¿Iglesia Católica u occidental?

Massimo Borghesi *

 

¿Por qué la modernidad y el siglo XX, han rechazado el cristianismo? ¿Por qué la Iglesia ha visto construir un mundo incristiano sin poder frenar la secularización? Después de las dos guerras mundiales, donde la secularización y la modernidad mostraron su rostro violento y totalitario, la Europa que proyectaba frenar el avance del comunismo parecía encontrar en la Iglesia el baluarte contra el bloque soviético. Pero en esta alianza entre cristianismo y modernidad hay mucho de instrumentalización por parte de Occidente: el poder político-cultural hegemónico asume y "disuelve" los valores cristianos hasta convertirlos en algo "inútil en su aspecto real, histórico y temporal", en palabras de Romano Guardini. Ante esto, las "soluciones" de la cristiandad occidental del siglo XX no estuvo a la altura de las circunstancias. ¿Aprenderemos de nuestros errores, o continuaremos "evangelizando" a través de las élites y por medio del poder?

El Occidente contra la Iglesia (1915-1945)

La Europa surgida de la Primera Guerra Mundial asiste a la disolución del último imperio transnacional, el austro-húngaro, a la vez que al aislamiento definitivo de aquella realidad en la que el Occidente había hallado sus fundamentos espirituales en el pasado, es decir, la Iglesia Católica. En la guerra del 14, a pesar de haber mantenido una neutralidad oficial, las simpatías de la Santa Sede habían ido para su Majestad Apostólica de Viena, no porque Roma prefiriera la causa habsbúrgica, sino porque consideraba que para la Iglesia era preferible la victoria de una Austria católica y una Alemania parcialmente también católica antes que la de una Francia anticlerical, una Inglaterra protestante y una Rusia ortodoxa. El Vaticano perdía, con la derrota de las potencias centrales, sus últimos referentes políticos en Europa. Su exclusión de la que iba a ser la Sociedad de las Naciones adquiría, desde este punto de vista, un valor simbólico.

El "Nuevo Orden Europeo" demostraba, sin embargo, una profunda fragilidad tanto en su aspecto político-institucional como en el espiritual. Los años de entreguerras están caracterizados por el malestar general, un sentimiento de desilusión y una frustración mucho más significativos por parecer que los ideales de la Ilustración habían llegado a concretarse, y que el Viejo Mundo, del que la Iglesia también formaba parte, había desaparecido definitivamente. La obra de Oswald Spengler, Decline of the West (1917-1922) [1], indicaba ya en su título la percepción de una época que, presumiendo de haber llegado a su apogeo, barruntaba su propio final. Pero Spengler no era el único. André Malraux escribía en La Tentation de l´Occident (1926): "Los europeos están cansados de sí mismos. Lo que les sostiene no es tanto un pensamiento cuanto una fina estructura de negación". Lo mismo opinaba Paul Valéry, [2] así como toda una consistente literatura que contará con obras emblemáticas como In de schaduwen van morgen (1935) de Johan Huizinga y Die Crisis der europäischen Wissenschaften (1936), de Edmund Husserl. [3]

Las opciones para salir de la "crisis" eran varias. Una la proporcionaba el Oriente, cuya ambigua fascinación, como denunciaba ya en 1923 Henri Massis, tentaba a Francia y a Occidente. Siddharta (1922), de Hermann Hesse, indicaba este camino, camino que René Guénon confrontaba críticamente con Europa. [4] Pero el Oriente no designaba sólo la India y los pueblos de Asia, sino que, para el burgués europeo, también comprendía la Rusia de la Revolución de Octubre, en la que, al contrario que en el Oeste, despuntaba el alba de un nuevo mundo. Gorges Lukács y Ernest Bloch desembocarán en el marxismo siguiendo esta dirección. Si la "izquierda" se afirmaba como solución para la crisis, la "derecha" no le iba a la zaga. Todo el filón de la "revolución conservadora" (Spengler, Schmitt, etc.), que desembocará en el nacionalsocialismo, ambicionaba lo mismo.

