La Autenticidad Cristiana
Vivimos en tiempos duros, quien quiera permanecer fiel y vivir con autenticidad su fe cristiana ha de estar dispuesto a jugarse todo por Cristo
¿Qué es la autenticidad
cristiana?
La autenticidad es vivir (en pensamientos, palabras y
obras) la verdad de nuestro propio ser; verdad que encontramos en Dios,
nuestro Creador y Redentor. La razón humana iluminada por la fe me descubre la
verdad objetiva de mi identidad: soy creatura redimida por Cristo; soy
cristiano, llamado a vivir como Cristo dentro de su Cuerpo místico que es la
Iglesia y a ser apóstol; tengo una misión en la vida que consiste en servir y
amar a Dios a través del cumplimiento de su santa voluntad, manifestada
principalmente en la ley moral natural y en los criterios del Evangelio. La
autenticidad, en resumidas cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por
voluntad de Dios y coherencia con lo que debemos ser. Esta coherencia, lo
sabemos muy bien, exige una lucha continua contra todo lo que nos aparta del
cumplimiento fiel de la voluntad de Dios.
Es importante aclarar que la autenti cidad no es lo
mismo que la espontaneidad. Lo verdaderamente auténtico no consiste en el
hecho de decir o hacer algo sin trabas ni represiones. Algunas escuelas
psicológicas y métodos pedagógicos promueven la idea de que para llegar a ser
auténtico y realizarse en la vida hay que liberarse sistemáticamente de todo
impedimento o freno a la propia libertad (entendida ésta, de manera
equivocada, como capricho o autonomía absoluta). En cambio el Evangelio nos
dice, y nuestra experiencia lo confirma, que cumplir mi deber en contra quizá
de lo que me dictan mis sentimientos o las circunstancias no es signo de
hipocresía o falsedad, sino, por el contrario, una señal magnífica de
coherencia.
Queridos amigos, yo les invito a dejarse cautivar por
la autenticidad que brilla en la vida de Jesucristo y en la fidelidad heroica
de José Luis y de todos los mártires. Seamos auténticos, seamos hombres y
mujeres que, con toda verdad y sin engaños, cumplamos en todo la voluntad de
Dios sobre nuestras vidas. Que nuestro amor al querer de Dios sea tan fuerte
que superemos el respeto humano, la doblez y el disimulo en nuestro
comportamiento. «Nadie puede servir a dos señores» (cf. Mt 6,24).
Jesucristo nos dejó páginas muy claras sobre este
tema. Basta contemplar un Crucifijo para creer en ello. Eran las palabras que
tanto nos recordaba Juan Pablo II: ¡siempre fieles!, en cualquier
circunstancia, ante cualquier estado anímico, en la adversidad o en la
bonanza, en el sufrimiento y en todo momento. Siempre nos ayuda recordar,
meditar y aplicar ese extraordinario discurso que nos dirigió en su primer
viaje apostólico a México y que pronunció en la misa de la Catedral
metropolitana el 26 de enero de 1979. Ahí habló de los pasos de la fidelidad,
que implican, coherencia y constancia. Nos decía: «no negar en la oscuridad,
lo que hemos visto en la luz».
2. Implicaciones de una vida cristiana auténtica.
a) La oración como un medio p ara descubrir lo
que Dios quiere de mí.
La oración es un elemento imprescindible para cultivar
la conciencia clara y habitual de lo que Dios, fuente de toda autenticidad,
quiere de mí en cada momento. Es más, la oración no sólo me ilumina sino que
me proporciona también la fuerza, los motivos, para amar ese querer divino y
llevarlo a su realización. ¡Cuánto nos estimula contemplar a Jesús absorto
tantas veces en oración durante amplios ratos! Ante las grandes decisiones, en
las horas de oscuridad de su Pasión, en todo momento Cristo supo descubrir en
la oración la luz y la fuerza necesarias para perseverar en el cumplimiento de
las «cosas de su Padre» (cf. Lc 2,49). ¡Todo cambia con la oración! No podemos
imaginar la fuerza transformadora que tiene. Las penas las convierte en gozo,
las tristezas en consuelo, la debilidad en fortaleza, la preocupación en paz.
Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía, ahí suplicaba al Padre, desde ahí nos
enseñó el camino, el mejor camino de todos. Orar, orar, orar. No cabe duda que
aquí está el camino para todo. No hay que olvidar que, junto con el cultivo de
la oración, también el sabio consejo del director espiritual puede ayudarnos a
conocernos y a discernir mejor las manifestaciones concretas de este querer de
Dios.
b) Mantener una recta jerarquía de valores.
La voluntad de Dios debe ser la norma suprema, por
encima de las pasiones y caprichos, de las modas y costumbres del mundo, de
las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me ayuda a cumplir la voluntad de
Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos dan un maravilloso testimonio
de lo que significa vivir con coherencia esta recta jerarquía de valores. «Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres», confesaron valientemente Pedro y
los demás Apóstoles ante el Sanedrín (Hch 5,29). ¡Cuántas oportunidades
tenemos en nuestro trabajo y en general en nuestras relaciones sociales, para
dar testimonio valiente de esta verdad que en oc asiones puede implicar tomar
decisiones difíciles o contra corriente! José Luis tenía muy clara su
jerarquía de valores: «Primero muerto, antes que traicionar a Cristo y a mi
patria», repetía a sus verdugos. Tenía bien puesto su corazón en la patria
eterna, en las palabras que Jesucristo nos dice en el Evangelio: «¡ven, siervo
bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt 25,21).
Para vivir con coherencia según la norma suprema de la
voluntad de Dios hemos de ser fieles a la voz del Espíritu Santo en nuestra
conciencia.
«La conciencia –nos recuerda el Concilio Vaticano II-
es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a
solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla»
(Gaudium et Spes, n. 16).
En ella resuena con fuerza la ley moral fundamental:
hay que hacer el bien y evitar el mal (bonum est faciendum, malum vitandum).
Es ahí, en la conciencia, donde estamos a solas con el Amigo, que a fin de
cuentas sólo quiere nuestro bien, ¡nuestra felicidad verdadera!
Créanme, queridos amigos, que una de las cosas más
terribles que nos pueden suceder es perder la sensibilidad de conciencia,
porque mientras ésta exista siempre habrá posibilidad de rescate, Dios nos
podrá dar la mano para sacarnos adelante. Hemos de cuidar, más que la propia
salud del cuerpo, la salud de nuestra conciencia; llamar siempre al bien,
«bien» y al mal, «mal»; que nos preocupe más una deformación de conciencia que
una herida o un comentario molesto. El P. Marcial Maciel fundador de la Legión
de Cristo, al respecto nos da un consejo muy práctico: «Sea auténtico todos
los días de su vida. No se acueste un solo día con alguna rotura o deformación
interior, como no sería capaz de dormir con un brazo roto. Que le duela la
fractura o torcedura y ponga remedio. No espere a que se pase el dolor de la
con ciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí que habría que temer!»
(Carta del 1 de junio de 1979 dirigida a un legionario). ¡Qué reso-lución tan
útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos sin hacer un breve
examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al querer concreto de
Dios en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos hecho y rectificar
cualquier indicio de engaño o deformación!
Hacer de la voluntad de Dios la norma suprema de vida
es, además, fuente de felicidad y de profunda paz, porque el alma busca
agradar a Dios en todo momento movida por el amor y no por el temor. Como bien
dice La imitación de Cristo: «La gloria del hombre bueno está en el testimonio
de una buena conciencia. Ten una conciencia recta y tendrás siempre alegría»
(libro II, c. 6, n. 1-2).
Ayuda mucho repasar, sobre todo con el corazón, las
palabras del salmo 118: «¡cuánto amo tu Voluntad, Señor, pienso en ella, todo
el día!». Es lo mismo que nos o curre cuando amamos a una persona: la queremos
tanto y nos quiere tanto, que el gozo de nuestro corazón es hacer lo que a Él
le agrada, verle feliz y saber que nuestra gratitud a Él se manifiesta más que
en palabras, en obras de fidelidad a su Voluntad. Por eso decimos su santa
voluntad y por eso le pedimos todos los días en el Padrenuestro que se haga SU
voluntad. No hay petición mejor en nuestra vida.
c) Huir de la mentira en la vida, y por lo
mismo, buscar ser buenos y no sólo aparentarlo.
Hemos de procurar actuar siempre de cara a Dios y no
sólo de cara a los demás. Un gran enemigo de la autenticidad es la vanidad, el
respeto humano, el miedo a lo que los demás puedan pensar o decir de nosotros.
