EL FONDO DE LA REALIDAD
www.signodelostiempos.com
Victorino Girardi
Victorino Girardi S., mccj. Sacerdote
comboniano. Licenciado y doctor en filosofía por la Universidad Urbaniana en
Roma. Actualmente es profesor del Seminario Comboniano en Costa Rica.
1. Certeza y misterio
Se me ha invitado a reflexionar sobre este título, el fondo de la realidad. No
conozco las intenciones de quien me lo propuso ni sé si podré responder a sus
expectativas. El mío va a ser simplemente un pensar en voz alta, desde la vida,
la mía y de muchos otros con quienes he caminado y que me han comunicado la
razón profunda de su vivir esperanzado.
No cabe duda, el título posee un fuerte sabor filosófico, de aula universitaria.
Al leerlo me acordé en seguida de dos filósofos, Leibniz y Heidegger: los dos,
aunque con términos un poco diferentes, supieron poner la pregunta más radical.
¿Por qué en lugar de la nada se da el Ser?
Cuando éramos niños a quien nos afirmaba que Dios lo había creado todo, de la
nada, nos venía espontáneo preguntarle ¿Y a Dios quién le ha creado? ¿Por qué
existe? Ahora diríamos Si Él es el fundamento de todo, ¿por qué existe el
fundamento? Y ahora como entonces, nos quedamos sin contestación. Bien sabemos
que no podemos poner preguntas acerca del Fundamento, ya que si Él tuviera una
explicación, una razón de su existencia afuera de Él, ya no sería el Fundamento.
Él es el PORQUÉ supremo, y entonces el PORQUÉ de todo por qué.
Sin embargo de este modo, nuestra pregunta queda sin contestación y nos topamos
con el Misterio, el Misterio del Ser que se nos impone y para el cual no cabe
pregunta que lo trascienda. Nos hallamos con el Misterio que es el contenido de
la pregunta radical: ¿Por qué el Ser y no la Nada? Y de éste modo el Ser se nos
impone como la certeza originaria —ya que toda pregunta, toda duda, todo
problema, siempre surge en torno al Ser que se constituye así en el horizonte
omniabarcante de todo preguntar humano, y a la vez como Misterio originario.
Cuando nos detenemos a reflexionar sobre el misterio del Ser en que nos
encontramos como «implantados» y religados —nos diría Zubiri— nos sentimos
asombrados y hasta abrumados, sobrecogidos. Y en este Misterio de la existencia
hay que viajar; hay que realizar la travesía, fugaz pero con frecuencia dura y
arriesgada. Otro filósofo, el grande Platón, se preguntaba ¿en qué barco
pasaremos a la otra orilla? ¿Cuál va a ser el vejel que nos lleve al puerto del
descanso (¡si hay un puerto, que sea nuestra meta!). Con cierto desánimo, porque
consciente de sus límites, el mismo Platón nos dice que no hay más que este
barco, el de nuestra inteligencia y razón, para lanzarnos a la travesía, a menos
que —añade, y pareciera con esperanza— venga un dios a decirnos cómo está la
verdad... ¡Su sueño se realizó!
2. El misterio desvelado
«Y Dios vino a los suyos» (Jn 1, 11). Él salió de su Misterio, vino al encuentro
del hombre y nos ha hablado como amigo a amigos. Jesús mismo, Palabra eterna de
Dios «hecha carne» (Jn 1, 14), se lo ha dicho con fuerza e insistencia a sus
Apóstoles: «ya no los llamo siervos, sino amigos, porque todo lo que he oído de
mi Padre, se lo he dado a conocer» (Jn 15, 15); y a Felipe, casi con tono de
reproche: «Felipe, quien me ve a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8).
El Misterio ha quedado desvelado, patentizado en Cristo. En Él, que es la
Palabra eterna, inesperadamente, se nos ha dicho qué es «el fondo de la
realidad». Leemos con la Carta a los Hebreos: «De muchos modos y muchas de
maneras nos ha hablado Dios en otros tiempos, pero en estos días que son los
últimos nos ha hablado en su Hijo» (Hb 1, 1). En Él que es su misma Palabra, nos
ha dicho todo. ¿Y qué más nos podía decir? se pregunta san Juan de la Cruz si
nos dio aquella Palabra en que Dios–Misterio se dice eternamente todo?