El Oriente, místico y esotérico, el Octubre ruso, el régimen hitleriano, aparecen como otros tantos "caminos de salvación" orientados a fundar religiosamente una "nueva fe" respecto a la cristiana. Junto a ellos, aunque en posición opuesta, se afirma la perspectiva católica. En medio de la deserción general y la crítica despiadada del viejo continente, la Iglesia, abandonada a su suerte en el concierto de las naciones, no deseaba asumir el papel de su defensora. El pensamiento católico de los años veinte-treinta, una parte relevante de él, acoge las conclusiones de la obra de Spengler, vertidas en Decline of the West, si bien rectificando su diagnóstico: Occidente está llegando a su fin por haber renegado de sus propias bases: la memoria y el advenimiento de Cristo. Su salvación no puede por menos que residir en la vuelta a esa memoria. Era lo que afirmaba en Alemania Karl Adam, Cristus und der Geist des Adendlandes (1928); Peter Wust, Die Crisis des Abendländischenmenschentums (1927); Henri Massis, Défense de l´Occident (1927); en Inglaterra, Hilaire Belloc, Europe and Faith (1927) y Christopher Dawson, The making of Europe (1932). [5]

Ahora bien, una perspectiva semejante, dentro de su innegable verdad, estaba sometida a una limitación doble. Una de ellas de carácter teórico, debida a la identificación demasiado estricta entre occidentalismo y catolicismo. Era de lo que Jacques Maritain en Primauté du spirituel (1927) acusaba a Belloc: "Europa no es la fe, como la fe no es Europa. Roma no es la capital del mundo latino, Roma es la capital del mundo. Urbs caput orbis". En segundo lugar, podía adquirir un significado definitivo sólo si iba acompañada de un renacimiento efectivo del cristianismo en suelo europeo. De no ser así podía sonar sólo como celebración de una tradición, defensa de unos valores que habían dejado de ser actuales. De hecho, la Iglesia representará la cara más auténtica de Occidente cuando, atrapada en medio del totalitarismo creciente demuestre ser el último punto de resistencia al remitirse a Cristo como único manantial de vida frente al neopaganismo. Como ponía agudamente de relieve Dietrich Bonhoeffer, en su Ethik, escrita entre el 40 y el 43: "la razón, la cultura, el humanitarismo, la tolerancia, la autonomía, todos estos conceptos que hasta hace poco eran usados como santo y seña hostiles a la Iglesia, al cristianismo y al mismo Jesús, se encontraron de repente sorprendentemente cercanos a la esfera cristiana. Esto ocurría en un momento en que, como nunca anteriormente, al cristianismo se le ponía entre la espada y la pared, y los dogmas se exponían de la manera más rígida, más intransigente y más desconcertante para la razón, la cultura, el humanitarismo y la tolerancia. Mientras más crecía la violenta opresión del cristianismo y las restricciones de sus actividades, más se le aliaron estos valores, confiriéndole de este modo una resonancia inesperada. Evidentemente no era la Iglesia la que buscaba la protección y la alianza con estos valores, sino que, al contrario, eran estos últimos, que en cierto sentido habían llegado a ser apartidas, los que buscaban asilo en el ámbito del cristianismo y a la sombra de la Iglesia cristiana". Es la actitud adoptada en el ensayo Perché non possiamo non dirci "cristiani" (1943) [Porqué no podemos decir que no somos "cristianos"], de un pensador liberal y laico como era Benedetto Croce.

La alianza entre Iglesia y Occidente (1945-1989)

La Iglesia que se asoma a la Europa de la segunda posguerra ya no es, por lo tanto, la Iglesia aislada de los primeros días del conflicto mundial. En el encuentro entre las democracias liberales y el cristianismo, ambos combatidos por los movimientos totalitarios, la Iglesia de Roma se afirma como baluarte espiritual del "nuevo" Occidente, como amparo de libertad, por su influencia sobre las masas, frente a la nueva amenaza procedente del comunismo soviético. En este contexto, estadistas católicos, como Konrad Adenauer, Aliceri de Gasperi, Robert Schumann, delineaban el perfil de Europa, mientras que pensadores como Christopher Dawson recuerdan sus orígenes cristianos. [6] La alianza renova entre Iglesia y Occidente, sin embargo, no implica en lo profundo identidad de puntos de vista. La ideología "occidentalista" que se impone en la posguerra, declaradamente neoilustrada, se inspira formalmente en los valores de la tradición cristiana (libertad, derechos del hombre, etc.), aunque negando su raíz, su ligazón con la memoria cristiana.

Se concreta de este modo la "moderna deslealtad" de que hablaba Romano Guardini en Das Ende der Neuzeit (1950) [7]: "Aquel doble juego que por un lado rechaza la doctrina y el orden cristiano de la vida, y por otro reivindica para sí las consecuencias humanas y culturales de dicha doctrina". La ideología neoilustrada lleva a cabo en este proceso una obra de secularización de los valores cristianos, y al mismo tiempo su disolución, por quedarse como ramas secas sin vigor. Neoilustración y nihilismo, desde este punto de vista, son como las dos caras de una misma realidad.

