María Clara Lucchetti Bingemer

Identidad crística

Identidad, vocación y misión de los laicos

 

 

 

 

Parte I - La identidad del laico

 

I - DE LA TEOLOGIA DEL LAICADO A LA TEOLOGIA DEL BAUTISMO

 

La complejidad y la extensión del tema sobre la vocación y la misión del cristiano laico presentan un enorme desafío, que la reflexión teológica está lejos de cubrir satisfactoriamente.

Este texto quiere ser una modesta contribución al esfuerzo conjunto de reflexión realizado en los diversos niveles y sectores de la comunidad eclesial a este respecto. No pretendemos solucionar cuestiones espinosas ni hacer afirmaciones definitivas; procuraremos, ante todo, llegar a algunas constataciones y abrir algunos caminos.

Primeramente, después de lanzar una rápida mirada a la historia de la organización laical en el catolicismo brasileño, procuramos levantar algunos problemas que nos parecen más mordientes e inquietantes desde el punto de vista de la pastoral de la Iglesia en Brasil: el proceso de ascensión y caída de la Acción Católica en los años «60 y el vacío de ahí resultante; el florecimiento de los movimientos de clase media, y el nuevo tipo de laico y de laicado que surge a partir de la experiencia de las CEBs.

Enseguida nos detenemos brevemente en las principales tendencias de la teología actual en relación a los temas del laico y del laicado. El principal foco de estas tendencias se sitúa, a nuestro modo de ver, en la tentativa de superar la doble contraposición ya existente en la teología conciliar -clero versus laicado, y religiosos versus no-religiosos- en dirección a una eclesiología más integradora y totalizante que privilegie el eje comunidad - ministerios. Reflexionamos sobre esta tendencia, procurando ver sus puntos positivos y también lo que nos perecen ser sus puntos vulnerables.

Finalmente, procuramos destacar algunas pistas nuevas que hoy se abren para la vida y la reflexión teológico-eclesial. Esas pistas no pretenden recoger y solucionar los problemas, cuestiones y desafíos levantados anteriormente, sino simplemente abrir brechas en terrenos todavía poco explorados por la teología. Ellos son: el redescubrimiento de la centralidad del concepto eclesiológico de Pueblo de Dios a partir del hecho histórico-salvífico de la elección; la urgencia de redefinir el lugar de la espiritualidad en lo que toca a la vida de los llamados laicos; el fenómeno del surgimiento creciente de teólogo/as laico/as que van dando un nuevo rostro a la reflexión y a la comunidad teológica; y el evento de proporciones universales y de importancia central del surgimiento y afirmación de la mujer como sujeto eclesiológico activo.

Después de este discontinuo y fragmentado anuncio, procuramos desarrollar como conclusión una perspectiva y un punto de partida que preste un servicio tanto más útil cuanto más real sea la abertura de un camino por el que otros laicos y laicas como nosotros, bautizados como tantos y humanos como todos puedan caminar en busca de su identidad, vocación y misión en el mundo y en la Iglesia.

1. Los desafíos que presenta la pastoral

La pastoral y la vida concreta de la comunidad eclesial siempre fueron el terreno donde las diferentes instancias del Pueblo de Dios se movieron y organizaron, donde las nuevas tendencias y las formas de ser eclesialmente diferentes se concretaron antes de ser oficialmente asumidas, y donde apareció realmente, en las diversas épocas, el verdadero rostro de la Iglesia. Con los laicos y el laicado no es diferente. Si quisiéramos tener una idea del perfil del laicado en el Brasil, tendríamos que volver la mirada hacia los diversos tipos de organización que esos laicos fueron creando y formando a lo largo de nuestros escasos cuatro siglos de historia. Tendríamos también que fijarnos en los tipos de organización y de estructuras eclesiales que ellos crearon, o que les fueron presentados por otros sectores de la Iglesia, y a los cuales se adhirieron o en los que se insertaron.

Los tres primeros siglos de la historia del Brasil, marcados por la dependencia colonial de Portugal, se caracterizaron por la implantación de una Iglesia que se podría encuadrar en los padrones medievales de una Iglesia de Cristiandad, con una estrecha unión entre el poder político y el eclesiástico. Como resultado, entre tanto, se formaron dos vertientes en el catolicismo brasileño:

- el catolicismo tradicional: cuyo verdadero líder era el rey de Portugal, siendo el clero en general (con excepción de la Compañía de Jesús) una especie de cuerpo de funcionarios públicos que se ocupaban de la burocracia eclesiástica al servicio de la Corona y eran pagados por la Hacienda real;

- el catolicismo popular: surgido dentro del amplio cuadro del catolicismo tradicional, pero dotado de cierta autonomía en cuanto a la dimensión devocional. Esta forma de vivencia de la fe católica en el Brasil colonial nos interesa particularmente en este trabajo por el hecho de ser administrada "de modo especial por los laicos, que traen de Portugal sus santos y prácticas de devoción y continúan en la colonia las devociones de tradición familiar". En este tipo de catolicismo, el pueblo católico laico se organiza para expresar su devoción, centrada principalmente en el culto a los santos, las procesiones, las romerías, las promesas y los exvotos. Las casas, las capillas y los santuarios eran los templos de este tipo de catolicismo, que una copla popular describe así: "Mucho santo, poco padre, mucho rezo y poca Misa".

Al lado de esos laicos de las camadas populares, a veces hasta confundidos y yuxtapuestos, hay también otros laicos del catolicismo tradicional, organizados en cofradías y hermandades, instituciones que aunque empobrecidas, persisten hasta hoy.

La organización del catolicismo brasileño en los primeros tiempos de su historia es, por tanto, marcadamente laical; se vuelve más clerical en la Cuestión Religiosa y en el inicio de la Primera República. Solamente a partir de ahí es que los laicos pasan, en su gran mayoría, a vivir su fe y sus expresiones religiosas bajo la dirección y formación del clero y de la jerarquía. El catolicismo popular pasa a ser incorporado al modelo de la Iglesia tridentina que comienza a implantarse.

Entre tanto, a partir de la época imperial, un significativo grupo de clase media en formación, siempre más entusiasmada por la cultura europea y más alejada de la Iglesia, se va organizando en dos modelos eclesiológicos:

a) predominando en la conciencia del católico medio hasta el siglo XX y el Concilio Vaticano II, el primer modelo asume con relación al mundo una función apologética de llamado a la conversión y de indicación a los caminos de salvación;

b) constituido en términos de reconciliación con las realidades terrestres, el segundo modelo desemboca en el Concilio y notablemente encuentra su expresión privilegiada en la constitución Gaudium et Spes.

La organización laical brasileña en el siglo XX es, por lo tanto, heredera, por un lado de la tradición remota de muchos siglos de un catolicismo marcadamente laico y, por otro, de la tradición reciente de un proceso de romanización siempre más clerical en que los laicos fueron pasando progresivamente a una posición más dirigida y apagada. Es as" que, a partir de la década del 40, surgen en el Brasil los primeros movimientos que permiten una mayor participación del laicado en la vida de la Iglesia. Merecen destacarse el movimiento litúrgico y, sobre todo, la Acción Católica.

Este último, consolidado y refrendado más efectivamente en los años «60, con la celebración del Vaticano II, es uno de los principales responsables de la renovación de la Iglesia en el Brasil que, identificada con las necesidades y anhelos de la población brasileña, asume una postura crítica ante la situación del gobierno y se dispone a defender los derechos de los pobres y marginados.

a) la Acción Católica

No es posible, por tanto, hablar hoy de los laicos en la Iglesia del Brasil sin dar una significativa importancia a la Acción Católica. Ese movimiento, con su rigurosa y eficaz formación de cuadros y su "garra" apostólica, todavía no ha encontrado un sustituto equivalente en calidad e importancia en las dos últimas décadas. Recibiendo "mandato" de la jerarquía, los laicos de la Acción Católica -en su mayoría de los medios estudiantil, obrero y profesional- eran su "brazo largo" en el mundo. Eso les proporcionaba, para su acción y posición en el mundo, un reconocimiento oficial. Cuando hablaba el laico hablaba la Iglesia. El melancólico y desintegrador desmoronamiento que conoció el movimiento al final de la década del «60, con el desbaratamiento de los liderazgos, la formación de la Acción Popular y la consiguiente retirada de apoyo por parte de la jerarquía, trajo grandes cuestiones para la reflexión teológica y pastoral sobre el laicado de hoy día.

Parece que la memoria histórica de la Acción Católica todavía no ha sido seriamente recuperada . La Iglesia todavía no se ha descubierto sobre el pasado del movimiento con la preocupación y la disposición de volver a tomar y evaluar en serio el alcance que tuvo dicho movimiento para la vida eclesial basileña. Sería eso un síntoma de temma de temor de resucitar un cadáver que parece dar todavía señales de vida? Se teme, acaso, la repetición del conflicto que explotó en los años 60, cuando la Acción Católica decidió -como laicado organizado- dar un paso que comprometía a la Iglesia en opciones serias e irreversibles?

Por otro lado, no es menos real el peligro nostálgico de querer reeditar la experiencia de la Acción Católica. Sobre todo porque la configuración de esa experiencia trae no pocos problemas eclesiológicos reales para la reflexión teológica. La cuestión del "mandato" es uno de ellos. Si, por un lado, el "mandato" fue importante para legitimar acciones y hacerlas aceptables, confiriendo credibilidad a la actuación del laicado, por otro, no puede ser considerado un mecanismo a disposición de la Jerarquía en momentos críticos, para controlar y limitar el ensanchamiento de las fronteras de la actuación del laicado?

La cuestión del tipo de laico que la experiencia de la Acción Católica puso en el proscenio eclesial también es importante. ¿En el Brasil actual, después de 20 años de dictadura militar y del consiguiente vaciamiento de liderazgos, se puede pretender todavía una organización del laicado como la de la Acción Católica? Por otro lado, ¿qué puede aprender la militancia laical actual de esa importante y dolorosa experiencia en términos de organización, errores y aciertos? ¿Hasta qué punto los laicos militantes de hoy -muchos de ellos con explícito compromiso político-partidario- tienen derecho de reivindicar para sí y para su actuación el apoyo abierto de la Iglesia jerárquica?

b) Los movimientos de clase media

El momento postconciliar en el Brasil, juntamente con la ascensión y la caída de la Acción Católica, trajo todavía otro componente importante para la reflexión sobre el laico: el gran florecimiento de los movimientos laicos de clase media . Nacidos y formados en otro contexto distinto del brasileño y aún del latinoamericano, con una estructura y espiritualidad centrada en los laicos, esos movimientos presentan una filiación, vinculación e identidad que se podría llamar "transnacional".

Los laicos que componen esos movimientos no tienen una formación militante e intelectualmente tan refinada como los de la Acción Católica. Son laicos -simple y pasivamente- porque no pertenecen al clero. Buscan los movimientos como un "lugar eclesial" que les tranquilice su conciencia y les haga sentirse bien con derecho de ciudadanía dentro de la Iglesia.

Para el clero, los religiosos y los obispos, los movimientos a su vez vinieron a rellenar algunas lagunas: el vacío de cuadros dejado por el desmoronamiento y dispersión de los liderazgos de la Acción Católica comenzó a ser rellenado por los miembros de los movimientos que, con su alegre disponibilidad y su simpático entusiasmo asumieron encargos de las parroquias y diócesis y la coordinación de diversas pastorales. Además de lo dicho, para muchos sacerdotes y religiosos de ambos sexos que andaban perdidos en lo que respecta a su identidad personal y al sentido de su consagración, se les abrió un nuevo espacio de trabajo y, sobre todo, se creó un clima afectivo que les proporcionó un nuevo vigor y redoblado fervor para la vivencia de su vocación. Es comprensible, por lo tanto, que ese nuevo dato para la Iglesia, que crece con diferentes denominaciones, sea visto con extrema benevolencia y venga a ser incluso objeto de especiales privilegios y favores por parte de la más alta jerarquía de la Iglesia.

A pesar de presentar algunos puntos positivos explícitos como, además de los ya citados, el hecho de ser la única puerta de entrada del catolicismo en la nueva y desevangelizada clase media urbana, a nivel de juventud y de adultos; el hecho de dar a los laicos redes de organización y coordinación en un espacio en que pueden hablar un mismo idioma sin sentirse inferiores con respecto al clero, la presencia creciente de esos movimientos levanta, por su parte, cuestiones cruciales para la reflexión sobre la Iglesia hoy. La mayoría de esas cuestiones se refieren a la opción preferencial que la Iglesia latinoamericana asumió en Medellín y Puebla: la opción por los pobres.

¿Qué es lo que esos movimientos pueden ofrecer en términos de repuesta y compromiso pastoral efectivo y real a los 80% de brasileños y latinoamericanos que constituyen el estrato pobre de la sociedad? Además, esta terrible cuestión tiene otro aspecto y otra cara: debería entonces la Iglesia -esa Iglesia que quiere caminar en la línea de la opción por los pobres- abandonar y dejar de lado a esos movimientos, renunciar al trabajo con la clase media, encarado por ellos, dejando así todo ese inmenso contingente al margen de un anuncio y una propuesta liberadores? ¿Volver el problema al revés ya es resolverlo? Dejar de lado al laicado de la clase media no es impedir, o por lo menos dificultar, que la opción por los pobres penetre en otros y cada vez en más espacios en los que, sin esa clase, no penetraría: el mundo intelectual, el mundo profesional, etc. Si esos movimientos de clase media ganasen cada vez más laicos de clase media urbana, serían esos laicos perdidos para la causa de la liberación de los pobres y al compromiso en la lucha por la justicia? Aun cuando la real transformación de la realidad tenga que surgir de las clases populares, ¿podrá darse dicha transformación sin el concurso de la clase media?

c) las CEBs

Hay todavía un tercer grupo de cuestiones levantadas por el nuevo hecho pastoral y eclesiológico de las CEBs . La realidad de las CEBs es hoy día esencialmente constitutiva para la Iglesia latinoamericana. Llamadas por Puebla como hecho eclesial relevante y "esperanza de la Iglesia" (P. 629), las CEBs tienen una naturaleza totalmente particular. No se trata de un movimiento como los que describimos anteriormente, o como la Acción Católica y las antiguas hermandades, cofradías, etc. Se trata de algo más fundamental: un nuevo modo de ser Iglesia, la propia Iglesia en la base del pueblo.

El modelo de Iglesia que las CEBs traen a la luz acarrea un nuevo tipo de organización eclesial. En ella, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos entran juntos en la caminata, haciéndose hermanos en el seguimiento de Jesús y buscando, hombro a hombro, la voluntad del Padre y la fuerza del Espíritu para la lucha común. Viviendo un momento inmediatamente posterior a su IX Encuentro Intereclesial, realizado en julio de 1997, en Trinidad, Goiás, las CEBs -realidad que surgió, en su gran mayoría, a partir de laicos de clases populares que se reúnen en torno al Evangelio para vivir su fe y luchar- son anotadas también por el documento de Puebla como "ambientes propicios para el surgimiento de nuevos servicios laicales" (P. 98, 261-3, 630, 641, 648).

Por otra parte -sobre todo donde escaseaban los ministerios ordenados- comenzaron a surgir ministros de la Palabra, evangelizadores y cantadores del Evangelio, visitadores de enfermos y consoladores de afligidos, en fin, toda una gama de servicios que el amor y la caridad creativa del Espíritu inventan y hacen abrir.

Esta novedad irradiante de promesas trae, sin embargo, algunas serias e importantes cuestiones: el modelo de laico que despunta de las CEBs es nuevo y original, completamente diferente del que se encuentra en los movimientos y en las parroquias tradicionales. Es también, un modelo de laico que cuestiona profundamente al laico de la concepción conciliar expresada en las grandes constituciones y documentos, como LG., AA, etc. y en las grandes sistematizaciones europeas (Congar, Schillebeckx, etc.). Reclama, por eso, una nueva sistematización teológica, hecha a partir de nuevas balizas y presupuestos, como también reclama nuevas perspectivas de reflexión para la cuestión tan crucial de los ministerios laicales y de los nuevos ministerios en general.

Estas cuestiones y problemas, además de las que ya hemos levantado en este trabajo, delinean algunos trazos del perfil del laico en el Brasil actual y lanzan un desafío a la reflexión teológica que, a las puertas del Sínodo de 1987, se vio llamada a decir alguna palabra nueva sobre la cuestión. Existen, pues, al lado de estas cuestiones propiamente prácticas y pastorales, otras específicamente teológico-sistemáticas. Ellas dicen relación al concepto de laico y a su ciudadanía, en el espacio teológico de hoy. Dicen relación también a la categoría de "laicidad", recientemente pensada y desarrollada por algunas corrientes teológicas europeas como categoría totalizante, apta para pensar en la globalidad de la teología. Sobre esas cuestiones nos decidimos a seguir, antes de aventurarnos a anunciar lo que nos perecen ser pistas nuevas y abiertas para una teología del laico en el tiempo y el espacio en que vivimos.

2. Cuestiones sobre las que reflexiona la teología

Con el Concilio Vaticano II se da el "boom" oficial de la emergencia del laicado, y el Magisterio de la Iglesia asume una teología del laicado que ya venía siendo sistematizada por grandes teólogos europeos. Los documentos conciliares son pródigos en reflexiones sobre los laicos y en posicionamientos con relación a su importancia para la Iglesia de hoy. Pero a más de 30 años de distancia del gran evento conciliar, se imponen algunas cuestiones sobre la visión del laico y las interpelaciones que lanza a la teología.

En los documentos conciliares -especialmente en la constitución dogmática Lumen Gentium- coexisten dos eclesiologías: una jurídica y otra de comunión. Aunque la segunda se haya impuesto sobre la primera, en el sentido de que la categoría de Pueblo de Dios es la categoría central, de la cual todos los cristianos participan en igualdad y comunión, el hecho de que ambas coexistan tiene marcada influencia sobre los otros temas eclesiológicos conexos con el del laicado y la definición y función de los laicos en la Iglesia.

En el cap. IV de la L.G., nº 31, el Santo Sínodo "entiende por el nombre de laicos todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia". O sea, el laico es aquí definido jurídicamente y en forma negativa: el que no es clérigo, el que no es religioso, a quien no le fue dado, en la Iglesia, un carisma, una vocación o un ministerio especial, y que tiene a su favor "apenas" el Bautismo. Esta definición de laico estructura a la Iglesia, en su composición y formación, con base a una dicotomía y contraposición central: la contraposición clero vs. laicado, a la cual se añade otra: religiosos vs. no-religiosos. La primera contraposición se refiere a la diferencia de esencia (no de grado) entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico. La segunda se refiere a la estructura en la Iglesia y se fundamenta en un estado de vida diferente, en vista a la santidad universal de los fieles.

De esta doble contraposición resulta una tercera, más relativa a la división de papeles dentro del cuerpo eclesial: la contraposición entre sagrado vs. temporal o sagrado vs. profano . Esta última divide a la primera en dos bloques funcionales: a los laicos cabe cuidar de la esfera temporal, de las estructuras sociales, de la política

Este es su campo propio. Ya el clero y los religiosos se ocupan de las cosas del espíritu, de lo sagrado. Tienen como función realiar, administrar y distribuir los sacramentos y los diversos bienes simbólicos de que vive y se alimenta la comunidad, y dar testimonio, en el mundo, del espíritu de las bienaventuranzas.

Se percibe cada vez más, sobre todo en algunas tendencias teológicas recientes, la tentativa de superar esas contraposiciones. Cuestiónase si ellas no serían empobrecedoras o aun reductoras del espíritu de la eclesiología conciliar basada en la categoría totalizante de Pueblo de Dios. Esas teologías proponen la superación de las citadas contraposiciones por medio de un nuevo eje, no de contraposición, sino de tensión dialéctica: el eje comunidad <--> carismas-ministerios. Así la Iglesia redescubre su vocación de comunidad bautismal englobante, en la cual los carismas son recibidos y los ministerios ejercidos como servicios en vista de aquello que toda la Iglesia debe ser y hacer.

A la luz de esas nuevas tecnologías (?) - que pretenden rescatar el verdadero espíritu del Concilio y aun la misma letra de sus documentos- es llevado a las últimas consecuencias el primado dado a la ontología de la gracia sobre cualquier otra ulterior distinción que pueda acontecer en su interior. La dimensión neumatológica de la Iglesia es puesta en primer plano, con el Espíritu Santo actuando sobre toda la comunidad y suscitando los diferentes carismas para edificar el Cuerpo de Cristo; la "ministerialidad" es el estatuto de toda la Iglesia, y no solamente de alguno de sus estamentos. En esa perspectiva, las propias categorías de laico y laicado son superadas, pasando a ser una mera abstracción negativa que empobrece el dinamismo de la vida eclesial.

Emerge de ahí una eclesiología total, y la laicidad pasa a ser asumida como dimensión de toda la Iglesia presente en la historia. Las palabras laico y laicado irían, pues, de acuerdo con esa teología, paulatinamente y a mediano plazo, perdiendo la razón de ser y existir.

Todo este itinerario de reflexión teológica sobre el tema del laico a partir del Vaticano II levanta hoy día para la teología algunas cuestiones inquietantes:

- En los primeros siglos de la experiencia cristiana, la Iglesia en su totalidad era vista como una propuesta y alternativa para el mundo. La distinción existente no era tanto entre "especialistas del espíritu" y "cristianos dedicados a los asuntos temporales", sino entre la novedad cristiana común a todos los bautizados y la sociedad (el mundo) que debía ser evangelizada. La Iglesia de la primera hora, tal como es descrita en el N.T., no parece presentar trazos de lo que hoy categorizamos y definimos como laico; tampoco de una realidad cualquiera que se pudiese transportar y colocar en correspondencia con el hecho del laico contemporáneo. Podemos, entonces, afirmar que para nosotros es urgente volver a las fuentes para redescubrir las raíces de lo que hoy llamamos laico y laicado? La teología hoy, cuan- do se aboca a la realidad del laico, ¿no tendría algo fundamental que aprender de la Iglesia de los orígenes?

- Las nuevas tendencias teológicas que se han dedicado a pensar sobre el tema del laico parecen sugerir una progresiva eliminación de esa palabra y categoría en favor de una eclesiología más totalizante y global, suscitada por el Espíritu Santo, ministerial, sin dicotomías ni contraposiciones. Por detrás de la seducción y positividad que trae esa teoría, entre tanto, surge una sospecha: abolir la palabra no es eludir el problema? No habría, por detrás de esa tendencia, el peligro de un nuevo tipo de clericalización, en que el diluir lo específico laical puede significar la tentativa de camuflar y dejar intocada la espinosa y delicada cuestión del poder en la Iglesia? En suma, no significará querer llegar a la síntesis sin haber sufrido y asimilado la antítesis, que representa la incómoda situación del hecho representado por la todavía existente división entre Iglesia docente e Iglesia discente?

No tenemos la pretensión de responder ni proponer soluciones, en los límites de este texto, a todas estas cuestiones, problemas y desafíos que presentan la pastoral y la teología. A continuación, intentaremos apenas dejar algunas pistas abiertas para que la reflexión pueda proseguir y traer nuevas luces al tema.

3. Algunas pistas abiertas

a) El laico es el centro de la Iglesia

La primera pista de reflexión mirando a una nueva teología del laicado sería un redescubrimiento radical de aquello que constituyó el centro de la Iglesia. No se trata de inventar algo diferente, simplemente por el gusto o la pasión por la novedad. Se trata, sí, de volver, humilde y fielmente, a las fuentes, a las herencias más antiguas y primitivas, y ver dónde se sitúan las líneas maestras de lo que la comunidad eclesial está llamada a ser.

Haciendo así, volviendo para atrás en la tradición y en el tiempo hasta el A.T. nos encontramos siempre con el concepto-clave de Pueblo de Dios que atraviesa el A.T., gana nuevo aspecto y nueva fuerza con el N.T., es asumido por la comunidad y recientemente es redescubierto por la Iglesia del Vaticano II. La reunión de aquellos que creen en el Dios verdadero, que el A.T. identifica como el Qahal Yahweh reunido al pie del Sinaí, y que el N.T. denomina Ekklesía, es ese pueblo de convocados y elegidos que se unen en torno a una fe común y de un proyecto histórico-escatológico.

En esa constitución de Pueblo de Dios, la elección es un elemento de absoluta centralidad. La convocación del pueblo es la espina dorsal de la historia salvífica en razón de la elección divina que lo escoge, llama, forma y hace alianza con él. Ese pueblo es, pues, elegido en su totalidad, sin distinción ni jerarquía de cargos y papeles; esto acontecerá posteriormente debido a las necesidades organizacionales. El término griego con que el N.T. lo designa -láos- da bien su nota característica: la secularidad, el hecho simplemente humano de ser compuesto de personas que recibieron una convocación, que han sido objeto de una elección y a ella respondieron de todo corazón.

El pueblo es elegido en su totalidad y, en ella, la soberanía es sólo de Dios, no dando lugar a ningún tipo de rigidez institucional o endurecimiento jerárquico. Es más: el lugar de este pueblo elegido es el mundo, procurando hacer acontecer ahí el proyecto de Dios y ahí enfrentando las oposiciones a ese proyecto, soportando las persecuciones y llegando hasta el don de la vida y el derramamiento de sangre.

El centro de la Iglesia, por lo tanto, está en el pueblo, en ese láos elegido y amado por Dios, que es llamado a estar a la escucha del Espíritu para organizarse, actuar, hablar y decidir. No depende, por tanto, de tal o cual jefe, sino de la palabra del propio Espíritu, apasionadamente buscado en el diálogo y el discernimiento. Así no debería haber, en una Iglesia de esta manera concebida, una parte de la comunidad subordinada a otra, pasivamente ejecutando órdenes y aprendiendo lecciones, sino que todos deberían ser activos y corresponsales edificadores de un mismo proyecto. Todos serían plenos participantes de una comunidad ministerial, en la que los diferentes servicios y ministerios son asumidos en vistas a la utilidad del bien y del crecimiento común.

Hay que reconocer que el Concilio intuyó esto con audacia y creatividad admirables; pero nosotros -la Iglesia como un todo- no llevamos hasta las últimas consecuencias la profundidad de esa gran iluminación. Todavía permanecen, en el texto conciliar y en la organización eclesial postconciliar, los binomios jerarquía vs. laicado, y religiosos vs. no-religiosos. Por tanto, la teología del Pueblo de Dios, con las consecuencias directas que podría tener para el concepto y la categoría de laico y laicado todavía está por ser hecha y practicada. En ese hacer y practicar, es extremadamente importante el cuidado por no quemar etapas y abolir apresuradamente las palabras y los conceptos, pensando que así se superan los problemas. El desarrollo de la reflexión postconciliar muestra cómo la fidelidad al "viraje copernicano" obrado por el Concilio exige hoy una superación del propio Concilio.

b) Una espiritualidad para los laicos

La segunda pista que se impone es la que desea y busca las balizas más precisas de una espiritualidad adecuada para los laicos de nuestro tiempo.

El concepto de espiritualidad en la Iglesia casi siempre ha tenido contornos monacales. El monje -como el que se retiraba del "golfo del siglo", el "especialista del espíritu"- tenía el monopolio de la espiritualidad. La modernidad y las reformas de las órdenes religiosas introducirán algunas modificaciones en este concepto, sobre todo, por lo que respecta a la propuesta espiritual de la Compañía de Jesús, en el siglo XVI, hecha de una síntesis entre contemplación y acción, uniendo la comunión más profunda con el Misterio con las actividades realizadas en medio de la vida corriente.

Entre tanto, en relación con los llamados laicos queda una pregunta: ¿se puede hablar legítimamente de una espiritualidad laical? ¿Sería ésta una espiritualidad vivida por laicos, o una manera laica de vivir la espiritualidad? O, por el contrario, ¿se debe simplemente hablar de una espiritualidad cristiana, sin más distinciones, dejando a la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, el cuidado y la creatividad de ir depositando sus inscripciones como mejor le parezca en las tablas de carne que son los corazones humanos?

Por otro lado, en el Brasil y en la América Latina de hoy, donde la lucha por la justicia y el compromiso socio-político ocupan una importancia central en la vida cristiana y en las preocupaciones eclesiales, esa cuestión crece y se vuelve cada vez más compleja. La Iglesia ve con doloroso pesar que muchos de sus más dedicados militantes se apartaron de sus comunidades y abandonaron la caminata eclesial a partir del momento en que ingresaron de cuerpo y alma en la militancia sindical o en la lucha partidaria. Muchos de esos cristianos, siempre más exigidos por la actividad política, parecen no encontrar más tiempo ni ver como prioridad la reflexión sobre la Palabra de Dios, la celebración litúrgica, la oración. Cargando sobre sus hombros el peso del compromiso y el desafío de la eficacia, esos laicos militantes parecen haber olvidado la gratuidad de la relación personal y amorosa con Dios, y por eso se angustian, sintiéndose amenazados y hasta devorados por una praxis que ve a unos pocos agotarse su motivación más trascendente.

Esta preocupante constatación constituye hoy día uno de los grandes focos de convergencia de la teología y la pastoral latinoamericana. Los mayores teólogos del continente, en este momento, piensan y escriben sobre el tema, viendo en ello una cuestión decisiva. Evidentemente no tenemos ni pretendemos tener una respuesta ni una solución para un problema tan complejo y delicado como este. Esto no impide, sin embargo, que la cuestión surja y con mordiente. Porque, por un lado, es verdad que sin la experiencia de lo trascendente y de la relación inmediata con Dios en Jesucristo, el hecho cristiano se reduce a una mera y empobrecedora ideología; y por otra, sin compromiso social y político en todos los niveles, la espiritualidad corre el riesgo de transformarse en anestesia que los críticos de la religión denunciaron como el "opio del pueblo."

