Juan el Bautista, «más que un profeta»
2007-12-15- Adviento 2007 en la Casa Pontificia
La vez pasada, partiendo del texto de Hebreos, 1,1-3, intenté trazar la imagen
de Jesús según resulta de su comparación con los profetas. Pero entre el tiempo
de los profetas y el de Jesús existe una figura especial que hace de gozne entre
los primeros y el segundo: Juan el Bautista. Nada mejor, en el Nuevo Testamento,
para evidenciar la novedad de Cristo que la comparación con el Bautista.
El tema del cumplimiento, del cambio histórico, emerge nítido de los textos en
los que Jesús mismo se expresa sobre su relación con el Precursor. Actualmente
los estudiosos reconocen que los dichos que se leen al respecto en los
evangelios no son invenciones o adaptaciones apologéticas de la comunidad
posteriores a la Pascua, sino que se remontan en la sustancia al Jesús
histórico. Algunos de ellos se vuelven, de hecho, inexplicables si se atribuyen
a la comunidad cristiana posterior [1] .
Una reflexión sobre Jesús y el Bautista es también la mejor forma de estar en
sintonía con la liturgia de Adviento. Las lecturas del Evangelio del segundo y
del tercer domingo de Adviento tienen, de hecho, en el centro la figura y el
mensaje del Precursor. Hay una progresión en Adviento: en la primera semana la
voz sobresaliente es la del profeta Isaías, que anuncia al Mesías de lejos; en
la segunda y tercera semana es la del Bautista, quien anuncia al Cristo
presente; en la última semana el profeta y el Precursor dejan el sitio a la
Madre, quien lo lleva en su seno.
En esta capilla tenemos ante nuestros ojos al Precursor en dos momentos. En el
muro lateral le vemos en el acto de bautizar a Jesús, combado hacia él en señal
de reconocimiento de su superioridad; en el muro del fondo, en la actitud de la
Déesis típica de la iconografía bizantina.
1. El gran cambio
En texto más completo en el que Jesús se expresa sobre su relación con Juan el
Bautista es el pasaje del Evangelio que la liturgia nos hará leer el próximo
domingo en la Misa. Juan, desde la prisión, envía a sus discípulos a preguntar a
Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,2-6; Lc
7,19-23).
La predicación del Maestro de Nazaret, a quien él mismo había bautizado y
presentado a Israel, parece a Juan que va en una dirección distinta de la
flamante que él se esperaba. Más que el juicio inminente de Dios, Él predica la
misericordia presente, ofrecida a todos, justos y pecadores.
Lo más significativo de todo el texto es el elogio que Jesús hace del Bautista,
tras haber respondido a su pregunta: «¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os
digo, y más que un profeta [...]. En verdad os digo que no ha surgido entre los
nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en
el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta
ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.
Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si
queréis admitirlo, él es ese Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que
oiga» (Mt 11,11-15).
Una cosa se ve clara de estas palabras: entre la misión de Juan el Bautista y la
de Jesús ha ocurrido algo decisivo, tal que constituye una divisoria entre dos
épocas. El centro de gravedad de la historia se ha desplazado: lo más importante
ya no está en un futuro más o menos inminente, sino que está «aquí y ahora», en
el reino que está ya operante en la persona de Cristo. Entre las dos
predicaciones ha sucedido un salto de calidad: el más pequeño del nuevo orden es
superior al mayor del orden precedente.
Este tema del cumplimiento y del cambio de época encuentra confirmación en
muchos otros contextos del Evangelio. Basta recordar algunas palabras de Jesús
como: «¡Aquí hay algo más que Jonás! [...]. ¡Aquí hay algo más que Salomón!» (Mt
12, 41-42). «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!
En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver o que vosotros veis,
pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17).
Todas las llamadas «parábolas del Reino» --como la del tesoro escondido y la de
la perla preciosa-- expresan, de manera cada vez distinta y nueva, la misma idea
de fondo: con Jesús ha sonado la hora decisiva de la historia; ante Él se impone
la decisión de la que depende la salvación.
Fue ésta la constatación que impulsó a los discípulos de Bultmann a separarse
del maestro. Bultmann situaba a Jesús en el judaísmo, haciendo de Él una premisa
del cristianismo, no un cristiano todavía; sin embargo el gran cambio lo
atribuía a la fe de la comunidad post-pascual. Bornkamm y Conzelmann se dieron
cuenta de la imposibilidad de esta tesis: «el cambio histórico» ocurre ya en la
predicación de Jesús. Juan pertenece a las «premisas» y a la preparación, pero
con Jesús estamos ya en el tiempo del cumplimiento.