La autocomunicación de Dios en Cristo ha sido necesariamente progresiva y
culminó en la Cruz. En ésa, comenta el teólogo Moltmann, la palabra definitiva,
la «última», que Dios ha dicho a los hombres, para revelarles lo más hondo su
Misterio. Como nos invita el cuarto evangelista, hay que mirar al que han
traspasado (cfr. Jn 19, 37), para acercarnos al fondo de la realidad. Los
secretos se guardan en el corazón, acostumbramos decir, pero el Corazón de Dios
ha quedado del todo abierto en Cristo. Hay que seguir esa lanza como se sigue
una flecha que indica el camino, y asomarnos al Corazón abierto de Cristo Buen
Pastor: allí alcanzamos a ver y hasta tocar —nos atrevemos a decir— «el fondo de
la realidad». En la contemplación de ese Corazón se nos revela el Misterio con
una luz deslumbrante, la luz de la Buena Noticia. Como dijo un día ese otro
apasionado teólogo y místico que ha sido Romano Guardini, el Corazón traspasado
de Cristo, Hijo de Dios eterno, nos asegura que «el principio había el Amor». Si
san Juan, el Evangelista, nos dice que «el principio había la Palabra», el
Corazón abierto de Jesús, nos asegura que esa Palabra es la Palabra de amor (Verbum
amoris, diría Lonergan).
3. El balbuceo de la gratitud
Hay varias maneras de «narrar», —aunque sea balbuceando— lo que vemos, la verdad
que tocamos, en la hondura del Corazón traspasado del Buen Pastor, pero me quedo
con una expresión de Juan Pablo II en que él nos presenta el contenido esencial
de lo que él mismo ha llamado la Nueva Evangelización. Se trata de una feliz
expresión que ha sido retomada por los Documentos de Santo Domingo (n. 27).
«El contenido de la Nueva Evangelización es Jesucristo, Evangelio del Padre que
anunció con gestos y palabras que Dios es Misericordioso con todas sus
criaturas, que ama al hombre con un amor sin límites y que ha querido entrar en
su historia por medio de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, para
liberarnos del pecado y de todas sus consecuencias y para hacernos partícipes de
su vida divina» (Homilía en Veracruz, México, 7.X.1990).
En Cristo todo adquiere sentido. Él rompe el horizonte estrecho en que el
«mundo» y el secularismo encierran al hombre, y le devuelve su verdad y dignidad
del hijo de Dios y no permite que ninguna realidad temporal, ni los Estados, ni
la economía, ni la «globalización» en sus aspectos deshumanos, ni la técnica...
se conviertan para los hombres en la realidad última a que deban someterse.
Dicho con palabras de Pablo VI: ésa es la misión de la Iglesia, aquella por lo
cual ella existe y vive: anunciar «el nombre, la doctrina, la vida, las
promesas, el reino, el Misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (EN 22).
Digámoslo pues otra vez, y ahora con la fuerza de la misma palabra de Dios:
«Tengan fija la mirada en Cristo Jesús, autor y perfeccionador de nuestra fe» (Hb
12, 2). Sólo así es posible «ver» el fondo de la realidad.
De este fondo o fundamento, sintetizado tan claramente por Juan Pablo II,
quisiera poner en mayor luz, comentándolas, dos dimensiones: primera, Dios es
misericordioso y ama al hombre con un amor sin límites; y segunda, Dios ha
querido entrar en la historia humana por medio de Jesucristo.
4. «Amados por Dios»
El mensajero que llega cansado a la plaza del pueblo, no da detalles de lo
ocurrido, sino que grita sólo lo esencial, proclama con pocas palabras la
noticia que más le urge en el corazón y que todos esperan... «Hemos ganado,
victoria», y si se ha logrado la paz, grita «¡Paz!». Soy italiano, y recuerdo
que cuando en Italia terminó la Segunda Guerra Mundial, la palabra traída de
alguien que llegaría de la ciudad era Armisticio, es decir, cese el fuego. Y esa
palabra fue corriendo de casa en casa, de barrio en barrio, y la gente lloraba,
se abrazaba, se besaba, mientras iba llegando a las calles del pueblo: los años
tremendos de la guerra habían terminado, habían quedado definitivamente atrás.