La espiritualidad de cualquier cristiano -laico o no- debe ser algo profundamente integrador, algo que no le aliene de ninguna dimensión de su ser, pero que al mismo tiempo no le manipule en la dirección de ninguna ideología. Debe ser algo que -en la acepción más profunda de la palabra- libera para servir mejor y más concretamente a los otros, para asumir más plenamente su realidad cotidiana y allí encontrar el Misterio y vivir el desafío de la santidad.

Por lo que se refiere a los laicos, existe un problema más: el hecho de que el cristiano laico perdió la fe en su vocación a la santidad. No obstante todas las reiteradas afirmaciones de la LG. en su cap. V de que la vocación a la santidad es universal y común a todo el Pueblo de Dios, de que el llamado a la perfección -y, por tanto, la exigencia de la vivencia profunda del Espíritu- no se restringe a las personas que optaron por la vida sacerdotal y religiosa, el laico en general -con algunas honrosas excepciones- se habituó a creer que esto no era para él. Por más compro- metido que fuera, no se atreve a creer en la posibilidad de "ser santo como Dios es santo" (Cfr. Lv. 11, 44; 1Ped. 1, 16). Esto estaba reservado a aquellos y aquellas llamados a una vocación especial que los retiraba de las preocupaciones del común de los mortales, para dedicarse a tiempo completo a las cosas del Espíritu.

Sin querer ignorar el hecho de que hay diferentes carismas en la Iglesia, de que las vocaciones difieren entre sí y que esto constituye la riqueza del Pueblo de Dios, nos parece que una vez más ahí la dicotomía sagrado vs. profano desempeñó un importante y nefasto papel. Y para que el laico reencuentre el camino de la vida en el Espíritu era preciso, urgentemente, superarla. Pretender confinar la plenitud de la vida en el Espíritu, el gozo inefable de la experiencia inmediata, directa e inebriante de Dios a un sólo grupo dentro de la Iglesia equivale, a nuestro modo de ver, a aprisionar y manipular a ese mismo Espíritu Santo, que sopla donde y como quiere. Todo cristiano que, incorporado por su Bautismo al Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, es llamado a seguir de cerca a ese mismo Jesús es un santo en potencia, una persona "espiritual" porque está penetrada del Espíritu en todas las dimensiones de su corporeidad, de su mente, de su vida, como Jesús lo fue.

El campo en que esta vida en el espíritu puede darse no es otro sino el mundo, la historia, con sus conflictos y contradicciones, llamadas y exigencias, maravillas e injusticias, promesas y frustraciones. La opacidad y el juego de luces y sobras de que está hecha la historia humana pasan a ser, para todo el que camina según el Espíritu en el seguimiento de Jesús buscando hacer la voluntad del Padre, una permanente epifanía, un constante redescubrimiento de que todo -el dolor y la alegría, la angustia y la esperanza- todo es gracia. Y de que, por lo tanto, todo también puede ser acción de gracias, Eucaristía.

Así, la espiritualidad cristiana no estaría más reducida a ser el privilegio de unos pocos elegidos, sino la exigencia de vida de todo bautizado, de todo el Pueblo de Dios que, al mismo tiempo que crece en la comunión íntima con el Señor, avanza en la lucha por una sociedad y un mundo más justo y más fraterno. Una espiritualidad así debería redescubrir constantemente sus fuentes bíblicas, eclesiales y sacramentales. Y también -¿por qué no?- sus fuentes "laicas": aquello que el Espíritu anda soplando en el deslumbramiento apasionado de los enamorados; en los juegos de los niños; en la vida dura de la fábrica; en el idealismo y en las nubes de tiza de las salas de clase; en el sueño de los artistas y en la boca de los poetas; en el canto de los cantores que cantan a la vida, a la muerte y al amor.

Redescubrir, también y sobre todo, las maravillas que el Espíritu hace en medio de los pobres, en su sed inagotable de oración y en la creativa espontaneidad con que viven sus momentos litúrgicos más fuertes, en sus fiestas y romerías, en sus santuarios y procesiones, en su inmensa devoción a los misterios de la vida, pasión y muerte del Señor, al Santísimo Sacramento y tantos otros. En la pista abierta en busca de la "espiritualidad perdida", todo el Pueblo de Dios está llamado a tener una vez más "en los pobres sus maestros, y en los humildes sus doctores".

c) Teólogo(a)s laico(a)s

Una tercera pista abierta en este momento en que toda la Iglesia se aboca al tema del laico es el surgimiento, en proporciones cada vez más considerables -tanto del punto de vista cuantitativo como cualitativo- de teólogo(a)s. El/la teólogo/a comienza a aparecer con mayor frecuencia en la Iglesia, buscando los cursos y las facultades de teología, pleiteando y obteniendo grados académicos, produciendo textos, asesorando diócesis, participando en congresos nacionales e internacionales haciendo, en fin, que su presencia se haga sentir en diferentes sectores y niveles de la comunidad eclesial.

Esta presencia trae, entonces, profundos cuestionamientos. En primer lugar, interpela a toda la Iglesia y a la comunidad teológica específicamente respecto a la "división de papeles" que todavía subyace a la eclesiología conciliar y que destina a los laicos al campo de lo temporal y de las realidades terrestres, y al clero y a los religiosos al campo de lo sagrado.

El/la teólogo/a laico/a trae para sus compañeros sacerdotes y religiosos un profundo cuestionamiento sobre la secular afirmación de la opción por la vida sacerdotal o religiosa como opción de "mayor dedicación al servicio del Reino". Sabemos todos nosotros a quienes nos fue dado el carisma de la teología, al cual respondemos empeñando lo mejor de nuestras energías, tiempo y esfuerzos, que hacemos mucho más que una opción profesional. Hacemos una opción de vida. Ser teólogo/a laico/a hoy es ser concretamente alguien que, sin el respaldo institucional directo de una congregación religiosa o de una diócesis, enfrenta diariamente el desafío de mantenerse a sí mismo y a la familia que por ventura habrá constituido. Es vivir y compartir, por lo tanto, muchas veces, con los pobres las inseguridades del mañana. Es estar sujeto -aunque sea menos directamente que el clero y los religio- sos- a eventuales sanciones canónicas que corten de la noche a la mañana no sólo el medio de vida, sino también y sobre todo, la posibilidad de ejercer el ministerio para el cual ha sido investido por el Espíritu en favor del Pueblo de Dios y con el cual quiere estar en dinémica y creativa comunión.

Por todo esto y más aún, la figura del teólogo/a laico/a hoy es una pieza fundamental en la reflexión de la Iglesia. La teología no puede dejar de llevar en consideración esta nueva presencia, esta otra palabra de laicos y laicas que, a partir de diferentes experiencias de vida, a la luz de cotidianas y siempre sorprendentes situaciones, comienza a descubrir y desvelar ángulos insospechados del Misterio sobre el cual reflexiona y discurre.

d) La mujer en la Iglesia

Falta todavía una última pista abierta que, por ser última no es menos importante, pues constituye algo de extrema relevancia a lo cual se dirige la atención de la comunidad eclesial en este momento de la reflexión sobre el hecho laico cristiano. Se trata de la emergencia de la mujer como sujeto eclesiológico.

Perteneciendo necesariamente al laicado por el hecho de estar a priori excluida del ministerio ordenado, la mujer, sin embargo, carga sobre sus hombros una buena parte del peso del trabajo concreto y efectivo en la Iglesia. En la comunidad de base, en la parroquia, en la escuela, en los movimientos y en las pastorales, allá está ella: coordinadora, catequista, agente, religiosa o laica, dando lo mejor de sí misma, su tiempo, su cariño, sus fuerzas, sus entrañas, su vida y aun su sangre como Margarita, Adelaide Molinaro y tantas otras.

En la Iglesia y en la sociedad, la mujer va conquistando duramente su espacio, afirmando su liderazgo incontestable en las CEBs, marcando presencia en los movimientos populares, llevando adelante la casi totalidad del importante trabajo catequístico, entrando, al fin, recientemente en el campo de la producción teológica y de la espiritualidad (predicando retiros, etc.).

Su emergencia trae de vuelta al seno de la Iglesia una palabra que pertenece a las raíces del Evangelio: la palabra de la samaritana que descubre al Mesías (Jn. 4), de la cananea que fuerza a desencadenar el anuncio de la Buena Nueva a los gentiles (Mt. 15, 21-28), de la dueña de casa Marta en cuyos labios es puesta la confesión de fe idéntica a la de Pedro (Jn. 11), de la discípula que oye su nombre en el jardín y se transforma en primerísima testigo de la resurrección (Jn. 20). Esa palabra que fue paulatina y secularmente silenciada, sofocada y casi proscrita de la esfera visible de la Iglesia, que se mantuvo viva en sus subterráneos, ahora cada vez más se hace oír de nuevo sobre los tejados.

Escuchando a la mujer, reconociendo en ella -al lado del varón- su ser de legítima portavoz, la Iglesia redescubre hoy una dimensión casi perdida y olvidada de su vocación: la de ser señal del Reino, de esa comunidad de hombres y mujeres que se aman de una nueva manera, que hacen juntos que se realice el sueño de Dios, que Jesús de Nazaret posibilitó dentro de la historia.

Un Sínodo sobre los laicos no puede dejar en segundo plano esta eclosión de la mujer, que acontece en los campos y en las ciudades, en las casas y en los templos, en los mercados y en las calles. Todo paso dado hacia una mayor igualdad y respeto con la mujer resultará ciertamente en beneficio de todo el Pueblo de Dios, para el cual "en Cristo no hay hombre ni mujer" (Gal. 3,28). Una Iglesia que incorpore e integre lo femenino en todos sus encantos y dimensiones tendrá ciertamente más chances de ser universal, dentro de espíritu de los documentos conciliares y, concretamente en América Latina, en las Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo.

Después de traer a luz estas pistas abiertas, nos preguntamos finalmente si habría un punto de unificación para toda esa compleja problemática. ¿Existirá algún ángulo nuevo, alguna nueva perspectiva capaz de integrar todos esos desafíos, cuestiones y pistas? A continuación trataremos de mostrar lo que nos parece ser un locus theologicus fecundo y adecuado.

4. Por una teología del existir cristiano

Lo que hay en común entre laicos, clérigos y religiosos es el hecho eclesiológico de ser todos bautizados. O sea, el hecho de ser todos, por medio del Bautismo, introducidos en un modo nuevo de existir, el existir cristiano. El Bautismo es, pues, el primer compromiso, la primera radical exigencia que surge en la vida de una persona ante el Misterio de la Revelación de Dios en Jesucristo. La opción por uno u otro estado de vida, por este o aquel ministerio o servicio en la Iglesia es posterior, viene después. Antes que nada está el hecho de "ser todos bautizados en Cristo Jesús..., sepultados como Él en su muerte para que, como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom. 6, 3-4).

Ahí está el sentido de la existencia no sólo del laico, sino de todo cristiano. Primero, una ruptura radical con el pasado y sus viejas alianzas, sus secretos compromisos con la iniquidad. Esa ruptura se da, en el decir de San Pablo, haciendo un paralelo entre el cristiano y Jesucristo, "por una muerte semejante a la suya ... a fin de que, por una resurrección también semejante a la suya, podamos no servir más al pecado, sino vivir para Dios" (Rom. 6, 5-11). Vivir para Dios significa comenzar a comportarse en el mundo como Jesús se comportó. Existir no más para sí, sino para "fuera de sí", para Dios y para los otros (cfr. 2Cor. 5, 15).

Ese modo nuevo de existir no se da, entre tanto, sin conflictos. Para Jesús, el conflicto desembocó en la cruz. Para los bautizados que siguen a Jesús, esto implica asumir un destino semejante al suyo. Implica a estar dispuesto a dar la vida, a sufrir y morir por el pueblo, como Jesús lo hizo. Implica dejar atrás apoyos y seguridades para compartir con Jesús las situaciones humanas límites que puntualizaron su existir: incomprensión, soledad, sufrimiento, fracaso, inseguridad, persecución, tortura, muerte; pero también -y no menos- amistad, amor, comunión, solidaridad, paz, alegría, resurrección y exaltación.

Es de ese misterio pascual del Bautismo, y del modo nuevo de existir que él inaugura, que debe brotar hoy, a nuestro modo de ver, cualquier reflexión sobre el laico y el laicado, la laicidad y otros temas teológicos conexos. Por que es esa la única perspectiva que tiene condición y posibilidad de iluminar e integrar, a un mismo tiempo, los desafíos que presenta la pastoral y las cuestiones sobre las que reflexiona la teología. Es también, además de lo dicho, el único punto de arranque adecuado para que prosiga la reflexión sobre las pistas abiertas que hemos intentado levantar en la tercera parte de este artículo.

Una teología del Bautismo seria y sólidamente fundamentada puede ayudar no sólo a esclarecer los problemas que enfrenta la pastoral del Bautismo en las parroquias y comunidades, sino también y sobre todo, para que la teología del laicado, de los ministerios, de los estados de vida, etc. sea cada vez más una teología del existir cristiano que integre, sin suprimirlas y sin jerarquizarlas, las enriquecedoras diferencias de los carismas y ministerios con que el Espíritu Santo agracia sin cesar al Pueblo de Dios.

 

 

II - La identidad del laico: una identidad crística

En nuestros días la identidad del cristiano laico carga un serio problema de definición. Por un lado, existe la tendencia a que el simple fiel sea reconocido en la comunidad eclesial por lo negativo, o sea, por lo que no es. Por el otro lado, el crecimiento del número de laicos, hombres y mujeres, que dentro de la Iglesia, asumen servicios y ministerios ejercidos anteriormente sólo por sacerdotes y religiosas, hace entrar en crisis algunas "imposibilidades" intelectuales o hermenéuticas cuando se habla de laicos, de su vocación, identidad y misión.

Este texto parte de la toma de conciencia de este nebuloso estado en el hoy eclesial, y busca, modestamente, ayudar a reflexionar sobre el tema, rescatando en primer lugar la repercusión histórica de la categoría de "laico" dentro de la Teología. Después busca ajustar elementos para lo que sería una teología del Bautismo, área en el pensar teológico a partir de la cual se piensa que hoy es posible y fecundo pensar en la Iglesia la cuestión del cristiano laico: su vocación, identidad y misión. Pensamos que a partir de una reflexión más seria y profunda acerca del Bautismo y sus consecuencias es desde donde se puede conversar sobre la identidad del laico como una identidad crística.

El origen de los laicos

La cuestión de la identidad del cristiano laico en el inicio de la Iglesia trae consigo justamente una falta de definición específica que lo coloque dentro del Pueblo de Dios.

El Nuevo Testamento no pone delante de nuestros ojos el concepto de "laico", o algo equivalente al concepto de laico contemporáneo, pero sin la constatación de la ausencia de este concepto.

El texto neotestamentario habla de discípulos, cristianos, fieles, creyentes, electos, santos, sin distinguirlos como laicos, y menos aun en el sentido de no-ordenados. El mismo Jesús no aparece como sacerdote en la perspectiva de muchos textos neotestamentarios. Él es lo que hoy llamaríamos "secular", alguien no instituido por la religión oficial con algún tipo de poder o ministerio específico. Y esa realidad nunca ha sido cuestionada por los cristianos.

Recorriendo las páginas del NT, se constata que la diversidad de ministerios existe desde el principio. Al mencionar los carismas y servicios del Pueblo de Dios, el texto neotestamentario menciona apóstoles, profetas, maestros, doctores, subrayando que uno solo es el Espíritu, pero son varios los carismas y los ministerios que proceden de él (cfr. 1Cor 12). Por otro lado, parece claro para las primeras comunidades que el grupo de los Doce es especialmente importante para Jesús (Hch 1,21-22) y que él lo trata de forma diferente al resto del grupo de discípulos.

Sin embargo, a pesar de esa comunidad estructurada jerárquicamente y de los servicios repartidos organizadamente, para las Iglesias del NT todo el Pueblo de Dios (laós) es consagrado y sacerdotal, y la idea de "Iglesia" sublima este enfoque como elemento congregacional y convocatorio de la comunidad de los creyentes.

En este conjunto eclesial, el ministro continúa siendo un bautizado y un discípulo de Jesús. No forma, con sus pares, un grupo aparte, con privilegios especiales, pero participa de la común dignidad cristiana, aunque tiene funciones específicas propias de su ministerio. En este sentido, todo cristiano es ungido con la unción del Espíritu, y no sólo algunos en pequeños grupos.

Pero aunque todos sean cristianos y sea verdad que Dios tiene un solo pueblo, es claro que no todos son ministros. ¿Cómo distinguir entonces a los unos de los otros? Tal vez el examen de la palabra y la categoría de "laico" en su uso precristiano pueda iluminar nuestra reflexión.

En la cultura grecorromano laós significa el pueblo, o sea, la plebe, y trae una carga un tanto peyorativa, en el sentido de persona no cultivada, ruda, analfabeta, primitiva. El laico es, por consiguiente, un profano, el que no pertenece al círculo de los levitas, el que no está consagrado a Dios. El concepto de laico como opuesto al de sacerdote aparecerá en esta cultura como concepto diferenciado y relacional.

En cristiano común con relación a los ministerios recibe una connotación de subordinación y pasividad: él es el que se deja conducir, el que es enseñado y liderado por los que saben, hacen y gobiernan (los sacerdotes). Esto acarrea la dificultad de mantener la conciencia de la dignidad común cristiana, de la que participan igualmente, aunque con funciones diferentes, tanto los que son como los que no son ministros.

La evolución de la palabra y del concepto conduce a ver al laico, a partir de los siglos II y III, en dos dimensiones: teológicamente, como el cristiano sin adjetivos; sociológicamente, como el cristiano no-ministro.

Estas ambigüedades conceptuales han caminado en la dirección de la "confusión" que tenemos hoy día:

a) Por un lado, el concepto teológico que identifica al laós como el conjunto del Pueblo de Dios, con toda la Iglesia.

b) Por otro lado, el concepto judaico, heredado del AT, que colabora para una visión separatista, afirmando que sólo los sacerdotes eran consagrados, y todo lo que no estaba consagrado -inclusive las cosas y los objetos- era laico, profano. Así también como la cultura grecorromana, que identifica al laico con el no-ministro, el plebeyo profano e iletrado. Esta última concepción se va a desarrollar y afirmarse sobre todo en la Edad Media, en la que la cultura se vuelve un monopolio del clero.

Esta concepción tiene como resultado la visión de un cristianismo penetrado por un dualismo no cristiano. Pues, cristamente, todos están consagrados a Dios. Ningún cristiano tiene una vida que se pueda llamar "profana". Y, de acuerdo con el NT., todos son sacerdotes, pues participan del sacerdocio único de Cristo. Las dicotomías que aparecen posteriormente en el tejido eclesial llevan a dualismos externos a la experiencia cristiana primitiva y auténtica.

Las consecuencias teológicas y eclesiales de este estado de cosas son:

• Descualificación del sacerdocio común de los fieles, además de una minimización de la importancia del Bautismo como consagración a Dios, que precede y da sentido a la consagración del Orden Sacerdotal y de los votos religiosos.

• Rebaja de la dignidad de los cristianos en general ante los ministros ordenados.

• Marco de subordinación y pasividad de los cristianos bautizados con relación a la responsabilidad por la construcción de la Iglesia y la participación en las tareas eclesiales comunes a todos.

• Comprensión distorsionada, que lleva a una equivalencia malsana, que identifica el clero con lo letrado, lo instruido, y al laico con lo iletrado, lo idiota, el que no lee las Escrituras, ni tiene poder de decisión en la Iglesia.

Esto confirma los binomios dualistas cielo versus tierra, alma versus cuerpo, ángeles versus demonios, mayores versus menores, espiritual versus carnal.

Apenas en el siglo XIII presenciamos el comienzo del cambio de esta situación, cuando los laicos tuvieron más acceso a la cultura. La Reforma protestante en el siglo XVI acentuó el sacerdocio común de los fieles, la libre lectura de la Escritura y la competencia laical en la teología. Pero en la Iglesia católica persistirá la desvalorización de los laicos con respecto a los ministros ordenados.

Las ambigüedades terminológicas y sus consecuencias

Y. Congar afirma que la palabra laós es anterior al vocabulario religioso cristiano y extraña su empleo específico en el texto griego del NT. Esta palabra podía ser encontrada en el siglo III a.C. en papiros e inscripciones; en el siglo II a.C., en la lengua cultual griega para designar a los no iniciados; y, en fin, en las traducciones judías de la Biblia en griego, aplicadas a las cosas para denotar a lo profano, lo ordinario, lo no específicamente consagrado a Dios (1Sam 21,5-6; Ez 22,16; 48,15). Pero esta palabra no se encuentra en el NT.

Por otro lado, en los inicios del cristianismo, la palabra hermano es la primera que se aplica a todos los cristianos. Son conocidos los innumerables textos paulinos en los que todos son llamados hermanos, dejando claro que la pertenencia a Jesucristo y a la Iglesia crea, antes que nada, una hermandad, una fraternidad. Y si el mismo Pablo habla de una paternidad espiritual respecto a los miembros de las comunidades (Gál 4,19), nunca lo hace como señal de señorío, sino como servicio (Gál 4,12-20).

Sin embargo, a partir de finales del siglo III, ese término (hermano) es usado frecuentemente entre ministros y monjes, pero rara vez entre laicos. Los ministros llaman a los laicos "hijos", y a sí mismos se autodesignan dominus (señores). Así la Iglesia va perdiendo algo de su carácter primero de fraternidad, en el que Cristo es el hermano primogénito y todos en él encuentran su identidad de hermanos.

La palabra clero, significando escogidos o elegidos de Dios, que también se impone a partir del siglo III, parece encontrar sus raíces en un concepto más judío que cristiano, ligado a la institución de los levitas en Israel. No siendo originario del acontecimiento cristiano, corre el riesgo de perturbar más que ayudar a vivir el binomio neotestamentario comunidad-ministerios.

Se pasa de un modelo de Iglesia entendido como un colectivo en el que cada uno tiene su carisma y es coheredero de Cristo, a un grupo interno que se entiende como porción elegida dentro de la Iglesia, como estamento puesto a parte por Dios.

La participación de los laicos en la vida de la Iglesia

Cuanto más avanza el proceso de clericalización, más disminuye el papel del laico en la Iglesia. Las eucaristías domésticas pasan a ser autónomas, celebradas en lugares públicos, separadas del banquete en las casas o las cenas comunitarias. Y en la medida en que avanza la separación entre la comida y el sacramento, avanza también la separación entre el ágape festivo y el marco más rígido y normatizado de la eucaristía. La celebración se vuelve cada vez más ritual y centralizada en el papel de los ministros; la comunidad pierde su protagonismo. El clero se va convirtiendo, mientras tanto, en el protagonista casi exclusivo de la acción litúrgica.

En las estructuras de la Iglesia hay, igualmente, una progresiva disminución del papel de los laicos, los cuales hasta el siglo IV participaban inclusive en los nombramientos de obispos y en su aprobación. En la Iglesia antigua había una eclesiología de comunión, con autonomía amplia de cada Iglesia local, en la que todos participaban en los asuntos internos de la Iglesia, pero a partir del Concilio de Nicea (325 d.C.) los laicos son excluidos de los sínodos, y los sínodos supralocales se imponen a los locales.

Se pasa de una eclesiología de comunión de Iglesias locales a una eclesiología universalista y centralizada, con la resultante pérdida de la influencia de los laicos. Con ese estado de cosas, es casi inevitable la equiparación de la Iglesia con el clero y el episcopado (siglos IX-XI). Comienza a afirmarse, por consiguiente, una división dualista de tareas: los clérigos se ocupan de la Iglesia, y los laicos se ocupan de los asuntos de la sociedad. La vida laical pasa a ser vista como una concesión a la flaqueza humana. Los cristianos "mejores" son los que viven una vocación radical y renuncian al mundo. Los laicos son excluidos de la vida interna de la Iglesia. Los clérigos detentan el monopolio del culto divino.

El Concilio de Trento, a pesar de defender, con el catecismo romano, la importancia del sacerdocio común de los fieles junto con el ministerial, reafirma la diferencia entre clero y laicos en clave funcional. San Roberto Belarmino, gran teólogo de la época, sublima el hecho de que los laicos no tienen ninguna función eclesial, en cuanto la función específica de los ministros es el culto divino.

El Concilio Vaticano II y la revalorización de los laicos

El Concilio Vaticano II habla mucho y bien de los laicos. Los movimientos laicos apostólicos, muy activos en las décadas anteriores al Concilio, dieron a los padres conciliares un material importante e inspirador para varias superaciones en dirección a una eclesiología más integrada y comunitaria.

En este sentido, el Concilio:

• Busca superar la definición de laico por el lado negativo (el que no es sacerdote, el que no es monje, el que no es religioso).

• Proclama y consagra una definición de Iglesia, en la constitución dogmática Lumen Gentium, como Pueblo de Dios, en el que todos son miembros plenos. La condición cristiana común es anterior, teológica y cronológicamente, a la diversidad de funciones, carismas y ministerios. Toda la comunidad es ministerial, apostólica, carismática y profética.

• Revaloriza a la comunidad, contrastando la eclesiología que propone con las eclesiologías verticalistas y jerarquizantes, llamadas por Yves Congar, importante teólogo elaborador de las grandes líneas de la teología del laicado, de jerarcologías.

El Concilio, al buscar explicitar una identidad del laico, se centra en su secularidad. El laico es el hombre y la mujer del mundo, que debe ocuparse de las cosas seculares y temporales, construyendo la ciudad de los hombres y encargándose de lo que es profano, dejando lo sagrado a los cuidados del clero y de los religiosos.

A pesar del enorme y positivo avance que trajo el Concilio para una correcta comprensión del lugar del laico dentro de la Iglesia, permanece la cuestión de fondo, de forma que nos hace preguntar: ¿Será que una fidelidad al Concilio, después de treinta años, no obliga a la teología a ir más allá de él? La eclesiología de comunión presente en los documentos conciliares ¿no implicaría superar la sutil discriminación escondida detrás de una comprensión eclesiológica que delega el cuidado de las cosas de Dios apenas a una pequeña parte de la comunidad eclesial, dejando el resto de la comunidad a braços con las cosas consideradas del mundo.

La teología hoy se siente desafiada a responder a estas nuevas cuestiones, en un momento en el que "el protagonismo de los laicos" parece ser una exigencia primordial de la Iglesia del nuevo milenio. Presentamos algunas pistas de reflexión que, a nuestro modo de ver, pueden ayudar a "recuperar" la historia perdida del Pueblo de Dios a lo largo de estos veinte siglos de cristianismo.

La centralidad del Bautismo

En verdad, el laico es simplemente un cristiano, un bautizado, un miembro del Pueblo de Dios. Y puesto que el Bautismo tiene prioridad teológica y cronológica sobre todos los otros sacramentos, la base dogmática y teologal del laicado va a ser la identidad cristiana sem acréscimos.

En el NT la consagración bautismal es lo determinante de toda la vida cristiana, y la única diferencia radical reside, por tanto, en lo que distingue al cristiano del pagano, al que pertenece al Pueblo de Dios del que no pertenece (cfr. 1Pe 2,20). A partir del siglo IV esta teología pierde su fuerza. Para ello contribuyen el crecimiento del cristianismo y la generalización del Bautismo incluso para los niños.

Una teología del laicado hoy exige, por consiguiente, recuperar la concepción bautismal neotestamentaria con toda su fuerza y radicalidad. Esto permite que el cristiano bautizado encuentre una nueva llave de interpretación para su ciudadanía eclesial. Cristiano sin adjetivos, el laico es, por lo tanto, ciudadano pleno del Pueblo de Dios, miembro pleno de una comunidad en la que el Espíritu distribuye sus carismas con creatividad siempre sorprendente, haciendo que todos y cada uno se sienta responsable en la construcción y crecimiento de esa misma comunidad.

La enseñanza tradicional de los catecismos clásicos acerca del Bautismo apenas destaca en general un aspecto de su rico contenido teológico: la relación con el pecado original, cuya "mancha" la limpia el sacramento. Además de eso, en los llamados países cristianos el Bautismo es administrado a casi la totalidad de los niños. Esto tiene como consecuencia la entrada en el seno de la Iglesia de casi toda la población, sin haber realizado una opción existencial profunda; más bien parece un fatalismo sociológico. Así el cristianismo corre el riesgo de volverse una cultura o una fuerza civilizadora, más que realmente una comunidad de los que creen en el Evangelio de Jesucristo.

El significado más profundo del bautismo cristiano es el de la muerte y nueva vida. O sea, de un cambio radical de vida y en la vida (cfr. Rom 6,3-5; 1Cor 10,12). El morir con Cristo que sucede en el Bautismo significa morir al mundo, al orden establecido como fundamento de la vida del hombre, morir a los poderes que esclavizan, a la vida en pecado, a la vida egoísta (Gál 6,14; Rom 7,6; 2Cor 5,14-15). Se trata, por consiguiente, de una ruptura radical y de una entrega a una nueva forma de vivir y proceder, totalmente centrada y enraizada en Jesucristo.

