FORMARSE ES TRANSFORMARSE[1]

 

¿Cómo vertebrar en los jóvenes la consagración,

la pertenencia y la misión?

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Xavier Quinzá Lleó, sj*

 

Introducción: una nueva cultura para la vida consagrada

 

         A los consagrados y consagradas de hoy se nos pide que generemos una forma de vida común y diferente, una cultura que no se acomode al nivel corriente, que transparente otra cosa, aunque no se sepa muy bien qué sea esa "otra cosa". Ese modo común y diferente es toda una constelación de significados nuevos, como un contexto nuevo desde el que podamos leer e iluminar las instancias reales de la vida. Eso que se nos pide es que vivamos generando una cultura propia.

 

         Los estilos de vida se propagan en nuestra sociedad de la modernidad tardía, según inclinaciones personales, maneras de ver el mundo. Formas de relacionarse, de vivir las expectativas y los fracasos, de afrontar las opciones respecto a la sexualidad o al uso del dinero, a la libertad de opción o a la disponibilidad para acudir a un sitio o a otro según la urgencia o el deseo personal.

 

         Desear absolutamente vivir en Dios y anhelar del todo poner en Él nuestra felicidad es un modo de descubrir que nada vale tanto como Él y que nada fuera de él tiene un valor consistente ni apetecible. Rendidos al misterio absoluto de la vida que es Dios, los consagrados somos decididamente inactuales, extemporáneos.

 

         Cada cultura es un entramado estable de significados compartidos: un diseño compartido de vida por un grupo humano. La cultura nos hace ser lo que somos, de modo que recrea y modela nuestra identidad. Al cambiar la cultura en la que vivimos y de la que formamos parte los implícitos de nuestra consagración también están cambiando: la gracia de Dios nos llama a una reestructuración de las definiciones de la realidad, que es la manera como vamos integrando lo que somos en la urdimbre cultural. De modo que cada vez con mayor urgencia descubrimos que hace falta una nueva cultura de la vida consagrada. Nos parece estar escuchando las palabras de

Jesús: "A vino nuevo, odres nuevos!”.

 

         La nueva cultura tiene sus propias condiciones existenciales: reflexividad autoreferencial, exploración en el mundo de la intimidad y orientación meramente personal en la multiplicidad de visiones del mundo. El arraigo del yo en la nueva cultura de la modernidad tardía es difícil. No hay patrones establecidos, pero sí un gran deseo de arraigo de la identidad en parámetros muy existenciales. Por todo ello, acertaremos en los nuevos acentos para la formación si sabemos responder a los desafíos de esta nueva cultura.

 

La nueva cultura[2] genera una manera de vivir el yo: una cultura muy concreta y perfilada de la gestación de la identidad como un proyecto propio. Se nos presenta un nuevo tipo de persona muy influido por los contextos vitales y precisado de ir delimitando lo que realmente quiere ser. Tres vectores inevitables se nos presentan ante la realidad del nuevo sujeto: arraigo y construcción de la identidad, (¿cómo y dónde arraigar la identidad?), discernimiento de los vínculos de pertenencia (¿de qué modo vincular la pertenencia?) y cauces para proyectar futuro (¿cómo actuar para tener futuro?).

 

         Cada uno de ellos nos exige una atención especial en la formación porque, como parece obvio, delimitan tres espacios muy precisos de la cultura de la vida consagrada: a) la identidad como respuesta a un deseo de unión personal con Dios y de construirse desde la experiencia de un amor violento que nos seduce; b) la capacidad de arraigar la pertenencia en un grupo humano que ha recibido una marca carismática que le une; y c) por último, la proyección en las coordenadas prácticas de una misión concreta, vivida

como participación histórica en la buena noticia de Jesús. En un artículo anterior de esta misma revista[3], hace ya casi dos años, me ocupé en diseñar las coordenadas de las nuevas generaciones de la vida consagrada. Remito al lector o lectora a aquel trabajo.

 

¿Qué recursos formativos tenemos en nuestra tradición?

En la vida consagrada de nuestro tiempo nos encontramos con un nuevo sujeto que formar, marcado por la nueva cultura. Pero nosotros seguimos creyendo que en nuestra sociedad no hay muchas alternativas mejores que la vida consagrada para un joven sano que quiera plenificar su propia vida.

