LA IGLESIA COMO SACRAMENTO DE SALVACIÓN

Reflexiones desde Venezuela

Pedro Trigo sj

 

NECESIDAD DE HISTORIZAR EL CONCEPTO.

Es sabido que sacramento es la primera caracterización de la Iglesia que encabeza la Constitución conciliar sobre la Iglesia. Al decir la Constitución que el Concilio se propone declarar la naturaleza y misión de la Iglesia, "que es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano", está indicando que esta caracterización tendría el rango de complexiva y programática. Naturalmente que al explanar otras por extenso también las está dando especial relieve. Y al exponer numerosos símbolos, tomados de la Escritura y de los Padres, está reaccionando contra una teología juridicista o racionalista que cree poder confinar la realidad de la Iglesia en un solo concepto. Por otra parte la diversidad de representaciones, símbolos y conceptos no debería conducir a una dispersión caleidoscópica que en vez de aclarar la naturaleza y misión de la Iglesia, las oscurezca.

Nos parece que lo más novedoso del Concilio sería la articulación entre Pueblo de Dios, como sujeto de la Iglesia, misterio como ámbito al que pertenece y sacramento como la función de ese sujeto respecto de ese ámbito. Pues bien, teniendo siempre presente esta articulación, nos queremos preguntar por la realidad sacramental de la Iglesia. Nuestro interés está en la historización en nuestra Iglesia actual de esta condición que posee de ser sacramento. Claro está que para hacerlo tenemos que precisar qué quiso decir el Concilio al utilizar esa expresión. Pero estamos convencidos de que a penetrar en ese sentido nos ayudará enormemente el interés práctico de historizarlo. Tenemos en vista concretamente a nuestra Iglesia local venezolana, pero en el contexto de las otras Iglesias hermanas y también de un modo particular de la Iglesia romana.

Como somos una Iglesia con muy escasos recursos humanos, vivimos por lo general sobrepasados. Si el mínimo al que nos aferramos ante la multiplicidad inabarcable de los requerimientos fuera el discernimiento de los signos de los tiempos, la oración de Dios y la cercanía concreta de los pobres, conservaríamos el instinto evangélico de qué priorizar y cómo hacerlo. Pero la desmesura de los retos nos hace muy proclives a descolgarnos de la realidad como tal y confinarnos en lo establecido.

Como nos da miedo medirnos por una sociedad cada vez más polarizada, en la que una institucionalidad rapaz y caduca se niega a transformarse o dar paso a una alternativa más humanizadora, y los que imponen el paso lo hacen al margen del país y por medio de una ideologización compulsiva y paralizante; como todo eso se hace al margen de la institución eclesiástica y no es fácil entenderlo y menos situarse lúcidamente y abrir caminos de superación, la reacción más natural es o atenerse a la demanda adquirida sin pensar en más nada o enfrascarse en un activismo inmediatista que no deje resquicios para interrogarse sobre nada o hundirse en la perplejidad y limitarse a criticarlo todo o subirse al carro de los triunfadores y asumir las tareas que nos asignan.

Hoy necesitamos pensar, dedicar a pensar muchas energías y pensar radicalmente: desde nuestras raíces cristianas y desde la raíz de los problemas. Pero sólo pensaremos si tenemos planteados problemas reales. Si dejamos la instalación y el activismo, si nos duele la gente y tenemos fe en el designio salvador de Dios, si desde la perspectiva de los excluidos afrontamos la situación con esperanza, entonces nos plantearemos problemas reales. A medida que nos situamos concretamente ante ellos y respondemos con lo que podamos, los problemas se irán perfilando y se irán encontrando caminos de respuesta.

Necesitamos mucha confianza en Dios y desde él en nosotros y en nuestro pueblo y en personas de buena voluntad para ponernos a pensar de verdad.

Este pensar debe incluir muy diversos niveles y disciplinas. Pero como Iglesia no puede faltar el viaje a nuestras raíces. Desde nuestra situación tenemos que pensar radicalmente. Esta tiene que ser una tarea conjunta. Pero hay que activarla con toda resolución.

En este horizonte se sitúan estas reflexiones. Creemos que el asumir como Iglesia la condición histórica de sacramento nos puede ayudar en esta tarea.

1. HORIZONTE CONCILIAR DE LA CONSTITUCIÓN SOBRE LA IGLESIA

Es altamente significativo que el encabezamiento que da el nombre a la Constitución dogmática sobre la Iglesia (la primera que haya elaborado concilio alguno), se refiera, no a ella misma sino a Jesucristo. El Concilio lo proclama luz de los pueblos (Lc 2,32). Y es esa luz, que resplandece en ella, la que el Concilio quiere derramar sobre la humanidad. La Iglesia se proclama de entrada como un planeta del sol Jesús. Ella no tiene nada que dar de suyo. Da de lo de Jesús. La Iglesia es pues toda ella relativa. No atrae a ella sino que lleva a Jesús (cf. Jn 1,42 a). No lo sustituye en su nombre como administradora, en su ausencia, de todo lo suyo. Por el contrario, su misión es que la humanidad, "tan fuertemente conectada hoy con lazos sociales, técnicos y culturales, consiga también su plena unidad en Cristo" (LG 1). Así pues la Iglesia es de Jesucristo y es para la humanidad. Queda, pues, superado de entrada todo eclesiocentrismo. La Iglesia habla a la humanidad sintiéndose parte de ella. Y le habla de su Señor, porque él es toda su gloria y él es el Salvador de la humanidad. Es parte de la humanidad no sólo por origen y condición sino por vocación y misión. El cristianismo no separa: salvarse del mundo no es un proyecto cristiano. Jesús no asumió simplemente una naturaleza humana como la nuestra. La encarnación entraña mucho más: Jesús es de nuestro linaje, de nuestra raza, de nuestra estirpe, de nuestra historia (Hbr 2,11; Lc 3,23-38). Por eso es en verdad nuestro hermano (Hbr 2,12). Precisamente ha entrado en nuestra historia para hermanarse con nosotros y compartir nuestra suerte. Así nos ha expresado su amor: ligándose con nosotros en alianza eterna. Ese mismo amor es el que debe ligar a la Iglesia con la humanidad. Esa es la vocación que la Iglesia ha recibido de Jesús. Y para capacitarla para que la lleve a cabo "Dios ha derramado su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado" (Rm 5,5).

De entrada estamos diciendo que no podemos hablar densamente y con verdad de la naturaleza y misión de la Iglesia si no nos sentimos religados, es decir referidos radicalmente a Jesucristo y a la humanidad, de modo que ambos sean la fuente de nuestras alegrías y de nuestra solicitud, el empeño que unifica todos nuestros afanes, la vida de nuestra vida.

Este horizonte nos proporciona el encuadre adecuado para enfocar nuestro tema. Sacramento en este texto conciliar se mueve entre dos horizontes semánticos. Por el título del capítulo en que se inserta y por la voluntad expresa de quienes lo introdujeron y comentaron y defendieron en el aula, sacramento es la traducción latina de la palabra griega misterio, de uso frecuente en el NT, en los Padres y usada así por la liturgia romana y por los Padres latinos. Por otra parte, la explicación que da del término el mismo texto ("señal e instrumento") lo asocia a la teología sacramental ya que está tomada de la definición escolar de sacramento. Claro está que ambos horizontes semánticos en su origen están íntimamente relacionados, de manera que sacramento está referido a misterio como una de sus expresiones sistemáticas y así como verdadera realización suya. Precisamente el Concilio, al referir la expresión sacramento a la Iglesia, lo ha querido retrotraer a la fuente del misterio en la que cobra densidad y sentido.

SACRAMENTO COMO MISTERIO: DINÁMICA TRINITARIA

Misterio en el NT y en los Padres se asocia, aunque como alternativa superadora, al uso de esta expresión en las religiones de los misterios y posteriormente en la gnosis. El término tiene que ver con la crisis de las religiones tradicionales, emparentada con la insuficiencia radical para muchos individuos de la organización social y política, ya que esas religiones eran o habían llegado a ser fundamentalmente cívicas. Como lo público establecido no llenaba, no salvaba, se buscaba una salvación oculta, ligada a determinados ritos y mitos esotéricos o a un saber revelado a algunos escogidos del que se participaba también por un proceso de iniciación.

Pero el término ya resuena al fin del AT en los sapienciales en el doble sentido de que el universo y la vida humana tienen una constitución y un sentido que no son captables por el ser humano, y de que los designios de Dios para cada persona, para los pueblos, para la humanidad y para la creación son insondables. Pero más radicalmente aún el sentido de misterio, ya que no la expresión, va naciendo en la meditación del desastre nacional de la destrucción de Jerusalén y el exilio, y en la oscuridad de la reconstrucción postexílica. Porque se sigue creyendo en los designios de Dios y esperando en su cumplimiento, se va captando que Dios es un Dios escondido (Is 45,15), incluso cuando da a conocer su planes. Muchos piadosos israelitas se aferrarán a la sabiduría de la Ley y al sentido del esquema de la retribución. Pero no faltará quien plantee agudamente sus aporías. Y así Job, después de haber desmontado la supuesta concatenación entre fidelidad y felicidad, acaba desmontando también sus propios argumentos confesando que "hablé de grandezas que no entendía" (42,3). Eso dice no desde un escepticismo resignado sino al entrar en la presencia de Dios, al escucharlo, al participar de su misterio.

En el NT el término es característico del corpus paulino y los Padres lo glosarán incesantemente como alternativa a las propuestas de su época. Así, cristianamente hablando, misterio es una expresión compleja, complexiva que encierra una gama de significados concatenados. Es ante todo el designio de Dios, su voluntad respecto del género humano y de la creación entera, y en relación con ellas su designio respecto de su pueblo escogido y de personas elegidas para una misión, siempre referida a su designio global. Es también el cumplimiento de ese designio por medio de su Hijo Jesús, que a la vez revela el plan y lo realiza. Lo revela refiriéndose a él, anunciándolo y denunciando todo lo que se le opone. Pero lo revela sobre todo actuándolo hasta consumarlo. Finalmente se denomina misterio a la participación en ese designio salvador y a los canales que la hacen afectiva, lo que no es sino un aspecto de la realización del misterio. Estas tres acepciones articuladas contienen la dinámica trinitaria del misterio: Se trata nada menos que del designio del mismo Dios. Ese plan, que tiene muchos canales y realizaciones parciales y en cierto modo progresivas, es revelado completamente y realizado plenamente por su Hijo Jesús. La humanidad entra en este designio, lo incorpora a sí, por la comunicación pascual del Espíritu Santo.

El misterio del Reino: el mundo fraterno de los hijos de Dios

Sobre todo en los sinópticos este misterio que Jesús anuncia y hace presente se sintetiza en una sola palabra: el Reino de Dios. "El misterio del Reino de Dios" (Mc 4,11). Este misterio consiste en la consumación desbordante de la creación, en su transfiguración para que llegue a ser el mundo fraterno de los hijos de Dios. Pero el Reino de Dios no viene al mundo desde fuera por un golpe de fuerza que se impone venciendo, ni por arte de magia portentosa. El Reino viene como alianza, proponiéndose respetuosamente y entrando en cada corazón que lo admita. Viene, pues, como reinado; ya que Dios no es tirano que reine sin consultar; él no quiere súbditos. El Reino de Dios es únicamente de hijos, no de carne y sangre sino de Espíritu y libertad (términos que se corresponden: 2 Cor 3,17).

Ahora bien, Dios sólo tiene un hijo: Jesús (Mc 1,11; Jn 1,14; Hbr 1,2.5). Por eso Jesús es el evangelista del Reino: porque lo anuncia y porque lo realiza. No lo realiza como causa eficiente. La relación entre Jesús y el Reino es mucho más íntima: el Reino nos viene en él. Se solidariza tanto con nosotros que nos lleva en su corazón. Y al hacerse Hermano puede confesarse en primera persona plural y recibir con toda verdad el bautismo de penitencia de Juan. Así cumple con la justicia justificadora de Dios (Mt 3,15). Quien acepta la solidaridad de Jesús escucha desde el corazón de Jesús que Dios le dice también a él: "tú eres mi hijo querido". Ese tal sabe que ha sido constituido hijo en el Hijo. El Cordero de Dios irá cargando solidariamente con nuestras dolencias (Mt 8,17). Hasta que al fin caiga aplastado por el peso del pecado-del-mundo. Pero también entonces y sobre todo entonces, en esa hora definitiva, se solidarizó con los pecadores y pidió perdón por los asesinos. Así se consumó como Hermano. Y también como Hijo porque en ese acto suyo estaba revelando completamente el corazón de Dios como Padre Nuestro. En el momento en que se revelaba el mal como misterio, en cuanto que afecta al mismo Dios, en ese mismo momento se revelaba toda la envergadura del amor de Dios (1Jn 4,10) que nos amó siendo enemigos (Rm 5,8.10), que nos prefirió a su Hijo (Rm 8,32). Verdaderamente que ya nada podrá apartarnos de ese amor que Dios nos ha demostrado en el Mesías Jesús, Señor nuestro (Rm 8,39).

En la tortura Jesús consumó el designio de Dios (Jn 19,30). En ella apareció que el misterio consistía en gracia y verdad, en un amor fiel (Jn 1,14) que triunfa sobre el desprecio, el rechazo y el odio, que vence al mal a fuerza de bien (Rm 12,21). Por eso al morir, ese Espíritu de Hijo y de Hermano, habiéndose consumado en Jesús, se desbordó sobre toda carne. Eso es lo que significan las expresiones simbólicas de Juan: "entregó su Espíritu" (19,30) y de su costado "salió sangre y agua" (19,34). En la ignominia de la tortura, en su dolor indecible, sub contrario, Jesús glorifica al Padre y el Padre glorifica a Jesús. Por eso ahí se cumple simbólicamente la profecía que dice que "de su entraña manarán ríos de agua viva" (Jn 7,38-39). El Espíritu, ése es el amor que recibimos de Jesús para que con él podamos responder a su amor (Jn 1,16). Espíritu que Jesús resucitado derrama sobre los discípulos (Jn 20,22-23; Hch 2,1-4) y sobre los paganos (Hch 10,44-46); es decir que, cumpliendo la profecía, se derrama sobre toda carne (Hch 2,16-18; Jl 3,1-2).

Así pues no sólo somos hijos en el corazón de Jesús, lo somos también en nosotros mismos porque todos hemos recibido el Espíritu de Hijos (Gal 4,6) que clama en nuestros mismos corazones. Ahora bien, si siempre somos hijos en el Hijo, sólo lo somos en nosotros cuando actuamos desde el Espíritu de Jesús, que es el Espíritu de Dios, no cuando actuamos desde el espíritu del mundo o simplemente desde nuestro propio impulso (Rm 8,14).

Si el Reino es el mundo fraterno de los hijos de Dios y Jesús es quien lo revela y realiza y quien nos envía el Espíritu para que él nos haga capaces de responderle, de aceptar su reinado y de que en nosotros crezcan semillas del Reino, con toda verdad podemos llamar con el autor de la carta a los Colosenses al reino de Dios "Reino de su Hijo querido" (1,13).

El misterio sólo se percibe al entrar en él: luz de la vida

Ahora bien, la peculiaridad del misterio del Reino es que, aun revelado, permanece oculto para quien no lo acepta en su corazón como reinado. Por ejemplo a sus discípulos Jesús les declara los misterios del Reino (Mt 13,16-17) y les pregunta si entienden y ellos le responden que sí (Mt 13,51). Pero, aferrados a la mediación legalista de los fariseos, no pueden entender la revelación del reinado de Dios (Mc 7,19); están presos de esa ideología y por eso se obcecan y no acaban de entender (Mc 8,17-18.21). Confiesan a Jesús como Mesías de Dios y él les declara que su mesianismo no es el davídico sino el del Siervo, no el mesianismo del poder que vence sobre los enemigos sino el de la profecía desarmada y la solidaridad asuntiva. Pero ellos no entienden sus palabras porque están aferrados a la ideología del poder (Mc 9,30-37).

Por eso caracterizar el Reino como el mundo fraterno de los hijos de Dios es una palabra vacía para quien no se pone completamente en manos de Dios y en manos de los que aceptan a Dios en sus corazones. Sólo ése sabe lo que es ser hijo y hermano y sólo ése pone toda su vida en sembrar la fraternidad, considerando hermanos incluso a los enemigos de la fraternidad a los que combate. Hoy, en una cultura religiosa que desconoce la religación, que habla de Dios en vano, que se hace dioses amorfos que a nada comprometen no es fácil vivir, ni por tanto comprender, lo que es ser hijo del Padre de Jesús. Hoy, en una figura histórica que desconoce, relega y excluye con una impenetrable frialdad sin rostro, no es fácil vivir ni por tanto entender la verdadera fraternidad abierta. La fraternidad está excluida de las reglas de juego. La globalidad está organizada para producir competitivamente y consumir según las propias preferencias y posibilidades. En esa organización no cabe la fraternidad. Ella sólo puede entrar como preferencia privada en el uso de los recursos producidos, no en la organización de la producción ni en la redistribución de los recursos que el cuerpo social puso en común.

Vivir como hijo es anteponer Dios y su Reino a los ejes estructurales de esta figura histórica. Vivir como hermanos es anteponer esta condición primordial a las de productor, consumidor y asociado a una comunidad política, cultural y familiar. Si se toma uno en serio la condición trascendente de hijo y hermano, por de pronto uno se hace excéntrico y eso resulta sospechoso; pero además más temprano que tarde se va a encontrar en situaciones dilemáticas. Si elige el Reino de hijos y hermanos va a tener que pagar un precio y elevado, que en concreto equivale a la vida. Esto en esta figura histórica normalmente no significará que le van a quitar la vida, pero sí que va a necesitar una tremenda creatividad para que la excentricidad no se convierta en estar fuera de juego, en abstención, en una suerte de ataraxia que excluye la fraternidad. Tiene que reinventar un modo de vivir, no autárquico sino con lazos que expresen fraternidad y que se propongan de modo que en principio puedan ser captados como buena nueva.

Así pues, no basta con caracterizar la propuesta del misterio del Reino que se ofrece como evangelio como la construcción del mundo fraterno de los hijos de Dios. Revelar el misterio exige hacerlo presente, es decir sembrar semillas de filiación-fraternidad y cultivarlas de modo que la gente pueda ver cómo crece la yerba: "primero tallos, luego espigas, después grano repleto en las espigas" (Mc 4,28). Y así, al ver esos frutos de bien, glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5,16).

Esta advertencia (la posibilidad de una exterioridad completa respecto del Reino a pesar de conocer su formulación precisa) es muy necesaria para el agente pastoral que se la pasa insistiendo en la fraternidad de los hijos de Dios, como vale también en primer lugar para el teólogo que discierne que es así. Si al menos no confunde su lucidez y su entusiasmo al hablar y escribir sobre el Reino con la práctica real por la que se accede a la realidad de su misterio, puede tener conversión; pero si cree que con andar a vueltas con la temática ya está en el secreto del Reino es un ciego que no tiene cura (Jn 9,39-41). La luz que trae Jesucristo es la luz de la vida (Jn 8,12): hay que vivirla primero para recibir después la luz que da de sí lo que vive. Si no se vive, las palabras son in-significantes.

El Reino es combatido. Paradoja: los jefes religiosos condenaron a Jesús

Otra peculiaridad del Reino tal como se realizó en Jesús consiste en que él no acontece en una dinámica meramente positiva, ascensional. No va del no ser al ser y del ser en ciernes a la realización cabal. El Reino se anuncia y se realiza en una realidad marcada por el pecado y que no reconoce su pecado. Jesús es luz del mundo en medio de las tinieblas que resisten a la luz y pretenden sofocarla. No somos existencias vacías situadas en un horizonte amorfo que cada quien va dotando de contenido con sus propias decisiones. Nacemos en un horizonte polarizado, definido dilemáticamente, en un campo de fuerzas que nos mueven en direcciones opuestas. Existe el Reino y el antirreino. Es cierto que no hay simetría. El Reino es, decíamos, la realización desbordante de la creación. La propuesta de Jesús se mueve en la dirección de lo que hay en nosotros de más primordial y genuino. Es una propuesta de autenticidad. Por eso se propone desnudamente a nuestra libertad; más aún la estimula. Se nos propone como alianza de amor. El se adelanta a dársenos. Jesús es así el sí definitivo e incondicional de Dios a la humanidad personalizada (2Cor 1,19-20). Más aún, él nos capacita con su Espíritu para que podamos corresponderle desde nosotros mismos. Jesús lo que hace es presentar ese designio inaudito de Dios como la noticia más alegre y hermosa posible, e insistir que en aceptarla nos va la salvación. Pero él no se impone. En este sentido ni Dios ni Jesús tienen poder, porque el forzar libertades no es una posibilidad divina ni es tampoco salvación humana.

Quienes no aceptaron la propuesta de Jesús, ni entran al Reino ni permiten que entren los demás. Prefieren sus propios designios al designio de Dios, prefieren su reino al Reino de Dios, no están interesados en la invitación que Dios les hace al banquete de la boda de su Hijo porque ya tienen sus banquetes exclusivos (Mt 22,1-10). Pero lo más grave es que esa resistencia al plan de Dios la hacen en nombre de Dios, de un dios que manda, que somete, que esclaviza, del dios poder, proyección al infinito de la sociedad jerárquica, de privilegios y sumisiones que han instaurado en su nombre. Así pues la dinámica del antirreino no sólo esclaviza y niega la fraternidad sino que miente y encubre, ofusca el entendimiento y encadena la libertad.

Las Escrituras han sido escritas para nuestra advertencia y provecho. Es decisivo, pues, que los que pertenecemos a la institución eclesiástica meditemos en el hecho paradigmático de que fueron los legítimos representantes de la religión revelada quienes desconocieron a Jesús, se cerraron a su propuesta y para no verse puestos en evidencia lo calumniaron, intentando desprestigiarlo, y acabaron asesinándolo. Prisioneros de una falsa imagen de Dios, sustentada en las Escrituras, pero acomodada en definitiva a su estilo de vida y garante de la institucionalidad sagrada que representaban, no pudieron reconocer el misterio revelado por Jesús. Fue su profesión religiosa, tal como la concebían y desempeñaban, la que les impidió reconocer la revelación del designio de Dios en Jesús. Es notorio que Jesús no era uno de ellos y que su propuesta los relativizaba. Es cierto que tuvieron que matar a Jesús para que se mantuviera la institucionalidad vigente tal como funcionaba, con las alianzas internas (fariseos y saduceos) y externas (nacionalistas y herodianos y romanos) que la hacían viable (Jn 11,49-50).

Hoy el papel de la institución eclesiástica en la institucionalidad establecida en nuestro país es mucho más modesto que el de la del tiempo de Jesús. Hoy la dinámica del antirreino se asienta en otras estructuras e instituciones. Esto es claro y es fundamental no perderlo de vista. El antirreino se materializa en la institucionalidad económica que excluye radicalmente a las grandes mayorías humanas y en las instituciones políticas e ideológicas que la convalidan. Pero hay un punto en que ambos papeles se asemejan: las dos convalidan en nombre de Dios el establecimiento. Y lo hacen, a pesar de las críticas, incluso vehementes a los abusos, con su pertenencia a la institucionalidad vigente. Esta función sacralizadora, que tiene como contraprestación ostensible el puesto privilegiado de la institución eclesiástica, es la que en ambos casos es proclive a la ideologización, es decir a mirarlo todo, en último término, desde el establecimiento, y por tanto a ligar su suerte a él, y desde esta perspectiva a desautorizar (o positivamente o, lo que es más frecuente, por omisión) lo que tienda realmente a establecer en pequeño o en grande un nuevo tipo de relaciones y de institucionalidad.

Podrá parecer altamente paradójico que Jesús fuera condenado a muerte por el establecimiento religioso legítimo, pero es un hecho indiscutible del que tenemos que sacar las correspondientes lecciones, no sea que se repita, al menos como colaboración indirecta o por omisión. Y la más principal de ellas es la desabsolutización. No podemos considerar a la institución eclesiástica como sociedad perfecta relegando el pecado a la esfera privada de sus componentes. Tenemos que afirmar sin ambages que así como la Iglesia es interior al Reino y nunca dejará de serlo, así también en ella se da la dinámica del antirreino que tuvo que asesinar a Jesús. Si es así, siempre hay que discernir en la Iglesia (y mucho más en ese aspecto de ella que es la institución eclesiástica) y la Iglesia siempre debe ser reformada.

La lucha contra el mal, dimensión irrenunciable del ministerio de Jesús

Pero no sólo hay que tomar en cuenta que el misterio del Reino se realiza frente a una dinámica opuesta a él y que positivamente le resiste. También resulta paradigmático el modo como Jesús enfrenta el mal y la figura del Reino que de ahí deriva. Ante todo hay que asentar el hecho macizo de que Jesús no sólo pasó haciendo el bien sino luchando contra el mal. No sólo sufrió la contradicción de los que se negaron a reconocer en su obra "el dedo de Dios" (Lc 11,20). También pasó al ataque denunciando a los dirigentes religiosos ante el pueblo reunido. Y no eran denuncias de abusos sino de que habían corrompido radicalmente la religión enseñando como mandamientos de Dios lo que no eran sino tradiciones inventadas por ellos para su provecho (Mc 7,6-15; Mc 9,13; Lc 11,38-12,1). El fondo de la cuestión era la falta radical de misericordia (Mt 9,13;12,6.11-12). Ella equivalía al desconocimiento real de Dios (Jn 8,19-20), no como ateísmo sino como idolatría, el adulterio de que hablan los profetas (Mt 16,4; cf Os 1,2; Jr 2; Ez 16).

La ceguera de los dirigentes estribaba en su incapacidad para reconocer esos mecanismos sacralizadores (el ídolo mosaico) y la deformación radical de la imagen de Dios (una verdadera idolatría) que conllevaban. Por eso al matar a Jesús pensaban dar gloria a Dios (cf Jn 16,1-3). La falta radical de Espíritu, es decir de misericordia, de orientación hacia el dar vida como don, les impide llegar realmente al misterio de Dios. Esas son las tinieblas, que como se presentan como luz (la luz de este mundo) impiden reconocer el pecado y salir de él.