Ser bautizado significa, por consiguiente, vivir insertado hasta las últimas consecuencias en el misterio de la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Significa asumir una identidad que es suya: una identidad crística. Las características de esta identidad son:

1) Estar revestido de Cristo, del Mesías. O sea, estar indisolublemente vinculado al Mesías (Gál 3,27; Rom 6,3; 11,36; 1Cor 8,6; 12,13; Ef 2,15.21.22). Esto significa que el comportamiento, la conducta del cristiano, -cualquiera que sea su estado de vida- tiene que ser la misma del Mesías (Rom 13,12.14; 2Cor 5,3.6-10; Ef 4,24; 6,11.14; Col 3.10.12; 1Tes 5,8): vivir para los otros; morir con Cristo y resucitar con él (Rom 6,1ss); ser perdonado y purificado de los propios pecados (Hch 2,38; 22,16); pertenecer al cuerpo de Cristo que es la Iglesia (1Cor 12,13; Gál 3,27); recibir alegre y agradecidamente la promesa del Reino de Dios (Jn 3,5).

2) Sentirse habitado por el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo. El Bautismo cristiano no es sólo en agua, sino también en el Espíritu (Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Jn 1,33; Hch 1,5; 10,47; 11,15-17; 19,3-5; 1Cor 12,13). Para el cristiano bautizado la experiencia del Espíritu implica, por lo tanto, hablar y actuar no por iniciativa propia, sino por efecto de la acción de Dios (Mc 13,11; Mt 10,20; Lc 12,12). Implica ser impulsado por una fuerza mayor (Lc 10,21; Hch 9,31; 13,52; Rom 14,17; 1Tes 1,6) que es el Espíritu de Dios, o sea, el propio Dios. Implicará, además, vivir hasta el fondo una experiencia de amor (Rom 5,5; 15,30; 2Cor 13,13), de una amor que no termina con la muerte, y da sentido a todo, hasta a las situaciones más negativas, inclusive la propia muerte. El bautizado es, por lo tanto, una persona animada por una fuerza mística, sobreabundante, que lo llena de alegría y libertad y lo impulsa a dar testimonio hasta lo confines del mundo (Hch 1,8), llevándolo a anunciar con libertad y audacia (parrésia) el mensaje de Jesús (Hch 4,31).

3) Vivir en su vida la experiencia de ser liberado. El simbolismo del agua en el Bautismo recuerda el pasaje del mar Rojo, cuando el Pueblo de Dios con mano fuerte es sacado por el Señor de la esclavitud y del cautiverio de Egipto hacia la liberación de la tierra prometida.

El Bautismo, con su efecto de vinculación al Mesías, produce la liberación de la esclavitud del pecado (Rom 6,1-14), la liberación de la ley para vivir en el amor ofrecido, hecho de salida de sí mismo, entrega y servicio concreto y efectivo a los otros (Rom 2,17-23; 7,7; 13,8-10; Gál 3,10.17.19; 4,21-22). La ley del creyente es el amor (Rom 13,8-10; Gál 5,14), y para el que ama no existe la ley. La experiencia fundamental del cristiano, cualquiera que sea su estado de vida, es el amor efectivo a Dios y a los otros hasta las últimas consecuencias.

Una Iglesia de bautizados (laós de Dios)

Además de incorporar al hombre a Cristo, otro efecto fundamental del Bautismo es incorporarlo a una comunidad eclesial (1Cor 12,13; Gál 3,27). Por eso, además de traer una nueva identidad -la identidad crística- a aquel o aquella que pasa por él, el Bautismo es el sacramento que configura a la Iglesia.

El modelo de Iglesia que surge a partir del Bautismo es el de una comunidad de los que asumieron un destino en la vida: vivir y morir para los otros. Es la comunidad de aquellos y aquellas que fueron revestidos de Cristo y se comportan en la vida como él se portó, asumiendo en su vida la vocación y la misión de ser otros Cristos: hombres y mujeres para los demás, conducidos, guiados e inspirados por el Espíritu Santo de Dios, liberados para vivir la libertad del amor hasta las últimas consecuencias.

No se trata, por lo tanto, de una Iglesia masificada y amorfa, y manos aún de una Iglesia eivada de divisiones de clases. Se trata, sí, de la gran comunidad de los que viven el Bautismo, de los que son bautizados, de los que fueron mergulhados en la muerte de Cristo y han renacido a una vida nueva, de servicio y dedicación a los demás en la construcción del Reino. A partir de ahí se organiza la Iglesia.

En una Iglesia configurada así, los ministros son los servidores de la comunidad y los religiosos son señales y testimonios de los valores escatológicos para todos. Y los llamados -un tanto inadecuadamente- laicos no dejan de vivir una consagración, que no es menor o menos radical que la vivida por cualquier otro segmento del Pueblo de Dios. Se trata, para el cristiano bautizado, de una consagración existencial, o sea, de hacer de la propia vida un sacrificio que sea agradable a Dios. Por consiguiente, todo lo que hace el laico es parte de esa su consagración primordial del Bautismo, como miembro pleno del Pueblo de Dios.

El Bautismo es, por lo tanto, la consagración cristiana por excelencia, y todo cristiano que haya pasado por sus aguas es otro Cristo, o sea, representante o vicario de Cristo en el mundo. Por la unción del Espíritu se establece una correspondencia entre la vida del cristiano y la de Cristo.

La vida de Cristo es el ejemplo precursor y generador de un estilo de vida. Al cristiano sólo le importa recibir su Espíritu, seguirlo en su vida, asumiendo sus criterios y actitudes. La consagración bautismal instaura, por consiguiente, una correlación entre Cristo y el discípulo, en la cual el Espíritu es el consagrante y el cristiano el consagrado.

Conclusión: Una identidad crística para tiempos modernos

La identidad y misión del laico en estos tiempos eclesiales viene siendo, cada vez más, volver a vivir hoy y siempre la historia de Jesús de Nazaret, de forma creativa y adecuada a la personalidad de cada uno, la cultura y los tiempos actuales.

Siendo el laico, antes que nada, un bautizado, y por lo tanto un consagrado, esa primordial consagración lo transforma en un instrumento sacerdotal de Cristo. Él no es, nunca fue, ni será, ciudadano de segunda categoría en la Iglesia, apenas consumidor de los bienes espirituales y eclesiales, sino ciudadano pleno, participante activo, receptor de un servicio y un ministerio que lo hace actuar en la persona de Cristo (Gál 2,20; Rom 8,10-11; 13,7-8).

La identidad del laico -identidad crística- consiste en su personalidad humana, su condición de cristiano bautizado, asumida en Cristo y re-concretizada por el Espíritu, al servicio de la Iglesia y del mundo.

 

 

Parte II: ESTAR EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO:

La vida en el Espíritu al alcance de los cristianos laicos.

1: ESTAR EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO

(Vida en el Espíritu, santidad y protagonismo de los laicos después de Santo Domingo)

El documento de las conclusiones de tan esperada como controvertida IV Asamblea del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo trajo, junto con algunas decepciones y pocos entusiasmos, muchas sorpresas. Son estas – con sabor de nuevo que surge en medio a lo que se temió dar connotación de retroceso o inercia – las que llevan al Pueblo de Dios a alegrarse y encontrar fuerzas para seguir adelante en la búsqueda del deseo de Dios para "su aquí y su ahora". También, como despiertan la esperanza, le dan horizonte y futuro para lo que puede y debe suceder en su medio como acontecimiento de nueva evangelización que abre camino al proyecto de Jesús llamado Reino de Dios. (1)

En este texto, procuraremos reflexionar sobre la primera prioridad pastoral consignada en el documento de las conclusiones de la Asamblea de Santo Domingo, expresada en términos de un protagonismo de los laicos. Siendo el protagonista el personaje principal de una pieza dramática, la persona que desempeña u ocupa el primer lugar en un acontecimiento, es importante reflexionar sobre lo que implica para los cristianos laicos, bautizados y miembros del Pueblo de Dios que están en nuestro continente, ver y sentir esas expectativas colocadas sobre sus hombros.

Primeramente, procuraremos seguir el trayecto que esa opción prioritaria por los laicos siguió desde antes de la Asamblea, en ocasión de la redacción del documento de trabajo. Seguidamente, veremos como se configura en el documento de las conclusiones propiamente dicho.

A partir de ahí, constatada la afirmación – del documento de conclusiones – de que el incentivo y crecimiento de una espiritualidad laical es parte integrante del desenvolvimiento de un protagonismo de los laicos, comenzaremos a preguntarnos sobre la pertinencia de esa expresión e intentaremos ir hasta las raíces de su fundamentación bíblica e histórica.

Luego, reflexionaremos sobre el contenido esencial de la espiritualidad cristiana, destacando algunos elementos recurrentes que la configuran y la hacen identificable tanto hoy como ayer. Finalmente, sacaremos algunas pistas espirituales y pastorales que, según nuestro modo de ver, podrían ayudar a los cristianos bautizados que, en este momento de la historia y de la vida eclesial de su continente, tienen la osadía de aceptar la invitación al seguimiento de Jesucristo y a la aventura de la santidad. Algunas conclusiones sinceras pretenderán llevarnos, entonces, a retomar el sentido de un protagonismo de los laicos hoy, en nuestro aquí y ahora, buscando percibir sus posibles dimensiones.

Protagonismo de los laicos: el trayecto de una opción

El documento de trabajo para la conferencia ya traía como la primera de las nuevas opciones que se delineaban en el escenario de las expectativas para Santo Domingo la opción por los laicos, considerándolos "tejido vital del Cuerpo de Cristo Resucitado" El documento de conclusiones parece seguir en la senda del referido documento de trabajo, al afirmar claramente en su n.97 que: "Las urgencias del momento presente en América Latina y el Caribe reclaman que todos los laicos sean protagonistas de la nueva evangelización, de la promoción humana y de la cultura cristiana".

Más adelante es el documento de conclusiones que proclama: al definir a los laicos como línea pastoral prioritaria, "...una línea prioritaria de nuestra pastoral, fruto de esta IV Conferencia, debe ser la de una Iglesia en la cual los fieles cristianos laicos sean protagonistas". El compromiso que toda la Iglesia de América Latina asume de una nueva evangelización, según el entender del documento solo podrá ser llevado a buen termino por medio de un laicado bien estructurado con una formación permanente, maduro y comprometido. La nueva evangelización, según los obispos reunidos en santo Domingo, solo será llevada efectiva y seriamente a cabo "si los laicos, conscientes de su Bautismo, respondieran al llamado de Cristo a que se conviertan en protagonistas de la nueva evangelización".

Parece claro, por lo tanto, que la Iglesia de América Latina no desea más centralizar sus fuerzas formadoras y pastorales apenas o principalmente en el clero y en los religiosos, mas tiende a invertir con entusiasmo y fuerza en la formación del laicado, que constituye la gran mayoría de sus miembros. Para eso está dispuesta a poner los medios, asumiendo la formación de los laicos como línea pastoral prioritaria, confiándoles ministerios y servicios dentro del cuerpo eclesial y promoviéndolos constantemente.

Además de eso, la Iglesia está dispuesta a reconocer las lagunas y faltas que pueda haber tenido en la formación de estos mismos laicos a través de estos años. Se habla claramente en el documento de "laicos no siempre adecuadamente acompañados por los Pastores", "deficiente formación" etc.

Al mismo tiempo se afirma que "los fieles laicos comprometidos manifiestan una sentida necesidad de formación y de espiritualidad"; "los pastores buscarán los medios adecuados que favorezcan a los laicos una auténtica experiencia de Dios". Se ubica como línea pastoral principal "incentivar una formación integral, gradual y permanente de los laicos".

Todas esas afirmaciones no se originan, del oportunismo de una institución que se asusta con el bajo nivel de formación de sus cuadros y con la posible disminución cuantitativa de sus efectivos. Se originan, al contrario, de una constatación de base que no proviene de la lógica humana, sino es asimilada por la revelación del propio Dios: de que todo el Pueblo de Dios recibe del propio Señor el llamado a la santidad. Afirmada enfáticamente no solo por la Sagrada Escritura, sino también, mas recientemente, por el Concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Lumen gentium, esa afirmación permite ver y concebir la Iglesia, en su totalidad, según aquello que es común a todos los fieles. La intención del Concilio es "mostrar lo que es común a todos los miembros del Pueblo de Dios, antes que cualquier distinción oficio o de estado particular, considerado en el plano de la dignidad de la existencia cristiana"

Más todavía: esa eclesiología nueva y total inaugura una convicción profunda de que ese llamado mayor y primordial a todo un pueblo es inseparable de la posibilidad de asumir y desarrollar el inmenso desafío eclesial de una nueva evangelización, y que en elle están incluidos también los fieles laicos. Los pastores se sienten responsables por estos últimos, en el sentido de ayudarlos a desarrollar su vida de fe hasta abrirse en la plenitud de una autentica santidad cristiana.

Ahora, esa santidad no llega sin una profunda espiritualidad. Al afirmar la búsqueda de la santidad como línea pastoral, el documento de Santo Domingo afirma que es preciso "procurar que en todos los planos de pastoral la dimensión contemplativa y la santidad sean prioridades, a fin de que la Iglesia pueda hacerse presencia de Dios en el hombre contemporáneo, que tiene tanta sed de él". Al referirse a los laicos, dice que "la santidad es un llamado a todos los cristianos" y que "los pastores buscaran los medios adecuados que favorezcan a los laicos una autentica experiencia de Dios". Y todavía: "Ofrecerán también publicaciones especificas de espiritualidad laical"

Teniéndose, por lo tanto, como prioridad pastoral de la Iglesia latinoamericana a partir de Santo Domingo, nos parece importante reflexionar ahora sobre la identidad de la llamada "espiritualidad laical" y sobre la pertinencia del término que así la califica. Que sería o en qué consistiría la "espiritualidad laical"? Cómo se distinguiría de otros tipos de espiritualidad, a saber, la "clerical" o la religiosa"? Puede o debe hablarse de una espiritualidad dirigida específicamente para los laicos, diferente de la vivida por otros segmentos de la Iglesia? Será compatible con la concepción de la Iglesia revisada por el Concilio, que restituyó a la misma Iglesia el primado de la ontología de gracia sobre toda articulación y delimitación particular y que resalta la antropología cristiana, en la vida según el Espíritu como alternativa propuesta a toda criatura humana?

Estas preguntas podrán parecer superfluas y sus respuestas obvias. Sin embargo, si nos empeñamos en mirar algunas nociones de base de la identidad del llamado "laico" en el seno de la Iglesia y para el sentido de la vida en el Espíritu desde los tiempos más antiguos en la historia del cristianismo, veremos que la cuestión es menos simple de lo que parece.

 

Espiritualidad laical o espiritualidad cristiana?

Si buscamos en el texto bíblico, tanto antiguo como nuevo testamento, una fundamentación de la "espiritualidad laical" o de "los laicos", nuestra búsqueda no será muy fructífera.

En la Sagrada Escritura no solo no se hace referencia a esa espiritualidad sino tampoco se habla de "laicos". Ya el A.T., al mismo tiempo en que afirma que solo Dios es santo (cf. 1Sm 2, 2; 2Rs 19, 22; S1 22,3; 89, 18; 6,3; Is 12,6 etc.), declara que todo el pueblo es santo, porque está llamado a la santidad (cf. Dt. 7, 6; 14,2; 26,19; S1 34,9 etc.) En el N.T., todos los cristianos están llamados a vivir "en Cristo", o sea, a vivir una vida santa, en unión e incorporación a Jesucristo, Mesías, Señor y Santo de Dios (Rm 6, 1ss; 2Cor 3, 3ss etc.), posibilitada por el Espíritu Santo. Y el apóstol Pablo llama, sin dudar, a todos los cristianos de "santos", usando este denominativo casi tan frecuentemente como otros (por ejemplo, hermanos) (cf. Rm 1,7; 8,27; 12,13; 15,25; 16,2; 1Cor 6,2; 7,14; 7,34; 16,1 etc.).

La originalidad y lo típicamente cristiano, por lo tanto, es que todos están consagrados a Dios y no hay ningún cristiano que tenga una vida "profana". El bautizado, sea cual fuere el carisma recibido y el ministerio que ejerce, fue, mediante el Bautismo, incorporado a Cristo y ungido por el Espíritu y, así, constituido miembro pleno del Pueblo de Dios. La Iglesia primitiva, cuyo perfil está descrito en los textos neotestamentarios, no nos dá noticia de alguna categoría de cristianos que podamos colocar en directa correspondencia con lo que hoy entendemos por "laicos".

El laico es, pues, el cristiano sin calificativos, sin otros adjetivos que no sea su pertenencia a Cristo por el Bautismo. No existiría, a partir de esa fundamentación, una espiritualidad propia de "los laicos", que son llamados simplemente a vivir la vida "en Cristo" y "en el Espiritu" como todos los cristianos. El termino hermanos designa una condicion comun a todos los que comparten la misma fe y practican el mismo culto cristiano. Si existe una paternidad de los ministros del Evanhgelio, ella no produce hijos, pero si hermanos. La sprimeras generaciones de cristinaos se llamaban entre sí con los terminos de "discipulos", "hermanos", "santos", "comunidad de Dios".

Este estado de cosas permanece en la época patristica. El sentimiento dominante - que genera una espiritualidad adecuada – es el de que todos los bautizados son Iglesia. Esta – la Iglesia – es el "nuestro" del cristiano, que le abre espacio para tener parte en los bienes celestiales, escatológicos. Al mismo tiempo, la Iglesia existe en cada crsitiano, y asi es vivida.

Todos los cristianos son formados no en devociones, sino en una mistica y una mistagogia que los introduce siempre mas plenamente en los misterios de la fe y en la celebracion liturgica. La espiritualidad de los laicos (En verdad, espiritualidad cristiana tan solamente) consistiría entonces, en participar activamente en el misterio y en la vida de la Iglesia, ejerciendo cada cual su carisma y teniendo presencia e inclusive voz en las decisiones. Los laicos, asi como los ministros ordenados, según esta concepcion, son toatalmente Iglesia y constituyen, en la asamblea, el sujeto litúrgico total.

Por otro lado, el estado monástico es exaltado y alabado, no obstante se afirma bien claramente que un laico puede ir mucho más allá que un monje en lo que dice con respecto a la santidad. Finalmente, lo importante es que, en cualquier estado de vida, sea plenamente vivido el amor a Dios y al projimo según Dios. La referencia de la vivencia de esa espiritualidad cristiana es siempre escatológica y divina.

Importa resaltar que, en su inicio, la vocación monástica no se erige en oposición a la vocación bautismal o mismo laical. El monje busca vivir plenamente la condición cristiana, escapando de las dignidades eclesiásticas y de los ministerios y no incorporándose a la jerarquía ministerial, pero sintiéndose heredero de la tradición carismática de los profetas y mártires. En el fondo, es ejemplo y testimonio de la vocación común que todos los cristianos deben realizar.

Es mas en el periodo de la Edad Media que comienza a haber cierto desprecio del laico, identificado como inculto, cuando pasa a reforzarse la imagen del monje como ideal de persona "espiritual" y "perfecta", basándose esa espiritualidad y perfección en el desapego de los bienes terrestres, inclusive el casamiento y la vida conyugal. En los medios monásticos, el laico pasa a ser visto no como un miembro de pleno derecho del Pueblo de Dios, sino como alguien similar a los carnales, a los mundanos. Hay que tener en cuenta que la propia sacerdotalización del monacato, muy clara en los siglos VIII Y IX, contribuyó para ese proceso.

La concepción de la espiritualidad vivida por los laicos es ciertamente afectada por ese estado de cosas. La tendencia de equiparar el concepto biblico de "carne" y "carnal" al "cuerpo, "corporal" y "terreno", por tanto opuesto a "espiritual", da lugar a una antropología y una espiruitualuidad hostil al cuerpo, con amplias repercusiones en la necesidad de una negación de la propia sexualidad como único camino para vivir la vida en el Espiritu y la unión con Dios. Todo eso tiene, evidentemente, una seria repercusión en la manera de concebir el marimonio y vivir la espiritualidad de ella decorrente. Además de eso, lleva a una desvalorización del estado de vida laico como verdadero y pleno estado cristiano y a una autonimización del clerigo con relación al resto del Pueblo de Dios.

La Alta Edad Media trajo el reconocimiento de la posibilidad de santidad tambien por el ejercicio cristiano de las actividades seculares. En la Edad Moderna, la Reforma que trajo de nuevo la espiritualidad laica al cristianismo puro y simplke así como la coinsiguiente Contra – Reforma catolica darán lugar a una divulgación mayor de la spracticas espirituales y de la doctrina cristiana com los catecismos, que colocan los elementos de la doctrina y de la espiritualidad al alcance de todo el pueblo cristiano.

El ideal cristiano propuesto y vivido por los laicos a partitr de ahí es exigente y laborioso, hecho con abnegación de sí mismo y de mortificación, resañltando la practica continuadad de oración y de dirección espiritual como medios para llegar a la perfección en el estado de vida en que se está.La noción de estado de vida desempeñó un papel importante en la consideración sistemática de la vida espiritual. La triple subdivisión de corte mas jurídico asumida por la espiritualidad cristiana de ese periodo lleva a suponer que se pueda hablar de tres espiritualidades difenrentes: "la clerical, centrada en la acción eclesial en vista de la salvación; la religiosa, expresda en el empeño de una vida de perfección; la laica, polarizada por la animación de orden temporal".

En nuestros días, el Concilio Vaticano Iipresenta una vision ecelesial marcada no solo por la concepción de la Iglesia como comunión de relaciones entre pastores y fieles (cf. LG 32), por la diversidad de carismas y ministerios (LG 4, 7, 12, 13; 18, 33; AA 10, 22; AG 15), mas tambien por la valoraizaciuon de lo terrestre y de lo temporal, donde sería, por rigor, el lugar del laico. Además de eso, procura ofrecer una vision positiva del laico, definiendolo no por lo negativo (aquel que no es clerigo ni religioso), sino postivamente, como miembro pleno e iontegrante del Pueblo de Dios. El redescubrimiento del primado de la eclesiología total facilita la superacipón del trinomio clerigos – religiosos – laicos y permite evidenciar la bvocacion comun de todos los buatizados a la santidad. Además de eso, el Concilio descentraliza los clerigos de si mismos y los centraliza en los fieles.

Sin embargo, todavía permanece, según nuestro modo de ver, una contraposición entre el laicado y los ministerios ordenados y la vida consagrada. Por ejemplo, la constitución Lumen Gentium, uno de los mas importantes documentos conciliares, afirma: "La vocación propia de los laicos consiste en procurar el Reino de Dios precisamente por medio de la gerencia de las cosas temporales, que ellos ordenan según Dios. Ellos viven en medio del século" Y todavía: "La índole secular caracteriza especialmente a los laicos. Luego los que recibieron el orden sacro, aunque algunas veces pueden ocuparse de asuntos seculares, ejerciendo hasta profesion secular, en razon de su vocacion particular

destínanse, principalmente y ex-profeso, al sagrado ministerio. Y los religiosos, por su estado, dan brillante y exímio testimonio de que no es posible transfigurar el mundo y ofrecerlo a Dios ejerciendo funciones temporales y ordenandolas según Dios".

Aún reconociendo todo el avance que ese documento y el Concilio en general trajeron a la Iglesia y más concretamente para los laicos cristianos, no se puede dejar de admitir que hoy, con la distancia histórica que tenemos del evento, nos está permitido identificar algunas limitaciones: el laico todavia es definido juridicamente y por lo negativo - aquel o aquella que no tienen en la Iglesia un carisma o misterio específico, representado publicamente por los votos religiosos o por la ordenacion sacerdotal. Ese modo de proceder hizo que la comunidad eclesial se estructurase sobre una base de contraposiciones que no ayudan a la comunion del pueblo de Dios. Esto deja claro que aún en los tan positivos documentos conciliares, en especial en Lumen Gentium, todavia se hace presente la coexistencia de dos tipos de eclesiologia: una mas jurídica y otra de comunion.

En lo que dice respecto a un avance posible para una espiritualidad adecuada a los laicos, la posicion conciliar todavia trajo, según nuestro modo de ver, una dificultad y una discrimincion sutiles, confinando al laico al campo de lo secular y de lo profano y, consecuentemente, declarandolo no apto para ocuparse de las cosas propiamente "sagradas" o "de Dios". Mas todavia: independientemente del problema específico de los laicos, esa optimista y entusiasta valorizacion de lo terrestre y de lo temporal puede traer algunos riesgos para la propia concepcion de la espiritualidad: el obscurecimiento de una especificidad de lo religioso y el desconocimiento de la realidad de un aspecto del "mundo" que no lleva a Dios. Por lo tanto, el riesgo de menospreciar la validez y la pertinencia de toda una tradicion ascética cristiana en la busqueda de la union con Dios, que ahora parecería descartada como démodé o fuera de lugar. Y todavia el riesgo de ignorar que todas las condiciones de vida, inclusive en el interior de la Iglesia, tienen una dimension mundana, sociopolítica, implicando una respuesta hecha de resonancias igualmente mundanas, político-sociales, ya que nadie es neutral frente a los desafios históricos a los que está expuesto. La pretendida neutralidad en relacion a lo real cuando se trata de las cosas del Espíritu está bien próxima al enmascaramiento - voluntario o involuntario - de ideologias y de

(Falta...)

 

 

PARTE III

"LAS MODIFICACIONES PROFUNDAS EN EL ROL Y EN LA IDENTIDAD FEMENINAS A RAIZ DE SU PARTICIPACION EN LA VIDA Y EN EL ESPIRITU DE LAS COMUNIDADES ECLESIALES"

CAPITULO 1

La mujer en la década de los 80: de lo doméstico a lo público

La historia reciente de las religiones e Iglesias cristianas en la América Latina y especialmente en Brasil ha mostrado una nueva y distinta dinámica del lugar y del papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia. El campo religioso cristiano brasileño tiene como actores, en su gran mayoría, mujeres. Cerca del 80% de ellas pertenecen a un estrato social, de baja renta, y viven en la pobreza, sujetas a distintas formas de opresión. Ahora, el pasaje por la experiencia religiosa y eclesial cristiana se ha mostrado una constante y auténtica vía de acceso a la emancipación y a la recuperación de la dignidad humana de muchas de esas mujeres. Si en la familia, en el trabajo y en la sociedad ellas todavía son extremadamente oprimidas y marginadas, su participación efectiva en el universo religioso y eclesial es una posibilidad real y original de acceso a una mayor participación en sindicatos, asociaciones de barrios, movimientos populares y partidos políticos.

La experiencia y el comportamiento religioso de las mujeres de los medios populares brasileños y su participación mayoritaria en los distintos servicios eclesiales son, muchas veces, en un primer momento, el único modo de tener un lugar de presencia y actuación fuera de los limites domésticos y del cuidado de la familia. El hecho de que la Iglesia de Brasil, en muchas de sus diócesis, haber adoptado el modelo eclesial de las CEBs (Comunidades Eclesiales de Base) al lado y además del tradicional modelo de la parroquia, en el cual los servicios permanecían excesivamente concentrados en la mano del sacerdote, permitió a muchas mujeres expresar sus capacidades y potencialidades de coordinación, liderazgo y organización.

 

Rescate de una trayectoria

 

Importa, pues, rescatar la trayectoria religiosa y eclesial de las mujeres en el proceso de comprensión de su compromiso y de su sentido de pertenencia a la institución religiosa como tal. Es importante también percibir si y cómo ese proceso está en conexión - en mayor o menor escala - con una toma de conciencia de esas mujeres respecto de su papel en la historia y en las estructuras de la sociedad y con un efectivo asumir de ese papel en el seno de alguna instancia de alcance propiamente político.

 

Para alcanzar ese objetivo tenemos como trasfondo el gran cuadro antropológico que atraviesa toda la cuestión de la presencia de la mujer en los espacios privado y público y se expresa:

 

en la cuestión de las relaciones de género;

en la cuestión del cuadro sociopolíticocultural, que es el de las mujeres a las cuales nos referimos.

 

Lo que primordialmente nos ha llamado la atención como punto de reflexión teórica es la desmitificación que la literatura feminista más reciente producida en Brasil o en la América Latina viene haciendo de la lucha por la igualdad como objetivo central de los reclamos y aspiraciones de la mujer.

Si bien entre las mujeres de clase media, con buen nivel cultural y socioeconómico sería ya discutible tomar como básico el tema de la igualdad, todavía lo es más entre las mujeres de las clases populares, que, al margen no solo de ese movimiento, como también de todo el conjunto del proceso de modernización de la sociedad, solo ahora empiezan a ser por el afectadas y a hacer síntesis distintas de sus compadreas intelectuales o profesionales.

R. Darcy de Oliveira, pone eso en evidencia al referirse al ejemplo de las madres y abuelas que, en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, durante los anos sangrientos de la dictadura, paseaban la orfandad de los hijos y nietos desaparecidos. Reivindicando algo que pertenece esencialmente a la esfera de lo privado, mostrando en la cara y bajo las ventanas de la dictadura nada menos que el derecho a su maternidad, crearon el hecho político de mayor resonancia, lo más elocuente, lo más entendido en aquellos años tenebrosos de su país y de su continente. Moviéndose por otras razones – entendidas como "privadas" -, emergieron políticamente con contenidos nuevos, pariendo la redención a partir del dolor inconsolable de la pérdida de los hijos.

La mujer, por lo tanto, en este momento de la historia, no desea reproducir el modo de lucha del hombre, dueño del espacio público. Su modo de actuar es otro, su campo es otro, su forma de leer el mundo es otra. Con mucho más razón las mujeres de los medios populares que, confinadas más que ninguna al espacio de lo privado, de donde nunca les fue permitido salir, no fueron moldeadas por la sociedad masculina como tal y tienen, por lo tanto, la chance de inventar algo nuevo en su camino en dirección a la libertad y a la participación.

