Familia y sociedad en las enseñanzas de la Iglesia[1]
Prof. Enrique Colom
Pontificia Universidad de la “Santa Croce” (Roma)
«La familia no sólo está en el centro de la vida cristiana; también es el fundamento de la vida social y civil y, por eso, constituye un capítulo central de la doctrina social cristiana»[2].
La importancia de la
familia en la vida de la persona y de la sociedad es una enseñanza
constante de
En el tema familiar, como
en tantos otros aspectos de la vida humana según el designio del Creador,
la enseñanza de Jesús se muestra más con los hechos que con las palabras:
el Salvador nace y vive en una concreta familia (
Estas ideas no son
exclusivas de la revelación judeo-cristiana; las encontramos, de un modo u
otro, en todas las culturas. De hecho, la familia, junto con la religión,
es la única institución social formalmente presente en todas las
civilizaciones, debido a que los valores que dan consistencia a la vida
humana, en especial la experiencia de “ser persona”, se aprenden en la
familia[4];
y la historia muestra que en esta misión la familia reviste un papel
insustituible. Lo mismo cabe decir sobre la importancia de la familia en
el desarrollo de la sociedad[5].
Desarrollaremos primero este último tema, dejando para más adelante (nn.
Diversos escritos de la
filosofía clásica ponen de relieve el valor social de la familia:
Aristóteles dice que es la comunidad instituida por la naturaleza para
atender las necesidades que se presentan en la vida cotidiana[6].
Cicerón la llama «principium urbis et quasi seminarium rei publicae»[7],
para poner de relieve su lugar prioritario en la vida social, porque es su
fundamento. En forma semejante se expresan los estudiosos del nacimiento,
crecimiento y decadencia de las civilizaciones humanas, por ejemplo P.
Sorokin, Ch. Dawson, etc.; estos autores constatan que el desarrollo de
las civilizaciones depende del tenor de los valores familiares presentes
en la cultura. También la doctrina cristiana ha puesto de relieve el papel
de la familia como célula primaria de
En primer lugar es la célula de la sociedad en el ámbito biológico[10]. Este hecho, sin embargo, no debe reducirse al campo esclusivamente físico: la familia es realmente “el santuario de la vida” en un sentido profundamente humano[11]. Es también célula de la sociedad en el aspecto cultural, moral y religioso: en el terreno de la formación –como se verá más tarde–, el ambiente familiar resulta insustituible para transmitir todo el conjunto de tradiciones que configuran una civilización y una cultura. Por eso, sin olvidar la necesidad de las reformas estructurales, legislativas e institucionales, se debe enfatizar el papel que tienen las familias en la renovación de la vida de las personas y de la sociedad[12]: una vida familiar sana es el mejor estímulo para difundir una vida social sana. Quien ha crecido en un ambiente adecuado se encuentra más predispuesto para transmitirlo, ya que la vida y el amor (objetivos principales de la familia) son de por sí difusivos[13]. Esto exige, sobre todo, un gran empeño de los mismos miembros de la familia, para que actúen con esa conciencia, sin crear un falso dilema entre la vida personal y la vida de hogar. Convendrá, además, no olvidar la conveniencia de formar asociaciones familiares, con el fin de cumplir eficazmente la propia tarea, de defender sus derechos y de fomentar el bien y los intereses de la familia[14].
Este papel primordial de
las mismas familias, no olvida la función que en este campo compete al
Estado y a las otras fuerzas sociales[15]:
si la organización social no favorece la vida de las familias, es difícil
que éstas estén dispuestas a promover un auténtico desarrollo social;
además, solo una cultura propicia a las familias hará este estado de vida
atrayente a las jóvenes generaciones. De ahí la necesidad de una atención
renovada al instituto familiar, que no quede en palabras y que no se
pierda en prejuicios ideológicos[16].
Esta atención implica actuaciones concretas, de las que pongo algún
ejemplo: la legislación debe reforzar
la unidad familiar y disminuir –y, si es posible, anular– el divorcio,
verdadero cáncer de las células sociales y, por tanto, de la entera
sociedad; es necesario favorecer una vida familiar más compacta, en la
cultura (especialmente en los medios de comunicación)
Todo ello supone reconocer la prioridad de la familia sobre las demás instituciones sociales, incluido el Estado, ya que sus funciones tienen precedencia no solo en el aspecto temporal, sino también en orden de importancia. Es, por tanto, esencial que todos los actores sociales tengan en cuenta esta trascendencia de la familia al realizar sus propias funciones; esto atañe de un modo especial a los cristianos. Así lo enseña Juan Pablo II: «El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que solo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia. (...) Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no solo por la cultura, sino también por medios económicos e instrumentos legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar primario de “humanización” de la persona y de la sociedad. (…) De ese modo la familia podrá y deberá exigir a todos –comenzando por las autoridades públicas– el respeto a los derechos que, salvando la familia, salvan la misma sociedad»[17]. De ahí la necesidad de difundir la verdadera doctrina y la práctica correcta de la vida familiar si se quiere construir una sociedad auténticamente humana y cristiana.