         Ello no quiere decir que no tengamos que afrontar algunas constantes de este nuevo sujeto que se expresan en afirmaciones como las siguientes: ¿qué sentido tiene un compromiso definitivo si hoy no se planea la vida de una vez por todas? O, si vivimos instalados en un orden postradicional, ¿cómo aprender de las experiencias de otros que vivieron en el pasado? Si la construcción del yo es un proyecto internamente reflejo, ¿no será fruto de las opciones personales de cada uno? ¿Cómo insertarnos y comprometernos en un cuerpo institucional si vivimos en la sociedad de la negociación y el riesgo?

 

         Ante el escenario, a veces desconcertante, de las nuevas generaciones de la vida consagrada los formadores deberíamos hacernos algunas preguntas. ¿Qué imagen tenemos de los formandos o de las formandas con las que convivimos? ¿Podemos intentar describir los rasgos generales que les caracterizan en su realidad humana y relacional, en su vida de fe, en la calidad de su consagración, en la vida fraterna, en su vivencia de los votos y en la comprensión de su vida y misión?

 

         Deberíamos preguntarnos con más frecuencia: ¿cómo se ven ellos mismos en esta aventura? ¿Qué ilusiones acarician, que ideales les mueven, en qué conflictos sé encuentran...? Respecto al tipo de formación que nos exigen: ¿qué nos dicen a nuestra vivencia de la comunidad formadora, al modo como vivimos la vocación personal y su vertebración, a las capacidades de que disponemos para acompañarles?

 

         Nuestra tradición, la de la vida consagrada, tiene recursos para responder a los desafíos de la nueva cultura. Solamente debemos hacernos concientes de ellos y potenciar una revitalización de los mismos en los contextos concretos de nuestra vida personal, comunitaria y de misión.

 

         En primer lugar formamos parte de una cultura arraigada en la experiencia y la crónica personal. Nuestra tradición espiritual representa una verdadera cantera de experiencias fundantes que fomentan tanto una seguridad ontológica fundamental al apoyarse en una experiencia gustada de Dios, como abarcador radical de la vida, como a situarnos responsablemente ante el mal, el pecado y la injusticia.

 

         Desarrollar un sentido coherente de la historia de la propia vida es un medio primordial para escapar de la esclavitud del pasado y abrirse al futuro. Y la práctica cotidiana del examen supone una intervención correctora sobre el flujo de lo vivido. Es un ejercicio correctivo y emocional de la experiencia. Los consagrados nos decimos "expertos en elecciones". Todas las pequeñas o grandes decisiones que tomamos son decisiones no solamente referidas a cómo actuar, sino a quién ser. Nuestra vocación se alimenta del discernimiento y podemos ayudar a crear una propedéutica del decidir.

         También participamos cordialmente de una cultura de la red de relaciones fraternas. Estamos ante el reto del mundo de las relaciones no ancladas en condiciones externas de la vida social. Los vínculos entre nosotros son, o deberían ser lo importante. Motivados por las recompensas de la misma relación grupal en la medida en que nuestras vinculaciones se valoran por sí mismas. Una cultura de la comunidad, como intimidad compartida y red de amistad apostólica. Nuestras comunidades y grupos de trabajo deberían cultivarse más en estos contextos.

 

         No podemos seguir valorando lo comunitario solamente en su contenido instrumental, referido funcionalmente a las actividades apostólicas o a la misión, sino también en su realidad vital: somos amigos y amigas en el Señor. Intercambiar las prácticas narrativas personales y configurar una identidad común de inspiración y de experiencias vividas son los factores ineludibles para crear una verdadera comunidad de memoria.

 

         Por último también estamos en el mundo desde una cultura de la misión, como un modo de colonización del futuro. En nuestra cultura se hace referencia con este término a la creación de zonas de posibilidades futuras conquistadas por el compromiso y el pacto con los otros grupos sociales.

Como grupo apostólico, que discierne los signos de Dios en cada tiempo histórico, estamos llamados a modelar propuestas de acción que afecten a nuestra sociedad y nos hagan capaces de ganar la del futuro. La creación de formas de vida moralmente justificables, y la respuesta a la pregunta "¿cómo hemos de vivir?" deben tener repercusiones en el modo como planteamos nuestra misión y en la perspectiva de la selección de las tareas.

