtica de las promesas realizadas por Dios al pueblo judío.

 

La Escritura, como historia de salvación, es también la tierra fructífera donde hunde sus raíces el mensaje cristiano frente a la polémica de los paganos. Si la historia, la filosofía y la literatura paganas son verdaderas por la antigüedad de que gozan, más verdadera será la doctrina cristiana que se funda en las páginas multiseculares de la Biblia. La historia cristiana también reconoce los hechos, su concatenación y sus consecuencias. Pero con los ojos de la fe el historiador cristiano observa a Cristo como el gran protagonista de la historia humana. La época de los mitos y de las narraciones de los filósofos paganos no es sino una preparación para conocer toda la verdad que traerá más tarde el Evangelio de Cristo. Por eso el historiador cristiano recurrirá a la fidelidad de la memoria de Cristo, a la capacidad de interpretar los acontecimientos a la luz de esa memoria y a la fuerza de su exhortación eficaz y convincente.

 

También el texto bíblico se convierte en el centro de los conflictos entre cristianos y los que llevan «el falso nombre de cristianos» durante todos los siglos que abarca la época patrística. La concepción de la Biblia y los métodos de interpretación han marcado profundamente la identidad de los verdaderos cristianos frente a los herejes. Las interpretaciones bíblicas de marcionitas y gnósticos frente a los cristianos de «la gran Iglesia» trajo consigo unas consecuencias capitales: la unidad de los dos Testamentos, la puesta a punto del canon neotestamentario y el desarrollo de los métodos exegéticos que configurarán para siempre la hermenéutica cristiana.

 

En este momento citaremos únicamente un texto que nos parece muy significativo; es del primer autor cristiano que unifica toda la Escritura en dos partes, que él, entrando en la historia de la exégesis cristinan, llama Antiguo y Nuevo Testamento. En efecto, Clemente de Alejandría escribe: «Demostramos el objeto de nuestra investigación con la palabra del Señor, la cual ofrece una garantía mayor que toda demostración, mejor aún, es la única demostración que realmente existe. Conforme a esta ciencia son fieles quienes sólo prueban por las Escrituras, pero son “conocedores” los que siguen adelante para alcanzar un conocimiento más perfecto de la verdad, pues también en la vida tienen una cierta superioridad los especialistas respecto a los profanos, y en comparación a las ideas comunes modelan mejor. Del mismo modo también nosotros, demostrando con perfección lo concerniente a las Escrituras a partir de ellas mismas, estamos persuadidos por la fe de manera convincente. Y si los que siguen las herejías se atreven a servirse de los escritos proféticos, en primer lugar no se sirven de todos, y no [lo hacen] de forma íntegra, ni tampoco dan a entender el conjunto ni el contexto de la profecía, sino que entresacando las frases ambiguas las traducen según sus propias opiniones, recogiendo de un sitio y otro unas pocas palabras, sin examinar su significado, sino que se contentan con la misma simple expresión. En efecto, en casi todos los textos que aducen se puede ver cómo atienden sólo a los nombres, substituyendo los significados, porque desconocen lo que expresan, ni utilizan aquellas selecciones [de textos] que presentan como la naturaleza de los mismos reclama. Mas la verdad no se encuentra en cambiar los significados (pues de esta manera arruinan toda verdadera doctrina), sino en examinar lo que es perfectamente propio y conveniente al Señor y Dios todopoderoso, y en confirmar cada una de las pruebas de las Escrituras mediante otros pasajes paralelos de las mismas Escrituras». Las palabras del Alejandrino merecerían una reflexión detenida, pero no es posible en este momento; parecen escritas en cualquiera de neustros días, donde los eufemimos tratan de cambiar el significado de las palabras.

 

5. Escuela de virtudes

 

Los Padres creyeron que las Escrituras, entendidas de modo adecuado, les hablaban en su búsqueda de la santidad cristiana. Así pues, la simple narración de los sucesos del pasado no es inútil. Así la frase: «Moisés consignó por escrito, por orden del Señor, las etapas que recorrieron» (Nm 33, 2), es comentada por Orígenes de la siguiente manera: «Habéis oído que “Moisés consignó por escrito” estas cosas “conforme a la palabra del Señor”. Y ¿por qué el Señor quiso que se escribieran? ¿Para que este pasaje de la Escritura sobre los mandatos hechos a los hijos de Israel nos reporte algún beneficio o no nos sirva de nada? ¿Quién se atrevería a afirmar que las cosas escritas por mandato de la palabra del Señor no reportan utilidad o salvación alguna, sino que tan sólo narran unos acontecimientos, y que lo que entonces sucedió no tiene ahora ninguna relación con nosotros?». En verdad, es principio exegético fundamental la pregunta que los Padres se hacen continuamente sobre qué me dice este pasaje y cómo me puede ayudar.

