JESÚS, EL PROFETA DE GALILEA

Domingo Cosenza OP

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La primera generación de creyentes en Jesús surgió del judaísmo del siglo I. Poco hay en los relatos evangélicos que pueda comprenderse al margen de la historia judía. Igualmente, las sentencias de Jesús tienen sentido si se las inserta en el contexto natural del pensamiento judío contemporáneo. Por eso, al investigar la vida de Jesús, es necesario relacionar sus palabras y acciones con las Escrituras de Israel y con el mundo judío de su época.

INDICE

BIBLIOGRAFIA.

 

I. Jesús y Juan el Bautista.

El Profeta del fin de los tiempos.

En la época de Jesús el antiguo profetismo se había extinguido desde hacía tiempo en Israel. En el lugar de la palabra viva del profeta se había introducido la autoridad de los grandes profetas del pasado. Se fue haciendo cada vez más común la convicción de que desde la desaparición de los últimos profetas escritores (Ageo, Zacarías y Malaquías), los cielos se habían cerrado y el Espíritu se había extinguido. Esto quería decir que había quedado interrumpida la comunicación tradicional entre Dios y su pueblo y que no bajaba ya el Espíritu para inspirar a los profetas. Una tradición del martirio de Zacarías, fundada en 2 Cro 24,21 e incluida en el escrito llamado Las vidas de los profetas (por el año 100 d.C.), señalaba el momento en que habían finalizado las revelaciones: "Zacarías, de Jerusalem, hijo de Yodaé, sacerdote, fue matado junto al altar, por Joás el rey de Judá; la casa de David derramó su sangre en el centro cerca del vestíbulo. Los sacerdotes lo recogieron y lo sepultaron junto a su padre. Desde entonces, hubo en el templo prodigios extraños: los sacerdotes no pudieron ya ver en visión a los ángeles de Dios, dar oráculos desde el Santo de los Santos, ni echar suertes para dar respuestas al pueblo tal como se había hecho hasta entonces".

El don de la profecía se presentaba, entonces, cada vez más como un fenómeno que sólo reaparecería al final de los tiempos, y lo haría de una manera muy visible. La antigua profecía de Joel servía para animar esta esperanza: "Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días" (Joel 3,1-2). Por eso la aparición de Juan el Bautista podía ser considerada como un acontecimiento que manifestaba el fin: un profeta vivo había surgido nuevamente, como en los siglos anteriores. Su mismo bautismo pudo haber sido estimado como un gesto profético, como era el caso de las acciones simbólicas que habían acompañado la predicación de Jeremías, Isaías o Ezequiel.

Por aquel tiempo estaba también extendida la idea de un único profeta: puesto que todos los profetas habían anunciado, en el fondo, la misma verdad divina, no debía haber más que un solo profeta que se venía encarnando sucesivamente en distintos personajes históricos. Este pensamiento aparece reflejado en el Evangelio de los Hebreos, citado por Jerónimo en su comentario al libro de Isaías (IV,11,2). El Espíritu Santo habría dicho a Jesús durante su bautismo en el Jordán: "Yo te he esperado en todos los profetas, a fin de que tú vinieras y yo reposara en ti". El Profeta aparecería al final de los tiempos en su forma definitiva y plena, y la profecía llegaría entonces a su término y cumplimiento.

Ese Profeta no era en la esperanza judía un desconocido, sino que tenía un rostro bien concreto. A partir de la profecía de Dt 18,15 se esperaba el regreso de Moisés: "El Señor tu Dios, te suscitará de entre tus hermanos un profeta como yo". En cambio, según la profecía de Mal 3,23-24 (4,5) se creía que al final de los tiempos Elías restablecería la recta doctrina de la comunidad israelita: "He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el día de YHWH, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que yo venga a herir la tierra de anatema". Las figuras del promulgador de la Alianza y del gran predicador de la conversión a ella eran las más adecuadas para que el Profeta se encarnara en su forma definitiva.

El Moisés esperado según Dt 18,15 realizaría milagros, restablecería la Ley y el culto verdadero en el pueblo y conduciría también a otros pueblos al conocimiento de Dios. Nuevamente moriría a los 120 años y se llamaría el Maestro o Ta’eb (restaurador). Así, según Jn 4,25 la samaritana del pozo de Jacob le aseguraba a Jesús: "Cuando venga, nos lo explicará todo".

Los rasgos del profeta esperado se observan también en el Maestro de Justicia, nombre que el Comentario de Habacuc encontrado en Qumrán aplicaba a aquel que probablemente habría sido el fundador de la secta de los esenios: "al Maestro de justicia ha hecho conocer Dios todos los misterios de las palabras de sus siervos los profetas" (1QpHab VII,4).

Para resumir, el Profeta predicaría, revelaría los últimos misterios y, sobre todo, restauraría la revelación tal y como Dios la había dado en la Ley de Moisés. Pero, a diferencia de los antiguos profetas, su mensaje anunciaría el fin del mundo y su llamada a la conversión sería la última oportunidad de salvación de parte de Dios para los hombres.

 

La aparición de Juan el Bautista.  

Según todos los evangelios, la entrada en escena de Juan el Bautista y su actividad precedieron la historia de Jesús. Para la tradición cristiana primitiva había en ello algo más que un simple recuerdo histórico. Si hablaba del Bautista y de su movimiento no era para aclarar el telón de fondo y los antecedentes de la actividad de Jesús. Más bien, desde el comienzo la tradición colocó al Bautista a la luz de la historia de la salvación que Dios realizaba y él mismo pasó a formar parte del Evangelio de Jesús el Mesías. ¿Qué sabemos de este hombre?

En los evangelios Juan aparece súbitamente, sin ninguna preparación. Ninguna historia de vocación, como en los antiguos profetas de Israel, precedía su intervención. Los narradores no se detuvieron en ningún detalle biográfico, en todo caso, ni Marcos ni Mateo ni Juan. Sólo Lucas llenó este hueco con un relato de su infancia. Allí se le atribuye a sus padres un linaje sacerdotal: "Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una mujer descendiente de Aarón, que se llamaba Isabel" (Lc 1,5). Se podría explicar así la distancia que el bautismo por él administrado implicaba respecto de los sacrificios, ofrecidos para perdón de los pecados, como una ruptura expresa de un miembro del sacerdocio con las prácticas cultuales del Templo de Jerusalem. Una actitud semejante mantenían los esenios de Qumrán: "Envían ofrendas al Templo, pero no hacen allí sacrificios, ya que son diferentes las purificaciones que suelen practicar; por eso se abstienen de entrar en el Recinto común y realizan sus sacrificios entre ellos" (Flavio Josefo, Antigüedades XVIII,17).

El mismo evangelista nos dejó dos referencias que permiten señalar que con Juan reaparecía el antiguo profetismo. En primer lugar, la visión que tuvo su padre en el Santuario, experiencia que no se había dado desde los días en que el profeta Zacarías había sido martirizado en el Templo: "Se le apareció el Angel de Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso" (Lc 1,11). En segundo lugar, Lucas utilizó la fórmula clásica de la Escritura para presentar los oráculos de los profetas: "fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto" (3,2).  

Lucas nos dejó también una preciosa indicación sobre la fecha de su entrada en escena: "el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea" (Lc 3,1), es decir, entre octubre del año 27 y septiembre del 28. El lugar de su actividad no dejaba de ser significativo: la estepa del Jordán, en el amplio valle del sur. Porque desde los tiempos antiguos el desierto era el lugar al que se vinculaban las esperanzas finales de Israel ya que, según una antigua creencia, los últimos tiempos serían como el comienzo de la historia salvífica: "¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo" (Is 43,19). Lejos del mundo profano, pero también lejos de los lugares del culto, Israel se preparaba, como en los tiempos del Éxodo, a la revelación de Dios. Allí había de predicar un nuevo profeta: "Una voz clama: "En el desierto abrid camino a YHWH, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios"" (Is 40,3).

Si nos atenemos únicamente al testimonio que Josefo nos ofrece, no veremos en Juan más que un maestro de la virtud según el modelo helenístico: "Exhortaba a los judíos a practicar la virtud, a actuar con justicia unos con otros y con piedad para con Dios, para estar unidos por un bautismo. Porque así seguramente es como el bautismo resultaría agradable a Dios, si servía no ya para hacerse absolver de ciertos pecados, sino para purificar el cuerpo después de que el alma había quedado previamente purificada por la justicia" (Antigüedades XVIII,116ss). Tal presentación responde a la costumbre de Josefo de comparar a los grupos judíos con las escuelas filosóficas helenísticas en atención a la comprensión de sus lectores. Pero de este modo silenció totalmente los rasgos mesiánicos de la predicación del Bautista. Por otro lado era obvio tal silencio, pues a los romanos le digustaba particularmente el pensamiento mesiánico judío, sobre todo a partir de la reciente guerra (66-73 dC).

A partir del testimonio de los evangelios queda claro que, ante todo, Juan exhortaba a la conversión. Esta llamada la dirigía a todos, porque ante aquel que iba a juzgar al mundo de nada servía alegar pertenencia al pueblo de Dios por herencia: "Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: "Tenemos por padre a Abraham"" (Mt 3,8-9). Se trataba, pues, de una abierta declaración de guerra contra toda confianza presuntuosa en los méritos de los antepasados. De esa manera atacaba la pretención de identificar pura y simplemente el pueblo de Dios con el Israel visible. Y con un juego de palabras declaraba que Dios era libre ante el hombre, incluso respecto a su propia promesa: porque os digo que Dios puede de estas piedras (avanim) dar hijos (banim) a Abraham.

La conversión por Juan exigida era algo más de lo que nosotros entendemos como cambio de mentalidad. Era un acto consistente en una puesta en marcha, un nuevo éxodo, un alejarse del pasado vivido sin Dios para encaminarse hacia el inminente reino de Dios. Implicaba un movimiento más amplio que una renovación interior de tipo individual; significaba la apertura ya desde entonces de un espacio en la existencia del pueblo para un mundo nuevo suscitado por Dios. Y esto no admitía demoras, porque "ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego" (Mt 3,10). La urgencia de la conversión por el planteada distinguía su mensaje respecto de las demás expectativas apocalípticas de la época, que desconocían la fecha exacta de la llegada del tiempo final.

El resultado del juicio inminente sería la salvación o la condenación de los hombres: "Yo os bautizo con agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Mt 3,11). El fuego consumiría la paja inservible, aquellas espigas sin grano, los carentes de buenas obras; mientras que el Espíritu concedería la salvación a los que presentaban frutos de conversión, renovándolos totalmente en virtud del poder creador de Dios.

Pero ¿Quién era ese más fuerte a quien Juan atribuía la ejecución del juicio? Puesto que el bautismo de fuego o de Espíritu implicaba salvar o condenar definitivamente, esas funciones no serían realizadas por una persona terrena, sino celestial. Para eso cabían dos posibilidades: Dios en persona o el apocalíptico Hijo del hombre anunciado en el libro de Daniel: "Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (7,13-14).

 

Juan y los esenios. 

El bautismo conferido por Juan, no puede ser comparado con el bautismo que acompañaba a la circuncisión en la ceremonia de iniciación de los paganos al judaísmo, porque de ningún modo Juan consideraba a sus oyentes judíos como si fuesen paganos. Es más acertado asemejarlo a ciertos ritos practicados por las comunidades judías marginales de Palestina y de Siria durante los primeros siglos. Tal sería el caso de los esenios, conocidos a partir de los testimonios de Plinio el Viejo, de Filón de Alejandría y de Flavio Josefo, de su propia producción literaria y de los vestigios arqueológicos conservados en Qumrán. Plinio el Viejo los ubicó al oeste del Mar Muerto, a cierta distancia de la costa: "Pueblo solitario, el más extraordinario que exista; sin mujeres, sin hijos, sin dinero, viven en la soledad del desierto. Pero se renuevan contínuamente, y los adeptos les llegan en masa..." (Historia Natural V,72). Eusebio conservó en su Preparación evangélica (VIII,11,12) un fragmento de Filón que se refiere también a la comunidad de bienes mantenida por los esenios: "Nadie se permite poseer nada como propio, ni casa ni esclavo ni campo ni rebaños ni cosa que produzca riqueza abundante, sino que todas las cosas las ponen en común y en común disfrutan del provecho de todas ellas". Josefo resaltó en ellos su insistencia en la necesidad de una conversión total y su preocupación extrema de pureza obtenida mediante reiterados baños rituales: "se complacen en enseñar que hay que entregarse a Dios en todas las cosas. Declaran también que las almas son inmortales y opinan que hay que luchar por obtener la recompensa de la justicia" (Antigüedades XVIII,17).

Con mucha frecuencia se ha querido relacionar a Juan con los esenios de Qumrán, dadas las semejanzas existentes entre su pensamiento y prácticas y los de la secta, y también debido a la cercanía del dicho monasterio respecto al lugar donde Juan realizaba su actividad. Seguramente debió conocerlos, pero no es muy probable que se hubiese formado con ellos. La predicación de Juan, a diferencia de la enseñanza esenia, era pública y no privada. El juicio anunciado por los esenios llegaría en un futuro indeterminado y no de manera inminente.

Por otro lado, existen también otros personajes distintos de los esenios con los cuales se podría comparar a Juan. Puesto que la soledad ayudaba a la oración y al sacrificio en medio de una vida muy austera, muchos hombres sabios y santos elegían el desierto como morada. Por ejemplo, Josefo menciona a un maestro suyo: "Habiendo oído hablar de un tal Bannus que vivía en el desierto, contentándose para vestir con lo que le proporcionaban los árboles y para comer con lo que la tierra produce espontáneamente, usando frecuentes abluciones de día y de noche por amor a la pureza, me convertí en émulo suyo" (Autobiografía II, 9-11). Tal aspereza de vida se asemejaría mucho a la de Juan: "Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre" (Mt 3,4).

Finalmente el bautismo esenio era sólo un rito de incorporación a la secta para los nuevos miembros y el primero de una continua serie de baños rituales. En cambio, el bautismo de Juan era único y definitivo. En el contexto de su predicación del tiempo final y de la llegada del Reino de Dios, el bautismo hay que entenderlo como la última preparación, como el sello que habría de encontrar en cada uno el Juez que estaba por llegar para ser hallados dignos del Espíritu renovador y no del fuego de la condena.

Las fuentes cristianas presentaron el rito practicado por Juan como un "bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Mc 1,4). En esto se diferencian del testimonio transmitido por Josefo, para quien el bautismo servía no ya para hacerse absolver de ciertos pecados, "sino para purificar el cuerpo después de que el alma había quedado previamente purificada por la justicia" (Antigüedades XVIII,117). Si bien Marcos y Lucas señalaron como requisito previo el arrepentimiento y la voluntad de conversión manifestados en la confesión de los pecados (Mc 1,5), no negaron que se tratara de un signo eficaz que otorga el perdón. Representaba para ellos una oferta de gracia divina que permitía acceder a la salvación cuando no quedaba ya ninguna oportunidad a través de otros ritos de penitencia u obras de misericordia.

Un bautismo conferido por un hombre y capaz de otorgar el perdón era ciertamente escandaloso. Por eso es comprensible que se haya buscado relativizar posteriormente la eficacia que Juan atribuía a su rito. Así sucede con el silencio de la fórmula para el perdón de los pecados en Mt 3,6, que fue desplazada hacia la última cena de Jesús a través de "la sangre de la Alianza que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26,28). Otro tanto sucede con la designación de Jesús como "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29), puesta en labios del Bautista.

 

Juan el Bautista y Jesús.

