"Feminismo" católico
Diferencias
entre las justas reivindicaciones de los derechos de la mujer, en función de la
dignidad por ser persona, y la manipulación, que busca romper el orden natural
Autor: Olalla Gambra Mariné | Fuente: Revista Arbil
El gran fraude del "Feminismo"
Por "Feminismo" se entiende un movimiento social y político que postula la
igualdad de los derechos de las mujeres y los hombres.
Comenzó con las sufragistas inglesas del siglo XIX, continuó defendiendo una
educación equiparable a la que recibían los muchachos, un trabajo, un
sueldo... En sí mismas, estas primeras aspiraciones no eran directamente
contrarias a la fe ni a la moral católica. ¿Cómo es posible que hayan acabado
pidiendo aberraciones tales como el derecho al aborto o a la esterilización?.
Desde el principio, todas las reivindicaciones tomaban como barómetro o punto
de referencia los derechos del hombre: ¡Pedimos el derecho al voto como los
hombres!, ¡un trabajo remunerado como el de los hombres!, etc. Según se iban
logrando objetivos, se pedía más y más, hasta que se ha llegado a un punto en
el que se entra en conflicto con la diferenciación sexual más obvia. La mujer
rechaza la carga de la maternidad porque los hombres no la tienen. Reivindica
su derecho a un embarazo optativo, a "ser dueña de su cuerpo", a desarrollar
su personalidad y sus aspiraciones sociales y económicas, "a realizarse" como
dicen, antes de ser madre. El movimiento feminista ha terminado por rechazar
lo más característicamente femenino y por frustrar la vocación natural de la
mujer.
De esta manera el "Feminismo" ha terminado por defender una doctrina mucho más
machista que cualquiera de las culturas y sistemas ideados por los hombres.
Así es, pues no existe mayor elogio que la imitación. Si una persona admira
tanto a otra que trabaja y se esfuerza para llegar a parecerse a ella, y se
hace violencia a sí misma para conseguir ponerse a la altura de su modelo, ¿no
está dando la mayor prueba de admiración que existe?.
La mujer es diferente del hombre
En esta discusión se ha llegado a una confusión tal que es necesario empezar
por establecer la definición de los términos.
El ser humano, en sentido general, se define como animal racional. Animal
porque posee un cuerpo con necesidades materiales; racional porque posee un
principio vital de numerosas facultades, que están o debieran estar
subordinadas al más perfecto modo de conocimiento que tienen los seres
materiales, el conocimiento racional.
Ahora bien, el ser humano como tal no existe, no es más que el nombre de la
especie, que se singulariza o materializa de múltiples maneras, ninguna de las
cuales constituye en su esencia al hombre. Una de esas concreciones
accidentales es el sexo. Ya Aristóteles se preguntaba cuál es la importancia
de esta característica para el ser humano. La respuesta que da en su
Metafísica no puede ser más clara:
Las contrariedades que están en el concepto producen diferencia específica,
pero las que están en el compuesto con la materia no la producen. Por eso del
hombre no la produce la blancura y la negrura, y no hay diferencia específica
entre hombre blanco y hombre negro... El ser macho y el ser hembra son
ciertamente afecciones propias del animal, pero no en cuanto a su substancia,
sino en la materia y en el cuerpo.
En otras palabras los sexos, como el color de la piel, son para él algo de la
materia, no de la forma o de la esencia del hombre. Hombre y mujer cuentan con
los dos elementos, cuerpo y razón, que los definen como seres humanos.
Sin embargo, al estar alma y cuerpo substancialmente unidos, nada tiene de
extraño que el ser mujer u hombre conlleve diferencias accidentales en ambos
elementos: la anatomía -y la simple evidencia- enseña que el cuerpo del hombre
no es igual al de la mujer y que cada uno está capacitado para funciones muy
distintas. Por su parte, de manera mucho menos probatoria y clara, basándose
sólo en la estadística, la psiquiatría explica que los procesos mentales de la
mujer y del hombre difieren, pero que ambos pueden llegar a las mismas
conclusiones y desarrollo, pues aunque sean distintos sus métodos, poseen la
misma capacidad.
