El secreto de Jeannette

Notas sobre Santa Juana de Arco

 

Gianni Valente

 

«Desde que el querido Péguy se fue hacia su final -uno, dos- golpeando las suelas de sus enormes zapatos contra el suelo -uno, dos- con el pañuelo de cuadros en la nuca -uno, dos- en la polvareda veraniega... quisiéramos que Juana de Arco perteneciera solo a los niños». Acertaba George Bernanos cuando sugería que sólo la mirada de los niños, como la que poseía el poeta de Orleáns, Charles Péguy, podía comprender la historia de la «pequeña heroína que un día pasó con desenvoltura de la hoguera de la Inquisición al paraíso, ante las narices de cincuenta teólogos». Todo el cristianismo puede convertirse en pasado muerto, pretexto e instrumento de chantajes y luchas de poder, si en el tronco endurecido de la historia cristiana no florece un nuevo brote, si un gesto nuevo del Señor no suscita hoy la esperanza, como ocurrió en los primeros pescadores que lo encontraron en el lago de Galilea.

 

Los intelectuales —escritores, historiadores, clérigos, políticos— que se han sentido atraídos por las hazañas de la Doncella de Orleáns no han demostrado casi nunca esta apertura. Casi siempre se acababa transformando a Juana en un tótem, un símbolo (del nacionalismo francés, del feminismo, del idealismo obcecado, del integrismo católico, de la libertad de conciencia).

 

Y sin embargo, existe una preciosa y rigurosa documentación, que todos pueden consultar, en la que se narra con todo detalle la historia real de la muchacha analfabeta condenada a la hoguera por un tribunal eclesiástico en 1431, y canonizada por Benedicto XV en 1920. Se trata de las actas de dos procesos, el de condena, y sobre todo el de rehabilitación, que la Inquisición abrió en 1456, veinticinco años después del suplicio de Juana, por deseos del rey Carlos VII de Francia. Estas actas también fueron utilizadas en el proceso de canonización. Hojear estas páginas repletas de testimonios directos de quienes conocieron a Juana, las varias fases de su vida, es una ocasión única para intentar comprender su secreto.

 

Una de tantas

 

Jeannette, que nació el 6 de enero de 1412 en Domrémy, aldea de Lorena, en la frontera con el Imperio germánico, tiene de extraordinario sólo su normalidad. En sus testimonios, los habitantes de Domrémy, que la vieron crecer, repiten hasta la saciedad que Juana era una de tantas. Su amiga Hauviette, a la que Charles Péguy elegirá como coprotagonista de su Misterio de la caridad de Juana de Arco, recuerda que «se ocupaba, como las demás muchachas, de las labores de casa, hilaba y a veces -la he visto yo- iba a cuidar el rebaño de su padre». También uno de sus padrinos de bautismo, el campesino Jean Moreau, para hablar de Juana no encuentra nada mejor que referir sus ocupaciones, banales, cotidianas: «Sus padres no eran muy ricos, y ella, hasta el momento en que dejó la casa de su padre, iba con el arado y a veces llevaba los animales al campo.

 

Hacía además todas las tareas femeninas, hilaba, y todas esas cosas». Los gestos sencillos de la fe cristiana son al mismo tiempo parte y nutrición de esta trama cotidiana que tienen en común Jeannette y sus paisanos. Como todas las demás niñas, Jeannette aprende las oraciones sobre las rodillas de su madre. Más tarde dirá a los teólogos que la juzgan, que intentan confundirla con sus preguntas difíciles: «Mi madre me enseñó el Padre Nuestro, el Ave María y el Credo. Nadie más que mi madre me ha enseñado mi fe».