Algo semejante acontece a Pablo: «escogido para anunciar la buena Noticia de
Dios», el Evangelio, en el comienzo de su carta a los Romanos, parece, llegar
como un heraldo que anuncia el más grande e inaudito acontecimiento, como
mensajero de la más espléndida victoria y se apresura a comunicar, con pocas
palabras, la más bella noticia que tiene: «a cuantos están en Roma —les dice—
amados por Dios y santos por vocación, gracias a ustedes y paz de parte de Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 1, 7).
A primera vista esto parecería ser un simple saludo, como otros en los comienzos
de sus cartas; sin embargo, contiene una noticia y ¡qué noticia!: Les anuncia
—les quiere proclamar— que ellos son amados de Dios y que se ha hecho de una vez
para siempre, la paz entre el Cielo y la tierra, les anuncia que se encuentran
«bajo su gracia», bajo su amor y misericordia. Todo inspira gozosa seguridad y
confianza: amor, gracia, paz... son las tres palabras que en síntesis contienen
todo el mensaje evangélico, y no tienen sólo el poder de comunicar una buena
noticia, sino de crear un estado de ánimo. Nos hacen recordar el saludo del
mensajero enviado a dar la buena noticia a los pastores: «Gloria a Dios en lo
alto de los cielos y paz a los hombres que ama el Señor»; les doy una gran
alegría, una buena noticia: hoy les ha nacido el Salvador que es Cristo, el
Señor» (Lc 2, 14).
Tengamos presente que la Carta a los Romanos es la Palabra de Dios «viva y
eterna», y que ha sido escrita también para nosotros, quienes somos entonces, en
este momento de la historia, sus verdaderos destinatarios... El amor de Dios —se
nos proclama— nos sale al encuentro y nos envuelve como en un abrazo. Ninguna
consideración contraria y opuesta, ni siquiera aquella acerca de nuestra
indignidad, debe turbar nuestro corazón y distraernos de esta gozosa certeza de
que Dios nos ama y que nos ofrece, hoy mismo, aquí y ahora, su gracia y su paz,
como frutos de su amor. Y para ello, Dios no nos pide más que nuestro sí,
nuestra total confianza precisamente en su infinita misericordia. No es que
debamos pagar algo para obtener su amor: Cristo no le pidió nada a Zaqueo para
«honrarle» con su visita y ofrecerle su amistad. Es verdad, Zaqueo se convierte
y da parte de sus bienes a los pobres, pero como consecuencia de sentirse amado
por Cristo que proclama: «hoy la salvación ha entrado en esta casa» (Lc 19, 9).
Es arte del amor «sorprender» y hasta hacerse necesitado–mendigo, con tal de
ofrecerse. Y Dios se ha hecho en Cristo «mendigo de nuestro amor», para poder
darnos el suyo, incondicional, absoluto, creador y «re–creador». Lo leemos en el
conocido texto del Apocalipsis: «mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno
oye mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo» (3, 20).
San Pablo da la misma Buena Noticia con palabras que son como un eco a la vez
comentario a esa primera expresión que hemos recordado: «amados por Dios». Añade
en efecto: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5)
y «ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 39).
Son tres expresiones vinculadas por el mismo pensamiento, que por otra parte es
el pensamiento central, punto supremo de convergencia de todo el pensamiento
paulino en la Carta a los Romanos. Es en el capítulo 5, 7 en donde llega a
expresarse en su forma de culminante: «en verdad apenas habrá quien muera por un
justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir, mas la prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores (enemigos)
murió por nosotros»... Y Pablo bien conocía la afirmación de Jesús: «no hay amor
más grande que aquel de quien da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Cristo va más allá de su misma afirmación, amando hasta el extremo, dando la
vida no sólo por sus amigos, sino también por sus enemigos. Casi nos dijera:
«descarguen sobre mí su ira, trátenme como les venga en gana, si esto les puede
convencer de que los quiero, que los estimo, que son preciosos a mis ojos» (cfr.
Is 43, 4).