 

Espacios y procesos en la aventura de la formación

 

A la hora de plantearnos los nuevos acentos en la formación de los sujetos que se acercan a nuestros grupos religiosos es conveniente que caigamos en la cuenta de lo que nos traemos entre manos. Necesitamos una cierta gramática para orientarnos en este nuevo contexto en la formación, una especie de código que nos pueda poner ante la amplitud de la tarea, pero que nos ayude también a delimitar los necesarios lugares de referencia para no perdernos.

 

         El siguiente cuadro nos puede ¡luminar en esta difícil tarea: en las líneas verticales se describen los procesos en los que se configura la dinámica de la formación y que son tres.

a)           un proceso de interiorización en la que el sujeto se ponga en contactó con el secretó de Dios para su propia vida;

 

 

b)          un proceso de vertebración mediante el que vaya asumiendo los valores de su propia vocación en la dinámica del seguimiento de Jesús;

c)           un proceso de configuración o de puesta en práctica de dichos valores que le den cauce concreto para sus deseos de entrega y de servicio humilde.

 

         En las líneas horizontales se describen los tres espacios en los que se desarrolla la cultura de la vida consagrada. El espacio de la consagración, en primer lugar, en donde se juega el lugar central de su nueva vida, el alma de todo el proceso que va a vivir; el espacio de la comunidad, entendido como una trama de historias personales de la que tiene que ir formando parte, también institucionalmente; y el espacio de la misión en donde deberá proyectar su futuro y vivir la misión personal como discípulo y compañero de Jesús.

 

FORMARSE ES TRANSFORMARSE

Proceso de

interiorización

 

Proceso de   vertebración

Proceso de

configuración

 

Espacio de la Misión

Personalización de la     misión. Fecundidad vs.

Eficacia activista        

 

 

Asunción de los valores del     Reino. Medios   pobres vs.             espectacularidad           

Prácticas de     acción liberadora.

Servicio humilde vs.

imposición

 

Espacio de la        Comunidad        

Integración de   la alteridad. Relaciones   sanas vs.  Individualismo  

Crear trama de     historias compartidas.    Mutualidad vs.  aislamiento.

 

Lazos de familia,

comunidad de  memoria. Valorar la tradición vs. adamismo  

Espacio de la Consagración

Entrar en       contacto con el       corazón.     Orar y discernir vs.        superficialidad                  

 

Entrenamiento del deseo con   Jesús.         Imitar vs. enamoramiento

 

Vivencia práctica de los votos.

Estilo de vida positivo vs.            espacio del NO

 

 

 

         Del cruce de ambos, los procesos y los espacios de la formación, se despliegan nueve lugares de insistencia formativa que se deberán aplicar a cada uno de los sujetos de acuerdo con las diferentes etapas de la formación. Cada uno de esos nueve espacios, que conviene tratar por separado, nos pone delante una serie de problemas que tienen que ver tanto con la fragilidad cultural del sujeto que se forma, como con las habilidades de los formadores y formadoras para insertarlo en la misión y en el cuerpo de una congregación que vive de un determinado carisma dentro de la riqueza de los carismas en la Iglesia.

 

         Conviene insistir en que las nuevas generaciones que postulan integrarse en la vida consagrada deberán entrar en cada uno de los procesos desde sus propias capacidades y limitaciones. Queremos formar para una "vida intensa" (perfectae caritatis...) y somos conscientes de que las condiciones culturales en las que nos encontramos no son las mejores para ello.

 

El proceso de interiorización como alma de la formación

 

         En nuestra cultura vivimos en una encrucijada de superficialidad y banalidad en medio de la multitud de estímulos que recibimos. Por lo tanto lo primero y más importante en la formación deberá ser descubrir el propio lugar, como medida de la madurez humana y espiritual, es decir: lo escondido del corazón.

 

         Es importante caer en la cuenta de que lo contrario de la espiritualidad no es la materialidad, sino la banalidad. Quedarse en la superficie de las cosas, vivir desde los reflejos con que la vida nos seduce y nos encandila. No entrar dentro de sí, ni aprestarse a vivir el viaje hacia el interior de sí mismo, que siempre es el viaje más apasionante.

 

         El proceso de interiorización tiene que lograrse en los tres espacios de la formación, pero vamos a insistir por el primero de ellos: el de la consagración. En este ámbito íntimo el proceso de interiorización se vive como un "entrar en contacto" continuado con el corazón, como ejercicio del "entrar dentro de sí" en momentos largos de silencio y soledad, y como aumento de la capacidad de saberse arraigados en el Amor de Dios. Se trata de ir delimitando y fomentando las capacidades de nuestros formandos para interiorizar y personalizar la vivencia polar de la vida consagrada, es decir: la centralidad de Dios en su vida.