Jesús, pues, cuestiona a fondo la pretendida buena voluntad. Ella no salva. Al contrario, es el índice más palmario de que se vive en el pecado. Ningún pecado es mortal mientras se tiene conciencia de él. Claro está que todo verdadero pecado lo es porque quita vida, y en ese sentido sí es mortal; decimos que no lo es en cuanto que no causa la muerte definitiva del pecador. Porque el pecado no deja vivir en paz y así se aprovecha la ocasión que se presenta para convertirse o se busca a como dé lugar salir de él. El verdadero pecado mortal es aquel que, al haber tomado cuerpo en la persona, no es posible suscitarlo en la conciencia porque la ideologización religiosa no lo presenta ya como pecado. Por eso los que se sabían pecadores y eran tenidos por tales se abrieron al evangelio de Jesús, mientras que los que se tenían y eran tenidos por los justos lo asesinaron.

Jesús denuncia a los dirigentes por misericordia hacia ellos y para liberar al pueblo del cautiverio ideológico en que ellos lo tenían. Pone el dedo en la llaga para curarla y para que se vea la deformidad de lo que parecía correcto. Jesús carga con el pecado de los que lo reconocen y fustiga a quienes no se quieren convertir y justifican religiosamente su situación de privilegio, su egoísmo y su impiedad. Jesús respeta la libertad del que prefiere su instalación al riesgo del Reino, pero lo reconoce. Pero reacciona con ira ante los dirigentes que no sólo no reconocen su extravío radical sino que pretenden condenar desde él las acciones rectas (es decir en correspondencia al misterio revelado de Dios) de los otros que, por serlo, se salen de lo pautado por ellos.

Esta actitud de Jesús resulta intolerable, insostenible: por eso los dirigentes o se convierten al misterio del reino que revela Jesús o tienen que quitarlo del medio para no ser puestos en evidencia y desautorizados ante el pueblo. Como no se convierten, empiezan a hostigar a Jesús tratando de cazarlo en algo; pero al volverse una y otra vez sus insidias contra ellos, no tienen más remedio que matarlo.

Jesús, al ver el curso de los acontecimientos, tiene que decidir. Podría haberse confinado en sus discípulos y evitar así la confrontación; pero decide agudizarla marchando hacia Jerusalén. Para Jesús luchar contra la opresión establecida en nombre de Dios, desenmascarar el ídolo mosaico y revelar el verdadero rostro de Dios y la verdadera naturaleza de las relaciones de él con nosotros y de nosotros con él, forma parte irrenunciable de su misión. No la puede ladear para poner a salvo su vida. Los evangelistas, sobre todo Juan, recalcan la prudencia de Jesús para sortear a sus enemigos y no arriesgarse indebidamente. Ellos lo presentan huyendo al extranjero, marchando clandestinamente, retirándose a terreno seguro cuando el peligro se vuelve inminente, dando contraseñas para que ni sus propios discípulos sepan el lugar donde celebra la pascua. Lo presentan sobre todo acuerpándose entre las masas que lo reconocen como enviado de Dios y escabulléndose luego entre ellas. Pero los evangelistas recalcan también su decisión inquebrantable de cumplir su misión pública, pagando el precio que sea necesario.

El ha venido a dar testimonio de la Verdad, es decir a revelar el misterio del designio de Dios para su pueblo. Dará testimonio con su palabra, pero sobre todo con sus obras. Ambas serán su arma que desarma la mentira oficial y saca a luz los secretos de los corazones. Pero su palabra en definitiva es palabra de vida y sus obras son dar vida de su propia vida, de la vida que recibe del Padre. Esa es su existencia, completamente espiritual. Con la libertad que da la verdad ni ofende ni teme. A Jesús no se lo puede comprar. El no se transa porque no busca su propia gloria ni defiende su propia vida. Por eso al fin no queda más remedio que decidirse por él o contra él.

Los que se deciden contra él no tendrán más remedio que asesinarlo. Jesús no se opone a la violencia con la violencia. La autoridad, el dinamismo y la energía de Jesús pertenecen completamente a la vida porque son las del Espíritu de Dios. Al no poseer la fuerza que vence a la fuerza imponiéndose y al no retirarse, Jesús sufre la violencia. Esta es la revelación más paradójica del misterio: Dios ni quiere ni puede matar. Matar es descrear. El creador no puede descrear. Dios no puede defendernos del agresor violento, del fuerte prepotente con una violencia infinita. Dios en Jesús sufre la violencia de los que sacrifican a otros para mantener sus privilegios en un orden injusto.

Jesús revela a Dios sub contrario: lo revela desde la cruz al no aceptar el papel de víctima

Pero Jesús no acepta la condición de víctima a la que intentan reducirlo. Jesús tiene bien claro que Dios no quiere sacrificios ni los permite. Jesús no es así la víctima sagrada. A Dios no le agrada que haya víctimas. Dios aborrece tanto el derramamiento de sangre que ni siquiera permite que se mate al asesino. Por eso cuando sus enemigos se deshumanizan al condenar a muerte y asesinar, Jesús no asume la contrafigura de la víctima que los confirma en su papel sino que sigue su propio juego, desenmascarándolos y haciendo posible, aun en ese trance, su conversión. Por eso la pasión es la obra por antonomasia de Jesús, la realización de su libertad, de su condición de Hermano y de su condición de Hijo. Los asesinos son su enemigos, para Jesús son sus hermanos enemigos y pide al Padre perdón por ellos. En la pasión aprende también a obedecer. Experimenta algo inédito en su vida: que su voluntad no coincide con la del Padre; pero se realiza como Hijo al preferir la voluntad del Padre sobre la suya y al morir arrojándose en los brazos de Dios mientras experimenta su abandono. En la cruz, Jesús se trasciende completamente. Pero en la cruz, en la tortura que lo asimila a los esclavos y a los malditos. Este es el papel que le han asignado. Pero él juega el suyo. Y así revela que el ser humano supera infinitamente al ser humano. Y así revela en la no violencia de Dios, que parece abandono o impotencia, la suprema manifestación de su amor solidario.

Así Jesús revela a Dios sub contrario: Ni ese Dios que aparece en la cruz de Jesús es el Dios que teníamos nosotros: ese Dios rompe nuestra idea de Dios. Ni el amor que allí reluce se compagina con nuestros mitos sobre el amor. Ni la alianza que allí instaura Dios con nosotros es lo que nosotros esperábamos como salvación. Y sin embargo en la cruz se estaba realizando la unión eterna entre Dios y la humanidad en el hombre Jesús, su Hijo consumado (¡y consumido!). Y en la cruz se instauraba el mecanismo y la matriz de la única unión posible y simbiótica entre los seres humanos enemistados entre sí, la unión entre los que hasta entonces habían sido sacrificadores o víctimas.

Esto, así, será lo que Dios salve y resucite. El Crucificado y sólo él es el resucitado. En él comienza la realización cabal del Reino de Dios. Y él es el Señor, el primogénito de muchos hermanos. Sólo el que muera con Cristo será resucitado con él. La resurrección sólo interesa a los crucificados y a los solidarizados con ellos. De ahí y sólo de ahí viene la salvación para todos. Este es el kerigma de la Iglesia primitiva. El único evangelio para toda la humanidad. Por eso decía Jesús: "Dichoso quien no se escandalice de mí" (Lc 7,23). Este es el precio de la gracia, que es gratuita, pero no banal. Este es el camino estrecho, la senda escondida que lleva a la vida y cuánto cuesta dar con ella (Mt 7,14).

El misterio de salvación es universal

Decíamos que también se denomina misterio la participación del designio salvador de Dios llevado a cabo por Jesús. Esta participación es misterio en sentido estricto porque se lleva a cabo por la comunicación pascual del Espíritu Santo. Esta comunicación se da tanto a los discípulos como a los paganos. En principio, el Espíritu se comunica sobre toda carne. Uno de los aportes fundamentales del Concilio consiste precisamente en explicitar este aspecto que durante siglos había quedado en la penumbra cuando no había sido negado expresamente. Si la salvación acontece en la posesión del Espíritu, la Pascua (la cruz y la resurrección) revela la universalidad de la salvación en Jesucristo. La revela efectuándola. Si todos poseemos el Espíritu de Jesús, todos nos salvamos en él: todos podemos relacionarnos con Dios como verdaderos hijos y con los seres humanos como verdaderos hermanos.

Es cierto que la fe entra por el oído. Pero sin haber oído nada de Jesús es posible seguirlo porque él ha derramado su Espíritu en nuestros corazones. Incluso sin haber oído de Dios, el Espíritu puede llamarlo en nuestro interior con gemidos sin palabras. Así pues en la Pascua Dios se ha hecho accesible a todos, interior a cada uno, Dios se ha dado efectivamente como alianza eterna y nos ha capacitado para que nosotros podamos corresponderle a su mismo nivel. Pero (insistamos nuevamente en el punto) la salvación acontece como alianza. Por eso, aunque quiera, Dios no nos puede salvar sin nosotros. El nos ha dicho que sí en Jesús y ha derramado su amor a nuestros corazones para que podamos amar como nos ama. Pero no hay alianza si nosotros no damos nuestro sí. También nuestro sí es gracia suya en el sentido de que él nos habilita con su Espíritu para que lo demos. Pero lo tenemos que dar nosotros. Desde lo que somos, desde nuestra pobreza, desde nuestra libertad. Cuando damos ese sí, entonces realizamos lo que somos en principio, es decir, somos hijos de Dios. Porque en este sentido pleno y estricto no somos hijos de Dios sólo porque tenemos su Espíritu, lo somos cuando actuamos el Espíritu que se nos ha dado: "porque hijos de Dios son todos y sólo aquéllos que se dejan llevar por el Espíritu de Dios " (Rm 8,14). Así que por lo que toca a la comunidad divina la salvación es universal, pero ahora la realización de esa universalidad depende de cada uno de nosotros.

La Iglesia es interior al misterio del Reino

Si el misterio de Dios realizado por Jesús y comunicado en su Espíritu tiene por ámbito a toda carne, a toda la humanidad ¿qué papel juega la Iglesia?. Ante todo hay que decir que la Iglesia es interior a este misterio porque siempre habrá en ella personas que digan sí al amor de Dios y respondan a su amor actuando el amor que ha sido derramado en nuestros corazones. Este sí es totalmente libre; pero hay la promesa de Dios de que nunca faltará en su Iglesia. En este sentido primordial la Iglesia es santa porque siempre hay santos en la Iglesia; y, aproximándose a ellos, siempre hay muchos que se levantan de sus pecados, que reaniman una y otra vez el fervor de su caridad y con humildad y verdad se empeñan en vivir como hijos y sembrar fraternidad en seguimiento de Jesús. Si faltara esta dimensión de Espíritu y verdad, de santidad viva y de empeño humilde y sincero de fidelidad, la Iglesia sería una mentira viva.

Por eso es verdad que uno, en cuanto miembro de la Iglesia, es una mentira viva si no tiende seriamente a ser lo que es, a vivir lo que profesa, a ejercitar lo que le ha sido confiado. A eso van los numerosos avisos del Señor acerca de la vigilancia, dirigidos a todos, pero especialmente a los miembros de la institución eclesiástica, porque todos podemos fallar y la historia nos presenta casos, por desgracia no excepcionales, en todos los grados del ministerio de personas que han vivido sin responder a este amor. Y los avisos no se dirigen únicamente a cada persona sino incluso a cada Iglesia particular, que, como muestran las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis, pueden fallar como tales. Siempre habrá fidelidad en la Iglesia, pero han desaparecido Iglesias que fueron muy florecientes.

Sin embargo siempre hay santos en la Iglesia. Por eso es señal del buen espíritu tener ojos para ver la acción del Espíritu en ella. Ya hemos dicho que sólo desde dentro se puede captar. El pecado se puede captar sin que se tenga espíritu porque un correlato del pecado es la deshumanización del pecador tanto en sí mismo como la que induce con su pecado. Pero la gracia sólo se capta desde la gracia. Todos podemos captarla porque sobre todos se derramó el Espíritu; pero, si uno lo apaga en sí mismo ¿cómo lo descubrirá en otros? Sólo quien, a pesar de debilidades y caídas, esté en la onda del Espíritu, atento a él y deseoso de secundar sus impulsos, tendrá ojos para reconocer su acción en los demás. Nada hay más importante en la Iglesia, después de seguir cada quien la dinámica del Espíritu, que el deseo humilde y la aplicación atenta a descubrir por dónde actúa el Espíritu, a descubrir su presencia victoriosa en los hermanos y a recibir su influjo benéfico y secundar su acción.

La santidad es peso, el peso de Dios, peso de vida que vivifica. Allí se revela Dios y acontece la salvación. Entrar en contacto con estas personas es ponerse en un ámbito de salvación, es recibir constantes estímulos y desafíos. Es peligroso porque la cercanía de Dios pone al descubierto nuestras resistencias a la gracia y nos emplaza a una conversión más radical. Pero es una tremenda oportunidad salvífica.

En los santos y en los que, a pesar de constantes caídas y resistencias interiores, se dirigen esforzadamente a la santidad, la Iglesia pertenece al misterio. Es pues ineludible preguntarnos como personas y como Iglesia si pertenecemos a él, si estamos, al menos, seriamente orientados a él. Y si realmente ésa es la dirección de nuestra vida descubriremos a los que van mucho más adelante que nosotros y nos pondremos discretamente en su órbita.

Si el misterio se revela sub contrario, parece congruente esperar que esta santidad reluzca especialmente en los pobres que, habiendo recibido el evangelio de que el Reino es para ellos, han abierto a Dios sus corazones y, en medio de su tremendo desamparo que tiende a deshumanizarlos, se esfuerzan por vivir como pobres con espíritu. Podemos afirmar con conocimiento de causa que estos pobres existen gracias a Dios en nuestra Iglesia y que es una inmensa gracia de Dios hacerse discípulos suyos a la vez que uno ejerce con ellos a la medida del don recibido el ministerio que recibió.

La Iglesia, congregación de todos los creyentes (LG 9), es el órgano histórico de la revelación del misterio acaecida en Jesús

En cuanto que la santidad se realiza radicalmente en la obediencia al Espíritu, la santidad que se da dentro de la Iglesia no se distingue de la que se da fuera de ella. Y nosotros hemos insistido en que se da en ambos ámbitos. Por eso volvemos a insistir en la pregunta sobre el papel que juega la Iglesia en el misterio de Dios revelado como salvación. Hemos asentado que es Jesús quien revela este designio salvador realizándolo: es él quien nos constituye en hijos de Dios en el Hijo y el que nos congrega en la familia fraterna de los hijos de Dios. Pues bien, la Iglesia es la continuación histórica y espiritual de esos primeros congregados por Jesús. Son los que a través de las edades siguen respondiendo con fe a la llamada de Jesús a través de la fe dada a la palabra de los enviados por él. La Iglesia es el resultado histórico reconocible de este movimiento de reunión y el cuerpo histórico que lo sigue promoviendo. La Iglesia es la que con la asistencia del Espíritu posee la historia de la revelación del misterio que aconteció en Jesucristo, como historia de la fe de estos creyentes llamados por Jesús para que estuvieran con él y para asociarlos a su misión. O sea que posee la historia de la revelación acontecida en Jesucristo como revelación aceptada, como salvación cumplida. Es decir, la Iglesia posee el misterio revelado desde el Espíritu que es el que conoce por dentro a Dios. Por eso la Iglesia puede decir, sabiendo lo que dice: "Abba, Padre" (Rm 8,15-16) y "Jesús es el Señor" (1 Cor 12,3).

Al llamarlos al grupo, Jesús convoca, hace condiscípulos a los que estaban dispersos. Al responder en fe, al entregarse a Jesús en el grupo, los discípulos constituyen un cuerpo social. Al sellar con ellos una alianza eterna, entregándose por ellos hasta la muerte, Jesús eterniza el grupo por lo que a él y a Dios concierne. Al convocarlos de nuevo, tras el escándalo y la dispersión de la cruz, Jesús resucitado los constituye para siempre en hijos y hermanos venciendo escatológicamente de su falta de fe, de su pecado. Derramando su Espíritu en la Pascua los capacita para proseguir su historia y les garantiza que la proseguirán como cuerpo. Así pues la Iglesia es el órgano histórico de la revelación del misterio acaecido en Jesús y del triunfo del amor misericordioso de Dios que Jesús patentiza. Lo que la Iglesia tiene es la historia viva de Jesús. El Espíritu en ella es la garantía de la fidelidad creativa para presentarla en cada época y cada cultura.

La Iglesia no posee como patrimonio espiritual la historia objetivada, científica, de Jesús, ni tampoco su propia historia en cuanto objeto de análisis científico. La Iglesia deriva históricamente de Jesús de Nazaret, en cuanto tiene su origen en la comunidad prepascual; y es la congregación del Espíritu en cuanto que el Espíritu del Crucificado resucitado la anima, triunfando cada día de la debilidad y del pecado de los discípulos, recreando la fidelidad para que prosiga en cada situación la misión que le encomendó Jesús al asociarla a su misterio. Así pues lo que da la Iglesia es la persona de Jesús de Nazaret como creído en la fe, presente en la Palabra y en la Eucaristía (y en el resto de los sacramentos) y objeto de su esperanza.

Cómo actúan Jesús y el Espíritu para que la Iglesia se mantenga fiel

Pero la Iglesia no es Jesús al modo de una encarnación continuada. En la Iglesia está Jesús como palabra viva, pero ella no es Jesús. Por eso decíamos que la constitución conciliar sobre la Iglesia no es eclesiocéntrica. Lejos de hipostasiarse, se remite al Señor y sólo quiere derramar su luz por el mundo. Jesús como revelador de Dios y como dador del Espíritu, es decir la comunidad divina revelada en Jesús, es el horizonte del tratado conciliar sobre la Iglesia.

Si no podemos decir que por hipótesis lo de la Iglesia es lo de Jesús, si no se da ningún automatismo ni de unión sustancial ni de decreto positivo, digamos jurídico; y sin embargo la Iglesia es la de Jesús y la del Espíritu ¿cómo queda garantizada la fidelidad de la Iglesia a la misión que le encomendó su Señor, más aún su fidelidad en su condición de discípula?

Primero queremos asentar el hecho: la Iglesia es fiel y cumple la misión. Ese es el don de Jesús resucitado, posibilitado por la presencia incesante de su Espíritu. Esto significa dos cosas: Primera, como dijimos, que siempre habrá santos en la Iglesia. Y segunda, que donde se proclame la Palabra y se celebre la eucaristía se hace presente el Señor salvando. La Iglesia es ante todo un cuerpo social, por eso la fidelidad de la Iglesia es ante todo la de los sujetos que lo componen. Pero este cuerpo social es el de Jesús en cuanto que es reunido por él y configurado a partir de él y posee su historia viva. Por eso, la confiabilidad de los canales por los que los individuos comulgan con esa historia vivificante. Con esto aparece claro que estas dos expresiones de la indefectibilidad de la Iglesia no pueden confundirse, pero tampoco separarse. Ante todo es un hecho que los santos cristianos han sido de un modo intensísimo personas comunitarias, oyentes de la Palabra y seres sacramentales, sobre todo asiduos de la eucaristía. Y también lo es que, si bien es verdad que estos canales de gracia la procuran efectivamente aun en el caso de que sus ministros los realicen sin fervor, sin embargo la derraman con mucha mayor abundancia cuando quienes los actúan lo hacen desde la búsqueda honrada de la santidad.

En general podemos decir que Jesús actúa en la Iglesia como lo hacía en su vida mortal: suscitando la fe que salva. Y el Espíritu actúa inspirando, ilustrando, animando...como actúa el amor. Tanto la actuación de Jesús como la del Espíritu piden nuestro concurso y dependen de nuestra libertad. Está excluido cualquier tipo de automatismo. Las actuaciones de la Iglesia no son meros actos sino verdaderas acciones humanas. No son también divinas por una suerte de sinergia. Y no lo son porque la actuación de Jesús y del Espíritu son trascendentes. Jesús no está aquí. Nuestra relación con él es seguirlo. ¿Cómo actúa él? Atrayéndonos a él (Jn 12,32;3,14-15;8,28;19,37). Atrayéndonos con la eficacia del misterio pascual, pero no sustituyendo nuestra libertad sino potenciándola al máximo. El Espíritu sí está aquí, pero está más adentro que lo íntimo nuestro: trascendente en la inmanencia. ¿Cómo actúa? Como ese amor que activa nuestros resortes más genuinos para que también nosotros seamos capaces como Jesús de salir de nosotros mismos y amar como somos amados.

Como se ve, suscitar nuestra fe, atraemos a él y suscitar nuestras energías de vida trascendiéndolas desde adentro, esos modos divinos de obrar, son los modos más humanos y humanizadores. No hay aquí nada de hipóstasis o automatismos, es siempre un diálogo, que nos pone en nuestro lugar y acentúa la trascendencia. Por eso siempre cabe la defección de nuestra parte, tanto como individuos como en cuanto Iglesias particulares. Queda siempre garantizado, tanto el acceso objetivo a Jesús a través de las estructuras de su comunidad que se derivan de él como el que siempre habrá personas, no como excepciones sino como cuerpo eclesial, que responderán al sí de Dios con su sí. De estos dos modos es santa la Iglesia.

Lo demás es esa acción incesante de Jesús y de su Espíritu para salvarnos constantemente de nuestra mezquindad, de nuestro egoísmo, de nuestro afán de dominio, de nuestro impulso a someternos, de nuestra falta de esperanza, y para llevarnos de todo eso a la condición de hijos y de hermanos. La promesa de indefectibilidad se realiza de este modo tan humano, que es el modo divino de actuar: no por prodigios o prepotencia sino por este diálogo incesante de la Palabra y el Espíritu, un diálogo que al cabo triunfa de nuestra debilidad, un amor tan constante que acaba por desarmar a nuestro egoísmo. De este modo la Iglesia es santa y pecadora a la vez: es una Iglesia de pecadores que se sienten invitados a la santidad y que, a pesar de incesantes caídas, van respondiendo honradamente a esta llamada. Es la santidad de quienes llevan un tesoro, aunque con frecuencia aparece más el barro que lo contiene y que a veces incluso se quiebra y lo dejan perder.

Cuándo es la Iglesia simbólica y cuándo diabólica

Esta Iglesia es la de Jesucristo en cuanto no oculta su pecado ni aparenta una consistencia (santidad) que no tiene; es la Iglesia de Jesús en cuanto que confiesa humildemente su distancia de su Señor, pero se gloría de la solicitud de su Salvador que no la desampara sino que la atrae de un modo tan poderoso que incluso del mal del pecado sabe sacar bienes.

En esta Iglesia de pecadores los santos son precisamente los que tienen una conciencia más aguda de su pecado y de su absoluta precariedad y de que su firme confianza en Dios y sus buenas obras son en el fondo la redundancia de esa solicitud sobreabundante de Dios sobre sus frágiles vidas. Claro que son quienes más se esfuerzan y bien saben cuánto les cuesta mantener su fidelidad; pero, en comparación de la largueza divina que experimentan, aciertan al confesar que es bien poco lo que hacen.

Son precisamente los santos quienes más ayudan a la Iglesia a no hipostasiarse, absolutizándose sutilmente en nombre del Señor a quien representan. Porque los eclesiásticos que se absolutizan son esos administradores de la viña que mataron al Hijo para disfrutar ellos de la herencia (Mc 12,7-8). Esta propensión siempre existe porque es duro representar al Señor y confesar públicamente que muchas veces no se cultivan sus actitudes ni se prosigue su misión con su mismo Espíritu. Si se cede a esta propensión se cae en la hipocresía que Jesús fustigó incesantemente en los líderes religiosos de su tiempo. Una Iglesia así deja de ser una Iglesia simbólica (que se lanza a reunir) y se convierte en diabólica, porque entonces separa a los hermanos en su interior, no convoca a la sociedad a la que pertenece a la solidaridad y tampoco une con Dios ya que Dios no quiere súbditos y eso es lo único que ella sabe producir.

Sin embargo, una Iglesia de pecadores que tiene conciencia de lo Santo que tiene entre manos y que a pesar de todo no renuncia al camino de la santidad, sí convoca. Esta Iglesia humilde se hace amable para quienes también experimentan en sí estas contradicciones. Esta Iglesia no se sitúa en frente de aquéllos a quienes es enviada como Maestra y Señora. Es por el contrario una Iglesia que marcha con la gente siguiendo a Jesús, detrás de él, como discípula, atraída por él y clamando por su venida. Esta Iglesia sí inspira y atrae, no a ella sino al Señor. Para esta Iglesia el pecado no es un obstáculo porque no lo oculta y de la victoria sobre él saca nuevos motivos de agradecimiento a su Señor; y porque, al dolerse íntimamente de él, sabe experimentar misericordia con los que también lo padecen, y por experiencia propia puede ayudarles con toda paciencia (la que tiene con sí propia) hacia su superación.

En esta Iglesia, insisto, los auténticos santos no se colocan arriba ni desprecian ni exigen con dureza. Por el contrario son los que se ponen abajo del todo porque son los que más conocen su debilidad y sus miserias, y porque también son los que más conocen las actitudes del Mesías Jesús, que no sólo se hizo uno de tantos sino precisamente el servidor, el sirviente (Lc 22,27; Jn 13,14), el Mesías Siervo que carga, confundido con los pecadores, con nuestras miserias.

Una Iglesia que se absolutiza, a veces por efecto de una reforma no espiritual sino disciplinar, acaba siendo una Iglesia que se asimila a las grandezas humanas. Sin caer en cuenta se avergüenza de su Señor crucificado, asimila la grandeza de Dios a las de este mundo proyectándolas al infinito; asimila la resurrección a la asunción, después de la humillación, del poder y de la gloria mundanas, y reivindica para sí esa misma gloria, no, insiste, en cuanto individuos particulares sino en cuanto representantes de la majestad divina.

Esa Iglesia no puede ser ya la Iglesia de los pobres; quizás por un tiempo los siga cultivando sinceramente, pero ya como a clientes, como a hijos a quienes se ama pero no se valora ni estima ni aprecia, y por eso es una solicitud que infantiliza a quien la acepta y aliena a quien la da. Una Iglesia así, más temprano que tarde se mundaniza, no ya sólo en el sentido de revestir institucionalmente la gloria mundana y aspirar al primer puesto en la sociedad como representantes del que no tiene par sino también en el de que se frivoliza y cae de tal manera en el pecado que se entrega verdaderamente a él.