A veces es necesario cuidar la propia imagen y tener en cuenta las posibles
repercusiones de nuestros actos ante los demás. Pero cuando esto me lleva a
silenciar mi conciencia, a dejar de cumplir mi deber y omitir el bien,
entonces preferimos traicionar a Di os antes que quedar mal ante los hombres.
«El hombre siempre ha sentido la necesidad de la
careta; para reír y para llorar. Hay muchos hombres y mujeres que la llevan.
No se guíe por apariencias, hermano. Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el
ojo al espejo...; pero con la careta puesta. Quizá sólo cuando han apagado la
luz, se atreven a quitársela por breves instantes, pero la dejan sobre la
mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela como primera medida del
día». Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios tiene de nosotros,
construir nuestra vida minuto a minuto de cara a Él.
Ésta es la mejor imagen que podemos dar a los demás,
la más auténtica, la que mejor «vende». «No eres más santo porque te alaben,
ni peor porque digan de ti cosas censurables. Eres sencillamente lo que eres,
y no puedes considerarte mayor de lo que Dios testifica de ti» (La imitación
de Cristo, II, c. 6, n. 12).
A Dios nuestro Señor, estimados amigos, no le pode mos
engañar, ya que «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Heb 4,13). Él es
quien nos ha creado y nos juzgará. No es la suya, sin embargo, la mirada
escrutadora del policía o del inquisidor, sino la de un Padre que nos ama, que
se preocupa por nosotros y que si a veces nos corrige es sólo por nuestro bien
(cf. Heb 12,7; Job 5,17).
¡Cuánta paz y seguridad da al alma vivir esta
realidad, actuar siempre de cara a Dios! No hay nada que temer, no hay por qué
esconderse al escuchar los pasos de Dios en el jardín, como Adán y Eva después
del pecado (cf. Gen 3,8). Se está a gusto con Él. Se dialoga con Él con
franqueza y espontaneidad.
d) Volver a la Verdad: saber levantarse con
humildad y reemprender el camino.
Todos podemos tener caídas y limitaciones, pero ello
no nos hace incoherentes siempre y cuando reconozcamos con humildad nuestra
debilidad, pidamos perdón a Dios con sinceridad y volvamos al camino recto. La
confesión frecuente es el sacr amento que nos vuelve a colocar en la verdad de
Dios y, junto con la Eucaristía, nos da la fuerza para vivir en ella.
Es tan fácil autojustificarse, maquillar la propia
imagen ante los demás y ante uno mismo con una larga letanía de excusas y
lenitivos («no era mi intención, no hay que exagerar, somos humanos, los demás
también lo hacen, en estas circunstancias sí se puede…»). La condición
imprescindible para superarse en la vida, para ser un hombre auténtico es la
honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo «camino, verdad y vida»
nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor (cf. Ef 4,15). «Si
decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros.
Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los
pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El placer más grande
de Dios es perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir, sin
arrepentimiento, corrompe. De igual manera la autenticidad sin sincerida d es
una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda la gracia de ser muy honestos y
humildes para que nunca permita que nos separemos de Él ni desconfiemos de su
amor.
Queridos amigos, ustedes saben mejor que yo que
vivimos en tiempos duros. Quien quiera permanecer fiel y vivir con
autenticidad su fe cristiana ha de estar dispuesto a jugarse todo por Cristo.
Hoy parece más claro quizá que en tiempos pasados aquella realidad del
martirio que vivieron los primeros cristianos en propia carne. La vocación
cristiana es una vocación al testimonio, a ser signo de contradicción, una
llamada al martirio de la fidelidad diaria. Los mártires, como José Luis
Sánchez del Río, nos dan ejemplo de ello.
En María, la Virgen del sí, la mujer auténtica y
coherente por antonomasia, fiel a la palabra dada a Dios y a los hombres,
podemos encontrar una síntesis maravillosa de lo que he intentado decirles y
un sostén seguro en nuestra lucha diaria por ser hombres y mujeres coherentes,
a uténticos cristianos. A Ella le pido que nos alcance de Dios, junto con la
intercesión también del futuro beato José Luis Sánchez del Río, la gracia de
la perseverancia final en la fe y en el amor a Dios.
Suyo afmo. y s.s. en Jesucristo,
Álvaro Corcuera, L.C.