 

Un rasgo especial que puede adivinarse en la vida de Jeannette lo descubrimos por la otra palabra que utilizan repetidamente quienes vivieron cerca de ella: el adverbio con mucho gusto. Con mucho gusto hilaba, con mucho gusto cosía, con mucho gusto hacía las demás faenas de casa. Y, sobre todo, con mucho gusto iba a la iglesia, cuando sonaban las campanas, buscando el consuelo de la confesión y la Eucaristía. Comenta Régine Pernoud, la gran medievalista francesa desaparecida en 1998, que dedicó veinte volúmenes a la santa de Orleáns: «Con esta palabra tan sencilla, libenter, aquella pobre gente quizá nos ha puesto en las manos los rasgos más preciosos de Juana». Cierta alegría leve, el reflejo cotidiano de los dones de la vida cristiana, que hará que Jacques Esbahy, un ilustre burgués de Orleáns, diga: «Estando a su lado se sentía una gran alegría».

 

Un pueblo alegre

 

Aquellos eran tiempos difíciles. Acaba de producirse el cisma de Occidente, pero el papado sigue en pésimas condiciones. También Francia, hija predilecta de la Iglesia, vive decenios terribles, con la nobleza dividida en facciones, una regencia incierta y buena parte del territorio bajo dominio extranjero, el dominio inglés. Pero en esta situación histórica tan dolorosa, entre saqueos, desgracias y carestías, los relatos de los paisanos de Domrémy dejan entrever esa trama cotidiana de consuelo y alegría, el milagro cotidiano de lo que Péguy definía «un pueblo alegre». Un pueblo que en los sucesos de cada día se consuela y guía con el sonido familiar de la campana que suena por los campos, mientras los altos cargos eclesiásticos, divididos en bandas, se afanan en sus lúgubres luchas de poder.

 

Esta cotidianidad será siempre para Juana lo más precioso, incluso cuando el destino la lleve a realizar sus extraordinarias hazañas. A Jean de Novelonpont, el primer soldado que dará crédito a su misión, al que conoció en Vaucouleurs, Juana le dice: «Habría preferido quedarme hilando junto a mi madre, porque esta no es mi profesión, pero es necesario que yo lo haga porque mi Señor así lo desea». Y en el momento de la apoteosis, después de conducir el ejército hacia la liberación de Orleáns y conseguir que fuera coronado en la Catedral de Reims el delfín Carlos VII, rey de Francia, repitió precisamente al obispo de Reims: «Dios quiera, creador mío, que pueda yo ahora retirarme y ayudar a mi padre y mi madre a gobernar las ovejas. Dios quiera que pueda volver con mi hermana y mis hermanos, que se alegrarían de verme».

 

La comunión con los niños

 

Leyendo los testimonios del proceso de rehabilitación, es fácil dar con la fuente que riega y alegra los días y las ocupaciones de Juana. El riachuelo que atraviesa toda su vida, desde los años escondidos de la época campesina a los pocos meses convulsos y exaltados de las empresas guerreras, y del que puede beber todo cristiano, son la oración, los sacramentos, la misa dominical. Desde que era niña, Juana saca abundante provecho de los frutos de gracia de la comunión y la confesión. Leamos al azar. Recuerda su padrino Jean Moreau: «Jeannette iba a menudo y con mucho gusto a la iglesia y a la ermita de Notre-Dame de Bermont, en Domrémy, a veces incluso cuando sus padres creían que estaba arando o en los campos. Cuando oía las campanas de completas y estaba en el campo, iba a la ciudad, a la iglesia, para oírla». El cura de una parroquia cercana, Dominique Lacón, recuerda que «cuando oía el sonido de completas, se arrodillaba y decía devotamente las oraciones». El sacristán de Domrémy, Perrin Drapier, cuenta incluso las regañinas que le dirigía la chiquilla cuando él se olvidaba de tocar las campanas: «Cuando no tocaba las completas me regañaba, diciendo que no había hecho bien, y me había prometido incluso que me daría un poco de lana para que yo tocase diligentemente las completas». Durante la época de su aventura guerrera, Juana buscará aún más insistentemente el socorro de los sacramentos, como el sediento que busca el refrigerio del agua de la fuente. «Si pudiéramos oír misa», le dice a sus compañeros ya al principio, mientras se dirige a Chinon para ver al delfín de Francia, «lo haríamos con mucho gusto». El confesor de Juana, el ermitaño de San Agustín, Jean Pasquerel, que la siguió desde Tours hasta la liberación de Orleáns, cuenta: «Juana se confesaba casi cada día, y comulgaba con frecuencia. Cuando estábamos en un lugar donde había un convento de frailes mendicantes, me decía que le recordara el día en el que los niños que ellos educaban recibían el sacramento de la Eucaristía para ir ella también con los niños a recibirlo, como hacía a menudo. Cuando se confesaba, lloraba. Cuando salió de Tours hacia Orleáns, me pidió que no la dejara, que me quedara siempre junto a ella como confesor». Un pelotón de sacerdotes, por deseos de Juana, acompañaba siempre a las tropas: «Dos veces al día, por la mañana y por la noche, me hacía reunir a todos los sacerdotes, quienes cantaban antífonas e himnos a María, y Juana estaba con ellos. No quería que estuvieran también los soldados que no hubieran confesado. Por eso los exhortaba a confesarse para poder participar en la reunión». En aquella insólita situación, entre cargas, asedios y sobresaltos nocturnos, la soldadesca más tosca se asombra cuando Juana consigue que incluso el cabecilla de los bandoleros, La Hire, se arrodille para confesarse.