Entre los que se acercaron a Juan encontramos a Jesús de Nazaret. El bautismo que Juan le administró es uno de los datos más seguros de la vida de Jesús, dada la dificultad que necesariamente debía originar para la comunidad cristiana. Primero por la aparente superioridad del Bautista sobre Jesús, y luego por el perdón de los pecados inherente a la recepción del bautismo y que hacía suponer una conciencia de pecado en Jesús. El hecho que la comunidad cristiana no hubiese omitido en su tradición este episodio es lo que justamente le proporciona más garantías de historicidad. De todos modos la transmisión del relato se encargó también de solucionar las dificultades:

* La pregunta de Juan y la respuesta de Jesús en Mt 3,14-15 podrían haber significado el reconocimiento de parte de Juan que el tiempo de su bautismo había concluido y que había llegado ya el tiempo del bautismo en fuego y en Espíritu de parte de Jesús: "Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?". ¿Por qué, entonces, el Mesías bautizador se haría bautizar, pasando por un pecador más? "Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia?". El "así debe ser" expresado por Jesús sería un adelanto de ese misterioso "es necesario" que se irá repitiendo a lo largo del evangelio al referir la voluntad de Dios respecto a su Mesías, hasta la pasión dolorosa. De todos modos quedaba claro que Jesús recibía el bautismo de Juan como justo y no como pecador.

* Según el cuarto evangelio los pecados con los que Jesús llega al bautismo no son suyos, sino que él los carga de una manera vicaria: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo" (Jn 1,29-30).

* En el Evangelio de los Nazarenos la madre y los hermanos de Jesús habían sido los que lo invitaron a recibir el bautismo para el perdón de los pecados. Jesús había respondido entonces: "¿En qué he pecado yo para acudir a él y ser bautizado? A menos que haya dicho algo por ignorancia" (fragm.2). Si Jesús, a pesar de no necesitarlo, había recibido el bautismo quedaba bien claro que ninguna conciencia de pecado lo había motivado a hacerlo.

La tendencia marcadamente apologética presente en estas explicaciones que los evangelistas se consideraron obligados a proporcionar nos lleva a preguntar entonces qué habría llevado realmente a Jesús a encontrarse con Juan. La necesidad de justificar el abajamiento de Jesús, indigno de quien consideraban como el más fuerte que Juan, podría evidenciar que históricamente Jesús hubiese llegado hasta Juan buscando en él a un maestro. Esa posible relación de discipulado podría deducirse a partir de algunas coincidencias en la doctrina del Bautista y de Jesús y también de algunas notas comunes en la trayectoria de sus vidas, como el grupo de discípulos que los rodeó, la oposición de los dirigentes religiosos y la ferviente adhesión del pueblo. Ambos despertaron esperanzas y reacciones semejantes, y compartieron el mismo destino por orden de las autoridades. Herodes Antipas habría llegado a reconocer en la actividad de Jesús la prolongación de la obra del Bautista: "Aquel Juan, a quien yo decapité, ése ha resucitado" (Mc 6,16). De hecho, Jesús mantuvo la misma firmeza que había llevado a Juan a denunciar el divorcio y posterior desposorio de Herodes con la mujer de su hermanastro aún vivo (cf. Mc 6,18): "Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra ella" (Mc 10,11).

Junto a los numerosos bautizados que volvían inmediatamente a su vida cotidiana, hubo otros que quedaban a su lado como discípulos y lo llamaban Rabbí (Jn 3,26). Compartían sus prácticas piadosas como el ayuno (Mc 2,18) y se ponían a su servicio (Mt 11,2). Algunos de ellos dejaron al Bautista y siguieron a Jesús: "Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús" (Jn 1,37). Y Jesús continuó, al menos por algún tiempo, con la práctica bautismal de Juan: "se fue Jesús con sus discípulos al país de Judea; allí estaba con ellos y bautizaba. Juan también estaba bautizando en Ainón, cerca de Salim, porque había allí mucha agua, y la gente acudía y se bautizaba" (Jn 3,22-23). En su actividad Jesús parece haber tenido aún más éxito que Juan: "Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan" (Jn 4,1); sin embargo el evangelista no deja de hacer una aclaración que considera importante: "aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos" (4,2).

Está claro que Jesús sintonizó con la predicación del Bautista y, por tanto, con la fe en el juicio y en la necesidad de la conversión y del bautismo para el perdón de los pecados. Pero a pesar de los paralelos que muestran continuidad entre Jesús y Juan, ambos también mantuvieron diferentes puntos de vista en su predicación. Siendo que la noción judía de Dios abarcaba tanto el aspecto del Dios justo como el del Dios misericordioso, Juan destacó el aspecto del rigor y Jesús el del amor. Juan predicaba el temor al juicio y la oferta salvadora del bautismo; en cambio Jesús acentuó la certeza de la salvación manifestada en la presencia ya actual del Reinado de Dios: "Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: "El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: ‘Vedlo aquí o allá’, porque el Reino de Dios ya está entre vosotros"" (Lc 17,20-21). De este modo el juicio quedaba aplazado para un futuro desconocido (pero igualmente sorpresivo) y así se daba al hombre tiempo para confirmar con buenas obras su conversión.

También eran muy diferentes los estilos de vida asumidos por Juan y por Jesús. Juan era un asceta que llevaba una vida muy austera. En cambio Jesús es interrogado por los discípulos de Juan: "¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?" (Mt 9,14).

Por otra parte la imagen del Mesías expresada en la predicación de Juan no correspondía con exactitud con el mensaje y las actitudes que Jesús ofreció desde los comienzos de su actividad. Juan evocaba al Juez celestial del mundo y no a un hombre de esta tierra. No es de extrañar, entonces, que Juan haya tenido dificultad para reconocer a Jesús como el Mesías por él anunciado: "¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?" (Mt 11,3). Durante el ministerio del Bautista ya habrían aparecido algunos indicios de aquella oposición que sus partidarios presentarían aún en el siglo II al movimiento originado por Jesús, según el testimonio de las Recognitiones pseudo-clementinas (I,60): "Se suscitó una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de la purificación. Fueron, pues, donde Juan y le dijeron: "Rabbí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, aquel de quien diste testimonio, mira, está bautizando y todos se van a él" (Jn 3,25-26). El libro de los Hechos es también testigo de que, más de veinte años después de la muerte del Bautista, el apóstol Pablo encontró en Efeso discípulos de Juan: "Él replicó: "¿Qué bautismo habéis recibido?" -"El bautismo de Juan", respondieron" (Hch 19,3). Y finalmente, la aclaración que bruscamente interrumpe el himno al Verbo en el cuarto evangelio estaría confirmando el dato de las Recognitiones, según el cual Juan, y no Jesús, era verdaderamente el Mesías: "Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz (Jn 1,6-8)". Tal persistencia de los discípulos del Bautista, a menos que no hubiesen comprendido bien la enseñanza de su maestro, parece indicar que Juan nunca llegó a reconocer a Jesús como al Mesías esperado.

En cambio, la tradición cristiana, que reconocía a Jesús como el Mesías, siempre consideró a Juan como el profeta precursor apoyándose en la valoración que el mismo Jesús había hecho del Bautista. Es lo que muestra el pasaje en el que Jesús preguntaba a sus oyentes qué era lo que los había movido a dirigirse hacia Juan: ""¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salistéis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él" (Mt 11,7-11).

Esta valoración de Juan muestra que las diferencias en la predicación de ambos profetas no implicaban necesariamente una ruptura sino, más bien, una nueva certeza de parte de Jesús respecto a la salvación esperada. ¿Cómo llegó Jesús a su convicción? Es posible que Jesús, como muchos otros profetas, tuviera un experiencia vocacional. Jesús habría sustituido el temor al juicio por la certeza de la salvación al intuir como profeta visionario que el mal había sido ya vencido, según una arraigada esperanza de la época: "Y entonces se manifestará el reinado de Dios sobre toda la creación, y no existirá ya Satanás, y con él desaparecerá la tristeza" (Ascención de Moisés 10,1). Algunos han visto en Lc 10,18 un eco de esa experiencia: "He visto a Satanás caer del cielo como un rayo".

Su carisma para obrar prodigios también pudo haberlo confirmado en esa intuición. Así parece sugerirlo la respuesta dada por Jesús a los emisarios de Juan que le preguntan si él era el que había de venir: "Id a contar a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!" (Mt 11,4-6). Jesús remitía a los milagros que ocurrían a su alrededor, sin atribuírselos a su persona. Los milagros obrados en su presencia por Dios, por los discípulos o por él mismo, le habrían convencido de que había comenzado de que había comenzado el tiempo de salvación, de que Satanás estaba vencido y de que él era, tal vez, el que había de venir anunciado por Juan.

 

La muerte del Bautista. 

La vida de Juan acabó trágicamente asesinado por mandato de Herodes Antipas. Josefo atribuyó un móvil político a la ejecución. Juan era un hombre del desierto que reunía gente en torno suyo y, por lo tanto, un peligro potencial: "Herodes tuvo miedo de que aquella fuerza de persuación los incitase a la revuelta; todos parecían estar dispuestos a hacer cualquier cosa por consejo de ese hombre. Por eso creyó preferible adelantarse a los acontecimientos y suprimirlo antes de que surgiera algún conflicto de parte de Juan, en vez de encontrarse él mismo en apuros si se produjera aquella revuelta y no pudiera ya hacer nada entonces. Víctima de las sospechas de Herodes, Juan fue enviado preso a la fortaleza de Maqueronte y allí fue matado" (Josefo, Antigüedades XVIII 118-119).

Mc 6,17ss atribuye, en cambio, un motivo personal: "Herodes había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: "No te está permitido tener la mujer de tu hermano"".

Sin embargo, el marco político que Josefo describió para referirse a la ejecución del Bautista implicaba, en cierto modo, también el divorcio de Herodes, puesto que la mujer repudiada era hija de Aretas IV, rey de los nabateos: "Aretas consideró aquello como el fundamento de un odio personal; tenía además un problema en la región de Gabalis... Cada uno de los dos reyes movilizó sus tropas y entraron en guerra enviando generales en su lugar. En el curso de una batalla quedó destrozado todo el ejército de Herodes, debido a la traición de unos desertores... Algunos judíos opinaron que el ejército de Herodes había sucumbido por obra de Dios, que de esta forma -se trataba de una expiación muy justificada- vengaba la muerte de Juan apodado el Bautista" (Antig. XVIII, 114-116). En este contexto, la crítica de Juan al nuevo casamiento de Herodes pudo haber sido interpretada por éste no simplemente como una descalificación moral de su vida privada, sino como un alineamiento del influyente profeta en favor de los enemigos nabateos.

 

II. Jesús y su familia.

 

La patria de Jesús

 No sería suficiente la relación de Jesús con Juan para explicar el surgimiento de su mensaje, ya que según el testimonio de Lucas habría entrado en contacto con él en la edad de su plenitud: "tenía Jesús, al comenzar, unos treinta años, y era según se creía hijo de José" (Lc 3,23). Es decir que no habría acudido al Bautista como un joven aprendiz, sino llevando consigo ya una cierta experiencia de vida. Debemos, por tanto, tener en cuenta la situación de la tierra que lo vio crecer y la conformación del hogar en el que se crió para conocer mejor al hombre adulto que continuó la predicación del profeta del desierto.

Según Mc 1,9 el lugar de procedencia de Jesús era la región de Galilea. Desde allí habría partido en busca del Bautista: "Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán". No existía ninguna referencia en las Escrituras judías acerca de Nazaret, como así tampoco fue nombrada por Josefo al describir la región de Galilea. Posiblemente este silencio se debió a la poca importancia de la aldea, cuya vida propia seguramente transcurriría a la sombra de la vecina y próspera ciudad de Séforis, la capital de la región durante los primeros años de la vida de Jesús.

La vista que se despliega en torno a Nazaret es una de las más hermosas de Israel. La región de Galilea aparece como una prolongación de las raíces montañosas del Líbano. La abundancia de rocas de basalto gris manifiesta su carácter volcánico. No es el Líbano, sin embargo, el que domina la vista, sino la cordillera de enfrente, el Hermón. Hacia sus nieves levantaban los ojos los sofocados segadores durante el verano, esperando de él su intenso rocío por la noche. A esa dependencia respecto de las altas cordilleras Galilea debe sus aguas y la fertilidad de su tierra en comparación con Judea y Samaría. Josefo describía la bondad de esta tierra en la que se desempeñó como revolucionario contra Roma: "Toda la región es fértil, rica en pastos, plantada de árboles de toda clase, de manera que el hombre más perezoso para las tareas de la tierra siente necesariamente una vocación de labrador ante tantas facilidades. De hecho, toda la superficie está cultivada por los habitantes, sin que haya una sola parcela sin barbecho. Los poblados son muy numerosos y todas las aldeas tienen también una población muy densa, debido a la fertilidad del suelo, de manera que la más pequeña de ellas cuenta con más de quince mil habitantes" (Guerra Judía III, 3,2).

Allí, envuelto en la belleza de las montañas y rodeado de los labradores que trabajan la tierra, Jesús había pasado muchos años en silencio, trabajando también él con sus propias manos. Cuando comenzase a predicar evocaría todo ese mundo de imágenes que contemplado con sus propios ojos: "Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos" (Mt 6,28-29). "El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo" (Mt 13,24). "Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre" (Mc 12,1). "De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que Él (el Hijo del hombre) está cerca, a las puertas" (Mc 13,28-29).

Las encantadoras colinas de Galilea que, aún hoy, infunden una sensación apacible al peregrino que las visita, debieron hablar por sí mismas al corazón del joven Jesús de la misericordia y generosidad de Dios, y permitía pensar en su Reinado como una participación de tanta paz y bondad. Del mismo modo, las despojadas montañas de Judea, con su aspecto terrible y su clima tan duro, no podían menos que templar el carácter de un profeta como Juan y llevarle a formular la llegada del Reino de Dios en términos tan trágicos. Las colinas de Galilea y el desierto del Jordán sirven adecuadamente de escenario para las Bienaventuranzas de Jesús (Mt 5,3-12) y para las amenazas de Juan (Mt 3,7-12). Sus respectivos ambientes naturales ayudaron a cada uno de los dos profetas a diferenciar con rasgos propios el único mensaje sobre la llegada del Reino y la necesidad de conversión.

Además de esta influencia de la naturaleza, también debió intervenir en el interior de Jesús el peso de la secular tradición histórica de su patria. Galilea coincide estrechamente con los territorios que Josué había asignado a las antiguas tribus hebreas de Isacar, Zabulón, Aser y Neftalí durante la conquista de Canaán. El país había presenciado el sacrificio del profeta Elías en el monte Carmelo (1 Re 18,20-40), la muerte del rey Ajab por él anunciada en el valle de Yisreel (1 Re 22,34-35) y la muerte del justo rey Josías en Meguido (2 Re 23,29). La cercanía y presencia de población pagana, especialmente a partir de la incorporación al imperio asirio bajo Tiglatpileser III (734 a.C.), había hecho que la región fuera denominada Galil ha-Goyim (hebr. Región de los Gentiles: Is 8,23). La población en los tiempos de Jesús se componía de judíos principalmente en las aldeas y en el interior de la región. Las ciudades helenizadas y los dominios en el oeste estaban poblados mayoritariamente por paganos. El proceso de helenización había sido promovido grandemente por Herodes el Grande y sus hijos, como así también por los terratenientes de las ciudades helenizadas que habían comprado amplias zonas del campo.

Pero esta circunstancia había ido fortaleciendo la identidad nacional y religiosa de los habitantes judíos, como refirió Josefo: "Con esta superficie tan limitada, y rodeadas como están por naciones extranjeras muy poderosas, las dos Galileas han resistido siempre las sucesivas invasiones; porque los galileos se forman para el combate desde sus años más jóvenes y han sido siempre numerosos. Nunca les ha faltado coraje a esos hombres ni faltó nunca allí gentes" (Guerra Judía III,3,2).