No es por eso de admirar que la Iglesia de Bonifacio VIII diera paso a la humillación (y a la vez al fiscalismo) del cautiverio de Avignon con su secuela del cisma y la paganización del papado renacentista. No es tampoco de extrañar que el moralismo y autoritarismo represivos del postrento diera lugar al espantoso desierto teológico de los siglos subsiguientes, a la equiparación de la Iglesia con la institución eclesiástica y a su extrañamiento orgulloso respecto del mundo, falta de discernimiento y por eso incapaz de salvar.

Es muy sano para la Iglesia no mirarse al espejo con vanas complacencias sino dirigirse humildemente a su Señor, que es su gloria, desde su infinita distancia, confesada con gusto, y desde la misericordia del que la elige, siendo pecadora, la purifica sin cesar y la asocia a su misión "para que se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros" (2 Cor 4,7) y así "ningún mortal pueda gloriarse ante Dios" y "el que se gloríe, gloríese del Señor" (1 Cor 1,29.31).

Cuándo es la eclesiología simbólica y cuándo diabólica

Por eso es también diabólica una eclesiología que absolutiza a la institución eclesiástica como representante ipso facto de Dios en la tierra sacralizando la figura concreta de esa Iglesia y de sus personeros en una apoteosis que los coloca prácticamente en la esfera divina. Pero más diabólica es aún una eclesiología del misterio que habla de la Iglesia de un modo tan sublime que, o tiene que cerrar los ojos a la Iglesia que conoce para afirmar que ésa es la Iglesia de la que está hablando (y así recae en el discurso anterior), o al final de su discurso tiene que confesar que hablaba sólo de "lo que tendría que ser" la Iglesia. De este modo se practica una dicotomía entre una Iglesia completamente sumida en el misterio, que sería una Iglesia escondida, y la Iglesia visible que sería una decadencia de la verdadera o un proyecto de lo ideal. En el primer caso se diviniza lo humano por decreto, sin transformación interna. El misterio se mundaniza y al fin se cae en la opresión y en el escarnio. En el segundo caso la institución tiende a encubrir esa distancia infinita entre lo que es y lo que debe ser y así cae en la hipocresía; o bien, si conserva con lucidez la distancia, se descorazona.

Frente a este tipo de eclesiologías queremos afirmar sin ambages que Jesucristo ha querido una Iglesia de pecadores que no se resignan a su pecado sino que con humildad y cada día con más deseo se convierten de su poca fe, de su egoísmo y se entregan al Señor en sus hermanos. Una Iglesia que vive en un horizonte tan sublime que es el de la misma comunidad divina: El Padre la sostiene y ella trata de ponerse realmente en sus manos; el Hijo la atrae desde el Reino de Dios y ella trata de seguir sus huellas y clama por su venida; el Espíritu la anima desde más adentro que lo íntimo suyo y ella trata de obedecer a sus inspiraciones. Ella vive en ese horizonte y camina hacia él; pero aún aguarda la redención de su existencia, sabe que necesita ser sanada en aspectos bien decisivos y transformada, siente la tentación y una debilidad que nunca es dejada atrás y cae cien veces al día. Eso, a nivel de los individuos y a nivel del cuerpo social que constituyen y por tanto del modo como funcionan las instituciones y las estructuras.

No es la distancia entre un ideal o una entelequia y una realidad. Tan reales son el horizonte en el que se vive como la propia debilidad y pecado. No vamos en pos de un ideal tratando de acercarnos a él ya que es imposible realizarlo. Se trata, insistámoslo una vez más, de una alianza entre la comunidad divina y la comunidad humana. Por parte de ella ya está consumada: en cuanto de ella depende ya somos hijos del Padre y hermanos del Hijo y templos del Espíritu. Nosotros hemos dicho que sí, pero este sí humano debe convalidarse en cada coyuntura, porque el modo humano de ser es ser siendo. Nuestro sí no está consumado. Siempre está mezclado de reservas o a veces es un sí muy tibio. Pretende componerse con otros sís que nos dividen... Incluso es un sí que puede negar y hasta traicionar. Es un sí que está abierto, a veces por falta de libertad, a veces simplemente por nuestra condición de viandantes. Esta es la Iglesia de Jesucristo. El no se avergüenza de llamarnos hermanos (Hbr 2,11). Y nosotros no tenemos por qué encubrimos ante él, ni como individuos ni como cuerpo social.

En una sana eclesiología no puede confundirse el horizonte y los que vivimos como cuerpo social en él. Y la Iglesia no es el horizonte sino los que vivimos en él en cuanto vivimos y caminamos en él. La Esposa, en cuanto lo es, no busca confundirse con el Esposo ni pretende sustituirlo sino que con todas sus fuerzas trata de entregarse a él, de unirse a él, de ser trasformada por él y de contentarlo y servirlo. Para los Padres de la Iglesia esta Esposa es la Casta Meretrix. Tenemos que teorizar ambos elementos. Si en el tratado sólo incluimos la fidelidad ni hacemos justicia a la realidad ni ayudamos a las Iglesias concretas a reconocer su situación real (con sus tesoros y sus miserias) y a reformarse para afincarse en el horizonte de la alianza y caminar más desembarazadamente por él. Desde esta perspectiva no podemos escandalizarnos de los pecados de la Iglesia. Tenemos que contar con ellos y dolernos de ellos y tratar de superarlos. Pero teniendo presente que en esta historia nunca se superará la naturaleza pecadora, y que por eso será preciso volver a comenzar una y otra vez.

Creemos que esta postura nada tiene de resignada. Por el contrario, al contar con el pecado y la debilidad puede reconocerlos, analizarlos y luchar humildemente por superarlos. Eso sí, sabiendo que la superación nunca será completa y que incluso los bienes conseguidos darán lugar a otros males. Como estamos en el horizonte de la gracia: "vigilancia y calma" (Is 7,4), tolerándonos y animándonos como el Señor tiene paciencia con nosotros y no nos deja por imposibles sino que nos atrae con el poder de su amor victorioso.

SACRAMENTO COMO SEÑAL: LOS DOS MODOS DE SER SEÑAL

Una Iglesia así es sacramento de salvación, en la acepción de la teología sacramentaria, es decir, "señal e instrumento" (LG 1; GS 42) del misterio de Dios que se revela en Jesús y se comunica en su Espíritu. En esta acepción se subraya a la vez la distinción entre la Iglesia y el Reino (la Iglesia no es divina, no es la prolongación de la encarnación de Jesús; no se la puede, por tanto, hipostasiar) y la unión entre ambos (la pertenencia de la Iglesia al Reino, su ordenación a él; no se la puede por tanto separar del misterio de Dios). ¿Y en qué consiste la unión? Precisamente en la condición de señal e instrumento. Señala el misterio del Reino que hizo presente Jesús de dos maneras: mediante los santos que al aceptar el reinado de Dios en su corazón se convierten en sus testigos, y mediante la historia viva de Jesús patente en el grupo de sus discípulos, en la Palabra que como testimonio de fe la perpetúa y en la Cena que por mandato del Señor celebra para conmemorar y así hacer presente su alianza.

Hay que recalcar que estos dos modos de ser señal la Iglesia están íntimamente remitidos. En efecto, una Iglesia sin caridad (es decir sin santidad: sin dar la vida por los hermanos más pequeños y para convertir a los pecadores) no celebra la Cena del Señor, la Palabra está cerrada para ella y los discípulos no se reúnen en su nombre. Pero a su vez la caridad se alimenta en la convocación fraterna, en la Palabra que desenmascara, ilumina, atrae y alimenta, y en el banquete pascual de su amor. Es cierto que la señal más palpable del Reino, porque es la más interna a él, porque pertenece de un modo propio al misterio de Dios, es el amor (1Jn 4,8) que es la actuación propia de la fe (Gal 5,6). La fe que se expresa en el amor es una señal tan propia del Reino que es la actuación de la vida eterna en la historia. Vivir en el amor es así anticipar el Reino. Aunque es la sustancia del Reino, de todos modos no es el mismo Reino sino su sacramento porque se desarrolla en la ambigüedad insuperable de la historia, incluso frente al pecado del mundo que lo contradice y pretende apagarlo. Y además porque, mientras peregrina en este mundo la caridad no define a nadie, hasta que muera la persona está abierta y puede decaer de su fervor, incluso negar al amor. Sólo la muerte define a la persona. Pero de todos modos el amor es señal inequívoca del Reino. No reconocerlo así, es pecar contra el Espíritu Santo, ceguera culpable que no tiene cura (Mc 3,28-30).

El otro modo que tiene la Iglesia de ser señal sí admite la ambigüedad porque en su formalidad no es escatológico: es obvio que en la vida eterna no habrá eucaristías ni templo ni sacerdotes ni institución eclesiástica ni religiosas o religiosos ni comunidades cristianas reunidas como tales ni tampoco se anunciará allí ya la Palabra evangélica. Sin embargo todas estas realidades, aunque no sean escatológicas, sí prefiguran la vida eterna en cuanto que ella no es otra cosa que el mundo fraterno de los hijos de Dios: todos seremos, pues, comunidad cristiana en cuanto hermanos en Jesucristo; todos celebraremos allí la pascua eterna participando realmente del banquete de bodas de su Hijo, de la fiesta, del gozo de nuestro Señor; todos seremos realmente oyentes de la Palabra, que no será ya un conjunto de escritos sino el propio Jesús resucitado.

La señal del amor: solidaridad, comunión, perdón

Así pues la señal más propia que tiene la Iglesia es la señal del amor, que es el mandamiento y testamento de su Señor (Jn 13,34-35) y a la vez participación real de su Espíritu. El amor se expresa en tres direcciones fundamentales: Ante todo como amor misericordioso con los pobres, los más pequeños, los necesitados, los excluidos. Esta es la actitud más honda de Jesús y por tanto eso es amar como él amó. La misericordia que se expresa en solidaridad es la señal más inequívoca de que prosigue la historia de Jesús, se revela Dios y la creación se recompone y llega a su plenitud. La segunda dirección es el amor de comunión entre los condiscípulos. La realización de este amor hace de la Iglesia embrión y anticipación del Reino en cuanto que él es formalmente la fraternidad de los hijos de Dios. La tercera dirección del amor cristiano es la del amor que perdona y rehabilita a los pecadores y que se extiende hasta los enemigos. Este amor revela la presencia del Padre del cielo que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda su lluvia sobre justos y pecadores, y la trascendencia del Espíritu que recrea el corazón y, no contento con limpiarlo, lo renueva con espíritu generoso.

Estas tres direcciones del amor cristiano están mutuamente referidas: en efecto la comunión se hace entre pecadores y es posible porque no se encierran en su pecado y así perdonan y piden perdón incesantemente. A su vez la solidaridad es necesaria porque previamente se ha dado una falta de comunión con los que no tienen cómo tener o una positiva opresión y exclusión. Por eso la solidaridad no se ejercita como pura generosidad sino como reconocimiento del pecado-del-mundo y como salida de él, es decir como petición de perdón y expresión de conversión, y esto vale también para los pobres respecto de los pobres. Más aún, la finalidad de la solidaridad no es sólo la vida material de los pobres sino la comunión con ellos y la de ellos con nosotros. No merecería el nombre de solidaridad la que se expresa sólo en magnitudes objetivas y no en una oferta sincera de comunión. A su vez los pobres tienen que ser internamente renovados para no verse a sí mismos como puros objetos de lástima que acumulan envidia y resentimiento sino como verdaderos sujetos llamados a enriquecer a otros desde su pobreza.

Ya hemos insistido en que no es cristiana la comunión que no incluya en el centro a los pobres. Tampoco es cristiana la solidaridad que no se encamine a la comunión. Y la solidaridad y la comunión son sectarias si no abarcan a los pecadores como perdón y propuesta sincera de conversión, incluso a los enemigos, a los opresores y a los que excluyen sistemáticamente o a los que se dejan configurar por mecanismos elitistas que llevan en su lógica la exclusión.

Es preciso recalcar que una Iglesia es señal del misterio salvador de Dios, ante todo, por la expresión concreta de esa fe (ese estar confiadamente en manos de Dios) que se expresa como amor. "Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica " (GS 42), es decir a la consecución de la vida en todas sus dimensiones, dice el Concilio después de haber recordado que la Iglesia es "en Cristo como sacramento o señal e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (id). O un poco más adelante: "Todo el bien que el pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es ’sacramento universal de salvación’, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45). En ese mismo sentido expresó Pablo VI en el discurso de clausura del Concilio, que lo sintetizaba y justificaba ante los detractores, que la religión del Concilio es la caridad (no. 7).

Una Iglesia establecida no puede amar de ese modo

Una Iglesia establecida puede ser observante y munificente, pero no puede amar de este modo. Es por eso una Iglesia carente de este signo capital, y así una Iglesia in-significante; y, a los ojos de Dios, una Iglesia insignificante, a pesar de su posible prestigio y esplendor. No es raro que degenere en una Iglesia que quita del medio a los profetas (Lc 13,34) porque está confinada en la normalidad y para seguir en ella con "buena conciencia", porque piensa que el acontecimiento atenta contra el establecimiento. Tiene que eliminar la trascendencia para que no se note que su religión está vacía. No tiene en sí el amor de Dios, elimina a la voz que la puede salvar y aún piensa que "no nos faltará la instrucción del sacerdote, el consejo del docto y el oráculo del profeta" (Jr 18,18), todos dentro del orden: funcionarios.

Una Iglesia establecida no puede amar: Al amoldarse estructuralmente al orden establecido, absolutiza la institución y relega al resto del pueblo de Dios a la condición de receptores de sus servicios y de súbditos de sus dictados con lo que destruye la comunión, el conllevarse en la fe, en el amor fraterno y en la vida cristiana que constituye a la Iglesia en un cuerpo social, el cuerpo de Jesucristo. Al relacionarse con los pobres desde el horizonte de la globalidad tal como está estructurada, al que pertenece y que representa, no puede solidarizarse con ellos ya que ellos no tienen lugar en la estructuración social vigente. Sí pueden servir de intermediarios a los de arriba para paliar los efectos más extremos de las medidas de ajuste y reestructuración, y de este modo mantener el control social y evitar alteraciones sociales. Desde esa ubicación institucional no pueden ver que los de abajo (las grandes mayorías) son los sacrificados para que sea posible el tipo de orden que se instaura. Al relacionares con los líderes económicos, políticos e ideológicos como parte del bloque de poder no pueden percibir el pecado-del-mundo, el pecado estructural. Como ellos forman parte de la figura histórica vigente, no pueden calificarla como situación de pecado.

No pueden, pues, tampoco amar a los pecadores tanto que les abran los ojos para que se conviertan y vivan, proponiéndoles como evangelio una alternativa superadora. En vez de descubrirles su pecado y llamarlos con verdadera misericordia y urgencia a la conversión, les reafirman en su pecado, al participar de él no reconociéndolo como pecado, y fustigar tan sólo los abusos, la manida corrupción (que además sólo se denuncia genéricamente porque no se quiere malquistar con ningún sector importante), convalidando así los usos.

La significatividad de lo que constituye a la Iglesia y la significatividad de cada Iglesia

Es verdad que la Iglesia es ante todo signo por la fe que se expresa en el amor. Es verdad que todo lo demás que hay en la Iglesia es relativo, en el doble sentido de que debe estar referido a ello y de que puede no estarlo. Es verdad que por eso hay que discernir constantemente lo que se hace para ver si de verdad conduce a alimentar la fe y el amor. Pero también hay que insistir en que, hecho sinceramente (no de modo establecido, profesional sino abierto) sí conduce a ello y es por tanto fecundo.

Naturalmente que todo lo que forma parte constitutiva de la Iglesia (en cuanto que se remonta a la comunidad de Jesús o en cuanto ha sido instituido con el concurso del Espíritu para que en circunstancias distintas siga siendo la comunidad de Jesús y para proseguir su misión) tiene que tener existencia histórica en cada Iglesia. Y tiene que existir de un modo significativo para que la Iglesia realice en esa situación su condición de sacramento. Esa es una de las funciones del Espíritu en la Iglesia: asegurar a la vez la fidelidad al Señor y la significatividad para la sociedad y cultura a la que pertenece esa Iglesia.

Pero, como hemos insistido, esta asistencia no consiste en un acto de magia ni en que el Espíritu nos use como instrumentos, independientemente de nuestro querer y sentir, de nuestros planes y decisiones, para llevar a cabo sus designios. No es así el obrar del Espíritu. El ciertamente sólo obra a través de nosotros, pero no usándonos sino activando nuestras mejores energías y trascendiéndolas desde dentro. Es un obrar, pues, que exige nuestro concurso personal. De ahí que una Iglesia puede ser más fiel y creativa que otra y aun puede perder casi completamente la significatividad para esa sociedad. A veces la causa puede radicar en que la sociedad se cierre al Evangelio; pero no raramente sucederá que sea esa Iglesia particular la que dejó de escuchar al Espíritu y decayó de su amor y fidelidad.

De todos modos, como existe la historia (como cambian en una misma sociedad las culturas y de una sociedad a otra y de un tiempo a otro), la significatividad de la Iglesia debe ir rehaciéndose constantemente. No puede guardarse decretándose la inamovilidad de lo que en una circunstancia pareció congruente. Debe por el contrario ponerse a producir, verificarse y así arriesgarse y rehacerse. Se puede garantizar que una Iglesia que por miedo a deformar lo recibido lo conserva arqueológicamente es una Iglesia sin amor ni creatividad, una Iglesia infiel.

Si la comunidad cristiana pone a funcionar lo recibido, lo incorpora a sí y trata de vivirlo a fondo de manera que ello sea camino de filiación y fraternidad, en Cristo Jesús, se encontrará con que ciertos aspectos cobran relieve especial porque esa Iglesia particular tiene una especial sensibilidad hacia ellos y porque halla que la conducen al fin que pretende. Esos son los dones de esa Iglesia. Actuándolos se le muestra su Señor y ellos se sienten edificados y obtienen fecundidad histórica. Naturalmente que no deben descuidar lo demás y que deben vigilar, tanto para no dejarse llevar por un fervor indiscreto como para abrirse a nuevos retos y llamados (que son nuevos dones); pero, si no deben omitir la integralidad y la apertura, deben afincarse con toda el alma en los caminos concretos por los que el Espíritu los lleva para que den completamente de sí y no se frustre su gracia.

Más aún, a nivel más general también podemos decir que en cada época la Iglesia, como todo o por lo menos una parte significativa de ella, actúa algún elemento particular de su estructura que se le presenta como nuevo, de tan nítido y lleno de fuerza suscitadora.

2 CÓMO ES SIGNO LA IGLESIA DEL VATICANO II

COMO PUEBLO DE DIOS

Como Pueblo de Dios que toma cuerpo al llevarse mutuamente los cristianos

En el Concilio uno de esos elementos altamente significativos y motivadores fue el de Pueblo de Dios. Este símbolo como caracterizador epocal de la Iglesia fue introducido para sustituir al de Sociedad Perfecta. Al verse a sí misma la Iglesia como Sociedad Perfecta, en la práctica la Iglesia se equiparó a la institución eclesiástica y quedó prácticamente fuera la masa de los cristianos que no pertenecía a ella. Se llegó a decir que ellos sólo tenían el derecho de ser guiados por sus pastores. Así aparecía un cuerpo altamente organizado, diferenciado y jerarquizado, y una masa inorgánica de individuos que se acuerpaba alrededor de los pastores.

Precisamente cuando se intentó dar participación a los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia es cuando (tras una primera eclosión) más claro se vio que el esquema no daba de sí, no ofrecía cauces de participación: los seglares eran unos cristianos de segunda que no tenían personería propia y que así, faltos de genuinidad, no podían tener verdadera garra y trascendencia en su cometido. La práctica mostró que la teoría estaba mal planteada, que la estructuración vigente era un verdadero obstáculo para la significatividad de la Iglesia.

Así pues el símbolo de pueblo buscaba dar cabida a la participación; y para lograrlo se remontaba, más allá de la institución, a la condición primordial de cristiano, anterior a la división de funciones y más profunda y complexiva que ella. Estableció que cada cristiano es ante todo y sobre todo un miembro del pueblo de Dios y esta condición nos iguala, no por abajo en una masa amorfa, en una unidad vacía de cualificaciones sino que nos iguala en lo más importante, en lo único decisivo y sobre todo definitivo que como tesoro posee la Iglesia: la igualdad de hijos en el Hijo y de hermanos en el Hermano, la de templos del Espíritu. Y más específicamente (puesto que este tesoro lo poseen también muchos "de oriente y occidente" que no han sido expresamente convocados en este pueblo) todos compartimos la condición de pueblo a quien se ha revelado este misterio de filiación-fraternidad que nos desborda y que hemos sido consagrados por la comunidad divina para actuarlo y convocarlo. Y por tanto todos compartimos la condición de discípulos del único Maestro y de enviados del único Señor.

La noción conciliar de Pueblo de Dios va encaminada a expresar que en la Iglesia todos somos miembros activos porque todos hemos sido llamados a actuar una gracia y a realizar una misión. Pero no sólo eso, porque si no la Iglesia sería la yuxtaposición de muchísimos organismos vivos y activos cada uno y que se intercambiarían desde su individualidad. En la Iglesia cada uno está llamado a la fraternidad; la vocación es una convocación. Por eso estos seres activos constituyen un pueblo, tanto el que forma cada Iglesia particular como el que componemos todos los cristianos.

Esto, antes todavía que funciones y estructuras, nos habla de un movimiento de respectividad: hay Iglesia cuando nos llevamos mutuamente en la fe, en el amor fraterno y en la vida cristiana. Gracias a esta reciprocidad los individuos se hacen personas: es esa relación primordial (y escatológica) de fraternidad la que nos constituye en personas. Esta respectividad se alimenta de los dones que cada quien recibe para provecho de los demás. Y así la respectividad se enriquece sin cesar y se torna cualitativa y pluridimensional.

Los oficios y ministerios en la Iglesia están para estimular y coordinar esta circulación, esta reciprocidad de dones. Y también para supervisarla y ayudar a que se discierna y relanzarla sobre la sociedad a la que pertenecen. También para procesar los conflictos, puesto que somos una Iglesia de pecadores.

Así pues al pensar en la Iglesia desde esta categoría de pueblo no debemos pensar ante todo en jerarcas, en religiosas y religiosos y en seglares. La noción de pueblo de Dios nos remite al ser primordial y común de cristianos. Y nos advierte que no podemos vivir con fidelidad y creatividad esa pluralidad de funciones hasta que no nos afinquemos todos en nuestra condición de cristianos dándole atención y espacio, cultivándola con esmero, sabiendo que en ella estriba nuestra dignidad y nuestra salvación.

El binomio pueblo de Dios - jerarquía, trasunto del patriarcalismo

Para el Concilio estaba claro que el redescubrimiento del concepto bíblico y patrístico de pueblo de Dios y su actualización en nuestra Iglesia fue propiciado por el movimiento moderno hacia la plena participación ciudadana, interpretado como signo de los tiempos (GS 4), es decir como llamado de Dios a su Iglesia para que discierna qué le quiere dar a entender en ese empeño de la colectividad humana por tomar la vida en sus manos responsabilizándose cada vez más pormenorizadamente del destino cada vez más compartido. Esa manera adulta de organizarse los pueblos fue interpretada como un desafío, porque a su luz la estructuración preconciliar se le aparecía no como un signo de trascendencia sino como un rezago del patriarcalismo absolutista de los regímenes de antaño, superados, a impulsos del Espíritu, por las democracias modernas, que todavía luchan por corregir privilegios indebidos y presiones que deforman la participación, pero que sin embargo han avanzado sustancialmente respecto de las figuras anteriores.

En la estructura eclesiástica preconciliar pueblo de Dios evocaba a las masas que acudían al templo en las fiestas y respondían con entusiasmo a la convocación de sus líderes en las grandes concentraciones, o simplemente a la gente que iba a la iglesia y que seguía más o menos las directrices de los pastores como fieles cristianos, como pueblo fiel.

Era, obviamente, el trasunto eclesiástico del pueblo de los regímenes patriarcales, cuya única iniciativa era el mayor o menor entusiasmo o la resistencia pasiva, que podía incluso estallar a veces en indignación colectiva. Esta asimilación en el concepto de pueblo llegó a su paroxismo en tiempo de los nacionalismos absolutistas en los que la condición de cristiano se equiparaba a la de miembro de esa nación, y el concepto de pueblo, privado de toda iniciativa, perdía su última libertad aplicado al cristianismo ya que era imperativo seguir la religión del gobernante.

Esta unanimidad cristiana fue desapareciendo paulatinamente; pero aún sobrevivió hasta la época del Concilio como ideal añorado y hoy vuelve a reponerse de modo más diluido. No pocos miembros de la institución eclesiástica al pensar en Pueblo de Dios piensan en un masa desvalida, constitutivamente débil en la fe, que debe ser guiada paternalmente desde arriba por los fuertes y doctos. Es más, se sigue sosteniendo en principio y sobre todo manteniendo en la práctica, que la Iglesia debe estructurarse de modo que quepan los más posibles, a base de exigencias mínimas, es decir masivas, y luego de estímulos para los que quieran señalarse más.

Este imaginario de pueblo es opuesto al que dibujó el Vaticano II y que hemos tratado de esbozar y que tiene por objetivo reincorporar a la institución eclesiástica al cuerpo total de los cristianos, cosa que no es posible si este cuerpo no es vivo, activo, cualitativo. Nosotros hemos insistido en que lo es de tal modo que es lo único escatológico que tiene la Iglesia, ya que es palpable que en la vida eterna no existirá la institución eclesiástica ni tendrán sentido la condición sacerdotal o la vida religiosa.