San Juan manifiesta la misma convicción diciendo: «en esto consiste el amor, no
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación de nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). Y si le amamos, es porque
Él nos amó primero (cfr. 1 Jn 4, 9). Toda la Escritura no hace más que narrar el
amor de Dios, nos dice san Agustín. Y con términos de paradoja, escribió
Kierkegaard, «no importa saber si Dios existe, lo que importa es saber que Dios
es amor».
Todos hemos tenido alguna experiencia que nos ha dicho hasta donde puede llevar
el amor, y si este amor tiene a su disposición el poder infinito, como es el
caso de Dios... ¿hasta dónde podrá llegar?, ¿a qué extremos de exageración? Si
Dios es amor, y amor infinito, podemos «comprender» que Él se haya rebajado (cfr.
Flp 3, 6–11), se haya hecho débil, frágil; que su corazón se conmueva y se
trastorne, frente a la dureza de Efraín —y con frecuencia todos somos Efraín—
que cuanto más llamado a la conversión, más se aleja; si Dios es amor, entonces
permite que se abuse de Él, que se haga de Él lo que uno quiere: bastaría
contemplarle en la Cruz para que a qué extremo de debilidad, de «poquedad» ha
llegado Dios de favor del hombre. ¿Qué diremos frente a esto? Se pregunta san
Pablo. Pareciera que Dios mismo nos contesta: «¡soy Dios, no un hombre! (Os 9,
11). Nosotros no podemos entender porque somos hombres, y hombres pecadores y
egoístas, pero Dios es amor y entonces lo que para los hombres es estupidez,
tontería o debilidad, (la de la Cruz), es para Dios «sabiduría y fuerza» (cfr. 1
Co 1, 24).
«¡A qué precio hemos sido comprados!, exclama san Pablo escribiendo a los
corintios (1 Co 6, 20).
De su parte, la doctora del amor de Dios, santa Teresa de Lisieux, comentaba:
«nunca comprenderemos suficientemente qué pueda significar que Dios es nuestro
Padre».
Este es el fondo de la realidad: Dios–Amor que crea por amor, que en todo lo que
realiza, es guiado por el amor, que va a la Cruz por amor... que nos quiere
comunicar todo lo suyo, que se nos hace «más íntimo que nuestra misma intimidad»
(san Agustín), que nos constituye como «su dios» —lo ha escrito san Hipólito
Romano: «No es mezquino el Dios que te ha hecho dios».
5. «Ha entrado en la historia humana»
El Nuevo catecismo de la Iglesia católica declara con solemnidad: «al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la
ley, para rescatar a los que se encontraban bajo la ley, y para que recibiéramos
la filiación adoptiva» (Ga 4, 4–5). He aquí la buena nueva de Jesucristo, Hijo
de Dios (Mc 1, 1): Dios ha visitado a su pueblo (cfr. Lc 1, 68), ha entrado en
su historia, cumpliendo las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cfr.
Lc 1, 55). Lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su «Hijo
amado» (Mc 1, 11) (cfr. NCIC 422).
He aquí lo inesperado, lo impensable... Dios infinito, eterno, trascendente,
inefable, creador... que se hace carne, «uno de nosotros», nacido de mujer, que
nos alcanza allí en donde nos ha conducido nuestra historia de pecado. Nos ha
dicho Juan Pablo II: «Jesús es la novedad que supera todas las expectativas de
la humanidad, y así será siempre a través de las diversas épocas históricas»
(Bula Incarnationis Mysterium 1). ¡Cristo es LA novedad, no es una novedad!
En Él, Dios se pone de nuestra parte; Cristo es el Cordero inmolado que quita el
pecado del mundo para que no nos aplaste. Tan nuestro, tan de los «nuestros»,
que san Pablo se atrevió a escribir: «a quien no conoció pecado, Dios lo hizo
pecado por nosotros, par que viniésamos a ser justicia de Dios en Él» (2 Co 5,
21).
Dios trascendente, salió de su misterio, de su eternidad —para decirlo de alguna
manera— para llegar a lo más profundo del misterio humano, a su pecado que es
precisamente mysterium iniquitatis et stultitiae —misterio de iniquidad y de
estupidez—, se dejó envolver por la más trágica demencia humana, es decir, por
nuestro pecado.