La naturaleza de los galileos era, pues, tan volcánica como el suelo que habitaban: "siempre amigos de innovaciones y por naturaleza dispuestos a los cambios, disfrutan con las sediciones" (Josefo, Autobiografía 17). Su fama se había hecho célebre a causa de sus pendencias y de entre ellos surgieron los más aguerridos rebeldes contra Roma. Tal era el caso de Judas de Gamala, más conocido como Judas el Galileo. En el año 4 a.C., aprovechando la falta de gobierno a causa de la muerte de Herodes, en Séforis "reunió una banda numerosa, rompió las puertas de los arsenales del rey y, distribuyendo las armas a sus partidarios, atacó a los demás candidatos al poder" (Josefo, Guerra Judía II,56).

Más tarde, unido al fariseo Sadok había encabezado una revuelta contra los romanos a causa del censo que en el año 6 d.C. había ordenado el emperador Augusto para la nueva provincia de Judea. En efecto, el censo tenía como fin elaborar la nómina de los contribuyentes de la nueva provincia del Imperio: "Decían que el censo llevaba a un resultado concreto: implicaba el derecho a hacerlos esclavos. Por eso llamaban al pueblo a volar en apoyo de la libertad. Si se presentaba la ocasión de vencer -aseguraban- pondrían las bases de la prosperidad; y si les privaban de los bienes que les quedaban, obtendrían el honor y la gloria de haber obrado con magnanimidad. La divinidad no podría hacer otra cosa más que colaborar en el éxito de su proyecto y actuaría ciertamente en favor de ellos, con tal que, apasionados por los grandes hechos y firmes en su resolución, no dudaran en derramar la sangre necesaria para este fin" (Josefo, Antigüedades XVIII,4).

Judas fundó así un partido que se caracterizaría por el celo por la defensa de la libertad y por la aceptación de la sola soberanía divina (de ahí el nombre de zelotes): "decía que era una vergüenza aceptar pagar tributo a Roma y soportar, después de Dios, a unos dueños mortales" (Josefo, Guerra de los Judíos II,118). Josefo describió este movimiento llamándola la cuarta filosofía (después de los fariseos, saduceos y esenios): "Sus adeptos están en muchos puntos de acuerdo con el pensamiento fariseo, pero sienten un amor casi invencible a la libertad, porque creen que Dios es el único dueño y señor. Les importa poco padecer cualquier tipo de muerte, hasta el más inaudito, lo mismo que el castigo que están dispuestos a infligir hasta a sus parientes y amigos; el único objetivo que tienen es no dar el nombre de señor a ningún ser humano" (Josefo, Antigüedades XVIII,23).

La revuelta contra Roma ciertamente fracasó, como refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles: "En los días del empadronamiento, se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron" (5,37). Sin embargo, el partido sobrevivió varias generaciones y los descendientes de Judas continuaron su causa. Entre los años 46 y 48 dos de sus hijos fueron ajusticiados por orden del gobernador romano: "Los nombres de aquellos hijos eran Jacob y Simón, a quienes Alejandro condenó a ser crucificados" (Ant. XX,102). En el año 66 otro hijo suyo (o tal vez nieto) se proclamaría directamente como el rey Mesías para conquistar Jerusalem y rebelarse contra el Imperio: "Menahem, el hijo de Judas, aquel llamado el Galileo, tomó algunos hombres importantes con él y se retiró a Masada, donde forzó el ingreso a la armería de rey Herodes y dio armas no sólo a su propia gente, sino también a otros bandidos. Con ellos organizó una guardia y regresó en condición de rey a Jersalem. Y constituido en líder de la sedición dio órdenes de continuar con el asedio" (Guerra Judía II,433). Finalmente sería asesinado por la oposición (id. II,446).

La dinastía de los líderes zelotes proveniente de Judas el Galileo acabaría recién en el año 73 con Eleazar ben Yaír, el organizador de la célebre defensa de Masada: "El era descendiente de aquel Judas que había persuadido a muchos judíos, como hemos anteriormente relatado, a no inscribirse en el censo cuando Quirino ordenó hacerlo en Judea" (Guerra Judía VII,252). Josefo nos transmitió lo que habría sido su larga exhortación final al suicidio colectivo: "... ¡Muramos sin haber sido esclavos del enemigo y, como hombres libres, dejemos juntos esta vida con nuestras esposas e hijos! Esto es lo que las leyes nos ordenan, esto es lo que nuestras esposas e hijos nos suplican. Esta es la necesidad que nos viene de Dios y lo contrario es precisamente lo que los romanos desean. El temor que ellos tienen es que muera uno solo de nosotros antes de que sea tomada la ciudadela. Así, pues, apresurémonos a dejarles, en vez de la satisfacción que ellos esperan de nuestra captura, el asombro ante nuestra muerte y la admiración por nuestra valentía!" (Guerra VII, 337-388).

La infancia y juventud de Jesús transcurrió en esa Galilea formadora de hombres nada conformistas. Tal vez las peores tempestades no hayan llegado a la pequeña Nazaret, pero sí sus espantosos ecos, como la destrucción de Séforis a sólo 4 km de distancia. En el año 4 a.C., el gobernador romano de Siria había reprimido violentamente el levantamiento de la ciudad: "Varo envió una parte de su ejército a Galilea, situada cerca de Ptolemaida, y a Cayo, uno de sus amigos, como capitán. Cayo derrotó a las tropas que enviaron contra él, tomó Seforis, la incendió y redujo a esclavitud a sus habitantes" (Guerra Judía II,68). La reiteración de episodios como estos y la carga de pesados tributos habían ido llenando la región de viudas despojadas, niños huérfanos, enfermos y enloquecidos, campos abandonados y multitud de pobres.

La mayoría soportaba en silencio la pesada carga sin más consuelo que el advenimiento del poderoso Mesías davídico, que restablecería definitivamente a Israel como Reino de Dios, poniendo fin a todas las tristezas y dolores. Jesús no pudo desconocer esta mentalidad, porque sin duda debió haber escuchado en más de una oportunidad en la sinagoga las profecías mesiánicas leídas y explicadas durante el culto sabático: "¡Qué hermoso es el rey mesías que ha de levantarse de entre los de la casa de Judá! Ciñe sus riñones y parte al combate contra sus enemigos y mata a reyes con príncipes. Tiñe de rojo las montañas con la sangre de sus víctimas y blanquea las colinas con la grasa de sus guerreros. Sus vestidos están empapados de sangre; se parece al que está pisando racimos" (Targúm de Jerusalem de Gn 49,11).

Tales expectativas serían, muy posiblemente, las que poseían los que se agruparon alrededor suyo, como bien lo evidencian las palabras de los decepcionados discípulos de Emaús después de su crucifixión: "Nosotros esperábamos que sería él el que iba a liberar a Israel" (Lc 24,21). Sería, tal vez, la esperanza de Simón al proclamar ante Jesús: "Tú eres el Mesías" (Mc 8,29). Sería, en fin, la tentación que tuvo que resistir Jesús a lo largo de su vida: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (Mc 8,33).

 

Las tentaciones de Jesús

Como todo hombre, Jesús debió luchar para seguir firmemente los dictámenes de su conciencia frente a otras alternativas que no dejaban de aparecer como muy sugestivas. Los que más tarde creyeron en él no quisieron silenciar esta realidad que lo solidarizaba con el resto de los mortales: "ha sido probado entodo como nosotros, aunque él no cometió pecado" (Heb 4,15). "Él mismo se sometió al sufrimiento y a la tentación" (Heb 2,18).

Al narrar los episodios concretos en los cuales se podría comprobar en qué momentos Jesús había experimentado la lucha interior, el evangelio más primitivo relacionó la tentación en cierto modo con su conciencia de estar especialmente unido a Dios: "Y se oyó una voz que venía de los cielos: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco". A continuación, el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás" (Mc 1,11-12). Mateo y Lucas incluso llegaron a describir los diálogos de Jesús con el tentador.

Pero, teniendo en cuenta la ausencia de testigos en estas escenas, podemos preguntarnos: ¿cómo llegaron a conocer los creyentes las confrontaciones que Jesús mantuvo con el tentador? Puesto que, como veremos luego, Jesús enseñaba por medio de comparaciones, tal vez Jesús pudo haber expuesto a sus discípulos de un modo simbólico y escenificado las alternativas que habría tenido que rechazar en su corazón para ser obediente y fiel a su vocación. La ubicación de esta experiencia por parte de los evangelistas en el momento previo al inicio del ministerio mostraría, entonces, a Jesús como auténtico enviado de Dios que cumple su voluntad expresada en la Escritura.

Mc 1,13 describió una relación pacífica entre Jesús y las bestias salvajes. Posiblemente fuera una alusión a la paz del final de los tiempos anunciada en Is 11,6-8 y repetida en la literatura apocalíptica: "Los animales salvajes vendrán de los bosques y servirán a los hombres; la culebra y el dragón saldrán de sus escondites y se dejarán conducir por niños pequeños" (Apocalipsis de Baruc siríaco 73,6). Con esto indicaría no sólo que Jesús había superado la tentación, sino también que con él se abría el tiempo final. Habiendo vencido ya a Satanás, lo superaría de un modo definitivo.

En Mateo y en Lucas el cambio de escenarios hace pensar en una secuencia de situaciones sugeridas a la consideración de Jesús; algo así como alternativas que Jesús bien podría haber seguido en la realización de su vocación recibida de Dios. En efecto, el Mesías judío debía inaugurar una era de fecundidad asombrosa, con abundacia de vino y pan: "Cuando se cumpla lo que está previsto empezará a manifestarse el Mesías. La tierra dará su fruto, diez mil por uno. Cada cepa tendrá mil sarmientos, cada sarmiento dará mil racimos, cada racimo contará mil uvas y cada uva producirá un kor (3000 litros) de vino. Y todos los que tengan hambre se alegrarán y serán cada día espectadores de prodigios. En aquel tiempo el maná guardado en reserva caerá de nuevo y comerán (de él) esos años, porque habrán llegado al fin de los tiempos" (Apocalipsis Siríaco de Baruc, 29,3.5-6.8). Y, según el pensamiento de los fariseos, ningún daño sufriría el Mesías gracias a la protección de Dios: "No será débil en sus días, apoyado en su Dios, porque Dios le hizo poderoso por el Espíritu Santo y sabio en el consejo inteligente con fuerza y justicia. Y la bendición del Señor está con él en la fuerza: no será débil, su esperanza está en el Señor y ¿quién puede contra él?" (Salmos de Salomón 17,42-44). Conciente de tener en sí mismo un poder recibido de Dios, Jesús podría haberlo aprovechado para remediar su necesidad o simplemente para hacer ostentación del mismo: "Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes... Si eres hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna" (Mt 4,3.6).

Sin embargo, la peor tentación era la esperanza en un dominio político como Mesías. Jesús debió rechazar con gran esfuerzo esta alternativa, sugerida por sus oyentes y por sus mismos discípulos tantas veces a lo largo de su vida. Jesús comprendió bien que "los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder" (Mt 20,25). Tal forma de autoridad no podía proceder de Dios, sino del Príncipe de este mundo (Jn 12,31), y sólo podría obtenerse mediante el abandono del Dios verdadero: "Todo esto te daré si postrándote me adoras" (Mt 4,9).

La redacción, en la forma hoy conservada, pudo haber sido influenciada, además, por una experiencia histórica de prueba sufrida por los creyentes de Palestina pocos años después de la muerte de Jesús: "Como emperador, Cayo (Calígula) se mostró de una arrogancia inaudita: exigió pasar como dios y que le llamaran dios, decapitó a su patria de los hombres más selectos y extendió su impiedad hasta Judea. En efecto, envió a Petronio con un ejército a Jerusalem para erigir estatuas suyas en el templo con la orden de que, si los judíos no las aceptaban, matasen a los que se opusieran y redujese a la esclavitud al resto de la nación" (Josefo, Guerra Judía II, 184s).

La imagen de la adoración evocaría, entonces, el ceremonial practicado en la corte de Roma. El judío Filón de Alejandría narró cómo él mismo se había visto obligado a venerar al emperador Calígula al ser recibido por éste en audiencia: "Fuimos conducidos ante él; al verlo, nos inclinamos hasta el suelo con toda reverencia y temor, y lo saludamos con el tratamiento de Sagrado Emperador. Pero su respuesta fue tan cortés y amable que desesperamos, no ya de nuestra causa sino de nuestra vida. Porque con una sonrisa irónica observó: "¡Conque vosotros sois los impíos que no creen en mi condición divina, cuando todos los demás la reconocen, y creéis en el Dios innombrable!" (Delegación ante Cayo 352s). También parece una evocación del emperador blasfemo la oferta que Satanás hacía a Jesús: "Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero" (Lc 4,6). Como dueño del mundo Calígula entregaba el poder a quien él quería, tal como lo había hecho con su amigo de niñez, Herodes Agripa, a quien liberó de la prisión tras la muerte de Tiberio: "Cayo puso una diadema sobre su cabeza, y lo nombró rey de la tetrarquía de Filipo. También le dio la tetrarquía de Lisanias, y cambió su cadena de hierro por una de oro de igual peso" (Josefo, Antig. XVIII,237).

En conclusión, según el relato evangélico de las tentaciones, Jesús habría enseñado con su propia conducta que nada en el mundo -promesas de alimento, seguridad o poder- debería desviar a los creyentes de la confesión de fe en el Dios único y verdadero: "Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto" (Mt 4,10).

 

La madre y los hermanos de Jesús.

El evangelio de Marcos mencionó por primera vez los nombres de los familiares de Jesús con ocasión de la visita de éste a su pueblo natal, tiempo después de comenzada su actividad: "¿No es éste el artesano, el hijo de María y hermano de Jacob, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?" (Mc 6,3). Antes de este relato había mencionado otro episodio en el cual los suyos fueron a hacerse cargo de él, pues decían: "Está fuera de sí" (3,20). El evangelio de Juan confirmaría más tarde este dato: "Ni siquiera sus hermanos creían en él" (7,5).

Sin embargo, sus familiares también fueron mencionados como miembros de la primera comunidad formada después de la muerte de Jesús: "Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hech 1,14). Uno de sus hermanos daría testimonio de haber visto a Jesús resucitado: "Luego se apareció a Jacob; más tarde a todos los apóstoles" (1Co 15,7). El evangelio de los Hebreos relataba dicha aparición: "Él tomó pan y lo bendijo y lo partió y lo dio a Jacob el Justo, y le dijo: Hermano mío, come tu pan, pues el Hijo del hombre se ha levantado de entre los que duermen" (fragm. 7). Según este texto Jacob había prometido no comer ni beber, pues Jesús había dicho durante la última cena: "desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29).

Jacob llegaría a ser un importante dirigente de la comunidad cristiana de Jerusalem, según el testimonio de Pablo: "Subí a Jerusalem para conocer a Cefas y permanecí quince días en su compañía. Y no ví a ningún otro apóstol, fuera de Jacob, el hermano del Señor" (Gal 1,18-19). El mismo Pablo admitía que también Jacob, junto a Pedro y a Juan, "eran considerados como columnas de la Iglesia" (Gal 2,9). El evangelio de Tomás lo señaló como aquel que habría recibido de Jesús la primacía sobre los demás: "Los discípulos dijeron a Jesús: Sabemos que nos vas a dejar; ¿quién será el más grande entre nosotros? Jesús les dijo: En el sitio adonde os dirijáis, iréis hacia Santiago el justo, para quien han sido hechos el cielo y la tierra" (logion 12).

De otro de los hermanos de Jesús hizo mención Hegesipo en un testimonio recogido por Eusebio de Cesarea: "De la familia del Señor vivían todavía los nietos de Judas, llamado hermano suyo según la carne, a los cuales delataron por ser de la familia de David. El evocato los condujo a presencia del césar Domiciano, porque éste, al igual que Herodes, temía la venida del Mesías" (Historia Eclesiástica III,30,1).