En su libro «Jesús de Nazaret», el Santo Padre confirma esta conquista de la
exégesis más seria y actualizada. Escribe: «Para que se llegara a ese choque
radical, para que se recurriera a ese gesto extremo -la entrega a los romanos--,
tenía que haber ocurrido o haberse dicho algo dramático. El elemento importante
y estremecedor se sitúa precisamente al inicio; la Iglesia naciente tuvo que
reconocerlo lentamente en toda su grandeza, aferrarlo poco a poco, acompañando y
penetrando el recuerdo con la reflexión [...]. El elemento grande, nuevo y
excitante proviene precisamente de Jesús; en la fe y en la vida de la comunidad
es desplegado, pero no creado. Es más, la comunidad ni siquiera se habría
formado ni habría sobrevivido si no hubiera estado precedida por una realidad
extraordinaria» [2].
En la teología de Lucas es evidente que Jesús ocupa «el centro del tiempo». Con
su venida Él dividió la historia en dos partes, creando un «antes» y un
«después» absolutos. Hoy se está convirtiendo en práctica común, especialmente
en la prensa laica, abandonar el modo tradicional de fechar los acontecimientos
«antes de Cristo» o «después de Cristo» (ante Christum natum y post Christum
natum) a favor de la fórmula más neutral «antes de la era común» y «de la era
común». Es una opción motivada por el deseo de no irritar la sensibilidad de
pueblos de otras religiones que utilizan la cronología cristiana. En tal sentido
hay que respetarla, pero para los cristianos permanece indiscutible el papel
«discriminante» de la venida de Cristo para la historia religiosa de la
humanidad.
2. Él os bautizará en Espíritu Santo
Ahora, como siempre, partamos de la certeza exegética y teológica evidenciada
para llegar al hoy de nuestra vida.
La comparación entre el Bautista y Jesús se cristaliza en el Nuevo Testamento en
la comparación entre el bautismo de agua y el bautismo de Espíritu. «Yo os he
bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; Mt 3,11;
Lc 3,16). «Yo no le conocía -dice el Bautista en el Evangelio de Juan--, pero el
que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre quien veas que baja el
Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautizará con Espíritu Santo"» (Jn
1,33). Y Pedro, en la casa de Cornelio: «Me acordé de aquellas palabras que dijo
el Señor: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el
Espíritu Santo"» (Hch 11,16).
¿Qué quiere decir que Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo? La expresión no
sólo sirve para distinguir el bautismo de Jesús del de Juan; sirve para
distinguir toda la persona y obra de Cristo respecto a la del Precursor. En
otras palabras, en toda su obra Jesús es el que bautiza en Espíritu Santo.
Bautizar aquí tiene un significado metafórico; quiere decir inundar, envolver
por todas partes, como hace el agua con los cuerpos sumergidos en ella.
Jesús «bautiza en Espíritu Santo» en el sentido de que recibe y da el Espíritu
«sin medida» (Jn 3, 34), «efunde» su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la
humanidad redimida. La expresión se refiere más al acontecimiento de Pentecostés
que al sacramento del bautismo. «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis
bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5), dice Jesús a
los apóstoles refiriéndose evidentemente a Pentecostés, que tendría lugar en
breve plazo.
La expresión «bautizar en el Espíritu» define por lo tanto la obra esencial del
Mesías, que ya en los profetas del Antiguo Testamento aparece orientada a
regenerar a la humanidad mediante una gran y universal efusión del Espíritu de
Dios (Jl 3,1 ss.). Aplicando todo ello a la vida y al tiempo de la Iglesia
debemos concluir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en
el sacramento del bautismo, sino, de manera distinta, también en otros momentos:
en la Eucaristía, en la escucha de la Palabra y, en general, en todos los medios
de gracia.
Santo Tomás de Aquino escribe: «Existe una misión invisible del Espíritu cada
vez que se realiza un progreso en la virtud o un aumento de gracia...; cuando
alguno pasa a una nueva actividad o a un nuevo estado de gracia» [3]. La propia
liturgia de la Iglesia lo inculca. Todas sus oraciones y sus himnos al Espíritu
Santo comienzan con el grito: «¡Ven!»: «Ven, Espíritu Creador», «Ven, Espíritu
Santo». Con todo, quien así reza ya ha recibió una vez el Espíritu. Quiere decir
que el Espíritu es algo que hemos recibido y que debemos recibir siempre de
nuevo.