El abismo llama al abismo: el Abismo del amor eterno de Dios se siente llamado
por el abismo de la miseria humana, de la historia de pecado que es la nuestra.
Con el lenguaje de los místicos, diremos que nuestra miseria, nuestra historia,
es como el imán que atrae irresistiblemente al Amor de Dios y lo lleva hasta la
exageración de la Cruz, hasta el «extremo» impensable de su Corazón traspasado.
Estamos frente a lo «imposible» para la mente humana —nos diría san Ireneo de
Lyon— hecho sin embargo posible propter amorem, por el amor, por su «entrañable
misericordia».
En el centro de todo, encontramos pues a una Persona, a Jesús de Nazaret, el
Hijo de María e Hijo del Dios eterno. Eso es ser cristiano: creemos y confesamos
que Jesús de Nazaret, judío nacido de una hija de Israel, en Belén en los
tiempos de Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio
carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato,
durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios,
consubstancial al Pabre, Dios de Dios, que de Él ha salido (cfr. Jn 13, 1),
porque «la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14).
Nuestra historia, es pues la historia de Dios, historia sagrada, con todo su
peso, con todas sus tragedias, con todas sus mezquindades, con toda... su
sangre. La Sangre de Cristo, que es decir al Sangre de Dios, se ha mezclado con
la sangre de los hombres, con la de las víctimas y con la de los verdugos. «Es
el amor que hace cosas semejantes», decía el gran teólogo y místico Romano
Guardini. No es que esta expresión aclare gran cosa, pero nos hace descansar
frente al abismo del Misterio, mientras contemplamos asombrados «al que
traspasaron» (cfr. Jn 19, 37).
En Cristo ha quedado de manifiesto «el fondo de la realidad»: la divina, es
decir la «entrañable misericordia del Padre», y la humana a saber, el espesor
del pecado del hombre y de su miseria, pero juntamente con su vocación a la
auténtica dignidad que el viene del haber sido llamado en Cristo a la intimidad
con Dios (cf. Ef 1, 4–10 y GS 19). Lo ha expresado con toda claridad el mismo
Concilio Vaticano II: «En Cristo la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha
sido elevada también en nosotros a una dignidad sin igual. El hijo de Dios con
su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con
corazón de hombre...» (GS 22).
Si es verdad que «el misterio de la iniquidad está en acto» (2 Ts 2, 7), y si el
mal nunca tuvo tanto poder a su disposición, manifestando su fuerza devastadora
en contra del hombre —no olvidemos ni Hiroshima y Nagasaki ni el Holocausto y ni
la caída de las Torres Gemelas—; también es verdad que Cristo vino a los suyos,
ha destapado este fondo envenenado de la realidad y el príncipe de este mundo ha
sido echado afuera (cfr. Jn 12, 31). Es la victoria de la Cruz en que Cristo,
Buen Pastor del Corazón abierto, sigue atrayendo a todos hacia sí, mostrando en
el hombre, juntamente con su miseria, su capacidad de bien, su «bondad
fundamental» —para decirlo con una expresión que gusta a Juan Pablo II—, porque
creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26); en definitiva, porque amado
incondicionalmente por Dios, con un amor que transforma al pecador en hijo
«bienamado».
Lo podemos afirmar sin triunfalismos: hay señales bien visibles de la atracción
misteriosa del Crucificado y Vivo, Cristo Jesús. En efecto, hoy Jesús es más
conocido, más amado, seguido, admirado... que hace dos mil años. Allí está el
incontable número de mártires de los dos mil años de la Encarnación, y los más
recientes del siglo XX, en medio de una horrible tormenta materialista,
despótica, secularizante. El grano de mostaza ha germinado, ha crecido, se ha
vuelto un árbol que es «estandarte de verdad», de esperanza en el caminar
siempre dramático de la humanidad. No es extraño que el Santo Padre, comentando
el acontecimiento del año santo del 2000, haya escrito: «Si quisiéramos
individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja el Año Jubilar,
no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo. Contemplando
en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia
en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de
nuestro camino» (NMI 15).