Es un dato de importancia que todos los hermanos de Jesús llevaran nombres de los grandes patriarcas de Israel: Jacob, Judá, Simeón, José. Él mismo se llamaba como el sucesor de Moisés: Josué; y su madre tenía el nombre de la hermana del héroe del Éxodo: Miriam. Según se puede observar en las Escrituras, no fue común usar los nombres de los próceres bíblicos hasta la rebelión de los macabeos (175-163 a.C.). Por entonces, muchos judíos de Palestina -especialmente en las áreas rurales- habían reaccionado ante la persecución helenista siria con un resurgimiento del sentimiento religioso nacional. Es posible que desde entonces se hubiera hecho cada vez más común la costumbre de dar a los hijos los nombre de los grandes héroes del pasado. Esta costumbre debió afectar sensiblemente a los galileos, entre quienes el judaísmo tuvo que vivir durante siglos junto a una fuerte influencia pagana. Por eso es muy probable que el hecho de que toda la familia de Jesús tuviera nombres patriarcales indique su participación en ese renacimiento de la identidad nacional y religiosa judía.

Dentro de esta misma perspectiva, puede pensarse también en una cierta afinidad con el fariseísmo. De hecho, los primitivos testimonios cristianos hacen pensar que el más conocido de los hermanos de Jesús haya sido fariseo, o por lo menos haya gozado de la simpatía de ellos. En efecto, Pablo identificaría a los creyentes partidarios de la circuncisión como "los del grupo de Jacob" (Gal 2,12), los mismos que en el libro de los Hechos son señalados como "los de la secta de los fariseos que habían abrazado la fe" (15,5). Son los mismos que le advertirán a Pablo que ellos no son pocos: "miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley" (21,20).

También la noticia que Josefo proporcionó sobre su martirio estaría confirmando que Jacob llegó a gozar de gran prestigio entre los fariseos, ya que éstos reaccionaron contra los saduceos que le dieron muerte: "El sumo sacerdote Anás convocó a los jueces del sanedrín y trajo ante ellos al hermano de Jesús llamado Cristo -su nombre era Jacob- y a algunos otros. Los acusó de haber violado la ley y los entregó para que los lapidaran. Todos los habitantes de la ciudad que eran considerados como los más equitativos y estrictos cumplidores de las leyes se indignaron por ello y enviaron secretamente a pedir al rey que no dejara obrar de esta forma a Anás; en efecto, decían, no ha actuado correctamente en esta primera circunstancia. Algunos de ellos salieron incluso al encuentro del gobernador Albino que venía de Alejandría y le informaron de que Anás no tenía derecho a convocar el sanedrín sin su permiso. Convencido por estas palabras, Albino escribió enfadado a Anás amenazando con castigarle" (Antig. XX,200-203).

Por otro lado, la imagen de Jacob transmitida por Hegesipo lo presenta como justo (=cumplidor de la Ley de Moisés) y como nazir (=consagrado a Dios): "Sucesor en la dirección de la Iglesia es, junto con los apóstoles, Jacob, el hermano del Señor. Todos le dan el sobrenombre de Justo, desde los tiempos del Señor hasta los nuestros, pues eran muchos los que se llamaban Jacob. Pero sólo éste fue santo desde el vientre de su madre. Nunca bebió vino ni bebida fermentada, ni comió carne; sobre su cabeza no pasó tijera ni navaja y tampoco se ungió con aceite ni usó del baño... Cuantos creyeron, creyeron por Jacob. Y fueron muchos los que creyeron, incluso de entre los jefes" (Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica II,23,4-5.9-10).

Las características generales de los fariseos cuadran perfectamente con la imagen de Jacob que nos fue transmitida, y hasta con la del mismo Jesús. Los fariseos habían surgido de entre el laicado popular y eran el partido del pueblo. No eran por origen ni sacerdotes ni hombres ricos. Eran, más bien pequeños comerciantes, artesanos y campesinos que vivían de su trabajo. Los maestros de la Ley, en este sentido, no dejaban de insistir en la necesidad de aprender un trabajo manual: "Quien no le enseñe a su hijo un oficio manual, le está enseñando a robar" (Talmud de Babilonia, Quiddushim 30b). En la época de Jesús la mayoría de los doctores de la Ley ejercían una profesión. Por ejemplo, sabemos que en Corinto el fariseo Pablo conoció a un matrimonio judío y "como era del mismo oficio, se quedó a vivir y a trabajar con ellos. El oficio de ellos era fabricar tiendas" (Hech 18,3).

Los fariseos gozaban del favor popular: "Tenían conquistado crédito ante el pueblo y todas las cosas divinas, las oraciones y las ofrendas de sacrificios se cumplían según su interpretación. Las ciudades habían rendido homenaje a tantas virtudes, aplicándose a lo que hay de más perfecto en ellos tanto en la práctica como en la doctrina" (Josefo, Antigüedades XVIII, 14). Según los evangelios la gente los saludaba en las plazas y llamaba respetuosamente Rabbí a los más instruidos de entre ellos (Mt 23,7). Ése habría sido también el trato recibido por Jesús: "Nicodemo fue donde Jesús de noche y le dijo: "Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro"" (Jn 3,2).

Si la imagen que nos presentan los evangelios es tan negativa, esto se debe a las controversias que surgieron más tarde entre los fariseos y los cristianos, prácticamente ya separados de la sinagoga. Por el contrario, consta también en los evangelios cierta relación de amistad de Jesús con algunos fariseos, ya que era invitado a comer en sus casas (Lc 7,36; 11,37; 14,1) o era visitado por alguno de ellos, como en el caso de Nicodemo (Jn 3,1).

 

El padre y el linaje de Jesús

 En el pasaje de Marcos que mencionaba a la familia de Jesús en Nazaret no se decía nada acerca del padre. Allí Jesús era presentado como "el artesano, el hijo de María" (6,3). Esto suscitó la pregunta de por qué los aldeanos se habrían referido a Jesús como hijo de María (ben Miryam), siendo que la costumbre judía era llamar a los hijos por el nombre del padre. Los intentos de respuesta han sido muy variados:

1- Podría tratarse de una afirmación implícita de la concepción virginal de Jesús. Sin embargo, la concepción virginal de Jesús no es mencionada nunca por el evangelio de Marcos, que carece de un relato de su infancia y que no muestra la menor huella de tal creencia. Los relatos sobre un nacimiento sobrenatural de Jesús aparecen recién en los evangelios de Mateo y Lucas, y constituyen un desarrollo posterior a Marcos.

2- Podría tratarse de una insinuación de los aldeanos de Nazaret respecto a la filiación ilegítima de Jesús. Pero esta interpretación encuentra apoyo sólo en noticias tardías. Así, el pagano Celso se hacía eco (alrededor del año 178) de una tradición judía sobre el nacimiento de Jesús: "había salido de una aldea de Judea y nacido de una mujer del país, una pobre costurera... la madre de Jesús fue repudiada por el artesano que la había pedido en matrimonio, por haber sido convicta de adulterio y haber quedado embarazada por obra de un soldado llamado Panthera... echada por su marido, vagabundeando indecorosamente, dio a luz a Jesús en secreto; éste se vio obligado por la pobreza a ir a servir a Egipto, donde adquirió la experiencia de ciertos poderes mágicos de los que se ufanan los egipcios; volvió de allí, lleno de orgullo por esos poderes y, gracias a ellos, se proclamó Dios" (cf. Orígenes, Contra Celso I,28.32).

¿Podría considerarse verídica esta tradición? Este relato de Celso manifiesta una clara dependencia respecto al evangelio de Mateo, donde también se habla de la angustia del artesano, de la huída a Egipto y de los magos. Por lo tanto, lo más probable es que el relato de Celso no fuera otra cosa que una parodia judía del relato cristiano de la concepción virginal: a través de un juego de palabras el Jesús hijo de la Virgen (gr. hyíos toy parthenos) habría sido transformado en hijo de Panthera (hebr. ben Panthera). Al respecto, el erudito judío J. Klausner afirma: "En boca de los judíos y paganos que se oponían al cristianismo, las historias primitivas pasaron a ser motivos de ridículo: las nobles cualidades que los discípulos encontraban en Jesús eran interpretadas como defectos, y los milagros que se le atribuían, como prodigios horribles e indecentes" (Jesús de Nazaret, p.19).

* La respuesta más sencilla y satisfactoria sobre el silencio respecto al padre de Jesús sería que éste ya no vivía cuando Jesús visitó Nazaret como profeta. Los habitantes de la aldea simplemente hicieron referencia a los parientes de Jesús que aún vivían entre ellos, para recordar lo ordinario de su origen frente a todo lo extraordinario que él manifestaba en sus dichos y acciones: "¿De dónde le viene ésto? Y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos?" (Mc 6,2).

A pesar del silencio de Mc 6,3, Mateo y Lucas sí dejaron consignado el nombre del padre de Jesús: "Su madre, María, estaba desposada con José" (Mt 1,18). "Tenía Jesús, al comenzar, unos treinta años y era, según se creía, hijo de José" (Lc 3,23).

De la versión que transmitió Mateo respecto a la visita a Nazaret se desprende que el oficio de su padre sería el mismo, y de él seguramente lo habría aprendido Jesús: " ¿No es éste el hijo del artesano (tekton)?" (13,55). Puesto que el oficio de tekton abarcaba el trabajo de la madera y también de la piedra, tal vez José fuera uno de los tantos artesanos empleados en la reconstrucción de Séforis, destruida en el 4 a.C.

La mención en los evangelios del artesano José y del artesano Jesús hacen recordar una historia narrada en el Talmud. Un hombre había llegado a un pueblo buscando a alguien que pudiera resolverle un problema. Al preguntar si allí vivía algún rabbí, le respondieron que no. Entonces preguntó: "Hay un artesano entre ustedes, el hijo de un artesano que pueda ofrecerme una solución?" (Abbodá Zará 3b). Esto parecería indicar que el artesano en un caserío como Nazaret era la persona mejor calificada para las cuestiones relacionadas con la interpretación de la Ley. La posibilidad de que José y Jesús estuviesen capacitados para ese tipo de consultas podría compaginarse bien con la caracterización de justos que recibieron tanto el padre como uno de los hermanos de Jesús: José (Mt 1,19) y Jacob (cf. Antig. XX,200-203; Eusebio, Hist. Ecles. II,23,4-5.9-10).

Los evangelios relatan una cierta proclamación mesiánica durante la última pascua de Jesús: "La gente que iba delante y detrás de él gritaba: "¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!" Y al entrar él en Jerusalem, toda la ciudad se conmovió. "¿Quién es éste?" decían. Y la gente decía: "Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea"" (Mt 21,9-11). La pregunta denota el desconocimiento de la identidad de Jesús por parte de los habitantes de Jerusalem, siendo sólo los acompañantes de Jesús quienes lo reconocen como heredero de David: "Cerca ya de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, se pusieron a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían visto" (Lc 19,37). Aunque en el grupo de los peregrinos algunos juzgaron como imprudente tal aclamación: "Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: "Maestro, reprende a tus discípulos"" (Lc 19,39). Tal reconocimiento de los discípulos ¿está significando que la familia de Jesús se atribuía la descendencia davídica o se trataba simplemente de un postulado mesiánico?

Parece bastante probable que el origen de Jesús fuera verdaderamente davídico. En efecto, Pablo se había encontrado en Jerusalem con el hermano del Señor, cuando subió para conocer a Pedro (Gal 1,19). Por tanto, la afirmación tradicional de que Jesús había nacido "del linaje de David según la carne" (Rm 1,3) Pablo habría podido confirmarla personalmente a través de una fuente directa. Por otro lado, sería un poco absurdo que los parientes de Jesús hubieran afirmado una falsa descendencia davídica, considerada por el emperador Domiciano como sospechosa de pretención mesiánica (cf. anterior).

Sin embargo, los adversarios de Jesús le objetaban que era imposible que él fuese el Mesías, puesto que, como ellos insinuaban, en Jesús no se cumplían ninguna de las dos condiciones anunciadas por las profecías: "¿Acaso va a venir de Galilea el Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá de la descendencia de David y de Betlehem, el pueblo de donde era David?" (Jn 7,41-42). Si afirmamos que Jesús nació verdaderamente en Betlehem, debemos admitir que este dato era ignorado por muchos de sus contemporáneos o que la familia lo negaba expresamente. A la vez, esta negación sería totalmente comprensible mientras reinaran otras dinastías en Israel y, sobre todo, durante la rebelión contra Roma: admitir la pertenencia a un linaje real habría significado un grave peligro.

Por lo demás, aunque divergentes entre sí, la presentación de la genealogía de Jesús tanto en el evangelio de Mateo como en el de Lucas estaría mostrando una conciencia davídica en la familia de Jesús. A favor de esta afirmación encontramos el testimonio de Julio el Africano en el siglo III: "En realidad, unos pocos, cuidadosos, que tenían para sí registros privados o que se acordaban de los nombres o los habían copiado, se gloriaban de tener a salvo la memoria de su nobleza. Ocurrió que de éstos eran los que mencionamos antes, llamados despósynoi (del gr. despotes= jefe o señor) por causa de su parentesco con la familia del Salvador y que, desde las aldeas judías de Nazaret y Kohaba, visitaron el resto del país y explicaron la precedente genealogía" (Eusebio, Hist. Ecles. I,7,14).

El hecho de que otros personajes no davídicos hayan sido proclamados mesías sin dificultad demuestra que la familia de Jesús no tenía necesidad de inventar su descendencia de David para justificar el mesianismo de Jesús. Rabbí Aquiba llegaría a proclamar a Bar Kokhbá (= hijo de la Estrella; cf. Nm 24,17) como Mesías, sin que fuera del linaje de David, y como Mesías éste fue seguido por una gran multitud en la rebelión contra Roma del año 132 d.C.

Resumiendo todo lo dicho hasta ahora: no sólo la convivencia con el Bautista, sino también todo el ambiente geográfico y cultural galileo, la constitución de su familia y la creencia de que el Mesías debía proceder del linaje de David pudieron haber influido en el entorno de Jesús y en la formación de su carisma.

 

 

lII. El mensaje salvífico de Jesús.

El anuncio del Reino de Dios.

La realeza y el señorío de Dios era desde antiguo objeto de una firme convicción entre los creyentes de Israel. Era una realidad proclamada por toda la creación y celebrada por el pueblo elegido en su liturgia: "Te darán gracias, YHWH, tus obras todas, y tus amigos te bendecirán; dirán la gloria de tu reinado, de tus proezas hablarán, para mostrar a los hijos de los hombres tus proezas, el esplendor y la gloria de tu reino. Tu reino, un reino por todos los siglos, tu dominio, por todas las edades" (Sal 145,10-13). La comunidad cultual del Templo de Jerusalem se consideraba, en cierto modo, como la realización de la soberanía de Dios en el presente.

Por otro lado, según Josefo, la comunidad de Jerusalem era una teocracia: "Algunos legisladores han permitido que sus gobiernos estuviesen sometidos a monarquías, otros los sometieron a oligarquías, y otros a una forma republicana; pero nuestro legislador no consideró ninguna de esas formas, sino que ordenó nuestro gobierno según lo que, a través de una expresión un poco forzada, podría ser denominado Theocracia, atribuyendo la autoridad y la potestad a Dios, y persuadiendo a todo el pueblo a que le obedezca como al autor de todos los bienes disfrutados en común por la humanidad, o por cada uno en particular, y de todo lo que ellos mismos obtuvieron mediante la oración en las grandes dificultades" (Contra Apión II,164ss). El modo concreto de realizar esta teocracia era a través de la aristocracia sacerdotal, recomendada, según él, por el mismo Moisés: "La aristocracia es lo mejor...; en ella, las leyes son soberanas y hacéis todo de acuerdo con ellas. Porque Dios debe bastaros como soberano" (Antig. IV,223). No debemos olvidar, sin embargo, que esta aristocracia ideal ya no funcionaba cuando Josefo escribió, pues el Templo que la sustentaba ya había sido destruido. Pero hasta entonces había hecho posible, de acuerdo a su opinión, el dominio regio de Dios a pesar de la falta de indepencia política de los judíos.

