XIV

 

LA HUMILDAD

DE

LOS PROCEDIMIENTOS DIVINOS

 

 

Es fácil notar que el Evangelio, incluso fundidas sus cuatro redacciones, no persigue la finalidad de ofrecernos una biografía completa de Nuestro Señor Jesucristo.

Bastaría para estar seguros de esto con subrayar este hecho: hay diez años, primero, y luego otros dieciocho de la vida del Señor que no son para nosotros más que una página en blanco en la que no hay nada escrito.

Y para convencernos de este carácter inacabado y fragmentario, el más completo y documentado de todos los evangelistas, san Lucas, nos revela su intención y su designio:

No escribe para contárnoslo todo: «Sino para que podamos "reconocer la solidez de las enseñanzas recibidas"» (Luc 1,4).

San Juan nos confía que esa fue también su intención. Hay muchas cosas que no se han dicho: si hubiéramos querido decirlo todo, el mundo no hubiera podido contener tantos libros, pero, añade él, «Estas cosas han sido escritas para que vosotros creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31).

El Evangelio lleva en sí, y voluntariamente, un carácter inacabado.

Lejos de asombrarnos por ello, bendigamos a Dios por todo lo que se ha dicho,

y reconozcamos que este mismo carácter inacabado, incompleto, es el indicio de los misterios mismos.

Como la historia nunca es sino un comienzo de revelación que se acabará cuando Dios lo juzgue oportuno,

los misterios, a su vez, no son más que un comienzo de realidad que gravita sin cesar hacia una plenitud mayor:

Carácter inacabado y progresivo...

Ensayo de la presencia de Dios ...*

 

 

Todo el Antiguo Testamento no es más que un esbozo...

«Mi deseo es estar con los hijos de los hombres» (Sab). «¡Enmanuel: Dios con nosotros!» (Is 7,14).

Es preciso recoger esta lección a la que no le falta aplicación práctica.

Todo el Antiguo Testamento está orientado hacia la Encarnación.

Sin duda, pero la Encarnación está incompleta,

no queremos decir que no sea de una belleza absoluta y siempre nueva;

sino que está incompleta en el sentido de que no es (ella) la última palabra de Dios y de que Dios no se detiene.

No es más que la preparación de la Víctima.

Es el Cordero de Dios.

Pero, a su vez, la Encarnación se encamina hacia la Redención, y la Redención parece no existir más que para reproducirse en la Santa Misa

y multiplicarse hasta el infinito por la Transustanciación.

Por su parte, la Transustanciación permanece incompleta:

existe otra transustanciación...

Los misterios de Dios, en su desarrollo del tiempo, parecen obtener su cumplimiento último cuando somos transformados en Él,

cuando reproducimos la Encarnación,

cuando, por la comunión, la vida del Señor ya ha desalojado la nuestra, la ha sometido, la ha vuelto dócil.

La Encarnación es así un límite, y la unión hipostática no pertenece más que a uno solo; mas, en la medida de nuestra gracia, cada uno de nosotros debe realizar en sí mismo el misterio: el imperio del Señor.

En la medida en que el Verbo está aquí, el Verbo Encarnado debe serlo en nosotros.

«Estas cosas han sido escritas,

han sucedido para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31).

Es un hermoso programa que hay que realizar.

Es agradable.

Es como una cruzada interior para conquistar en Cristo nuestra naturaleza entera.

 

 

Incluso en estos episodios fragmentarios se encuentra una gran plenitud de doctrina práctica para nosotros. Descubrimos en ellos, y en particular en el que es tema obligado de nuestra palabra, el entorno donde se cumplen las obras de Dios,

las condiciones con que tales obras se rodean firmemente.

Debemos reproducirlas: es una dicha para nuestra vida individual, y también para nuestra vida conventual, volver a sumergirnos cada año en estos misterios.

La vida monástica tiene como encanto particular el hecho de que no necesita para crecer más que el Evangelio bien comprendido. A este respecto, subrayamos en el Evangelio de la Anunciación lo que constituye su esencia. Es una página impregnada de humildad, de pureza, de retiro, de silencio, de oración, de obediencia. ¿No resume todo esto nuestra vida monástica? ¿No nos basta con sumergir nuestra alma en estas disposiciones?

 

 

Me detengo en la humildad.

No hay lección más oportuna.

La más viva raíz del egoísmo en nosotros es la que nos lleva a representar un personaje, a interpretar un papel, a ser alguien, o a parecerlo, al menos:

Producir una buena impresión.

Eso tiene lugar de mil maneras: los movimientos desordenados de nuestra vida, las impaciencias, las rivalidades, las contestaciones, los choques de amor propio, las pequeñas ambiciones, los rencores, las discordias.

Ya sabemos cómo san Benito nos invita a arrancarnos estas espinas.

