LA FE

Se pueden distinguir varias clases de fe en una misma divinidad, pero  no todas tienen el mismo valor. Hay una fe puramente religiosa. Es la creencia en Dios, en unos  mandamientos mejor o peor perfilados y en unos cultos y ritos y devociones por los que el creyente acude a Dios en busca de amparo, casi siempre para problemas temporales, con las consiguientes expresiones de gratitud por los favores  recibidos y unas espléndidas  tradiciones de culto público de fuerte tinte costumbrista. Así se vive más o menos en todas las religiones. Ésta fe es una  necesidad espiritual  tan propia del ser humano que no hay fuerza en el mundo que la pueda destruir. Ni siquiera setenta años de persecución y enseñanza atea en Rusia lo lograron. Podemos resumir así su característica, aplicada a la nuestra:  Creen en Jesucristo, pero no creen a Jesucristo.

    Hay otra fe muy superior y plenamente cristiana que sería creer en Cristo y creer a Cristo, abriéndose a su mensaje de conversión en el Hombre Nuevo del amor para construir el Reino o Tierra Nueva de la justicia, del amor  y de la paz. Este creyente a la luz del evangelio va descubriendo y despojándose del egoísmo en todas sus numerosas manifestaciones para vivir el amor en toda su inmensa riqueza de aplicaciones. Y va descubriendo un Dios-Padre en cuyas manos puede abandonarse ciegamente. 

     Hay personas que echan la culpa a Dios porque no les ha concedido el don de la fe. Pero esta falta de fe depende de la decisión personal de cada uno, una vez que conoce el mensaje. El rechazo de ella puede ser culpable; por eso Jesús dice: “El que no cree, se condenará”. Sin algún grado de humildad no es posible llegar a ella; el que busca evidencias, se castiga a sí mismo a no alcanzar este tesoro. El gran talento de Pascal advertía: “Hay suficiente claridad para iluminar a los elegidos y suficiente oscuridad para humillarlos; hay suficiente oscuridad para cegar a los réprobos y suficiente claridad para hacerlos inexcusables".

      Y hay una tercera fe que es un don especial de Dios; aquélla que brota de una profunda experiencia de Dios o bautismo del Espíritu Santo y que marca la vida para siempre y que señala la diferencia entre un ‘antes’ y un ‘después’; aquélla que se encendió en el corazón de los Apóstoles el domingo de Pentecostés; fe que hoy, y hasta el fin del mundo, sigue sembrando el Espíritu en muchos corazones que buscan a Dios con plena nobleza y apertura; esta fe da otro color a la vida y la llena de paz, de heroísmo y de felicidad permanente.

    Y queda otra fe, otro puro don de Dios, que es  aquélla de la que afirmó Jesús: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, seríais capaces de mover montañas".

     San Cirilo de Jerusalén nos aconseja: “Procura llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas".

MATÍAS CASTAÑO Pbro.