Más importante que estas formas presentes del reinado de Dios, aceptadas con resignación, eran las esperanzas respecto al advenimiento futuro del dominio divino. Los profetas, desde los momentos más angustiantes de la historia judía, venían anunciado el resurgimiento del pueblo en términos de reinado de YHWH: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios!" (Is 52,7).

Sin embargo, este buen mensaje (gr. euangelion) se fue transformando a través de esperanzas apocalípticas hasta desembocar en un dualismo progresivo entre este mundo y un mundo futuro. Tal era el caso de los pequeños apocalipsis de Isaías. En uno se presentaba a Dios asumiendo la realeza después de castigar a las potencias extranjeras y hacer su aparición en Sión: "Allí YHWH será magnífico para con nosotros... Porque YHWH es nuestro juez, YHWH nuestro legislador, YHWH nuestro rey; él nos salvará" (Is 33,21-22). En otro se anunciaba, tras la derrota de los reyes de la tierra, el reinado de YHWH y un banquete ofrecido por él en Sión a todas las naciones: "Se afrentará la luna llena, se avergonzará el pleno sol, cuando reine YHWH Sebaot en el monte Sión y en Jerusalem, y esté la Gloria en presencia de sus ancianos... Hará YHWH Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos" (24,23; 25,6-8).

Aún cuando no pueda señalarse con precisión el momento del tránsito del pensamiento profético al apocalíptico, sigue siendo clara la distinción entre ambas formas de pensamiento. La profecía anunciaba la plenitud de la historia presente por la acción de Dios. La apocaliptica predecía un mundo nuevo después del actual, donde participarían los justos mediante la resurrección. En el primer caso, la voluntad de Dios quedaba abierta a revisión según fuese la conducta el hombre. En el segundo caso, la decisión de Dios estaba ya concluida de acuerdo a un plan predeterminado.

Según la visión de Daniel el reino de Dios destruiría los reinos del mundo como se pulveriza la estatua de un coloso hecha de fundición. Este reino llegaría sin intervención humana: "El Dios del Cielo hará surgir un reino que jamás será destruido, y este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos reino, y él subsistirá eternamente: tal como has visto desprenderse del monte, sin intervención de mano humana, la piedra que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla, la plata y el oro" (Dn 2,44-45).

Las ideas apocalípticas sobre el reino de Dios contenidas en los escritos extracanónicos habían radicalizado ese dualismo ya presente en los escritos canónicos, pasando de la oposición entre mundo presente y mundo futuro a un enfrentamiento entre Dios y Satanás. Así aparecía referido en el Testamento de Dan: "Y Dios mismo hará la guerra contra Beliar y se tomará una venganza triunfal de sus enemigos... porque el Señor está en medio de ellos y el Santo será su rey" (10,10. 13). Los sectarios de Qumrán confiaban en su propio triunfo en la batalla final que inauguraría el reinado definitivo de Dios: Los hijos de la luz y el bando de las tinieblas lucharán entre sí para mostrar la potencia de Dios, entre el vocerío de una gran muchedumbre y el estruendo de los seres divinos y los hombres, el día de la destrucción" (1QM I,11). Y al Dios de Israel "pertenecerá la realeza, y él demostrará su poder mediante los santos de su pueblo" (1QM VI,6). Sin rasgos nacionalistas, en cambio, presentaban los Oráculos Sibilinos el término de la última batalla: "Y entonces fundará su reino para todos los tiempos y sobre todos los hombres, él que dio en su día la santa ley a los fieles" (III,767).

En el tiempo de Jesús todas estas ideas, consignadas tanto en los escritos considerados inspirados como en los otros pertenecientes a los grupos esotéricos, habían alcanzado una gran difusión entre los judíos. De ahí que la sola mención de la expresión Reino de Dios pudiera despertar en los oyentes expectativas de un triunfo sobre los paganos y la instauración de un reino eterno en Israel. ¿También cuando las pronunciara contínuamente Jesús? Muy probablemente.

En efecto, el contenido de las palabras de Jesús fue ciertamente de tipo apocalíptico, no sólo por el anuncio de la llegada del Reino esperado, sino también por el dualismo manifestado en su enfrentamiento con los demonios: "Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12,28). Y también debemos reconocer que, aunque fuese sólo una vez, Jesús llegó a manifestar el desprecio propio de un judío hacia los paganos, cuando respondió despectivamente a una mujer sirofenicia que le suplicaba la curación de su hijita: "Espera que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos" (Mc 7,27). Ante el ruego de una mujer de la clase dominante helenizada, que se sentía ahora necesitada, ¿no era justo la negativa de un exorcista proveniente de la población judía siempre desfavorecida? Sin embargo, la confianza expresada por la mujer fue suficiente para que Jesús accediera a su pedido. De este modo Jesús realizó un milagro más significativo que la curación de la niña: la superación de la frontera de los prejuicios entre personas de pueblos y culturas diferentes.

Pero el modo en el que Jesús formulaba su mensaje apocalíptico revestía una forma claramente profética. En efecto, Jesús no presentaba su mensaje a través de un escrito esotérico presentado como obra de un personaje famoso del pasado (como era el caso de los apocalipsis de Henoc o Moisés). Jesús proclamaba de un modo presencial un mensaje vinculado directamente a su persona. Su predicación era una revitalización de la apocalíptica en forma profética.

 

El Reino de Dios, presente y aún por venir.

La predicación de Jesús contenía tanto enunciados de futuro como de presente sobre el Reino de Dios. Esta combinación no era ajena a la costumbre establecida en la plegaria judía de su tiempo. En la liturgia se celebraba el reinado presente de Dios y se pedía, a la vez, su llegada sin que esto les resultara contradictorio. Porque en el cielo estaba ya presente lo que en la tierra se esperaba para un futuro de salvación. Así lo expresaban en sus liturgias sabáticas los esenios de Qumrán, donde los fieles alababan como algo ya presente la realeza de YHWH, sumándose a los coros de los ángeles en su culto celestial: "Santifiquen los santos de los divinos al Rey de la gloria... porque en el esplendor de la grandeza está la gloria de su realeza, en él está la grandeza de todos los divinos junto con el esplendor de toda su realeza" (4Q 403 fragm. 1,i,31-33). La plegaria de las dieciocho bendiciones insistía, más bien, en la instauración del reinado futuro: "Restitúyenos nuestros jueces de antaño... y sé nuestro único rey" (petición 11).

Lo peculiar de Jesús fue, entonces, no la coexistencia en su mensaje de presente y futuro, sino la afirmación de que el Reino futuro ya había comenzado. Los fariseos oraban cada vez con mayor insistencia: "Bienaventurados los que nazcan en aquellos días, para contemplar los bienes de Israel en la reunión de las tribus. ¡Ojalá! Dios apresure su piedad sobre Israel. Nos liberará de la impureza de los enemigos impuros. El Señor es nuestro rey para la eternidad y aún más" (Salmos de Salomón 17,50). En cambio, Jesús aseguraba que sus testigos oculares debían sentirse beneficiados por esa bienaventuranza y que, por tanto, no debían seguir esperando: "¡Bienaventurados vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron" (Mt 13,16-17).

¿Cómo había que entender esa afirmación tan audaz? ¿acaso no estaba el mundo lleno de maldad? ¿no seguía Israel dominado por las potencias extranjeras? Aún no parecía tan evidente el cumplimiento de las antiguas esperanzas (Is 26,19; 29,18s). A los que no estaban tan convencidos Jesús les propuso oír y ver con más atención y sinceridad: "los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia; ¡y bienaventurado aquel que no halle escándalo en mí!" (Mt 11,5-6).

En efecto, "la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel" (Mt 15,31). Pero no fueron pocos los que se escandalizaron de Jesús. Porque allí donde el Bautista había declarado el final de un mundo sin remedio, Jesús había comenzado a anunciar la Buena Noticia de un nuevo comienzo suscitado por la presencia salvadora de Dios: "Se ha cumplido el tiempo y ha llegado el reino de Dios" (Mc 1,15). De este modo Jesús ya no intentaba que los hombres cambiaran ante el miedo del juicio, como lo había hecho Juan, sino que proclamaba que Dios comenzaba a edificar su reino sobre el mismo fondo de pecado de los hombres: perdonando para siempre, y no condenando, Dios inauguraba el tiempo final de la consumación del mundo.

 

La oferta de la salvación.

Juan había presentado su mensaje en términos de juicio intentando provocar una respuesta de conversión expresada con el bautismo. Por el contrario, Jesús de Nazaret comenzó su mensaje con una promesa destinada a suscitar en sus oyentes la confianza: "convertíos y creed en la Buena Noticia" (Mc 1,15). La fe era la única respuesta ante la iniciativa de Dios que ofrecía su reino a los hombres. Correspondía a ellos acoger el perdón como un don gratuito con poder de transformarlos. Este llamado a confiar en la actuación salvadora de Dios fue el centro del mensaje de Jesús, fue su eu angelion (gr. buena noticia). El castigo recaería sólo sobre aquellos que rechazaran la salvación ofrecida incondicionalmente por Dios. Cuanto mayor era esa salvación ofrecida en el presente, más inexorable sería el juicio contra todos los que libremente se excluyeran de la salvación. Y cuanto más severa sonara la amenaza del juicio, tanto más grandiosa aparecía esa salvación prometida a todos.

La conversión constituía uno de los temas más repetidos entre los judíos en tiempos de Jesús. Puesto que con sus pecados los hombres habían quebrantado la alianza, era necesario que retornaran a Dios con un corazón arrepentido y con buenas obras. Tal debía ser, según los fariseos, la actitud de Israel para preparar la venida del Mesías: "¡Que Dios purifique a Israel para el día de la misericordia y la bendición, para el día de la elección, cuando suscite a su Mesías! Bienaventurados los que vivan en aquellos días para ver los bienes del Señor, que hará a la generación venidera, bajo el cetro de la corrección del Mesías del Señor en el temor de su Dios, en espíritu de sabiduría, de justicia y fuerza, para dirigir a los hombres en las obras de justicia por el temor de Dios, para establecerlos delante del Señor" (Salmos de Salomón 18,6-9). Para Juan, en cambio, ya no había tiempo para las obras, puesto que el juicio ya estaba encima: sólo restaba confesar los pecados y hacerse bautizar.

Jesús rompió en su anuncio el modelo existente: el tiempo de la conversión había sido incapaz de transformar a los hombres; pero allí donde ellos no habían podido realizar el cambio Dios desplegaba su misericordia creadora. Esto suponía superar desde dentro el esquema de la conversión. Lo valioso ya no era lo que los hombres podían realizar sino el perdón de Dios que les era otorgado gratuitamente y no en atención a sus obras. La conversión a la que Jesús invitaba ya no era simplemente una vuelta al cumplimiento de la Ley de Israel, sino la docilidad necesaria para que se manifestara en la propia vida la fuerza transformadora de la misericordia de Dios. En efecto, ¿era posible que la práctica de ciertas obras de penitencia pudieran ser por sí mismas merecedoras de una recompensa de parte de Dios? En ese caso Dios ya no sería Señor del hombre, sino al revés. Por eso Jesús proclamó bienaventurados más bien a aquellos que mostraran en sí mismos la suficiente disposición para recibir el don de Dios.

Jesús enseñó, en este sentido, que todos los hombres dependen de la bondad de Dios. Para ilustrar su enseñanza de un modo sencillo recurrió a una parábola en la que comparaba a Dios con "un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña" (Mt 20,1-2). A distintas horas del día el propietario seguiría contratando a obreros desocupados hasta poco antes del atardecer. Los obreros llamados desde temprano serían los últimos en cobrar y, por tanto, serían testigos de la paga de los que menos trabajaron. Contra todas sus expectativas recibirían exactamente lo mismo que los otros, y a causa de esta supuesta injusticia murmurarían contra su empleador. La respuesta del propietario daría la conclusión a la parábola, destacando la lógica novedosa del Reino: "Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?" (20,13-15). En el nuevo orden de la salvación presente la justicia no queda vulnerada, aunque sí subordinada a la bondad de Dios.

La acogida de los pecadores como signo visible

del perdón divino.

Jesús recorrió los poblados de Galilea anunciando la invitación de Dios a acoger gratuitamente el Reino de un modo semejante al servidor de otra parábola que él mismo enseñaba: "Un hombre preparó un banquete grande para muchos invitados. Llegado el tiempo envió a su siervo para decir a los invitados: "Venid, que ya está todo preparado". Pero todos a una empezaron a excusarse" (Lc 14,16-18). ¿Sabría Jesús desde el comienzo que los grandes invitados rechazarían el banquete? La historia de los antiguos profetas mostraba que eso ya había ocurrido antes. La historia más reciente del profeta del Jordán parecía confirmarlo una vez más, como el mismo Jesús llegaría a reprochar a los sacerdotes: "Vino Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él" (Mt 21,32). Pero esta negativa, lejos de desanimar el corazón del mensajero, llevó a Jesús al descubrimiento de una gracia más alta: la fiesta de Dios era para todos, de una manera especial para todos aquellos que hasta entonces habían permanecido impedidos o alejados: "Entonces, airado, el dueño de la casa dijo a su siervo: "Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos" (Lc 14,21).

Para realizar la misión a la cual se sentía llamado por Dios, Jesús recurrió a un gesto que le permitiera presentar la invitación del reino ante los hombres. Obrando así procedía como los antiguos profetas israelitas que acompañaban con acciones simbólicas su predicación. De modo que la bondad de Dios enseñada por Jesús no quedó simplemente ilustrada por sus palabras, sino, ante todo, fue confirmada a través de sus acciones. Los signos de Jesús, mucho más que los de los profetas, se presentaron de una manera chocante y hasta escandalosa, pues fueron realizados precisamente entre aquellos que no estaban oficialmente invitados al banquete del Reino mesiánico, aquellos que estaban abandonados a su suerte y excluidos de la comunidad religiosa. Con esos signos Jesús quiso poner más de manifiesto el perdón gratuito de Dios.

El pecado había sido interpretado siempre en Israel en términos de ruptura de la Alianza, y por tanto era comprensible que la conversión se entendiera también como una vuelta al ámbito de la Ley donde se realizaba concretamente la Alianza. Pero nos equivocaríamos seriamente si pensáramos que el judaísmo del tiempo de Jesús era legalista y carente de misericordia con los pecadores; y que Jesús, entonces, fuese diferente por ser compasivo con todos. En realidad, los judíos valoraron siempre el arrepentimiento y afirmaron la posibilidad del perdón. En este sentido, los profetas habían sido los principales predicadores de la conversión: "Si el malvado se aparta de todos los pecados que ha cometido, observa el derecho y la justicia, vivirá sin duda, no morirá. Ninguno de los crímenes que cometió se le recordará más; vivirá a causa de la justicia que ha parcticado. ¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -oráculo del Señor YHWH- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?" (Ez 18,21-23). También los maestros de la Ley seguirían predicando el perdón divino, según lo atestigua la Mishná: "El sacrificio por el pecado y el sacrificio incondicional por el delito tienen fuerza expiatoria. La propia muerte y la fiesta de Yom Kippur (Día del Perdón) expían con sólo el arrepentimiento. El arrepentimiento perdona cualquier día los pecados leves, sean por omisión o por quebrantamiento. Los pecados más graves los deja en suspenso hasta que llegue el Yom Kippur y sean expiados" (Yoma 8,8). Escribas, sacerdotes y simples fieles estaban dispuestos a buscar a los pecadores y procurarles el perdón. Pero para eso era necesario que el arrepentimiento se expresara mediante algún signo ritual y alguna satisfacción, y que se retornara a la obediencia de la Ley.