 

         En este proceso de tocar y dejarse tocar por dentro, se hace necesario explorar los varios caminos de acceso a la interioridad: la tradición ha sido muy rica en favorecer diversos métodos que sirven de referencia, aunque siempre será necesario el propio aprendizaje y práctica personal. Sin ellos no se puede alcanzar la necesaria densidad personal del mundo interior.

         La Lectio divina ha sido uno de los más practicados en la vida religiosa contemplativa, pero también en la activa o apostólica. La Palabra de Dios interiorizada, rumiada, contemplada sin cesar, se ha convertido en un medio muy habitual de hacerse presentes a la Presencia del amor de Dios. Se trata de acercarse al texto leído y comprendido, a su sentido más íntimo meditado con cuidado y llevado al corazón, incluso a la contemplación silenciosa de su misterio, que nos va prendiendo con su fuerza íntima en lo más hondo del alma.

 

         En la tradición de la espiritualidad ignaciana nos encontramos con otro modo de ejercitarnos en la búsqueda del Querer de Dios para nuestra vida. Según la dinámica de los Ejercicios espirituales se tratará de ir adquiriendo un triple "interno conocimiento": de las propias rupturas de la vida, las negatividades personales que nos han alejado de las Fuentes de agua viva; de la persona de Jesús, que nos invita a una familiaridad muy estrecha y a participar en su voluntad de reinado universal; y por último, en el reconocimiento íntimo del peso de su querer en nuestra vida concreta, que nos capacita para amar y servir en todas las cosas.

 

         La oración y el discernimiento son los cauces para ir realizando una crónica coherente de lo que viven y de quiénes van siendo en este proceso. En cualquier caso el proceso de interiorización, como ya hemos dicho, es siempre un proceso personal de "entrar en contacto" con uno mismo o una misma: hacerse más presentes a ellos mismos, al acompañamiento personal, a la Presencia amorosa de Dios en sus vidas.

 

         En este aspecto tan crucial de la formación se hace necesario preguntarnos: ¿cuáles son las dificultades mayores para la interiorización y la oración que viven nuestros jóvenes? ¿Cómo introducirles en la práctica sanadora del "entrar dentro de sí"? ¿Por dónde les podemos dirigir a su propio lugar humano y oracional como medida de su propia madurez?

        

         Desde el punto de vista de la alteridad, los formandos deberán ir aprendiendo a estar desarmados frente a los hermanos y hermanas de comunidad, respetuosos y receptivos a su presencia y capaces cada vez más de entrar en un contacto rico de mutualidad. En el espacio de la comunidad el proceso de interiorización es muy necesario: ¿como van integrando en su vida la alteridad, es decir las otras vidas con las que comparten vocación y vida? El establecimiento de sanas relaciones con los otros compañeros o compañeras es clave para ello.

        

         Por último el proceso de interiorización también supone un ir entrando en contacto progresivo con la misión, no como una mera tarea, sino personalizada en Jesús, descubriendo su capacidad de descubrir al Dios de la Vida y de adorarle en lo cotidiano. En el espacio de la misión de nuevo tenemos que ir interiorizando y personalizando las motivaciones. La búsqueda de "hacerlo bien" no debe ignorar el valor terapéutico del integrar los fracasos y de vivir la fecundidad de la misión como una aventura personal y amorosa.

 

El proceso de vertebración: integrar los valores evangélicos

 

         Este segundo proceso es clave en la formación: es el modo cotidiano de ir integrando valores en la dinámica del sujetó que se forma. Pretende ponernos en contacto con la capacidad de vertebrar el sujetó en formación, de dotarle de una estructura interior sólida adherida a los valores evangélicos y a la Persona de Jesús.

 

         Nos vertebramos siempre por el amor. No se puede forjar el hierro en frío. Lo que nos hace incorporar valores y personalizarlos es siempre la relación de amor con otra persona. Jesús es el entrenador de nuestros deseos y se debe subrayar esta dimensión esencial en el proceso formativo.

 

En nuestros procesos de formación no podemos ignorar que los deseos humanos se copian y se aprenden; y que tienen un cultivo importante en nuestra cultura, especialmente en la publicidad es decir que se nos enseña qué es lo que debemos desear y como debemos hacerlo.