La Iglesia Pueblo de Dios, signo de los tiempos en la época de la mundialización

El concepto conciliar de Pueblo de Dios es altamente significativo en la nueva figura histórica que se esboza con los rasgos de aldea global por la conexión comunicativa, de mercado mundial y por tanto de empresas que deben competir en un ámbito mundial y de grandes grupos trasnacionalizados que están copando efectivamente los mercados más dinámicos, de grandes potencias interconectadas y de organismos multinacionales que hasta hoy están mediatizados por las grandes potencias y no logran expresar el concierto polifónico de las diversas naciones y pueblos. "La Iglesia reconoce cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica" (GS 42). Pero no puede estar de acuerdo con un modelo de unificación que con prepotente arrogancia obliga a todos a abrirse a su afán expansionista y a aceptar sus reglas de juego y así acaba con los dinamismos locales y extiende sus tentáculos por todo el mundo sin que los Estados puedan oponerse a su acción, más bien los avasalla para lograr protección y seguridad jurídica y así continúa acumulando incesantemente con el resultado patente de una polarización mundial, desconocida por la humanidad en esta medida. La Iglesia no puede aceptar la paradoja de una humanidad unificada económicamente y presente a sí misma por la red comunicacional, y sin embargo escindida entre los que están dentro y la multitud mayoritaria de los excluidos, cada vez más descolgados del dinamismo del sistema, con el agravante de que ese abismo no sólo se da entre los países desarrollados y los que están en una desventaja insalvable que se ahonda cada día, sino que la sima se abre más y más dentro de cada país, incluso de los más ricos.

La Iglesia está tentada fuertemente por los que usufructúan esta figura histórica y por sus ideólogos a que se monte en ella como organismo multinacional que es; más aún se la solicita y estimula para que asuma la figura del conglomerado transnacional con unidad de acción y decisión y multitud de filiales con una relativa autonomía en la ejecución de las políticas diseñadas por la matriz, pero completamente dependientes de ella. Esta tentación encuentra poderosos aliados en el seno de la propia Iglesia. Si la Iglesia cae en esta trampa, deja de ser sacramento de salvación. La adaptación la priva completamente de significatividad. Más aún, al asumir la figura histórica establecida, al mundanizarse (en el sentido del corpus joánico), sacraliza el orden establecido, lo convalida de parte de Dios. Una Iglesia así es una Iglesia diabólica porque al bendecir la situación o al menos resignarse a ella priva de esperanza a las víctimas, desechando el Evangelio que tiene por destinatario privilegiado precisamente a los excluidos; y además al avergonzarse de la cruz de Cristo y adaptarse al esquema de los vencedores y participar de sus beneficios se incapacita para convertirlos e impide que reconozcan su pecado.

Así pues, si para llegar a plantearse la figura de Pueblo de Dios para su organización interna la Iglesia encuentra un estímulo necesario en las energías más genuinas de planetarización democrática y participativa, así también encuentra una tentación bien insidiosa en el modo como hasta hoy cristalizaron al menos parte de esas energías. El símbolo de Pueblo de Dios debería servirnos para no caer en esa adaptación que nos vacía, ya que él incluye el reconocimiento práctico de los otros como otros y la respectividad simbiótica y personalizadora con ellos.

La Iglesia Pueblo de Dios, alternativa superadora a la propuesta vigente

La noción de pueblo de Dios, asimilada y llevada a la práctica, impide colocar el intercambio de bienes y servicios que mira al provecho del propio sujeto como principio regulador universal, ya que está montada sobre la reciprocidad de dones como estructura englobante que puede incluir al mercado, pero en un papel subordinado. Más aún puede servir de correctivo para impedir que se consoliden sus tendencias más perversas (monopolios, exacerbación de deseos deshumanizadores postergando necesidades humanas, debilitamiento de la condición de sujeto de la persona para moldearla a las ofertas...) y para que den de sí sus características más dinámicas (estímulo a la competencia, a la creatividad, al intercambio simbiótico de la gama más variada de productos...).

Pero sobre todo la noción de Pueblo de Dios como signo de los tiempos (en el sentido estricto de signo de la presencia y de los planes de Dios: GS 11) dice al mundo que una unidad tan estrecha como la que se está fraguando producirá necesariamente una tremenda violencia, un tremendo egoísmo y endurecimiento y en definitiva una tremenda deshumanización, si no va acompañada por unas energías internas, incluso trascendentes de unificación. La Iglesia, como sacramento de unión, "enseña así al mundo que la genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus y de los corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo" (GS 42). Por eso congruentemente insiste el Concilio en que el Espíritu en la Pascua está derramado sobre toda la humanidad, es decir que sí existe este amor de Dios derramado en nuestros corazones que nos capacita para entrelazarnos a nivel económico, al de los medios masivos y a nivel político sin avasallarnos, dominarnos, desconocernos personalmente, en suma sin deshumanizarnos. De este Espíritu es signo la Iglesia.

Pero, ya lo hemos dicho, lo es en los planes de Dios, lo es como don y tarea encomendados. No lo es por hipótesis, doctrinariamente. Lo es, si lo es. Aunque Dios quiere que lo sea y esperamos que vencerá de nuestro pecado y nuestra mundanización para que historicemos nuestra condición de sacramento.

¿Qué implica esto en la práctica para cada Iglesia y para toda la Iglesia como tal? Hemos anotado que el movimiento democratizador hasta ahora está en parte coaptado por los mecanismos de poder y manipulación que mediatizan al ciudadano, que desaniman su participación, que no raramente le presentan para que elija un abanico de opciones todas ellas alicortas cuando no viciadas de raíz, que apenas presentan canales para que los elegidos sean responsables ante los electores...Una democracia de individuos sueltos a los que se cultiva su egoísmo y sus prejuicios corporativos para que sean una masa manipulable por los verdaderos sujetos de esta figura histórica. A pesar de este panorama tan sombrío en las democracias que aparecen como más desarrolladas, se da también contradictoria o complementariamente un avance en el reconocimiento positivo del otro (no sólo del otro asociado sino del otro como persona humana) y consiguientemente de sus derechos (no sólo de los derechos de los asociados llamados con frecuencia abusivamente derechos humanos), un movimiento hacia la participación responsable y hacia la solidaridad estructural, es decir que exige sacrificios propios y transformaciones profundas en la figura histórica actual. Pues bien, en esta situación la Iglesia es significativa, es decir es sacramento, cuando en su interior realiza este símbolo de pueblo de Dios o por lo menos se esfuerza con toda seriedad en caminar en esa dirección.

Iglesia local e Iglesia universal: bidireccionalidad del flujo comunicativo

No vamos a repetir lo que esto significa, pero sí recalcaremos dos aspectos: 1) A nivel de la Iglesia local y de la comunidad concreta a la que pertenecemos (parroquial, de base, de vida cristiana...) es imprescindible que haya expresiones densas en las que reluzca ante todo la condición común de cristianos; más aún es necesario que en todas las manifestaciones eclesiales quienes participen lo hagan como miembros activos. Hay que acabar con la división entre la institución eclesiástica que presta servicios religiosos (o de otro tipo) y la masa que los recibe. Para eso hay que avanzar en dos direcciones complementarias: la institución eclesiástica tiene que reinsertarse en el pueblo de Dios (llevar y ser llevado) y desde esa fraternidad radical tiene que dar lugar al resto del pueblo de Dios; y por otra parte los seglares tienen que asumir su condición de sujetos activos con las responsabilidades consiguientes.

Una comunidad activa, participativa, corresponsable, una comunidad que aprende a procesar sus conflictos y que se deja interrogar en orden a corregir lo defectuoso, a dar más de sí y a trascender tanto hacia el Dios siempre mayor como hacia los hermanos que la necesitan es un cuerpo social sano, un organismo vivo y vivificador, y de ese modo un estímulo a otros cuerpos sociales y a la sociedad en la que esa Iglesia vive como cuerpo social global. Este es un modo fundamental de historizar la sacramentalidad de la Iglesia conforme al espíritu del Vaticano II. No en balde él ha redescubierto la relevancia teológica y soteriológica de la Iglesia local. A ese nivel es ante todo sacramento el pueblo de Dios, si vive como tal.

2) El segundo aspecto tiene que ver con la configuración mundial de la Iglesia. En primer lugar hay que afirmar el hecho: en una historia por primera vez universal, la Iglesia también debe serlo. Es no sólo un requerimiento de los tiempos que debemos discernir (GS 4) sino más concretamente un llamado del propio Dios a través de estos estímulos históricos (GS 11). Si un tema muy relevante y característico del Vaticano II fue el de las Iglesias locales, el hecho mismo del Concilio y el modo como aconteció fue una manifestación excepcionalísima de la índole universal de la Iglesia y del modo concreto como debe expresarse.

Hay que reconocer que lo más fácil para la Iglesia, tanto por dinámica interna como por contagio social, es universalizarse al modo de las empresas transnacionales. Es más, tenemos que reconocer que ésa es la impresión que da. Pero si este talante se consolida en la práctica y se convalida en la teoría la Iglesia no sólo dejaría de ser sacramento de la unión del género humano sino que se convertiría en un escándalo, es decir en un impedimento serio para caminar en esa dirección y por eso en desestímulo y desorientación para los que sienten en sí este impulso.

La configuración de la Iglesia como una casa matriz que diseña políticas, propone materiales, nombra a los directores de cada sucursal y evalúa centralizadamente todo el desempeño, imposibilita que la Iglesia se realice como pueblo de Dios. En efecto, si en la Iglesia predomina la dinámica descendente, disminuirá drásticamente la interacción mutua horizontal que constituye primariamente al pueblo de Dios. Además este predominio autoritario del flujo descendente tiende a provocar como reacción la resistencia pasiva o incluso activa de las Iglesias locales, que se traduce en encerramiento en sí mismas, en autoafirmación, con la consiguiente disgregación. A su vez esta propensión tiende a acentuar en el centro las tendencias dirigistas para contrarrestar esos gérmenes de disolución, con lo que al cabo se produce una polarización esterilizante.

Frente a esta doble negación de la catolicidad, es necesario restablecer la bidireccionalidad del flujo comunicativo y su carácter eminentemente horizontal y fraterno. En la Iglesia nadie representa al Padre (tampoco en la sociedad), por tanto todos somos hermanos. Quienes recibieron el ministerio apostólico participan de la servicialidad de Jesucristo que no sólo es fraterna sino expresamente desde abajo (Lc 22,27). Queda excluida en la Iglesia toda actitud de dominio y de sumisión; la que exista no viene de Dios, es pecado con el que debemos contar y cargar, pero al que no podemos tampoco resignarnos.

Este flujo bidireccional se afinca ante todo en la común condición de cristianos que exige el conllevarnos; pero también se basa en la diferencia de dones. Ya insistimos en que cada Iglesia local tiene los suyos. Pero también tiene dones propios el que ha recibido el oficio de confirmar en la fe y mantener la comunión entre las Iglesias. Es claro que el actual Papa ha ejercido este oficio profético en condiciones bastante ingratas por la incomprensión de no pocas Iglesias, por el boicot de los medios de información y por la no aceptación de sus propios colaboradores. El reponer el tema de Dios y la religación a él y a su voluntad como fuente primaria de humanización; la insistencia a tiempo y a destiempo en el evangelio de la vida; y la crítica a fondo a este modelo económico y la necesidad de transformarlo superadoramente para que no se siga ahondando la brecha entre ricos y pobres y la humanidad colabore y se unifique también en este nivel primario, son expresiones de su oficio de confirmar la fe, altamente significativas, es decir adecuadas a esta situación desde el designio de Dios, pero que o han sido deformadas sistemáticamente o se han estrellado contra un muro de silencio. Me parece que son expresiones sobresalientes del flujo del centro a la periferia, según los planes de Dios.

Creo que este magisterio no ha sido aceptado en la Iglesia por nuestro pecado. Y sería bueno que así se reconociera. Pero tras este reconocimiento humilde, también tendríamos que apuntar que la resistencia a la conversión se reforzó en no pocos casos por la impresión de que en Roma no se atiende al flujo de las Iglesias hacia ella ni se propicia (por el contrario, parece temerse) el flujo fraterno entre ellas. Para empezar, es tal la masa de propuestas y documentos que edita el Papa y los órganos vaticanos que procesarlos y darles curso impide la vida propia de las Iglesias, y esa vida nacida de ellas es algo absolutamente querido por Dios. En segundo lugar muchos de ellos ganarían bastante en calidad y en aceptación, si fueran fruto de esfuerzos conjuntos, no meramente de consultas sino de una auténtica corresponsabilidad. Este concepto debería dar la pauta en todas las relaciones, incluyendo los nombramientos, tanto los locales como muchos de la propia curia vaticana.

A este nivel falta bastante para que la práctica de la Iglesia tenga tanta significatividad que estimule las mejores energías de la humanidad para dotarse de organismos que verdaderamente la representen y dinamicen el movimiento hacia la unión dotándolo de una dirección no polarizadora (diabólica) sino humanizadora y fraterna.

Resumimos este punto de la sacramentalidad de la Iglesia como pueblo de Dios, germen de unidad para el género humano, con esta cita del Concilio: "Dios convocó y constituyó a la Iglesia, que es la congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y la paz, para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno" (LG 9).

COMO COMUNIDAD DE DISCÍPULOS QUE SE COLOCA BAJO EL SEÑORÍO DE LA PALABRA DE DIOS

Dificultad histórica para que la Iglesia se configure como oyente de la Palabra

Otra novedad, altamente significativa, del Concilio fue colocar a la Iglesia bajo el señorío de la Palabra de Dios. Claro está que en principio siempre lo ha estado; pero a la larga el antiprotestantismo del postrento alejó a la Iglesia Católica de la fuente de la revelación sustituyéndola por repertorios de segunda mano (catecismos oficiales, escritos de teólogos tenidos casi como canónicos, documentos oficiales, incluso el código de derecho canónico) que no podían contenerla. El resultado fue una doctrina y una piedad cada vez menos sólidas y cada vez más absolutizadas; y una frondosidad reiterativa y poco trascendente en el intento vano de paliar esta ausencia.

No es que la Palabra de Dios estuviera ausente del todo: los teólogos, la liturgia y los libros de devoción la seguían usando; pero no ya como fuente sino para probar tesis establecidas al margen de ella o como repertorio de ejemplos edificantes. La liturgia la incluía en una lengua desconocida por casi todo el pueblo de Dios y los sermones ordinariamente no se basaban en ella. Al no ser fuente, al ser usada como repertorio, se utilizó fragmentariamente. El resultado fue un alejamiento progresivo y con él un oscurecimiento del misterio cristiano que se deformó como verdades incomprensibles para la razón, como cosas arcanas o como lo que acaecía en el ámbito sagrado (en el sentido de separado de la vida) de la liturgia. Los teólogos, justamente temerosos de las censuras eclesiásticas (que llevaban a la cárcel o incluso a la muerte), dejaron de investigar las Escrituras y luego ya se acostumbraron a no hacerlo contentándose con el uso de la escuela, absolutamente descontextuado y por tanto ciego. Al pueblo cristiano se le vedó el acceso directo a la Escritura, teniéndose que contentar con lo que les vertían de la liturgia o con las frases que salían en los libros de devoción. Los sacerdotes, al no predicar al pueblo las Escrituras, las fueron olvidando ellos mismos.

La consecuencia de este olvido práctico fue la falta de correctivo interno y por tanto la absolutización de las estructuras, de los modos concretos de hacer y al fin hasta de los detalles. La Iglesia se deshistoriza, se vuelve arcaica, se rutiniza. Y el pueblo, falto de alimento sólido, languidece. El siglo XIX fue un siglo de gran fervor carismático. Pero, al no poder ser fecundado por la Palabra, el Espíritu tuvo que limitarse a desaguar en obras saludables que, si bien mostraban que la Iglesia aún estaba viva y que la caridad operante seguía salvando lo que el mundo daba por perdido, se mostró incapaz de renovar la faz de la Iglesia.

Es cierto que se salvó la unidad en la Iglesia católica, pero con un precio demasiado alto de absolutización y vaciamiento de la institución, de arcaísmos a veces ridículos y de infantilización (personal y ambiental) al tener que sacrificar indebidamente el uso de la razón. La falta de la Palabra (que como señora lee a las personas, a las comunidades y a las instituciones relativizándolas y posibilitando así su constante conversión y su salvación) no se podía paliar de ningún otro modo.

A pesar de este ambiente, el instinto de fe del pueblo de Dios lo llevó a retener como perlas valiosísimas frases y pasajes de la Escritura, sobre todo de los Evangelios. También los santos bebieron como pudieron de esta fuente sellada. Son ilustrativos a este respecto los escritos de las dos Teresas, tan henchidos de citas, bien enjundiosas, de las Escrituras. Y la de Avila, requerida por la autoridad sobre la fuente de donde las sacaba, alegó que lo hacía de la liturgia, aunque se ha podido probar que muchas citas no estaban ni en los misales ni en los libros de horas. De un modo u otro la Palabra alimentó siempre en la Iglesia a los que acudían a ella como el ciervo a las fuentes de agua viva.

Conforme avanzaba el siglo XX, temerosamente se venía abriendo camino por un lado la exégesis bíblica y por otro los cursos de conocimiento bíblico para miembros de la institución y fieles ilustrados. Gracias a Dios los protestantes, habían seguido leyendo y estudiando la Biblia y, aun en medio de las arbitrariedades del libre examen, la luz se había ido decantando. Y así estos católicos pudieron beber de los estudios más depurados y empezaron a ponerse a la altura de la ciencia exegética y de la teología bíblica. Al empezar el Concilio esto era aún muy incipiente; pero, aunado a la inmensa necesidad sentida, fue bastante para que el Concilio lo asumiera, lo alentara y le diera carta de ciudadanía, canalizándolo para que el esfuerzo resultara constructivo y la apertura no degenerara en anarquía. Así ha venido ocurriendo.

La sacramentalidad de la Palabra acontece cuando se proclama a la comunidad orante

Pero, si es indispensable el concurso de la exégesis y de la teología bíblica, hay que insistir que en ellas no se da propiamente el acto de Tradición. El contenido inspirado de la Palabra de Dios se entrega al Pueblo de Dios como tal Palabra de Dios y es recibida creyentemente por él cuando la Palabra se proclama en la Iglesia, reunida para escucharla con fe. Entonces es la propia Palabra la que se proclama a sí misma como Señora y Maestra a los creyentes congregados. Es una relación de sujeto a sujeto, pero no una relación entre iguales ya que en la Palabra habla el mismo Jesucristo, tan realmente como lo está en la eucaristía (DV 21) y los discípulos tratan de comprenderla para ponerla por obra. Es menester, dice el Concilio, "que la misma religión cristiana se nutra y rija por la Sagrada Escritura" (id.).

Para que pueda regirse por ella se nos comunicó el Espíritu, porque aunque a la larga son convenientísimos y casi imprescindibles los estudios bíblicos, sin embargo para encontrar en ella el camino de la salvación (que es el fin para el que fue inspirada por Dios) "la Sagrada Escritura debe leerse e interpretarse con el mismo Espíritu con el que fue escrita" (DV 12). Para eso envió Jesús resucitado el Espíritu a la comunidad de discípulos: "él les irá recordando todo lo que yo les he dicho" (Jn 14,26); "tomará de lo mío y se lo interpretará" (Jn 16,14). Claro está que para corregir posibles desviaciones es necesaria a la larga la supervisión del magisterio (aunque como hemos visto también él puede tomar medidas tan drásticas para prevenirlas que esterilicen a la Iglesia); pero normalmente es la comunidad, constituida como oyente de la Palabra, la que la recibe bajo la guía del Espíritu para que lea su vida, la guíe y la fecunde. Claro está que un síntoma de que la comunidad posee Espíritu es que no se cierra orgullosamente en sus interpretaciones sino que se abre a otras comunidades y a la voz de los pastores; pero hay que insistir que la Escritura como Tradición acontece cuando la Palabra es proclamada en la comunidad, es decir en la lectura orante de la Palabra de Dios que se prolonga también en la oración personal, en la catequesis familiar y en otras vías que la practican con ese espíritu.

Hay que decir desgraciadamente que no se puede afirmar aún como un hecho que la Palabra de Dios alimente y rija a las Iglesias concretas que existen. No son pocos los lugares en los que habitualmente no se proclama esta Palabra, ni menos aún se abren a ella de modo que la Palabra dirija verdaderamente la vida de la Iglesia. Pero también hay que destacar la fecundidad histórica de las comunidades e Iglesias que se ponen decididamente bajo la luz soberana de la Palabra. Esas Iglesias se ponen en movimiento, surge el conllevarse y la fraternidad cristiana, cambian profundamente las vidas, los individuos y las comunidades empiezan a dar cosas importantes por la alegría que han encontrado, y las personas acaban entregándose a sí mismas humilde y creativamente a la causa del Evangelio. No desaparece el pecado ni las dificultades, pero nacen nuevas fuerzas para superar lo superable y caminar en paciencia con las debilidades propias y ajenas.

Esta palabra actúa no abruptamente sino al modo de la semilla: va germinando en la cotidianidad "sin que la persona sepa cómo" (Mc 4,27), va trabajando las zonas más profundas de cada individuo, bien atrayendo poderosamente, bien poniendo el dedo en la llaga, y cuando la semilla está madura el sujeto da un paso al frente, cambia, toma la iniciativa, se compromete. Y lo mismo pasa con el grupo que insensiblemente va tomando cuerpo hasta sentirse una verdadera fraternidad en la que incluso "pueden hacer nido los pájaros del cielo" (Mc 4,32).

Cuando se proclama sistemáticamente la Palabra surge la Iglesia como cuerpo social reconocible, vivo y dinamizador. La comunidad obediente a la Palabra es a la larga una Iglesia de convertidos y de hermanos. Y la Palabra la empuja a ser misionera y solidaria.

Esta comunidad es signo, tanto para la Iglesia como para el entorno vital de la comunidad y para los necesitados de esa sociedad. Para la Iglesia es signo que dinamiza, pero a veces también signo discutido, bajo sospecha o al que se voltea el rostro para no ser interpelado. Para los vecinos es sobre todo buena nueva. Aunque los poderes establecidos injustamente que mantienen al grupo humano mediatizado y disperso ven en ella un peligro al que acabarán combatiendo a fondo, si no consiguen que se lo relegue. Para los que buscan es un signo de esperanza.

Aunque aún falta casi todo, sin embargo lo que existe es suficiente como para ver con claridad y alegría que la Palabra, cuando irrumpe soberanamente en la Iglesia, se convierte en un elemento decisivo de su sacramentalidad: ella es, en efecto, altamente significativa por su potencialidad para iluminar, convertir y vivificar a quienes se abren a ella.

La Palabra historiza a la liturgia y la torna significativa

Quisiéramos referirnos para completar el punto a los efectos de la proclamación persistente de la Palabra que ya se han hecho sentir. El primero es la historización de la liturgia. Cuando la Palabra no fecunda a la liturgia ésta recae en el esquema religioso dicotómico, se convierte en un arcano separado de la vida, que convoca por tanto a una santidad espúrea pues está fundada en el pretendido contacto en la proclamación con un Dios desencarnado, totalmente otro, pero que se convierte en realidad en un vulgar trasunto de la sacralidad de la tierra y del cielo agrario. Las palabras trascendentalizadas y los gestos solemnísimos, hieráticos, están en realidad vacíos. Buscan la paz interna por la emoción estética. Pero nada tienen que ver con Jesús de Nazaret, aunque se lo invoque. No es ése su talante, ésa no es la Cena del Señor.

La liturgia cristiana, si quiere serlo en verdad, es memorial del Señor. El sujeto es la comunidad de los discípulos. El ámbito es la casa de la asamblea, no la casa de Dios; en el cristianismo no hay templos sino iglesias, que pueden muy bien ser casas particulares. El templo es cada persona, pues en cada una de ellas habita el Espíritu (1 Cor 6,19). El memorial consiste en recordar su entrega, esa entrega que se realizó a lo largo de toda su vida y que culminó en la cruz. Consiste en comulgar con esa vida, es decir aceptar esa vida entregada por nosotros y hacer nosotros lo mismo. Desde esta comunión con la vida de Jesús, narrada y recibida realmente en la Palabra que se proclama y a la que se responde con la propia vida entregada, tiene sentido realizar el símbolo de la Ultima Cena.

Si a la Fracción del Pan no precede la comunión de la Palabra, la Eucaristía deja de ser símbolo y se convierte en un rito mistérico, no en el sentido cristiano que hemos explanado sino en el de las religiones de los misterios. El Concilio toma el pasaje emblemático del evangelio de Juan que hemos aludido y lo aplica a la Iglesia: "del costado de Cristo dormido en la cruz nació el admirable sacramento de la Iglesia como globalidad" (SC 5). Para Juan esa efusión de agua y sangre no fue un prodigio sino una señal: la señal de su amor que lo llevó a entregar por nosotros su vida hasta la última gota de sangre y la señal del amor que nos entregó, es decir del Espíritu con el que podemos responder a su amor. Es señal de su vida consumada: de su fidelidad hasta la muerte y de la fecundidad de esa entrega. La Iglesia está aquí representada en el discípulo a quien el Señor quería, que respondió con fidelidad a la entrega del Señor y que tuvo fe para ver que su muerte no era un acabamiento sino el alumbramiento de los que reciben de esa fuerte el agua del Espíritu y actúan ese amor. Esta Iglesia, la congregación de los que creen y aman (GS 42), es la que es sacramento. Y de este sacramento es sacramento la Eucaristía, sacramento de este amor fiel que se hizo realidad en la vida de Jesús que se consumó en la cruz (cf Jn 1,17). Liturgias así sí son significativas y causan salvación.

La Palabra historiza a la historia y la abre

Pero la Palabra no sólo historiza a la liturgia sino a la misma historia. Tenemos miedo a la fluidez histórica, a su apertura impredecible. Y por eso tratamos de congelarla mediante órdenes cerrados que sólo se expanden como proyección exponencial de sus propias coordenadas, rechazando las verdaderas novedades y tratando de reducir a los moldes establecidos todo lo heterogéneo. Tendemos a confundir la historia con el desarrollo de las potencialidades de un sistema; y no queremos entenderla y menos aún vivirla como la siembra de actitudes que hagan nacer aptitudes que se desarrollen como capacidades que posibiliten lo que hoy no es posible. Y sin embargo, si somos cristianos, tenemos que abrir la historia que tiende siempre a cerrarse deshistorizándose. Tenemos que hacerlo por dos razones: porque en la figura histórica vigente no caben las mayorías y porque el Reino es siempre mayor que cualquier realización histórica. Pues bien, la Palabra nos coloca en el horizonte del Reino que juzga todo orden existente y así lo devuelve a la fluidez de la historia, lo desacraliza; pero no de un modo genérico, en principio, sino concretísimamente, y así pone el dedo en la llaga de lo que necesita conversión, marca direcciones alternativas y líneas de acción superadora, desde las semillas que ya existen en él de vida verdadera para que no sean sofocadas sino que den fruto pleno.

