Interrupción voluntaria del pensamiento

 

PABLO PRIETO

  

 

El filósofo personalista Gabriel Marcel atribuía las grandes calamidades del siglo XX a lo que él llamaba “espíritu de abstracción”. Todos los extremismos, dictaduras, fanatismos proceden, según él, de reducir la realidad a una idea, lo más simple y esquemática posible, para transformarla después en herramienta ideológica y así manipular y dominar a las masas. Tomada en este sentido, la palabra abstracción significa aplicar un filtro mental a la realidad, de modo que sólo se admite la existencia de una porción de ella, mientras el resto se considera falso o ilusorio. Todo lo que estorbe para el fin propuesto se elimina, primero del pensamiento, y luego, a ser posible, de la vida. Y así, de ser un recurso normal de la inteligencia, la abstracción se convierte en hábil estrategia para obtener un provecho práctico, sobre todo político, aunque sea a expensas de la verdad. Una estrategia que la modernidad reviste a menudo con el prestigioso manto de la diosa Razón, madre de la justicia, la igualdad y la tolerancia. Lástima que tan bellos conceptos, cuando se formulan de espaldas a la realidad, no pasen de pedantería hueca, de cadáveres mentales.

 

Porque esta decente inhibición ante la verdad, por más que haya cuajado en leyes, instituciones y costumbres, no deja de ser una forma ilustrada de mentira. Para mentir, en efecto, no hace falta ser demasiado consciente de ello: basta con no pensar. O lo que es lo mismo, “interrumpir” el pensamiento, detenerlo allí donde se prevé que ocasionará problemas.

 

Es lo que ocurre al pie de la letra con el aborto. Para abortar al hijo antes hay que abortar la verdad de su existencia, es decir, extraerle a la realidad su espina, que en este caso es el no nacido. Lo que el “espíritu de abstracción” pide aquí es desembarazarse mentalmente del embarazo. ¿Qué hay entonces en el seno materno? Simplemente una opción, tan válida como cualquier otra. Y para acoger una opción no hacen falta unos brazos generosos sino un cerebro pragmático.

 

Debemos enfrentarnos enérgicamente a este “espíritu de abstracción” oponiéndole lo que podríamos llamar “espíritu de encarnación”: un modo de pensar atento al hombre concreto, que valore su dimensión corporal como imagen y palabra de su persona; un pensamiento no utilitarista sino relacional, menos volcado en lo técnico-científico y más en los lazos humanos.

 

Si lo consideramos atentamente, este enfoque nuevo y esperanzador se acerca mucho al modo típicamente femenino de abordar la realidad. La mujer, en efecto, suele discurrir en términos de relaciones personales, mientras que el varón se interesa más bien en el dominio y transformación de la naturaleza. De ahí que el estilo intelectual femenino, integrador y concreto, sea como el alma de lo que acabamos de llamar “espíritu de encarnación”, del cual, no obstante, los varones también participamos a nuestro modo. Al fin y al cabo el “espíritu de abstracción” no es sino la hipertrofia del pensamiento masculinizante, caracterizado por el abuso de la razón instrumental y por el afán desorbitado de dominio. Ciertamente el pensamiento femenino también puede corromperse, degenerando en subjetivismo infantiloide y dependencia afectiva, pero tiene la ventaja de ser más personalista, vital y encarnado.

 

Lo comprobamos en el caso del aborto. Lo que pide aquí el “espíritu de encarnación” es escuchar la voz del corazón, que da a entender a la embarazada, con evidencia y nitidez irrefutables, que aquello que palpita en sus entrañas no sólo es una vida humana sino un hijo. Por desgracia esta voz enseguida es acallada por esa junta de expertos en “corrección social” que suele acompañar a la adolescente, bien imbuidos de “espíritu de abstracción”, de “ética cerebral”: el novio, los familiares, las amigas. Éstas últimas incluso se creen obligadas a “interrumpir” su sentido materno (que es tanto como reprimir su feminidad) a fin de aconsejar a la compañera que efectúe la otra interrupción, la de su embarazo. Porque el espíritu de abstracción no sólo sirve para abortar hijos sino también amistades, matrimonios, compromisos, vocaciones, y en general cualquier cosa que tenga vida.

 

Todo ello pone de relieve la necesidad del “espíritu de encarnación”. El recorte pragmático de la verdad nunca se queda en mera pose sino que destruye al hombre. Cuando el pensamiento no se abre a la realidad, la aborta.

 

Ojalá muchas mujeres de hoy sepan dejar su impronta en el pensamiento moderno. Y nosotros los varones, ojalá sepamos crear con ellas un verdadero pensamiento complementario, sin el cual apenas nos comprendemos a nosotros mismos.