Los estudios sociológicos han puesto de relieve que la contribución más significativa para el desarrollo armónico de la sociedad proviene de los mundos vitales, en cuanto éstos estimulan la adecuada apertura de los individuos a la vida social. El más importante de estos grupos vitales es la familia, que constituye la fuente primigenia de la actividad personal y social; por eso es imperioso reconocer y fomentar la subjetividad de las familias[19]: todo proyecto que quiera resolver las incoherencias sociales y recomponer el tejido comunitario tiene que apoyarse en una nueva cultura de la familia, considerada como unidad primaria de acción social. Examinaremos concretamente cinco ámbitos en los que la familia debe ejercer esa función social: la misma vida familiar, la economía, el trabajo, la política y la educación.
En relación al primer
punto conviene recordar algunos de los problemas actuales que afligen esta
institución: el Vaticano II[20],
después de hablar de la preeminente misión del matrimonio y de la familia,
indica que su dignidad, en algunos lugares, está oscurecida por la
poligamia, la plaga del divorcio, el llamado amor libre, el egoísmo, el
hedonismo y las prácticas ilícitas contra la generación; además, las
actuales condiciones económicas, socio-psicoló
Otro ámbito de acción social de la familia se encuentra en su función económica: la misma palabra economía deriva etimológicamente de oikós (casa, también en el sentido de hogar); la economía inicia con el cuidado de las necesidades de la vida doméstica. Antes de la revolución industrial, la familia era normalmente una unidad económica en sentido estricto, desde el punto de vista de producción y consumo. Hoy en día, con la división del trabajo, la función económica de la familia ha cambiado, pero sigue siendo determinante en la unidad familiar[21]. Todo ello pone de manifiesto la delicada conexión entre familia y economía, que se debe plantear y resolver con especial cuidado: nos referimos al salario, a la protección de las familias numerosas, a la atención de los ancianos, al tiempo libre para poder reunirse, a la educación, a la presencia de los padres en el hogar que es más formativa que la adquisición de bienes y servicios (aunque ello se haga para “mejorar” la vida de los hijos), etc. Una relación particular se establece entre familia y trabajo; baste para ello citar un texto del Magisterio social: «El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores –uno relacionado con el trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana– deben unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse. (...) Se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano. (...) En efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior de trabajo para todo hombre»[22].
Debemos también hacer hincapié en el profundo nexo que existe entre familia y vida política: por una parte, la legislación y las instituciones sociales tienen una gran repercusión en el desarrollo familiar; por otra parte, la comunidad tiende a institucionalizar aquellas realidades que considera verdaderamente importantes. Así, del modo de “gobernar” la familia se puede deducir el valor que la sociedad le atribuye: este hecho constituye una piedra de toque para reconocer las profundas intenciones del Estado y su efectiva aceptación y aplicación –no solamente formal, sino también real– de los derechos humanos. En efecto, un Estado que no reconozca en la práctica los derechos de la familia tampoco reconocerá en la práctica los derechos de las personas[23]. Por eso, un deber primordial de los gobernantes es, en sentido negativo, evitar todo lo que deteriora la genuina identidad de la familia; y en sentido positivo, garantizar y potenciar tal identidad, a través de una legislación y unas instituciones que favorezcan el progreso de los auténticos valores familiares. Son evidentes los abusos que, en este ámbito, han cometido los Estados totalitarios (comunismo, fascismo, nazismo); pero son igualmente graves para la vida familiar y social aquellos más sutiles de las democracias formales, que no reconocen –al menos en la práctica– la auténtica naturaleza de la familia[24].
Entre las obligaciones propias de los padres, una de las más significativas es la educación de los hijos. Dedicaré un mayor espacio a este tema, particularmente en su aspecto social, porque pienso que, en la actualidad, tiene una considerable importancia para el correcto desarrollo de las relaciones sociales.
Como ya vimos, éste es un
tema presente en
Las intervenciones del Magisterio a través de los siglos han sido muy numerosas; como ejemplo, me limito a un texto de Juan Pablo II: «El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad»[27].