Pero para que la Palabra abra la historia es imprescindible que la Iglesia no se coloque de hecho "por encima de la palabra de Dios sino a su servicio" (DV 10). Si la Iglesia domina la Palabra ésta ya no se le presenta como de Dios sino como la suya propia. Es así palabra tautológica, meramente aquiescente que, lejos de cuestionar lo que se hace y el modo de hacerlo, lo consagra. Una Iglesia establecida es muy difícil que no utilice la palabra señoreándola, porque ella misma se cree por hipótesis epifanía de Dios. Esa Iglesia tampoco permite que la comunidad lea la Palabra dejándose leer por ella. Le parece superfluo, pues ya existen sus dictados, y peligroso, porque puede que lo que le diga la Palabra no coincida con ellos. Así pues, no es tan fácil de hecho que una Iglesia concreta se ponga toda ella como discípula "a los pies del Señor para escuchar sus palabras" (Lc 10,39).

Otro elemento ayuda sobremanera a que la Palabra historice la historia: es la disposición de la Iglesia de hacerse prójimo del necesitado por tener misericordia de él (Lc 10,36-37). Ya insistimos que esta actitud, realmente escatológica, significa la pertenencia al misterio en el sentido más estricto. Aunque caben otros, ese es el significado principal del axioma que dice que hay que leer e interpretar la Escritura con el mismo Espíritu con que fue escrita (DV 12). Pero, ya lo dijimos, una Iglesia establecida no puede participar de la misericordia de Jesús. También por esa razón no es fácil que quiera abrir la historia ya que ella tiene un puesto de privilegio en la figura histórica vigente.

Como se ve, todos los elementos componen una matriz de modo que la negatividad o la positividad se refuerzan mutuamente. Sin embargo, como cualquiera de ellos son en sí mismos signos de la trascendencia, por cualquiera de ellos puede romperse el círculo vicioso y empezar la reconstrucción del edificio. Hemos sido testigos de cómo esto ha sucedido gracias a la lectura orante de la Palabra, muy poco a poco, como insensiblemente, con muchas resistencias y mucho dolor, pero de un modo realmente profundo.

COMO COMUNIDAD QUE ACOGE, PERDONA Y EVANGELIZA

Podríamos seguir mencionado signos de la sacramentalidad de la Iglesia. No nos resignamos a dejar de mencionar al menos dos signos más: El de la reconciliación que sacramentaliza su vocación reconciliadora, imprescindible pues siempre nos ofenderemos, si constituimos un cuerpo social, y no hay salvación si no es posible reiniciar la relación de nuevo una y otra vez. También en este mundo tan profundamente dividido, no sólo por incomprensiones y distancias inculpables sino por tremendas ofensas personales y estructurales, tiene que ser posible convertirse al otro, pedir perdón y perdonar, de lo contrario no cabe la unión a la que aspiramos y de la que es sacramento la Iglesia. La Iglesia está hoy requerida por el Espíritu a encontrar signos eficaces que historicen el perdón entre grupos, clases y culturas, no menos que entre individuos.

El otro signo es el de la misión. Es signo de la alegría que se desborda, del Evangelio que se comunica, de la experiencia de salvación que se ofrece solidariamente. Pero eso significa que la misión no tiene por mira el engrandecimiento de la institución eclesiástica ni la competencia en el mercado religioso; ni es tampoco el cumplimiento penoso de un deber que se nos impone. Sólo es sacramento si se concibe como una luz que prende otra luz; más aún como la dinámica de la verdad poseída que pide dialogar con otras verdades para llegar a la verdad total. Es el Espíritu el que envía a que se lo reconozca en otras manifestaciones, el que en el dialogo quiere purificarse y purificar a las personas y encaminarlas a una mayor plenitud. Es, pues, una misión ecuménica, pero lo es, si parte del encuentro con Dios y consigo mismo en el Señor Jesús y por tanto en la comunicación de ese nombre, que desborda sin duda a la Iglesia, como Camino de comunión para toda la humanidad, sin que por eso sea imprescindible que entren todos en la Iglesia.

No raramente fluctuamos entre la Iglesia centro que no misiona porque se cree el centro del mundo y piensa que todos deben ir a ella, y la Iglesia proselitista que lucha a como dé lugar para aumentar su membrecía como modo de acrecer su poder social. La misión es signo cuando lleva a Dios y a lo mejor de cada persona, cuando se hace desde abajo respetando la libertad y la vocación de cada quien y cuando el impulso que motiva es la experiencia de salvación que se comunica porque el amor sólo existe amando, por esa dinámica generosa, humilde y respetuosa. Esta misión tiene obviamente por sujeto al Pueblo de Dios como tal.

A esta sacramentalidad de la misión alude el Concilio: "Enviada por Dios a las gentes para ser ‘sacramento universal de salvación’, la Iglesia, por exigencia radical de su catolicidad, obediente al mandato de su fundador (cf Mc 16,16), se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los seres humanos" (AG 1). El Señor "fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los apóstoles al mundo entero, como también él había sido enviado por el Padre (cf Jn 20,21)" (AG 5). En este mundo en el que se proclama que el bienestar colectivo deriva del egoísmo de cada quien canalizado dentro de los cauces del mercado, un mundo en el que los individuos se sienten avasallados por una propaganda arrogante y sutil, es altamente significativo el que unas personas se interesen por los demás no por interés propio ni desde la arrogancia mesiánica sino respetuosamente y con amor discreto.

3 EL SACRAMENTO ES INSTRUMENTO DE GRACIA CUANDO LA SIGNIFICA

No nos hemos referido hasta ahora a la condición que tiene la Iglesia como sacramento de ser instrumento de salvación. Sólo hemos desarrollado la característica de signo. La razón ha sido doble: la primera, descartar de raíz el malentendido instrumentalista que consiste en pensar que Dios tuvo a bien ligar su gracia a determinadas acciones y palabras o a una institución concreta. Este positivismo que se niega a buscar razones y todo lo atribuye a la voluntad omnímoda e incondicionada de Dios no hace justicia ni a lo que de ese Dios se nos ha revelado ni a la naturaleza de la gracia ni consiguientemente del sacramento. Si las cosas fueran así, no tendríamos sino que agachar la cabeza y (presuponiendo la buena voluntad) todo transcurriría de un modo automático. Según esta representación la gracia sería una sustancia puesta por Dios en una especie de depósito encomendado a la Iglesia. Ella la distribuiría a través de los canales dispuestos por Dios.

Ya hemos dicho sin embargo que la gracia es una relación (la relación de alianza incondicionada que Dios establece con la humanidad en Jesús y que cada persona acepta o rehusa) que acaba en una cualidad (la de Padre para Dios, la de Hermano para Jesús y la de hijos e hijas y hermanas y hermanos en Jesús para nosotros). Así pues el misterio de Dios se ha revelado; no hay por qué acudir a decretos insondables. El amor de Dios, de que es portador su Hijo, se ha revelado al hacerse carne, se ha revelado en el hombre Jesús de Nazaret. Dios se ha manifestado en algo que no es divino, y el amor se ha realizado precisamente al hacerse uno de nosotros. Más aún, en su existencia terrestre que culmina en la cruz, Jesús se ha revelado como Hijo de Dios al cargar con nosotros y nuestros problemas y pecados desde la pobreza, desde el respeto a nuestra libertad, sin imponerse; verdaderamente que nos ha enriquecido con su pobreza y nos ha demostrado fehacientemente el amor que nos salva sufriendo la tortura. Se nos ha revelado como Hijo de Dios y como hermano nuestro en lo más contrario a lo que para nosotros era lo propio de Dios: en el sufrimiento fiel y solidario. De este modo Jesús es el sacramento de Dios: nos lo ha revelado en lo que parecía menos divino y la manera de revelarlo es hacerlo para siempre Dios con nosotros y nuestro salvador. En su solidaridad se solidarizaba Dios, en su entrega para salvar lo que se había perdido Dios estaba salvando. Revelar no fue manifestar lo que estaba latente sino efectuar lo que aún no existía, aunque era designio de Dios que llegara a darse. Así pues el sacramento manifiesta realizando.

Por lo que toca a nosotros: ser capaces de percibir lo que Jesús hace como señales de Dios es creer en Jesús y es por tanto recibir su salvación. Esta es precisamente la perspectiva del evangelio de Juan. La Iglesia es precisamente "la congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación" (LG 9). Ella es sacramento de salvación porque "manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45). ¿Cómo lo manifiestan realizándolo? "En esa fe y en esa caridad, aplicadas a que haya vida" (GS 42). ¿Y quiénes son éstos que manifiestan lo de Jesús realizándolo? No sólo seres humanos débiles como Jesús, sino pecadores. En esta carne de pecado, cuando no se oculta el pecado ni se resigna a él, reluce y se realiza el misterio de Jesús. Se realiza deficientemente, no como lo realizó Jesús. Por eso la sacramentalidad de la Iglesia es siempre imperfecta, no como la de Jesús (imagen adecuada de Dios y por eso su revelación plena); pero se realiza porque el amor de Dios triunfa de su pecado. Y triunfa de tal manera que nunca falta la fe y el amor en su Iglesia, que siempre se proclama su Palabra y que siempre se recuerda su alianza en el banquete pascual de su amor y que así siempre se da su evangelio.

Este triunfo de la comunidad divina en la Iglesia se da como se dio en Jesús, humanamente. No por ningún automatismo prodigioso. Jesús no hizo prodigios sino señales. Tampoco en la Iglesia los hay y sí señales, internas, como las de Jesús, al misterio del Reino. Son señales humanas en las que acontece la salvación. Cuanto más humanas sean, cuanto más signifiquen la fe y el amor de los fieles, más muestran el misterio y lo hacen más presente. En el grado mínimo no hay misterio si nadie cree en él: no hay señal si no es señal para nadie; pero basta con que uno crea para que la señal lo sea y la salvación se haga presente, así éste no sea, por ejemplo, el sacerdote.

Así pues la Iglesia es sacramento, siempre deficiente, pero siempre real y verdadero de Jesús y de su salvación, así como Jesús es sacramento del Padre y de su Reino, éste completamente adecuado. La Iglesia siempre vela a Jesús y a su salvación con su pecado; pero, si lo reconoce y no se resigna a él, aun en su pecado lo revela dirigiendo a las personas a su Salvador crucificado que siempre la perdona y la rescata del pecado y la dirige a él. Ella es sacramento de que ni el pecado es obstáculo para la gracia victoriosa de Jesús, ella revela esa paciencia infinita del amor de Dios, y lo revela no resignándose a su pecado, creyendo en su misericordia y yendo a postrarse a sus pies cada día traspasada de dolor pero alegre en su esperanza que no defrauda. Por eso la Iglesia, pecadora, no se define por su pecado sino por el amor de Dios que vence del pecado y la mueve a obras saludables. La Iglesia no es eclesiocéntrica. Esta Iglesia, la Casta Meretrix de los Padres, sólo se gloría de sus debilidades porque ellas pregonan más alto el amor poderoso de su Señor. Porque ella, como Pedro, a pesar de todo le quiere, y él sabe que es verdad que le quiere (Jn 21,17). En este volverse incesantemente a su Señor y permanecer en su amor amando a pesar de todo como es amada radica la sacramentalidad de la Iglesia, de este modo es signo que confiere gracia: que hace presente a su Señor y atrae a él.

LA ENCARNACIÓN ES LA BASE DE LA SIMBOLOGÍA CRISTIANA

Al descartar el malentendido instrumentalista ya hemos declarado que la causalidad sacramental no es la de la causa eficiente o instrumental sino la causalidad del símbolo que al darse humanamente causa lo que expresa, lo causa al expresarlo. Por eso la Iglesia como sacramento y los sacramentos de la Iglesia no son señales convencionales (como lo es una bandera o el verde y rojo de los semáforos) sino verdaderos símbolos.

Si el concepto instrumental de sacramento debe ser descartado porque no es capaz de concebir el símbolo y así cosifica la salvación de Dios, que deja de ser relación y degenera en sustancia, incluso cuantificable, tampoco el concepto de arcano es adecuado para expresar la sacramentalidad de la Iglesia ya que él tampoco es capaz de albergar la dimensión simbólica. En efecto, lo arcano, en cuanto anclado en lo santo, entendido como separado, más aún como totalmente Otro, rechaza todo tipo de correspondencias, y por eso postula un ámbito absolutamente separado de la vida y de la historia para manifestarse, cuando no niega de plano toda posibilidad de manifestación. Y es que no existe nada realmente separado, ya que todo yace en el mismo ámbito de la realidad. Y si existiera ¿cómo sería perceptible? Por eso lo separado de lo profano, siempre lo es convencionalmente. Y así recaemos en el positivismo de la voluntad de Dios. O tenemos que reconocer que son meras pretensiones que tenemos los seres humanos de llegar a lo totalmente Otro, que o bien no trascienden y así no anudan con Dios, son inútiles, o bien lo mundanizan y así recaen en la idolatría. De ese modo una sacramentalidad trascendentalizada cae en la alienación de la pura y simple heteronomía, que suele conllevar fuertes dosis de sacrificio en el sentido fuerte de inmolación del entendimiento y de otras dimensiones humanas y humanizadoras; y al cabo se mundaniza pasando a ser mera expresión de una institución sacralizada e instrumento de su dominio sobre los fieles.

Este concepto de sacramentalidad va en la dirección contraria a la de la encarnación, que es la base de la simbología cristiana. Si ya en la visión de Isaías (lugar paradigmático de lo santo en la Biblia) la santidad de Dios consiste en su consistencia, en la densidad de su ser, en su peso absoluto que, lejos de aplastar a lo creado, lo llena de su prestancia de modo que resplandezca de gloria (Is 6,1-4), en Jesús ese peso infinito de Vida se ha hecho carne; ese ser humano tiene, pues, la consistencia de Dios. Jesús es el símbolo de Dios: en lo no divino se ha mostrado lo divino en toda su plenitud. Y se ha mostrado humanamente (Col 2,9).

Y esta gloria aconteció precisamente en la humanidad de alguien tenido por los que se tienen por grandes como uno de tantos. Por tanto, al revelar a Dios, también ha revelado Jesús al hombre verdadero. Y así como el Dios que revela Jesús no se correspondía con el Dios de los expertos en religión, así tampoco el ser humano que Jesús revela coincidió con los modelos de los expertos en excelencias humanas.

Así pues Jesús es un símbolo, tanto de Dios como del ser humano. Es el símbolo en el que cada ser humano puede encontrarse a sí mismo, en el que los seres humanos diferentes pueden encontrarse entre sí y en el que Dios sale al encuentro a los seres humanos y ellos pueden encontrarse con él. En el símbolo que es Jesús cada encuentro envía al otro: la autenticidad lleva a los demás y acontece en presencia de Dios y en diálogo con él. El encuentro con Dios lleva a los demás y a lo mejor de uno mismo. Y el encuentro en la diferencia que constituye en comunidades y cuerpos sociales personaliza a cada quien, y es ya trasunto del encuentro trinitario. Por tanto todo simbolismo auténticamente religioso, si debe mantenerse como realmente trascendente, no puede hacerse al margen de lo humano. Aunque no quepa en ningún humanismo particular, cada cultura puede ser cauce para expresarlo trascendiéndose desde sí misma. Y por eso todas ellas son necesarias para que dialogando entre sí y componiéndose puedan expresar de algún modo la riqueza inexhaurible de la gloria de Dios que resplandeció en Jesucristo.

Por eso la sacramentalidad cristiana, si quiere llevar ese nombre legítimamente, debe expresar la flor de lo humano y debe hacerlo tan profundamente que sea comprensible por cualquier ser humano que no se haya cerrado a su condición humana y que viva en su cultura como camino para constituirse en humano. Y por eso también esta sacramentalidad debe verter este radical sustrato humano en los diferentes registros culturales, tanto para que no se absolutice una mediación y así deje ya de serlo y por tanto esa expresión no sea ya simbólica sino icono de una cultura, como para que esa riqueza sea no sólo comprensible sino asumible por cada cultura como expresión suya, aunque ella no la domine sino que la lleve desde dentro a trascender.

Para que la sacramentalidad cristiana realice esta trascendencia a la que aspira cada cultura debe siempre remitirse a la historia de Jesús. Pero no de un modo arqueológico (porque entonces se absolutizaría no su persona sino su situación cultural) sino buscando correspondencia, es decir, lograr en nuestra cultura y en nuestra época la expresión equivalente a la que él plasmó en las suyas. La simbología cristiana no es así una elaboración libre en cada circunstancia ni una imitación literal de los gestos de Jesús sino una fidelidad creativa.

EL CARÁCTER KENÓTICO DE LA ENCARNACIÓN DE JESÚS, DESAFÍO PARA LA SIMBOLOGÍA CRISTIANA

Ahora bien, un aspecto paradigmático en esa fidelidad creativa es el carácter kenótico de su encarnación en lo humano: Jesús fue uno de tantos, más aún asumió solidariamente el mesianismo asuntivo del Siervo. Quitó el pecado del mundo cargando con él y eso lo hizo no sólo desde una actitud servicial sino desde la figura del sirviente, desde abajo. Este aspecto del simbolismo cristiano es insoslayable parque desde la perspectiva de Jesús sólo desde abajo se reúne. Las expresiones elitistas serían por el contrario diabólicas porque dividen a los selectos de los demás y al romper la fraternidad velan la común paternidad de Dios. Este es un aspecto francamente escandaloso de la auténtica simbología cristiana porque, como decíamos, pone en entredicho dónde se encuentra la verdadera gloria humana, ya que los que se tienen por grandes no la reconocen en los de abajo.

Aquí hay que hilar muy fino porque la paradoja del simbolismo cristiano no consiste en la pura y simple contradicción: lo que no tiene gloria en absoluto se declara que sí la tiene, más aún que es expresión adecuada de la gloria de Dios. El simbolismo cristiano no es un sin sentido sino un juicio de la gloria mundana y de la estimativa de los que se tienen a sí mismos como apreciadores de la verdadera excelencia humana. En lo que la cultura vigente declara como carente de gloria se encuentra la máxima gloria humana que hubo y habrá. Más aún, en lo que los representantes del orden religioso, social y político han expuesto a la vergüenza pública como el ejemplo de lo que no debe ser un ser humano (un maldito y un antisocial) reluce la mayor posibilidad humana, la humanidad consumada. El simbolismo cristiano no puede olvidar que la humanidad que Dios resucitó y exaltó es la de un campesino despreciado aun entre sus paisanos, no reconocido como enviado de Dios por las legítimas autoridades religiosas y condenado por ellas y por las autoridades políticas a la tortura infamante de la cruz. Como Juan y Pablo, nosotros miramos al que traspasaron y nos gloriamos del Crucificado; Dios nos capacita para ver la fuerza que late en esa debilidad y la sabiduría que contiene ese aparente sinsentido.

La pasión no niega la encarnación sino que la consuma: "Este es el hombre" (Jn 19,5). Así pues la cruz no anula la posibilidad del símbolo sino que lo ubica en una franja de la humanidad hacia la que no se suele dirigir la atención, más aún de la que se voltea el rostro para no mirarla (cf. Is 53,3) para no sentirse cuestionado. El simbolismo cristiano hay que buscarlo entre los que son tenidos como uno de tantos, entre esa masa que, según el criterio de los vencedores, no hace historia; y más específicamente aún entre los condenados de la tierra. Desde la historia de Jesús, ahí hay que dirigirse para encontrar y expresar la excelencia humana como expresión de la presencia de Dios, la humanidad transfigurada porque ella trasunta y revela al propio Dios.

En este sentido los pobres con espíritu, es decir aquéllos que han recibido el evangelio de que el Reino es para ellos y lo han aceptado con fe, son el símbolo por excelencia de Jesús y por eso el corazón de la Iglesia como sacramento. Ellos son felices: símbolo humano consumado. Son felices porque Dios reina en su corazón: Dios resplandece (se revela) en su humanidad. Pero en su humanidad de pobres, es decir, no sólo de carenciados sino de injustamente privados: de excluidos.

El cuerpo de Jesús en la historia son los pobres, los condenados, es decir los excluidos por la figura histórica vigente. Lo son en cuanto que él se incorpora a ellos (cf. Mt 25,40) como el condenado por antonomasia. El cuerpo de Jesús en la historia es también la congregación de los que creen en él, es decir la Iglesia, en cuanto ellos lo incorporan por la fe y el amor que el Espíritu derrama en sus corazones capacitándolos para proseguir su historia. Ambas expresiones de Jesús en la historia se hallan mutuamente referidas: los pobres son los destinatarios primarios del Evangelio de que es portadora la Iglesia; en el designio de Dios ellos son los sujetos primordiales de su Reino. La Iglesia por su parte debe solidarizarse con los pobres hasta correr, como su Maestro, su suerte. La intersección de ambas expresiones de Jesús son los pobres con espíritu, que pertenecen, por un lado, al colectivo de los excluidos, y por otro al de los discípulos y seguidores de Jesús. Ellos son, pues, el símbolo más adecuado de Jesús en esta historia. Lo que quiere decir que la Iglesia es sacramento de salvación sobre todo en ellos, y lo es tanto más cuanto más llegue a constituirse como Iglesia de los pobres.

LA IGLESIA COMO SACRAMENTO MUESTRA SU EFICACIA AL PROSEGUIR LA HISTORIA DE JESÚS

Hemos insistido en que la Iglesia debe buscar la significatividad en lo humano. Es lo que expresaba Pablo VI al decir que la Iglesia es experta en humanidad. De ese modo revela a Dios como su símbolo. Pero también hemos llamado la atención sobre el cuidado que tiene que tener para no dar por descontado que lo humano es sin más lo que es tenido por tal en la cultura vigente. Para los cristianos, es Jesús quien nos revela el verdadero rostro de lo humano y en él el verdadero rostro de Dios. Y nos lo revela en su vida no aceptada por los representantes del establecimiento. Este es un tremendo reto para las Iglesias de todos los tiempos tentadas a equiparar la realidad con el orden establecido, y la humanidad a la que estamos llamados con los paradigmas de la cultura dominante.

Si la eficacia del símbolo acontece al darse, la Iglesia, como símbolo de la humanidad de Jesús que revela a Dios, se expresa en el seguimiento de Jesús. Al proseguir su historia nos humanizamos como hijos de Dios en el Hijo. Así somos símbolo de Dios y así este símbolo obra salvación. Esto, que condensa todo lo dicho, debe ser bien entendido porque no todo lo que los cristianos y particularmente la institución eclesiástica hacemos en nombre de Jesús es sin más seguimiento suyo.

En primer lugar hay que insistir en que ni Jesús ni los cristianos ni la institución eclesiástica son el sujeto adecuado de la reestructuración de la humanidad según la justicia y la solidaridad, y de la salvaguarda y humanización de la tierra. Esa fue la ilusión de la cristiandad, que, a pesar de las inmensas energías desplegadas, negó la libertad a quienes habitaban en su seno, condujo al imperialismo cristiano y privó de su carácter simbólico a la Iglesia al equipararla sin más a la humanidad civilizada. Si en Jesús Dios reveló su designio de salvar a la humanidad humanamente, eso significa que el sujeto de esta salvación, que es obra divina, es la humanidad, toda la humanidad, en su complejidad y diversidad inextricables. Cualquier sujeto particular que se arrogue la representación de toda la humanidad sustituyéndola, no sólo no la salva sino que la condena y se condena a sí mismo. Este sujeto es propiamente diabólico.

La Iglesia no puede pretender ser ese sujeto, ni siquiera una parte de él. Para eso están las otras instituciones humanas en su gama inabarcable. A ellas deben abocarse los cristianos. Los cristianos, como cuerpo social, estamos para simbolizar esa salvación poniendo ante la vista de todos su horizonte, habitando en él y poniendo signos que convoquen en esa dirección. Eso fue lo que hizo Jesús y en eso consiste su seguimiento.

Hoy el horizonte de la figura histórica vigente se propone a sí mismo como horizonte último, absoluto, inexorable. Frente a él la Iglesia, si aspira a ser sacramento, debe colocar el horizonte del Reino que despoja al otro de su pretendida sacralidad, que lo relativiza, convalidándolo en cuanto es compatible con él y rechazándolo en cuanto lo contradice. La Iglesia precisa en el momento actual una fuerte dosis de imaginación creadora para poner hoy, con el lenguaje de hoy, símbolos que expresen el reino de Dios con el mismo poder, a la vez suscitador y revulsivo, que los que puso Jesús en su situación. Que expresen su cercanía como gracia que colma, pero no menos como emplazamiento que obliga a tomar partido por él o contra él. ¿Cómo sonarían hoy sus parábolas del Reino y sus sentencias tan llenas de misericordia y a la vez tan radicales? Proseguir la historia de Jesús es instaurar hoy para nuestros contemporáneos el mismo horizonte del Reino que desplegó Jesús. Y como él, no definiéndolo sistemáticamente (aunque esto haya de intentarse siempre subsidiariamente) sino al pulso de los acontecimientos, como respuesta a los signos de los tiempos y para abrir la historia desafiantemente.

Esto no es posible sin una encarnación solidaria a fondo. Si la Iglesia no echa su suerte con la de la humanidad, si sus alegrías, esperanzas, angustias y sufrimientos no son los de sus contemporáneos, no podrá encontrar esas palabras de peso. Los cristianos tenemos que amar apasionadamente a la tierra y a la humanidad para ser capaces de evocar, como superación del actual, un horizonte biófilo y ecuménico que despierte esperanza y energías para realizarla y que convoque en esa dirección. Pero el horizonte del Reino se instaura en presencia del antirreino y por tanto desde sus víctimas. Por eso tiene que ser capaz de expresar el dolor del mundo y la pasión de Dios en él y la superación de lo que provoca ese dolor tan acervo y generalizado y la memoria de las víctimas y la reivindicación que Dios hace de ellas.

Este horizonte no es capaz de crearlo ninguna industria cultural, pero tampoco una Iglesia establecida. Este horizonte lo propuso un profeta desautorizado e itinerante, que nació en un pesebre y murió en una cruz. Ese que no tenía lugar, pero que vivía sereno en manos de Dios y del que abría su corazón a Dios, fue capaz de proclamar esa utopía del Reino. Utopía porque ningún orden establecido lo podrá contener (aunque unos se acerquen más que otros y esta diferencia importantísima habrá de ser proclamada en cada caso), pero no porque nunca se realizará. En ese sentido el horizonte del Reino no es utópico. Nosotros proclamamos por el contrario que en Jesús y en los que murieron en él ya comenzó el Reino, y nosotros vamos hacia él y caminamos pidiendo: "venga a nosotros tu reino" y esperando en que Dios ciertamente lo enviará. Por eso son los pobres con espíritu y los solidarizados con ellos los que reciben la sabiduría del Espíritu para recrear este horizonte, el único en el que se puede vivir una vida propiamente humana.