Abordando la cuestión en términos más teológicos, percibimos que ese movimiento y ese camino son para la mujer una verdadera recreación, visto como es profundo el descubrimiento que ella hace de sí misma en el devenir de tal proceso. La teología que recientemente se ha inclinado sobre la cuestión de la mujer va procurando examinarla a partir de textos bíblicos, de los evangelios y de la práctica de la Iglesia. Cuando la mujer – principalmente la del medio popular – se une a otras que le devuelven su rostro multiplicado y plural, una nueva realidad está en curso y es posible para ella mirarse nueva y distinta. Más que eso, es posible aspirar a espacios y otros hechos que no los ya realizados hasta ahora. La confrontación con la Biblia va a ayudar en eso, dándole fundamento.

Desde el AT - que también es texto fundamental para el cristianismo – se pueden encontrar textos si no explícitos en favor de la mujer, por lo menos pasibles de "rescate" en una nueva hermenéutica. Por ejemplo: Génesis 3 y el relato de la caída – ya acá mencionada – ha sido recientemente trabajado por mujeres, con perspectivas altamente renovadoras. De la misma forma, las investigaciones y estudios realizados sobre el NT vienen mostrando, por ejemplo, cuál es la práctica de Jesús respecto de las mujeres concretas que a él se acercan. Cómo las recrea a partir de su realidad y las lleva a su reconocimiento como Mesías e Hijo de Dios, y como las conduce, así, a un proceso de "exogenia" o de "éxodo" del lugar que les había sido impuesto secularmente, enviándolas al espacio público para que sean agentes constructoras del Reino de Dios.

O sea, según los últimos avances de la teología, las mujeres ya no pueden ser consideradas dentro de la Iglesia – si se mira con atención y fidelidad los datos del Nuevo Testamento y los textos fundadores del cristianismo – subalternas o inferiores, sino compañeras, amigas y agentes del Reino de Dios. Todo eso es así, pero con un respeto extremo de la diferencia de cada uno e instaurando nuevas relaciones de reciprocidad. Concretamente en la América Latina y en Brasil, las mujeres, sobre todo las de los medios populares, que se encuentran organizadas y articuladas en círculos bíblicos, en clubes de madres y comunidades eclesiales de base, están pudiendo experimentar ese "nuevo papel" que viene de una nueva manera de estar juntas, compartiendo sus problemas y esperanzas, y de un nuevo contacto y posibilidad de interpretación de la Biblia y de la palabra del Evangelio. Eso ciertamente las vuelve nuevos sujetos eclesiológicos. Esa nueva subjetividad no se expresa necesariamente como desarrollo del espacio institucional dentro de la Iglesia, ni trae como reivindicaciones primordiales, la conquista de ministerios hasta entonces negados a la mujer, como el presbiterio* y otros ministerios ordenados, pero pasa por una experiencia humana y religiosa que abre caminos y crea nuevas posibilidades.

Que esta experiencia sea vía de pasaje a una nuevo realidad, que es la construcción del espacio público y el ejercicio de la ciudadanía de una nueva manera, a partir de la "diferencia" reafirmada como precioso e importante elemento de todo el proceso, en una re-invención inclusive de los propios conceptos de "público" y "privado", es lo que parece revelarse al observar a las mujeres, sobretodo las de los medios populares.

Los estudios teóricos realizados en las últimas décadas nos dan el panorama necesario para que el material venido de la realidad encuentre sostén y pueda ser elaborado no como datos fríos, sino como un texto vivo, que dialoga con la Palabra de Dios, viva ella también, y tal vez, sobretodo, que constituye la referencia de la esperanza de esas mujeres.

 

Los eventos que marcaron la década de los 80

En Brasil, la década d los 80 fue marcada, en nivel eclesial, por varios acontecimientos importantes protagonizados por la mujer:

 

En primer lugar, debemos nombrar los encuentros de mujeres teólogas y pastoralistas que, en progresión reveladora y fecunda, fueron mostrando un rostro colectivo de mujeres comprometidas con la construcción del Reino de Dios. Los temas de los encuentros – que acontecen en nivel nacional y latino americano - dan testimonio de este progresar de aglutinación y organización que fue haciendo de la comunidad teológica y pastoral femenina un sujeto activo en la comunidad eclesial: "Mujer: aquella que aprendió a desconocer su lugar"; "Mujer: en busca de su identidad" ; Ÿ la mujer rompió el silencio"; "Haciendo teología en lo femenino plural"; Ellos fueron seguidos por muchos otros que mantuvieron los puntos clave de estos primeros pasos: la ocupación de un lugar que no era el suyo desde el inicio; el descubrimiento de una nueva identidad, dada por el Otro; la ruptura del silencio y el acceso a la visibilidad y audibilidad en el espacio eclesial y en la comunidad teológica; la solidaridad y la pluralidad cómplices en el saber y en el hacer teológicos. Esa solidaridad se volvió más fuerte a partir del momento en que las teólogas se percibieron servidoras y portavoces de las mujeres de los medios populares, de las agentes de pastoral de base, con quienes comparten en pie de igualdad un mismo servicio calificado al pueblo de Dios. En esa comunidad mayor, su misión es organizar y articular el discurso que sale en estado bruto de las manos y bocas de las compañeras que están en la base y en su día a día traban una lucha sin cuartel por el adviento del Reino.

Los servicios que la mujer pasa a prestar también dan testimonio del lo nuevo que se procesa en ella y a partir de ella. Las mujeres ya no son vistas en la Iglesia apenas realizando los tradicionales ministerios de catequesis, del cuidado de las Iglesias y casas parroquiales y otros. Cada vez más se ven mujeres al frente de las comunidades, agentes de pastoral comprometidas y respondiendo por un grupo de personas, organizando sus deseos y procurando articular del mejor modo posible su acceso a los bienes eclesiológicos. En el campo de la espiritualidad, la presencia de mujeres también creció de modo notable. Laicas o religiosas, son incontables hoy en Brasil las mujeres que se dedican a la predicación de retiros, acompañamiento espiritual de personas y producción de material que ayude a organizar positivamente la oración y la liturgia en sus más distintos niveles. Es notable el fruto que producen esas maestras espirituales, que ayudan a muchos hombres y mujeres, según su propio sentir de Dios y su experiencia del Espíritu marcado por su modo femenino de ser. Finalmente, las mujeres teólogas, luego de pasar por momentos mencionados arriba, que son de descubrimiento de sí mismas y de su papel en la comunidad teológica, encamínanse cada vez más por la producción teológica que ahora no se centraliza apenas o principalmente en el tema de la mujer, sino en todos los temas de teología, vistos y trabajados bajo su perspectiva y su óptica femenina. Profesoras y escritoras, investigadoras e intelectuales de peso y profundidad, las mujeres teólogas hoy ya permiten decir que la teología de Brasil sería impensable sin su contribución. Si faltaran ellas, faltaría una parte importante de la reflexión teológica, un abordaje fundamental de los problemas a reflexionar, un soplo único que solo ellas pueden dar a los temas tan antiguos, pero siempre nuevos, del misterio cristiano.

Entre los temas caros a las mujeres que actúan en la Iglesia más intensamente a partir de la década del 80, sobretodo a las mujeres teólogas, destacaríamos, además del propio tema de la identidad de la mujer y de todos los temas teológicos y bíblicos pensados a partir de su óptica de mujer, hay otros dos que nos parecen especialmente relevantes. Estos dos temas son polémicos y delicados – eclesialmente hablando -, y el inicio de su abordaje por parte de las mujeres cristianas en la década de los 80 fue tímido y cauteloso; pero, por su importancia y centralidad, fueron ganando fuerza y entraron en la década del 90 como grandes desafíos a la teología elaborada por la mujer. El primer tema refiérese al área de la Etica y de la Moral, que trata de los derechos de la reproducción y de la sexualidad. Hay todo un continente a ser explorado, que ganó nueva fuerza y tonificados elementos, sobretodo para las teólogas católicas, con la reciente encíclica del Papa "Evangelium Vitae ". Desde la década del 80 se está volviendo evidente para las mujeres que el desafío de pensar su corporeidad, su sexualidad y su fecundidad a la luz de la Revelación cristiana y en diálogo con el Magisterio de la Iglesia es una misión a la cual no se pueden negar. Ellas lo hacen con coraje y esperanza. El otro tema está más relacionado al área de la eclesiología. Trátase de la cuestión de los ministerios. Todas las mujeres involucradas en un servicio eclesial sienten cotidianamente en su piel que es urgente una reflexión y una práctica que respondan a los deseos del Pueblo de Dios en ese particular. En la década de los 80, las mujeres empezaron efectivamente a responder a esa situación, asumiendo varios ministerios en las comunidades. La década del 90 continúa profundizando esa pista abierta y buscando caminos fecundos, aunque no siempre fáciles, para ensanchar el espectro de las conquistas posibles y llenas de promesas que irán haciendo siempre más para que la mujer cristiana encuentre un camino que pasa por dentro del espacio eclesial para hacer su transición de lo doméstico a lo público.

 

Son estos puntos centrales que se insinúan al comienzo de la década del 90 y que ya promediando la misma se perfilan como los temas principales del fin del milenio.

 

 

 

 

Apuntando algunas pistas de futuro

 

A la guisa de pistas para reflexionar en un futuro próximo, presentamos, primeramente, la que dice respecto a la propia distinción entre los conceptos de doméstico y público. Es necesario aprender a sospechar de la certeza del concepto de lo público relacionado a la actividad más directamente vinculada a las estructuras organizadas: partidos, sindicatos, asociaciones de distintos tipos.

Para las mujeres, lo que sería entendido como público es lo que va más allá y transciende el puramente doméstico y familiar, pero que no necesariamente toma la forma de las instituciones políticas entendidas como tales. Lo público podría ser , en esa clave de comprensión, el comunitario, los grupos de madres, los agrupamientos aunque informales que las hace inter-actuar con la alteridad de los otros y otras que les devuelven lo cotidiano bajo forma de interpelación, gratificación y posibilidad de crecimiento.

En segundo lugar, se impone la desmitificación de la convicción de que para la mujer en general el espacio y el trabajo doméstico es un pesado fardo y un cautiverio a ser penosamente cargado a lo largo de la vida. Mientras para algunas mujeres son claras y pesadas las dimensiones negativas de este tipo de trabajo, para muchas – y tal vez para la gran mayoría – el trabajo doméstico puede ser lugar de creatividad y ciertamente de participación, de socialización: compartir con los otros miembros de la familia, con las compañeras. Espacio, en fin, de vivencia concreta de la solidaridad. O sea, no se puede afirmar que exista un trasfondo de frustración generalizado con la inserción de las mujeres en el espacio privado.

Las mujeres, por lo tanto, aunque muchas veces no accedan ni lleguen a lo que entendemos por espacio público propiamente dicho, no están por eso impedidas o bloqueadas en su vivencia de la solidaridad, de la convivencia, del compartir – valores fundamentales para lo que entendemos por ejercicio de ciudadanía.

En tercer lugar, es evidente que la Iglesia parece como el espacio alternativo al hogar, muchas veces lo único posible para la mayoría de las mujeres. La Iglesia es lugar de expresión de su fe, pero muchas veces también de su aprendizaje como ser humano, como ser pensante, solidario, compasivo. Las mujeres se muestran bastante conscientes de su condición de plenas ciudadanas eclesiales. Se puede respirar en muchas mujeres ese sentimiento de pertenencia, que es mayor y más profundo del que podrían verse tal vez en muchas participaciones en otros tipos de organizaciones. La motivación que allí las lleva y allí las mantiene transciende a ellas mismas, y por eso, tiene fuerza suficiente para ayudarlas a enfrentar los obstáculos y las dificultades que se presentan a cada momento.

En el fondo, la Iglesia abre para ellas el espacio de la alteridad, que era apenas más que la alteridad familiar. Por eso es algo enriquecedor, que les trae no solo pistas y condiciones para una mayor autoayuda, sino también condiciones de crecimiento en la vida de fe y en la profundización de la experiencia espiritual cristiana.

Para gran parte de las mujeres brasileñas, sobretodo las de los medios populares, el proceso de emancipación y descubrimiento de la propia identidad y el asumir de un actuar político e influyente en la sociedad no pasa por el llamado movimiento feminista.

Mientras las mujeres de la clase media hacen un análisis del propio proceso de emancipación, expresado no más en términos de la búsqueda de una igualdad con los hombres, y pasando por la lucha por los derechos a la diferencia, las mujeres de los medios populares ya comienzan su proceso con ese pasaje hecho.

Ciertamente la vía que las hizo y las hace pasar de lo doméstico a lo público, o sea, del confinamiento en el espacio del hogar, privado al ejercicio público de la profesión y de la ciudadanía, no camina en paralelo con una búsqueda de igualdad con el hombre como tema primordial. Para esas mujeres, la inserción en el mercado de trabajo se dio y se da mucho más por la necesidad básica de aumentar la renta familiar y contribuir a alimentar los hijos y sobrevivir, que por cuestiones ideológicas, como la lucha por la igualdad salarial , etc...

La inserción en la comunidad eclesial trae, innegablemente para esas mujeres una mayor conciencia social y vuelve más visible para ellas la necesidad de la responsabilidad histórica y política de transformación de la realidad.

La Palabra de Dios, consignada en la Sagrada Escritura, tiene un lugar preponderante en la vida de las mujeres. Si es verdad que la presencia de María es algo fundamental en sus vidas, como mujer-tipo que las hace entender y aspirar a ir a las raíces de su ser mujer, también es verdad que la persona de Jesús y las palabras del Evangelio asumen lugar de extrema centralidad e importancia para ellas.

Esa fe profunda y enraizada hasta lo íntimo de sus personas está con ellas y puebla sus vidas desde su infancia, aunque aparezca como una fe más devocional que propiamente alimentada por el contacto vivo con la Palabra de Dios y la Escritura. No obstante, es una fe que, transmitida, hizo su camino y encontró tierra fértil en sus mentes y corazones, a punto de influir y pautar su vida.

De tal modo es profunda e importante la experiencia de fe como potencializadora de su deseo y de sus posibilidades como seres humanos, que las hace incluso superar limitaciones bastante elementales que traban su proceso de crecimiento, como la dificultad o la imposibilidad de la lectura, los obstáculos familiares y la oposición del marido, el conflicto con los compañeros etc.

Las actividades y la vivencia comunitaria de carácter religioso atraen tanto o más a las mujeres que las actividades y agremiaciones político-partidarias. Es por medio del encuentro en torno de la Biblia, de la meditación y reflexión sobre la Palabra de Dios que muchas veces para ellas la luz va surgiendo en las cuestiones personales, comunitarias o sociales. Si sucede algún pasaje del doméstico a lo público en la vida de esas mujeres, ese pasaje es poblado por los rostros y por los nombres del pueblo de Israel, y el ritmo es el de su saga y su lucha que hace pasar del cautiverio a la liberación.

La crítica – velada o explícita – al machismo que está comprendido en el contexto patriarcal en lo cual fueron escritos los textos de la Escritura les trae también motivaciones positivas para percibir que la Palabra de Dios es libertadora y no esclavizadora. Por lo tanto, libertadora también para ellas en sus intentos de descubrirse más como mujeres y seres libres e ir, en la medida que eso fuera necesario, más allá de aquello que el espacio doméstico, con su carga de haceres diarios , pueda tener de confinamiento y esclavitud para ellas que en él pasan el mayor tiempo de sus vidas.

La identificación de muchas mujeres con María de Nazaret se da no sólo por la necesidad de protección, aproximación y acogida, sino también por el ejemplo que la personalidad fuerte de la Madre de Jesús da en los escasos textos evangélicos que la mencionan explícitamente.

En fin, hay algo característico que no puede ser ignorado. Esas mujeres son, a pesar de su vida cotidiana muchas veces dura y aplastante, llenas de esperanza y confianza. Para ellas, la vida y el mundo no se presentan amenazadores y destructivos, sino cargados de posibilidades de vivir y construir algo que es más grande y mejor que aquello que fue y es vivido hasta ahora.

En ese sentido, ya emerge en ellas la conciencia, aunque muchas veces algo oscura, de que la opresión de la cual son víctimas en casa y en la sociedad no es la voluntad de Dios. Dios para ellas es Alguien positivamente experimentado, Alguien que quiere transformarlas y, en realidad, las transforma profundamente. Apoyadas en la fe en ese Dios – muchas veces su único apoyo y su única chance de futuro – es lo que ellas van abriendo, de manera propia y original, no totalmente comprensible para nosotros y para otros observadores de su lucha y su coraje, su difícil y fascinante pasaje del doméstico a lo público.

 

 

CAPITULO 2

"La familia como Iglesia doméstica: agente de nueva evangelización"

 

La religión, en el momento actual, parece volver al escenario y situarse nuevamente bajo los reflectores del interés de la sociedad. Con la crisis de la modernidad, ella que parecía exiliada de los terrenos del interés del mundo occidental y no parecía poder influir en los valores y patrones de comportamiento emerge con nueva e inusitada fuerza. Ese fenómeno constátase no sólo en Brasil, sino también en el mundo entero. Los estudios más recientes realizados por las varias ciencias sociales y humanas apuntan en dirección de una revitalización de lo religioso, a lo cual se ha buscado llamar – propia o impropiamente – de "retorno a lo sagrado" o "reavivamiento de la fe". Entretanto, una de las características del estado de cosas arriba descrito parece poner en riesgo las tranquilas certezas en el adviento definitivo de la secularización y las categóricas afirmaciones sobre lo que se llamó la "muerte de Dios". Trátase del hecho de que lo religioso, en este momento, emerge bajo "otra" forma. Osaríamos decir, una forma distintamente estructurada, institucionalizada de otra manera.

Al lado de las iglesias y tradiciones religiosas históricas que cargan en si elementos de composición suficientes para definirlas como instituciones , aparecen y crecen con fuerza y vigor los llamados nuevos movimientos religiosos, que desdoblan delante de nuestros ojos modernamente asustados un 'sagrado' y un 'religioso' distintos de aquellos por nosotros hasta entonces conocidos.

No pretendemos acá detenernos en las características, raíces y consecuencias de ese fenómeno. Otros y nosotros mismos ya procuramos hacerlo en otro lugar y de forma más extensa y completa de lo que nos permite el límite de este texto. Nuestro interés ahora es procurar percibir – a partir de un punto de vista muy particular, el de la teología – cuál es l la incidencia y las implicaciones que la institución religiosa católica , en este momento de la historia, podría tener en otra institución social de primera importancia: la familia.

La interpelación con la cual damos inicio a nuestra reflexión es, pues: Hasta que punto la Iglesia de la cual somos miembros y a la cual pertenecemos, espacio donde vivimos nuestra fe, tiene real posibilidad de, con sus valores, sus normas, su moral, tener alguna influencia sobre la vida y el crecimiento de la familia? Hasta que punto el proceso de modernización vivido por la sociedad no disminuyó sensiblemente la fuerza configuradora del rostro de la familia por parte de la institución eclesial católica? En síntesis, hasta qué punto la vivencia de la fe cristiana católica hoy podría ser todavía determinante para la estructuración y la vivencia de las relaciones familiares? Si el Concilio Vaticano II recomienda a los católicos que hagan de sus familias una "Iglesia doméstica", hasta que punto esta puede resplandecer en el medio del mundo como fruto de la nueva evangelización y colocarse efectivamente a su servicio?

 

Un poco de historia

 

En el intento de situar nuestra reflexión, cumple decir que, al hablar en familia, en el umbral de una reflexión que se desea sistemática, entendemos tratarse, en el caso, de la llamada familia moderna. Entran en esa clasificación las familias que se caracterizan por cierto conjunto de valores, tales como el amor conyugal, la valorización de la maternidad, la centralidad del bienestar y de la educación de los hijos, y por un confinamiento siempre mayor en el área doméstica privada, en oposición al área pública, sentida como hostil y amenazadora.

Pero, al tratarse de ese tipo de familia, se tiene constantemente en cuenta las profundas, aunque graduales, transformaciones que ella viene sufriendo en la sociedad brasileña a lo largo del proceso de industrialización y modernización. Transformaciones económicas, sociales y políticas que van a alterar el patrón arriba descrito, debilitando paulatinamente las características que constituyen el soporte y la trama del núcleo familiar.

Cabe advertir que la familia urbana como tal con certeza no entraría unívoca y generalizadamente en este parámetro descriptivo, a pesar de poder encontrarlo en algunos segmentos sociales. Hay que tener en cuenta que, en las clases populares y en los segmentos medios de nuestra sociedad, la inmensa y plural realidad de las familias incompletas, de las familias con núcleo en "desagregación", de las familias con mujeres jefes de hogar – en que el hombre se vuelve apenas una figura emblemática, cuando no inexistente - , de las familias cuyos polos de aglutinación sobrepasan las fronteras del núcleo familiar, son cada vez más numerosas y constituyen interpelante realidad no solo para las ciencias sociales, como también para la Iglesia y para la teología.

En medio de esas transformaciones del grupo familiar, son muchos los factores que pueden remiternos a sus causas. Entre ellos, ciertamente los medios de comunicación social, bajo sus varias formas, son los más importantes, vehiculando otros modelos que invaden el área privada en que la familia moderna se había confinado, transformando mentalidades, alterando expectativas, introduciendo nuevos estímulos y motivaciones.

Los mismos medios de comunicación hacen circular, igualmente, interpelaciones sobre la familia que reflejan las preocupaciones de una institución como la Iglesia católica. En reciente articulo en el Jornal do Brasil, el editorialista Luiz Paulo Horta escribe, comentando la película Pequeño diccionario amoroso: "Casamientos duraderos están quedando, evidentemente, muy raros; y la propia Iglesia católica, mientras organiza un congreso sobre la familia con la presencia del Papa, se tomó el cuidado de explicar que personas separadas y casadas de nuevo no dejan de ser parte del rebaño. Pero hay en eso todo una disonancia medio perturbadora, una diferencia de visión que puede transformarse en un muro de incomprensión.

Delante de este cuadro y de este proceso por el cual pasa la familia, cabría, entonces, la pregunta: Cuál es el lugar y la real importancia de la institución religiosa cristiana y, específicamente, de la Iglesia católica cuando se trata de reflexionar sobre la familia? Una sociedad modernizada – aunque se desigualmente – caracterizase por no ser más centralizada en la visión sacra del mundo. La religión, allí, pasa por un proceso de "vaciamiento funcional" en el sentido de perder algo de su influencia como configuradora de valores, aunque substituya parcial o integralmente las funciones antes ejercidas por otras instancias.

¿A partir de donde se estaría dando hoy, por lo tanto, la relación entre la familia y la Iglesia Católica ?

 

La familia: célula primera de evangelización

La Iglesia Católica siempre vio en la familia una de sus grandes esperanzas para la evangelización y formación de personas y mentalidades. Llamada "Iglesia doméstica" y lugar primogénito de evangelización, la Iglesia encuentra posición prominente en los documentos oficiales de la Iglesia, que en ella depositan gran parte de sus expectativas de difusión del mensaje del Evangelio, de formación de las futuras generaciones de católicos y de transformación de las estructuras injustas de la sociedad. También, y no menos, de posibilidad de ser el granero de las vocaciones sacerdotales y religiosas, o sea, cuna de la formación de personas que irán dedicar integralmente sus vidas y lo mejor de sus fuerzas y energías al anuncio del Evangelio y al servicio de la propia institución eclesial.

 

La Lumen Gentium, constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, en su párrafo 11, usa y explicita la expresión "Iglesia doméstica" como feliz definición de familia: "...los esposos cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el cual manifiestan y participan del ministerio de la unidad y del amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y por lo tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el pueblo de Dios (cf. 1Cor 7,7). Pues de esta unión conyugal procede la familia, en la cual nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el Bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el transcurrir de los siglos. En esta, como "Iglesia doméstica" serán los padres para con sus hijos los primeros predicadores de la fe con su palabra y ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, y con cuidado especial a la vocación sagrada.

Es comprensible, por lo tanto, que la familia sea objeto de especial atención pastoral por parte de la Iglesia. E igualmente, objeto de su gran preocupación, al percibir la misma Iglesia que el proceso de secularización y modernización lanza los fieles a un estado de confusión y mezcla de planes y niveles, no distinguiendo entre sagrado y profano, medios y fines, valores y costumbres, perenne y transitorio, alejándolos de la influencia directa de la parroquia y de la comunidad eclesial y exponiéndolos, indefensos, a las más variadas agresiones, dentro de las cuales ciertamente las más potentes son la crisis de la ética y el avasallador poder de los medios masivos de comunicación.

Aunque haya habido un serio y real esfuerzo de aggiornamento y actualización por parte de la Iglesia, que en el Concilio Vaticano II buscó las bases y las condiciones para un dialogo más fecundo y abierto con el mundo moderno y la consecuente valoración de las llamadas "realidades terrestres", aún así hay puntos vitales para la Iglesia Católica como tal – en lo que se refiere a su propia identidad y misión – que no pueden ser eludidos y que entran en choque con las nuevas exigencias que la sociedad impone al seguimiento familiar.

Etica cristiana y sociedad moderna

 

Uno de los puntos más problemáticos para una interacción armónica entre la familia y la Iglesia Católica en los tiempos modernos ciertamente se refiere a la sexualidad, componente indispensable de la relación conyugal y, consecuentemente, con inevitables incidencias en la institución familiar.

La dificultad es reforzada por el hecho de que el discurso oficial de la Iglesia debe ser pronunciado en términos y dimensiones universales, proponiéndose como válido para todas las realidades que la universalidad (literalmente, catolicidad) eclesial cubre. Esto exige de la Iglesia una rearticulación permanente, para que su mensaje tenga en cuenta las contingencias de los tiempos yendo al encuentro de los cambios que marcan la historia y abarcando a la vez la conducta de las personas en su experiencia vital concreta.

Veamos lo que sucede con respeto a la finalidad del matrimonio, por ejemplo, sobre la cual la Iglesia siempre afirmó, con base en San Agustín, que "sólo la intención de procrear es la que legitima las relaciones sexuales". La tradición posterior recobra esta máxima agustiniana – elaborada en un contexto de valoración de la fecundidad y contraposición a los maniqueos – y la reafirma, permaneciendo el placer sexual, la expresión conyugal del amor de los esposos, como fin secundario.

Fue con ese discurso que la Iglesia enfrentó todo el adviento de la revolución o liberación sexual que barrió el occidente en este siglo, principalmente a partir de los años 60. En el momento en que las relaciones sexuales, por fuerza de uso y de la divulgación de los nuevos métodos anticonceptivos, se liberaban de las antiguas normas morales y ganaban los hogares más sanos, incluso los regidos por los patrones cristianos y católicos, la Iglesia se veía desafiada a encontrar nuevas palabras para dialogar con un mundo convulso, revolucionado y con mentalidades reestructuradas.

El concilio Vaticano II, en su constitución Gaudium et Spes, introduce un elemento nuevo, al presentar el amor entre los cónyuges como categoría central ( y no más como fin secundario) del matrimonio, viendo la fecundidad de manera más amplia y abarcadora.

Al movimiento de control de la natalidad, ya bastante intenso en la primera mitad de este siglo, la Iglesia viene respondiendo siempre firmemente, enfatizando a los católicos la legitimidad apenas de los métodos naturales (abstención, Ogino Knaus, Billings) de limitación de la natalidad como camino para el ejercicio de una paternidad o maternidad responsables.

Los documentos y pronunciamientos oficiales de la Iglesia afirman y reafirman una visión de la ética sexual que ve las expresiones del amor apenas en el matrimonio y en los limites del cuadro mayor de la fecundidad, tomando a los cónyuges como parte del plano global de Dios Creador y Autor de la vida. Por otro lado, también no se puede ignorar que, pastoralmente, la Iglesia viene mostrando atención y solicitud maternales diferenciadas a los casos problemáticos, dolorosos y difíciles que muchas veces se volvieron verdaderos escollos en la vida de los cónyuges al pleno ejercicio de su sexualidad, y por lo tanto, a la estabilidad y armonía de su unión.

Es justo en Humanae Vitae – normalmente encarada como un documento rígido que retrocedió en los pasos dados por el Concilio Vaticano II en lo que dice respeto a la apertura de visión de la sexualidad cristiana – que se encuentran orientaciones pastorales sobre el día a día de los cristianos, las cuales dan franco testimonio de esa apertura. La encíclica deja de hablar de "pecado grave" cuando da coraje a los esposos cristianos a esforzarse por cumplir la doctrina del Magisterio (n. 26); exhorta a los pastores a ser comprensivos con las dificultades de los cónyuges en el ejercicio de su vida conyugal, no incitando a los confesores a inquirir e investigar las conciencias de los penitentes respeto de la vivencia de su sexualidad. Al contrario, insta a los sacerdotes para que ayuden a los cónyuges a "jamás dejarse desanimar" por las dificultades de su matrimonio.

La Familiaris Consortio, de Juan Pablo II, de 1981, mientras reafirma los mismos principios y la misma visión de base, deja entrever solicitud y preocupación pastoral con lo que llama "algunas situaciones irregulares" (el matrimonio de experiencia, uniones libres, católicos unidos sólo en matrimonio civil, separados o también divorciados que contraen nueva unión). Reafirmando sus principios, basados en la Buena Nueva del Evangelio, la Iglesia no ha dejado de buscar el diálogo con las nuevas generaciones, interpeladas por un nuevo estado de cosas, sobre valores y comportamiento, posibilitando así apertura para el diálogo entre generaciones y creando las condiciones para el acontecimiento de la tan esperada Iglesia doméstica.