La razón natural también sustenta la importancia de esta formación en el hogar: como la ley del desarrollo de la vida social es la caridad, la preparación adecuada para contribuir a ese desarrollo brotará fundamentalmente de las fuentes del amor, en las que sobresale la familia. El constante y profundo amor conyugal y parental se constituye como venero inagotable de convivencia social. Esto resulta confirmado por los estudios y las estadísticas psico-pedagógicas, que muestran la profunda relación que existe entre la educación familiar y el comportamiento social, y documentan que las conductas inciviles nacen, en buena medida, de una formación familiar equivocada[28]. La explicación se encuentra en que el hogar es “el horizonte existencial” de la persona: los hijos, percibiendo instintivamente su fragilidad, se identifican con el grupo familiar para lograr la seguridad; y si ese mundo se les presenta como incoherente y violento, pierden la sensación de seguridad y fácilmente desarrollan comportamientos agresivos, como reacción a un ambiente que perciben como agresivo. Además, la inserción en la sociedad no es fácil de por sí: es necesario que la persona esté preparada para una socialización serena y enriquecedora; si el joven teme el trato con los demás, o desprecia a los que son diferentes, o considera a los hombres como pedestal para hacer carrera, desarrollará actitudes antisociales de autoaislamiento, de cinismo, de indiferencia y de prepotencia.
Es precisamente el amor-unidad de la familia el que puede garantizar un desarrollo normal de los chicos; por eso «la paz conyugal debe ser el ambiente de familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa»[29]. El elemento fundamental de la tarea educativa de los padres se encuentra, por tanto, en el amor paterno y materno, que se pone al servicio de los hijos para educere de ellos lo mejor de sí mismos, en orden a alcanzar la propia plenitud: la naturaleza de la formación de la prole surge del amor, como característica principal de la comunidad familiar[30]. El amor debe, por tanto, inspirar y guiar todo el plan educativo de la familia, que tiene como objetivo el crecimiento de la persona en todas sus dimensiones, sin reducirla, como sucede frecuentemente, a aspectos puramente utilitarios[31]. Así lo subraya el Concilio: «La verdadera educación persigue la formación de la persona humana en orden a su fin último y, al mismo tiempo, al bien de las varias sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas obligaciones participará una vez llegado a adulto»[32]; y a continuación enumera algunos de esos ámbitos educativos: capacidades físicas, morales e intelectuales, sentido de responsabilidad, amor a la verdadera libertad, valentía y perseverancia frente a los obstáculos, adecuada y prudente formación sexual, preparación para la convivencia social y para el diálogo, preocupación por el bien común, desarrollo de la recta conciencia y del conocimiento y el amor a Dios. No se debe olvidar que el auténtico desarrollo humano se centra en las virtudes, que disponen la persona no solo a realizar acciones buenas, sino a crecer en humanidad; en este sentido, la formación social requiere el desarrollo de las virtudes[33]; especialmente de la virtud de la caridad, que se manifiesta en la donación y el servicio mutuo[34].
La educación es un proceso de crecimiento de toda la persona, en el hallazgo y en la adhesión a la verdad, al bien y a la belleza, para vivir después en sintonía con esos valores; es, en definitiva, un proceso que tiene por finalidad conocer, ser y vivir según la plena verdad sobre el hombre. Los padres transmiten esta formación en todas sus actividades: cualquier acto realizado en la familia educa o deforma. Concretamente, «los padres educan a los hijos en los siguientes modos: 1) con el testimonio de vida; 2) con una atmósfera de seriedad y de responsabilidad, de justicia y de amor, de paz y de oración, que se forja en el ámbito doméstico de la familia; 3) con la enseñanza de la fe cristiana desde los primeros años de vida, de modo simple, adaptado, oportuno y progresivo; 4) mediante un diálogo íntimo con los hijos, en un ambiente de respeto, confianza y amor, en el que padres e hijos escuchan y aprenden, sin que sufra la autoridad de los padres; 5) a través de la inserción y la participación progresiva de los hijos en la comunidad eclesial y civil y en el cumplimiento fiel de sus deberes; 6) mediante el diálogo confiado con los hijos sobre el misterio de la vida (educación de la conciencia); 7) ofreciendo una ayuda prudente a los hijos en la elección de su vocación»[35].
Los padres, con diligente dedicación, deben considerar a sus hijos como hijos de Dios y los deben respetar como personas humanas, que tienen su propia dignidad y libertad; es necesario adaptarse a cada uno, teniendo en cuenta las circunstancias de edad, de carácter, etc. El mismo respeto y la misma dedicación les llevará a educar a sus hijos en el recto uso de la razón y de la libertad: esto requiere la formación de la conciencia y el crecimiento de la responsabilidad. Por eso, la educación debe evitar dos extremos: el exceso de condescendencia y el exceso de rigidez. Los padres se deben poner al servicio de los hijos para iluminar sus inteligencias, estimular las iniciativas personales, la responsabilidad, la maduración social. Esto no suprime, cuando sea necesaria, la corrección siempre que tenga como fin el mejoramiento de los hijos y no sea para aplacar el propio fastidio. Una imposición autoritaria e irracional llevaría, como consecuencia lógica, al desprecio de las enseñanzas recibidas y, de hecho, no serviría para formar interiormente la persona, aunque ésta cumpliese exteriormente lo que se le ha impuesto: las virtudes humanas y cristianas se enraízan establemente solo en un ámbito de libertad. Se trata, en definitiva, de formar personas y no de domar animales o de producir autómatas; y esto se logra con el amor.