El último término de esta controversia es la palabra "diferente". Quiere decir
desigualdad, disparidad entre dos o más elementos. Pero no implica que uno sea
mejor que otro. Es un adjetivo relativo, no cualitativo; sólo designa la no
identidad de algunos aspectos accidentales entre hombre y mujer, pero no
conlleva un juicio de valor sobre el sustantivo al que acompaña. Además,
expresa una relación recíproca entre los dos términos: si uno es diferente de
otro, éste será también diferente de aquél. En cambio, si uno fuera inferior a
otro, éste no sería inferior a aquél.
Entender que la proposición "la mujer es diferente del hombre" es lo mismo que
"la mujer es inferior al hombre" constituye un salto sofístico sin fundamento
lógico. Este error que comete el "Feminismo" moderno, debiera llevarnos a
dudar de la bondad de su fundamento.
Admitida, pues, la esencial identidad de hombre y mujer se entiende también la
identidad de su fin o destino, que no es otro que la salvación. Este punto es
fundamental para entender la postura de la Iglesia Católica en esta cuestión
que, por su virulencia, ha dado en llamarse "la guerra de los sexos". Los
Mandamientos de la Ley de Dios son comunes para todos los seres humanos, no
existen los Diez Mandamientos del Hombre ni los Diez Mandamientos de la Mujer;
son los mismos y han de obedecerse cada uno en su estado y condición. Las
Bienaventuranzas, las Virtudes y los Vicios, el Cielo y el Infierno son los
mismos para ambos sexos. Ante el Juicio de Dios, los hombres y las mujeres son
iguales.
Deber de estado
Sin embargo, cada uno debe perseguir el mismo fin útimo según su vocación y
según las condiciones que Dios le ha dado. En otras palabras, cada cual tiene
que atender a su deber de estado. ¿Qué tiene que ver con esto la diferencia
sexual? Si no me equivoco, tal disparidad, desde el punto de vista de la
doctrina católica estricta, sólo tiene que ver con la vocación religiosa y con
el matrimonio. En lo demás la Iglesia no parece meterse: que una mujer quiere
ser general de carabineros, albañil de primera o levantadora de pesos en una
feria, allá ella. Con tal de que se guarde la decencia necesaria no pone más
inconvenientes la doctrina cristiana más inconvenientes que los que ofrecerá
la propia naturaleza.
El auténtico problema reside en el matrimonio y en la familia que es donde se
plantea con toda su crudeza la llamada "guerra de los sexos". Ahí es donde se
confluyen todos los factores arriba enumerados, hasta que por remota
influencia marxista se ha acabado por concebir la complementariedad
matrimonial como enfrentamiento similar a la lucha de clases.
Y para concebir adecuadamente el problema que a diario viven los matrimonios,
entre el trabajo de los cónyuges, o de uno de los dos, fuera de casa y las
tareas domésticas, creo que basta con enunciar el principio fundamental al
respecto: nadie está obligado al matrimonio, pero una vez casados su
obligación de estado ya no es la de la profesión, sino la que se sigue de su
condición de casados (a no ser que un bien mayor exija otra cosa).
Esto se complementa con otra idea muy contraria al espíritu moderno: el éxito
personal entendido como reconocimiento público de la labor individual es
ilícito perseguirlo por sí mismo, y más aún en el caso de que ello perturbe el
fin de los casados.
Para entender esta doctrina, que podría servir de fundamento a un "Feminismo"
cristiano, no es malo recordar por qué, con independencia de las corrientes
hoy jaleadas por los medios de comunicación, la familia y dentro de ella las
tareas de procreación y educación de la prole deben prevalecer sobre los
intereses individuales de los cónyuges.