Recrear el horizonte del Reino de Dios que propuso Jesús es así un modo eminente de proseguir su historia, un modo obviamente simbólico, cuya eficacia consiste en proponerlo.

Un segundo modo de proseguir la historia de Jesús es vivir como cuerpo social en ese horizonte. Los seres humanos tenemos el privilegio de vivir en el mundo-de-vida que nos forjamos o que aceptamos. Al hacer nuestro ese horizonte, él nos va configurando, y así, según sea el horizonte, acabaremos alienados, deshumanizados, empequeñecidos, desorientados, o divididos, en parte humanizados y en parte deshumanizados, o desarrollando algunos aspectos fundamentales e ignorando o incluso negando otros no menos constitutivos, o básicamente orientados, solicitados a un desarrollo armónico, confrontados constantemente con una verdad que libera y colma la vida... Jesús no cesaba de retar a sus oyentes a aceptar sus propuestas y ponerlas en práctica, es decir a vivir en ese horizonte del Reino, un horizonte exigente, que no trae aparejado el éxito, pero sí la fecundidad histórica: una vida con frutos de vida eterna.

La Iglesia es así sacramento, si vive una existencia cualitativa. Esto significa ante todo llevarse mutuamente, tanto en las relaciones cortas, comunitarias, como en las relaciones largas, que incluyen a muchísima más gente y son por tanto más anónimas, pero que deben ser igualmente personalizadoras. Este amor mutuo, que se manifiesta de un modo tan multiforme (no el amor de una comunidad étnica sino el amor esencialmente abierto y dinámico que deriva de la común vocación y misión) es no sólo seguimiento de Jesús sino el signo de ser discípulos suyos (Jn 13,35). La piedra de toque de la genuinidad cristiana de este amor es si la comunión de los cristianos entre sí está estructuralmente dirigida a la solidaridad con los pobres de este mundo. Lo es porque es signo inequívoco de que no es amor de carne y sangre, amor a los propios.

Este amor mutuo así validado hace a la Iglesia luz sobre el monte (Mt 5,14-16), sal de la tierra (id 13) y levadura que fermenta la masa (Mt 13,33). Esta es propiamente dicha la causalidad simbólica. No la causalidad eficiente o instrumental sino un modo de causalidad ejemplar que atrae, inspira, convoca, anima, reúne. Pero eso lo hace la Iglesia no como comunidad farisea, separada, contradistinta sino como la levadura, completamente dentro de la masa, en contacto íntimo con ella, más aún para ella, servicialmente para ella, aun en su condición de comunidad de contraste. Como lo fueron Jesús y su grupo, confrontados siempre con las raíces y confrontando a los demás con ellas, pero abiertos a todos dentro de su radicalismo insobornable y llenos de misericordia con las fragilidades humanas.

El tercer modo de seguir a Jesús y demostrar así la Iglesia su condición eficaz de sacramento es poner hoy signos equivalentes a los signos del Reino que él realizó. Es obvio que Jesús no resolvió el problema sanitario de Israel; sus curaciones no fueron tampoco portentos que demostraban los poderes sobrehumanos del taumaturgo. Fueron signos de que llegaba el reino de Dios como vida para los privados de vida, como misericordia para los abandonados, como esperanza para los que la habían perdido.

Como Jesús, la Iglesia no es el sujeto adecuado para resolver ninguno de los problemas que tiene planteados la humanidad. No es ése su papel. Para lo que ella existe es para poner signos del Reino, un vez puesto el horizonte del Reino y quedando clara su pertenencia a él desde su condición pecadora. Es claro que se trata de una causalidad simbólica: estos signos hacen ver que el horizonte propuesto es real, aunque como horizonte. Y por eso, al abrir en algún aspecto concreto la historia, hacen nacer la fe en que se puede apostar por ese horizonte y luchar por vivir en él y porque acontezca dentro de lo posible, es decir como aproximación.

Los signos se obran sobre aquellos aspectos que en una situación están abandonados y se dan por perdidos como costo social para que se mantenga esa figura histórica; se realizan en aquellas personas que como perdedoras se les hace saber que nada tienen que esperar. Por eso los signos cristianos tienen siempre algo de excéntrico, de desmesura o escándalo para los bienpensantes y establecidos, pero de inmensa esperanza y alegría para los desechados.

Es claro que también en este punto está excluida la imitación. Cada Iglesia requiere encontrar en su situación los signos del Reino equivalentes a los que realizó Jesús en su tiempo. Esta equivalencia no es un hallazgo científico sino que es el don del Espíritu a quienes cultivan las mismas actitudes de Jesús, a quienes como Jesús están dispuestos a compartir la pasión de Dios en el mundo. Los signos del Reino son gratuitos, pero no baladíes: cuestan muy caro a quien los pone. Son signos de fe y de misericordia que exigen un descentramiento radical, que siempre implica algún género de muerte.

En estos tres elementos pienso que se cifra la eficacia simbólica de la Iglesia en cuanto seguidora de Jesús. La sacramentalidad de la Iglesia muestra su eficacia porque prosigue la historia de Jesús.

 

4 CÓMO ES HOY NUESTRA IGLESIA SACRAMENTO DE SALVACIÓN

En este trabajo nos habíamos propuesto historizar para nuestra Iglesia venezolana actual el concepto conciliar de sacramento como caracterización de la Iglesia. Creemos haber dado bastantes pistas a lo largo del recorrido histórico que acabamos de hacer ya que, escribiendo desde nuestra Iglesia, hemos ido colocando en cada caso hipótesis que estimábamos pertinentes. Ha llegado el momento de tematizar expresamente.

EMPEZAR POR LA REALIDAD SITUADA QUE SOMOS NOSOTROS

Volvamos al planteamiento inicial. Creíamos ver en el fondo de muchos problemas que nos aquejan y de situaciones que parecen de estancamiento una falta radical de confianza en nuestras capacidades para enfrentarnos con el espesor opaco y resistente de la realidad, incluida nuestra propia realidad personal e institucional. Esa falta de esperanza nos lleva a atenernos a lo pautado y establecido, incluso a las formalidades procedimentales, que llevan nuestro tiempo y nos dan seguridad, para de este modo dispensarnos, con una cierta tranquilidad de conciencia, de entrar a afrontar situaciones reales. Existe una demanda establecida de servicios religiosos y una serie de requerimientos burocráticos que pueden ocupar bastante tiempo. Si además la complementamos ofreciendo servicios educativos, sanitarios y de derechos humanos, cosas todas tan laudables y necesarias, sí que ya no queda tiempo para nada. Y podemos pensar que estamos cumpliendo satisfactoria, incluso esforzada y meritoriamente con nuestro deber.

Además, ante la debacle de las demás instituciones civiles, este modo de responder a las demandas, que sin duda llega a la normalidad, incluso en no pocos casos a la asiduidad y hasta puede que a la excelencia, causa satisfacción en los usuarios. Y de ahí la confiabilidad y el prestigio de la institución eclesiástica. Por eso no sólo podemos sentirnos con buena conciencia sino hasta halagados por el éxito y premiados en nuestro empeño. Así puede encubrirse completamente que escamoteamos el hacernos cargo de la situación y más aún el encargarnos resueltamente de ella. No es esa la significatividad de la Iglesia como sacramento de salvación. "Me buscan, decía Jesús, porque han comido pan hasta saciarse" (Jn 6,26). Quienes lo buscaban por eso no habían entendido el signo. Dios no abandona, les quiso decir, a quienes siguiendo la Palabra salen más allá de lo establecido. Se puede vivir de fe (Mt 4,4). Busquen el Reino de Dios y su justicia y lo demás se les dará por añadidura (Mt 6,33).

Entre quienes honradamente tratan de entrar desnudamente en la realidad y de dejarse afectar por ella, no es infrecuente que cunda la perplejidad y el desánimo. No se sabe qué hacer ni por dónde empezar.

Mi propuesta es que tenemos que empezar ineludiblemente por nosotros. Tenemos que remontar la condición de agentes pastorales y vernos desnudamente como pacientes pastorales, como cristianos, como simples individuos. Pero vernos como somos, en nuestra exacta medida, sin encubrirnos, y también sin abstraernos de la situación y de nuestra concreta ubicación en ella. Esto requiere fe. Sólo una confianza honda en el Dios de la gracia que nos llama a sí y nos acepta incondicionalmente puede posibilitar el que vayamos más adentro que nuestra condición de representantes de la Iglesia y de Dios, de personas públicas atenidas a códigos establecidos y a una imagen de la que no queremos despojarnos porque nos da seguridad y prestigio.

A veces se deja de lado esa condición sacralizada en ensoñaciones y puede que en prácticas y relaciones que desdicen e incluso contradicen nuestra condición de consagrados. Lo que propongo es que la dejemos para ir más adentro, como ejercicio humilde y exigente de autenticidad. Si no nos entregamos a este ejercicio prolongadamente (pienso en años) de modo que de ahí arranquen unas relaciones renovadas con nosotros mismos, con los demás y con Dios, estaremos perdiendo la oportunidad de historizar la condición eclesial de sacramento de salvación que tanto urge en esta coyuntura del país.

Pero, insisto, sólo desde una relación de verdadera confianza con el Dios de la gracia sacaremos fuerza, coraje, humildad y deseo para recorrer este camino de autenticidad. En efecto, si Dios nos acepta como somos ¿por qué no lo habíamos de hacer nosotros? Porque sólo asumiendo nuestro punto de partida podemos transformarnos.

Como todo esto no puede hacerse abstrayéndonos de la situación, por ahí comenzará la acción sobre la realidad: por la realidad que somos nosotros con nuestra ubicación social y nuestras conexiones. He aquí una tarea insoslayable, Si tenemos tantas cosas que hacer que no podemos ocuparnos de ella, oigamos al Señor que nos dice: "¿De qué te importa ganar todo el mundo si te malogras a ti mismo?" (Mc 8,36). Este ganar todo el mundo comprende ciertamente el desempeño pastoral cuando es un activismo que no incluye la transformación de la propia persona, lo que requiere siempre atención y tiempo. Si yo me coloco decididamente como paciente pastoral, como el primer asunto que tengo que tomar entre manos, entonces tendré la perspectiva adecuada para ayudar a los demás y obviamente para ser ayudado por ellos.

El problema de nuestra pertenencia al misterio cristiano

Esto quiere decir que como individuos y como institución eclesiástica y como Iglesia global, si queremos adquirir la significatividad que Dios quiere, nos tenemos que plantear ante todo el problema de nuestra pertenencia al misterio cristiano. Esa es la fuente de la sacramentalidad eclesial. Es la pregunta por la santidad en nuestra Iglesia. La santidad cristiana no es separación mistérica o en base a la conducta moral. En esta separación, característica de las religiones, no hay ningún signo de salvación. Por el contrario los demás perciben que están excluidos de esa salvación por su condición de profanos o de pecadores. La santidad cristiana se define por el peso de realidad, por la consistencia interior, por la prestancia personal. Pero para Dios ese peso no lo da el poder ni el tener ni el saber. La santidad cristiana no es autárquica porque Dios tampoco es el monarca divino sino la comunidad divina. Para Dios tiene peso quien se fía de él, quien pone su vida en sus manos, y quien actúa el amor que él ha derramado en su corazón. La fe y el amor, esas relaciones trascendentes, son las que dan peso a un ser humano y lo constituyen en persona.

Desde al cristianismo la fe y el amor, esas relaciones personalizadoras, tienen como destinatarios conjuntos a la comunidad divina y a la comunidad humana. No podemos amar a Dios sin amar a los seres humanos y cuando los amamos a ellos lo hacemos con el amor que él derrama en nuestros corazones. Si decimos que amamos a Dios sin amar a los seres humanos, nos engañamos a nosotros mismos. Este engaño es posible porque existe la idolatría, es decir el relacionarse con un dios creado por uno mismo o recibido de un establecimiento religioso, que no es (en su imagen y en el modo de relación que se entabla) el Dios de Jesús, que no es compatible con él, y que por eso no existe. "Ante la necesidad humana es donde, en última instancia, se revela el hombre que se es y el Dios en quien se cree" (Barreto: Señales y discernimiento en el evangelio de Juan. RLT 40, en-ab 1997,50). "El trayecto que lleva desde la aprehensión de la necesidad del hombre hasta la respuesta a ella, significa para el hombre la oportunidad, no sólo de conocer, sino de ´compenetrarse´ con el Padre y el Hijo que se dejan alcanzar en ese mismo trayecto y en esa misma dirección" (id. 59).

Nos resistimos a entrar en el misterio porque nos compromete con la realidad

Esta es la grandeza del misterio cristiano; pero también aquí estriba la resistencia nuestra a entrar resueltamente en él. Hoy las necesidades son tan clamorosas que afrontarlas seriamente impide llevar una vida no sólo confortable y tranquila sino al menos previsible y básicamente segura. No se puede responder a la situación sin que los planes propios se vean afectados. Ese salir del propio camino desquicia más pronto que tarde la vida para poner el centro de ella, no en uno mismo y en su entorno sino en ese intento descomunal en el que uno se juega la vida y lo que es peor previendo que en esa apuesta lleva las de perder.

No estamos hablando de mesianismos pretenciosos y finalmente patéticos si no ridículos, que además no se compaginan con el de Jesús. Hacerse cargo de la realidad no tiene nada que ver con habitar en globalidades vacías; por el contrario siempre desemboca en encargarse de situaciones concretas y cargar en ellas con la parte que a uno le toca. Hemos insistido en que Jesús no sustituye a nadie, ni la Iglesia tampoco, si quiere seguirlo de verdad. Por el contrario la acción de Jesús se encaminó a transformar a la masa sobrecargada, abatida y resignada a su suerte en sujetos individuales y sociales de su propia salvación.

Estamos hablando de la diferencia abismal que existe ente atenerse a lo establecido en sus distintas versiones y posibilidades (tanto en la institución eclesiástica como en los demás ámbitos de esta configuración histórica) y tomar en sus manos la propia vida con autenticidad, y desde esa existencia genuina dejarse afectar por la situación concreta (más allá, pues, de la mirada justificadora de quienes configuran el orden establecido) y tratar de responder a esa realidad sin considerar las condiciones dadas como algo que debe respetarse en todo caso ni como un obstáculo insalvable. Colocar la vida humana, empezando por las mayorías excluidas, como absoluto y el orden dado como relativo, complica la vida terriblemente.

 

Relevancia de la relación religiosa para actuar el amor que Dios nos da

Por eso la pregunta es de dónde sacar no sólo energías sino deseo y determinación resuelta para afrontar una existencia radicalmente abierta al necesitado y por eso no albergada en la seguridad del establecimiento. Porque no se trata de un operativo sino de una actitud de toda la vida, y que al profundizarse se irá tornando más exigente y más conflictiva.

Al tratar de responder honradamente a esta pregunta se revelan como insatisfactorias esas afirmaciones que sostienen que el amor fraterno, que incluye como piedra de toque el amor al necesitado, "es la única forma de experiencia de Dios y el modo de hacerlo presente y manifiesto" (Barreto 58). Es insatisfactoria porque no toma en serio la pregunta, que sí es honrada, sobre los móviles para salir uno de sí y hacerse prójimo del necesitado. Y es insatisfactoria también porque, si la pertenencia al misterio cristiano se expresa en relaciones, no es posible que la única relación con la comunidad divina sea la comunicación con los seres humanos. No cabe duda de que cuando se ama se compenetra uno con Dios, se le actúa a Dios ya que Dios es Amor. Pero este amor, que es amor de hermanos y hermanas, lo es también de hijos e hijas. Este amor es el Espíritu (Rm 5,5) que nos capacita para entregar nuestra vida a los demás como Jesús, pero también para decirle a Dios: "Abba, Padre" (Rm 8,15-16). Claro que la única coincidencia con Dios es la coincidencia en la acción espiritual y que es ella la que nos hace realmente hijos de Dios (Rm 8,14) además de hermanos de los demás. Pero además de esa relación con el Espíritu, o por mejor decir en ella y sólo en ella, sí caben y son deseables la relación con Dios (el ponernos en sus manos con entera confianza y libertad como verdaderos hijos suyos) y la relación con Jesús (el ir detrás de él y para ello la contemplación de su historia viva en los evangelios en los que está realmente presente).

Lo que afirmamos es que esas relaciones componen una circularidad y en la práctica se realimentan mutuamente. Por eso a la larga no se puede tener un tipo de relaciones distintas con la comunidad divina y con los seres humanos. Si la relación con los seres humanos es meramente profesional o si ella es en todo caso secundaria, es decir si yo no me juego en ella a mí mismo, la relación con Dios también será meramente disciplinar, objetivada en cauces preestablecidos o a lo más en un cercanía media en la que no me expongo yo mismo, a la que no abro mi ser más recóndito y en la que por tanto no sucede nada que no fuera previsible. Si no sé lo que es fe humana, si nunca me he puesto en manos de nadie, tampoco puedo ponerme en manos de Dios. Aunque también, si llego a una relación realmente personal, respetuosa, libre y verdadera con Dios, acabaré por entablar relaciones así con personas humanas.

En esta circularidad de relaciones, desde una consideración sistemática habría que sostener que la relación espiritual tiene la voz cantante; pero en las biografías personales las posibilidades son múltiples y hay que evitar cuidadosamente cualquier doctrinarismo. Más aún, podemos afirmar que el cristianismo, como movimiento derivado de Jesús de Nazaret, privilegia, digamos pedagógicamente, el encuentro con Jesús como camino tanto hacia Dios como hacia la propia genuinidad como a los demás seres humanos. Y no sólo pedagógicamente, es decir en nuestro camino concreto hacia el verdadero amor, sino también en el orden de la realidad ya que él nos amó primero y nuestro amor es siempre respuesta. Este amor de Dios se reveló de muchos modos, pero se realizó de modo absoluto e irreversible en Jesús. Claro está que en la Pascua este amor está derramado sobre toda carne y así está abierta para todos los seres humanos la posibilidad de amar como Dios y Jesús. Pero también es verdad que conocer esa relación de Dios con nosotros en Jesús y por supuesto esa relación del propio Jesús es un motivo importantísimo para dejarnos llevar por el Espíritu de ambos y entregarnos a amar.

Más aún, nosotros no somos como una hoja en blanco que vamos llenando con nuestras decisiones. Llevamos a cuestas una historia larga y tortuosa (la de nuestros antepasados, la de la situación, la de nuestra crianza y la de nuestras anteriores opciones) que a veces nos potencia e impulsa en la dirección del amor, pero que otras nos encierra sobre nosotros mismos o nos lleva en la dirección de utilizar a otros o de someternos a ellos. Tenemos que ser sanados y a veces tenemos heridas incurables que nos limitan y humillan. Somos, pues, pacientes pastorales. Dios nos tiene que salvar incesantemente, para que nosotros podamos entregarnos a su amor. También es verdad que la mejor terapia es entregarnos a amar desde lo que somos. Pero con frecuencia necesitamos ser ayudados.

Por todo lo dicho, nuestra pertenencia al misterio cristiano para ser sacramento de salvación pasa por un viaje a las raíces y una inmersión en la realidad, para instaurar relaciones personalizadoras, tanto con la comunidad divina cuanto con los seres humanos con los que convivimos, señaladamente la comunidad cristiana y el mundo de los excluidos. Esto requiere relativizar tanto el establecimiento religioso y más aún el eclesiástico, como el económico, social y político. Desde ellos como algo dado (es decir en la práctica, intocable, absoluto) no caben esas relaciones abiertas, esa entrega personal. Las relaciones están pautadas, los papeles fijos, las reglas de juego inexorables. No puede acontecer nada. No cabe la relación personalizadora; no es posible el verdadero amor. Desde el establecimiento religioso somos sacramento del orden establecido, somos su sacralidad, su alma: el alma de un mundo desalmado. Lo más perverso de él, porque es su justificación, la justificación de sus usos y por eso (para convalidarlo y para que permanezca) la crítica de sus abusos.

Pensar bien de Dios para que la relación con él lleve la voz cantante

Hacer el viaje a las raíces significa que al acabar cada día podamos decir con verdad que la relación con Dios y con Jesús y la relación con los demás en el Espíritu ha llevado la voz cantante, ha coloreado todas las relaciones, ha canalizado nuestras energías, ha potenciado nuestros impulsos vitales, nos ha hecho vivir. Y también que esas relaciones son las que en los momentos de crisis, en las encrucijadas de la vida y en general cuando hay que elegir arrojan luz e inclinan con su peso (peso de realidad que objetiva y libera) en una dirección más que en otra.

Pero para que esas relaciones lleven la voz cantante en nuestra vida el Dios con el que nos relacionamos tiene que ser digno de fe. Y como no es tan claro que nuestros conciudadanos lo perciban así, tenemos que preguntarnos cómo es el Dios con el que nos relacionamos. Hay que decir que ese ojo infinitamente escrutador inscrito en el triángulo divino no es un dios digno de fe. Tampoco lo es el de la balanza, el justo juez, el retributor. Si Dios es el que manda y vigila, la primera reacción es huir de su presencia. Si es imposible porque su mirada llega al rincón más recóndito, puede ser sensato obedecerlo siempre y hacérselo saber, para que, si se llega a convencer de mi sumisión, ceda esa presión intolerable. Pero también es comprensible la rebelión contra un dios tan inhumano, cargando con las consecuencias de su reprobación. En todo caso un dios que se relaciona con los seres humanos mandando no es digno de fe: uno no puede echarse confiadamente en su brazos, uno no puede descansar en él, menos aún puede desahogarse con él y es imposible pensar que uno pueda llegar a pelear con él. No caben, pues, relaciones abiertas, absolutas, personalizadoras.

Estas relaciones tampoco pueden entablarse en el caso de que ese Dios no mande para ponernos en nuestro lugar porque él es Dios, sino que lo haga porque él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Este Dios es completamente distinto del anterior ya que no mira sólo a su propia gloria sino a nuestro bien. La limitación de un Dios así concebido es que, aun con ese objetivo tan noble, se relaciona con nosotros mandando. Uno puede estar agradecido a un ser tan interesado por nuestro bien; pero no puede pertenecer a él, como él tampoco pertenece a uno, y sin embargo en esa pertenencia consiste la relación de amor y la fe que la funda. Ese Dios es un Dios que se reserva y que tampoco pide ninguna intimidad. Es un gran bienhechor; pero ni él es un Dios de nosotros y menos un Dios con nosotros, ni pide que estemos con él y seamos suyos.

Creo que con bastante frecuencia los eclesiásticos y las religiosas pensamos mal de Dios. Nos lo imaginamos como la pieza clave del tinglado que tenemos montado: un entramado de normas disciplinares, cultuales y morales, un cúmulo de tradiciones, un mundo de construcciones antiguas y modernas, de imágenes y de libros, una red de relaciones codificadas... Todo consolidado e incluso un tanto gastado, a veces un poco repetitivo, como anodino, casi como vacío. Pero, así es la vida, así, puede alegarse, son los otros ámbitos. En todo caso ese es el mundo de uno, que gira todo alrededor de Dios, aunque ese Dios sea un poco abstracto, casi como un comodín. De todos modos no es poca la gente que viene a nuestro mundo a tomar contacto con él y que allí encuentra algo de vida o esperanza o consuelo.

La pregunta es quién es ese Dios para nosotros, no como administradores de servicios religiosos, como profesionales de la religión sino como, digámoslo así, consumidores privados. Nosotros, que lo conocemos por dentro, ¿acudiríamos a ese mundo? Como esas personas únicas que somos ¿qué relaciones tenemos con el Dios que presentamos y con su mundo, digamos oficial, al que pertenecemos? ¿Desbordan lo profesional, así sea sincero y con buena voluntad? Dicho sencillamente ¿somos personas religiosas? ¿Somos hombres y mujeres de Dios? O, preguntándolo de otra manera, el Dios que tenemos ¿da para tanto? ¿Es un Dios capaz de hacerle a uno feliz? ¿Cuánto puede uno dar por ser una persona así? ¿Puede darlo todo para buscarlo, para vivir desde él, para servir a su designio sobre el mundo?

El antiguo adagio dice lex orandi, lex credendi, es decir que mi Dios no es aquél del que hablo sino el Dios con el que efectivamente me relaciono. Eso significa que una imagen pobre, negativa, no suficientemente suscitadora, en suma idolátrica de Dios, no se supera sólo a base de estudio. Sólo relacionándome con él de un modo más pleno, en definitiva, teniendo fe en él, se revelará el verdadero rostro de Dios que es el absolutamente digno de fe. No es posible saber ni decir algo más profundo y complexivo de él. Pero, ya lo hemos dicho, el misterio enunciado sólo se revela en su densidad de misterio al que lo practica, es decir, en este caso, al que efectivamente se pone en sus manos.

La pertenencia a la institución eclesiástica dificulta la relación abierta con Dios

Hay que reconocer que la pertenencia a la institución eclesiástica, tal como está constituida, dificulta que nos pongamos en manos de Dios. Es parecido a lo que decíamos respecto de medirnos por la situación (porque es la otra cara de la moneda). Vivir de fe es un modo de existir demasiado abierto y por eso demasiado imprevisible y demasiado riesgoso. La fe en Dios es una fe absoluta, en el sentido de que no hay otro acceso a él ya que Dios no es un ser de este mundo, como sí son las otras personas, y también en el de que la realidad de Dios pide una fe total. Por tanto es una fe cuya dinámica pide salir del propio egoísmo, de las propias apetencias y pretensiones, de las seguridades en las que se está instalado para empezar a vivir de esa relación, de lo que ella vaya dando de sí, de lo que vaya pidiendo y de lo que nazca de ella.

El eclesiástico y la religiosa son un poco como Nicodemo, gentes establecidas, con una reputación más o menos sólida, con una trayectoria, con una figuración social. Y todo eso a través de una institución que tiene sus normas, sus coordenadas, que lo van configurando a quien se entrega a ella. Implícitamente se va haciendo una cierta equivalencia entre entregarse a Dios y entregarse a la institución: Esto segundo, de algún modo, sustituye a lo primero. Pero es imposible verlo así. Y oficialmente se sostiene lo contrario: la institución es la vía más segura de acceso a Dios. Por eso plantear una relación estrictamente personal, incondicionada, absolutamente abierta con Dios, puede verse como algo superfluo, más aún, pretencioso, como una aventura irresponsable.