Si durante los años cincuenta la cara nihilista permanecía oculta era porque las fuerzas de la tradición cristiana estaban aún en activo y, en segundo lugar, porque precisamente la afinidad entre ideales cristianos y sus correspondientes valores especulares (ilustrados) hacía de pantalla. Justo en esta afinidad, que en términos positivos podía constituir un posible terreno de encuentro y entendimiento, se celaba una asechanza mortal para los cristianos. Mientras que durante los años 1915-45 el desafío lo constituían las ideologías declaradamente anticristianas, cuyo fondo mitológico-pagano era en su mayor parte evidente, en aquel entonces era más sutil, más difícil de captar.

En esta nueva situación, el Occidente, formalmente cristiano, no iba hacia un enfrentamiento directo con la Iglesia, aliada útil y necesaria, sino más bien a una asimilación tal de sus "valores" que convirtieran al cristianismo en algo inútil en su aspecto real, histórico temporal. Los propios cristianos, ante una aceptación acrítica de dicha perspectiva, estaban como desorientados, impedidos a la hora de captar la novedad antropológica de su experiencia frente a un mundo que se proclama en sus ideales "ya" cristiano. De esta manera se confirmaba aquella "vacilación del cristiano en sus relaciones con la Edad Moderna" a que ya se había referido Guardini en su obra de 1950. El cristiano, escribía, "encontraba en todas partes ideas y valores cuyo origen cristiano era evidente, pero que eran declarados de propiedad común. Por todas partes se topaba con valores esencialmente cristianos, y que, sin embargo, iban dirigidos contra él". El "desencanto" ante este proceso iba a requerir una clara autoconciencia cristiana, y paralelamente un conocimiento crítico de los resultados nihilistas de la ideología neoilustrada.

Esta autoconciencia clara, y por consiguiente verdaderamente crítica, viene atenuándose progresivamente, lo que es otra prueba de la victoria de la ideología occidentalista. Resulta evidente a partir de la década de los sesenta, los años de la distención Este-Oeste, allí donde el occidentalismo como humanismo positivo, como cristianismo sin el advenimiento de Jesucristo, se impone incluso a los cristianos como el terreno de todo posible "diálogo", Augusto del Noce escribirá: "¿Qué es lo que se pide hoy por todas partes a los católicos, si no es la reducción del cristianismo a una moral, separada de toda metafísica y toda teología, capaz, en su autonomía y autosuficiencia, de alcanzar la universalidad y fundar una sociedad justa? Esta moral, diría aún más, sería incluso capaz (…) de terminar con la secular división entre Occidente y Oriente, como efectivamente se está intentando. Esta moral universal es tolerante: admite que alguien, es decir, el católico, puede añadir una esperanza ultraterrenal, específicamente religiosa en sentido trascendente. Si él se siente revitalizado al concretar su acción práctica, humana, mejor que mejor; ser católico para los humanitaristas es esto. Pero se le pone una condición: que reconozca que su fe y su esperanza son un "añadido"; ética y política prescinden de toda profesión religiosa; tener conciencia de ello significa trabajar porlos hombres de buena voluntad; la fe, en resumidas cuentas, puede llegar a dividir, mientras que el amor, asociado a una ciencia para todos, une." [8]

Este dualismo entre fe y vida presupone la aceptación preliminar de la visión neoilustrada, de su concepción positiva del proceso de secularización. Visión que determinaba tanto el occidentalismo acrítico de un "cristiano burgués", conformista y asimilado a lo existente, como el antioccidentalismo utópico de un "cristiano revolucionario" que veía en el marxismo un humanismo positivo. En ambos casos, tanto en su aspecto "apologético" como en el de "conciencia crítica", la conciencia cristiana quedaba como subalterna respecto de una posición cultural que reducía el advenimiento cristiano a cultura humanista y, por consiguiente, a una concepción que preparaba su autoextinción de manera indolora e incruenta.