 

El conocimiento de Dios es evidentemente para los exegetas patrísticos sinónimo de salvación. El conocimiento de Dios que concede la fe y asciende por el amor tiene como finalidad el conocimiento de la Escritura, no sólo leída, sino también meditada y contemplada por el cristiano, que no se contenta con simples ideas, sino que busca el penetrar en el misterio del Hijo de Dios, y trata de hacerse semejante a Él interiorizando las páginas sagradas de la Biblia. Este tema tiene para los escritores de la edad patrística dos fundamentos principales en la Escritura. El primero se encuentra en el Génesis, donde se lee que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 2, 26). Este texto sirve a la mayoría de los comentaristas paleocristianos para indicar que el hombre todavía no posee el parecido pleno que una imagen exige. El segundo de los textos, también veterotestamentario es el mandato a Moisés de marchar por el camino de Dios y obedecer sus mandatos. Con este inicio –la imagen de Dios– y esta meta –la perfecta semejanza–, se desenvuelve todo el camino moral de los Padres de la Iglesia, y la importancia que las Escrituras asumen en el acompañamiento del itinerario del fiel cristiano: el camino que conduce desde el inicio hasta el término es el de la Sabiduría y el de la Palabra de Dios.

 

Recordemos, entre muchos, dos ejemplos de tradiciones hermenéuticas tan distanciadas como la alejandrina y la antioquena. En su Comentario a la Carta a los Romanos, Orígenes nos ha dejado estas palabras: «Nuestra mente es renovada mediante la práctica de la sabiduría, la meditación de la Palabra de Dios y la inteligencia espiritual de su ley; y cuanto más progrese uno en la lectura de las Escrituras, más arriba subirá su entendimiento; así será nuevo siempre y cada día. Ignoro, en cambio, si puede renovarse la mente perezosa en relación con las divinas Escrituras y la práctica de la inteligencia espiritual, con las que no sólo puede entender como verdadero lo que está escrito, sino también explicarlo con más claridad y manifestarlo con mayor diligencia».

 

Y un asiduo predicador antioqueno de las Escrituras como lo fue el Crisóstomo también nos ha dejado escrito: «Si nosotros, los que diariamente disfrutamos de la lectura de los profetas y los apóstoles, apenas refrenamos las pasiones y cohibimos la ira y dominamos los alborotos de las codicias y con dificultad rechazamos la peste de la envidia, a pesar de que estamos continuamente repitiendo en medio de nuestras perturbaciones los versículos de la Escritura, y con trabajo y apenas domesticamos semejantes bestias feroces e impudentes ¿qué esperanza de salud queda, pregunto, para quienes jamás han usado de la dicha medicina ni han escuchado cómo tratar de las virtudes?».

 

De la exégesis alegórica de Orígenes, construida sobre la base de la exégesis literal, derivan dos consecuencias lógicas: la exégesis tropológica, que se refiere a la conducta moral del cristiano en el seguimiento de Cristo, y la exégesis anagógica, que es el convencimiento de los misterios de la bienaventuranza eterna y de su incoación en esta vida. En el pensamiento del Alejandrino lo mismo que el sentido alegórico transforma el Antiguo Testamento en el Nuevo, también el sentido tropológico y el anagógico convienen a la Antigua Alianza, puesto que ésta es transformada por la Nueva. Ambas alianzas son imprescindibles para el lector cristiano, como lo demuestra su comentario a la Vida de Moisés, por ejemplo.

 

Ciertamente las Escrituras Sagradas no son sólo levadura que fermenta las capacidades del lector, sino que la palabra de Dios es también el alimento que «nutre y deleita el alma de los prudentes, que es fulgurante y suave, iluminando con el esplendor de la verdad y deleitando las almas de los oyentes con la dulzura de las virtudes», como nos recuerda san Ambrosio.

 

En verdad los Padres de la Iglesia, como hijos de su tiempo, eran conscientes de la importancia de las costumbres de los mayores, la tradición, como lo reflejan sus comentarios bíblicos. No existe convivencia sin tradición; por este motivo la misma religión era considerada como base de la vida en común, tanto en la sociedad como en la familia. Y en general se consideraba que la antigüedad era uno de los principales criterios de veracidad. Por ello no resulta extraño que los comentadores bíblicos de los primeros siglos hagan hincapié en los personajes bíblicos como espejos de conducta cristiana. Ellos recorren la Sagrada Escritura para apoyar su llamada a la vida sencilla en dos fundamentos principales. De una parte existe un bien superior al de los alimentos, al dinero y al placer, que con tanta avidez buscan los hombres. Pero a continuación explican cómo la razón y la sobriedad –medida– son bienes en sí mismos.