En este punto se diferenció Jesús respecto de los otros maestros. Por encima de la Ley hizo surgir un espacio amplio de perdón. Aseguró que el Reino de Dios no llegaba a través de los caminos de la Ley establecida en el pasado por Dios. Habiendo vivido un tiempo entre aquellos que acudían a Juan y recibían su bautismo como signo de esperanza en el perdón, Jesús había conocido el poder del pecado que destruía a los hombres; había descubierto la impotencia de la Ley y de todos los métodos para transformar el corazón. Entonces en ese mismo lugar, allí donde la caída parecía sin remedio y el bautismo sin futuro humano, había descubierto la eficacia de la gracia creadora de Dios. Por eso Jesús comenzó a perdonar sin exigir a los pecadores un signo ritual ni el retorno al cumplimiento de la Ley. Al contrario, era él quien realizaba un signo claro que mostrara la misericordia de Dios: "Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: "Éste acoge a los pecadores y come con ellos" (Lc 15,2).

A través de una de sus más bellas parábolas Jesús dio a entender que su gesto de acogida incondicional no era otra cosa que un reflejo de lo que Dios mismo hacía con cada pecador que se dejara abrazar por su misericordia. La historia narrada trataba de un hijo que había dilapidado la herencia de su padre en una vida libertina. Al quedarse sin nada y teniendo hambre había decidido regresar a su casa paterna en calidad de simple trabajador: "Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo". Pero el padre dijo a sus siervos: "Traed a prisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado" (Lc 15,20-24). La conducta del padre había hecho posible no sólo el regreso del hijo, sino también, y sobre todo, su arrepentimiento. Antes el hijo no había sido capaz de ver en su padre más que a una persona extraña. Pero al recibir ampliamente el perdón y ser readmitido en la familia, entonces comenzó a experimentar la cercanía de su padre.

Ya no sólo como el simple mensajero que repartía las invitaciones, sino como un profeta autorizado de parte de Dios, Jesús se sentó a la mesa con los pecadores. Así, mediante este signo profético realizaba ya en el presente un anticipo del banquete final del Reino de Dios: "Hará YHWH Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos... consumirá la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor YHWH las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque YHWH ha hablado" (Is 25,6.8).

La actitud de Jesús no podía menos que escandalizar a aquellos que vivían en el espacio de salvación que la Alianza de Israel extendía en el mundo: "Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11,19). Pues no se trataba únicamente de una transgresión de la Ley mediante la comunión de mesa con personas que habían sido apartadas de la comunidad de culto, sino que, según Jesús, ese acto pretendía ser una expresión de la voluntad salvífica de Dios. Era completamente inaceptable que un judío respetable como Jesús quisiera avalar con su amistad y comida a los que quebraban la alianza de Dios con su pueblo y que, para colmo, lo hiciese en nombre de Dios y de su Reino. Comportándose así, Jesús era más que un transgresor; se convertía en un corruptor del pueblo elegido. Ésa fue la imagen del profeta de Nazaret que durante siglos el Talmud de Babilonia dejó grabada en la conciencia del pueblo judío: "Jesús fue colgado en víspera de la fiesta de pascua. Cuarenta días antes, el heraldo había pregonado: "Lo sacarán para ser apedreado porque practica la magia, seduce a Israel y lo ha hecho apostatar; el que tuviera algo que decir en su defensa debe presentarse y decirlo. Pero si nada se aduce en su defensa, será colgado en víspera de pascua" (Sanhedrín 43a).

Ciertamente los sacerdotes y los fariseos no veían con buenos ojos que judíos que se consideraban piadosos pasaran por alto los preceptos ceremoniales de la Ley: "los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay muchas otras cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas-. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: "¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?" (Mc 7,3-5). Pero los judíos distinguían muy bien entre la impureza legal que manchaba al hombre sin hacerlo propiamente pecador y el pecado estricto que destruía el mismo fundamento de la Alianza. En el primer caso la impureza se limpiaba con un simple rito ceremonial: "Hay que lavar las manos para la comida de alimentos no consagrados, productos del diezmo u ofertas. Para las cosas santas hay que sumergirlas. En cuanto al sacrificio por el pecado, si sus manos están en estado de impureza, se considera también su cuerpo como impuro" (Mishná Haguigá 2,5). En el segundo caso el pecado dependía del perdón otorgado por Dios y por el prójimo afectado, y requería el arrepentimiento del corazón y el cambio de vida: "Al que dice: "pecaré y me arrepentiré, pecaré y me arrepentiré", no se le dará la posibilidad de hacer penitencia. "Pecaré y el Yom Kippur lo perdonará", el Yom Kippur no le perdonará. Las transgresiones del hombre contra Dios, el Día del Perdón las perdona. Pero los pecados contra el prójimo, el Yom Kippur no los perdona en tanto no lo consienta su prójimo" (Mishná Yoma 8,9). Mientras que el agua purifica sólo el exterior de los objetos y de las personas, era Dios mismo quien purificaba el interior del hombre mediante el perdón: "Rabí Aquiba dice: feliz de ti, oh Israel, ¿ante quién sois purificados? ¿quién os purifica? Vuestro padre que está en los cielos, pues está escrito: rocié sobre vosotros aguas puras y habéis quedado limpios. Se dice también: el Señor es la esperanza de Israel. Como la piscina purifica lo impuro, así el Santo, bendito sea, purifica a Israel" (idem).

Pero Jesús, a los ojos de quienes lo juzgaban, se precipitaba al ofrecer previamente el perdón, visible y concreto, sin estar seguro de que los perdonados responderían con un cambio de conducta. Jesús, en cambio, confiaba que Dios mismo comenzaba a cambiarlos ofreciéndoles su gracia. Tampoco pedía cuentas después de haber concedido el perdón, porque consideraba que el perdón de Dios era incondicional. Eso no significaba que se contentara con que las cosas siguieran como antes. La actitud de Jesús era la de un sembrador que esparcía el perdón a los que estaban fuera del camino de la salvación y que estaba seguro de que, fortalecidos en la confianza, podían comenzar una vida nueva, como en el caso de la mujer acusada de adulterio: "Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8,11).

Los piadosos que se aferraban al viejo orden no podían soportar la actitud del profeta galileo. Como el hermano mayor de la parábola rehusaban participar de la fiesta acogiendo al pecador, porque seguían midiendo por el patrón de una supuesta justicia y les parecía que esa bondad obraba injustamente. Olvidaban que a ellos también el Padre les había mostrado su bondad. No se daban cuenta de que la obediencia que tenían para con Dios se basaba en un malentendido, porque no habían visto en él la bondad y porque no eran capaces, por tanto, de ser ellos mismos bondadosos.

La llamada de Jesús no era una conversión a la ley, sino creación de un hombre nuevo. ¿Quién era él para obrar de tal manera? Él sabía que su gesto implicaba un cambio de visión de lo divino. Se estaba poniendo en lugar de Dios de un modo inconcebible... a no ser que el Reino ya estuviese presente. Por eso ofrecerá en los milagros el signo de que el Reino había llegado ya.

IV. Jesús y sus discípulos.

 

Los discípulos de Juan, de los fariseos y de Jesús.

Durante su actividad en Galilea comenzó a reunirse en torno a Jesús un grupo de discípulos entre los que eligió, más tarde, a "doce para que estuvieran siempre con él" (Mc 3,14). Él quería tener personas cerca de sí y no estaba dispuesto a recorrer solo su camino. Pero para los judíos de su tiempo no era ello una manera nueva o desconocida de proceder. No sólo el Bautista había reunido su propio círculo de discípulos, sino que también los maestros de la Ley tenían a su alrededor un grupo de alumnos que los seguían para vivir con ellos. En tiempos de Herodes el Grande uno de los maestros más famosos había llegado a reunir un grupo bastante numeroso: "Hillel el Viejo tuvo ochenta discípulos. Treinta de ellos fueron dignos de que la presencia divina (Shekiná) se posase sobre ellos como se posó sobre Moisés nuestro maestro. Treinta de ellos fueron dignos de que el sol se detuviera a sus órdenes como ocurrió con Josué ben Nun. Los otros fueron hombres medianos" (Talmud de Babilonia, Sukká 28a).

Los rabinos no se limitaban en estos casos a transmitirles los conocimientos objetivos de la Ley, sino que determinaban, además, por su doctrina y ejemplo, el género de vida. Por eso, el aprendizaje de la Ley, como también su enseñanza, se entendía en gran parte como un servicio al cual el discípulo (hebr. talmid) quedaba obligado hacia su maestro, y al cual el maestro (hebr. rabbí) prestaba al pueblo de Dios: "Moisés tenía 120 años cuando murió. Fue uno de los cuatro que vivieron 120 años. Son éstos: Moisés, Hillel el Viejo, Rabbán Yojanam bem Zakkay y Rabbí Aquiba. Moisés vivió 40 años en Egipto, vivió 40 años en Madián y sirvió a Israel 40 años. Hillel el Viejo subió de Babilonia a los 40 años, sirvió a los sabios 40 años y sirvió a Israel 40 años. Rabbán Yojanam ben Zakkay trabajó en sus negocios durante 40 años, sirvió a los sabios 40 años y sirvió a Israel 40 años. Rabbí Aquiba aprendió la Torah a los 40 años, sirvió a los sabios 40 años y sirvió a Israel 40 años" (Midrash Tannaím sobre Dt 34,7).

El servicio a los maestros de la Ley incluía los trabajos más humildes: "Todos los trabajos que un esclavo hace para su amo, tiene que hacerlos un discípulo para su maestro, incluso desatarle las sandalias" (Talmud de Babilonia, Kethubbot 96,a). Desde este precepto se puede comprender mejor la información transmitida por el apóstol Pablo, que era fariseo y había sido discípulo de Rabbí Gamaliel en Jerusalem: "Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la Ley de nuestros padres" (Hech 22,3). Pero Jesús entendía que el servidor debía ser el maestro y no el discípulo: "el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,43-45).

Por tanto, mayores que las semejanzas eran las diferencias que existían entre los demás maestros de la Ley y sus respectivos alumnos, por un lado, y entre Jesús y sus discípulos, por otro. En primer lugar porque la iniciativa de llegar hasta cualquier rabí partía de los propios discípulos, que se sentían atraídos por la autoridad erudita de ese maestro que ellos mismos elegían. "Rabán Gamaliel decía: consíguete un maestro, aléjate de la duda" (Mishná, Abot I,16). Más tarde ellos podían cambiar libremente de maestro.

En el caso de Jesús era él quien convocaba personalmente a cada uno de sus seguidores con su autoridad carismática. Esto sucedía así porque Jesús reunía a sus discípulos como profeta y no como simple rabí: "Caminando un poco más adelante, vio a Jacob, el de Zebedeo, y a su hermano Juan: estaban también en la barca arreglando las redes; y al instante los llamó. Y ellos dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él" (Mc 1,19-20). Los elementos estructurales de este llamado se asemejan notablemente al llamado dirigido por el profeta Elías a Eliseo: "Elías partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando con doce yuntas delante de él, y él estaba con la duodécima. Elías fue a donde él estaba y le echó su manto encima. Inmediatamente dejó él los bueyes, corrió tras Elías y dijo: Permíteme besar a mi padre y a mi madre, entonces te seguiré. Y él dijo: Vé, vuélvete. ¿Qué te he hecho yo? ... Después se levantó y fue tras Elías y le servía" (1 Re 19,19-21). En ambos casos parecía ser el primer encuentro entre el que llamaba y los que eran llamados; también la tarea cotidiana era el ámbito en el que eran llamados los discípulos de ambos profetas, y la respuesta era siempre inmediata; la despedida de los padres era también una nota común.

La llamada de Jesús no estaba suponiendo ningún mérito previo por parte del convocado. Jesús llamaba libremente a quien él quería, incluso a aquellos que ningún otro rabí habría aceptado dentro de su grupo. Eran pescadores y publicanos, y tal vez algún artesano y campesino de Galilea: "Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: "Sígueme". El se levantó y lo siguió" (Mc 2,14).

El discipulado de los maestros de la Ley estaba reservado sólo a los varones, puesto que las mujeres no tenían acceso al estudio: "No hay sabiduría para la mujer, sino en el telar. Como está escrito: Y toda mujer sabia, se dedica a hilar" (Talmud de Babilonia, Yomá 66). Porque el conocimiento de la Ley sería utilizado por las mujeres para obrar mal: "Quien enseña la Ley a su hija, le enseña el libertinaje" (Mishná, Sotá III,4). La conclusión de esto era muchas veces: "Vale más quemar la Ley que transmitirla a las mujeres" (Talmud de Jerusalem, Sotá 19a). En el entorno de Jesús, en cambio, hay mujeres que lo siguen: "lo acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes" (Lc 8,1-3).

Los estudios de la Ley eran largos y exigentes, y debían comenzar, para ser provechosos, cuando el hombre se encontraba aún en la niñez: "el que aprende de niño, ¿a qué se parece? A tinta escrita en papel nuevo. El que aprende de anciano ¿a que se parece? A tinta escrita en un papel borroneado" (Mishná Abot 4,20). Sin embargo, según una opinión bastante extendida, el alumno tenía que esperar mucho tiempo para llegar a ser él mismo maestro de otros: "el que aprende de menores, ¿a que se parece? Al que come uvas verdes y bebe vino recién salido de la prensa. El que aprende de un anciano, ¿a que se parece? Al que come uvas maduras y bebe vino añejo" (idem.). Esto no significaba que hubiese también honrosas excepciones: "no te fijes en el cántaro, sino en lo que hay dentro. Hay cántaros nuevos llenos de vino añejo y viejos que no tienen ni siquiera nuevo" (idem.). Con todo, la prudencia propia del que debía enseñar la Ley no se suponía en el alumno antes de la mitad de la vida: "el niño de cinco debe comenzar el estudio de la Escritura; con diez, la tradición; con trece años ha de comenzar a observar los preceptos; ... a los dieciocho, el matrimonio; a los veinte, el perseguir un oficio; a los treinta, la plenitud del vigor; a los cuarenta, la prudencia; a los cincuenta, el poder impartir consejos" (Abot 5,21). Los seguidores de Jesús, en cambio, sabían que nunca dejarían de ser simples discípulos: "Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar Rabbí, porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos" (Mt 23,8).

 

La autoridad de Jesús.

También era diferente la autoridad que manifestaban Jesús y los demás maestros de la Ley. El estudiante lo aprendía todo de memoria. El alumno no tenía reparos en repetir innumerables veces un pasaje: "El hombre que repite un capítulo cien veces no puede compararse con el que lo repite ciento y una vez", decía Hillel (Talmud de Babilonia, Haguigá 9). Y para facilitar la memorización, los maestros procuraban enseñar frases concisas, acuñadas de tal forma que llamaran la atención.

Era fundamental que se recurriera a la referencia de los maestros anteriores para poder conservar la tradición. A ningún maestro se le hubiese ocurrido introducir innovaciones si quería ser considerado fiel intérprete de la Ley. Cualquier aporte a la corriente viva de la tradición debía ser hecho a partir de la mención de una gran autoridad. Por eso se decía de Yojanam ben Zakkay que "nunca dijo nada durante su vida que no hubiera oído decir a su maestro" (Talmud de Babilonia, Sukká 28a).

Esta transmisión fiel de maestro a discípulo hacía posible que se formara una cadena doctrinal sin interrupción desde los maestros actuales hasta llegar al mismo Moisés: "Moisés recibió la Ley en el Sinaí y la transmitió a Josué. Josué se la transmitió a los antepasados, los antepasados a los profetas, los profetas la transmitieron a los hombres de la Gran Asamblea. Estos decían tres cosas: sed cautos en el juicio, haced muchos discípulos, poned una valla en torno a la Ley" (Mishná, Abot I,1). Pero, a pesar de la preocupación por transmitir la sustancia genuina de la Ley que Moisés había legado oralmente a Israel, en las escuelas rabínicas se habían ido formando diferentes tendencias para interpretar esa única Ley. Así la escuela de Hillel se distinguía de la de Shammay por su tendencia menos rigorista: "Durante muchos años discutieron las escuelas de Hillel y Shammay. Unos decían: la jurisprudencia es tal cual nosotros la interpretamos. Los otros, a su vez, abogaban por su propia razón. Finalmente salió una voz del Cielo que declaró: "Tanto las palabras de unos como las de los otros son palabras de Dios viviente". Si es así -preguntaron- ¿por qué se determinó en la mayoría de los casos que la razón la tienen los discípulos de Hillel? Porque eran amables y humildes. Esto te enseña: El que se humilla, es enaltecido por Dios. El que se enaltece, es humillado por Dios. El que corre en busca de grandeza, la grandeza huye de él" (Talmud de Babilonia, Erubim 13).