3. El bautismo en el Espíritu
En este contexto hay que aludir al llamado «bautismo en el Espíritu» que desde
hace un siglo se ha convertido en experiencia viva para millones de creyentes de
casi todas las denominaciones cristianas. Se trata de un rito hecho de gestos de
gran sencillez, acompañados de disposiciones de arrepentimiento y de fe en la
promesa de Cristo: «El Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida».
Es una renovación y una reactivación, no sólo del bautismo y de la confirmación,
sino de todos los eventos de gracia del propio estado: ordenación sacerdotal,
profesión religiosa, matrimonio. El interesado se prepara a ello --además de
hacerlo con una buena confesión-- a través de encuentros de catequesis en los
que se pone de nuevo en contacto vivo y gozoso con las principales verdades y
realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la salvación, la vida nueva, la
transformación en Cristo, los carismas, los frutos del Espíritu Santo. Todo en
un clima caracterizado de profunda comunión fraterna.
A veces, en cambio, ocurre espontáneamente, fuera de todo esquema; es como si se
fuera «sorprendido» por el Espíritu. Un hombre dio este testimonio: «Estaba en
el avión leyendo el último capítulo de un libro sobre el Espíritu Santo. En
cierto momento fue como si el Espíritu Santo saliera de las páginas del libro y
entrara en mi cuerpo. Como arroyos, empezaron a brotar lágrimas de mis ojos.
Comencé a orar. Estaba vencido por una fuerza muy por encima de mí» [4].
El efecto más común de esta gracia es que el Espíritu Santo, de ser un objeto de
fe intelectual, más o menos abstracto, se convierte en un hecho de experiencia.
Karl Rahner escribió: «No podemos contestar que el hombre tenga aquí [en la
tierra. Ndr] experiencias de gracia que le dan un sentido de liberación, le
abren horizontes completamente nuevos, se imprimen profundamente en él, le
transforman, plasmando, hasta por largo tiempo, su actitud cristiana más íntima.
Nada impide llamar a tales experiencias bautismo del Espíritu» [5].
A través de lo que se denomina, precisamente, «bautismo del Espíritu», se tiene
experiencia de la unción del Espíritu Santo en la oración, de su poder en el
ministerio pastoral, de su consolación en la prueba, de su guía en las
elecciones. Antes aún que en la manifestación de los carismas, es así como se le
percibe: como Espíritu que transforma interiormente, da el gusto de la alabanza
de Dios, abre la mente a la compresión de las Escrituras, enseña a proclamar
Jesús «Señor» y da el valor de asumir tareas nuevas y difíciles, en el servicio
de Dios y del prójimo.
Este año se celebra el cuadragésimo aniversario del retiro a partir del cual
empezó, en 1967, la Renovación carismática en la Iglesia católica, que se estima
que llegó en pocos años a no menos de ochenta millones de católicos. He aquí
como describía los efectos del bautismo del Espíritu sobre sí misma y sobre el
grupo una de las personas que estaban presentes en aquel primer retiro:
«Nuestra fe se ha hecho más viva; nuestro creer se ha convertido en una especie
de conocimiento. De repente, lo sobrenatural se ha hecho más real que lo
natural. En una palabra, Jesús es un ser vivo para nosotros... La oración y los
sacramentos han llegado a ser realmente nuestro pan de cada día, dejando de ser
unas genéricas "prácticas piadosas". Un amor por las Escrituras que nunca me
hubiera imaginado, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una
necesidad y una fuerza de dar testimonio más allá de toda expectativa: todo esto
ha llegado a formar parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo
del Espíritu no nos ha proporcionado una especial emoción externa, pero nuestra
vida se ha llenado de serenidad, confianza, alegría y paz... Hemos cantado el
Veni creator Spiritus antes de cada reunión, tomando en serio lo que decíamos, y
no nos hemos visto defraudados... También hemos sido inundados de carismas, y
todo esto nos sitúa en una perfecta atmósfera ecuménica» [6].
Todos vemos con claridad que éstas son precisamente las cosas que más necesita
hoy la Iglesia para anunciar el Evangelio a un mundo reacio a la fe y a lo
sobrenatural. No es que todos estén llamados a experimentar la gracia de un
nuevo Pentecostés de esta forma. Pero todos estamos llamados a no permanecer
fuera de esta «corriente de gracia» que atraviesa la Iglesia del post Concilio.