 

         Cuando nos proponemos emprender la formación del joven o la joven consagrados, siempre nos tropezamos con esta dificultad: si el mundo de los deseos queda intocado, no se puede decir que se ha ido promoviendo una verdadera vertebración personal. Sin que se produzca una cierta transformación en la estructura del deseo del que se forma, no podemos hablar de que se haya entrado seriamente, en el proceso de formación.

 

         Esta nueva manera de ver las cosas no es solamente fruto de una revelación personal, de una nueva óptica que debiéramos alcanzar a comprender, sino que, sobre todo, es fruto de un cambio en el sistema motivacional, en el mundo de los afectos, que deberán quedar modificados a partir de la experiencia de amor realizada en el encuentro cotidiano con el Señor de nuestra Vida.

 

         La persona de Jesús será, pues, lo importante. Su historia es la que nos ayuda a identificarnos con las verdaderas formas de desear, y nos legitima como seres que podemos desear y que deberemos hacerlo según el Evangelio, es decir, según los anhelos de Su corazón.

 

         El problema es que no partimos de cero. Estamos ya, previamente, identificados con determinados héroes del deseo, tipos ideales que tienen su corazón puesto de un determinado modo en variados objetos de deseo. Al imitarlos, de modo casi inconsciente, pretendemos siguiendo sus pasos, alcanzar la felicidad que el mundo del consumo nos ofrece.

 

         La cultura en la que vivimos ejerce su mediación para el cultivo de los deseos y configura un mundo narrativo de imitación, que ayuda a la formación de la propia identidad y facilita un ejercicio determinado de los deseos. Desear no es un sentimiento más entre otros, es la implicación en el mundo de deseos de los otros, y por eso, dicha implicación siempre se proyecta sobre figuras ideales que se constituyen en mediadores.

 

Además, y esto es clave, en los mismos mensajes de nuestra cultura se disimula la presencia de estos modelos, que se convierten así en mediadores del deseo de un modo implícito, ocultando su función y disimulando su tarea. Vivimos en la sociedad invisible, aquella que genera unos deseos, pero oculta siempre su intervención.

 

Vertebrar el deseo junto a Jesús: ser de "los suyos" y vivir en misión

 

Los elementos que se van encadenando en el proceso del seguimiento de los discípulos suponen una serie de fases progresivas: al principio se vive la fase del primer encuentro, que es lo provoca la llamada. El deseo del discípulo aviva en este momento la conciencia de estar viviendo la ocasión de la vida, una dinámica de atracción como preámbulo de lo que vendrá, un movimiento de búsqueda, de anhelo que se está cumpliendo.

 

         Jesús despierta el deseo, dormido y anulado en el discípulo; su persona es el primer objeto de deseo, simple atracción y polarización del deseo en la persona del Mediador, Llamada a estar con él que conlleva la ruptura con lo heredado y conocido y es un primer éxodo del mundo propio. Se experimenta la ruptura del tener que dejar las

redes, e incluso al propio padre, para lanzarse a seguir los pasos de Jesús.

 

         Lo importante es la llamada que moviliza el deseo y lo desbloquea. Deseo como carencia, dinamismo, anhelo. Se confronta a la frustración de las expectativas mesiánicas, que están implicadas en la voz del pecado, que inutiliza al ser humano para la respuesta de la fe. La llamada despierta el deseo, pone en marcha una voz contra lo ignorado, anulado, del deseo. Es la invitación que busca la movilización de la libertad mediante el deseo.

 

         Un segundo momento se vive en la fase de la exigencia de una conversión progresiva y radical al Reinado de Dios, que se pone en marcha por el hecho de haber iniciado el seguimiento. En esta segunda fase se crea un nuevo espacio para el deseo del discípulo, atraído por Jesús: el Reino de Dios, al que se accede mediante la vinculación al Maestro.

 

         La vertebración personal tiene aquí otra dimensión importante: además de estar junto a Jesús se nos invita a formar parte de una comunidad: "los suyos". Los discípulos, como nuestros formandos y formandas, tienen que entrar en unos nuevos vínculos. Aquellos que van estableciendo con los otros miembros de la comunidad, que se van convirtiendo de este modo en algo más que nuestros amigos. La red afectiva que se va generando en comunidad es un lugar de especial interés en el mundo de la vertebración personal.