A diferencia de los maestros de su tiempo, Jesús no hacía referencia a ninguna tradición recibida. No citaba a ningún rabino anterior en busca de autoridad para sus palabras: "Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas" (Mt 7,28). Las palabras tenían una fuerza propia, al margen de toda tradición interpretativa de la Ley que conectara a los maestros actuales con el mismo Moisés: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: ... Pues yo os digo..." (Mt 5,21-22.27-28). Apartándose de esta cadena de transmisión de la Ley revelada, parecía que el mismo Dios hablara por su boca. Y eso era una pretensión inaceptable para muchos.

Además las enseñanzas de los maestros concentraban a sus alumnos en la Ley, como centro de toda su vida religiosa. "Hillel solía decir: sé un discípulo de Aarón, ama y busca la paz, ama a los otros hombres y acércalos a la Ley" (Mishná, Abot I,12). Porque el cumplimiento de la Ley proporcionaba al hombre todo lo que se podía desear: "Grande es la Ley, porque da la vida a quien la observa en este mundo y en el venidero, tal como está escrito: es vida para quien la encuentra y cura para toda carne" (Mishná, Abot VI,7). Jesús, en cambio, concentraba la atención de sus discípulos en torno a su propia persona, pues en él se manifestaba el Reino de Dios que ya había llegado. La fidelidad o infidelidad hacia el maestro encontrarían confirmación y respuesta el día del juicio. La comunión en la que habían entrado como discípulos de Jesús estaba llena de promesas, pero también de peligros: "Por todo el que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará ante los ángeles de Dios. Pero el que me niegue delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios" (Lc 12,8-9).

 

El seguimiento incondicional de Jesús.

Las exigencias del seguimiento de Jesús aparecen descritas en una serie de diálogos (Mt 8,19-22; Lc 9,57.60-61). La cualidad de discípulos de Jesús implicaba una decisión. Consistía en la voluntad deliberada de abandonar todas las cosas y, lo primero, literalmente, de seguir a Jesús de un lugar a otro, aceptando la pobreza de los que se desplazan continuamente. Por eso Jesús prevenía con un dicho sapiencial, que expresaba la pobreza de su vida, a todo aquel que le dijera "te seguiré adondequiera que vayas: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,19-20).

También era imposible poner plazos a la decisión cuando se había recibido la invitación de Jesús a seguirlo: "que los muertos sepulten a sus muertos" (8,22). Jesús se ponía a sí mismo por encima de toda ley y costumbre, incluso las que eran más sagradas en Israel, como la honra y el cuidado de los padres (Ex 20,12). La necesidad de romper los vínculos familiares para quedar completamente libres para el Reino ya presente, era planteada por Jesús con palabras tan duras que muy difícilmente podían ser toleradas: "Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,26). En caso de conflicto con los de su casa, el que había sido llamado tenía que preferir el seguimiento de Jesús, pues era más importante. Tal vez los otros maestros planteaban la misma exigencia, pero en un lenguaje más aceptable: "Si su padre pierde algo y el maestro pierde algo, debe preocuparse antes por la pérdida de su maestro. El padre lo trajo a este mundo. Pero el maestro lo conduce al mundo venidero" (Talmud de Babilonia, Baba Metziá 33).

Por otro lado, la frase de Jesús era especialmente dura, ya que también consideraba como verdaderos muertos a aquellos que habían dejado extinguir toda aspiración a una vida de mayor plenitud: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9,23-25). El que creyera que podía dar plenitud a su vida mediante falsas seguridades, metas equivocadas y egoístas, el propio rendimiento, los bienes terrenos y otras cosas por el estilo, erraría en cuanto al sentido de su vida. En cambio quien realizara su vida yendo en pos de Jesús y orientándola hacia su palabra, daría pleno sentido a su vida, aunque sucediera que tuviese que sufrir adversidades que lo llevaran hasta perder la vida. La vida prometida sobrepasaba los límites de la propia muerte.

La dignidad y la misión de algunos de los discípulos fue expresada simbólicamente por el número Doce, como las antiguas tribus de Israel. Este grupo más selecto era así considerado como el comienzo del nuevo pueblo de Dios de los últimos tiempos, un signo de la llamada que Jesús dirigía a todo su pueblo: "Dirigíos a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10,6). Así como el Mesías debía "juzgar a las tribus del pueblo que Dios santificó" (Salmos de Salomón 17,26), los discípulos de Jesús formarían un grupo mesiánico partícipe de su misión: "Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en el nuevo nacimiento, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel" (Mt 19,28-29).

Jesús quería restaurar con su actividad el antiguo pueblo de las doce tribus en el Reino de Dios próximo a llegar, recorriendo los lugares donde habitaban los israelitas. Su intención no era constituir el resto santo de los justos ni provocar una cierta separación respecto al conjunto de Israel. Todo Israel tenía la posibilidad, en una última iniciativa de Dios, de participar del Reino final. Dios estaba dispuesto a perdonar todos los pecados sin condiciones previas. También el pecador podía experimentar en Israel aquí y ahora, la bondad del Dios que perdona; también él era invitado al Reino futuro si acogía la invitación de Jesús y se dejaba transformar desde su interior.

Por eso el proyecto de Jesús difería del movimiento penitencial de los esenios, que sometía a un prolongado noviciado a todo el que quisiese ingresar en la comunidad: "Todo israelita que desee entrar en el Consejo de la comunidad será examinado en lo referente a su inteligencia y a sus obras por el presidente en jefe de la multitud. Si se lo encuentra capaz de observar la disciplina, lo introducirá en la alianza para que se convierta a la verdad y se aparte de toda perversidad, y lo instruirá en todas las constituciones de la comunidad... Cuando haya cumplido un año entero en el seno de la comunidad, la multitud deliberará sobre su caso en lo referente a su inteligencia y a sus obras concernientes a la Ley. Si la suerte decide que entre en la sociedad de la comunidad, de acuerdo con la decisión de los sacerdotes y la mayoría de los miembros de su alianza, entonces serán consignados sus bienes y sus haberes en manos del inspector de los bienes de la multitud; pero se inscribirán a nombre suyo y no podrán ser empleados en las necesidades de la multitud. No tomará parte en el banquete de la multitud hasta que haya pasado un segundo año en el seno de los miembros de la comunidad. Cuando haya cumplido este segundo año será examinado por la multitud. Si la suerte decide que entre en la comunidad, será inscrito reglamentariamente según su rango entre sus hermanos en cuanto se refiere a la Ley, al derecho, a la purificación y a la comunión de bienes. Tendrá voz y voto en la comunidad" (Regla de la Comunidad 1QS VI,14-23).

También Jesús difería de los fariseos (hebr.: los separados), que se consideraban a sí mismos los hermanos de la alianza (hebr. haberim), representantes de la auténtica comunidad de Israel. Mientras que en los tiempos antiguos cualquier israelita era un haber respecto a otro israelita, los fariseos reconocían como hermano propiamente dicho sólo al observante estricto de la Ley, y no a un simple habitante del país (hebr. am ha’aretz: el perteneciente al vulgo): "Todo el que aspira a ser haber no vende a un am ha’aretz frutos frescos o secos, no le compra frutos secos, no entra en su casa como huésped y tampoco le acepta como huésped si lleva sus propias ropas" (Mishná, Demay II,3). "Los vestidos del ‘am ha’aretz son impuros para los fariseos" (Mishná, Haguigá II,7).

Jesús no examinaba quién había vivido religiosamente y quién pecaminosamente antes de ofrecerle la nueva iniciativa salvadora de Dios. En esto seguía el pensamiento del Bautista. Pero a diferencia de él, Jesús no invitó a Israel a llevar una vida de austeridad en el desierto, sino que buscó a la gente en su situación concreta y en la vida cotidiana, y comenzó a vivir con ellos la nueva comunidad del Reino.

 

La radicalidad evangélica.

Este programa exigía unos colaboradores. Por eso convocó Jesús a unos discípulos que compartieron con él la vida itinerante y la acción misionera. Anunciar la proximidad del Reino de Dios y manifestar su fuerza salvadora ya presente era el servicio por el que los discípulos de Jesús debían estar dispuestos a aceptar la pobreza y el sufrimiento: "Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,6-8). Así los discípulos no solamente eran los que se beneficiaban con las fuerzas salvíficas del Reino de Dios ya presentes en la palabra y en la acción de Jesús. Ellos mismos tomaban una parte muy activa al servicio de su mensaje y en la realización de su victoria.

La primera tarea de los discípulos era llevar la paz a las ciudades, a los pueblos y a las casas, difundiendo a su alrededor la salvación como una bendición protectora: "Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros" (10,12-13). El lugar que no los acogiera tendría un final malo el día del juicio: "En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: "Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca". Os digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad" (Lc 10,10-12).

Sorprendían las normas de vida itinerante, que los diferenciaban respecto a los discípulos de cualquier rabí establecidos en una determinada casa de estudio. La austeridad de su propia vida era parte del mensaje: "No os procuréis oro, ni plata, ni dinero en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento" (Mt 10,9-10). Este estilo los asemejaba, más bien, a los esenios: "Ellos no llevan nada consigo cuando viajan a lugares remotos, aunque sí pueden llevar sus armas, por temor a los ladrones. De acuerdo con esto, hay en cada ciudad donde ellos viven, uno designado particularmente para cuidar a los extranjeros, y proveerles ropa y otras cosas que pudiesen necesitar. Pero ellos no permiten el cambio de ropas o de zapatos hasta que éstos estén completamente deshilachados o gastados por el tiempo" (Josefo, Guerra II,125s).

La radicalidad de los discípulos misioneros de Jesús podía compararse también a la de los filósofos itinerantes llamados despectivamente cínicos (perros): "No te alteres, Padre, porque me llaman perro y visto una capa dobre y rústica, cargo un bolso sobre los hombros y llevo un bastón en la mano... pues vivo, no conforme a lo que opina la gente, sino de acuerdo a la naturaleza, libre bajo Zeus" (Pseudo Diógenes, Epístola 7). Como en el caso de Jesús el camino de la realización personal estaba marcado por la renuncia: "¿Cómo es posible que pase con serenidad sus días un hombre que no tiene nada, ni vestidos, ni albergue, ni hogar, que vive en la suciedad, que no posee ni esclavo ni patria? He aquí que Dios os envía a uno para mostraros con su ejemplo que esto es posible. "Miradme, estoy sin cobijo, sin patria, sin recursos, sin esclavos. Duermo en el duro suelo. No tengo mujer, ni hijos, ni palacio de gobernador, sino tan sólo la tierra y el cielo y este viejo manto. ¿Y qué es lo que me falta? ¿No me encuentro sin penas ni temores? ¿No soy libre?" (Epicteto, Charlas III,22,45ss). Tal estilo de vida no dejaba de ser una denuncia de la esclavitud que producía en el hombre los valores de la cultura dominante: "Llevar una túnica sola es preferible a necesitar dos y no usar nada más que una capa es preferible a usar una túnica. Así, también, andar descalzo es mejor que usar sandalias, si uno puede hacerlo, pues llevar sandalias está muy cerca de vivir atado, pero caminar descalzo da gran libertad y gracia a los pies una vez que se acostumbran" (Musonio Rufo, Fragmento XIX).

El radicalismo de Jesús incluía la renuncia a mujer y a hijos, hasta llegar a ser "castrados que se hicieron tales por el Reino de los Cielos" (Mt 19,12). Como bien sabía Jesús, "no todos entienden este lenguaje". En efecto, abstenerse de la procreación era para los maestros de la Ley una grave falta contra la voluntad de Dios: "El que se abtiene de procrear es como si afectara a la imagen del hombre en general, porque está escrito: A su imagen Dios hizo al hombre, y luego dice: Vosotros, multiplicaos" (Talmud de Babilonia, Yebamot 63). Sin embargo, no faltaba algún rabí que no regía su vida según ese principio: "Rabí Eliezer dijo a Ben Azai: -Tú enseñas estas cosas bellas, pero no las cumples. -¡Qué puedo hacer, si mi alma está enamorada de la Ley! El mundo seguirá existiendo gracias a otros" (idem). Por lo tanto, la abstención del matrimonio favorecía el estudio de la Ley, del mismo modo que una relación matrimonial fluída lo dificultaba: "cuando el hombre habla excesivamente con la mujer se procura daño a sí mismo, se abstrae del estudio de las palabras de la Ley y finalmente heredará el infierno" (Mishná, Abot I,5).

Los filósofos cínicos veían la paternidad espiritual como algo más fecundo que la paternidad física: "En nombre de Dios, ¿quiénes hacen mayores servicios a los hombres: los que introducen en el mundo, para reemplazarlos, a dos o tres mocosos, o los que ejercen su vigilancia, en la medida de sus fuerzas sobre todos los hombres, observando lo que hacen, cómo pasan la vida, de qué se preocupan, qué es lo que descuidan en contra de su obligación?... No podemos sorprendernos que el cínico no contraiga matrimonio ni tenga hijos. Al ser hombre, ha engendrado a toda la humanidad, tiene por hijos a todos los hombres, a todas las mujeres por hijas; con estos sentimientos se dirige a todos, con estos sentimientos se ocupa de todos. ¿Crees que regaña con todo el mundo por un celo indiscreto? Lo hace así como padre, como hermano y como servidor del Padre común, Zeus" (Epicteto, Charlas III,22,77-82). De la misma manera los predicadores itinerantes del Reino de Dios recibirían también una nueva familia a cambio de la que dejaron: "Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna" (Mc 10,29-30).

Sin embargo, Jesús no pedía esa radicalidad a todos los que creían en su mensaje. A otros los dejaba en medio de su vida, sin separarlos de su pueblo, de su oficio o de su familia. No los consideraba indecisos o incapaces, ni los excluía del Reino de Dios. Pero si bien todos aquellos que se habían beneficiado con los signos del Reino obrados por Jesús no eran tenidos sin más como discípulos de Jesús, ellos de todos modos llegarían a ser en su propio ambiente testigos de Jesús: "Al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía estar con él. Pero no se lo concedió, sino que le dijo: "Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido compasión de ti". Él se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho con él, y todos quedaban maravillados" (Mc 5,18-20). Todo eso indica que los discípulos propiamente dichos constituían un grupo restringido, distinto de los simples adeptos de Jesús en el sentido amplio de la palabra.

 

 

V. Enseñanza ética de Jesús

La ética del judaísmo.

Cuando Jesús, posiblemente ex discípulo del Rabí Juan junto al Jordán, discutía con otros letrados, reunía discípulos, enseñaba en la celebración sinagogal y contestaba las preguntas religiosas de los laicos, se ajustaba a la imagen del rabí de su tiempo. Más allá de las diferencias en su modo de enseñar, Jesús fue considerado por los que acudían a él, incluso por los mismos fariseos, como un verdadero maestro de la ética judía: "Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con fidelidad, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie" (Mt 22,16).

La relación de Jesús con la toráh (hebr. la Ley de Moisés) es indudable. Decir sin más que Jesús fue el mensajero de una moral no juridicista, radicalmente libre de toda atadura a la toráh mosaica y de la obediencia a la tradición judía, es olvidar la actitud matizada de Jesús ante la toráh. En el rabí de Nazaret se daban tanto la relatividad generosa como el rigor estricto respecto de los preceptos de la Ley; ambas actitudes eran conjuntamente la expresión de su vinculación interna con la toráh.