Juan XXIII habló, en su tiempo, de un «nuevo Pentecostés»; Pablo VI fue más allá
y habló de un «perenne Pentecostés», de un Pentecostés continuo. Vale la pena
volver a oír las palabras que pronunció en una audiencia general:
«Nos hemos preguntado más de una vez... cuál es la necesidad, primera y última,
que advertimos para esta nuestra bendita y amada Iglesia. Tenemos que decirlo
casi temblando y suplicando, ya que, como sabéis, se trata de su misterio y de
su vida: el Espíritu, el Espíritu Santo, el animador y santificador de la
Iglesia, su respiración divina, el viento que sopla en sus velas, su principio
unificador, su fuente interior de luz y fuerza, su apoyo y su consolador, su
fuente de carismas y cantos, su paz y su gozo, su prenda y preludio de vida
bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés: necesita
fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada... La Iglesia
necesita recuperar el anhelo, el gusto y la certeza de su verdad» [7].
El filósofo Heidegger concluía su análisis de la sociedad con la voz de alarma:
«Sólo un dios nos puede salvar». Este Dios que nos puede salvar, y que nos
salvará, los cristianos lo conocemos: ¡es el Espíritu Santo! Actualmente se
extiende la moda de la llamada aromaterapia. Consiste en la utilización de
aceites esenciales que emanan perfume para mantener la salud o como terapia de
algunos trastornos. Internet está lleno de reclamos de aromaterapia. No se
contenta prometiendo con ellos bienestar físico como la cura del estrés; existen
también «perfumes del alma», por ejemplo el perfume para obtener «la paz
interior».
Los médicos invitan a desconfiar de esta práctica, que no está científicamente
comprobada y, más aún, tiene en algunos casos contraindicaciones. Pero lo que
quiero decir es que existe una aromaterapia segura, infalible, que carece de
contraindicaciones: la que está hecha con el aroma especial, ¡con el «sagrado
crisma del alma» que es el Espíritu Santo! San Ignacio de Antioquia escribió:
«El Señor ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron) para exhalar
sobre la Iglesia la incorruptibilidad» [8]. Sólo si recibimos este «aroma»
podremos ser, a nuestra vez, «el buen olor de Cristo» en el mundo (2 Co 2, 15).
El Espíritu Santo es especialista sobre todo en las enfermedades del matrimonio
y de la familia, que son los grandes enfermos de hoy. El matrimonio consiste en
darse el uno al otro, es el sacramento de hacerse don. El Espíritu Santo es el
don hecho persona; es la donación del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Donde
llega Él renace la capacidad de hacerse don y con ella la alegría y la belleza
de los esposos de vivir juntos. El amor de Dios que Él «derrama en nuestros
corazones» reaviva toda expresión de amor, y en primer lugar el amor conyugal.
El Espíritu Santo puede hacer verdaderamente de la familia «la principal agencia
de paz», como la define el Santo Padre en el Mensaje para la próxima Jornada
Mundial de la Paz.
Son numerosos los ejemplos de matrimonios muertos que han resucitado a una vida
nueva por la acción del Espíritu. He recogido justo en estos días el conmovedor
testimonio de una pareja que tengo intención de dar a conocer en la cita de mi
programa de televisión sobre el Evangelio por la fiesta del Bautismo de Jesús...
El Espíritu reaviva, naturalmente, también la vida de los consagrados, que
consiste en hacer de la propia vida un don y una oblación «de suave aroma» a
Dios por los hermanos (Ef 5,2).
4. La nueva profecía de Juan el Bautista
Volviendo a Juan el Bautista, él nos puede iluminar sobre cómo llevar a cabo
nuestra tarea profética en el mundo de hoy. Jesús define a Juan el Bautista como
«más que un profeta», pero ¿dónde está la profecía en su caso? Los profetas
anunciaban una salvación futura; pero el Precursor no es alguien que anuncia una
salvación futura; él indica a uno que está presente. Entonces, ¿en qué sentido
se puede llamar profeta? Isaías, Jeremías, Ezequiel ayudaban al pueblo a superar
la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a superar la barrera,
aún más gruesa, de las apariencias contrarias, del escándalo, de la banalidad y
la pobreza con que la hora fatídica se manifiesta.