 

         Pero además "entrar" en el Reino es saber descubrir las señales, comprender que acceder a la curación de los propios males tiene que hacerse mediante el deseo de creer, motor para la irrupción salvífica. Esto supone ir configurando una comunidad del corazón, hacer un lugar para los deseos vulnerados, descubrir los vínculos con "lo perdido", herido, excluido. Los "pequeños" se convierten en el auténtico modelo de seguimiento.

 

         Los signos del Reino son el motor de esta segunda versión del paradigma. El deseo se pone a prueba: hay que salir de lo propio para seguir a Jesús (imagen de Dios, posesiones, afectos). Los signos del Reino exigen una fe transformada, convertida, la de los pequeños. Frente a ellos se confronta la ceguera y sordera de los jefes, como incredulidad y rechazo al Reino.

 

         También nosotros, en el proceso de la formación, nos tenemos que confrontar con un cuadro de valoraciones que tiene mucho que ver con los valores del Reino: con la dialéctica de los medios pobres (bienaventuranzas, parábolas, secreto mesiánico, servicio humilde...) No existe verdadera vertebración personal sin haberse arraigado como amigos y amigas del Siervo.

 

         Sin embargo el proceso no acaba aquí. Llegar a la situación final comporta una nueva transformación: seguir a Jesús hasta la Cruz. Es la experiencia terrible de la crisis para el deseo, entrenado por Jesús a lo largo de este tiempo. La muerte de Jesús es el triunfo de la voz del pecado y del mal, pero también es la muerte del deseo limitado. Los discípulos no son capaces de seguirle hasta el final, y su fe es probada, cribada por el Adversario. La agresión contra Jesús y su actitud de entrega a la muerte no son comprendidas.

 

Y por fin, después del trauma de la cruz, los discípulos acceden a la rehabilitación definitiva del deseo. La dispersión, el temor, la huida son las señales del anterior fracaso. Pero, desde el reconocimiento del camino de Jesús (era necesario que el Mesías sufriese) se da una llamada nueva, como a pecadores que Dios rehabilita al despertar a Jesús de la muerte. La nueva comunidad del reconocimiento de Jesús vence la incredulidad y alcanza el don de la rehabilitación del Deseo.

 

         La Resurrección será vivida como rehabilitación plena del Deseo. La fe como reconocimiento de Jesús vivo y junto al Abba. La nueva relación con Jesús, el viviente, desde el interior. Como pecadores acogidos desde esa condición por la Fuente del Deseo, el Abba de Jesús. Frente a la incredulidad de Tomás, que bloquea la definitiva

liberación del deseo, se vive el reconocimiento. Nueva comunidad de rehabilitación y confirmación de la fe: "¡de una vez por todas!".

 

El proceso de configuración: nuevo estilo para la vida consagrada

 

En nuestros días, el peligro reside en que al formar, no se produzca una verdadera configuración del sujetó, sino simplemente un adiestramiento de hábitos y de lenguaje que provoque la apariencia religiosa, pero que no cambie decisivamente el corazón.

 

         En realidad, los cambios más estables se producen en el sujeto cuando se ha modificado el sistema de categorías mediante el cual lee el mundo. Es decir: cuando las experiencias vividas y sufridas en la cercanía al Señor y a los hermanos alteran nuestro interior, y nos hacen ver las cosas de otra manera. Cuando se nos modifican las definiciones de la realidad y ya nada podemos seguir viéndolo como antes.

 

Quien se ha consagrado, busca conformar su vida con la de Cristo. La persona consagrada no es un voluntario, ni un funcionario social o político, ni un gestor de los derechos de los seres humanos. Es ante todo alguien que sigue de cerca de Jesucristo.

 

La consagración es el seguimiento de Cristo de una manera concreta y particular. Es dar forma concreta en la vida del que se forma a la vida que Cristo eligió para sí mismo y para sus discípulos. Es más un vivir que un saber, un experimentar que un conocer.

 

         Formarse es ir adquiriendo un modo de ser, en el que él mismo o ella misma reconoce su identidad, su vocación, su norma práctica de vida. El fin último de la formación es lograr que la persona viva la misma vida de Jesucristo, no tanto que conozca la vida y obras de Jesús, sino que todo su ser quede permeado por el mismo ser de Jesucristo, de modo que pueda llegar a exclamar como san Pablo: "No soy yo quien vive en mí, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,19).