El nos gana apelando a nuestro interés.

Me gustaría que nos colocáramos frente a Nuestro Señor Jesucristo. Muy bien enraizado tiene que estar nuestro yo para no enrojecer frente a la humildad del Señor.

El anuncio de su nacimiento futuro tiene menos brillo que el del Precursor. Se diría un error de Dios:

-En el Templo: en medio de nubes de incienso... el candelabro de siete brazos... la mesa de los panes de la proposición... muy cerca, separado del altar del incienso por un pesado velo: el Santo de los santos... los querubines con sus grandes alas extendidas sobre el propiciatorio... el medio donde Dios se hace visible: Jerusalén; es el marco habitual de las manifestaciones divinas.

-Una humilde estancia: en una aldea de un país situado en el límite de Judea «ruta del mar, más allá de Jordán, Galilea de las naciones» (Is 9,1). Nazaret no es estimada y Galilea no lo es más: « Tu habla te traiciona...» (Mt 26,73); la joven Virgen no es conocida... ni siquiera ella misma sabe quién es...

Es la inauguración de un nuevo orden de cosas.

 

 

Hasta ese momento, y frente a un pueblo grosero, material, Dios se había dirigido a sus sentidos.

Había hablado a su imaginación.

Se había revelado en medio de prodigios: «Con mano fuerte y tenso brazo , en medio de signos y prodigios» (Dt 26,8).

En el Sinaí: rayos, truenos. El terror inspirado a los judíos por una montaña a la que nadie debía aproximarse bajo pena de muerte.

Dios se despoja ahora: «Una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió públicamente» (Col 2,15). -«En nuestros días, El nos ha hablado por medio de su Hijo» (Heb 1,2).

Y se presenta con las formas más amables, las más tiernas: un niño... En su nacimiento se le reconocerá.

Su vida responderá a este comienzo: a tal punto que los judíos se justificarán por no haberlo reconocido: «No tenía ni forma, ni belleza, ni apariencia para atraer nuestras miradas. Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores y conocedor de dolencias: no le tuvimos en cuenta» (Is 53,2-3).

Este amor por la humildad tendrá en Dios todos los caracteres de la búsqueda, del interés, de la elección. Esto nos sorprende: pero no podríamos objetarlo.

Cuando viene a nosotros en la Eucaristía, lo hace bajo la forma de lo que hay en el mundo de más insignificante, de más escondido.

Verdaderamente, sólo nuestra fe sería capaz de reconocerlo:

«Los judíos piden señales (1Co 1,22). Yo no quise conocer sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1Co 2,2).

Cuando, por la predicación apostólica, se extiende por el mundo:

¿usa la fuerza? ¿la sabiduría? ¿la elocuencia? «Lo que es necio (lo que carece de fuerza en el mundo), lo que es despreciado y tenido en nada, Dios lo ha escogido para confundir a lo que es» (1Co 1,27-28).

Y en la Iglesia donde El se sobrevive y donde Él se consuma: idéntico espectáculo de humildad...

No serán en lo sucesivo las mismas exclusiones que hacían preguntarse: «¿Pueden los Césares ser cristianos?»

Dios no teme que la incorporación de los grandes pueda velar hoy el carácter divino de su Iglesia. Mas los pobres son los primeros: «(Id y contad a Juan lo que habéis visto:) Se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Luc 7,22). -« Has escondido estas cosas a los sabios y a los prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Ibid. 10,21).

El fracaso de muchos es escándalo:

eso forma parte de la intención divina y de la perseverancia de esta elección.

La Iglesia es militante: en el contraste de su aparente debilidad y de su perennidad,

de sus aparentes fracasos y de sus continuas conquistas es donde reside la demostración de su divinidad. ¡Sorpresa! Mas subrayemos la manera de actuar de Dios para encontrar en ella el secreto de lo que debemos ser para la Iglesia.

 

 

La humildad de nuestra vida y de nuestras personas.

Hemos de apartarnos del engaño de las conducta mundanas, según las cuales una disminución voluntaria de la verdad sobrenatural haría a ésta aceptable al mundo...

Abundan las ocasiones en que se nos tienta a:

-responder por la violencia

o por la habilidad: mañas...

-comportarse con agresividad y violencia: «La Iglesia no se defiende como si se tratara de un campo de batalla.»

No para unos pocos, sino para todo el pueblo cristiano: «El quiere que su Iglesia, no importa lo extendida que esté en cuanto al número, crezca por la humildad y, mediante ella, alcance el reino prometido.»

 

 

Es con la humildad, es decir, con una debilidad consciente, apoyada en Dios, como se consiguen las victorias de Dios.

 

Recojamos esta lección de humildad que Dios nos da incluso antes de haber nacido.

 

 

«MISSUS EST» 1909.