Es fácil creer en algo grandioso, divino, cuando se plantea en un futuro
indefinido: «en aquellos días», «en los últimos días», en un marco cósmico, con
los cielos destilando dulzura y la tierra abriéndose para que germine el
Salvador. Es más difícil cuando se debe decir: «¡Helo aquí! ¡Está aquí! ¡Es
Él!».
Con las palabras: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!» (Jn
1,26), Juan el Bautista inauguró la nueva profecía, la del tiempo de la Iglesia,
que no consiste en anunciar una salvación futura y lejana, sino en revelar la
presencia escondida de Cristo en el mundo. En arrancar el velo de los ojos de la
gente, sacudirle la indiferencia, repitiendo con Isaías: «Existe algo nuevo: ya
está en marcha; ¿no lo reconocéis?» (Is 43,19).
Es verdad que han pasado veinte siglos y que sabemos, sobre Jesús, mucho más que
Juan. Pero el escándalo no ha desaparecido. En tiempos de Juan el escándalo
derivaba del cuerpo físico de Jesús, de su carne tan similar a la nuestra,
excepto en el pecado. También hoy es su cuerpo, su carne, la que crea
dificultades y escandaliza: su cuerpo místico, tan parecido al resto de la
humanidad, sin excluir, lamentablemente, ni siquiera el pecado.
«El testimonio de Jesús -se lee en el Apocalipsis-- es el espíritu de profecía»
(Ap 19,10), esto es, para dar testimonio de Jesús se requiere espíritu de
profecía. ¿Existe este espíritu de profecía en la Iglesia? ¿Se cultiva? ¿Se
alienta? ¿O se cree, tácitamente, que se puede prescindir de él, apuntando más
hacia medios y recursos humanos?
Juan el Bautista nos enseña que para ser profetas no se necesita una gran
doctrina o elocuencia. Él no es un gran teólogo; tiene una cristología bastante
pobre y rudimentaria. No conoce todavía los títulos más elevados de Jesús: Hijo
de Dios, Verbo, ni siquiera el de Hijo del hombre. Pero ¡cómo logra hacer oír la
grandeza y unicidad de Cristo! Usa imágenes sencillísimas, de campesino: «No soy
digno de desatar las correas de sus sandalias». El mundo y la humanidad
aparecen, por sus palabras, dentro de un tamiz que Él, el Mesías, sostiene y
agita con sus manos. Ante Él se decida quién permanece y quién cae, quién es
grano bueno y quién paja que se lleva el viento.
En 1992 se celebró un retiro sacerdotal en Monterrey, México, con ocasión de los
500 años de la primera evangelización de América Latina. Estaban presentes 1.700
sacerdotes y unos sesenta obispos. Durante la homilía de la Misa conclusiva
hablé de la necesidad urgente que la Iglesia tiene de profecía. Después de la
comunión se oró por un nuevo Pentecostés en pequeños grupos distribuidos por la
gran basílica. Me había quedado en el presbiterio. En cierto momento un joven
sacerdote se acercó en silencio, se me arrodilló delante y con una mirada que
jamás olvidaré dijo: «Bendígame, padre; ¡quiero ser profeta de Dios!». Me
estremecí porque veía que evidentemente le movía la gracia.
Con humildad podríamos hacer nuestro el deseo de aquel sacerdote: «Quiero ser un
profeta para Dios». Pequeño, desconocido de todos, no importa; pero uno que,
como decía Pablo VI, tenga «fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía
en la mirada».
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[1] Cf. J. D.G. Dunn, Christianity in the Making, I. Jesus remembered, Grand
Rapids. Mich. 2003, parte III, cap. 12, trad. ital. Gli albori del Cristianesimo,
I, 2, Paideia, Brescia 2006, pp. 485-496.
[2] Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, Rizzoli 2007, p. 372.
[3] S. Tommaso d'Aquino, Somma teologica, I,q.43, a. 6, ad 2.; cf. F. Sullivan,
in Dict.Spir. 12, 1045.
[4] En "New Covenant"(Ann Arbor, Michigan), junio 1984, p.12.
[5] K. Rahner, Erfahrung des Geistes. Meditation auf Pfingsten, Herder, Friburgo
i. Br. 1977.
[6] Testimonio de P. Gallagher Mansfield, As by a New Pentecost, Steubenville
1992, pp. 25 s.
[7] Discurso en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972 (Insegnamenti
di Paolo VI, Tipografia Poliglotta Vaticana, X, pp. 1210s.).
[8] S. Ignazio d'Antiochia, Agli Efesini 17.
Traducción del original italiano por Marta Lago