Es interesante observar que desde esta perspectiva el diálogo tenía lugar con un Occidente imaginario, filtrado a través de una precisa concepción ideológica, y no ya con el Occidente real, el que sin negarse a una nostalgia de salvación no por ello caía en la tentación de hacer del hombre la caricatura de Dios. Un Occidente configurado por sus figuras más nombles, como eran, entre otros, Charles Péguy, Georges Bernanos, Albert Camus, Thomas Eliot, Simone Weil, Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese, etc. De este modo, gran parte del catolicismo de la posguerra se libraba de la experiencia dramática de la modernidad, el vacío y la desesperación que se ocultan tras su censura sistemática de la pregunta por el significado de la vida. Prefería, también por una especie de complejo de inferioridad frente a lo moderno (por la cohibición de que hablaba Guardini) crearse un espacio "menor", en la que la fe, lejos de ser la respuesta al deseo de vida y de verdad del Occidente, indicaba metafóricamente, su "suplemento de alma", la tabla de salvación, en términos ético-morales, de sus valores perennemente en crisis.

Catolicismo y "valores occidentales"

El escenario de posguerra comienza a modificarse notablemente con el derrumbamiento del ideal, e incluso práctico, del comunismo. Si en la década de los ochenta se asiste a una renovada alianza entre Iglesia y Occidente, por el papel de aquélla en la disolución de los regímenes de la Europa oriental, la "revolución del 89" marca, en cierto sentido, el final de la larga posguerra comenzada en 1945. La Iglesia , pues, al no estar ya vinculada a la defensa de una parte, puede encontrar una nueva libertad de movimiento, una libertad que no implica coincidencia entre catolicismo y occidentalismo, aunque no por ello hayan de surgir necesariamente divergencias. Es lo que la guerra del Golfo Pérsico ha puesto particularmente de relieve. Aquí la universalidad "católica" y la del "Nuevo Orden Internacional" se han planteado como dos manera diferentes de entender la paz en el mundo.

El chantaje a que fue sometida la Santa Sede durante el conflicto, enfatizado por los medios de comunicación, ha sido precisamente el de "traicionar" a Occidente en nombre del Sur del mundo. Lo que de verdad molestaba en el nuevo concierto mundial, marcado por una homologación general tras la oposición Este-Oeste, era que una voz se alzara fuera del coro, que la Iglesia, hasta ayer guardían de los valores de Occidente, se negara hoy a legitimarlo en su "mundanidad". La intolerancia ante las críticas y la increíble homogeneidad de que han dado prueba los medios de comunicación durante la guerra evidencian por otro lado que tras el derrumbe de todas las ideologías, la "occidental" es la única que se ha quedado en pie dominando el escenario.

En el nuevo horizonte unidimensional se confirma lo que escribía Augusto del Noce: "En realidad, tras este abandono de la ideología, tras esta crítica aparente del totalitarismo, se esconde un totalitarismo de nuevo cuño, mucho más al día, mucho más capaz de dominio absoluto de lo que fueron los modelos pasados, incluidos Stalin y Hitler. Digo que se esconde, pero sería mejor decir que hoy se declara bastante abiertamente (...), anida en los partidos, tiene en su poder las fuentes de información, cuida su propia apología valiéndose de la casta de los intelectuales, está equitativamente repartido según las diferentes posiciones posiciones culturales y políticas, desde los católicos hasta los comunistas". [9] El mismo del Noce escribía a propósito de la novela de Robert Hugh Benson El amo del mundo: [10] "(...) hoy que el marxismo está en irreversible declive, hasta tal punto que se corre el riesgo de hacer injusticia a su potencia filosófica y que la revolución sexual y la combinación marxista-freudiana llevan la batuta, la lucha contra el catolicismo tiene lugar precisamente bajo el signo del humanitarismo." [11]

El fin del comunismo marca, pues, el apogeo del occidentalismo, pero bajo una nueva forma: utilizado parasitariamente y destruido el humus de la memoria cristiana, aquél deja claramente al descubierto su voluntad de poder. Una vez vencido el enemigo, Occidente puede, por un lado, verificar el alcance de su propio triunfo, pero por otro es como si advirtiese la falta de autonomía de sus propios ideales. Comprueba que ser democrático, liberal, tolerante, posee un significado en la medida en que existen otros que son totalitarios y no liberales; es decir, comprueba que estos valores pueden activarse sólo en presencia de su enemigo, sin el cual no consigue cargar a la vida de sustancia positiva. De modo que los "valores enloquecidos" del totalitarismo se oponen a los "valores vacíos" del liberalismo. El nihilismo, subyacente en la neoilustración, resurge en un mundo así configurado como no lo había podido hacer en los 45 años pasados. Pero, paralelamente, el "occidentalismo" asumido como ideología dentro de la Iglesia, como concepción según la cual la función de una presencia de los católicos en el ámbito social reside en la mera custodia de los "valores" de la tradición europea, también advierte sus límites. De modo mucho más realista, Occidente, así como el Este, Latinoamérica y África, se presenta como tierra de misión, como tierra en la que el cristianismo como experiencia viva tuvo hace ya tiempo su ocasión, de modo que su reactualización puede tener lugar no en la mediación con los "valores europeos" –posición inevitablemente retórica y moralista- sino sólo en el encuentro vivo con hombres en los que la correspondencia entre el Acontecimiento de Cristo y su propia existencia es un dato evidente. "En este contexto", como observa el cardenal Joseph Ratzinger, "es interesante recordar que la Iglesia antigua, tras el fin de la época apostólica, desarrolló como Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, que no tenía ninguna estrategia propia para anunciar la fe a los paganos, y que, no obstante, su época fue un período de gran éxito misionero. La conversión del mundo antiguo al cristianismo no fue el resultado de una actividad planificada, sino el fruto de la verificación de la fe en el mundo, tal y como se hacía visible en la vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La invitación real, de experiencia a experiencia y nada más fue, humanamente hablando, la fuerza misionera de la antigua Iglesia. La comunidad de vida de la Iglesia invitaba a la participación en esta vida. Viceversa, la apostasía de la Edad Moderna se basa en la caída de verificación de la fe en la vida de los cristianos. En esto queda demostrada la gran responsibilidad de los cristianos de hoy." [12] A las mismas conclusiones de Ratzinger, y con idénticas palabras, llegaba el teólogo Giuseppe Colombo en un artículo aparecido en la La scuola cattolica (nov.-dic.,1970), revista oficial del Seminario teológico de Milán, titulado "La teología de la Gaudium et Spes y el ejercicio del Magisterio eclesiástico".

En dicho artículo, y tras someter a severa crítica el planteamiento ideológico y la intención pastoral de la Gaudium et Spes, documento de la generosa tentativa del Concilio Vaticano II de dialogar con el Occidente ilustrado, Giuseppe Colombo concluía diciendo "Una situación de cultura pluralista es una situación de confrontación, antes que de diálogo. Ahora bien, la exigencia prejuicial para realizar la confrontación y, llegado el caso, mantener el diálogo, es la de declararse a sí mismo, puesto que de lo contrario fallará la confrontación. En cuanto al diálogo, la imegen no debe confundir: no puede ser la de dos personas que buscan el acuerdo, sino la de concepciones diferentes que, verificándose en los hechos, revelan en ellos su mayor o menor capacidad de comprender. Es, pues, un diálogo mantenido en el plano objetivo de las realizaciones y que obliga a cada cual a realizarse a sí mismo: realizándose a sí mismo se pone y se mantiene en diálogo con los demás.

De ambas motivaciones deriva la exigencia de presentar la palabra cristiana en su especificidad, y por consiguiente, de evidenciar lo que le es propio respecto a lo que podía tener en común con las palabras no cristianas. De esta exigencia de carácter general se deduce que, en relación al problema particular de la antropología, el pensamiento cristiano debe hoy exponer la antropología que lo caracteriza propiamente, es dcir, no la antropología que se puede deducir de la reflexión sobre el hombre, sino de la revelada por la Palabra de Dios. El anuncio de esta antropología y el testimonio de ella ofrecen los cristianos al encarnarla y verificarla en y con su propia vida, es la exigencia que se le plantea hoy a la Iglesia con absoluta prioridad frente a cualquier otra; en el fondo es la exigencia que comprende todas las demás."

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* Massimo Borghesi es Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia), Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.

 

 

Notas

[1] Oswald Splenger, La decadencia de Occidente, Espasa Calpe, Madrid, 1989, 2 vols.

[2] Paul Válery, Notes sur la grandeur et la décadence de l´Europe (1927)

[3] Edmund Husserl, Crisis de las ciencias europeas, Crítica, Barcelona, 1993.

[4] René Guénon, Orient et Occident, (1922)

[5] Christopher Dawson, Los orígenes de Europa (1932), Rialp, Madrid, 1991.

[6] Christopher Dawson, La relilgión y el origen de la cultura occidental, (1951), Ediciones Encuentro, Madrid, 1995.

[7] Romano Guardini, El ocaso de la edad moderna (1950), Guadarrama, Madrid, 1963.

[8] 30 Giorni, febrero de 1988.

[9] Il Sabato, 25 de agosto de 1990.

[10] Robert Hugh Benson, El amo del mundo (1908), Palabra, Madrid, 1988.

[11] 30 Giorni, febrero de 1988.

[12] Joseph Ratzinger, Mirar a Cristo (1989), Edicep, Valencia, 1990.