6. Ser en el mundo signo de la «misericordia entrañable»
Si ahora nos preguntamos qué era lo que más caracterizaba a Jesús, su
comportamiento, constatamos fácilmente que no era la penitencia austera, como lo
había sido para Juan el Bautista. Jesús fue acusado de comilón y bebedor (cfr.
Lc 7, 44). Tampoco debemos ver en Jesús al «milagrero» fácil: no pocas veces
parece resistirse a hacer milagros y es la fe de la gente que se los «arranca».
Jesús oraba, se levantaba de madrugada para orar, pasaba las noches en oración,
se retiraba a lugares solitarios para eso... pero no era el contemplativo puro,
no era un monje como lo eran los de Qumrán. Lo que literalmente «devoraba» su
existencia, era la misión, al sentirse enviado por el Padre a dar la Buena
Noticia a los pobres, a todos. Toda su existencia se concreta, converge hacia la
misión: si ayuda y no tiene tiempo ni para comer, si ora, si cumple milagros...
todo lo realiza con vista a la misión. Jesús es ante todo y se siente el
enviado, y si a sus íntimos colaboradores, los doce, los llama Apóstoles, es
decir Enviados, es porque Él primero, así se considera y así actúa. Sólo en el
cuarto Evangelio se hace referencia, de un modo directo o indirecto, a esta
realidad suya profunda, unas 50 veces. «Ser enviado» es su identidad: por ella
vive, trabaja, muere.
Sabemos a quienes fue enviado y para qué. Él mismo lo manifestó con una
expresión sorprendente, que pudo hasta «escandalizar». Él acababa de llamar a
ser su discípulo y Apóstol, a Leví–Mateo, pecador público porque recaudador de
impuestos en favor de los odiados invasores romanos. Él preparó una comida de
despedida y esto hizo que se reunieran en su casa, nos dice el mismo
evangelista, «muchos publicanos y pecadores que estaban a la mesa con Jesús y
sus discípulos» (Mt 9, 10). Lo sabemos: los pecadores reconocidos como tales y
los publicanos eran a quienes sus costumbres, su modo de vivir, su profesión de
mala nota, les hacían «impuras» y con ellos entonces, no se debía tratar...
Jesús sorprende y «escandaliza» a los observantes judíos y aún más a los
fariseos. «Estar a la mesa con alguien», tenía un profundo significado para la
mentalidad hebrea, implicaba un trato profundo, de sincera y cordial
hospitalidad: era algo propio de un trato de amistad. En ese contexto cultural
es muy comprensible y del todo justificada la dolorosa queja de Jesús: «uno que
come conmigo, me va a traicionar» (Mt 26, 23).
Ya que «comía con pecadores», a Jesús justamente se le decía «amigo de
pecadores» (Lc 7, 34). Y precisamente en ese contexto es cuando Jesús declara:
«Vayan y aprendan qué significa eso de ‘misericordia quiero y no sacrificio’ (Os
6, 6), porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,
13).
Hay que aprenderlo, es decir, no hay que dar como presupuesto que ya conozcamos
en profundidad y existencialmente al Dios de Jesucristo, «Padre misericordioso y
Dios de todo consuelo (2 Co 1, 3), al Dios que «rico en misericordia, por el
gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos
dio vida por Cristo» (Ef 2, 4).
Siempre ha sido necesario este aprendizaje, pero hoy en día es urgido aún más,
ya que las simpatías y las preferencias del hombre hoy, van por otra dirección:
nuestra sociedad, sobre todo en los países que llamamos «desarrollados», tiene
la pretensión de ser la sociedad de la justicia, del derecho, de la legalidad.
Ha sido Juan Pablo II quien, en su encíclica Dives in Misericordia, ha
denunciado fuertemente la pérdida de la categoría de la misericordia. La
mentalidad contemporánea —ha escrito— quizás en mayor medida que la del hombre
del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar
de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La
palabra y el concepto de «misericordia» parecen producir una cierta desazón en
el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la
técnica, como nunca antes fueron conocidos en la historia, se ha hecho dueño y
ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio sobre la tierra,
entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la
misericordia» (n. 2).
