IX

 

EL SEÑOR VIENE SIEMPRE CON SU CRUZ

 

 

Misterios familiares y, sin embargo, siempre nuevos.

El crecimiento de la gracia,

el desarrollo de la vida sobrenatural,

y los acontecimientos de nuestra vida exterior les dan una significación, una modalidad especial. Hemos conocido no pocas Navidades desde las de nuestra infancia, las de la expulsión del monasterio, las de San Pedro; pero todavía no habíamos vivido la fiesta de Navidad en el exilio, con la obligación de permanecer aún más cerca del Señor a fin de recibir de Él la compensación y la indemnización por todas las disminuciones sufridas en nuestra vida litúrgica y nuestra vida monástica. Pero, en fin, no es de nosotros de quien se trata: Dios no cambia, Dios es eternamente feliz, nosotros lo seremos con Él, Navidad es una fiesta de alegría.

El amor que Dios tiene por sus criaturas se muestra bajo formas inesperadas. Ninguno ha sido más amado de Dios que el Hijo de Dios; nadie, tampoco, ha estado tan consagrado al sufrimiento como Él. Ninguna criatura ha sido más amada que la Santísima Virgen; Dios se complació en ella como en su obra maestra. La grandeza de la unión hipostática y de la posesión personal borra todo lo demás en Nuestro Señor Jesucristo y apenas nos permite contemplar la deslumbrante santidad del Hijo de Dios.

En María no hay más que una obra humana, aunque ella esté en relación con Dios.

La Inmaculada Concepción,

la Maternidad divina la dejan en el orden humano.

Un pensamiento de Dios plenamente realizado.

Dios se complació en ella; no ha habido santidad comparable a esta santidad, porque no hubo jamás un amor de elección comparable al del que fue objeto la Santísima Virgen. Y porque esta santidad creada superó a cualquier otra, Dios no se sintió en ninguna parte tan complacido como en la Santísima Virgen. Ella ha sido:

-el primer amor de Dios,

-la primera devoción del Hijo de Dios,

-la primera ternura.

No carece de interés subrayar cómo se manifestó el amor de Dios.

 

Parece que la vida de la Virgen fuera singularmente apacible hasta la hora de la Encarnación.

Ni en la casa de santa Ana y de san Joaquín,

ni después de la piadosa muerte de sus padres, ni siquiera junto al Templo de Jerusalén, la tristeza y el dolor parecen haber invadido la vida de la Virgen: «Mi padre y mi madre me abandonaron, pero el Señor me recogió.» (Sal 26,10).

Desde el momento en que ella consintió a la palabra del Ángel, esta felicidad parece turbada.

Ella había leído las Escrituras y la suerte del Mesías le era conocida.

Los misterios de la liturgia judía y de sus sacrificios eran una teología simbólica del sufrimiento del Mesías,

-el capítulo 53 de Isaías...

-¡la revelación de Dios! No ocurrió con ella como con nosotros:

Dios nos cuida.

El toma sus precauciones contra nuestra debilidad. Poco a poco, día a día, y siguiendo el curso sucesivo del tiempo, el Señor nos va revelando, en voz baja y lentamente, el secreto de nuestro destino. Muy raramente nos proporciona un presentimiento exacto. Nuestra vida se desarrolla a la aventura, y la ignorancia de lo que seremos mañana nos hace abandonarnos con facilidad, y desinteresadamente, a las disposiciones de su Providencia, para siempre bendita.

No fue lo mismo para la Santísima Virgen. Ella sabía a lo que estaba obligado el Hijo de Dios, a qué programa estaba consagrada la Madre de Dios. Sabía cuál era el precio que le correspondía a su dignidad infinita.

Dios se debía a sí mismo y le debía a ella el no sorprenderla, el decirle por adelantado lo que serían la Encarnación y la Redención. Ella no caminaba hacia un porvenir desconocido. No hubo, pues, sorpresa para ella; no fue asociada a ese programa de sufrimiento a pesar de ella misma, sin que ella lo supiera.

Ella sabía...

Y, antes incluso de haber nacido de ella, Dios estuvo cruel con ella. Fue, para ella y para san José, un sufrimiento agudo para el que no hay palabras, un sufrimiento como el que a veces desgarra nuestra vida.

El encanto sobrenatural del Niño era para ella como una amenaza:

su frente,

sus pies,

sus manos,

sus labios,

su corazón.

¡Ah! ¡Qué pronto comenzó el Calvario de María, y qué sacramento de dolor y de sufrimiento preparó el Señor para el alma que más le amaba como Dios y como Hijo, como su Hijo y como su Dios! Apenas si nos atrevemos a considerar estas cosas, tan impregnadas nos parecen de una grandeza terrible y cruel.

Y yo creo que ellas no deslucen en absoluto los presentes misterios, puesto que éstos se cumplen teniendo Nuestra Señora conciencia de ello y dado que la Navidad de la Virgen tuvo muy realmente esta perspectiva.

Al menos, nosotros estamos advertidos de que Dios existe a este precio, y de que cuando entra en algún sitio, lo hace con su cruz.

Podemos sin excesiva ostentación creer que nuestra vocación conventual nos ha metido en el centro del misterio de la Encarnación. No sabemos estas cosas desde el principio. Mas, al cabo de un cierto tiempo, después de tres cuartos de siglo, unimos los elementos de la curva trazada y reconocemos su acción sobrenatural. Santa Ana; la Presentación; la Inmaculada Concepción... ¿No tenemos nosotros nuestra parte en la vocación de la Santísima Virgen?

Yo creo que sí.

Quizás por eso el amor de Dios está en nosotros: «Amados por consideración a su Madre .» Y, en efecto, nosotros hemos vivido en el sufrimiento y en el dolor. Dios nos concederá contar un día la vida del primer abad de Solesmes .

Habrá que contar también las pruebas debidas a la expulsión.

Y en cuanto a nuestro éxodo en Egipto, no se nos ha dicho cuándo llegará a su fin.

Y en medio de todo esto, nos conviene, como conclusión, volver a tomar la palabra del apóstol: «Alegraos.»

La alegría, es la plenitud del alma que está colmada.

Alegrémosnos de nuestro testimonio.

De esto no moriremos.

No nos lamentemos de nuestra predestinación.

Y si pluguiera a Dios derrochar...: existen otras muchas maneras de morir.

Eso se llamaría morir triunfando.

Las Cruzados así lo hicieron.

 

 

 

«MISSUS EST» 1901.