 

         Para lograr en la práctica una verdadera configuración personal es preciso saber que los seres humanos que buscamos sinceramente mejorar nuestra vida, siempre nos encontramos en camino. No se trata de reproducir los conceptos aprendidos. Eso sería tanto como aprenderlos de memoria y repetir lo recibido sin haberlo hecho carne y vida propia.

 

         La configuración del sujeto en formación tiene que ver con la manera como se va incorporando en la práctica lo que se ha ido interiorizando y vertebrando en su vida. Desde el interior hacia el exterior, de la vocación a la misión, pasando por la trama comunitaria que vincula de una forma muy cotidiana a la persona que se está formando.

 

         Para realizar una toma de contacto realista sobre el proceso de configuración se deben tener en cuenta una serie de factores que siempre tienen que ver con la capacidad de elección de un estilo de vida que se asume libre y voluntariamente.

 

         El primer indicador que nos puede poner sobre la pista del grado de asunción de la vida consagrada en su totalidad en la persona que se forma es la vivencia concreta de los votos. Vividos como un compromiso que nos libera, que se asume libremente y que tiene que ir generando un estilo de vida positivo, no victimista y sacrificado sino alegre y confiado: ir viviéndolos cada vez más no como impedimentos sino como capacidades. No en el espacio del No, sino en el espacio del SÍ.

 

         El contacto positivo con la vivencia de consagración se explícita también en la capacidad de ir apropiándose, como de algo personal y valioso, de las "cosas de familia". El aprecio por la tradición congregacional y el sentimiento de pertenecer a una comunidad de memoria es importante.

 

         De igual modo es importante evaluar los modos como se practica la vivencia de la consagración en el testimonio de vida y en los diferentes trabajos en los que se concreta la misión. Los modos como nos relacionamos con los destinatarios dicen frecuentemente mucho de nosotros mismos y de nuestra manera de situarnos frente a los valores evangélicos en nuestra vida.

 

Formarse es transformarse

 

         Podemos decir en verdad que formarse es transformarse cuando se ha realizado un proceso en el que la persona hace de tal manera suyo lo vivido que lo experimenta como algo que le pertenece, y sin lo cual no puede ser ya él mismo o ella misma. La formación es así un proceso de apropiación, no solamente un proceso de aprendizaje.

 

         En esta transformación, el formando o la formanda es el sujeto principal y activo de este proceso. Es él o ella quien irá viviendo la transformación por asimilación personal, no por imposición. Pero el sujeto que se está formando es alguien que tiene que nacer de nuevo: no basta con lograr traducir lo recibido por su formador o formadora al aquí y al ahora de su vida personal, es necesario que haya brotado desde y en relación con la persona de Jesús. Siendo experiencias para la vida, no es él o ella quien se encarga de hacerlas vida en su propia persona, sino el Señor.

 

         Esta dinámica se va llevando a cabo en los tres procesos que hemos ido diseñando en estas páginas: el sujeto que se forma, mediante la interiorización toma contacto con su realidad más central y profunda y descubre allí el sentido para su vida: la consagración personal a Dios y a su reino. Es comenzar a ver la vida desde una perspectiva especial, esto es, la perspectiva de la vida consagrada.

 

         Pero no basta con interiorizar, sino que deberá ir vertebrando su propio ser en aquellos valores que le irán modulando el mundo de los deseos, el núcleo motivacional y le ira conduciendo a apropiarse de ellos. Es preciso que los que están en el proceso de formación vayan haciendo suyos esos valores, que los personalicen, que los asimilen y que los tengan como punto de referencia en toda su vida, en todo su actuar, en todo su pensar. Lo vivido en la formación se enmarca en una relación y encuentro personal, tanto con el formador o formadora como con la persona de Jesús, y entonces se ve como un valor, se ve como algo realmente deseable.

 

De igual modo la interiorización y la vertebración tiene que conducir a una verdadera configuración de la persona, debe ir impregnado las prácticas en las que nos realizarnos. Si lo que se busca es la transformación de la vida, lo que se ha asumido personalmente como un valor debe significar algo en lo concreto para esa persona.

Puede saberse que la vida de pobreza es un valor bueno en sí mismo, o la castidad o la obediencia, pero si no se aprecia dicho valor como algo que tiene un peso específico para la persona, será muy difícil que dicha persona pueda vivirlo.

 

Recuperar nuestro inapreciable valor

 

         En este momento crucial en que nos encontramos, comprometidos en generar una nueva cultura para la vida consagrada, recuperar nuestro inapreciable valor es muy importante. Porque Dios nos quiere viviendo en la bendición: alabando, gozando de su visita. Queremos regar las raíces de nuestra consagración particular, para arraigarnos mejor en la rica tradición de la que somos deudores.