Y es cierto que esta propuesta es peligrosa, como todo gran amor lo es. Donde es posible la vida verdadera, la vida eterna, la salvación, también son posibles el autoengaño, el extravío y la perdición. Según Jesús quien no arriesga nada es absolutamente seguro que pierde: ceder al afán de seguridad es condenarse a la esterilidad, a no dar fruto (cf Mt 25,24-30).

Remover las aguas apara ir hasta las raíces es ciertamente ir más allá de lo establecido, es no hacer pie, es ir más allá de uno mismo. Es el precio para entrar en el misterio. Cristianamente no es posible un precio menor.

No estamos proponiendo, por otra parte, aventuras místicas en el sentido convencional de fenómenos excepcionales, no pretendemos que esa relación lleve a sucesos espectaculares. Proponemos sencillamente que esa relación lleve cada día la voz cantante y que sea una relación no de oficio sino realmente personal. Una relación, pues, desde donde cada quien está y desde lo que es cada uno. Una relación que parte de la aceptación sin máscaras de la propia verdad; una relación por tanto que no necesita impostarse, que por el contrario requiere desnudez. Y por tanto, insistimos, una relación que rebase absolutamente el papel de sacerdote o la condición de religiosa o religioso. Si no nos podemos desvestir de esos condicionantes, si ellos nos configuran tanto que nos hemos identificado con ellos y ni en esa intimidad con nuestro Dios queremos despojarnos de esa figura institucional y social, es que rehusamos la relación personal, es que no queremos entrar en el misterio. Es que, todavía peor, hemos identificado tal vez el misterio con lo que socialmente tenemos entre manos y representamos. Es la hipocresía que Jesús reprochó a la institución eclesiástica de su época. Y los que andaban en la mentira asesinaron a la luz para no verse puestos en evidencia.

LA INSTITUCIÓN ECLESIÁSTICA DEBE SUBSUMIRSE EN EL PUEBLO DE DIOS

La puerta para que nuestra Iglesia sea sacramento es que como cristianos pertenezcamos al misterio cristiano y esto exige que vayamos más allá de nuestros papeles institucionales, de modo que seamos pacientes pastorales antes que agentes pastorales. Esto significa a nivel eclesiológico que la institución eclesiástica se subsuma en el seno del pueblo de Dios. Actualmente, como reconoce repetidamente la Conferencia Episcopal Venezolana, el pueblo venezolano no se reconoce Iglesia. La razón es obvia: la institución eclesiástica es externa al pueblo venezolano. Doblemente externa: la externidad primordial de ser, estructuralmente hablando, una institución criolla y la externidad de su talante buidamente estamental.

Como institución criolla es externa a los de abajo y se pretende su representante natural. Pero además, como en buena medida no está compuesta por descendientes de las antiguas estirpes sino por gente de origen popular que acceden al nuevo status por su cargo, independientemente de su cualificación y de su calidad humana, es normal que se dé la tendencia a entender la posición adquirida como una prerrogativa que se usufructúa independientemente del desempeño profesional. Esta propensión se refuerza con la externidad derivada de la pretensión estamental, que estaría fundada en el carácter sacral del clero entendido, en contra de las fuentes cristianas, como separación de lo profano, una separación que se traduce en privilegio. Actualmente hay una corriente creciente que basaría la significatividad y por ende la sacramentalidad de la Iglesia precisamente en acentuar esta distinción, tanto en lo que tiene de categoría social como en la sacralización de la institución por la vía de la exigencia disciplinar. Otros no querrían enfatizar la distinción ni crear barreras artificiales, pero de todos modos sí buscan la significatividad en el fortalecimiento de la institución en su carácter de posicionalmente criolla para utilizar esa eficacia renovada en favor de las grandes mayorías.

Nuestra propuesta no va por ahí. La primera corriente, además de su poca consistencia cristiana, nos parece suicida. La segunda nos merece respeto por su voluntad de hacerse cargo de la situación y responder desde los recursos disponibles entregados a que haya más vida. Sin embargo no la avalamos porque nos parece cortoplacista y por eso incapaz de aportar soluciones duraderas o por lo menos de apuntar en una dirección realmente superadora.

Para nosotros el punto de partida tiene que arrancar por la realidad que somos nosotros mismos, con nuestra ubicación social. Por ahí debe comenzar nuestra acción sobre la realidad. Esto a nivel institucional significa acabar con esa separación de clero y fieles, que hace siglo y medio calificó proféticamente el obispo Rosmini como la primera llaga por la que se desangra la santa Iglesia. Ante todo hay que acabar con la separación sacral, que es la negación de la dirección encarnatoria que define al misterio cristiano. Sagrado, en el sentido de incondicionado, de absoluto, de fin último son sólo las personas (las de la comunidad divina y las humanas). No es sagrada la religión ni sus personeros como tales. Sólo es sagrado lo escatológico y en la vida eterna no habrá templo ni clérigos ni sacramentos. Lo escatológico es la humanidad consumada: "El hombre Jesús de Nazareth reveló en su humanidad tal grandeza y profundidad, que los apóstoles y los que lo conocieron, luego de un largo proceso de comprensión, sólo pudieron expresar: humano así como fue Jesús sólo puede ser Dios mismo" (Boff: Jesucristo el Liberador. Buenos Aires 1975, 187).

La significatividad no por la separación sino por la autoridad de la excelencia

Así pues, la única distinción, que no separación, a la que puede y debe aspirar todo cristiano y muy particularmente si es miembro de la institución eclesiástica, es a la excelencia humana. Pero esa excelencia humana, no según la estimativa establecida, sino tal como se reveló en Jesús. En él la grandeza humana no se presentó como rango social. La encarnación de Jesús tiene insoslayablemente una dimensión kenótica. Eso significa que, si la institución eclesiástica quiere llevar entre nosotros el título de cristiana, no puede reivindicar ni aceptar un lugar de preeminencia social. Socialmente sus representantes tienen que ser, como él, "uno de tantos". Sí deben pretender la autoridad de su Maestro, que no estaba ligada a ningún reconocimiento institucional sino a su consistencia interior, a su experiencia de la vida, a su capacidad de interpretar los signos de los tiempos y los corazones humanos, a su entereza para asentar la verdad desenmascarando las posiciones oficiales, y a su compromiso humilde y generoso con la suerte de los de abajo; todo ello fundado en su experiencia de Dios, en su relación confiada y entregada a su voluntad.

Así pues la institución eclesiástica sí debería destacarse por su ejemplaridad y su capacidad de liderazgo. Pero no como una corporación sino en el seno del pueblo de Dios. Se puede decir que a la larga el poder conspira contra la autoridad y la sacralización contra la excelencia humana. El poder cultiva la distancia y las relaciones asimétricas, sustrae la propia persona y cuando se hace ver es en apariciones controladas y rodeado de atributos que robustecen su posición. La autoridad por el contrario se patentiza en la cercanía, en la relación abierta, en la desnudez; cuanto más trato se tiene, más se percibe la consistencia y la capacidad de dar vida que son la fuente de la autoridad. Si la humanidad florece en la fluidez de la vida, la sacralización conspira contra ella: no facilita el intercambio simbiótico con el medio ni siquiera el diálogo franco consigo mismo. La separación sacral aleja de los problemas de la vida, de su densidad concreta y eso dificulta el ejercicio de la misericordia y es proclive al fariseísmo

Nuestra propuesta, por tanto, nada tiene que ver con un igualitarismo por abajo, carente de sentido cualitativo. Por el contrario está toda dirigida a estimular la significatividad de la Iglesia: La no separación sacral será significativa si desemboca en "la religión de la caridad" (Pablo VI), no en el sentido de cultivar el amor humano como una religión sino en el de mostrar que los hijos de Dios, precisamente porque conocen al Padre y corresponden a su amor, aman a aquéllos que han recibido el ser de él y por los que su Hijo dio la vida. Y la no separación como rango social dará fruto si es capaz de activar al pueblo como sujeto social ayudando a que llegue a ser una magnitud cualitativa.

Incluirse en la acción pastoral como paciente pastoral

El camino para que la institución eclesiástica se subsuma de este modo en el pueblo de Dios pasa por redimensionar todo lo que se hace de manera que los agentes pastorales no hagan nada para los demás que no sea también y en primer lugar para sí mismos. Y que no hagan nada cuyo sujeto sean ellos solos sino que su papel sea estimular de tal modo la participación que tendencialmente se borre la distinción entre agentes y destinatarios como dos sujetos sociales distintos y todos vayamos siendo a la vez una cosa y la otra.

No todo lo que se hace actualmente puede hacerse también para uno. Por ejemplo, es imposible que alguien pueda vivir tres misas diarias, y no es fácil tampoco que viva tres misas dominicales, si son en el mismo local y con destinatarios semejantes. Si este principio es absoluto significa que habrá que sustituir las otras misas por celebraciones de la palabra; y que las misas, aunque más escasas, sean en verdad cualitativas. Esto no tiene que provocar resistencias, si se parte de una sana teología según la cual Jesús está tan realmente presente en la comunidad (Mt 18,20; Hch 9,5) como en la Eucaristía, más aún si la Eucaristía es un caso especialmente intenso de la presencia de Jesús en la comunidad que se reúne en su nombre para hacer memoria de él y seguir su causa. Lo mismo podríamos decir de las bodas en serie o bautizos tan masivos, que no sólo el cura sino ninguno de los asistentes los puede realizar con genuina devoción.

Si no todo lo que se hace puede seguir haciéndose, casi todo lo que se hace se haría distinto, si en primer lugar se trata de la salvación y el aprovechamiento espiritual del propio agente pastoral, es decir si él no está haciendo un montaje para otros sino que se entiende como un componente de ese colectivo que expresa su fe y así la activa. Es obvio que en una sana espiritualidad el clero secular y los miembros de la vida religiosa deben tener actos de piedad individuales y en sus propias comunidades, pero debería resultar igualmente obvio que ellos de ningún modo deberían totalizar su alimentación cristiana sino que una parte muy significativa de la misma debería tener lugar en el desempeño mismo de la pastoral, que no sería ya una acción de los agentes pastorales dirigida a los fieles sino una acción de la comunidad dirigida a ella misma, en la que se incluye el agente pastoral.

En este esquema la especificidad del agente pastoral no se borra. Subsumirse la institución eclesiástica en el seno del pueblo de Dios no significa desaparecer en él. Por el contrario, sólo dentro de él actúa sin alienarse y sin infantilizar. El papel de la institución eclesiástica estriba en primer lugar en reconocer los dones que el Espíritu ha puesto en el seno del pueblo de Dios para darles lugar y estimularlos y para ser estimulada y enriquecida con ellos. En segundo lugar tiene que ayudar a coordinarlos y canalizarlos de modo que edifiquen y construyan armónicamente la comunidad. Y en tercer lugar, a la medida del don recibido, estimular a la comunidad desde la trascendencia de la Palabra recibida en la tradición y actualizada en el presente como palabra profética. Pero este tercer cometido sólo construye, si se lo actúa desde los otros dos, es decir desde dentro, desde la pertenencia fraterna a la comunidad.

El sujeto sacramental no es la institución eclesiástica sino el pueblo de Dios organizado

Pero ocurre que hoy con mucha frecuencia es el propio agente pastoral el principal obstáculo para que surja la comunidad porque se coloca por encima de ella, como dueño y señor, tiranizándola y no sirviéndola desde dentro, como un espejo en el que los demás puedan mirarse (1Pe 5,3). Y así lejos de reconocer los dones de los demás sólo hace valer las propias prerrogativas canónicas (que muchas veces no son tales y que casi nunca se hacen valer por motivos auténticamente cristianos).

Gracias a Dios, hay también suficientes ejemplos en la Iglesia latinoamericana y en nuestra Iglesia venezolana que patentizan cómo cuando la institución eclesiástica se subsume dentro del pueblo de Dios alcanza tal grado de significatividad que no sólo la comunidad da incesantes gracias a Dios por sus pastores sino que toda la Iglesia así repotenciada se convierte para la sociedad a la que pertenece en luz que interpela y orienta, en buena nueva que alegra a quienes tienen el corazón recto y en levadura que la humaniza y vuelve agradable a Dios.

De todo lo dicho se desprende que la Iglesia no puede ser sacramento de salvación si en la práctica se equipara a la institución eclesiástica. Como todo grupo humano organizado y estable, la Iglesia tiene también una dimensión institucional. Pero no reside en ella la sustantividad de la iglesia ni su sacralidad; y por eso su configuración concreta sólo se justifica en cada caso por su funcionalidad en orden a su misión. Así pues la Iglesia no puede no tener expresiones institucionales; pero éstas han de ser tan trasparentes que sea perceptible en ellas el misterio que las trasciende. Tiene que aparecer con claridad que el sujeto que se expresa en ellas no es la institución como tal sino el pueblo de Dios organizado, la comunidad concreta de los creyentes efectivamente (no sólo en principio) representada por sus voceros. Si esta representación no existe, de hecho quien habla es una institución del orden establecido (esté en el poder o en la oposición). Su palabra no tiene entonces más peso que el del sistema; dice lo que se espera que se diga, es decir cumpliendo con la función que tiene asignada en él. Y por tanto sus palabras carecen de verdadera autoridad. No tienen peso porque no tienen trascendencia. Invocan el nombre de Dios, pero no participan de su misterio.

La palabra significativa es la palabra específicamente cristiana

Por eso las palabras de la institución eclesiástica deben dirigirse la mayoría de las veces no a la sociedad como tal (ya que entonces la institución eclesiástica venezolana habla a los venezolanos meramente como institución venezolana y en concreto como una de las instituciones criollas) sino a los cristianos venezolanos. Y debe hacerlo no con palabras confesionales, disciplinarias, cerradas, en definitiva sectarias, sino desde su pertenencia al misterio cristiano, que como hemos insistido es un misterio de humanidad. Debe dirigirse a los que quieran ser humanos al modo de Jesús y con su Espíritu.

Estas palabras mucho más concretas que las dirigidas sin más al país, mucho más específicas, sin pretensión de globalidad y mucho menos autoritativas, son sin embargo mucho más interpelantes. Colocan una distancia, que es horizonte y meta, pero que puede convertirse en un punto serio de reflexión, incluso en una llamada. Eso para cualquiera que las quiera escuchar. Para los que se sienten cristianos son una convocatoria a la fidelidad: la invitación a ese viaje al que aludimos a las raíces para asumir la realidad con el mismo espíritu que el Maestro. Tienen que ser palabras fuertes, como las suyas (tienen que ser ni más ni menos que su equivalente en nuestra situación), palabras que obligan a decisiones dolorosas ya que nos colocan ante el designio absoluto de Dios sobre la realidad y en concreto sobre la que nos toca vivir. Pero que no son un cuerpo disciplinar sino semillas que instauran un proceso que conduce a la transformación personal y al compromiso con la realidad.

Las palabras institucionalistas, como en definitiva son atestatorias, nada dicen y a nada comprometen. Pero las palabras cristianas son siempre bandera discutida que en primer lugar ponen en evidencia al mismo que las dice. Además, como tocan intereses consolidados provocan reacciones encendidas y no pocas veces tergiversaciones malintencionadas. Pero sobre todo, en sí mismas son discutibles, y por eso quien las emite debe estar dispuesto a responder por ellas, tanto modificando lo que se mostrara erróneo, poco penetrante o desconocedor de aspectos medulares, como manteniéndolas a pesar de la oposición cuando se ve pertinente. Esas son palabras sacramentales: altamente significativas, que ponen el dedo en la llaga, que convocan a conversiones hondas, que llevan sin duda conflicto, pero que en definitiva causan salvación. Son palabras que arrancan de la pertenencia al misterio cristiano, aun en medio de las grandes limitaciones y aun pecados, y no de ninguna lógica institucional, y que por eso son imposibles en tanto los miembros de la institución no se subsuman en el seno del pueblo de Dios.

Vamos en la dirección del predominio institucional

Nos hemos demorado mucho en este aspecto porque nos parece que no sólo hay tremendas resistencias en reconocerlo sino porque parecería que marchamos en la dirección contraria. No hay voluntad real de pertenecer al misterio, y precisamente por eso se lo tergiversa entendiéndolo como separación y no como humanidad plena al modo de Jesús (1Jn 2,6). Si fue funesta para la Iglesia una reforma como la postridentina, llevada a cabo con seriedad y tremenda exigencia, pero por vía disciplinar y como separación, mucho peor es aún cuando estas exigencias son más bien procedimentales y están propuestas por quienes carecen de autoridad moral.

La reforma tridentina se basó en la institución eclesiástica y así no sólo desconoció a la comunidad cristiana sino que apostó contra ella ya que llegó a verla como amenaza. No fueron comunidades cristianas esos grupos rigurosamente pautados que propició como alternativa para paliar ese enorme vacío. El resultado fue la cosificación de los signos sacramentales y la desaparición de ese concreto y cotidiano conllevarse que es el alma de la Iglesia. Al desaparecer la comunidad, quedaron la institución, los individuos y la masa. La fraternidad tuvo que labrarse sus propios cauces y casi sólo se pudo expresar como misericordia con los necesitados, cuando no degeneró en paternalismo bienintencionado.

Hoy nuestra Iglesia está tentada en dos direcciones que la inhabilitan para ser sacramento de salvación. La primera, más crasa y desgraciadamente en auge, lleva en la dirección de una prestación formalista de servicios religiosos. Es una dirección suicida. La segunda se aboca esforzadamente a la prestación supletoria de servicios sociales. Esta dirección tiene mucha demanda y es fuente sólida de estima pública. Aquí mi temor es doble: por un lado me pregunto por cuánto tiempo se mantendrá la calidad de la oferta, es decir de los sujetos, absorbidos por estas tareas y proclives a realizarlas insensiblemente desde la óptica del orden establecido, y por otro lado y como consecuencia de ello, existe el peligro de que se mantengan con los usuarios unas relaciones estructuralmente clientelares, aunque haya pulcritud administrativa y el mayor humanismo posible. A la postre, el Evangelio se reduce a generosidad y eficiencia.

No creo que ésa sea la sacramentalidad que debería caracterizar a nuestra Iglesia.

EL SIGNO MÁS TRASCENDENTE, REVULSIVO Y SALVADOR: EVANGELIZAR A LOS POBRES

Proseguir hoy en nuestro país la historia de Jesús (que es como dijimos el modo que tiene la Iglesia de ser signo e instrumento de salvación) significa ante todo evangelizar a los pobres (Lc 4,18;7,22). Nada más significativo, más revulsivo, más salvador. Es una tarea rigurosamente trascendente: ningún grupo social la tiene entre sus objetivos. Si la Iglesia lo hace es porque es la de Jesús y la del Dios de Jesús. Evangelizar a los pobres es relativizar el orden establecido y poner un horizonte alterno. Por eso es una acción subversiva que se la descalifica por antihistórica e ineficaz. Sin embargo sin la evangelización de los pobres, que aspira a que se constituyan en sujetos en la sociedad y en la Iglesia, no hay salida para el país ni a nivel económico ni a nivel social ni al nivel más complexivo cultural. Por estos motivos en esto es sobre todo nuestra Iglesia hoy sacramento de salvación.

Pero ¿qué es evangelizar a los pobres? La buena nueva que Jesús y la Iglesia tienen para ellos es que el reino de Dios es suyo. El reino de Dios en sentido objetivo, esa vida plena y compartida, adviene a través de esa relación que Dios entabla con cada uno, que es el reino en sentido subjetivo, es decir su reinado, su acción de reinar. Dios no reina sometiendo sino estableciendo una alianza. El evangelio es que Dios ama a los pobres con un amor respetuoso y tierno, un amor que lo cualifica tanto a él que es en verdad el Dios de los pobres.

Decir esto no sólo verbal sino realmente a los pobres no es tan fácil, porque no podemos dar por adquirido que los agentes pastorales creamos realmente que eso es así, es decir que Dios es antes de los pobres que de la institución eclesiástica y que el Dios de la institución eclesiástica no es otro que el Dios de los pobres. Creer que eso es así es recibir a ese Dios en el corazón como una buena noticia para uno. Ningún miembro de la institución eclesiástica es pobre. ¿Por qué habría de ser buena noticia que Dios sea el Dios de ellos? Es una noticia que nos relativiza, que echa por tierra nuestra pretensión de ser los más cercanos a Dios, sus predilectos.

Sólo si nuestro Dios es el de Jesús, si sus palabras son para nosotros palabra de Dios, si proseguir su historia es nuestra gloria, nuestra alegría y nuestro deseo, sólo entonces daremos efectivamente el evangelio a los pobres, les comunicaremos esa noticia inaudita con verdadera alegría y nos entregaremos a ellos nosotros mismos como expresión de ese amor de Dios que les anunciamos. Nos entregaremos como Dios, con su mismo respeto y ternura.

Y entonces los pobres podrán recibir ese evangelio en toda su densidad: en espíritu y verdad. Y no hay nada que el pobre necesite tanto como que se relacionen con él con ese respeto positivo que contiene el reconocimiento. La exclusión desmoraliza más que el hambre y la falta de trabajo. El que nadie lo mire, el que no se le pregunte nada, el que no se lo tome en cuenta, el que no exista para nadie engendra desánimo, amargura y a la larga, atonía. El que se lo acompañe humilde y discretamente, si no es un operativo sino echar la suerte con ellos, despierta energías dormidas, hace nacer la esperanza y provoca un proceso realmente liberador.

Sólo este acompañamiento solidario convierte al pobre en sujeto. Una institución eclesiástica intermediaria del orden establecido para paliar los efectos más devastadores de la inserción en la figura histórica vigente puede ayudar a mantener en vida a no pocos carenciados, pero nada puede hacer para que se transformen en sujetos sociales. Y sólo esto es lo decisivo.

Este acompañamiento tiene que acontecer a dos niveles: en las relaciones cortas, es decir con nombre y rostro concreto, en el seno de la comunidad y en los grupos, y en el tú a tú de la atención individualizada, y en las relaciones largas, es decir en las que se dan en el cuerpo social, anónimamente, tanto en los actos masivos como en el rece del tráfago cotidiano y de las relaciones burocráticas. En el país tenemos sensibilidad para las relaciones cortas, aunque no precisamente éstas que proponemos sino las relaciones étnicas, que son cerradas (la familia, los compadres, los paisanos, los amigos) o las clientelares, que son asimétricas. Acompañar a los pobres y que los pobres se acompañen entre sí de este modo abierto y respetuoso, como correspondencia a la fe que el Dios de Jesús tiene en ellos, es una novedad para todos a la que tenemos que nacer cada quien dejando atrás unos la presunción de superioridad y otros el encogimiento, el resentimiento y el mimetismo.

Si este tipo de relaciones cortas son novedad histórica, más lo son las relaciones largas. Tratar a los pobres como colectivo con respeto, con reconocimiento y con una discriminación positiva (que en eso consiste tratarlos como colectivo de un modo personalizador) es algo que no está en absoluto en nuestro ambiente. Sí lo estuvo en este siglo (hacia su segundo tercio) en un grupo significativo de la burguesía que dedicó su vida a trabajos públicos desde este respeto primordial: médicos, arquitectos, educadores, ingenieros, políticos.... Pero como grupo eso se perdió desde los años 70, ahora sólo quedan excepciones. Si el populismo halagó a los pobres (lo que implicó una falta de respeto, una utilización y por tanto una falta de relaciones personalizadoras) la ideología vigente los desprecia cruelmente y hasta los culpabiliza de su situación. El colectivo de los pobres no es tomado en cuanta como sujeto en ningún plan, ni del gobierno ni del Estado ni de lo que llamamos sociedad civil. Tampoco de la Iglesia en cuanto se identifica con la institución eclesiástica. No sólo eso, la institución eclesiástica establecida margina a los pobres, incluso como clientes, como simples destinatarios de su acción. No hay apenas ninguna parroquia en zonas de pobres, a lo más en zonas populares. Y lo normal es que en ellas estén los incipientes o los desechados. Así funciona la carrera eclesiástica. No podemos decir eso de la vida religiosa en cuanto a la selección del personal (aunque en este aspecto hay un retroceso respecto de décadas pasadas), pero sí en relación a su número.

Evangelizar a los pobres como colectivo exige una claridad muy grande en la institución eclesiástica ya que es una toma de posición sistemática. Ellos tienen que saber que la Iglesia está con ellos, no como institución poderosa que los cobija sino como pueblo de Dios organizado que considera que los pobres son el corazón del pueblo de Dios, como cuerpo de Cristo en la historia que proclama que los pobres son el cuerpo del Nazareno en la historia. Esto lo tienen que validar los pobres en cada ocasión. Tienen que sentir que la Iglesia está en la misa acera de ellos. Esta posición fundamental se expresará en gestos y se traducirá en iniciativas, pero lo fundamental es que se dé y cuando se da es una buena noticia para el pueblo. Es lo que hizo Jesús. El pueblo sabía que estaba de su parte. Como enviado de Dios, como expresión de esa predilección de Dios. Y por eso de un modo absolutamente fraterno. Sin halagarlo. Por el contrario, desafiándolo a ir siempre más adentro y más allá. Pero perteneciendo a él. Y desde él para el bien de todos. Ese es el acompañamiento en relaciones largas, decisivo en la situación actual para que la Iglesia sea sacramento de salvación.

LA IGLESIA GERMEN DEL REINO: COMUNIDADES ALTERNATIVAS Y ABIERTAS

Ya hemos insistido en que una Iglesia identificada con la institución eclesiástica y más en nuestro caso una institución que forma parte de la institucionalización criolla vigente y con pretensiones estamentales no puede evangelizar a los pobres, no puede entrar en su mundo para acompañarlos fraternalmente como expresión de ese amor de predilección, tierno y respetuoso, de Dios por ellos. Hemos insistido que la institución eclesiástica sólo podía ser significativa si se subsumía en el seno del pueblo de Dios. Vamos a referirnos ahora a la figura concreta que tiene que tener entre nosotros este pueblo de Dios para que exprese ese carácter de sacramento que le compete. Queremos destacar dos notas: la Iglesia está llamada a ser entre nosotros un ámbito de vida fraterna alternativa y un santuario del Dios liberador.