Otras transformaciones sociales, que afectan profundamente el tejido social, modifican el rostro de la familia moderna.

 

La emergencia de la mujer en la esfera pública

 

Uno de los pilares de la concepción tradicional católica de la familia reposaba ciertamente en la presencia y en el desempeño de la mujer, en régimen de tiempo integral, en los limites de la casa y del hogar. La dedicación a la casa, a las tareas domésticas, al cuidado de los hijos, garantía del equilibrio familiar, era punto pacífico de aceptación por parte de la Iglesia y contribuía para la edificación de todo un modelo no sólo de familia, sino también del ideal femenino con el cual la mujer católica era llamada a reconocerse e identificarse.

La emergencia de la mujer como sujeto público y no sólo privado, como influyente en la esfera política y competitiva en el mercado de trabajo, característica que marcó este siglo XX, desestabilizó ese modelo de familia y cuestionó el discurso oficial de la Iglesia Católica.

Aunque después de reconocimiento, por parte del Magisterio de la Iglesia, con León XIII, de la igual dignidad del hombre y de la mujer, continuaron las restricciones al trabajo fuera del hogar para la mujer casada. El Concilio Vaticano II, con Juan XXIII, da un paso adelante, afirmando que "el conjunto del proceso de producción debe adecuarse a las necesidades de la persona y a las modalidades de su vida, primeramente de su vida doméstica, sobretodo en lo que se refiere a la madre de familia, teniéndose siempre en cuenta el sexo y la edad".

Entretanto, los pronunciamientos más recientes, especialmente los del pontificado de Juan Pablo II, parecen volver a reafirmar la especificidad de la mujer inseparable de su ligazón a área doméstica, materna, reproductora y no productiva, d tal manera que las funciones doméstica y materna parecen entrar en colisión con las tareas públicas y todas las demás profesiones.

En un momento en que las mujeres ganan cada vez más el mercado de trabajo y ya comienzan a madurar una reflexión sobre el ejercicio de la diferencia que les es propia en el asumir la igualdad de derechos en todos los niveles con los hombres, el discurso de la Iglesia todavía parece enfatizar una imagen de mujer en la cual muchas de las mujeres cristianas católicas no se reconocen.

En este momento de la historia de la Iglesia, las mujeres católicas se sienten interpeladas a asumir el difícil desafío de, por un lado, no renunciar ni perjudicar su insustituible papel de esposas y madres, protagonistas de la Iglesia doméstica que será el terreno fecundo de las futuras generaciones cristianas, pero, por otro lado, traer para la esfera pública el discurso y la practica resultantes de su especificidad femenina, sin los cuales la humanidad quedaría irremediablemente empobrecida.

 

Familia e Iglesia: la vuelta a la novedad evangélica

Las dificultades apuntadas en la interacción de la familia con la institución religiosa católica, con el acento en la ética sexual y la liberación de la mujer, nos hace percibir los problemas que hoy se presentan para un desarrollo armónico del diálogo entre estas dos instituciones: familia e Iglesia.

Las generaciones siguientes a los años 60, ya nacidas bajo la marca de la liberación sexual, no más herederas de un cristianismo sociológico recibido de la familia juntamente con el apellido, el color de piel y el nivel social, van percibiendo también (todavía más, muchas veces ni siquiera lo perciben) que su vida y sus valores se desarrollan resistiendo a las orientaciones del discurso de la institución eclesial católica.

Frecuentemente, su relación con la institución se da en términos de pertenencia comunitaria, celebrativa, ritual. Pero no llega a tocar su ethos, sus valores más profundos, sus patrones de comportamiento y actitudes concretas delante de situaciones vitales, regidas mucho más fuertemente por otras influencias: medios de comunicación, nuevas propuestas místicas o religiosas de todo tipo, partidos políticos etc.

Así se explicaría también la creciente influencia que los nuevos movimientos religiosos – no tradicionalmente institucionalizados – ejercen sobre las familias, en su totalidad o en algunos de sus miembros. Trátase de propuestas que alcanzan la dimensión afectiva de los individuos, sin traer exigencias fuertes, sentidas como abrumadoras por algunos, que los obligarían a andar en sentido contrario a la corriente que lleva el mundo y la sociedad. Sintiéndose satisfechos y saciados en su sed afectivo-espiritual con esas nuevas propuestas, muchos católicos abandonan directamente la Iglesia o tal vez "combinan" su pertenencia eclesial con elementos e incursiones en otras comunidades religiosas, en un sincretismo en una síntesis satisfactoria, que en muchos casos, ha llevado la tensión y el conflicto dentro de un sin numero de hogares católicos.

Delante del cuadro descripto, podemos preguntarnos, al final de esta exposición, por dónde pasarían hoy los caminos de interacción de la familia con la Iglesia Católica. ¿El diálogo entre esas dos instituciones que es de tan gran importancia en la sociedad podría todavía ser recobrado sin que fuera necesario transigir con la identidad de ambas? Por dónde estaría la vía por la cual la institución religiosa eclesial podría nuevamente ir al encuentro de la vida de las familias, influyendo y teniendo una palabra de peso que decir para su formación, ética y actuación en el mundo? ¿Cuál sería la brecha por la cual la Iglesia podría hacer llegar a las familias el alto y sublime ideal de ser y tornarse una Iglesia doméstica, al servicio de la nueva evangelización que todos deseamos?

Aquí sería importante recobrar un fundamental lema del Concilio Vaticano II que nos parece haber sido dejado un poco a la sombra en los últimos tiempos: la vuelta a las fuentes. Volver a aquello que es lo más original del cristianismo y constituye, por lo tanto, el corazón de la institución que pretende ser en el mundo la depositaria de esa originalidad: el Evangelio de Jesús Cristo.

El núcleo, el centro de la propuesta evangélica es la salida de si, de sus propios intereses, para el servicio al otro. A aquellos y a aquellas que desean seguir o tomar parte en su proyecto, Jesús de Nazaret propone el abandono de todo, incluso de los propios lazos familiares, con palabras tan radicales cuanto chocantes: "Aquel que ama padre o madre más que a mí no es digno de mí. Y aquel que ama hijo o hija más que a mí, nos es digno de mí"(Mt 10,37). "Todo aquel que ha dejado casas, hermanos, hermanas,. Padre y madre, hijos o tierras por causa de mi Nombre, recibirá mucho más y la vida eterna"(Mt 19,29).

En estos textos, que parecen anti-familiares, pero que en realidad son apenas apologías de la primacía del Reino de Dios sobre cualquier cosa y cualquier realidad, nos parece estar o que debería estar el centro del diálogo entre la Iglesia y la familia en el mundo contemporáneo. Este no acentuaría mucho en la repetición de normas morales, con repercusión en el ámbito de la familia, lo que abarcaría las relaciones entre sus miembros, haciendo que la misma familia permanezca centrada en sus propios límites.

Según la lógica del Evangelio, la familia no existe para sí misma o para construirse y complacerse en su propia excelencia comunitaria. No obstante los lazos afectivos y la convivencia relacional sean fundamentales para el crecimiento personal, el equilibrio emocional y la realización de las plenas potencialidades de los miembros del núcleo familiar, toda la familia estará fracasando en su vocación no sólo cristiana, sino también humana, si sucumbe a la tentación del modelo burgués, cerrado en sí mismo, confinado a la esfera de lo privado, instaurando una dicotomía enferma entre lo privado del hogar y la dimensión pública del mundo y de la sociedad.

La familia existe en el mundo y para el mundo. Y estando atenta a las necesidades y prioridades de este mundo y de esta sociedad es que ella debe desarrollar su identidad y sus prioridades formativas y activas. La propuesta y la llamada al Evangelio – que pretenden ser, además de divinos, plenamente humanos – no son válidos, entonces, solamente para aquellos y aquellas que no constituyen familia, optando por la vida sacerdotal o religiosa. Son válidos también para los que, deseando y efectivamente formando una familia, comprenden que ella no es un fin en sí misma, sino existe para que el mundo sea mejor y más humano.

Mientras tanto, adherir a esta propuesta, de tan radical exigencia y que lleva a romper con el actual modelo familiar, intimista y subjetivo, sólo es posible a partir de convicciones de tal manera profundas que sean capaces de sumergir los más enraizados hábitos y cuestionar los más establecidos e inamovibles patrones de una supuesta "normalidad", en buena parte idealizada. ¿Quién sabe no estaría allí, entonces, un posible punto de partida para un diálogo fecundo entre la Iglesia y la familia? ¿Quién sabe no valdría la pena no detenerse tanto – como sucedió hasta ahora – en cuestiones que dicen respecto de la organización y el convivir intrafamiliar, sino inclinarse más sobre la cuestión de la misión de la familia en el mundo, de la abertura del núcleo familiar en dirección a las relaciones sociales y políticas?

Evidentemente, una dimensión no existe sin la otra. No es posible una presencia efectiva y positiva en el seno de la sociedad de un grupo humano que se encuentre desagregado y carenciado en todos los niveles. Pero, ante el panorama que nos presenta la familia en la sociedad contemporánea – tan polémico y distante del ideal armonioso y bien constituido que parece poblar la mayoría de los documentos eclesiales - ¿no sería más eficaz centrar la atención en aquello que sería el corazón de la propuesta evangélica, que es válida para todos , independientemente del estado civil o condición familiar en que se encuentren en determinado momento?

Tal vez el redescubrimiento de la propuesta de Jesús Cristo, presentada de forma nueva, atrayente y consistente, con la fascinación de su persona y su mensaje en lo que poseen de más nuclear y constitutivo – o sea, el amor y el servicio a los demás como motivación y sentido central de la vida - , sería más eficaz para influir en las familias a buscaren un ejercicio – afectivo y efectivo del amor a que son llamadas a vivir. Amor, que delante de las más variadas situaciones, podrá tener distintos nombres: fidelidad, dedicación, solidaridad, socialización, lucha por la justicia, testimonio y todas las otras formas inventadas por aquello que San Pablo afirmó ser "un camino que sobrepasa a todos"(1Cor 12,31) y contra el cual "no existe ley"(cf. Gl 5,23): la caridad evangélica.

Así como para todo lo que derive y/o encuentre su nacimiento en la novedad evangélica, también el ideal de la familia como Iglesia doméstica encontraría en ese amor, que a lo largo de veinte siglos ha dado sentido a la vida humana, la inspiración para transformarse en realidad viva y palpitante, fuente de la cual podría brotar la vida en abundancia para todos.

 

CAP. 3

La formación de intelectuales cristianos en el Brasil de hoy

Nos gustaría comenzar esta reflexión con una frase de Simone Weil – filósofa y pensadora francesa de este siglo – en una carta al amigo Gustave Thibon:

"Pienso que la cultura intelectual, lejos de dar derecho a privilegios, es en sí misma, un privilegio casi terrible que exige, en contrapartida, responsabilidades terribles...

Fue con la convicción de que ese pensar y sentir de Simone debe ser también el nuestro, en este momento de la historia de Brasil y de la vida de la Iglesia, que pensamos desarrollar esta reflexión. Pertenecer hoy, aquí y ahora, a cierto medio social, tener cierto nivel de escolaridad y de formación y cultura intelectual es un privilegio terrible, debido a la inmensa responsabilidad que él implica. En un país como el nuestro, hay dos maneras de tener poder: poseer recursos materiales (dinero, poder adquisitivo y todos sus derivados: influencia etc.) y tener acceso al saber, tener algo del dominio del pensamiento, de la cultura, de la palabra organizada que permitan articular la reflexión y el discurso, liderar personas y grupos, influir y prevalecer sobre las grandes masas anónimas que tienen como único recurso la fuerza de sus cuerpos y manos para el trabajo.

Pero existe sólo una manera de tratar cristianamente con cualquiera de esas vías de poder: transformar el poder en servicio, asumiendo la inmensa responsabilidad que implica haber sido dotado sea de recursos materiales que dan acceso al consumo desenfrenado y a los beneficios de la sociedad neoliberal de este fin de siglo, sea del terrible privilegio de la cultura y de los recursos del saber para el bien común y el crecimiento del Reino de Dios en el medio del mundo.

Para eso, una de las grandes carencias de nuestro mundo y de nuestro país es la carencia de un marco ético de referencia que pueda organizar y direccionar la formación y la vivencia de los lideres cristianos situados en los medios intelectuales y académicos que hoy se preguntan sobre las responsabilidades derivadas de su fe en este espacio y en este tiempo.

La mayor parte de los estudios científicos sobre el contexto en que hoy vivimos, por el hecho de que se sitúan en el fenómeno llamado crisis de modernidad, tienen como característica sectorizar y fragmentar los hechos y los síntomas, abordándolos desde una perspectiva monográfica – en términos sociológicos o culturales. Por ejemplo – padecen de un riesgo grave y evidente: pueden conducir a una reducción unilateral de la complejidad y consecuente deformación de la trama polifónica del real. Los diagnósticos de la crisis en que nos encontramos sumergidos como mundo occidental – y, en nuestro caso, como Brasil, país que se encuentra de un lado del mundo que sufre las consecuencias de ser víctima fabricada por el proceso moderno – no parecen haber ayudado a solucionar muchas cosas.

De muchos lados y por intermedio de muchos voceros, por lo tanto se siente y es proclamada la necesidad de un suelo ético común y global , que nos pueda proporcionar una base mínima de valores bien fundados que ayude a conducir a una respuesta positiva a la cuestión de una actitud ética mundial. Pero¿ será que, a partir del contexto moderno y secular, creciente y siempre más vigorosamente pluralista, en el cual se asiste hoy a un desmoronar de los paradigmas y utopías que por tanto tiempo fueron fuente de referencia y sustentación universal, se puede pretender encontrar algunas constantes, aunque sean pocas, que puedan identificarse como componentes de un marco ético universal?

Sin duda los modelos éticos convencionales, en los ámbitos socioculturales en que se implantó e impera la modernidad o en aquellos en que esta intenta implantarse, tienden a desaparecer al menos relativamente.. Por otro lado donde la modernidad no se hizo presente, o se hace presente de otra manera y con distinta síntesis de los países llamados modernos, o también en los países y lugares de los cuales parece retirarse, los modelos convencionales no sólo no desaparecen, sino que se consolidan. Y, sin duda, el proceso a que asistimos hoy de cambio de utopías y paradigmas, lo cual trae consigo la desmitificación del paradigma colectivo que la propuesta socialista real parecía traer consigo, lleva a repensar la pertinencia de la vuelta a un modelo ético que resalte lo personal y las situaciones particulares.

La falta de modelos de referencia claros y delimitados, que encuentren su configuración en lo personal y apuntan a situaciones concretas e identificables, ocasionó – nos parece – cierta "nebulosidad ética" en la cual se mueven personas y grupos en este final de milenio. Perdidos en busca de un referente que les dé solidez al suelo por donde caminan y consistencia a la identificación que desesperadamente desean, los hombres de hoy se encuentran como encadenados dentro de un ethos débil que pierde madurez en vez de ganarla. En su desesperado intento de liberarse de parámetros antes establecidos, encuentran en realidad muchas veces un polifacetismo que los lleva, frecuentemente, a un debilitamiento moral y a una inseguridad e indeterminación que acaban por conducirlos a una actitud que, al mismo tiempo en que alardea total libertad delante de la moral convencional, también recupera hábitos chocantes de rigidez e intolerancia.

Delante de este cuadro, nuestro papel aquí no sería detenernos en profundizarlo. Queremos justamente, preguntarnos sobre la posibilidad de volver a encontrar un marco ético universal. Más: pretendemos afirmar y justificar nuestra afirmación de que ese marco puede ser encontrado, con todas sus constantes, en situaciones concretas.

Parécenos que la ética cristiana nos proporciona más elementos para trazar el perfil, aunque sea incompleto, de esa eventualidad prevista en su formulación, de la existencia de seres humanos que viven una radicalidad absoluta de la ética a partir de o motivados por una experiencia de fe. Parécenos todavía que la Iglesia como tal tiene una responsabilidad inamovible en la transmisión y comunicación de los principios y del contenido de esa ética a aquellos y a aquellas que en la sociedad de hoy detienen el privilegio del saber y de la cultura y pueden llegar a ser constructores de una nueva sociedad.

El cristiano fue un factor relevante en la historia de la civilización occidental, mientras ella se presentó como "civilización cristiana". Esa civilización, por otro lado, fue exportada por los proyectos coloniales expansionistas a variados puntos del planeta. Y eso termina aumentando la problematicidad de la cuestión señalada, por obligar a la pregunta: ¿el peso histórico del cristianismo en el occidente fue o no ético y humanizador? Y más: ¿puédese encontrar elementos para una ética global y universal a partir del hecho cristiano? ¿El cristianismo todavía hoy tiene chances de proponer modelos éticos para el hombre pasado por los cedazos subsecuentes de la modernidad o de la – mal o bien llamada – postmodernidad?

 

El amor: principio ético por excelencia

La primera cuestión que se impone al intentar lanzar las bases de una ética a partir del cristianismo supone la pregunta de si aquello que es humanamente condicionado puede obligar incondicionalmente. Si es verdad que un hombre sin religión puede llevar una vida verdaderamente humana y, en ese sentido, una vida normal como expresión de su autonomía intramundana, por otro lado hay algo que ese hombre no puede conseguir, en el caso de tener que asumir para si normas morales absolutas: fundar la incondicionalidad y universalidad de una norma ética. La razón por la que alguien siente que debe someterse a determinados valores y pautar su conducta por ellos mismos aunque todos no lo hagan y aunque eso vaya contra sus intereses inmediatos no parece así tan evidente.

Para las religiones proféticas y monoteístas, como el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo, lo que puede fundar la incondicionalidad y universalidad de las exigencias éticas es el Incondicional que se revela y hace presente en todo el condicionado, el Sentido último y radical del hombre a lo cual llamamos Dios. La fe – hablando aquí específicamente de la fe cristiana, pero creyendo poder extender la afirmación también al Judaísmo y al Islamismo – afirma que ese sentido radical no constituye de modo alguno para el hombre una heteronomía, sino le abre la posibilidad de una verdadera libertad y responsabilidad personal, por medio de la experiencia de una teonomía. Ese vínculo con el infinito, entonces, proporciona al hombre libertad y relatividad delante de todo el finito, proporcionándole la conciencia y la vivencia del único absoluto, delante del cual todo adquiere su real proporción de medio y de relativo.

Si con esos criterios metodológicos, nos colocamos en el alcance de aquello que pueda constituir el principio ético del Cristianismo, iremos fácilmente enfrentarnos con una palabra peculiar: ágape = amor. Tratase de un amor en lo cual se destacan la generosidad desinteresada y oblativa, sin cualquier otro interés o posibilidad de gozo y satisfacción de lo que el propio hecho de ejercer y colocarse en movimiento en dirección al otro. El otro, objeto e interlocutor constante de ese amor, es que determina su punto de partida, su origen, la forma que adquiere su expresión y su oblación y su fin último.

El amor cristiano es por lo tanto, antes que nada, amor. Y encuentra su fundamento radical y último en la fe en un Dios que se revela y es percibido y adorado como amor Él mismo (cf. 1Jo 4,8: "Quién no ama, no descubrió a Dios, porque Dios es amor"). Y la ética cristiana es – o deberá ser – una ética del amor entendido en la clave del ágape neotestamentario.

Siendo así, hacemos una lista de algunas constantes de ese principio ético que deberá configurar el cristianismo en sus pobres y no siempre bien sucedidos intentos de, a lo largo de estos veinte siglos, ser fiel a la propuesta recibida por parte del propio Jesús de Nazaret en el cual reconoce y confiesa el Cristo de Dios:

 

_ la primera sería su universalidad. El amor cristiano no puede ni es llamado a hacer acepción de personas cuando se trata de vivir el ejercicio de aquello que le es propio, o sea, mar efectivamente. De ese amor no puede estar excluido nadie que necesite de ayuda y llame a la inclinación del cuerpo y del corazón. Ni aún los enemigos, los agresores, y los crueles pueden no encontrar lugar en el campo no delimitado del ágape cristiano. Son bien conocidas las exigentes palabras evangélicas a ese respecto que transforman la ética cristiana en la más subversiva y revolucionaria de todas, ya que en su loco afán de impregnar de amor y reconciliación todas las cosas y todos los recintos más ensombrecidos de la realidad, incluyen en su abrazo mismo los que son ocasión y causa de toda violencia, de toda rotura de amor y de solidaridad. Así, el desconcertante mandato del Sermón de la Montaña de amar al enemigo, hacer bien a los que nos odian, bendecir y rezar por los que nos persiguen, ofrecer la otra faz cuando se es físicamente agredido van cerrando el cerco amoroso alrededor del cristiano que va a percibirse, entonces, para ser coherente con su fe, como "libremente encadenado" en un imperativo más que categórico que no le deja otra opción sino amar.

_ Al lado de esa universalidad está una sorprendente parcialidad. En esa amplitud universal que a todo abarca, la ética cristiana da testimonio de una parcialidad clara y declarada. Y los destinatarios de su parcialidad agápica son sobretodo los pobres, los marginados, los enfermos, aquellos afectados por cualquier tipo de debilidad o excluidos, en cualquier nivel, del pleno derecho a la existencia y en los cuales la vida que es el don supremo de Dios se encuentra, por cualquier motivo, agredida, disminuida. Aunque sea llamado a no responder violentamente a las agresiones de los que en el mundo instauran los mecanismos de opresión, el cristiano es incesante y elocuentemente llamado a colocarse decididamente al lado de las víctimas, llevando su solidaridad con ellas hasta donde la creatividad del amor lo lleve, encontrando en el medio del sufrimiento ajeno el lugar de su paz, en la dedicación, en el compartir de la vida y de los problemas, en el asumir las condiciones de vida y también de muerte, en el llegar a experimentarse como rehén de la pobreza y del dolor ajeno y tomar el lugar de aquel que sufre, en un misterioso proceso de sustitución que la fe y el paradigma crístico le revelan como redentor.

_ Aquí llegamos al tercer componente de la ética cristiana, que sería el hecho de no encontrar limites dentro de lo humano. No obstante profundamente enraizado en lo humano y en lo creado y no encontrando lugar fuera de él, el principio ético del ágape experimenta – dolorosa y alegremente, y a cada momento – que explota los limites del mismo humano donde hace su morada. A partir de la experiencia de la fe cristiana el ser humano se mueve entre dos polos aparentemente inconciliables, pero, que en realidad, son ricamente recíprocos y complementales: la experiencia del pecado y del propio pactar con él y la experiencia de la redención que lo torna capaz de amor, capaz de ágape. Entonces, lo que hace el pasaje de esa experiencia de ser pecador, de experimentar dentro de sí mismo la conflictividad de una doble ley, que al mismo tiempo que le permite conocer el bien que desea, llévalo a hacer y cometer el mal que no desea (cf. Rm 7,14-25); en fin la experiencia de ser capaz de amar se hace por medio de la Cruz, resultante del proceso y condenación a la muerte de Jesús de Nazaret. Hay en el proceso que abre y conduce el principio ético del amor cristiano a la donación de una vida humana hasta la muerte y muerte de cruz. Eso es al mismo tiempo la exclusión de todo el optimismo fácil para el cristianismo y la posibilidad que torna la ética cristiana desprovista de limites. No hay límites para un amor que encuentra su fundamento y su condición de posibilidad en el despojo de un Dios que asume la vulnerabilidad y la mortandad de la carne humana hasta las últimas consecuencias. No puede haber límites, por lo tanto, para aquel o aquella que se propone vivir ese amor en fidelidad a su paradigma y a su referencial mayor. Para aquel o aquella, en suma, que se propone amar en el interior de un mundo marcado y atravesado por la injusticia, por la violencia y por el mal y permanecer en el amor, sin desistir y sin edulcorar sus terribles exigencias.

La cruz, parte integrante del principio ético del ágape cristiano, hace del cristianismo un testimonio clamoroso de la conflictividad de la existencia humana. Y vivir ese principio ético es descubrirse atraído en el epicentro de esa conflictividad, no pudiendo encontrar fuera de ella su ambiente y su morada. La enormidad de ese desafío puede llevar muchas veces al desánimo de empezarla. Conocemos bien, sobretodo en la medida en que nos volvemos más viejos, la fragilidad y la poca estabilidad de nuestras opciones, la poca coherencia de nuestras vidas, el débil coraje que anima nuestra intervención en el mundo y en la historia.

Somos herederos – sobretodo, nosotros, cristianos laicos, intelectuales, que ejercemos alguna influencia en la construcción y transformación del mundo y de la sociedad – de una experiencia eclesial que nos hizo creer que el protagonismo no era para nosotros. Pasivos y consumidores de los bienes eclesiológicos, sólo recientemente comenzó a llegar a nuestros oídos esa verdad de que la santidad también es nuestra vocación, de que el radicalismo de la vivencia cristiana también es una llamada dirigida a nosotros y no sólo a los sacerdotes y religiosos. Fue igualmente hace muy poco tiempo que llegamos a percibir que tenemos el derecho de exigir de esa Iglesia a la cual amamos como madre una formación tan cuidadosa cuanto la que la jerarquía y las ordenes religiosas proporcionan a sus miembros.

Cristianos de clase media abandonados por sectores de la Iglesia que se creían apenas comprometidos con la formación de las bases populares, nosotros pasamos a creer que también queremos y deseamos participar del proceso de liberación global que el Evangelio llama de Reino de Dios. Queremos participar de el en alianza con los pobres, que son, sí, los privilegiados del Reino, pero que, ayudados por la modesta contribución que podemos dar, podrán tal vez llegar más lejos en su lucha y en su combate.

Algunas pistas para el futuro

Intentando concluir nuestra reflexión sobre la contribución que la Iglesia puede y es llamada a dar en la formación de los cristianos intelectuales y constructores de la sociedad, apuntamos algunas pistas que tal vez ayuden a proseguir la reflexión y las cuestiones a ser suscitadas:

La conciencia de vivir en un mundo religiosamente plural:

La formación de un cristiano hoy debe llevar en cuenta - o mejor, hacerlo caer en la cuenta – que no es más miembro de una religión hegemónica. El cristiano, cada vez más, se encuentra cercado por una multitud de propuestas religiosas y neo-religiosas que van a obligarlos a estar constantemente preparado a "dar razón de su esperanza".

 

En Brasil, hoy, así como en muchas otras partes del mundo occidental moderno, que se consideraba libre de la opresión y del "opio" de la religión, explota de nuevo, con intensa fuerza, la seducción de lo Sagrado y de lo Divino, des-reprimido e incontrolable. Es el fenómeno de las llamadas "sectas" o grupos religiosos alternativos, que pueblan el campo religioso con nuevas y desconcertantes formas de expresión, asustando e intrigando las Iglesias históricas tradicionales, las ciencias Sociales y los" bien-pensantes".

Es un hecho constatado que millones de brasileños entran en transe diariamente, o sea, son arrebatados en su potencial deseante y afectivo por alguna experiencia de lo Transcendente, identificada con el Sagrado o el Santo, sea Él nombrado como Dios. Oxalá o el Santo Daime.

En el fondo de esa explosión religiosa compleja y plural, se esconden varias cuestiones de extrema importancia: por un lado, va una velada crítica a las Iglesias históricas tradicionales, que tendrían perdido buena parte de su carácter inicial, misterioso, permaneciendo, casi solamente caracterizadas por su aspecto institucional - articulador de la comunidad, o ético transformador de la realidad. En ese sentido, la fuerza que viene tomando en el seno del propio Cristianismo institucionalizado el uso de técnicas de las tradiciones orientales como ayuda en la vivencia de la espiritualidad, puede ser enfrentada como una manera o un intento de recuperar el Cristianismo inicial y místico.

Por lo tanto, una formación que se preocupe por ofrecer una real y profunda experiencia de Dios, que ayude a ponerse al mismo tiempo con una clara conciencia de su identidad y una amplia abertura al diálogo con las otras religiones parécenos un componente indispensable en la formación de un cristiano esclarecido hoy.

 

Una formación que ayude en el discernimiento de las situaciones de crisis:

El mundo moderno, en su complejidad y pluralidad, trae consigo nuevas exigencias para la formación de la vida cristiana inmersa en el mundo: el desafío de la santificación de la vida común, de aquello que es comúnmente considerado "profano"; el desafío de la respuesta a la vocación divina en medio a las limitaciones del tiempo. Pide una respuesta, por lo tanto, que es llamada a ser discreta, vale decir, discernida en medio de las situaciones de conflicto y ambigüedad inherentes a la vida en el medio de la sociedad y de la historia.

Tratándose del intelectual cristiano llamado a vivir la situación arriba descripta – a la cual trae consigo la urgencia del discernimiento – estamos trayendo de vuelta la vieja cuestión de la posibilidad de poner en diálogo fe y razón. Tal tema, tal conflicto y tal cuestión pueden encontrar su pro-vocación inicial en una pregunta evangélica: la que los contemporáneos de Jesús hicieron sobre él mismo, al oírlo hablar con un conocimiento y un "saber" distinto del "saber" de los filósofos y teólogos (o sea, de los intelectuales) de la época: los escribas y fariseos.

El proyecto caro a todo intelectual es el de pensar y elaborar un discurso determinando sus propios presupuestos. Por otro lado, la vivencia de la fe implica reconocerse sustentado en un cierto presupuesto: confesarse oyente de una Palabra que se desea escuchar porque se supone que ella tiene sentido y que vale la pena intentar sondearla. Implica todavía presuponer que el examen de esa Palabra puede acompañar y conducir la transposición del texto para la vida, que es el lugar donde la Palabra puede verificarse, global y finalmente.