Ciertamente la familia no
es la única educadora de la vida social; pero en este ámbito tiene un
papel insustituible. Por eso, como primeros responsables de la formación
de los hijos, los padres tienen el derecho de elegir una escuela que
corresponda a sus convicciones y, en la medida de lo posible, tienen el
deber de buscar la escuela que pueda ayudarles en su papel de educadores.
Como consecuencia, los poderes públicos tienen la obligación de garantizar
ese derecho y de asegurar las condiciones concretas para poderlo ejercitar[36].
No se debe olvidar que la educación recibida en la escuela influye de
manera decisiva en las opciones que constituyen el fundamento de la vida
de las personas; de ahí el deber que tienen los padres de participar
activamente en la vida de la escuela, para que ésta corrobore y haga
crecer la preparación recibida en el hogar. Conviene recordar que la
escuela surgió históricamente como una institución subsidiaria y
complementaria de la familia[37]:
la misión de la escuela es la de ayudar a la familia y no la de
sustituirla. Es más, los padres tienen el derecho de erigir centros de
formación general y profesional para los hijos, cumpliendo las justas
exigencias del Estado que, por otro lado, actúa en este ámbito por
delegación de los padres[38].
Desde hace algún tiempo se ha verificado un considerable intervencionismo
del Estado en esta materia: con el pretexto de una mayor “democratizació
De ahí la urgencia de
defender una auténtica libertad de enseñanza, como parte importante de la
libertad de los ciudadanos y de las comunidades menores: es necesario
superar los obstáculos que se presentan y consentir a todas las familias,
también a las más necesitadas, la libre elección de escuela para sus
hijos. Se debe evitar que las escuelas no estatales limiten su radio de
acción a las clases sociales pudientes, dando la impresión de querer
favorecer una discriminació
Un orden social duradero necesita instituciones que expresen y consoliden los valores auténticos de la vida comunitaria; la institución que responde de modo más inmediato a la sociabilidad del ser humano es la familia: solamente ella asegura la continuidad y el progreso de la sociedad. El hogar, por tanto, está llamado a ser protagonista activo del desarrollo social gracias a los valores que expresa y transmite, y mediante la participación de todos sus miembros en la vida de la sociedad[41]: «¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!»[42].
La familia, por tanto, debe reconocerse como el sujeto social fundamental y esencial para edificar una sociedad auténticamente humana y cristiana. Benedicto XVI recordó en Valencia que «reconocer y ayudar a esta institución [la familia] es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana»[43]. Es necesario, por tanto, que las personas, las familias y las autoridades civiles y religiosas se esfuercen, según sus propias funciones y capacidades, para que la vida familiar se encuentre en condiciones de cumplir cada vez mejor su cometido.
[1]
Este artículo recoge, en forma abreviada y actualizada, el capítulo V
de: Curso de Doctrina social de
[2] Juan Pablo II, Discurso al “Foro de las asociaciones familiares”, 18-XII-2004, n. 1.
[3]
Cfr. Pontificio Consejo
“Justicia y Paz”, Compendio de la doctrina social de
[4] Cfr. R. Buttiglione, La persona y la familia, Palabra, Madrid 1998.
[5] Cfr. CDSI, nn. 212-214.
[6] Cfr. Aristóteles, Política, I, 2, 1252 b 13-17.
[7]
M. T. Cicerón, De
Officiis, 1, 17, 54. Este principio clásico, incluso con palabras
semejantes, ha sido hecho propio por importantes documentos
internacionales, por ejemplo,
[8] «La misión de ser la célula primera y vital de la sociedad la ha recibido la familia directamente de Dios» Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 11. Cfr. Id., Const. Gaudium et spes (en adelante GS), n. 52.
[9] La familia «es una institución fundamental para la vida de toda sociedad. (…) Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como la sociedad primordial y, en cierto modo, “soberana”» Juan Pablo II, Carta a las Familias, 2-II-1994, n. 17.
[10] Desde el punto de vista numérico, una sociedad subsiste, crece y se renueva gracias a la generación de los hijos; por otra parte, el número de hijos que debería tener una concreta familia es un tema de gran importancia moral. Sobre este aspecto véase: A. Miralles, El matrimonio. Teología y vida, Palabra, