Debía resucitar
Fuente:
Autor: Pa’ que te salves.
El día de hoy reflexionaremos brevemente sobre la Resurrección de Nuestro Señor,
Jesucristo. Veremos que es el gran día de su triunfo sobre la muerte y el
pecado. Veremos que Jesús nos invita a buscarle resucitado en nuestra vida de
todos los días.
Arduos y pesados han sido los días que preceden a la Resurrección: días de la
Pasión y Muerte del Señor. Días de dolor, de pena, de angustia. Días que no
tienen sentido para los cristianos, si no se ven de cara a la Resurrección.
Pues, ¿para qué tanto sufrimiento, tanto dolor, tantos actos de amor? No tienen
sentido, no sirven para nada, si la Resurrección del Señor no está presente. La
vida del cristiano ha de estar orientada hacia la vida eterna, hacia el
encuentro amoroso con Dios, con Jesucristo. Cristo vino al mundo para abrirnos
las puertas del Cielo, para devolvernos la amistad con Dios.
Todo ello se logra el día de la Resurrección. Alegrémonos, pues, de la
Resurrección del Señor.
¡Cristo a Resucitado! ¡El Señor venció a la muerte! ¡El pecado ha sido
aniquilado!. ¡Por fin Cristo triunfó! Desde que se hizo hombre en el seno de
María, estuvo esperando con ansiedad este momento. Momento de triunfo y de gozo.
¡Hoy es el día del gran triunfo del Señor! Alegrémonos y celebremos esta
victoria.
Recordemos que Cristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hizo
hombre para rescatarnos del pecado original, para abrirnos las puertas del
Cielo, para pagar la ofensa tan grande que Adán y Eva, nuestros primeros padres
habían cometido. Se encarnó para rescatarnos del pecado y de la muerte, para
devolvernos la amistad con Dios y ser nuevamente sus hijos. ¡Sí! Para todo ello
Jesucristo se hizo hombre. Y lo hizo únicamente por amor a nosotros, a cada uno
de sus hijos. Desde que habitó entre nosotros dentro del seno de María, esperaba
el momento de pagar esa terrible deuda y devolvernos la amistad con Dios.
Esperaba, desde entonces, este momento: la Resurrección. Después de su muerte en
la cruz, donde la deuda quedaría cancelada, donde el pecado sería vencido, donde
el amor reinaría, Jesucristo resucita de entre los muertos. Él, que es el Señor
de la Vida, pues es Dios mismo, cumple su palabra: el que crea en mí, tendrá la
vida eterna; quien coma de mi cuerpo y beba de mi sangre tendrá vida eterna y yo
lo resucitaré. Y Él mismo resucita, pues no es Dios de muertos, sino de vivos;
es Dios vivo.
Y el Domingo de Resurrección, Jesús resucita de entre los muertos. Es el gran
día del triunfo del Señor, pues ya no ha de volver a morir jamás. Desde ese
mismísimo día, Él nos está esperando a todos con los brazos abiertos para que le
acompañemos en el reino de su Padre. Él venció a la muerte y al pecado, y nos
abrió las puertas del Cielo, de la vida eterna.
¡Qué alegría tan grande ha de nacer en nuestros corazones, pues Jesús nos ha
devuelto la amistad con Dios! Gracias a su Muerte y a su Resurrección, podemos
llamarnos y ser nuevamente, hijos de Dios. ¡Qué felicidad! ¡Nosotros, amigos de
Dios, hijos de Dios, herederos del Cielo!
Además, al saber que Jesucristo ha resucitado para no volver a morir, nuestra
alma se ha de llenar de tranquilidad y confianza pues sabemos que Dios está con
nosotros, se encuentra presente todos los días a nuestro lado. Él nos espera con
los brazos abiertos al final de nuestra vida en el mundo, que es el nacimiento a
la vida eterna.
Ante esta maravillosa noticia, la buena nueva de la Resurrección del Señor,
sería conveniente que nos preguntemos:
¿Creemos en su resurrección? ¿Creemos verdaderamente que Él está junto a
nosotros, en nuestra vida de todos los días?
¿Nos interesa de verdad el vivir de acuerdo a sus enseñanzas para que alcancemos
voluntariamente la vida eterna?
O, tristemente, por el contrario, ¿no nos interesa su Resurrección? ¿Acaso no
creemos en la vida eterna? ¿Despreciamos el amor de Dios por nosotros?
Muchos cristianos decimos con nuestras palabras que amamos a Dios, que creemos
en Él, que deseamos llegar a la vida eterna. Pero, en verdad vivimos como si
negáramos todo esto, pues vivimos cometiendo pecados, pecados que ofenden a
Dios, pecados que lo llevaron a morir en la cruz.
Por esta razón, el Papa Juan Pablo II nos invita a lograr nuestra conversión a
Dios. A aceptarlo a Él en nuestras vidas y comportarnos como sus hijos.
Recordemos que hace dos mil años Dios se hizo hombre para liberarnos del pecado,
de la condenación de nuestras almas, de la muerte eterna. Sin embargo, esto no
significa que ya estemos salvados. Cada uno de nosotros, voluntariamente, ha de
buscar su salvación y a ayudar a los demás a hacerlo. ¿Tú quieres realmente
salvarte? ¿Quieres en verdad aceptar las enseñanzas y mandatos amorosos de Jesús
para hacerlos vida de tu vida? ¿Crees verdaderamente que Jesús es Dios? ¿Amas a
tu prójimo como Él quiere que lo hagas?
Hoy que Jesucristo nos invita personalmente a vivir su Resurrección, volvamos
nuestro corazón, nuestra mente, nuestros intereses, nuestras fuerzas hacia Él,
porque Él está vivo y nos invita a vivir con Él esa vida. Descubrámoslo en cada
uno de nuestros hermanos, en nuestros familiares, en nuestros hijos y cónyuge,
en nuestros padres y parientes, en los pobres, en todas y cada una de las
personas con que nos topemos.
Cristo ha resucitado, anda caminando en las calles de todas las ciudades,
pueblos y comunidades del mundo. Se esconde en el rostro de los niños, de los
enfermos, de los necesitados.
Cristo resucitado te anda buscando a ti, para que lo conozcas y lo ames. Quiere
darte su amor, su amistad, su ternura. Quiere invitarte a la vida eterna, a
compartir con Él el Reino de su Padre; te busca para decirte que eres heredero
de Dios, que eres su hijo, que te espera para darte la vida eterna. Cristo
resucitado te busca para decirte que no te angusties en el mundo, que no te
sientas triste, solo y abandonado. Él está vivo y quiere que tú lo encuentres y
que lo invites a tu lado. Él te busca amorosamente; busca únicamente tu bien;
quiere acompañarte todos los días, y a todas horas. Cristo resucitado te anuncia
que ya has sido liberado de las garras del pecado, de la muerte, del odio.
Cristo resucitado te espera con los brazos abiertos.
Cristo resucitado únicamente te pide una cosa, sin la cual de nada servirá todo
lo que Él sufrió, todo el esfuerzo que hizo para que tú puedas estar con Él: te
pide, nos pide, que amemos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo. Es
decir, que no permitamos que el pecado llegue a nuestras vidas, que es lo que
nos separa de Dios; y que amemos a todos los que tenemos junto como Él mismo nos
ama: hasta la muerte.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que la Resurrección de Jesús es
la verdad que cierra toda nuestra fe en Cristo. Los primeros cristianos, hace
dos mil años, creían en la Resurrección del Señor como la verdad central de la
fe. Además vivían su vida cotidiana iluminada por su Resurrección.
¿Tomamos en cuenta en nuestra vida de todos los días que Jesús ha resucitado?
Los primeros cristianos sí lo hacían. Y dieron un testimonio tan profundo, que
muchas personas creyeron en Cristo sólo por la alegría con la que los cristianos
vivían su fe.
La salvación de nuestra alma ha de ser lo más importante en nuestras vidas,
junto con la salvación de los demás. Un buen cristiano, fiel hijo de Dios,
redimido y salvado por Jesucristo debe vivir su vida de todos los días con la
alegría de saber que Jesús resucitó, que está cerca de nosotros y que nos espera
ansioso con los brazos abiertos.
El pecado, el peor enemigo de Dios, ha de ser desterrado de nuestras vidas, pues
es lo único que nos puede separar irremediablemente de Dios. Seamos enemigos
declarados del pecado.
La salvación de los hombres no depende nada más de la Muerte y Resurrección de
Jesús. Se necesita que cada uno de nosotros quiera ser salvado y, así, vivir una
vida de acuerdo a los mandatos del Señor.