 

Aquel que el hombre, después de experimentar en la fe, busca conocer por la inteligencia y expresar por medio del lenguaje, es Él quien posibilita y constituye ese conocimiento y ese lenguaje, por ser la Fuente de la cual procede y brota todo pensar y saber sobre Si mismo. Pensar y saber que el hombre, entregado a su propias fuerzas, sería incapaz de alcanzar (Rm 1,19; 1Cor 13,9-12; 2Cor 4,6; 1Tm 2,3-4). Es Dios mismo, que se revela al hombre en su totalidad – inteligencia, sensibilidad, libertad, memoria, voluntad - , quién posibilita al hombre conocerlo.

Esta es la condición, por lo tanto, del discernimiento: un verdadero conocimiento de Dios dado por el propio Dios. Ser formado para ese conocimiento, "otro" que el conocimiento puramente racional que es su campo de trabajo, es una exigencia en la formación de los intelectuales cristianos hoy.

 

Una formación que permita encontrar a Dios en todas las cosas

 

La experiencia de fe purifica la razón, en el sentido de que le muestra, en el interior mismo de su actividad rigurosa y teórica, la precariedad de sus conquistas, inseparable de su dignidad. La experiencia de fe va a permitir al intelectual aventurarse por el verdadero conocer y por el verdadero saber que no depende apenas de la razón, porque encuentra su origen en el "otro" Saber o en el saber del Otro.

Una vez recibido ese Saber, el intelectual deberá experimentar el sabor de "ser conocido" antes de conocer. Conocido por ese Otro que es el fundamento mismo de la razón que le permite hacer ciencia y pensar, y caminar en dirección al acto del conocer profundo. Ese camino le va mostrando y revelando su saber y posibilitándole hacer ciencia como gusto y sabor de verdad, de teoría contemplada y por el "apropiada" en el rigor del método, al mismo tiempo que le va confirmando la experiencia de fe como pasión por la verdad, verdad que no se rinde plenamente al esfuerzo de la ciencia, pero se inscribe en un conocimiento que es inseparable del amor y es – según vimos anteriormente – principio ético por excelencia del Cristianismo.

Esa Palabra es pronunciada y acogida en el seno de una historia y de una tradición. Es en el medio de la trama de esa historia que el intelectual es invitado a transmitir una interpretación que encuentra su fuente también en la inspiración del propio Dios presente en la misma historia y manifestado en todas las cosas y no apenas en la que la razón instrumental bendice. En ese sentido, el propio discurso elaborado por la ciencia y comunicación a los otros es una intervención de lo divino en la historia, no directamente, no mágicamente, sino por medio del lento y continuo desvelarse del Dios que nunca nadie vio, sino que muestra Su rostro y se deja encontrar en todas las cosas. Es responsabilidad esencial del intelectual cristiano auxiliar a toda la comunidad en ese proceso de "desvelarse" del Misterio manifestado y revelado en la historia y en la carne.

 

Conclusión: Las terribles responsabilidades del intelectual cristiano

 

Al intelectual cristiano cabe el derecho a pedir de su Iglesia una formación cualificada. Por otro lado, ya que su actividad y su trabajo derivan primordialmente del campo de la razón y de la inteligencia, se constituye para él o para ella, hoy más que nunca, en el desafío de ser plenamente persona de razón, alguien que tiene verdaderamente la razón como "medio" por excelencia de trabajo, como instrumental, como camino. Debe tomar a serio la razón y sus implicaciones, trabajando con competencia, rigor, austeridad, sin concesiones en la búsqueda de la verdad.

En este camino experimenta, entretanto, el sabor agridulce de la fe, su horizonte ya no será apenas el de las respuestas de la razón, sino el del sabio, que sabe lo más importante y tal vez pueda dar a su época, tan carenciada de guías y de maestros, no sólo respuestas precisas, rigurosas, pero siempre limitadas de la ciencia, sino también la gran pregunta existencial que constituye la puerta estrecha de ingreso a la vida y a la verdad, la misma hecha sobre Jesús de Nazaret, por sus contemporáneos: "De donde viene el saber?" Es a partir de la búsqueda humilde y paciente por la respuesta a esa pregunta que emergerán caminos por donde la humanidad pueda caminar con más libertad, amparada por un ethos correspondiente a su dignidad.

La Iglesia, en su tarea y misión de formar los cristianos líderes de la sociedad y protagonistas del saber intelectual, es llamada entonces a investir y contribuir en la formación de personas que sean, auténticamente, "amigos de Dios y amigos de la vida". Sólo así estos cristianos podrán enfrentar las "responsabilidades terribles" que son las suyas y que la figura profética de Simone Weil proclama a mediados del siglo XX.

 

CAPITULO 4

Nuevos horizontes y expectativas de la mística y de la política

 

Muchos se amedrentan con la vuelta de la mística al escenario teológico, temiendo que se trate de un abandono del primado que la praxis transformadora de la realidad había propuesto como compromiso entrañado en la historia. Muchos temen que se trate, en realidad, de que el peligro de la alienación vuelva a rondar el cristianismo, desencantado por las caídas de los paradigmas – incluso políticos – que observa a su alrededor y cansado de derrotas en ese mismo tiempo.

Creemos que el entrelazamiento de mística y política, de mística y acción transformadora es posible. Creemos aún, que ambas pueden tener lugar simultáneamente, desde que encuentren su correcto punto de intersección. La praxis social y política, tal como la entendió cierta teología reciente de nuestro continente, pueden incluso ser espacio y alimento para una auténtica experiencia mística.

 

¿Crisis de la modernidad y del paradigma de la política?

 

El paradigma moderno – aunque le sobre fuerza y vigor por algunos lados – da claros signos de, por lo menos, parcial debilitamiento, de crisis. La ideología del progreso encuéntrase profundamente cuestionada. Los sistemas sociales, políticos y económicos que sobre ella lanzaron lo mejor de sus recursos y energías no parecen haber llegado a muy buen puerto, por lo menos en lo que se trata de grandes preguntas sobre el sentido de la existencia y la finalidad de la vida, que continúan agitando los corazones humanos.

Capaz de una alianza con la sociedad y la cultura modernas, el cristianismo también es, llamado a levantarse como una de las instancias críticas a esa misma modernidad. Recusando a la cómoda posición de distancia utópica de la crisis en que se encuentran sumergidos su tiempo y su civilización, y fiel a la lógica de la encarnación que lo preside, el cristianismo debe asumir presencia en el mundo, en la realidad social, política y cultural. Presencia auténtica, y al mismo tiempo lúcida; comprometida, sin dejar de ser crítica.

Cabe la pregunta, por lo tanto, sobre si ese estado de cosas, esa especie de "desorientación" más o menos generalizada de utopías, razonamientos, modelos políticos y otras cosas sería la razón principal de que el tema místico esté en "alta" y polarice lo mejor de las atenciones de distintas instancias.

 

¿Resacralización de un mundo "encantado"?

La resacralización del mismo mundo del cual la razón moderna se apuró a proclamar el desencantamiento y la secularidad complejiza las preguntas señaladas más arriba. El resurgimiento – más que vuelta – de lo religioso, de lo sagrado, y el surgir de la sed por el misterio y por la mística en distintas formas después de la "exclusión" ensayada por la secularización denotan una vuelta ( o una permanencia) de la necesidad contemplativa, del aparentemente nuevo emerger de valores como la gratuidad, el deseo, el sentimiento y el redescubrimiento, en nueva dimensión, de la naturaleza y de la relación del hombre con el planeta.

Réstanos preguntarnos si una cosa es consecuencia de la otra. O si para que la mística y la contemplación estén "en alta" y se vuelvan temas de primera magnitud es necesario que todo lo que forma el mundo del hacer y del actuar, de la eficacia transformadora, de la intervención consciente y articulada en la realidad esté en "baja" o haya perdido su interés. En otras palabras, si para entrar a fondo en el mundo de la mística es necesario renunciar a la política o lo político. O viceversa, si para optar por la vida en la polis, en el mundo, en la ciudad secular es necesario volver las espaldas a la mística que estaría destinada a tornarse asunto de algunos pocos especialistas, habitantes de los claustros, monasterios o de otras modalidades de organizaciones religiosas comunitarias explícitamente contemplativas.

¿Será posible, por lo tanto, afirmar que la mística puede encontrar su origen y su ambiente en la interpelación hecha por la realidad en la cual vivimos, por la pobreza del otro y por el movimiento de compasión que ella origina? Todo ese movimiento – creemos – no es apenas ético, sino también místico, una vez que en la revelación bíblica y en el cristianismo ambas cosas no se disocian.

 

El Dios de Israel y la transformación de la historia

Comenzamos y encontramos los fundamentos en el propio Dios que, en la revelación al Pueblo de Israel, se muestra como Palabra actuante y eficaz, que hace lo que dice y hace hacer, que actúa sobre el hombre y la realidad, que "trabaja" incesantemente en la creación, con el único intento de traerla de vuelta a su comunión de amor.

Dios es el Dios que liberó a Israel de Egipto. Es el Dios de los pobres y de los oprimidos, que los libera de la opresión. Yahveh escucha el clamor de los oprimidos (Ex 3,7-10) y manda actuar igualmente con los otros (Lv 25, 35-38; Ex 22, 20-26). El es el Rey de Israel y protector (go’ el) de los pobres y de los débiles. La justicia de Yahveh es real, gratuita, no se da por los méritos de los pobres.

La esperanza en el Día de Yahveh es esperanza en el reino escatológico de Dios. Servir a los pobres es conducta exigida al hombre porque es la conducta del propio Dios (Is 58,6-10). El Rey Mesiánico debe ser el vicario de Yahveh (Sl 72, 2-4.12-14; Is 611,1-3).

Ese rostro de Dios que se revela a Israel como transformador de la historia continua revelándose con el Verbo Encarnado, Jesús de Nazaret, que en el Evangelio afirma: "Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo" (Jo 5,17). El Dios de la fe cristiana es Alguien que no cesa de trabajar y obrar. Su práxis tiene como destinatario el ser humano que a su vez, recibe y coopera activamente con esa práxis divina que "acontece" en el mundo.

 

El proyecto del Reino de Dios: proyecto de intervención en la ciudad de los hombres

La fe cristiana es la fe en un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto sólo es posible en el intento de hacer acontecer el Reino de ese Dios.

A partir de esas constataciones, se vuelve posible presentar algunos pasos de la concepción de Dios y del proyecto de su Reino hoy:

 

1. Una nueva experiencia humana fundamental. O sea, un nuevo humanismo. El hombre se define siempre más por su responsabilidad por la alteridad que lo interpela y que se manifiesta en el rostro del pobre, del carenciado, del sufrido. El hombre se define, por lo tanto, por su responsabilidad por los demás y en la historia, en un humanismo solidario, que hace referencia a un Dios solidario, a un Dios solidaridad.

Ese nuevo humanismo se da en una nueva experiencia colectiva, con énfasis en lo comunitario y en el ser pueblo, en que aparece, clara y sin sombras de dudas, la emergencia de los pobres como sujetos de la historia. Esa "comunitaridad", por su vez, invoca a un Dios comunidad, un Dios sociedad, un Dios colectivo.

 

2. Una indignación ética: Ante la injusticia es necesario sacar a Dios de la connivencia secularmente atribuida a El con ese estado de cosas. La injusticia que asola el continente latinoamericano y otras partes del mundo no puede ser deseada por Dios. El pensar y el hablar sobre Dios deben, por lo tanto, partir de ese presupuesto fundamental. El Dios invocado para legitimar la injusticia no es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, ni el de Jesús Cristo.

Un asombro radical. Mirando la dura y sufrida vida de los pobres, somos llevados a cuestionar: Cómo viven? Cómo sobreviven? Cuál el secreto de su capacidad de luchar, de esperar, de creer? Esas y otras cuestiones sobre la realidad, jugadas por la palabra de Dios, nos llevarán a la afirmación fundamental de que Dios es el Dios de los pobres! El Dios que parcialmente eligió y proclamó los pobres de este mundo como hijos predilectos.

Una exigencia indudable. Adorar a Dios implica una ruptura con la injusticia, implica realizar gestos proféticos, comprometerse en el anuncio, en el testimonio y en la realización de la justicia. Servir al Reino de Dios y al Dios del Reino es la vía de acceso al verdadero Dios.

La consecuencia de esa situación de nuestro continente para la experiencia y la praxis que pretenden ser vía de acceso al discurso teológico cristiano sobre Dios es el hecho de que ellas son permanentemente juzgadas:

1. por la emergencia de rostros pobres y carenciados, que procuran por justicia;

2. por la revelación de Dios en Jesús Cristo. Tener presente la carne pobre y sufrida de Jesús, en la cual está la última palabra de Dios sobre el hombre y sobre sí propio, es exigencia indudable. Así también, ese mismo misterio de encarnación, que es escándalo desde los orígenes del cristianismo, va a ser dolorosa y desafiadora piedra de tropiezo en el trayecto del proceso de cualquier diálogo que se pretenda interdisciplinar e inter-religioso;

3. por la práxis de seguimiento de Jesús, de transformación de la realidad, de servicio as los pobres, de construcción del Reino, en una teología practicante;

4. por el conocimiento de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que crece con la práxis del amor y el proceso de liberación, y también con la confrontación con la invocación a Dios en otras experiencias y otras culturas.

 

La praxis humana: actividad y pasividad en la relación con la realidad

 

La práxis presenta como lugar de autocomprensión del hombre la historia. El hombre tiene una tarea histórica y es llamado a una práxis transformadora. La práxis es el lugar de verificación de la experiencia y sobretodo de la teoría.

El mundo moderno tomó la práxis como su categoría central y la convirtió en pragmatismo. Lo que no se convierte en acto no tiene valor. Vale sólo lo que es eficaz. La verdad es "practicable".

Igualmente para el conocimiento y el saber: vale sólo lo que puede ser practicado, lo que es útil. Conocimiento, por lo tanto, es poder apropiarse de objetos, generando una práxis de dominación y señorío.

Cuando el objeto de que se habla es Dios, son necesarios algunos cuestionamentos a esas afirmaciones.¿ Dios es una verdad "practicable"? ¿Empíricamente verificable, útil? Se experimento Dios, ¿puedo constatar que eso me lleva a una práxis y a un modo de actuar? ¿Puedo percibir una práxis transformadora de Dios en la realidad a mi alrededor?

 

Ahora, en el cristianismo, conocer es inseparable de amar. El sujeto no se apropia del objeto, pero lo vuelve partícipe de su vida, y con eso, también es transformado. La práxis de participación y fraternidad propia del cristianismo es indisolublemente ligada a la experiencia. Y entonces, la alabanza, la gratuidad y la receptividad no tan eficaces encuentran su lugar.

La teología entonces es llamada a ser practicante, integradora del gratuito y participante del y en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, sistematizando la realidad de Dios en el intento de hacer acontecer su Reino.

Ahora, si toda práxis humana es resultante y proviene de la práxis divina, la práxis social y política no huiría a esa regla. Como toda práxis humana, ciertamente sometida a algunos criterios, la práxis política puede ser, y muchas veces, efectivamente es misterio de una salida de si que no deja de ser un éxtasis, un zambullirse en el otro. Si, por un lado, los éxtasis de los místicos reconocidos por la religión oficial no son, con exactitud, resaltados como los más importantes criterios para el reconocimiento de la autenticidad de sus experiencias, por otro las obras concretas que acompañan y/o se siguen a ese éxtasis son, ciertamente, indicativos de su mayor o menor autenticidad.

 

La alteridad del otro como Epifanía

Es sabido que el tema de la espiritualidad de liberación, íntimamente relacionado con el tema mística y política, está presente desde el comienzo en la teología de la liberación, con el libro ya clásico y pionero de Gustavo Gutiérrez. La teología de la liberación, según su fundador, nace de una experiencia espiritual: el encuentro con el Señor en el rostro del pobre. La practica que de allí resulta pasa a tener como único objetivo la construcción del Reino d Dios. Esa practica, además de originarse de la más auténtica experiencia mística, desarrolla, alimenta y hace crecer esa misma experiencia en la medida en que se hace presente en el mundo.

"La espiritualidad, la mística, es central para la teología de la liberación, siendo entendida como una forma concreta, movida por el Espíritu, de vivir el Evangelio. Manera precisa de vivir "delante del Señor" en solidaridad con todos los hombres".

La vida del místico es, por lo tanto, un éxodo permanente en dirección a la alteridad de Dios, que lo inspira y lo llena de gozo y encanto, y en dirección a la alteridad del prójimo, a quién sirve siempre más, bajo la inspiración de ese mismo Dios. La experiencia de Dios está lejos de ser un fluir impune de las maravillas de la contemplación de los misterios eternos, pero es, antes que nada y al cabo de todo, envío al mundo y un asumir de la propia responsabilidad para con aquellos y aquellas que, del seno de la realidad desfigurada e injusta, claman por justicia y compasión. Si la palabra "mística" encuentra su raíz en misterio, y si la experiencia mística significa, en suma, experiencia de intimidad con el misterio, trátase no apenas del misterio de alteridad, que brilla desde el fondo de la realidad al mismo tiempo en que transciende, sino también de un misterio de responsabilidad en el cual unos son responsables por otros, y experimentan en su carne las consecuencias y el peso de un mal que no practican y son gratuitamente transformados en cooperadores de la economía de una redención que no inventaron y a la cual no presiden.

Si la mística es unión con el misterio divino, para el cristianismo – y también para otras religiones – ciertamente ese divino no se encuentra "fuera" de las cosas de este mundo. Al contrario, es adentrándonos más profundamente en las cosas, en todas las cosas, que podremos encontrar el misterio de nuestra creación, la transcendencia que deseamos y de la cual tenemos sed, que nos sobrepasa y al mismo tiempo se hace próxima a partir del seno de la realidad.

Es allí que mística y política muestran más claramente su posibilidad de intersección. Pues, si Dios, el sujeto mayor de la mística, se deja encontrar en todas las cosas, si en el mundo, en este mundo tal como es, es posible experimentar su presencia inefable, entonces el actuar humano en este mundo está definitivamente "consagrado" y es parte integrante de la esfera del lo sagrado y de lo divino. Y eso dentro de su condición de profano y secular, no abdicando o escapando de ella.

El Dios que actúa y trabaja en el mundo es condición y "resorte propulsor" de la práxis del hombre. Experimentado en su misterio, ese Dios suscitará en el hombre un actuar que no será más de el, sino indisolublemente entrelazado en un solo movimiento con el obrar de Dios. Encontrar a Dios, será, así, encontrar al mismo tiempo el mundo y los demás, y contemplar a Dios será sinónimo de hacer acontecer en realidad, con todas sus ambigüedades y problemas, el Reino de Dios.

Por lo tanto, débese tomar en serio lo que dice el místico Pablo de Tarso en los orígenes del cristianismo para responder a ese dilema: "Sos una carta de Cristo, escrita no con tinta, sino con el Espíritu Santo. No en tablas de piedra, sino en tablas de carne que son nuestros corazones"(2Cor 3,3). El Dios de la fe cristiana es Alguien que trabaja. Es Espíritu que, con Su "práxis" va labrando y tallando en la realidad creatural una nueva realidad, una nueva génesis: la génesis de la nueva creación.

 

Conclusión: El bien común como misterio de solidaridad

El ser humano es el destinatario de esa práxis. Es quien al mismo tiempo recibe pasivamente y coopera activamente, en la medida de sus fuerzas y posibilidades, con esa práxis divina, ese trabajo incesante que pretende conducir de nuevo todas las cosas a la deseada y soñada comunión con el Creador. Toda práxis humana sería, pues, a la luz de la teología cristiana, resultante de la práxis de Dios, y no apenas su reflejo. Es la propia práxis divina aconteciendo en el mundo y en la realidad en la mediación de la carne del hombre. La práxis política no escaparía de esta regla.

La experiencia de relación con Dios y de la unión con El en el rostro del pobre y la experiencia de padecer con aquel que sufre injusticia y opresión continúan siendo, para la mística cristiana, vía privilegiada de encuentro con Aquel que "no se aferró a su igualdad con Dios, pero se despojó y fue encontrado como uno de tantos...obediente hasta la muerte de cruz" (cf. Fl 2,5-11). Tomar sobre si el peso y el dolor de la realidad en el lugar del otro, en solidaridad con el otro, es no sólo esfuerzo ascético y voluntario, sino también experiencia mística, experiencia de Dios de las más profundas y auténticas, aunque en tiempos de nuevos paradigmas.

Hoy como ayer los cristianos que se encuentran sumergidos en las ambigüedades y en los conflictos de la ciudad secular son llamados allí, en el medio de todas las cosas, a alabar, reverenciar y servir al Dios de su fe.

 

CAPITULO 5

La vejez en la Biblia: algunas pistas para hoy

 

Percibirse envejecer, constatar el decaer de las propias fuerzas y la consecuente aproximación de la muerte siempre fue un problema para el ser humano. Algunas culturas y civilizaciones enfrentaron esta situación de manera más tranquila. La cultura judeocristiana, sin camuflar la dramaticidad del proceso de caducidad de las fuerzas del ser humano y el sentimiento de impotencia que se le sigue, reflexionó sobre esa experiencia tan fundamental y apuntó algunas pistas a partir de su fe.

Partiendo del presupuesto de que leemos el texto bíblico a partir de la fe cristiana y de la teología, creemos dejar claro cual es el objeto de nuestra reflexión. Trátase aquí no tanto de procurar descripciones de los procesos psicológicos y biológicos que caracterizan la marcha del envejecimiento humano y su experiencia, sino de destacar algunas implicaciones éticas y religiosas recurrentes de ese proceso que el pueblo bíblico trajo a la luz e incorporó a su patrimonio de fe en el Dios de Israel.

 

1. La edad entendida como etapa de la vida o como edad madura, madurez. Son los dos sentidos en que el término casi siempre aparece en el AT. Tal como los otro pueblos de la Antigüedad, también el judaísmo profesa un gran respeto a los ancianos (cf. Lv 19,32: "Levántate delante de los cabellos blancos y sed lleno de respeto por un viejo"). La razón de ese respeto es que el viejo es mediación para el temor que se debe tener al propio Dios, pues continua el mismo Lv 19,32:"...así que tendrás el temor de tu Dios". Además, es consenso en Israel que los viejos poseen la sabiduría y la prudencia (cf. Job 15,10; Ecl 6,34; 25,4-6). Por eso no es raro que siempre hayan desempeñado en el medio del pueblo una función de dirección y de aconsejar. Los cabellos blancos del viejo no deben ser motivo de risa, sino de respeto, pues son un distintivo de honra. Así dice Pr 20,29: "La fuerza es el adorno de los jóvenes, los cabellos blancos son la honra de los viejos".

En el NT, aparece claro que el hombre no tiene ningún poder o influencia sobre su edad física, ya que ella es un don del Creador. Es el propio Jesús que dice, en Mt 6,27 e Lc 12,25: ¿"Quien de ustedes puede, a fuerza de agitarse, acrecentar un minuto que sea a la duración de su vida? "Delante del tiempo que pasa, por lo tanto, y hace sentir sus efectos sobre el cuerpo, la mente y la potencia, el hombre es llamado a crecer en madurez, en virtudes, en gracia y sabiduría hasta alcanzar la estatura (que en griego es designada por el mismo término que edad") del propio Cristo (cf. Ef 4,13).

San Pablo resume magistralmente ese proceso paradojal que debe ser el cristiano, o sea, de aquel que vive de la vida nueva en Cristo". Al mismo tiempo en que constata el envejecimiento físico, el decaimiento corpóreo, el exhorta los cristianos de Corinto a invertir en el crecimiento de su "hombre interior", entendido ahí como la vida espiritual de cada individuo y del cuerpo de Cristo. Vale la pena transcribir sus palabras llenas de Espíritu: "He por que no perdemos coraje, y, mismo si en nosotros el hombre exterior camina para su ruina, el hombre interior se renueva a cada día... Nuestro objetivo no es lo que se ve, sino lo que no se ve; lo que se ve es provisorio, pero lo que no se ve es eterno"(2Cor 4,26-18). Lo que Pablo quiere describir aquí es la expresión de la mutación que se obra en el ser humano ordinario como consecuencia de la acción creadora de la presencia del Señor. La vejez y el envejecimiento, según San Pablo, no deben ser problemas para el cristiano, que en Cristo es una nueva creatura y sobre quien la caducidad del tiempo kronos no tiene más poder, ya que ese entró en una nueva orden: el kairos, que no pasa y tiene la irradiación y la luz del propio Cristo Resucitado que ya no muere y vive para siempre. La unidad de medida de la edad para el cristiano, por lo tanto pasa por otros criterios que no son los que hacen al envejecimiento ser temido como conductor a la edad no deseada.

 

2. En el AT aún se percibe una visión positiva de la vejez como bendición, plenitud y cumplimiento lleno y fecundo de los objetivos de la vida. Eso es verdad sobre todo con relación a la vejez del justo, o sea, de aquel hombre que vivió según el corazón y el sueño de Dios. De Abraham, dice que "murió en dichosa vejez (a los 175 años) edad avanzada y acumulada. Y fue reunido a los suyos"(Gn 25,8; Job, justo probado por la mano del Señor, ya en medio al sufrimiento que sobre el recae, y "presentando su causa delante de Dios"(Job 5,8) recibe de Este la promesa: "Entrarás en el túmulo en robusta vejez"(Job 5,26). Los Salmos están llenos de súplicas y promesas de Dios en relación a la vejez de los justos. El anciano que siente sus fuerzas declinarse suplica: "No me rechaces, ahora que soy viejo; cuando mis fuerzas declinan, no me abandones"...A pesar de mi vejez y de mis cabellos blancos, no me abandones, Dios (Sl 71,9-18). Y Dios promete, lleno de generosidad: "El justo crecerá como la palmera, y mismo viejo el fructificará todavía, permanecerá lleno de savia y de verdor proclamando el derecho del Señor..."(Sl 92,13-16); el Dios de Israel es alabado como Aquel que "reclama tu vida del túmulo y la corona de fidelidad y ternura. Él nutre de bienes tu vejez y tu rejuvenecer como el águila" (Sl 103,3-4). En la fidelidad de su amor por Israel, Dios afirma: "Hasta vuestra vejez seré lo mismo, hasta vuestro cabellos blancos soy yo quien los sustentaré..."(Is 46,4). Para Israel, por lo tanto, Dios no está sometido al desgaste físico del hombre en su vejez. El tiempo no tiene dominio sobre El, pues es Señor también del tiempo, y al justo hace participar de su vida que no muere, colma la vejez de frutos y transforma la edad avanzada en la más tierna juventud.

 

3. Lo que se ha dicho sobre la vejez humana en la Biblia encuentra un "matiz" especialmente delicado en el caso de la mujer. Si la vejez es dramática para el hombre, en la mujer se agrega un elemento de extrema seriedad para su auto-respeto como persona y para su integración en la sociedad y en la comunidad. La mujer anciana no es más capaz de concebir, eso es decir, no puede dar más hijos al pueblo y así volver concreta y real su pertenencia al mismo, sintiendo y experimentándose bendecida por Dios. Cuando, en su trayecto vital, la mujer ya vivió la experiencia de la maternidad, ella encuentra su vida justificada. Rodeada por los frutos de su vientre, puede ahora vivir dignamente la esterilidad de su edad y condición, habiendo cumplido su misión. No obstante, la Biblia nos relata el caso de algunas mujeres que vivieron el drama de no tener hijos y darse cuenta de llegar a una edad en que ya no podrían generarlos.

Sara, mujer de Abraham, era anciana, avanzada en años y no había generado hijos. Pero, el Señor interviene en su vejez y la desorganiza con la promesa de la venida inesperada de un niño, el hijo de la promesa. Sara estaba en la puerta de la carpa cuando Dios dijo a Abraham: "He aquí, Sara, tu mujer, tendrá un hijo" (Gn 18,10). Sara, realista con las cosas y consigo misma, conocía el decaimiento de su cuerpo y era consciente de sus imposibilidades. Su reacción fue una risa incrédula, diciendo para si misma: "Vieja y gastada como estoy, seré aún capaz de gozar y tener placer? Y mi Señor es tan viejo! (Gn 18,12). Dios escucha la risa de Sara y cuestiona su incredulidad y la pregunta hecha por ella. Demuestra que no hay nada demasiado prodigioso para Aquel que es el Señor de la vida y conoce los secretos de todas las generaciones. Fecundando el viejo vientre y estéril de Sara, muestra su señorío donde la vida, humanamente, sería imposible. Nace Isaac, cuyo nombre es un juego de palabras con la risa incrédula de Sara, y significa: Que Dios ría, sonría, sea bondadoso. Benévolo es ese Dios que hace a Abraham encontrar nuevamente su potencia viril a los cien años de edad y a Sara reconocer el placer de hacer el amor y generar un hijo a los noventa años.

 

La Biblia habla sobre otros casos de mujeres ancianas y estériles que dan a luz, como Ana, madre de Samuel, cuya oración es oída por el Señor, que le da un hijo, al cual ella lo consagra para siempre al Dios que eliminó la maldición de su esterilidad (cf. 1Sl 1,2-2,21). Otro caso es lo de la mujer de Manoah, a quien el ángel del Señor aparece y anuncia que de su esterilidad será concebido un hijo, que será consagrado a Dios y salvará Israel de la mano de los filisteos. Su nombre será Sansón, que significa "sol" en la derivación del término hebraico (Js 13,24-16-31).