Empezaremos por el ámbito de vida fraterna alternativa. Este ámbito comprende ciertamente las relaciones cortas y se realiza en ellas, es decir en las comunidades y grupos; pero no se reduce a ellas sino que tiene que validarse en las relaciones largas. La Iglesia no puede seguir siendo un ámbito sacral y de servicios despersonalizados en el que cada quien va a resolver su propio negocio. En una cultura de comunidades cerradas que desampara el campo social público, es altamente significativo el que existan tanto comunidades abiertas como un ámbito público en el que se realiza el respeto y la fraternidad.

Es normal que la constitución del ámbito comunitario abierto haya comenzado en nuestra Iglesia por el mundo popular. Son los pobres con espíritu, como corazón de la Iglesia de Jesús de Nazaret, quienes están llamados a ser el embrión de este pueblo nuevo que, en medio de sus tremendas limitaciones y pecados, se esfuerza por vivir la fraternidad abierta de los hijos de Dios. En nuestro país esas comunidades, aunque pocas e incipientes, son ya una buena noticia en su medio popular y para la institución eclesiástica que se acerca a ellas evangélicamente.

Pero estas comunidades nacen de la evangelización y hoy son menos que hace décadas los evangelizadores del pueblo. Si hace décadas las comunidades cristianas populares eran el proyecto de un grupo minoritario pero muy significativo de la institución eclesiástica, hoy son sólo expresión de algunos agentes pastorales. Y esto nos parece muy grave para la sacramentalidad actual de nuestra Iglesia, si, como creemos, la configuración en comunidades abiertas es un signo de los tiempos y pasa necesariamente por las comunidades populares.

Hoy, gracias a Dios, existe un creciente número de cristianos no populares, pero realmente solidarios, que buscan este contacto orgánico con cristianos pobres para constituirse a su vez en comunidades cristianas autosustentadas. Quieren vivir cristianamente, es decir de un modo alternativo al de la cultura vigente, y ven certeramente que para hacerlo establemente necesitan constituirse en sujeto social. Y captan, con instinto evangélico, que los cuerpos sociales que formen ni se consolidarán ni conservarán su calidad evangélica, es decir su trascendencia respecto a lo dado, si no mantienen relaciones con el mundo de los pobres que vayan más allá del esquema de sujeto a destinatario (promotor-promovido, concientizador-concientizado, flacilitador-facilitado) es decir que se lleven a cabo con sujetos sociales, con comunidades y grupos cristianos populares.

Como vemos es un momento de potencialidades muy promisorias, pero que puede frustrarse por la falta de una institución eclesiástica que fomente las comunidades cristianas populares, que acompañe a cristianos no populares solidarios, y que haga de puente entre ambos mundos.

Así como en el plan de Dios la familia y las demás comunidades naturales son ámbitos para que los seres humanos aprenden a salir de sí y se ejerciten en el amor de donación y en la reciprocidad de dones, de modo que ya adultos puedan entablar con todos relaciones personalizadoras (cortas y largas), así en este mismo designio divino la Iglesia sería "germen y principio de este reino" (Lumen Gentium 5), "un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz" (prefacio de la misa de Cristo Rey). Ahora bien, la Iglesia es germen de ese reino, no por definición sino si de hecho contiene esas semillas y si en alguna medida ellas la configuran. Un aspecto altamente significativo para nosotros hoy de esta configuración es que sea ámbito de fraternidad abierta.

Si esa fraternidad no es étnica sólo tomará cuerpo en cuanto los cristianos de nuestra Iglesia incorporemos las notas de ese reino eterno y universal. En este sentido decíamos que la fraternidad está basada en la tensión hacia un modo de vida alternativo. Las comunidades y el ámbito entero de fraternidad sólo se mantienen por el movimiento. Es muy útil y conveniente que encuentren estructuras adecuadas (y esa es precisamente una de las manifestaciones de este impulso espiritual), pero en rigor es el conato, renovado siempre, de configurarse según el Señor Jesús el que robustece la fraternidad, supera cansancios, cura heridas, capacita para perdonar y pedir perdón, anima a acoger y espolea a la comunidad a no cerrarse sobre sí misma sino a proyectarse sobre la comunidad humana de la que forma parte como humilde sal y levadura contagiosa.

No se trata de ser farisaicamente mejor que nadie, pero sí se aspira con toda el alma a ser transformados por Dios. Y en efecto en las comunidades cristianas populares las personas reconocen con humilde agradecimiento que en sus vidas hay un antes y un después, que son personas distintas y que ese cambio ha sido posibilitado por la novedad de la comunidad, por la fraternidad encontrada en ella.

Hoy en nuestra cultura los elementos más significativos de esta vida alternativa serían la libertad respecto de la incitación al consumo y de la cultura de masas; la austeridad drástica que libere energías y recursos para ejercitar la creatividad, la imaginación y la solidaridad, para vivir y ayudar a vivir, para convivir; la libertad incluso respecto del mercado de trabajo de modo que el trabajo sea no sólo medio de vida sino modo humanizante de vivir, pagando el precio de menos remuneración y más inestabilidad que normalmente lleva esa decisión; la adquisición esforzada de aquellos bienes civilizatorios que pongan a la altura de la situación de modo que pueda decidirse no como mera resistencia sino superadoramente; todo esto como expresión de que vivimos no en el horizonte establecido (que se pretende totalizante) sino en el horizonte del reino que anticipó Jesús con sus acciones y palabras simbólicas y que comenzó en su resurrección.

Esta vida alternativa, como vida personal que es, es eminentemente social; por eso ella presupone un ámbito de fraternidad, al menos en ciernes, a la vez que lo constituye dotándolo de contenido. Porque es obvio que esos elementos difícilmente pueden ser vividos por un solo individuo; son más bien el horizonte compartido de un colectivo que aspira seriamente a vivir de ese modo y que se ayuda y estimula en este empeño.

Repetimos que la Iglesia no es el sujeto adecuado del Reino. Ese sujeto es la comunidad divina y toda la humanidad como cuerpo social. La Iglesia, pues, no tiene por finalidad construir el Reino sino simbolizarlo. Eso significa que la Iglesia es sacramento. Pues bien, esta vida alternativa en el ámbito de comunidades fraternas y más en general de un clima fraterno es expresión sobresaliente de esa sacramentalidad. Insistiendo en que la novedad acontece en el seno de la masa, y sin embargo con la visibilidad de comunidades, grupos e instituciones, y en medio de la labilidad y pecaminosidad humana, que hoy en nuestra Iglesia significa una escalofriante escasez de recursos humanos, una gran pobreza de todo, pero también un ánimo sencillo, fresco y a pesar de todo persistente de vivir esa frágil y hermosa aventura.

UNA IGLESIA SANTUARIO EN LA CIUDAD SECULAR

Ese ámbito de fraternidad abierta que debe ser el Pueblo de Dios para que sea sacramento es germen del Reino no sólo porque lo prefigura, aunque modestamente, con su vida alternativa sino porque es capaz de poner en contacto con esa fuente sagrada de vida que es el Dios del Reino. La Iglesia de Jesús no desliga a Dios de su Reino en un espiritualismo intimista y descomprometido; pero tampoco concibe un Reino sin Dios. Ella propone el reino de Dios, y en esa expresión Dios no es meramente el dador del Reino sino su contenido medular. Dios no es sólo el creador de la vida sino que la relación con él es vida eterna. Es lo que decía Ireneo: "La gloria de Dios es que el ser humano viva y la vida del ser humano consiste en la relación íntima con él" (el conocimiento en el que culmina la fe). Naturalmente que esa relación en esta vida no es un encuentro ensimismado sino que lleva al cumplimiento de su designio sobre la humanidad y la creación: instaurar la vida fraterna de los hijos de Dios. Así pues responder a Dios lleva a fomentar la vida (frente a la exclusión que segrega el orden establecido) y a velar por la calidad fraterna de esta vida (frente a la lucha por prevalecer sobre los demás que entroniza la antropología vigente); pero todo esto desde la condición de hijos que se ponen confiadamente en manos de su Padre.

Nuestra Iglesia no será sacramento si descuida esta dimensión específicamente religiosa. Más aún, no lo será si ella no es tan densa que configura a la Iglesia. Nuestra Iglesia tiene que ser la Iglesia de Dios. Pero para que lo sea (ya hemos insistido en ello), nosotros tenemos que ser hombres y mujeres de Dios. Aun con todos nuestros pecados y miserias, pero de Dios. Y eso significa que la relación con él lleve cada día la voz cantante; y que, a pesar de constantes resistencias y contradicciones, nos dejemos configurar por esa relación. Entonces estaremos en condiciones de hablar de Dios densamente y de llevar a él.

En esta época en que hay tanta hambre de Dios, en que tantas personas buscan ansiosamente tener una relación con él que las densifique y las salve, es triste y vergonzoso que en nuestra Iglesia tengamos tan pocos maestros espirituales. Es sintomático que mucha de esta gente que busca sinceramente a Dios no acuda para ser ayudados a las parroquias o a las casas religiosas porque la imagen que tienen del párroco es la de un funcionario y la de los religiosos y religiosas la de promotores educativos, sanitarios y sociales, pero en ambos casos no esperan encontrar a gente que participa de esa misma inquietud, que tiene hambre de Dios, que va resueltamente por sus caminos y que por eso como compañero avezado de camino puede acompañar a otros. Más aún, no se tiene la impresión de que la institución eclesiástica está para eso sino para hacer ritos sagrados (que tendrían eficacia por sí mismos, independientemente de la devoción de quien los ejecuta), para dictar normas (que supuestamente contendrían la voluntad de Dios) y para prestar servicios humanitarios.

Si hoy nuestra Iglesia no se configura para llevar al pueblo hasta Dios, no sólo no será sacramento de salvación sino que "su casa se les quedará desierta" (Mt 23,38; cf Jr 7,14; 12,7;26,4-6). Creo que esta coyuntura es decisiva. Dios no ha prometido indefectibilidad a cada Iglesia local. Si dejamos pasar esta hora de Dios, se eclipsará la sacramentalidad de nuestra Iglesia hasta Dios sabe cuándo. Así ha ocurrido con otras Iglesias. El problema no es sobre todo que la institución eclesiástica pierda la significatividad sino que el país se vea privado de esta ayuda para su salvación. Aún estamos a tiempo.

Los maestros de espiritualidad no se forman en las aulas, aunque (como experimentó santa Teresa) mucho ayuda una sólida formación. Pero lo decisivo es esa pertenencia al misterio cristiano en la que tanto hemos insistido y que de ningún modo se puede presuponer entre los miembros de la institución eclesiástica. Por eso tenemos que mirarnos de frente, desde los obispos a los superiores mayores religiosos o a los teólogos hasta los catequistas y demás agentes pastorales, y preguntarnos si estamos en camino, si estamos vivos espiritualmente hablando; y qué tenemos que hacer para que nuestra relación con Dios sea desnuda y abierta. Y desde ahí cómo pertrecharnos para ayudar a nuestros conciudadanos a encontrarse con el Dios vivo y verdadero, un encuentro en espíritu y verdad que transforme sus vidas.

No podemos resignarnos a no ser una Iglesia santuario. Tenemos que generar ámbitos de recogimiento y encuentro con Dios. No ceremonias ritualizadas ni montajes esotéricos, esteticistas, sino lugares y actos en los que sea posible el silencio y la desnudez, y en ellos, sin recubrirlos sino para expresarlos, florezcan símbolos densos en los que acontezca el misterio y se responda a él.

Porque hay que ser conscientes de que existe un bazar cultural que ofrece la experiencia religiosa al modo de la mercancía, es decir acondicionándola de manera que resulte lo más atractiva y lo menos costosa posible, es decir que proporcione experiencias gratificantes y que no exija una verdadera entrega personal. Así pues la Iglesia no puede entrar a ese bazar a competir acomodándose. La Iglesia tiene que seguir ofreciendo al Dios de Jesús; eso sí, ofrecerlo realmente, en el doble sentido de ofrecerlo a él y no a tradiciones sacralizadas y de que llegue efectivamente a la gente concreta que lo busca. Hay que evitar dos extremos: avergonzarnos de la cruz del Mesías y poner el punto de ruptura donde no está. No podemos ofrecer una gracia barata: Dios lo único que pide es todo; pero no podemos confundir el radicalismo cristiano con rigorismos que en vez de salvar empequeñecen. De las sectas tenemos que aprender la propuesta de una experiencia fuerte de Dios con la exigencia de un cambio profundo de vida; aunque sin su talante sectario, es decir sin presiones sicológicas, no como ley a la que uno se somete sino como horizonte que a uno lo atrae y hacia el que se dirige, desplazándose desde donde se está por transformaciones de las que uno mismo (además de Dios) es el sujeto.

Si nuestra propuesta es la del misterio cristiano, un elemento infaltable de ella, que custodia la trascendencia del proceso, es la lectura orante de la Palabra en comunidades vivas. Ya nos hemos referido a este aspecto al tratar en la primera parte de cómo es signo la Iglesia del Vaticano II. No lo vamos por eso a repetir. Sólo queremos insistir en que lo capital es el deseo de todos de escucharla. No puede haber uno que la señoree y controle (el pastor, el sacerdote, el exegeta): todos en oración debemos escuchar. Para poder escucharla hay que descifrar sus códigos (ese aspecto científico preliminar a la larga es indispensable); pero, si la Palabra es voz y no letra, nadie puede dispensarse de oír lo que dice hoy (Sal 95,7; Hbr 3,7-4,13). Así pues, debe ser una escucha realmente abierta. El horizonte interpretativo para nosotros no puede ser otro que el de Jesús. Para nosotros la Biblia debe ser leída desde los evangelios y ellos, que contienen lo que Jesús hizo y dijo (Hch 1,1), son ante todo Palabra de Dios. Ahora bien, el Espíritu que es el exegeta de Jesús, va recordando lo de Jesús según "lo que vaya viniendo" (Jn 16,13). Por tanto la Palabra no puede leerse al margen de la vida sino que ella sólo se abre cuando se da el deseo sincero de proseguir la historia de Jesús en nuestras propias vidas.

Si el oyente de la Palabra es ante todo el pueblo de Dios, es decir los cristianos que se llevan mutuamente en su vida cristiana (sea en relaciones cortas o largas), es claro que esta escucha no acontece cuando se equiparan Iglesia e institución eclesiástica. Por eso en nuestro país se está dando en medios populares y pobres que es donde se da el conllevarse. Somos testigos del poder humanizador que tiene la Palabra. Un poder a largo plazo porque obra al modo de la semilla, pero que es capaz de transformar realmente las vidas. Hoy en nuestro país hay hambre de esta Palabra. Es triste que haya pocos que repartan este pan de vida; pero cuando se da es palpable la alegría y el ánimo que cobra la gente, a pesar de las exigencias. No tenemos ninguna duda de que la sacramentalidad de la Iglesia hoy pasa entre nosotros por esta lectura orante de la palabra de Dios.

PROFETISMO SITUADO: DISCERNIR LA SITUACIÓN

Hay un aspecto de la sacramentalidad de la Iglesia que presupone los anteriormente enunciados (y por eso lo exponemos en último lugar), pero que de ningún modo puede estar ausente. Es la palabra profética. Para que sea palabra de peso presupone existencias auténticas y solidarias; presupone también que el sujeto de la palabra sea una colectividad personalizada, ya que también lo es el destinatario y el contenido, presupone finalmente (si quiere ser en verdad palabra profética, es decir de parte e Dios) un anclaje hondo en la trascendencia para que como Jesús podamos decir "que hablamos de lo que sabemos" (Jn 3,11). No un saber esotérico sino el conocimiento del designio de Dios obtenido a través de una vida de fe (cf Jn 4,24;6,69;10,38;16,30;17,8). Insisto en que este conocimiento no es un saber objetivado sino el sentido de lo que Dios quiere y del modo como quiere que se realice. Así pues, no hay ninguna ventaja, digamos científica, sobre los demás sino el conocimiento del modo de ser de Dios en sus relaciones con la humanidad y la creación, conocimiento obtenido a través del trato personal prolongado.

Este trato no sólo capacita para decir una palabra de peso de parte de Dios sino que la ocurrencia de decir esta palabra es un fruto de esta relación con él. Es fruto en cuanto que es un acto de solidaridad con nuestros conciudadanos decir esta palabra salvadora de parte de Dios, este evangelio; pero es también un encargo expreso suyo, que por medio de su Hijo nos envía al mundo para continuar su misión, como cuerpo del Mesías Jesús en la historia.

La profecía no es la aplicación de una ley supratemporal a una circunstancia específica. Es más bien la actuación concreta de la alianza de Dios con su pueblo. En Jesús Dios echó su suerte con la humanidad de un modo irrevocable. En este horizonte la profecía es una manera de actuar esa relación llamando a la fidelidad y eventualmente a la conversión en coyunturas decisivas y mostrando expresiones de esta fidelidad. Así pues la profecía nunca puede estar al margen de la situación a la que se refiere y es siempre un acto de solidaridad de Dios con aquéllos a los que se dirige. Pero no es expresión de las posibilidades de un sistema. Por el contrario, instaura en esa situación un horizonte, un campo imaginativo, unas propuestas que generan actitudes y energías que capacitan de modo que lo imposible hoy se torne posible mañana, y que actuándolo entonces se abran posibilidades nuevas.

La profecía así concebida se propone entonces como un discernimiento de los signos de los tiempos nombrando algunas carencias e incluso privaciones injustas que Dios quiere que se subsanen y algunos deseos primordiales que Dios quiere que se estimulen para que fecunden la realidad y señalando algunas acciones que se vienen dando en el país, a las que se califica de salvíficas, e incluso algunos sujetos sociales (y a veces hasta individuales) a los que se señala como impulsados por el Espíritu de Dios (sin que eso signifique ninguna sacralización). Hay que reparar que no es profecía sin más pintar un horizonte que resulte el reverso del actual: que contenga los bienes de que carecemos y que haya superado los males que nos aquejan. La profecía nada tiene que ver con la proyección infantil de ensueños individuales o colectivos. La imaginación creadora se ejercita sobre la realidad, no es una compensación ilusoria de las frustraciones que trae la vida. Por eso hemos hablado de algunas privaciones, deseos, acciones y sujetos. Hay profecía cuando se nombra aquello a lo que Dios llama a una colectividad y cuando se pone de dedo en la llaga de lo que la impide ponerse en marcha para lograrlo.

En nuestro caso la profecía tiene un componente ineludible como respuesta a una situación creada: el desenmascaramiento de la mentira y la exposición desnuda de la verdad. Así como la democracia en su primera fase (para este aspecto hasta fin de los años 60) propició un acceso del pueblo a la verdad, oprimida no sólo por el régimen dictatorial sino por la estructuración señorial de la sociedad, así el populismo en que degeneró provocó un enmascaramiento radical y un adormecimiento en el pueblo de la voluntad de realidad alimentando más bien el principio del placer. Esta distorsión se robusteció con el predominio del matricentrismo (sobre todo a niveles populares) que para retener al varón le tapaba los fallos y le impedía llegar a la conciencia de sí.

Esta predisposición ambiental permitió que la ideologización doctrinaria de la figura histórica vigente campeara sin apenas ningún contrapeso. En esta figura la verdad es la propaganda, tanto a nivel político como económico, mientras fuerzas democráticas no obliguen a hacer justicia a la realidad. Nunca en la historia se ha oprimido más a fondo la verdad con la injusticia (Rm 1,18), pues nunca se ha sabido tanto y se lo ha tapado tan sistemáticamente. En nuestro país la distorsión es tan radical que la pregunta misma por la verdad parece haberse eclipsado de nuestro horizonte.

No parece que la institución eclesiástica se haya desmarcado significativamente de esta impregnación ambiental. Al configurarse como institución criolla, inscrita por tanto en la institucionalidad vigente, ha tenido que hacerse de la vista gorda en tantas cosas trascendentales que en su mayoría ha acabado por confundir el orden establecido con la realidad y por tanto las versiones oficiales (en las que por supuesto no cree, como tampoco creen los que las emiten) con lo que hay que decir. Es cierto que grupos significativos han venido hablando sistemáticamente, pero no sé si de grupos significativos (amparados, por ejemplo, en su tiempo por el cardenal Lebrún) estén pasando a excepciones meritorias. Creo que éste es uno de los aspectos que está hoy en juego en la institución eclesiástica, porque, en varios de los pocos que dicen se estila un modo de decir tan buido y reticente, tan decente, que nadie se da por enterado. No hay hablar profético si el decir no lleva expresa toda la densidad y la fuerza de lo que se dice. Si el decir no hace realmente presente a lo dicho, lo desrealiza, lo depotencia, lo descarga, lo desdice. Es mejor que no lo diga.

Un primer elemento del discernimiento tiene que ver con el juicio global de la figura histórica vigente. Es completamente distinto que se diga que Dios la quiere, aunque haya que ponerle todos los peros que sea, que afirmar que Dios dice que no, aun reconociendo elementos positivos que habrá que tomar en cuenta en la búsqueda de una alternativa superadora. Hay que recalcar que el sí o el no no tienen que ver con la prestancia de esa figura, con que se presente, por ejemplo, como la actual con un peso inexorable que se pretende definitivo. Tiene que ver exclusivamente con que ella posibilite o no la vida para el mayor número posible de seres humanos (tendencialmente para todos), y con el tipo de vida humana que propicie: si está más o menos cerca de la fraternidad abierta de los hijos de Dios. Porque en eso consiste el designio de Dios y por tanto ése es el criterio para medir la vida de las personas, los grupos y las colectividades humanas.

En cuanto que la polarización social y el individualismo insolidario parecen consustanciales a este sistema, creo que Dios dice que no y que por eso tenemos que abocarnos a imaginar y construir alternativas superadoras y sobre todo a vivir desde ya desde otra antropología y en otra dirección. Sin embargo sí tenemos que integrar sus virtualidades (y agradecer por ellas a quienes las han hecho posibles). Quiero referirme a dos elementos de la revolución técnológica y a otros dos elementos culturales. El primero sería la química molecular, expresada o aplicada, por ejemplo, en el proyecto GENOMA. Es un salto adelante de tal magnitud que abre perspectivas a la vida y la salud mucho más ajustadas a la realidad humana y a sus posibilidades, aun con los riesgos de manipulación, por desgracia bastante reales. El segundo sería la autopista informática. Sea lo que sea del modo como hoy es utilizada, es realmente una autopista, un bien civilizatorio en sí mismo democrático, y en ese sentido un arma formidable para que los pobres del mundo y concretamente de nuestro país accedan a la información que requieren, se interconecten entre sí rompiendo su aislamiento secular y puedan recibir sistemáticamente la solidaridad de personas y grupos. El tercer elemento es el mercado. Es elemental que hoy padecemos sus distorsiones y casi no disfrutamos de su beneficios (esa es una de las razones para pasar a otra figura histórica), pero en un sistema con mecanismos para combatir las distorsiones intrínsecas a su funcionamiento sin contrapeso habría que retener como una gran adquisición el genuino sentido de la competencia y de la productividad. El cuarto elemento es la democracia como cultura: el cultivo de la genuina opinión pública (hoy tan distorsionada por los grupos transnacionalizados que casi monopolizan los canales informativos), la negociación como modo de componer los distintos intereses, el poner en común haberes propios (desde el pago de impuestos a la dedicación de atención y tiempo) para construir verdaderos cuerpos sociales, la constitución de cuerpos legales para pautar la convivencia lo menos discriminatorios posible y el ejercicio efectivo y universal de ese estado de derecho, la proclamación de los derechos humanos (distinguiéndolos de los de ciudadano y en los que se incluye por tanto la diversidad cultural) y su respeto no sólo pasivo sino activo y la búsqueda de organismos nacionales y mundiales que no sólo velen por ellos sino que reestructuren las sociedades para que los expresen.

Nuestra Iglesia es sacramento, si es capaz de decir todo esto situadamente, es decir no como un tratado sino cuando se presenta la ocasión, cuando algo de lo dicho está en el tapete porque se lo atropella o porque alguien lo está intentando o porque se lo está dejando de lado en decisiones que se están tomando. Y no sólo hay que decirlo en concreto sino hay que decírselo a los agentes sociales implicados porque ellos lo están haciendo o porque les tocaría a ellos y no lo hacen o porque ni siquiera tienen conciencia de que es un asunto suyo o de que ellos pueden llegar a tener la capacidad de tomarlo entre sus manos.

Una Iglesia que habla así tiene que estar dispuesta a sostener su palabra. Para eso necesita la consistencia que sólo da el pertenecer al misterio cristiano y amar a la gente, sobre todo a los excluidos. Esa consistencia le capacitaría también para recibir las críticas con humildad en el sentido de tomarlas realmente en cuenta, vengan de donde vinieren, y también en el de seguir manteniendo lo que siga creyendo pertinente, a pesar del rechazo, del ridículo o de la desestima y la prescindencia metódica. La humildad la llevará a persistir en la palabra y en el diálogo sin retirarse por resentimiento o orgullo.

Concluimos aquí porque no estamos interesados en una presentación panorámica. Este trabajo está motivado (y esperamos que transido) por una viva solicitud y por una serena esperanza. Esta indagación la ha guiado el dolor por la poca significatividad de mi Iglesia, en al que incluyo en primer lugar. No me preocupa la mayor o menor vigencia. Estoy acostumbrado a remar contracorriente y puedo decir con Quevedo: "Nadar sabe mi llama la agua fría". Lo que me duele es la poca trascendencia, que se traduce en no revelar el rostro de Dios, en no ser sus testigos, y por eso no ser sus canales de gracia para nuestros conciudadanos, ni tener los ojos suficientemente claros para ver su paso salvador y acompasarnos a él y convocar a otros a este cambio de dirección.

Sin embargo, si he escrito, no es para desahogarme sino porque tengo esperanza en que Dios nos sigue llamando y en que nosotros podemos llegar a responder mucho más que hasta ahora. La significatividad, minoritaria pero no excepcional, que ya existe es para mí sacramento de esta esperanza. Y, sea lo que sea de nuestra respuesta, de todos los modos, ésta es mi Iglesia, éstos son los hermanos y hermanas que Dios me dio, y sigo apostando por hacer el camino juntos, en la unidad de la fe, en el amor fraterno y en la libertad de los hijos de Dios.

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