La técnica, pues, en contra de la misericordia, y la justicia resguardada por
leyes «perfectas», serían suficientes para asegurar la paz... Mientras que
nuestro Santo Padre aún recientemente ha repetido; «no hay paz sin justicia y no
hay justicia sin... perdón» (Mensaje para la jornada mundial de la paz,
1.I.2002).
La justicia todavía necesita de la caridad, la ciencia de la misericordia, la
técnica de la ayuda fraterna. Y desde la situación actual, en que se «revelan
múltiples amenazas», en contra del hombre, nace una urgente llamada a la
Iglesia, para que ésta se manifieste como «experta en misericordia», de la que
el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. «Y tienen necesidad,
aunque con frecuencia no lo saben» (DM 2).
Jesús es el mensajero, el Apóstol de la misericordia del Padre. Él nos enseña,
como lo ha sabido ver con una originalidad toda suya santa Teresa del niño
Jesús, a contemplar todos los otros atributos divinos desde el amor
misericordioso: Él es la raíz última de todas las perfecciones divinas. «A mí me
ha dado su Misericordia infinita —escribe— y a través de ella contemplo y adoro
las demás perfecciones divinas. Entonces todas se me presentan radiantes de
amor, la misma justicia —y tal vez ella más que ninguna otra— me parece
revestida de amor. Qué alegría más íntima pensar que Dios es Justo, es decir,
que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad
de nuestra naturaleza. ¡Ah! el Dios infinitamente Justo que se dignó perdonar
con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no debe ser Justo también
para conmigo que «estoy siempre con Él?» (M n. 237).
Son expresiones inolvidables, destellos de luz que deslumbran y fascinan,
páginas de auténtica y muy personal profundidad teológica. Más aún, aquí la
mística precede la teología. El vínculo entre el amor–misericordia y los demás
atributos divinos no podían encontrar expresión más clara. De una manera
especial la interpretación de la Justicia como reconocimiento de nuestra
debilidad y fragilidad, es realmente sorprendente, y muy suya: Dios es justo
«porque tiene en cuenta nuestras debilidades», porque «conoce perfectamente la
fragilidad de nuestra naturaleza»... Nos detenemos admirados y animados,
reconfortados.
Como para Teresa de Lisieux, también para todos nosotros, es «Jesús el único
camino que nos lleva a esta divina hoguera de la misericordia de Dios» (M n.
242). Jesús es la misma misericordia entrañable del Padre, hecha carne, hecha
Buen Pastor que da la vida y la da en abundancia (cfr. Jn 10, 10), y que se deja
despedazar por los lobos con tal de salvar a sus ovejas. Es Dios–Amigo que
comparte con los pecadores, que entra en profunda relación con ellos: los
pecadores somos «su mundo», somos los «suyos», y Él está entre nosotros como «el
que sirve» (Lc 22, 27), para lavarnos los pies, y nos dice lo totalmente
inesperado, pidiendo al Padre que nos perdone, cuando le crucificamos... Nos
volvemos a recordar la expresión de Romano Guardini: «¡es el Amor de
misericordia infinita que hace cosas así!».
Queda así definitivamente trazado el destino de cuantos queremos seguirle a
Jesús, de cuantos hemos sido conquistados por su amor y pretendemos ser sus
discípulos y Apóstoles: nuestra vocación es vocación de especialistas de la
misericordia. Debemos tener algo —digo algo porque en cualquier caso, será
siempre demasiado poco— del Corazón del Buen Pastor. De cada uno de nosotros,
durante este breve viaje hacia la eternidad, nuestros amigos y hermanos y los
que no lo son, deberían poder decir lo que decían de Jesús: «Es Bueno» (Jn 7,
12). A lo mejor no podremos realizar grandes cosas, a lo mejor dejaremos el
mundo como lo encontramos, si no peor, a lo mejor nos encontraremos al final de
la vida, llenos de defectos, y no habremos logrado «dar la medida» en las tareas
que se nos encomendaron... pero siempre podremos y deberemos tener un corazón
bueno: eso siempre es posible y es lo único que importa, lo único en que se nos
juzgará en la tarde de la vida. «Vayan y aprendan qué significa ‘misericordia
quiero y no sacrificios, conocimientos de Dios, más que holocaustos’» (Os 6, 6).