 

En el Nuevo Testamento, el caso prototipo de la vejez fecundada por el Señor es el de Isabel, prima de María, madre de Jesús. Dice el Evangelio de Lucas que Zacarías e Isabel ya estaban viejos, avanzados en edad, y no tenían hijos. El ángel del Señor aparece a Zacarías y le dice que su mujer, Isabel, tendría un hijo, a quien sería dado el nombre de Juan, que significa el Señor hace gracia . Las señales que acompañarían el nacimiento del niño serían de alegría y cosas buenas para muchos, pues el sería pleno de Espíritu Santo desde el seno de su madre, antes mismo de su nacimiento, trayendo muchos hijos de Israel de vuelta a su Dios. Es así que de la vejez avergonzada de Isabel y Zacarías nace el gran Juan Bautista, el más grande de los profetas. El no temía decir la verdad a reyes y sabía reconocer a Aquel que era más grande que el y de quien no era digno de desatar las sandalias. La exclamación alegre y agradecida de Isabel, a nosotros reportada por el evangelista Lucas, da bien la medida de la luz que fue, en la edad avanzada de esa mujer marcada por la esterilidad, la llegada de es vida nueva y bendecida: "He aquí lo que el Señor ha hecho por mí en el tiempo en el cual El lanzó la mirada sobre mí para poner fin a lo que hacia mi vergüenza delante de los hombres"(cf. Lc 1,25).

 

4. El Dios de la Biblia no parece medir por criterios cronológicos. Para El, la vejez no es el tiempo en que la vida se recoge y no puede más brillar, dejar señales y dar frutos visibles y maduros. Por el contrario, El parece complacerse en generar y hacer brotar los lideres de su pueblo de los vientres, considerados extintos, de las mujeres ancianas y estériles. Según el Dios de la Biblia, vejez no es un impedimento para nada, ni siquiera para nacer. Es la gran revelación que espanta al incrédulo doctor de la Ley, Nicodemo, que va a encontrar a Jesús en medio de la noche para preguntarle sobre las cosas de Dios. Sorprendiese con esta palabra dicha a quemarropa: "Nadie, si no nace del agua y del Espíritu, puede ver el Reino de Dios", y tiene de replicar: ¿"Como puede un hombre nacer siendo viejo?¿ Puede entrar una segunda vez en el seno de su madre y nacer?"(cf. Jn 3,3-4).

A Nicodemo tal vez le haya costado entender que habían llegado los tiempos mesiánicos, por los cuales el pueblo esperaba hacía tanto tiempo y que iban a hacer todas las cosas nuevas. En esos tiempos, que Dios finalmente inauguraba con la llegada de Jesús de Nazaret, sucedía lo que los profetas habían anunciado: "Los ancianos y las ancianas se sentarán aún de nuevo en las plazas de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano, a causa de sus muchos años (cf. Zc 8,4). "Vuestros ancianos tendrán sueños; vuestros jóvenes tendrán visiones..."(Jl 2, 28). Sea llegando en paz a una edad avanzada porque no habrá más dolor ni luto ni muerte prematura sobre la tierra, sea siendo tomados por el "frenesí" y entusiasmo que los hacen soñar y delirar, los ancianos son tan importantes en los tiempos mesiánicos cuanto son los jóvenes.

 

5. La vejez, por lo tanto, en la visión de la Biblia y de la teología cristiana, no es equiparada y comparada al apagar de la vida, de la belleza y del amor. No significa el fin de las potencialidades y de las perspectivas de placer, de alegría y de fecundidad. De lo contrario, si en Cristo y en su Espíritu todos son nueva creatura, es de esperarse que muchas veces Dios elija ancianos y ancianas para en ellos hacer acontecer una fecundidad mucho más patente que en los jóvenes, para a partir de ellos hacer resonar en el mundo revelaciones mucho más asombrosas y revolucionarias que aquellas que suceden a partir de los que se encuentran en el vigor de la juventud.

 

Las palabras del Cristo Resucitado a Pedro en el final del Evangelio de Juan pueden resumir y abrir perspectivas para todos nosotros a partir de esas reflexiones sobre la vejez. Luego de preguntar tres veces a Pedro si lo amaba y oír tres veces la respuesta positiva del apóstol, Jesús Cristo le dice estas misteriosas palabras: "Cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras"(Jn, 21,18). Tal vez el secreto del enorme potencial que se esconde bajo la aparente impotencia y declinar de la vejez esté la posibilidad de los ancianos de hoy y de mañana de negarse a ceñirse a sí mismos. O sea, recusarse a desempeñar el papel subalterno y despreciado que la sociedad moderna, en su mentalidad utilitaria e inmediatista, preparó y previó para ellos. Tal vez el secreto de comenzar a suceder cosas nuevas, sorprendentes y maravillosas con aquellos para quienes la vida parece estar en declinación esté en la capacidad que ellos y ellas tengan de dejarse conducir por otro, por ese Otro que la revelación bíblica nos dice que es capaz de subvertir todas las categorías, haciendo tener sueños a los ancianos y renacer cuando parecen estar en el momento de morirse. Ese que se complace en confundir los plazos y expectativas de los hombres y genera líderes y libertadores para su pueblo entre los viejos y estériles vientres de mujeres que la sociedad ya había condenado a perpetua esterilidad es también capaz de hacer gemir de placer a hombres y mujeres, hoy como siempre, y hacerlos volver a conocer el gozo mismo cuando alcanzan edad avanzada. Hacerlos comprender en fin, que fueron hechos, definitivamente, para la vida y no para la muerte. Vida en plenitud y vida que no se acaba.

 

CAPITULO 6

 

Reflexiones sobre el dolor, sufrimiento y muerte a la luz del cristianismo.

 

Al comenzar una reflexión sobre el dolor, el sufrimiento y la muerte abarcando cuestiones de la ética y la practica médicas, corresponde aclarar la perspectiva a partir de la cual hablamos. Trátase de la perspectiva de la fe y de la teología cristianas. No podemos ni deseamos traer aquí todas las contribuciones que la filosofía o la psicología puede proveer al tema. No tenemos autoridad ni capacitación para eso. Nuestra intención es, modestamente y con el mayor respeto por la posición y pertenencia religiosa de cada uno, presentar algunas pistas de reflexión sobre cómo la fe bíblica cristiana enfrenta y trata ese problema tan humano (y al mismo tiempo sobrehumano) de la vulnerabilidad y mortalidad de ese cuerpo y vida creados por Dios.

Para el médico, o sea, para aquel que en todo momento, por fuerza de su trabajo y por su vocación, debe enfrentarse con los límites de la vida humana que desea ardientemente ser ilimitada, tal vez estas reflexiones puedan ayudar de alguna manera. Si no pretenden disminuir la impotencia delante del drama del sufrimiento humano, podrían tal vez, por lo menos, intentar delinear un horizonte más amplio y apuntar para un sentido en medio al sin sentido que se instala juntamente con el dolor, cuando éste visita el cuerpo y el corazón de las personas.

Con este objetivo, por lo tanto, primeramente buscaremos tejer algunas consideraciones sobre el sentido de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte en el Antiguo Testamento. Luego, reflexionaremos y veremos cómo el cristiano viene tratando este tema a lo largo de su historia. Finalmente, buscaremos dejar que el testimonio de algunos cristianos delante de esas realidades tan cotidianas hable más que nuestras reflexiones y palabras.

 

El ser humano: hecho para la vida

 

Desde el comienzo de la experiencia de la presencia de Dios en su historia, el hombre bíblico se autocomprende como alguien hecho para la vida y no para la muerte. El deseo de vida es algo visceral en ese ser creado por el Dios de la vida y que tiene dentro de sí el Espíritu de Dios, Espíritu de vida y no de muerte. La enfermedad y la muerte aparecen como realidades inevitables, pero que contradicen el destino y los fines últimos del hombre, o sea, aparecen como antinaturales y antihumanas. A tal punto que la muerte, cuando llega a causa de enfermedades, surge a los ojos del hombre público como salario y consecuencia del pecado y, por lo tanto, como algo que no deriva de Dios, pero es fruto de la propia resistencia del hombre a someterse y colaborar con el plano de Dios.

Así, una de las afirmaciones del propio Dios de Israel, cuando explicita la elecciones del pueblo , tomo la forma de promesa de alejamiento de las enfermedades: "El Señor alejará de ti todas las enfermedades y todas las nefastas epidemias de Egipto, que conoces bien; El no las infligirá a vos, y el las enviará para todos aquellos que te odian"(Dt 7,15). La enfermedad allí aparece no sólo como un castigo de que el pueblo electo y querido es preservado, sino que el hecho de verse libre de pestes y enfermedades colectivas, tan comunes en aquel tiempo, pasa a ser para el pueblo de Israel una demostración de que Dios está con el.

Por otro lado, cuando el pueblo electo o el justo amado por Dios es afectado por la enfermedad, la presencia de Dios se hace sentir llevándole conforto y cariño durante el tiempo de la prueba de su enfermedad. El Salmo 41,1.3 es elocuente en ese sentido, al decir: "Dichoso aquel que piensa en el débil! En el día de la desgracia el Señor lo libera. El Señor lo sostiene sobre el lecho de dolor, hablándole frecuentemente su cama de enfermo.

Aparece, pero, también en el pensamiento veterotestamentario a convicción de que el ser humano encuentra dentro de si fuerzas para enfrentar la enfermedad y a ella resistir. El Libro de los Proverbios, por ejemplo dice: "El espíritu humano vence la enfermedad; pero, ni ese espíritu está quebrado, quien lo levantará?"(Pr 18,14). La enfermedad no tiene poderes ilimitados sobre el hombre. Si, por un lado, ella se instala y hace su trabajo depredador y mortal, sumergiendo el ser humano en un mar de dolores, por otro es reconocido que el mismo hombre encuentra dentro de si recursos y fuerzas para tomar distancia de esa enfermedad, enfrentarla, encontrarle un sentido y, sobre todo, hacer de ella materia de su oración, de su súplica a dios, de su dialogo con el Creador, único a quien, al final, podrá confiar sus perplejidades.

Tal vez el caso más conocido de alguien afectado por toda especie de desgracias y enfermedades sea el de Job, que no hesita en interpretar a Dios que, según el, lo redujo al estado en que se encuentra. El sabroso y bello dialogo de Job con su Dios termina con el primero reconociendo que no encuentra en si derecho de pedir cuentas a Dios de algo de lo cual El es Señor absoluto: la vida y la salud. Y que finalmente, delante del misterio de Dios, el hombre nada sabe, o sabe muy poco. Por lo tanto reconoce que elevarse e interpelar a ese Dios no lo llevará muy lejos. Job percibe que "abordó, sin el saber, misterios que lo confunden"(Job 42,3) y que le resta, después de eso, arrepentirse y retractarse sobre el polvo y la ceniza.

Creo que muchos de nosotros podemos, pero sobre todo los médicos que tratan diariamente con la realidad de la enfermedad, simpatizar con el amigo Job y comprenderle la perplejidad. Sobrepasa nuestra comprensión y nuestra pobre naturaleza humana el infinito misterio de esa Providencia, que todo cuida y mantiene en vida al universo tan complejo y tan inmenso. En esa infinidad ¿como puede nuestra vida frágil y amenazada, y tantas veces afectada por el dolor y por el sufrimiento, tan constitutivamente vulnerable, pretender encontrar sola la solución para sus males?

Entretanto, a pesar de todas las perplejidades en que deja inmersa a sus creaturas, a pesar de todos los silencios con los cuales prueba su fe, es patente también en el texto bíblico que el Dios de Israel es la única esperanza de cura y salvación de la amenaza mortal que aplasta el hombre, no sólo desdoblando su poder y alejando las enfermedades que le amenazan la vida, como curando directamente las enfermedades que afligen sus creaturas (cf. Sl 22,24; 103,3), comprometiéndose a preservarlas del dolor y del gemido (cf. Is 51,11). Más aún, Israel va a conocer, en la figura del Siervo sufridor de Isaias, la promesa del rescate de todas sus enfermedades por parte de aquel que las toma sobre sí. No se trata, aquí, de la mano omnipotente de Dios que tiene poder para retirar la enfermedad del horizonte del hombre. Tratase de la figura de alguien que participa de la vulnerabilidad y de la mortalidad humanas y cura las enfermedades del pueblo no eliminándolas, pero asumiéndolas y tomándolas sobre sí. Al hacer eso, esa misteriosa figura es exaltada por Dios. Vale la pena recordar el fuerte e impresionante párrafo de Isaías 53,3-5:

"Despreciado, desechado por los hombres,

 

Abrumado de dolores y habituado al sufrimiento,

 

Como alguien ante quien se aparta el rostro,

 

Tan despreciado, que lo tuvimos por nada.

 

Per él soportaba nuestros sufrimientos

 

Y cargaba con nuestras dolencias

 

Y nosotros lo considerábamos golpeado,

 

Herido por Dios y humillado.

 

El fue traspasado por nuestras rebeldías

 

Y triturado por nuestras iniquidades.

El castigo que nos da la paz recayó sobre él

 

Y por sus heridas fuimos sanados.

 

Los primeros cristianos vieron la encarnación de esa figura en Jesús de Nazaret, por ellos reconocido y proclamado como Hijo de Dios. Vemos entonces que la manera del NT encarar la realidad de la enfermedad, del sufrimiento y del dolor entra en línea de continuidad con el AT, pero trae también una novedad radical.

 

Jesucristo: poder de cura y servicio vicario

 

Cuando Jesús inicia su ministerio en Nazaret de Galilea, la cura de las enfermedades que afligen los que lo buscan parece ser uno de los puntos centrales de su actuar. En el discurso pragmático proferido en la sinagoga de su ciudad natalicia, ya se encuentra el elemento de la cura ("devolver la vista a los ciegos..."- Lc 4,18), y luego de eso los Evangelios son pródigos en describir el toque milagroso de las manos, de los gestos y de las palabras del Nazareno que liberan a las personas, hombres y mujeres que van a su encuentro, de todo tipo de enfermedad, desde la mortal, discriminadora y tan temida lepra (cf. Mt 8,3;Mc 1,42; Lc 5,12) hasta el flujo de sangre que atormentaba una pobre mujer tratada sin éxito por sin número de médicos desde hacia doce años (cf. Mc 5,25-34), o aún ceguera de nacimiento (cf. Jn 9), mano seca (cf. Mt 12,10), encorvamiento perenne de la columna, sin posibilidad de enderezarse (Lc 13, 10-13), o enfermedades que el Evangelio no nombra ni describe, como la de la hija de la mujer cananea (cf. Mt 15,21-28) o la del siervo del centurión romano (cf. Lc 7,1-10).

Ni la muerte aparece en lo Evangelios como obstáculo a la compasión sin limites y a la fuerza salvífica de Jesús. Muestran eso los casos de la hija de Jairo( Cf. Mc 5,35-43), del hijo de la viuda de Nain (cf. Lc 7,11-17) o el caso ejemplar de Lázaro, muerto hacía cuatro días y ya olía mal, en pleno proceso de putrefacción (cf. Jn 11). Revelando su corazón amoroso y compasivo delante de los males que afligen a los seres humanos, Jesús muestra una especial sensibilidad al caso de la enfermedad, dejándose tocar y asediar por la multitud de enfermos de su tiempo que a él recurrían en busca de la cura para su males. Al saber de la noticia de la enfermedad y, consecuentemente, de la muerte de su amigo Lázaro , llora lágrimas de pena y compasión y realiza, delante de las hermanas perplejas, el gesto que trae el muerto a la vida.

Entretanto, al lado de esa característica de poder curador que no hesita en desdoblarse delante de los ojos maravillados de sus contemporáneos, Jesús de Nazaret es mostrado crudamente por los Evangelios como absolutamente impotente cuando se trata de su propio sufrimiento y de su propia muerte. Eso es rememorado por los Evangelistas, que ponen en la boca de aquellos que escarnecían y se burlaban de Jesús el comentario sarcástico, y al mismo tiempo perplejo: "A otros salvó, y no puede salvarse a sí mismo! El es el Rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en el!"(Mt 7,42).

En las manos de aquellos que lo prenden, lo juzgan, lo condenan y lo torturan, Jesús aparece reducido a la pasividad total y nada hace para de ella salir. No reacciona, no se resiste, y su poder de devolver la vida y la salud, usado abundantemente a favor de tantos, parece recogerse y encontrarse sin condiciones de ser empleado cuando quien sufre no son los otros, sino él mismo.

La fe cristiana, con su proceso inaugurado por la experiencia luminosa de la resurrección, vio en ese dolor, en ese sufrimiento y en esa muerte la fianza y la garantía de la salvación de todos los hombres de todos los tiempos. Reconociendo en aquel hombre la encarnación de Dios y viendo al mismo tiempo en él, en su vida y en su muerte los trazos del siervo sufridor del que hablaba el profeta Isaías ("tomó sobre si nuestras enfermedades"), comprendió que el Dios verdadero no demuestra su amor por el hombre apenas realizando gestos poderosos que anulan el efecto de las limitaciones y aflicciones humanas, pero, yendo más allá, entra en la condición vulnerable y mortal de su creatura y comparte todas las dimensiones de su existencia, aún las más dolorosas, negativas y terribles.

A partir de la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo, la fe cristiana puede afirmar – y afirma! – que no hay nada de humano que no haya sido asumido y tocado por el propio Dios. Por lo tanto, no hay ninguna situación humana, por más dura y terrible que sea, que no esté redimida y asumida por el amor de Dios. Así, no tenemos un Dios incapaz de compadecerse de nuestras debilidades y angustias por el hecho de desconocerlas, sino un Dios que conoce lo que es el dolor, el sufrimiento y la muerte, y por eso nos puede ayudar a partir del interior de esas situaciones en que nuestra debilidad, si todavía no nos colocó, un día ciertamente nos pondrá.

Dios, por lo tanto, no es para la fe neotestamentaria apenas el poder capaz de socorrer y rescatar el hombre de situaciones limite y de las garras de la enfermedad y de la muerte, sino es Alguien que, movido por el amor y por la compasión, entra en esas situaciones humanas y las sufre, confiriéndoles un sentido profundo que es, en suma, el sentido de la vida que no muere y del amor más fuerte que la muerte.

 

PARTE IV

LAICOS Y JESUÍTAS: SERVIDORES DE LA MISION DE CRISTO

 

CAPITULO 1

 

"Llegar a la perfección en cualquier estado de vida (EE 135)

 

La espiritualidad ignaciana al alcance de los laicos

 

Vamos aquí a reflexionar juntos sobre hasta que punto los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola pueden y deben ser propuestos en su integridad y en toda su radicalidad a los laicos y laicas que tienen dentro de sí el deseo ardiente de la experiencia que ellos significan.

Si los Ejercicios de San Ignacio proponen un camino "para llegar a la perfección", y si tradicionalmente en la Iglesia los que eligen un estado de vida que pueden llevarlos a esa perfección, por el seguimiento de los consejos evangélicos, son los religiosos, veamos cuál era la intención de San Ignacio al proponer sus Ejercicios como proceso pedagógico-espiritual que podría "ayudar a las almas". Pero, antes que nada, veamos lo que entendemos por "perfección" y, aún más, lo que San Ignacio entiende por eso.

El diccionario "Aurelio" ayuda nuestra investigación y nuestra reflexión para poder entender en qué consiste – al menos en la comprensión que tenemos hoy – la palabra "perfección". La palabra "perfección"(del latín, Perfectione) tiene varios significados:

el conjunto de todas las cualidades: la ausencia de cualquier defecto; 2. lo máximo de excelencia a que una cosa puede llegar; primor, corrección; 3. el mayor grado de bondad o virtud a que puede alguien llegar; pureza; 4. lo más alto grado de belleza a que puede llegar alguien o algo; 5. ejecución sin fallas, perfecta; 6. precisión; 7. esmero, refinado; 8. maestría, pericia.

 

Por otro lado, el adjetivo "perfecto"(del latín, perfectu, "hecho hasta el fin", "terminado", "acabado") que corresponde al sustantivo "perfección", recibe las siguientes definiciones:

 

1. que reúne todas las calidades concebibles; 2. que alcanzó el más alto grado en una escala de valores; incomparable, único; 3. Que corresponde precisamente a un concepto o padrón ideal; 4. óptimo, excelente, irreprensible; 5. ejecutado o fabricado de la mejor manera posible; sin defecto; primoroso, impecable; 6. que no deja margen a dudas; riguroso, cabal; 7. completo, total, acabado, rematado; 8. (gram.) se dice del tiempo verbal que expresa acción o estado ya pasado en relación a cierta época.

 

Si buscamos en la vida y en la Obra de San Ignacio, veremos que la perfección y su vivencia es uno de sus intensos y constantes deseos. Él no sólo la desea vivamente para sí mismo desde el inicio del itinerario de su conversión a Dios, como también, una vez fundada la Compañía de Jesús, la presenta como el objetivo más grande que todo jesuita debe perseguir.

Dice Ignacio que el fin último de la Compañía de Jesús es la "perfección de las almas" propias y ajenas y que el itinerario del jesuita deberá ser siempre buscar la perfección para sí y para los demás, incitando para eso constantemente en las Constituciones al amor a la perfección, al deseo y compromiso en la práctica de las virtudes perfectas, aconsejando a todos los que están en la Compañía a que busquen constantemente exhortarse mutuamente a la perfección, orientando los Rectores locales o Provinciales a que, tratando con los candidatos a la Compañía que desean disponer de sus bienes al entrar, "aconséjense o represéntenle lo más perfecto".

Entretanto, no es apenas a los jesuitas que Ignacio desea y aconseja la búsqueda constante e incansable de la perfección en su relación con Dios y con los hermanos. El también la recomienda, reiterada y repetidamente, en sus cartas, al clero, a religiosos de ambos sexos de su tiempo.

Eso ya nos indica que la vida de perfección, para Ignacio, no es solamente algo a ser buscado para sí propio y para configurar la propia relación con Dios, sino algo a ser dado apostólicamente los demás, así como no es un ideal a ser perseguido a penas por sacerdotes y religiosos, sino por todas las personas que desean crecer en la unión con Dios y en el servicio a los hermanos. No se trata solamente, para él, de buscar vivir esa perfección y tener ánimo para en su vía caminar, sino también de atraer a otros a la vida de perfección. Otros que pueden ser provenientes de todos los tipos y estados de vida.

Los Ejercicios Espirituales, sin duda, son la escuela en que San Ignacio forma a las personas que cruzan su camino. Compuestos por él mismo a partir de su experiencia personal, trátase de un instrumento pedagógico que el santo utiliza incesantemente en su vida de apóstol para "ayudar a las almas". Vamos a ver ahora de qué modo San Ignacio concibe eses ejercicios como propuesta concreta de camino para "llegar a la perfección".

¿Ejercicios Espirituales:?¿ camino de perfección?

 

Es sabido como san Ignacio tenía en alta estima a los Ejercicios Espirituales, los cuales habían sido enseñados por el propio Señor, "como un maestro de escuela a un niño". En la conocida carta a Manuel Niona, son famosas sus palabras, diciendo que se trata de " todo aquello que de mejor yo en esta vida puedo pensar, sentir y entender, tanto para el hombre poder aprovechar a si mismo como para poder fructificar, ayudar y aprovechar a otros tantos; que, cuando para el primero no sientan necesidad, verán sin proporción y estima cuanto los aprovecharán para el segundo".

 

Aunque no está presente allí la palabra "perfección", creemos que se puede, sin forzar el texto, subentenderlas, pues algo tan excelente San Ignacio no puede considerar menos que un camino de perfección.

Hay otra carta, a Pe. Juan Pelletier, que nos aclara la relación entre los Ejercicios y la perfección cristiana tal como la entiende San Ignacio. Aquí entramos más profundamente en nuestro tema específico, que es la reflexión sobre hasta dónde podemos deducir, a partir del pensamiento y de la práctica de San Ignacio, si los Ejercicios completos, como camino de perfección, son esencialmente, o sobre todo, para aquellos que desean tomar estado de vida sacerdotal o religioso o si se destinan igualmente a los laicos.

San Ignacio, escribiendo a pe. Juan Pelletier, superior de la Compañía en Ferrara, da orientaciones precisas y completas sobre el modo de proceder de los jesuitas con relación a los ministerios con los próximos. No obstante enviada a Ferrara, esa carta sirvió igualmente para las casas de Florencia, Nápoles y Módena, con algunas pequeños cantos.

Recomienda San Ignacio que se "debe procurar atraer a otros a la vida de perfección", dando enseguida instrucciones de cómo realizar la "atracción" a ese estado de vida configurado como de unión con Dios y servicio a los demás. Veamos lo que dice el propio santo sobre las personas "idóneas" y capacitadas a hacer la experiencia de los Ejercicios: "los ejercicios de la primer semana se pueden dar a muchos; pero los demás solamente a aquellos que se encuentran idóneos para el estado de perfección y se disponen a ayudarse muy verdaderamente".

¿Cómo se debería interpretar, allí, ese "estado de perfección" mencionado por San Ignacio como condición para hacer los Ejercicios llamados de "elección", o sea, los Ejercicios completos, que buscan no solamente llevar la persona a la conversión que la primer semana proporciona y facilita, sino también ayudarla a entregarse enteramente a Dios, ofreciéndose a El en una "ofrenda de más grande estima y momento", disponiéndose el seguimiento de Jesucristo pobre y humilde, en la vida en que Dios Nuestro Señor de ella se quiera servir? Habría allí alguna determinación y/o restricción o mismo recomendación de "estado de vida" tomado o a ser tomado para personas que fueran aptas para las experiencias de los Ejercicios en todo su rigor y autenticidad?

Hay varios pasajes de los Ejercicios en que parece que San Ignacio quiere referirse más, tal vez, a la vida religiosa o al estado de vida sacerdotal, pudiendo dar la impresión de que los Ejercicios son preferentemente destinados a ese tipo de público. Así, por ejemplo, en la 4ª y en la 5ª reglas de las Reglas para sentir con la Iglesia, dice: "Alabar mucho a la vida religiosa, la virginidad y la continencia; y el matrimonio no tanto como cualquiera de esas". O sino: "Alabar a los votos religiosos de obediencia, pobreza, castidad y de otras perfecciones. Hay que hacer notar que, como el voto se refiere a cosas que se aproximan de la perfección evangélica, no se debe hacer voto de cosas que de ella se alejan, como de ser comerciante, de casarse, etc.".

Por otro lado, en la Anotaciones, por ejemplo, no obstante exalte la excelencia de la vida religiosa, hace algunas reservas de prudencia que ya nos dan otra perspectiva: "...no obstante alguien pueda legítimamente inducir a otros a ingresar en el estado religioso, entendiéndose hacer en el un voto de obediencia, pobreza y castidad, y no obstante sea más meritoria la buena acción practicada con voto de la que la practicada sin él, es todavía necesario atender mucho a la peculiar condición de la persona y a cuanto auxilio o obstáculo podrá encontrar en cumplir lo quisiera prometer". O esta otra: "...aún que, afuera de los Ejercicios, podamos lícita y meritoriamente inducir a todas las personas que presenten probable idoneidad a elegir continencia, virginidad, vida religiosa y todas las formas de perfección evangélica, en tales Ejercicios Espirituales, entretanto, es más conveniente y mucho mejor que...el mismo Creador y Señor se comunique...

Ya allí encontramos la proverbial sabiduría del santo no queriendo presuponer ni indicar ninguna preferencia por cualquier estado de vida que pueda interferir en aquel que es lo principal, y que es, sobre todo, la única cosa que realmente puede conducir el ser humano a lo que se pueda entender por estado de perfección.

Entretanto, es especialmente el numero 135, destacándose entre otros tantos (cf. 15, 189, 344 etc.), que nos deja percibir una apertura que nos muestra con buen margen de seguridad que Ignacio cree en la posibilidad de que personas laicas, seculares, hagan con éxito los Ejercicios completos.

 

Llegar a la perfección en cualquier vida o estado...

 

Leamos con atención este párrafo situado en un momento crucial del proceso de los Ejercicios. Trátase del umbral de la elección. Es el momento en que el ejercitante, ya habiendo pasado por el criba de la Primer Semana, hecho la ofrenda del Reino y contemplado los misterios de la encarnación y de la infancia de Jesús, se dispone a hacer el llamado "Día Ignaciano". En ese día, el o ella se enfrenta con las tan exigentes meditaciones de las Dos Banderas y de las Tres Clases de Hombres que abren las contemplaciones de la Vida Pública. A su vez, los misterios de la Vida Pública deberán ser contemplados bajo la iluminación de la consideración radical de los Tres Grados de Humildad, que no dejan duda sobre cuáles deben ser las preferencias del ejercitante que llega a ese punto de su aventura espiritual.

¡El momento es solemne! Trátase de delinear una orientación que acompañará al ejercitante en todo el proceso de elección y reforma de vida. San Ignacio da señales de estar bien consciente de esa solemnidad, por el lenguaje y estilo que utiliza y por la materia que propone en este Preámbulo curiosamente denominado para considerar estados de vida.

Vamos a detenernos por un momento en la lectura de este párrafo tan primordial en el proceso de los Ejercicios:

 

"Considerando ya el ejemplo que Nuestro Señor Jesucristo nos dio para el primer estado, que es el de la observancia de los mandamientos, viviendo él en la obediencia a sus padres, como también el ejemplo para el segundo estado, que es el de la perfección evangélica, cuando permaneció en el templo, dejando su padre adoptivo y su madre según la naturaleza, para dedicarse al puro servicio al Padre eterno, comenzaremos, al mismo tiempo que contemplar su vida, a investigar y a pedir en qué

vida o estado quiere servirse de nosotros su divina Majestad. Y así, introduciéndonos en eso de algún modo, veremos, luego, en el primer ejercicio la intención de Cristo Nuestro Señor y, al contrario, la del enemigo de la naturaleza humana, y cómo nos debemos disponer para llegar a la perfección en cualquier estado o vida que Dios Nuestro Señor nos pueda dar a elegir".