 

La enseñanza ético-moral de las cartas paulinas, por ejemplo, tal como las entienden los Padres, brota de sus reflexiones sobre la personalidad de Pablo, y en consecuencia sobre la vida cristiana como disciplina espiritual. La auténtica vida cristiana consiste en seguir los preceptos cuyo cumplimiento se hace posible con la ayuda de la gracia de Cristo, tal y como han quedado expresados en la Sagrada Escritura y la tradición. Cuestiones de interpretación hacían surgir controversias sobre el grado de literalidad y severidad con que se habían de tomar tales mandatos, especialmente cuando se tenían que aplicar a la vida en sociedad y también a la vida de las comunidades monásticas. Esta tensión aumentaría la casuística y darían pie a los primeros catálogos tanto de virtudes como de vicios.

 

Consecuentemente, los Padres recalcan con énfasis todos aquellos pasajes bíblicos donde se pondera la importancia moral de la vocación cristiana para un correcto conocimiento y práctica del ascetismo. La ley del Antiguo Testamento tiene validez para todo tiempo como guía del comportamiento ético de los creyentes; incluso cuando descienden al plano disciplinar respecto a cierta falta de madurez en la práctica moral, lo hacen precisamente para abrir camino a una vida espiritual más perfecta. Las frecuentes advertencias contra lo terrenal recalcan los peligros del deseo de riqueza, de la inclinación a los placeres carnales en las relaciones domésticas o en el desenfreno sexual, y del afán de aprobación y reconocimiento humanos a través del éxito mundano.

 

Una cuestión que no olvidan estos comentaristas es el referido al tema de lo relativamente provechoso que resulta el matrimonio y la familia y el mandato de procreación humana dado por Dios, especialmente en debates entre defensores extremistas de la vida doméstica por un lado, y del rigor ascético y el fanatismo por otro. Distinto tema era el referente al legalismo externo, en contraposición a la ansiada vida interior encaminada a una auténtica unión espiritual con Dios. Juan Crisóstomo constituye un buen ejemplo de aquellos Padres que advierten, una y otra vez, que la verdadera virginidad y auténtico celibato se hallan en el corazón y en la mente, y que nunca pueden reducirse a una serie de reglas de conducta. En la misma línea se desenvuelve el pensamiento de san Ambrosio, el teólogo patrístico de la virginidad.

 

En definitiva, los Padres latinos, griegos, siríacos y coptos, más allá de sus diferencias de énfasis y formulación, nos enseñan unánimemente que las cualidades propias del carácter que brota de un corazón contrito y humilde, constituyen en última instancia la manera de ser del cristiano, y estas lecciones pueden aprenderse mediante la lectura de las Sagradas Escrituras.

 

D. Conclusión

 

La Biblia en los Padres de la Iglesia es como un gran mar al que es muy difícil poner orillas. Ciertamente en ese misterioso “cara a cara” entre objeto y sujeto del trabajo exegético se genera un movimiento continuo, que permite crecer al uno y al otro hasta el infinito gracias a la energía que recíprocamente se dan, como nos lo indicaba san Gregorio Magno en el texto citado más arriba. Pero a nosotros nos corresponde ahora al menos resumir las fases iniciales de ese flujo y reflujo permanente entre el texto inspirado y el lector patrístico.

 

1. El primer paso lo constituye el correcto acercamiento a la autenticidad del texto: la congruencia del texto con la fuente original y las particularidades de orden gramatical, sintáctico o etimológico. Ciertamente, los métodos exegéticos propios de la cultura clásica greco-romana desempeñaron un papel importante. Pero igualmente forman parte de este primer paso dos aspectos metodológicos de importancia decisiva: el contexto del texto en el conjunto unitario de los dos Testamentos y el significado del texto con el depositum fidei, custodiado por la fe de la Iglesia.