 

         Podemos equilibrar mejor nuestra vida entre la pertenencia al Señor y el servicio a los hermanos. Formamos parte de un cuerpo que se arraiga en una experiencia espiritual común. Y desde ese cuerpo nos sabemos deudores unos de otros, unas de otras. El cuidado fraterno, la atención respetuosa a los demás, nos hacen sabernos convocados a una familia que nos vincula y nos hace sentir que somos queridos y cuidados. Vivimos del amor atento, el que permanece, el que no se cansa...

 

         La pasión por Dios y la pertenencia a nuestra congregación nos hace sensibles al grito de tantos hermanos y hermanas nuestras a las que queremos anunciar el gozo de pertenecer a la Iglesia, la internacional de la Vida. La misión deberá ser, a nuestros ojos y ante los ojos de los demás el modo como transparentamos la pasión por Dios y por la humanidad. Una misión "samaritana", que nos lanza a los caminos de la historia y nos capacita para enseñar, sanar, consolar, recuperar las vidas rotas o amenazadas. El gozo de la misión se nutre de nuestro amor al Señor que es quien nos envía en unidad de corazones y de proyectos.

 

La vida consagrada debe ser un nido ecológico de libertad. Debe ser una isla de libertad y confianza, porque sólo de este modo podemos asegurar que vivimos una vida intensa. Y si perdemos la marca de la intensidad en nuestra vida nos arriesgamos a desaparecer.

 

Lo que vivimos es la intensidad del amor que nos ha marcado con una señal indeleble. Y no podemos arriesgarnos a perderla. La vida a la que somos llamados nos exige una capacidad nueva de vivir con ganas lo que somos, desde el secreto más íntimo del nuestro corazón enamorado. Somos los enamorados de Dios, aquellos en quienes Él ha puesto su mirada para regalarnos con su don una identidad nueva.

 

Descubrir la fuerza resistente de la abnegación del corazón y la voluntad es un imperativo de nuestro tiempo. En realidad lo que se nos está pidiendo a los consagrados es que seamos testigos de otro modo de vivir la vida: fraternos pero desprendidos, disponibles pero liberados, compartiendo pero austeros y así en todos los órdenes de la vida.

 

         Estamos invitados a entrar en el ámbito del exceso. A realizar los gestos del amor más desprendido que no cuenta, ni mide, sino que se expande en generosidad ante la solicitud del hermano o hermana que nos reclama. Vivir la abnegación como la condición del amor intenso, no como una virtud que nos limita, sino como la necesaria renuncia virtual para ejercitarnos en la entrega y la generosidad.

 

         La desinstalación inherente a nuestro estilo de vida y la inserción decidida entre los pobres y sufrientes de nuestro mundo es otra nota de intensidad. Queremos dejarnos afectar por los hermanos heridos y abrir el corazón para gustar de su perdón y de su ternura. Es como entrar en un espacio nuevo y desconocido: aquel que nos hace amar lo pequeño y escondido como señales patentes del reinado de Dios.

 

 


 


 (1) Tema del Seminario para Formadores organizado por el Departamento de Formación de CONFER, celebrado del 12 al 16 de marzo de 2007.

* Centro Arrupe, Valencia.

1 Personalmente debo la idea y aún la formulación del título de este trabajo, no así su desarrollo, a un artículo de Germán Sánchez Griese, que se titula: "Formarse para transformarse". Por haberlo recibido por Internet no puedo citar su origen.

 

[2] Conviene leer despacio el libro de A. GIDDENS, Modernidad e identidad del yo, Barcelona 1997. En mi primer libro sobre la vida consagrada, Pasión y radicalidad, Posmodernidad y vida consagrada, San Pablo, Madrid 2004, me ocupé en diseñar cómo se podría gestar una nueva cultura para la vida consagrada desde los parámetros más serios de la modernidad tardía.                                

[3] X. QUINZÁ LLEÓ, ¿Por qué la misión de formar a otros nos desgasta tanto?, Revista de Vida religiosa CONFER, (171) 2005, 523-537. Para una exposición más amplia  del tema de la formación me permito remitir a otro libro mío: Modular deseos, vertebrar sujetos. Pensarla formación para la vida consagrada, San Pablo, Madrid 2005.