 

La primer parte del Preámbulo parece caminar en el sentido de valorar una opción de vida consagrada o, por lo menos, de una vida según los consejos evangélicos. Al contraponer "primero" y "segundo" estados de vida, parece el santo contraponer "observancia de los mandamientos" y "perfección evangélica". O sea, "vida laica", hecha de pertenencia familiar, obediencia a los padres etc., y "vida consagrada", hecha de dedicación al puro servicio de su Padre eterno, es decir, de devota entrega integral en la totalidad del tiempo al servicio de Dios.

Enseguida, nuestra mirada se sorprende con el rumbo que toma la reflexión del santo. El ejemplo que usa para describir tanto uno como otro "estado" es Cristo Nuestro Señor. Al afirmar que el mismo Cristo vive en los dos estados ¿no deja San Ignacio una apertura para considerar que tanto uno como otro son cristificadores o crísticos y, por lo tanto, generadores de perfección?

San Ignacio continúa: no se trata apenas de "considerar" uno u otro "estado", sino de, contemplando la vida de Cristo – que pasa por los dos "estados"- comenzar a investigar y a pedir en qué vida o estado se quiere servir a su Divina Majestad. La indicación del santo es abierta y no reductora. No se trata de pedir con un bies predeterminado, sino de pedir dejando a la libertad creadora del Espíritu determinar en cual dirección o "estado" va a configurarse nuestra vida de servicio a Dios y a los demás.

Finalmente, en la última parte del párrafo, el santo va aludir a la meditación siguiente, de la Dos Banderas, al mencionar la "intención" de Cristo y la "intención" del enemigo, para introducir la exhortación final de este preámbulo que es de todas, sin duda, la más sorprendente: como nos debemos disponer para llegar a la perfección en cualquier estado o vida que Dios Nuestro Señor nos dé a elegir.

Reciben allí una definitiva finalización todas las elucubraciones sobre un estado mejor o más perfecto que el otro, u de una vida más de acuerdo con la voluntad de Dios que la otra. Trátase simplemente de disponer el corazón en total indiferencia y libertad para que Dios pueda actuar con su Amor siempre creativo y nuevo. Sin discriminar ese o aquel estado, sin valorar más a uno que al otro, Ignacio destaca apenas la libertad que se ofrece a la Libertad Divina que actúa y conduce, soberana y amorosa, a la vida o estado en que más será servida, en que el Reino más se hará realidad.

¡Nada, por lo tanto, de juicios de valor! ¡Nada de restricciones empobrecedoras! Apenas la comunicación inmediata del Creador con la creatura, único camino capaz de llevar a cualquier persona – religioso o laico – a la perfecta comunión con Dios, del seguimiento de Cristo y del servicio a los hermanos.

 

Los ejercicios Espirituales en un momento de protagonismo de los laicos

 

De las constataciones que hicimos a partir de una lectura de algunos párrafos de los EE, comparados con otras citaciones de San Ignacio, podemos notar la actualidad de los EE como instrumento de formación del laico o de la laica hoy. Podemos igualmente verificar la extrema agudeza y flexibilidad de San Ignacio en la propuesta que hace en sus EE.

Las dificultades reales para que los laicos pasen por la experiencia de los EE completos son bastante evidentes: familia, compromisos profesionales etc. Tratase de dificultades propias del estado de vida laical. Pero la experiencia ha demostrado que cuando hay el deseo, hay creatividad, fuerza de voluntad y capacidad para arreglar las cosas a fin de que la experiencia sea posible.

Los numerosos laicos y laicas -,jóvenes y adultos, padres de familia o no – en todo el mundo, y también acá en Brasil, que ya pasaron por esa experiencia confirman lo que acabo de decir. Es necesario perder el miedo y superar el prejuicio que toma varias connotaciones y matices: "es una experiencia muy fuerte para un laico, un laico no aguanta pasar tanto tiempo lejos de su casa y trabajo", "un laico está muy ocupado y, por lo tanto, eso no es para él". ¿Para quién será, entonces, si San Ignacio vivió sus Ejercicios enseñados por el Señor, "como un maestro-escuela a un niño", siendo aún laico? ¿Y se los primeros a quien los dio fueron laicos?

No puede haber en nuestras cabezas y corazones la barrera de las imposibilidades que dicen que las experiencias más exigentes de la Iglesia no son para los laicos. Las experiencias bien realizadas y llenas de frutos de muchos laicos y laicas, que, viviendo en el mundo hicieron los Ejercicios de treinta días, nos dicen exactamente lo contrario. Para ser fieles al Espíritu de San Ignacio y adecuados a los tiempos que corren, debemos superar nuestros obstáculos interiores para creer que es así, y no temer ser audaces y osados en proponer esa experiencia a los laicos y laicas que percibimos llenos de deseo y aptos para "llegar a la perfección", o sea, que no se satisfacen con menos de la santidad en su itinerario espiritual.

Con más coraje que el Derecho Canónico, el Espíritu Santo continua suscitando, en los días de hoy, en muchos bautizados, hombres y mujeres, la disposición de seguir a Jesucristo pobre y humilde y asumir todas las consecuencias que ese seguimiento implica.

 

Llegar a la perfección plenamente en el mundo

 

En medio a la enorme riqueza de escuelas y tendencias que forman el tejido espiritual cristiano, la espiritualidad Ignaciana, derivada de los Ejercicios Espirituales, se revela especialmente adecuada para aquellos y aquellas que son llamados a vivir la consagración de su Bautismo en el mundo.

Iluminado por las contemplaciones de la vida de Jesucristo, el laico va a sentirse interpelado en la medida en que avanza en el trayecto de los Ejercicios Espirituales en todos lo sectores de la vida: familiar, profesional, financiero, etc. Que nos confirme el texto de la Reforma de Vida, n.189 de los Ejercicios, que invita el ejercitante a detenerse en detalles prácticos de la vida diaria, tales como en qué tipo de casa debe vivir, cuántos empleados debe tener, cómo debe gobernarlos, cuánto dinero debe guardar para sí y cuánto debe distribuir a los pobres etc.

Genuinamente cristianos e inspirados en el Evangelio, los Ejercicios proponen a los hombres y mujeres que los experimentan un camino de extrema radicalidad, que se realiza en una concretud indisimulable. Si el destino de todo cristiano, pertenezca él al segmento eclesial que perteneciere, es la santidad, esta tiene su piedra de toque encontrada en el ejercicio de la caridad hasta el fin, de manera total, plena y sin búsqueda de sí mismo. Ahora, la caridad no encuentra su fuente en el hombre, sino en Dios. Si la vivencia de la espiritualidad hoy es percibida como teniendo tal importancia, podría ser, sin sombra de dudas, porque se hace más aguda con conciencia de que el cristiano no tiene acceso a los frutos del Espíritu por su propia iniciativa, sino que debe disponerse a recibirlos humildemente de las manos de Dios. Y eso él sólo podría lograrlo ejercitándose para crear dentro de sí una actitud de apertura, escucha y entrega de amor "oblativo".

Es así que el servicio de caridad que sea prestado en el mundo por el cristiano bautizado se distinguirá de otros servicios, porque será efectivamente un servicio cristiano, en la esfera y en la imitación del Servidor Yahveh, el Santo de Dios, que se entregó a sí mismo, obediente hasta la muerte de cruz. El cristiano que desea caminar en la espiritualidad Ignaciana, que es movido por el Espíritu Santo, en el seguir a Jesús, al encuentro de la voluntad del Padre manifestada hoy en el mundo y en la historia deberá siempre estar en tensión entre el deseo de plenitud que lo habita y cierta tentación que lo "arrastra" a una tempestad que puede ser demasiado carnal o puramente humano. En medio a esa tentación, los EE de Santo Ignacio lo/la ayudan a ordenar todos los aspectos de su vida, aún los más "materiales" para disponerse a encontrar allí la voluntad de Dios para sí mismo.

Lo que está en juego cuando se habla de vida espiritual y santidad es la vida o la muerte, la salvación o la perdición. De esa alternativa radical ninguna categoría de cristiano está excluida. Mucho menos los laicos, viviendo como viven, expuestos diariamente a las solicitaciones más variadas y debiendo, a partir de ese conflicto, dar testimonio de Jesucristo, el Cordero de Dios.

Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, que proponen "llegar a la perfección en cualquier vida o estado que nos dé a elegir Su Divina Majestad", son camino adecuado y precioso para ayudarnos a alcanzar a esa meta tan ambiciosa y al mismo tiempo tan exigente. Haciendo así, estarán ayudando a nosotros, laicos y laicas de hoy, a responder a la apelación que nos hace la Madre Iglesia, de ser protagonistas de la nueva evangelización, que , según Ella, no sucederá sin nuestro concurso.

 

CAPITULO 2

El laico en la Iglesia: bautizado, apóstol y protagonista

Algunas reflexiones que surgen de cara a la colaboración en la misión de la Compañía de Jesús

 

El sentido de esta reflexión pretende ser puramente introductorio. No se trata de repetir lo que ya fue dicho por tantos en las últimas décadas sobre la identidad del laico. Tratase, antes, de intentar levantar algunas pistas teológicas que iluminen el camino que – tantos laicos como jesuitas – tenemos procurado recorrer en los últimos años en busca de posibilidades de una colaboración más fecunda en la misión, en fidelidad al espíritu de la 34ª Congregación General y con el objetivo siempre constante de buscar el más grande servicio y gloria de Dios.

Primeramente buscaremos, pues, reflexionar juntos sobre la identidad del laico en la Iglesia: ¿Quién es este o esta que no tiene otra especificidad que su estado de vida eclesial además del Bautismo? ¿Cual es su estatuto, su perfil, su identidad?

Luego nos vamos a detener en la historia más reciente del evento laico en la Iglesia, resaltando algunos marcos que nos ayudarán a entender el momento que hoy vivimos.

Finalmente, procuraremos presentar algunas pistas para percibir cómo y en que sentido se hace instigadora para nosotros, laicos sintonizados con la espiritualidad ignaciana y la misión de la Compañía de Jesús en el Brasil de los días de hoy, todo el trayecto realizado por la Iglesia en los últimos años y a los nuevos desafíos que la 34ª Congregación General de los Jesuitas presenta para la ampliación y el refuerzo de un trabajo apostólico vivido en fraterna colaboración.

 

El laico: un bautizado sin adjetivos

 

Lo que define, por así decir, el cristiano laico en la Iglesia es justamente lo que le es común con todos los otros segmentos del pueblo de Dios: el hecho eclesiológico de ser bautizado. O sea, el hecho de ser, como todos sus hermanos clérigos y religiosos, introducidos por el Bautismo en un modo nuevo de existir: el existir cristiano, que lo asimila nada menos que al propio Cristo muerto en su misterio pascual.

El bautismo sería, pues, el compromiso primero, la primer y radical exigencia que surge en la vida de una persona delante del misterio de la Revelación de Dios en Jesucristo. La opción por uno u otro estado de vida, por este o aquel ministerio o servicio en la Iglesia es posterior, viene después. Antes que nada está el hecho de que "somos todos bautizados en Cristo Jesús...sepultados con él en su muerte para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos vida nueva"(Rm 6,3-4).

Ahí está, pues, el sentido de la existencia no sólo del laico, sino de todo cristiano en cualquier opción, vocación o estado de vida en el cual se encuentre, consagrado por el bautismo, llamado a vivir buscando la voluntad de Dios, en el seguimiento de Jesucristo, movido por el Espíritu Santo. Esa novedad radical de la vida implica primeramente una rotura radical con el pasado y sus viejas alianzas, sus secretos compromisos con la iniquidad y sus comodidades con medias verdades.

Por medio de esa ruptura, el bautizado se vuelve semejante al Cristo – osaríamos decir que es "otro" Cristo - , "por una muerte semejante a la suya...a fin de por una resurrección también ‘semejante a la suya’, no más servir al pecado, sino vivir para Dios"(Rm 6,5-11). Es de ese pascual misterio del Bautismo y del nuevo modo de existir que él inaugura, que debe brotar, hoy, a nuestro ver, cualquier reflexión sobre el laico, el laicado y otros temas teológicos conexos.

Esa perspectiva pone justamente la reflexión sobre el laico y su identidad más profunda en el camino de una concepción integradora, que no se define por las contraposiciones que muchas veces rozan las definiciones eclesiásticas: clero versus laicado, religiosos versus no-religiosos. Al contrario, evoca una Iglesia que es y si autocomprende como Pueblo de Dios, una comunidad de bautizados en que el Espíritu Santo, en soberana libertad, suscita los carismas y de ellos hace derivar los ministerios, los servicios que serán ejercidos en beneficio de todo el Pueblo de Dios.

Haciendo así y así direccionando nuestra reflexión sobre la identidad de los laicos, vamos a estar no inventando algo de inusitada novedad, sino simplemente rescatando tesoros que pertenecen al evento cristiano desde sus origines más remotos.

 

La emergencia del laicado en la reciente historia de la Iglesia

 

En la LG, con toda su positividad con relación a los laicos, es importante constatar que todavía permanece algo de una perspectiva de contraposición, sobretodo en lo que es afirmado ser "propio" de los laicos o de aquellos que no lo son. A los laicos cabría cuidar la esfera temporal, las estructuras sociales, la política, mientras los religiosos se ocuparían de las cosas del espíritu, del sagrado. Tiene como función realizar, administrar y distribuir los sacramentos y hacer vivir la comunidad inspirada por el Espíritu, dando testimonio, en el mundo, del espíritu de las bienaventuranzas (LG 31).

 

Las tres décadas que nos separan del Concilio, con la consecuente y revitalizadora apertura que trajeron para la Iglesia, fueron haciendo suceder en el nivel pastoral la superación de esa contraposición. Surgieron con fuerza las vocaciones laicales para ejercer servicios y ministerios en la Iglesia. Se multiplicaron los laicos, hombres y mujeres, que buscaron los curso de teología, llegando a obtener grados académicos y recibiendo de la jerarquía la misión canónica para el magisterio y la inteligencia de la fe, que antes parecían estar restringidos al clero y a los religiosos.

En el campo de la espiritualidad, la entrada de los laicos se hizo de manera vigorosa y sorprendente. Es cada vez más grande el número de laicos y laicas que orientan espiritualmente a las personas, predican retiros, organizan celebraciones y liturgias y son referencia obligatoria cuando se trata de la vida espiritual de la comunidad. En ese campo, en que fueron siempre receptores, muchas veces un tanto pasivos, los laicos cada vez más superan "imposibilidades" y dan demostración calificadas de que, sin negar la inmensa importancia que puede llegar a tener su actuación en la esfera temporal transformando e influyendo en la realidad injusta, pueden ser llamados y convocados por el Señor a actuar en el nivel más propiamente eclesial, ayudando el caminar de los hermanos en el profundizar de su experiencia espiritual.

Aunque bastante fiel al espíritu conciliar y a la "división de tareas" que en el parece predominar, el documento Christifidelis Laici , del Sínodo de 1987, seña con la obligatoria participación de los fieles laicos en la misión universal de evangelización dada por el Señor a Su Iglesia. Siendo evangelizador, el laico puede ser – y efectivamente lo es – llamado a ejercer ministerios de índole espiritual, ocupándose de las "cosas del Espíritu" que antes parecían sólo limitadas a los ministerios ordenados o a los religiosos consagrados por los votos.

En la América Latina, la Conferencia de Santo Domingo, realizada en 1992, asume la cuestión de los laicos como línea prioritaria, reconociéndolos como protagonistas de la nueva evangelización.

La Exhortación apostólica pos sinodal Vita Consacrata del Papa Juan Pablo II, de 1996, en su párrafo 54, dice que hoy "algunos Institutos, frecuentemente por imposición de nuevas situaciones, llegaron a la convicción de que ‘su carisma puede ser compartido con los laicos’. Y así estos son invitados a participar más intensamente en la espiritualidad y en la misión. Comenzó un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado". Y continúa, en el párrafo 55: "Estos nuevos caminos de comunión y colaboración merecen ser estimulados por distintos motivos. De allí podrá resultar, antes que nada, la irradiación de una fructífera espiritualidad más allá de las fronteras del Instituto...Otra consecuencia positiva podrá ser propiciar una sinergia más intensa entre personas consagradas y laicos apuntando a estudios de algunos aspectos del carisma, reavivando una interpretación más espiritual y conduciendo a extraer de allí indicaciones para nuevos dinamismos apostólicos.

La 34ª Congregación General de la Compañía de Jesús de 1995 declara en su documento sobre "Cooperación con los laicos en la misión" que "una lectura de las señales de los tiempos a partir del Concilio Vaticano II muestra sin lugar a dudas que la Iglesia del próximo milenio será llamada ‘Iglesia de los laicos'. En un momento en que toda la Iglesia se autoevalua con relación a la emergencia del laicado y su feliz protagonismo, cual sería la particularidad que el carisma Ignaciano tendría a decir? Que palabra distinta y propia cabría hoy a la Compañía de Jesús y a los laicos y/o asociaciones de laicos, que se inspiran en ese carisma, como una contribución significativa para hacer suceder el protagonismo que la Iglesia desea y como búsqueda de caminos de una mutua colaboración apostólica siempre más fecunda?

 

Colaboración jesuítas-laicos: el compartir de una herencia

Parece claro en la CG 34 que la Compañía se siente llamada a compartir con los laicos toda la riqueza de la herencia recibida del carisma de Ignacio de Loyola. La frase final del documento afirma: "El Espíritu está llamándonos, mientras ‘hombres para y con los demás, a compartir con los laicos lo que creemos, lo que somos y lo que tenemos en espíritu de un compañerismo creativo para ‘ayuda de las almas y la mayor gloria de Dios".

El decreto n. 13 de la misma CG 34 dice que la colaboración con el laicado es al mismo tiempo un elemento constitutivo del modo de proceder de los jesuitas y una gracia que pide una renovación personal, comunitaria e institucional. Invita a los jesuitas a colocarse al servicio del ministerio de los laicos, a compartir con ellos la misión, a crear formas de cooperación (n. 26).

El decreto propone fundamentalmente una colaboración entre jesuitas y laicos basada sobre:

el compartir de una herencia.

2. una colaboración de "doble mano": no sólo los laicos son llamados a trabajar en obras de la Compañía, sino también los jesuitas pueden colaborar en iniciativas apostólicas de los laicos. El decreto prevé también la colaboración de los jesuitas con los laicos que trabajan en obras de la Compañía como también con los que trabajan en obras no jesuíticas. Prevé aún, además de la formación que los jesuitas pueden ofrecer a los laicos, una formación que enseñe siempre mejor los jesuitas a trabajar con los laicos.

3. Una colaboración que se da por medio de asociaciones laicas promovidas por la Compañía. Entre estas, la CVX es mencionada en primer lugar, seguida por otras tres (Voluntariado Jesuítico, Asociaciones de Antiguos Alumnos y Apostolado de la Oración).

 

Al hablar de oportunidades para el futuro, el decreto propone a toda la Compañía potenciar "la Iglesia del laicado" (n.19); reforzar el liderazgo laico en obras de la Compañía (n.20); y crear una red apostólica ignaciana (n.21), formando lazos entre individuos, colaboradores, antiguos jesuitas, asociaciones y comunidades, tanto de laicos como de religiosos, que encuentran en la experiencia de los Ejercicios Espirituales una base común de espiritualidad y de motivación apostólica (n.21).

Creo que la expresión "compañerismo creativo" da muy bien la idea de lo que sería esa mutua colaboración y el futuro que podría tener. Por un lado, la espiritualidad ignaciana, en su experiencia fundamental, que son los Ejercicios Espirituales, puede ser vivida igualmente por jesuitas y laicos. Aunque hayan sido propagados y difundidos por la naciente Compañía de Jesús, los Ejercicios, en su intuición original consignada por Ignacio para ayudar a otras personas, hombres y mujeres de su tiempo, a buscar y encontrar la voluntad de Dios, fueron vividos y elaborados mientras Ignacio era todavía laico. Y fueron laicos los primeros a quien él – maestro espiritual refinado que era – los dio en todo su rigor y autenticidad.

La lectura de numerosas cartas de Ignacio a hombre y mujeres de su tiempo, de todas los estratos sociales y de todos los estados eclesiales de vida, dan bien testimonio de la pertinencia de la afirmación de que la fuente y el instrumento de la espiritualidad ignaciana pueden y deben ser vividos y experimentados con buenos y abundantes frutos por los laicos.

Esa experiencia, por la cual muchos de nosotros ya pasamos y que configuró de manera definitiva nuestras vidas, ya sería algo que permitiría a jesuitas y laicos mirarse verdaderamente como compañeros: compañeros de Jesús y compañeros unos de los otros, que hablan un lenguaje común y encuentran como motivación e empuje para su apostolado una experiencia de Dios que, no obstante siempre única para cada uno y cada una, posee elementos comunes y recurrentes que permiten asociarse y formar un cuerpo apostólico, una red de gran riqueza y más grande alcance.

Por lo tanto, es muy grato, para nosotros, laicos, que encontremos nuestros compañeros jesuitas dispuestos y deseosos de compartir con nosotros todo lo que son y lo que tienen. La posibilidad de sacar las consecuencias apostólicas y pastorales de ese compartir ciertamente es factor de esperanza e iluminación para todos nosotros.

Por otro lado, si eso es verdad con relación a cada individuo, a cada cristiano que se acerca a la experiencia de los Ejercicios o lo bebe de la fuente de la espiritualidad ignaciana de cualquier otra manera (trabajando en una obra de la Compañía, teniendo en común con ella criterios y valores que orientan el trabajo apostólico, poniendo en practica el discernimiento en el día a día del apostolado), también es verdad que gana una fuerza inusitada cuando se da en términos asociados y comunitarios.

Ya la Christifidelis Laici, en su n.29, declara que la comunión eclesial encuentra una expresión específica en el obrar asociado de los fieles laicos, en la acción solidaria que desarrollan al participar responsablemente en la vida y en la misión de la Iglesia. Y, si en el pasado la Iglesia vivió momentos de gran fecundidad con las asociaciones de fieles que tanto marcaron su historia (por ejemplo, en Brasil, la Acción Católica), es verdad también que hoy vivimos una nueva era en la incorporación de cristianos laicos.

En un mundo cada vez más fragmentado y secularizado como lo nuestro, asaltado por la eclosión de nuevas formas religiosas que interpelan profundamente las instituciones eclesiales históricas, las varias formas asociativas que encuentran los cristianos para unirse y reunirse pueden representar para muchos una ayuda preciosa a favor de una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y de un compromiso misionero y apostólico. En términos ignacianos, las comunidades de vida cristiana (CVX) tal vez sean el ejemplo más actual e iluminador de una asociación de fieles laicos cuyos miembros pautan su vida por la espiritualidad ignaciana, que procede de la experiencia fundante de los Ejercicios Espirituales.

Entretanto no se detiene aquí las potencialidades del carisma ignaciano para inspirar nuevas formas de asociación y mutua colaboración. No apenas las CVX son las únicas formas de vivencia asociada del carisma de Ignacio de Loyola – siendo mencionadas por la propia CG 34 varias otras: los ex-alumnos, los voluntarios jesuitas, el apostolado de la oración - como también hoy parece sentirse la llamada y el deseo por una asociación que propicie un fértil entrecruzarse de distintos carismas y ministerios eclesiales: una asociación que haga suceder, en fecunda interacción, el enriquecimiento mutuo de la configuración presbiterial de la Compañía de Jesús y de la vivencia laica diversificada de hombre y mujeres que comparten con ella la herencia del fundador y se reúnen para servir más y mejor.

El gran sueño de una "red apostólica ignaciana" que integre todo ese inmenso potencial y haga acontecer más y mejor el Reino de Dios en nuestra tierra sería una "figura" apropiada para que hoy día se pudiera vivir con más verdad, en el espacio eclesial ocupado por la familia ignaciana, la belleza de una Iglesia que es comunión abierta y participativa, donde el Espíritu sopla, los carismas crecen y los ministerios se entrecruzan, se suman y se soportan en el intento constante de volver la lucha por la justicia y la nueva evangelización.

 

La Provincia de Brasil Central: una experiencia pionera

Es a la luz de todos estos hechos que se puede leer la experiencia de la Provincia del Brasil Central. Fueron dados varios pasos concretos en el sentido de convertir en realidad un protagonismo de laicos que se exprese en una colaboración y en un compañerismo apostólico con los jesuitas. El objetivo de esto es potenciar más sensible y eficazmente el alcance apostólico de muchos esfuerzos todavía dispersos y aislados.

1. La Comisión para el apostolado laico: desde 1994 la Provincia tiene una comisión formada por cuatro laicos y tres jesuitas que debe asesorar el Provincial en todo lo que toca a la formación y la colaboración con el laicado. En estos cuatro años la comisión intentó levantar las iniciativas que existen en la provincia para la formación del laicado, procurando articularlas entre si. También abrió vías de diálogo con las obras de Provincia que tratan directamente con laicos: colegios, pastoral de juventud, etc. En agosto de este año hubo una reunión con los responsables por la formación de la Compañía de Jesús, a fin de buscar caminos para una integración de la presencia laical desde los primeros niveles de la formación.

2. Los Centros Loyola y afines: creados para ser centros de formación de laicos y un espacio donde encuentren posibilidades de diálogo a fe y cultura, los Centros Loyola (Río de Janeiro, Belo Horizonte y Brasilia) son punto de referencia para la formación de cristianos laicos en Brasil. Son igualmente, de forma bastante pionera, un campo de experimentación de la colaboración efectiva entre jesuitas y laicos, que allí comparten una misión común. Los Centros Loyola de Río de Janeiro y de Belo Horizonte son coordinados por laicos. Laicos son los coordinadores de ambos centros y la mayoría de los miembros de su equipo central, que decide el proceso y la política del Centro. Laicos también son los miembros del equipo administrativo, responsables por decidir el cotidiano del Centro. Casi todos ellos son miembros de las CVX. Pero el equipo también es formado por jesuitas, que en colaboración con los laicos, llevan adelante el trabajo de formación de los mismos que los centros se proponen. Estos años de trabajo conjunto se revelaron de un fecundo aprendizaje para la efectiva implantación de esa colaboración con vistas a un objetivo común.

3. La Red Apostólica Ignaciana: en 31 de julio de 1996, en la fiesta de Santo Ignacio de Loyola, en Rio de Janeiro, 28 laicos hacían un compromiso delante de toda la comunidad reunida para la Eucaristía. Lo que tenían en común esos hombres y mujeres era haber hecho la experiencia completa de los Ejercicios Espirituales en alguna de sus modalidades (30 días, 30 días en etapas, en la vida diaria). Se comprometían a vivir con seriedad su vocación laical inspirada por la espiritualidad ignaciana y a trabajar apostólicamente en la formación de otros laicos, en colaboración con la Compañía de Jesús, participando en proyectos apostólicos comunes. Por su lado, la Compañía en la Provincia brasileña central se comprometía también a ofrecer a esos laicos los recursos – humanos, espirituales y materiales – necesarios para continuar su formación y colaborar en proyectos apostólicos, sea de iniciativa jesuítica, sea de iniciativa laica.

Hoy son más de sesenta los asociados a esa red, que tiene también miembros de otras ciudades, fuera de Rio de Janeiro. Entre los proyectos apostólicos por ellos iniciados y/o potenciados están el trabajo con Ejercicios Espirituales, algunos proyectos sociales, tales como Pastoral Penal, Trabajo con ‘meninos de rua’, Núcleo de juventud, Núcleo de Bioética. Entre los planes para el futuro está la integración de núcleos formados a partir de congregaciones religiosas femeninas de inspiración ignaciana. La creación de una home page podrá ayudar a multiplicar los contactos entre los miembros, así como el alcance de información de los proyectos apostólicos cubiertos por la Red con vistas a una más grande integración y ayuda mutua.

La experiencia que hoy se realiza entre laicos y jesuitas en Brasil es muy nueva. Como todo lo que es nuevo, tiene todavía que crecer, buscar su camino, inventar y crear nuevos pasos y nuevas maneras de actuar y hacerse visible. La escucha de lo que inspira el Espíritu en esa etapa es la condición de posibilidad de que esa experiencia tenga futuro, gane cuerpo y vigor. Mirando para el futuro, entretanto, como miembros de una misma comunidad ignaciana, me parece que nos es permitido soñar y desear, y hacerlo en grandes dimensiones. Somos llamados, sin duda, a ser dóciles a las invitaciones del Señor, a hacer gestos proféticos, creando y desarrollando nuevos caminos de misión, secundando al Espíritu que no cesa de distribuir sus carismas y suscitar nuevos ministerios entre los cristianos laicos, con vistas a configurar un nuevo rostro de Iglesia para el tercer milenio. Que esa Iglesia sea más de acuerdo al deseo del mismo Espíritu va a depender de nuestra capacidad de colocarnos a la escucha y de dar respuestas adecuadas y renovadas para tiempos nuevos.

Mientras vivimos de esa esperanza, no podemos dejar de agradecer al Señor por haber puesto en nuestro camino tantos jesuitas que son y han sido testimonios veraces y fieles. Con ellos nos sentimos llamados y unidos en una misión común, con ellos nos sentimos, visceralmente, "servidores de la misión de Cristo".