 

2. En segundo lugar los Padres de la Iglesia construyeron su exégesis en la importancia de seguir una norma segura que les ayudara a descubrir no sólo la «objetividad» del texto bíblico, sino sobre todo el sentido revelado del texto en una mente y un corazón que hubieran recibido el don de una visión en profundidad (theoria), previa la ausencia de toda pasión y la adquisición de la virtud. En definitiva, la garantía y la verificación correcta del sentido profundo de un texto bíblico estaba en consonancia con la adhesión a la doctrina y vida queridas por la Iglesia. La mente y el corazón del exegeta patrístico no podían errar sustancialmente en la comprensión última del texto bíblico, porque su fe le convencía no de hipótesis más o menos verificables, sino del misterio de su propia salvación, es decir, de un contenido cuyo conocimiento y correspondiente adhesión conducía a la salvación eterna, siempre dentro de la Iglesia, verdadera depositaria de las Sagradas Escrituras.

 

3. Con estas predisposiciones científicas y morales, el exegeta patrístico se encontraba en las mejores condiciones para abordar el «tejido» textual y encaminarse hacia la fuente luminosa que se escondía en el texto examinado. El modo concreto utilizado por los Padres de la Iglesia para pasar del texto a la fuente misma de la luz era el de establecer una relación entre lo que decía el texto concreto examinado con lo que se observaba en el conjunto de los dos Testamentos y en el depositum fidei custodiado por la Iglesia. Como es natural en todo este proceso jugaba un papel decisivo no sólo la inteligencia del exegeta y su cultura histórico-bíblica, teológica y literaria, sino también la profundidad de su mirada sobre el conjunto de los libros de las Sagradas Escrituras y sobre el patrimonio de fe de la Iglesia. Esta enseñanza de la Iglesia era el núcleo central de la verdadera exégesis patrística, y era identificado por diversos elementos como las fórmulas de fe, la tradición, los símbolos o reglas de fe, las doxologías y la conducta individual junto con la vida comunitaria reflejada en las asambleas litúrgicas. Este criterio de verdad es expresado con distintos términos por los autores patrísticos, quienes ven la verdad objetiva y tratan de encontrar su existencia siguiendo un criterio o canon. También en este punto nuestros hermeneutas no hacen otra cosa que seguir los precedentes paganos, quienes insistían que sin un canon que sepa las opiniones es imposible la investigación racional, como ya afirmaba Epicuro; la finalidad de esta regla es separar la verdad de la apariencia, con la aplicación de reglas racionales.

 

4. El conocimiento intelectual y vital de Cristo era el único camino digno de emprender al exegeta patrístico, y Cristo se deja conocer en las Sagradas Escrituras. En sentido inverso, el desconocimiento de las Escrituras era igualmente ignorancia sobre Cristo y, como consecuencia, esa falta de experiencia entrañaba el grave peligro de perder la salvación por una incorrecta comprensión de las mismas Escrituras. La verdadera comprensión de los libros inspirados sólo es posible gracias al encuentro, personal y comunitario, con Cristo resucitado, proclamado como Cristo y Señor. Y el misterio de Cristo abarca a toda su persona, que implica el conjunto de su cuerpo identificado con la Iglesia.

 

5. En verdad, la regla de fe es la que da coherencia y consistencia. Nada puede ser más consistente –dirá san Ireneo– que reunir todas las cosas en Cristo, donde todo sucede en el tiempo justo y no se deja nada fuera. También para el obispo de Lyón la regla es la verdad original que la Iglesia conserva. Y verdad e Iglesia se identifican; siempre que el término Iglesia sea entendido con aquellos parámetros de los comentadores bíblicos de la patrística y que la teología posterior supo recoger tan admirablemente con cuatro adjetivos: una, santa, católica y apostólica. Con otras palabras, Biblia e Iglesia, Iglesia y Biblia, constituyen dos elementos que no se pueden disociar: se explican mutuamente y se necesitan ambos. Son dos círculos concentricos que deben ocupar el mismo espacio en la mente y el corazón del creyente.

 

Deseo terminar esta intervención con unas palabras tomadas de la última Exhortación Apostólica Postsinodal del Santo Padre Benedicto XVI. Dicen así: «Los Padres de la Iglesia nos muestran todavía hoy una teología de gran valor, porque en su centro está el estudio de la Sagrada Escritura en su integridad. Efectivamente, los Padres son en primer lugar y esencialmente unos “comentadores de la Sagrada Escritura. Su ejemplo puede “enseñar a los exegetas modernos un acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así como una interpretación que se ajusta constantemente al criterio de comunión con la experiencia de la Iglesia, que camina a través de la historia bajo la guía del Espíritu Santo”». Y a todos nosotros –concluyo ya– nos muestran un camino que recorrer, individual y comunitariamente, en el fructífero acercamiento a la Biblia.

 

Muchas gracias.