La familia, célula de la sociedad
Uno de los principios fundamentales de la doctrina tradicional es el de
defender la supremacía de la sociedad sobre el Estado que suele resumirse en
el conocido lema "Más Sociedad y menos Estado". El Estado no es más que la
organización de la sociedad y debe servirla, no al revés. Queda así reconocida
la primacía natural del hombre sobre el Estado.
A su vez, el hombre, que es un ser sociable, ordena sus relaciones en varios
órganos o cuerpos intermedios a partir de la familia. Es en la familia donde
se forman los individuos que integran la sociedad y el Estado. Es decir, la
familia es la base de la sociedad y de toda su organización, incluyendo, en
último término, al Estado.
Si la familia juega ese papel fundamental en la sociedad, entonces, siguiendo
el orden natural establecido por Dios, la doctrina tradicional reconoce la
importancia de la mujer. Por obvias necesidades primarias es la madre la que
está más cerca del hijo en los primeros años de vida. Y todos los psiquiatras,
psicólogos y pedagogos coinciden en afirmar que estos primeros años son
decisivos en la vida de cada persona. Es el período en que se adquieren las
nociones generales del mundo en el que han de vivir, cuando se aprenden unos
principios morales básicos según los cuales se ordenará la educación y se
adquieren unos primeros hábitos con los que se conformará la personalidad del
hijo.
Durante estos primeros años que se pasan en el hogar se ponen los fundamentos
de toda educación de cada individuo que el día de mañana integrará la sociedad
y el Estado. Los niños de hoy son el futuro de cada nación. Es decir, la
educación es una cuestión fundamental para la sociedad y el estado. Así lo
afirma cualquiera al que se le pregunte, y de hecho, ésta es la razón de que
los programas educativos sean uno de los puntos de debate constantes en los
programas políticos.
Falta de valoración social
Sin embargo, el educador, el responsable de esa importante tarea, no recibe
esa consideración. Los mismos que reconocen la importancia de la educación
afirman poco después que la mujer debe ser rescatada de la esclavitud que
supone ocuparse de la formación de sus hijos. No se dan cuenta de que caen en
una flagrante contradicción: la educación y formación es una labor necesaria y
excelsa pero la mujeres que se dedican a ello son despreciadas por la
sociedad. Algo tan absurdo como si pretendiéramos llegar justo a tiempo de
salvar a un príncipe de ser rey o a un obispo de ser Papa.
¿Por qué es valorada una profesora que enseña un área especializada de
conocimiento a muchos alumnos unas horas a la semana y en cambio, esa misma
mujer cuando dedica muchas más horas a la formación integral de su hijo sobre
todos los aspectos de la vida sólo recibe desprecio, más o menos velado? Y no
digamos en el caso de las madres que no trabajan fuera de casa.
El criterio nace en parte de razones económicas, pero sobre todo en la
búsqueda del éxito: la mujer que tiene una profesión fuera de casa recibe un
salario y cómo tal, es tomada en consideración por la sociedad. En cambio, las
horas que dedica a su familia no las remunera nadie y no cotizan en la
Seguridad Social, por tanto la sociedad no las valora. Y lo grave es que no
sólo la sociedad, sino ella misma sólo se "siente realizada" cuando desempeña
su profesión y todo el tiempo que emplea en sus obligaciones como madre y
esposa y ama de casa le parecen horas robadas a su verdadera función.
Las causas de esta alteración de valores son múltiples: entre ellas, la ñoña
conciencia romántica que en el siglo XIX (del que nada bueno ha salido) hizo
de la mujer un objeto débil, decorativo y algo tonto. A ello se unió en esa
misma época la transformación social que produjo la concepción política que
centralizó todo el poder en manos de un todopoderoso Estado. La educación
estatalizada llevada a cabo contra la Iglesia y las prerrogativas de los
padres, el trabajo asalariado propio del capitalismo, la valoración suprema
del éxito individual nacida de la sociedad protestante; todo ello contribuyó a
despreciar las tareas propias del hogar y a la vocación familiar.
De todas estas obligaciones el hombre se liberó creyendo que con traer el
salario a casa y mantener económicamente a la familia ya cumplía con sus
deberes de estado. Además, todo el tiempo que no dedicaba a su profesión,
procuraba emplearlo en cultivar una vida social completamente ajena al entorno
familiar.
Quizá el ejemplo más expresivo sean los Clubes ingleses del XIX... No es
simple casualidad que precisamente en la Inglaterra del XIX donde triunfó el
movimiento Feminista, que utilizó como pretexto el derecho al voto de las
mujeres. Si el hombre había podido liberarse de todas esas tareas que él mismo
había conceptuado de denigrantes, la mujer reclamaba el mismo derecho: los
hijos quedaban a cargo de institutrices o de internados, la casa la atendía el
servicio -naturalmente, esta "liberación" sólo podían conseguirla los que
tenían recursos económicos suficientes- y los cónyuges quedaban libres para
"realizarse" y cultivar sus intereses, cada uno por su lado. La sociedad se
horrorizó de los resultados de su propia actitud: el desprecio de las
obligaciones que conlleva el matrimonio conducía irremediablemente a la
destrucción de la familia. De ahí la reacción airada de los políticos y de los
prohombres de la Inglaterra del XIX.
"Feminismo" católico
Contra estos valores y usos sociales erróneos, el "Feminismo" se propuso como
la solución.
Desgraciadamente el término feminista está tan corrompido que todo el mundo lo
asocia con esas reivindicaciones antinaturales y contrarias a la moral que
terminan necesariamente en el rebajamiento de todo aquello que es
característico de la mujer. Es decir, la solución es peor que el problema.
Todos los que no están de acuerdo con exigencias tales como el aborto,
rechazan esa postura extrema, pero se contentan con un "Feminismo" aguado, sin
base doctrinal definida. Es ese "Feminismo" vergonzante, pues ni siquiera
admiten la etiqueta de "Feminismo", que se limita a celebrar el "Día de la
Mujer trabajadora" -el 8 de Marzo- o exigir un porcentaje de candidatas
femeninas en las listas de los partidos -lo cual en realidad es denigrante,
pues ocupan esos puestos por ser mujeres, no porque sean capaces de
desempeñarlo: un recurso propagandístico más - y que contabiliza como éxito
importante el lanzar una campaña de carteles con el lema "A partes iguales".
Estas dos versiones del "Feminismo" son incorrectas, aunque en distinto grado,
pues la extrema es activa, la intermedia es pasiva.
Pero debe existir una respuesta correcta a este problema. Y es una tercera
postura, que aún no está articulada como tal, incluso ni siquiera tiene nombre
y que, provisionalmente, podría llamarse "Feminismo" católico o tradicional.
Este "Feminismo" Católico consiste en aplicar el principio cristiano de
igualdad entre ambos sexos a la sociedad, poner en práctica la doctrina de la
Iglesia Católica. Debe centrarse en defender a la familia, pues ha sido el
objeto principal de los ataques, tanto por parte del desprecio de una sociedad
individualista y economicista, como por parte del "Feminismo" extremo que
rechaza la maternidad y las obligaciones que conlleva, porque precisamente ésa
es la característica que diferencia a la mujer del hombre.
Por tanto, es necesario desterrar todo ese desprecio social, comenzando por
los complejos inconfesados de las propias mujeres. Dos caminos deben seguirse:
el primero consiste en reivindicar y difundir la valoración positiva de la
maternidad, la dedicación a la formación los hijos y las tareas del ama de
casa en la sociedad actual; y el segundo, en transmitir estos mismos valores
católicos a los niños y jóvenes de hoy, que serán la sociedad del mañana.
La relevancia de esta defensa sólo se calibra adecuadamente si se tiene en
cuenta que la consecuencia inmediata de la denigración de la institución
familiar es la desaparición del orden social católico.