Los hijos en la familia
Autor: Rafael Higueras Álamo, catholic.net
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Con el fin de
ayudar a quienes lean estas líneas, quiero contar una anécdota de mi vida
parroquial.
Recuerdo una mañana en que se hacía la limpieza en el templo y vino a mí una
señora que, al barrer, había encontrado una alianza, un anillo de bodas: en el
interior del mismo iba una fecha escrita. Pensé -porque es así la costumbre- que
tal fecha correspondería al día de la celebración del matrimonio. Me fui a los
libros del archivo parroquial: ¿habría algún matrimonio celebrado en mi
parroquia en aquella fecha?
Mi alegría fue grande cuando comprobé que sí.
Luego empezó la identificación de los contrayentes ¿dónde habitarían ahora? Una
búsqueda que no fue laboriosa y que me llevó a la casa de esa familia.
Por esas razones inexplicables y quizá por la hora intempestiva en que llamé al
piso, noté que al abrirme la puerta ellos quedaron extrañados; pero de la
extrañeza pasaron a la alegría cuando les pregunté si habían perdido algo y les
dije “porque Uds. se casaron tal día”. La exclamación de los esposos fue un
grito de júbilo: “¡La alianza; ha aparecido la alianza!”.
Y me contaron los días de tristeza que habían pasado, sus afanes en la búsqueda
revolviendo la casa entera.
Y ¡mira por donde! Se había perdido la alianza (¡y se había encontrado!) en la
iglesia.
Unos días antes habían bautizado a su niño recién nacido y en esa ocasión, en
algún movimiento mientras se tomaba al niño en brazos para bautizarlo, se cayó
la alianza.
Aquella anécdota nos sirvió a ellos y a mí para hablar mucho, para sacar
lecciones y enseñanzas.
La primera, que cuando algún matrimonio se enfría en su amor, -se abren
distancias entre ellos: como “si se perdiera” la alianza- son precisamente los
hijos los que sirven para unir otra vez y mantener siempre unidas esas dos vidas
de padre y madre. ¡Qué precioso sería que los padres se sentaran con frecuencia
a hablar de sus hijos! Es bonito embelesarse los dos mirando a la cunita donde
duerme su bebé; pero es más bonito después sentarse los dos a hablar de cómo
ayudar a ese niño a crecer. ¡Valor del diálogo conyugal! Diálogo para hablar de
los hijos. Es para una de las pocas cosas para las que hay que dejar guardado el
reloj, porque se hable “a fondo perdido y sin intereses”.
Pero también nos sirvió para hablar de que, cuando se encuentre una dificultad
en esa preciosa tarea de educar a los hijos, y sobre todo cuando se haga difícil
encontrar un criterio justo y acertado, hay que ir a la “iglesia”, es necesario
ORAR. Porque es maravilloso hablar a los hijos, aconsejarles mientras crecen:
pero es mucho más necesario “hablarles a Dios de los hijos”: aquel matrimonio
había llevado a su hijo a bautizarlo a la iglesia, y en la “IGLESIA” había
encontrado otra vez la alianza perdida.
Y ese detalle nos sirvió para hablar de la necesidad de vivir unidos a la
parroquia, a la comunidad de fe; una comunidad en la que intervienen unos y
otros (la señora que con la escoba limpiaba y el archivero que asentó el libro
de matrimonios y el párroco que leyó la fecha del anillo), porque Dios se sirve
de lo que quiere para realizar sus planes.
Aquella mamá feliz, en su alegría, sacó del armario los pañales del niño que le
había puesto en el bautismo y me los dio: “Mire, Sr. Cura, seguro que otros
papás no podrán para comprar mantillas tan bonitas con que bautizar a su hijo;
Ud. les da a ellos éstos mantillones de mi niño”. Todavía no sabía hablar el
pequeño bebé y ya estaba aprendiendo en su casa una lección del amor verdadero
que está “más en dar que en recibir”(Hech. Ap. 20,35). Yo estoy seguro que aquel
niño al crecer aprendió que el amor es despojarse de lo propio, de lo más
propio, de lo de más valor, de la propia vida y del propio tiempo, para ponerlo
en manos de los demás.
Y aquella conversación mía –inicio de otras muchas con aquella familia- acabó
yéndonos al templo y poniendo al niño delante de Nuestra Señora. Recuerdo que no
hubo palabras; pero sí hubo muchas lágrimas de aquellos esposos apoyados el uno
en el otro –recordando el día de su boda- y escapándoseles muchos besos para su
niño y muchas miradas a las manos de la Virgen Nuestra Señora.
No me atrevo a sacar conclusiones de esta anécdota. La brindo sólo para que
quienes la lean recen por sus hijos: ellos son los que encuentran en la familia
el calor y la ternura, el pan y la alegría; y para que los hijos recen por sus
padres: ellos son -deben ser con sus vidas-, el libro abierto donde se lea que
el “retrato” de Dios-Padre (donde cada uno puede aprender cómo es el rostro de
Dios que nos mostró Jesucristo) es el amor del padre y de la madre.