 

Heroína por casualidad

 

Los años de la adolescencia campesina de Juana son los mismos en los que Francia parece fatalmente destinada a convertirse en provincia del rey de Inglaterra. El Tratado de Troyes (1420) sanciona la teoría de la doble monarquía, que concede la doble corona de rey de Francia e Inglaterra al descendiente de Enrique V de Lancaster y de Catalina de Francia. El designio inglés tiene aliados decisivos en tierra francesa: el duque de Borgoña y el de Normandía, que controlan buena parte de la Francia septentrional. Y sobre todo, la mayoría de los intelectuales, teólogos y canonistas de las universidades, junto con muchos obispos, que se apresuran a formular teorías teológico-políticas a favor de las pretensiones de los Lancaster. Ya desde 1412 el proyecto hegemónico había adquirido forma de verdadera guerra de conquista, con el ejército inglés que invade Francia. Es el comienzo del imperialismo inglés, que Régine Pernoud define «un esbozo del moderno colonialismo». Cuando en octubre de 1428 los ingleses comienzan el asedio a la ciudad de Orleáns, en el corazón de Francia, todos comprenden que la nación está ya perdida. A menos que no ocurriera un milagro.

 

Es entonces cuando Juana, la campesina analfabeta, la pastora de cabras, se llega ante el pusilánime Carlos, el delfín de Francia, refugiado con su corte en Chinon. Dice que la envía Dios para liberar a Francia. Le pide que le consienta ponerse al frente de las tropas para liberar Orleáns. Dice que ha recibido esta misión de Dios mediante voces, que ha oído efectivamente, y que le ordenaban que libertara Francia y condujera al delfín a Reims, para que fuera coronado en la Catedral, según la tradición, como rey de Francia. Los teólogos de la corte la someten a un examen para comprobar que no se trata de una charlatana. El dominico Guillermo Aimeri, escéptico en cuanto a las voces, le advierte que si Dios quisiera realmente liberar el pueblo de Francia de las calamidades, no serían necesarias las armas. Pero Juana le responde diciendo: «Hay que presentar batalla para que Dios conceda la victoria». El asunto de las voces será usado por el tribunal eclesiástico que la condenará a la hoguera como prueba de su herejía. Pero cuando Jeannette declara ante sus carniceros sobre este tema, se muestra extremamente sobria y decidida. «Tenía trece año cuando oí una voz que me mandaba Dios para guiarme en la vida; la primera vez me dio mucho miedo. Aquella voz me llegó en el mediodía, en verano, en el jardín de mi padre. Y no había ayunado el día anterior. Oí la voz que venía de mi derecha, hacia la iglesia, y a menudo la acompañaba una luz». En otros testimonios del proceso de condena, Juana habla también de visiones en las que se le habían aparecido algunos santos predilectos de la cristiandad francesa de aquella época: san Miguel, santa Margarita de Antioquía, santa Catalina de Alejandría. Mediante estos fenómenos misteriosos, y sin embargo tan concretos, Juana está segura de que la petición procede de Dios. Por eso responde sin titubeos. Pero Juana no tiene nada de asceta, no se la puede confundir con las profetas iluminadas que por aquel entonces pululaban por Francia. No cae en el mesianismo, ni cultiva ambiciones personales. Cuando la visionaria Catalina de la Rochelle se le acerca y le expone sus extrañas elucubraciones místicas, Juana le aconseja que «vuelva con su marido a gobernar la casa y dar de comer a sus hijos». Y cuando algunas damas le llevan la corona del rosario, para que la tocara, ella estalla en risas: «Tocadlas vosotras», dice, «que será lo mismo».