Esta actitud particular de Jesús frente a Ley respondería a una doble motivación, ya que la voluntad divina expresada en la toráh se manifestaba en el orden natural del mundo presente y a la vez aseguraba, a quien la cumplía fielmente, la entrada al mundo futuro. Por lo tanto, por un lado Jesús habría extraído desde una mirada sapiencial del mundo sus pautas para la conducta humana. Es decir, con su experiencia de la vida Jesús llegaba a interpretar libremente la toráh tradicional en nombre de la vinculación de ésta con la Sabiduría creadora de Dios: "Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: "Demonio tiene". Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: "Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores". Y la Sabiduría se ha acreditado por sus obras" (Mt 11,18.19). Pero, por otro lado, el rigor de la ética de Jesús sería el resultado de su espera de la venida del Reino de Dios. La presencia del Reino transformaría la vida de los hombres de tal forma que la voluntad divina se descubriría de un modo mucho más exigente que la toráh tradicional y que la sabiduría.

Con mucha frecuencia se ha dibujado una imagen distorsionada de la ética judía, mostrando el mensaje de Jesús como su opuesto. Pero la realidad de los hechos contradice tal imagen. No es cierto, como se acostumbra decir, que en la ética judía se hubiese absolutizado la Ley, identificándola sin más con la Alianza. Más exacto sería decir que la Alianza y la elección de Israel preceden a la Ley; porque Israel primero es hijo recibe entonces la toráh como signo de predilección: "Ante un rey había una mesa puesta con toda clase de platos. Cuando entró el primer criado, el rey le dio un trozo de carne; al segundo le dio un huevo, al tercero unas legumbres, y así sucesivamente. Cuando entró su hijo, el rey le dio todo lo que estaba delante de él, diciendo: a cada uno de éstos le he dado un plato, pero lo pongo todo a su disposición. El Santo, bendito-sea, le dio a los pueblos paganos tan sólo unos preceptos, pero cuando se presentó Israel le dijo: He aquí que toda la toráh es vuestra, como he dicho: Esto no lo hace por ninguna nación" (midrash Exodo Rabba XXX,9).

Tampoco es cierto que la obediencia de la Ley estuviese motivada únicamente por la perspectiva de la recompensa, llevando así al hombre a amontonar méritos. Más bien, la toráh debe ser cumplida ante todo por amor a Dios: "No seáis como criados que sirven al señor a condición de ser remunerados, sino sed como criados que sirven a su amo como si no fueran a recibir salario y que el temor de Dios habite en vosotros" (Mishná Abot I,3). "La recompensa del precepto es el precepto" (Abot IV,2).

Otro tanto habría que decir respecto al supuesto formalismo, según el cual el cumplimiento sería algo exterior no resultante de un convencimiento interior. Al contrario, se produce en quien la cumple con sinceridad una identificación con la voluntad de Dios: "Después de saborear la toráh de Dios, la hará suya" (Talmud de Babilonia, Abodá Zará 19a).

Finalmente, es completamente falso que la vida bajo la Ley sea sentida como una carga. El gusto por la toráh caracteriza a la religiosidad judía: "Todo precepto que en principio fue recibido con alegría, sigue cumpliéndose con regocijo, como está escrito: Me alegro con tus órdenes como quien encuentra un gran tesoro" (Sal 119,162). "En cambio todo precepto que fue recibido con desaliento en el principio, sigue cumpliéndose penosamente" (Talmud de Babilonia, Shabat 130).

Por tanto, absolutización de los preceptos, cumplimiento interesado, formalismo y observancia pesada no son las características de la ética judía, sino los vicios que amenazan a cualquier sistema moral. Para hacernos una idea de la Ley de Israel debemos no perder de vista que la toráh es la manifestación global de la voluntad de Dios, desarrollada en los primeros cinco libros de la Escritura. Incluye, entonces, la historia de Dios con su pueblo, tanto los orígenes como la entrega de la Ley en el Sinaí. En esa historia la elección precede al compromiso: "Yo soy el Eterno, tu Dios" (Ex 20,2). "¿Por qué el decálogo no fue promulgado al comienzo de la toráh? Los sabios narraron una parábola: ¿Con qué puede compararse eso? Con alguien que fue a una ciudad. Les dijo a los habitantes: Quiero ser vuestro rey. Ellos le dijeron: ¿Has hecho algo por nosotros para que quieras ser nuestro rey? ¿qué hizo él? Les construyó las murallas, les llevó el canal de agua, guerreó por ellos. Después les dijo: Quiero ser vuestro rey. Entonces le dijeron: ¡Sí, sí! De ese modo condujo Dios a los israelitas desde Egipto, les dividió el mar, les regaló el maná del cielo, hizo brotar fuentes y llegar las codornices, los guió en la guerra con Amalec. Después les dijo: Quiero ser vuestro rey. Entonces le dijeron: ¡Sí, sí!" (Midrash Mekilta sobre Ex 20,2). Dios había promulgado sus leyes después de haber salvado a su pueblo. La Alianza precede a la Ley.

 

El endurecimiento de la Ley en Jesús.

Hay que ser muy cuidadosos para no formular afirmaciones demasiado simplistas sobre la consideración de Jesús respecto a la toráh. Porque en algunos momentos dejaba la impresión de no tenerla en cuenta, pero en otros parecía hacerla aún más exigente que los demás maestros. Otros grupos de la época también habían adoptado actitudes semejantes en uno u otro sentido. Veamos algunos casos:

Jesús compartió el endurecimiento teocrático del primer mandamiento. El movimiento revolucionario de Judas el Galileo lo había radicalizado al considerar la lealtad al emperador como una traición a Dios: "sienten un amor casi invencible a la libertad, porque creen que Dios es el único dueño y señor. Les importa poco padecer cualquier tipo de muerte, hasta el más inaudito, lo mismo que el castigo que están dispuestos a infligir hasta a sus parientes y amigos; el único objetivo que tienen es no dar el nombre de señor a ningún ser humano" (Josefo, Antigüedades XVIII 25). Jesús transfirió esta alternativa radical del campo político al económico. No exigió una opción sin reservas entre Dios y el emperador: "lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios" (Mc 12,17). Pero sí lo hizo entre la adhesión Dios y el servilismo del dinero: "Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero" (Mt 6,24).

Jesús endureció también la prohibición del homicido y del adulterio. Jesús llevó a cabo en estos puntos una toma de postura frente a la toráh mediante la declaración de una antítesis: Habéis oído que un día en el Sinaí Dios dijo a los antepasados: no matarás... no cometerás adulterio... Pero yo os digo, mejorando lo anterior, sin negarlo... "Todo el que trate con ira a su hermano será condenado por el tribunal" (Mt 5,22). "Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt 5,28). La toráh no fue interpretada, ni criticada, ni abolida por Jesús, sino trascendida. Sólo era posible cumplir la voluntad de Dios si, además de ajustar la propia conducta a sus preceptos, el hombre se deja guiar por ellos hasta los sentimientos más íntimos.

En los escritos esenios también aparecían preceptos que excedían en su formulación a los antiguos, como en el caso del sexto mandamiento: "Ningún hombre tendrá relaciones sexuales con mujer en la ciudad del santuario, para no profanar la Ciudad Santa con su impureza" (Documento de Damasco XII,1). Por eso no era algo extraño en tiempo de Jesús la ampliación y superación de la toráh en el judaísmo. Pero estos preceptos nuevos eran presentados como palabra de Dios al ser mezclados con los tradicionales; se trataba de un complemento. En cambio, en el caso de Jesús la superación de la toráh era superada explícitamente porque esa trascendencia no la atribuía a Dios, sino a él mismo: pero yo os digo. Jesús deliberadamente diferenciaba su mandamiento propio respecto al revelado por Dios.

Respecto a este punto concreto, llama la atención la coexistencia en la doctrina de Jesús de endurecimiento y moderación de la toráh. Los esenios mantenían únicamente rigor al rechazar las segundas nupcias como fornicación o adulterio (Código de Damasco IV,21). Jesús, por su parte, exigió una ética sexual rigorista a los varones, hasta el punto de ver realizado el adulterio ya en el deseo (Mt 5,27s) y en el caso del que repudia a su mujer: "Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido comete adulterio" (Lc 16,18). En cambio, se mostró más comprensivo con una pecadora pública que lo ungió durante una cena: "quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor" (Lc 7,47), y frente al adulterio cometido por una mujer: "Aquel de vosotros que esté sin pecado que le tire la primera piedra" (Jn 8,7). En una sociedad patriarcal donde la mujer no tenía nunca la posibilidad de plantear el divorcio, la actitud comprensiva y tolerante de Jesús intentaba protegerla de la discriminación.

 

El mandamiento del amor.

Jesús no sólo radicalizó el amor a Dios por sobre todas las cosas, sino también el mandamiento del amor al prójimo, constituyéndolo en la regla de oro que sintetiza toda la toráh: "todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los Profetas" (Mt 7,12). En este sentido Jesús mantenía una actitud frente a la Ley también compartida por otros maestros. En efecto, el Talmud de Babilonia recoge una tradición referida a la diferencia entre Hillel y Shammay con motivo de la conversión de un pagano al judaísmo. Mientras que Shammay se había negado a enseñar sólo una síntesis de la toráh, Hillel le dijo: "Lo que odias, no se lo hagas a tu prójimo: esto es toda la Ley, y el resto no es más que comentario; ve y estudia..." Este pagano hecho prosélito habría reconoció más tarde junto a otros convertidos: "La impaciente intransigencia de Shammay quiso echarnos del mundo, pero la humilde paciencia de Hillel nos ha acercado y llevado bajo las alas de la presencia divina" (Shabat 31a).

Sin embargo, el precepto antiguo estaba referido al prójimo, pero comprendiendo en esta categoría sólamente a los hijos de Israel: "No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lev 19,18). De allí que se pudiera endurecer cada vez más la interpretación, excluyendo progresivamente del debido cumplimiento a los extranjeros, a los que por su pecado quedaban excluídos de la asamblea cultual y, finalmente, a los que no compartían el propio pensamiento religioso.

Estas exclusiones llegaron a estar muy bien definidas en la época de Jesús. Los fariseos anhelaban la separación de los judíos y los extranjeros: "Ni el emigrante ni el extranjero habitarán ya con ellos" (Salmos de Salomón 17,31) y esperaban exclusión definitiva del Reino para los pecadores: "Nos librará de la impureza de los enemigos impuros" (17,50). Los esenios, a su vez, interpretaban que el precepto del amor los obligaba también al odio: "que amen a todos los hijos de la luz, a cada uno según su rango, en el consejo de Dios, y que odien a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa, en la venganza de Dios" (Regla de la comunidad, 1QS I,9-10).

Jesús endureció el precepto en el sentido opuesto, haciéndolo más difícil. Éste debía ampliarse hasta incluir también a los enemigos: "Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos" (Mt 5,44-45). El extranjero también debía ser considerado como prójimo, puesto que Dios mismo tenía misericordia de él, como era el caso del samaritano curado por Jesús: "¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?" (Lc 17,18). Finalmente, el pecador debía ser acogido con amor: "A quien poco se le perdona, poco amor muestra" (Lc 7,36-50).

 

Moderación del precepto del sábado y de la pureza ritual.

Cuando Jesús tomaba una postura moderada ante la toráh solía hacerlo a propósito de los preceptos rituales. No declara su abolición, pero los subordina al precepto de amor al prójimo. En este sentido Jesús se situó dentro de la tradición profética.

En el caso del precepto del descanso sabático los maestros de la Ley aceptaban como excepción aquellas situaciones en que peligraba la propia vida o en las que se seguiría la muerte de alguna persona o animal si no se le prestaba ayuda. Esta interpretación prudente y humanitaria de la toráh se fundaba en el siguiente principio: "Guardaréis el sábado porque es día santo para vosotros; es decir, el sábado se os entrega a vosotros, y no sois vosotros los entregados al sábado" (Mekiltá sobre Ex 31,13). En este sentido la pregunta de Jesús "¿Es lícito salvar una vida en vez de destruirla?" (Mc 3,4) tenía una respuesta positiva, sin discusión entre los escribas fariseos. No así entre los esenios de Qumrán: "Nadie ayudará a la bestia de parto en días de sábado. Si ella cae en un pozo o en una hoya, no la sacará en día de sábado... Si una persona cae en un estanque de agua o en una cisterna en sábado, no se le podrá ayudar con una escalera, cuerda u otro instrumento" (Documento de Damasco XI,13-16).

Lo que se le reprochaba a Jesús era que ampliara las excepciones con nuevos casos, como las curaciones que tranquilamente podían ser efectuadas después del día de descanso: "Si uno tiene dolor de muelas, no puede sorber vinagre para evitarlo, pero sí puede hacer el habitual moje, y, si cura, queda curado. Si tiene dolores de lumbago, no puede friccionarse con vino o vinagre" (Mishná, Shabbat XIV,4). Todos esos tratamientos eran considerados obras, y por tanto no podían realizarse en sábado. Pero en caso de duda sobre la gravedad de una enfermedad se debía proceder a practicar la curación, pues el día siguiente podía ser muy tarde: "si una persona siente dolores en la garganta, se le puede dar una medicina por vía bucal en día de sábado, ya que hay peligro de vida y todo peligro de vida desplaza el sábado" (Mishná Yomá VIII,6).

También respecto a la pureza ritual Jesús adoptó una actitud moderada que podría ser juzgada como laxa. Pero de ningún modo significaba una abolición de la toráh. El principio rector: "nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre" (Mc 7,15) no significaba una invitación de Jesús a abandonar la práctica de los preceptos rituales. En este caso, como en el del sábado, su vida de predicador itinerante explicaría su actitud frente a tales preceptos: pasado el sábado tal vez él se encontraría en otro lugar y el enfermo quedaría sin curar; aceptando lo que se le ofrecía de comer en cualquier casa no siempre tendría a su disposición alimentos permitidos por la toráh.

Jesús endureció las normas éticas que comportaban claramente la tendencia hacia una ética universal (sobre todo el mandamiento del amor). Pero relativizó las normas rituales que segregaban al judaísmo del paganismo, sin eliminarlas totalmente. ¿Cabe concluir de ello que Jesús, con su ética universal, abandonó el mundo limitado del judaísmo? Al contrario. Las dos tendencias, rigorista y moderada, sirvieron para posibilitar la vida judía.

La afirmación endurecida de los preceptos judíos tradicionales había sido la reacción espontánea de todos los grupos para mantener su identidad frente a la cultura helenística que se imponía de manera avasalladora. Si los preceptos que Jesús endureció son los universales no lo hizo para que los judíos se abrieran a una ética general de la humanidad. Al contrario: los judíos seguidores de Jesús debían vivir esos preceptos universales con más rigor de modo que superaran a lo que hacía cualquier pagano que también los observara. Por la práctica del amor a los enemigos los discípulos de Jesús superarían y se distinguirían de los pecadores y paganos: "Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los paganos?" (Mt 5,46-47).

También la moderación de la toráh para algunas situaciones tenía como objeto, no diluir el judaísmo, sino hacer posible la integración de todos los israelitas, estuviesen puros o impuros, en el seno de la comunidad: "A esta que es hija de Abraham, a quien Satanás ató hace dieciocho años, ¿no había que soltarla de su cadena en día de sábado?" (Lc 13,16).

La llegada del Reino motivó profundamente la ética de Jesús. Puesto que lo característico del tiempo final era la inversión de los criterios y un cambio de situación gracias a la intervención salvadora de Dios, Dios manifestaba su reinado acogiendo a los débiles y a aquellos que a causa de incumplimiento de la toráh estaban excluidos de la comunidad cultual. También los no judíos o los judíos pecadores eran acogidos ahora en el Reino. Y todo aquel que quisiera participar de este Reino no podía dejar también de acogerlos.

 

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