 

Milagro en Orleáns

 

El delfín consiente en las peticiones de Juana. En mayo de 1429 las tropas francesas, encabezadas por la muchacha analfabeta vestida de soldado, en solo ocho días liberan Orleáns. Todos los testimonios del proceso de rehabilitación que declaran sobre aquel hecho hablan como si se tratara de un acontecimiento inexplicable en la normalidad de la existencia. Algo que fue más allá de las probabilidades humanamente posibles, vistas las fuerzas de que se disponían. Valga por todas la relación de Juan II, duque de Alençon y príncipe de sangre real: «Pienso que la ciudad fue tomada por la fuerza de un milagro, no por la fuerza de las armas... Por lo que he oído decir a los soldados que estaban presentes, todos más o menos consideraban un milagro lo que ocurrido en Orleáns, y lo consideraban no como obra humana, sino como venida de lo alto». Juana, por su parte, no se atribuye ningún mérito. El influyente burgués Jacques Esbahy cuenta: «Todos los habitantes de Orleáns concuerdan en decir que nunca le oyeron a Juana atribuir a su propia gloria lo que ella misma había hecho, se lo atribuía todo a Dios e insistía siempre en que el pueblo no le rindiera honores».

 

Durante el proceso, Juana responderá siempre a las insistentes preguntas de sus jueces eclesiásticos con el humilde reconocimiento de haber sido sólo un frágil instrumento del juego de Dios: «Sin la orden de Dios yo no sabría hacer nada... Todo lo que he hecho, lo he hecho por orden de Dios. Yo no hago nada por mí misma». La fuerza tangible, que actúa en el tiempo, y que Juana percibía que operaba en el milagro cotidiano de la vida de Domrémy, es la misma que se manifiesta en los milagros, tan diferentes, de orden político y militar, tan imprevisibles y extraordinarios que incluso los que no creen pueden reconocerlos. Como en tiempos de David y Goliat, Juana sabe que «hay que presentar batalla, pero es Dios quien concede la victoria». Cuando los jueces le preguntan con desprecio cómo es que Dios la eligió precisamente a ella, una campesina analfabeta, Juana, la «santa de lo temporal» (como la definió Jean Daniélou), condensa en pocas palabras todo el misterio de su humildad predilecta: «A Dios le gustó servirse de una simple doncella para derrotar a los enemigos del rey».

 

Obispos teólogos

 

Péguy escribe de Juana: «Ella tuvo que ser cristiana, mártir y santa contra los franceses y contra los cristianos. Encontró que la infidelidad se había instalado en el corazón mismo de Francia, en el corazón mismo de la cristiandad».

 

Cuando Juana cae en Compiégne en manos de los soldados borgoñones, quienes la entregan a los ocupantes ingleses, la Universidad de París pide que se la condene«por hereje. El martirio -condena a la hoguera por la acusación de herejía- estará en manos de un tribunal eclesiástico. El odio hacia la campesina predilecta -como ocurre a menudo en la historia de la santidad cristiana- procede sobre todo de quienes se sienten los dueños de la institución eclesiástica.

 

Efectivamente, la muchacha analfabeta de Domrémy, sin saberlo, se había atravesado en el camino de aquel poderoso lobby eclesiástico (teólogos, profesores universitarios, obispos ilustres) que apoyaba con refinados argumentos teológicos las instancias del poder. Estos, «escudándose en la ideología que habían arquitectado -la doble monarquía- habían elaborado también un sistema para que la Universidad fuera considerada el verdadero guardián de las «llaves de la cristiandad», desbancando al pontífice romano, del que tratarían de desembarazarse muy pronto durante dos concilios borrascosos, el de Basilea y el de Constanza» (Pernoud).

 

Los carniceros eclesiásticos de Juana actúan todos como detentores de este súper primado cultural, superior incluso al del Papa (cuando Juana le pide al tribunal inquisidor que ponga su caso en manos de la Sede apostólica, no se le hará ningún caso). El deux ex machina de todo el proceso-farsa es Pierre Cauchon, obispo-teólogo de Beauvais, antiguo rector de la Universidad de París, que había llegado al episcopado gracias a sus "buenos oficios" en el ducado de Borgoña.

 

En algunos fragmentos del proceso de condena sale a relucir todo el abismo entre la ideología teológica cristiana de los autoproclamados "lumbreras de la Iglesia" y la fe de Juana, para quien al fin de conseguir los dones de la gracia son suficientes el bautismo («soy una buena cristiana, bautizada como es debido») y los gestos más sencillos y habituales: la misa del domingo, las oraciones de la mañana y de la tarde, la confesión y la Eucaristía. El inquisidor, que le tiende una trampa preguntándole cuál es la diferencia entre Iglesia militante e Iglesia triunfante, recibe de Juana esta respuesta: «Dado que toda la Iglesia es de Dios, la diferencia no tendrá que ser tan importante». Cuando, para conseguir pruebas de su presunta desobediencia a la Iglesia le preguntan si no es obligatorio obedecer al Papa, a los cardenales y los obispos. Juana responde: «Sí, a Dios el primero». En un momento determinado, Jean Beaupére, prelado universitario que encabezará en el Concilio de Basilea el grupo académico que pretende poner bajo tutela al Pontífice, le pregunta a Juana si ella presume de estar en estado de gracia. Juana responde: «Si lo estoy, que Dios me conserve en él; si no lo estoy, Dios quiera concedérmelo, porque preferiría morir antes que no estar en el amor de Dios». Para resistir a las trampas y enredos de estos «zorros escolásticos» (Bernanos), Juana invoca la ayuda del Señor. Su sencilla oración ha quedado registrada en las actas de los interrogatorios: «Dulcísimo Dios, en nombre de Tu Santa pasión, te pido, Si me amas, me reveles qué tengo que responder a estos nombres de la Iglesia». Comenta Régine Pernoud: «Palabras de dolorosa intimidad. Expresan todo lo que necesita en aquel preciso instante. Nada más. Es la oración del cristiano, que sabe que todas las gracias son la gracia del momento presente».

 

Como un nuevo inicio

 

En sus tres Misterios, Péguy supo captar esta espera, la espera de un nuevo don de gracia en el momento presente que acompaña a toda la aventura cristiana de la Doncella de Orleáns. Todo el cristianismo puede convertirse en pasado muerto, pretexto e instrumento de chantajes y luchas de poder, si en el tronco endurecido de la historia cristiana no florece un nuevo brote, si un gesto nuevo del Señor no suscita hoy la esperanza, como ocurrió en los primeros pescadores que lo encontraron en el lago de Galilea. «Nada duraría, el árbol no duraría, y no se quedaría en su lugar de árbol (es necesario que se mantenga este puesto), sin la linfa que sube y que llora en el mes de mayo, sin los miles de brotes que despuntan tiernamente en las duras ramas».

 

Era mayo, precisamente, cuando Juana sube a la hoguera en el mercado viejo de Rouen, y muere mirando una cruz y murmurando el nombre de Jesús. Era mayo cuando en Domrémy se iba al campo con los amigos, los domingos de fiesta, alrededor del árbol llamado "de las hadas". Era mayo bajo las murallas liberadas de Orleáns.

 

 

Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, Año XVIII, Número 2, 2000.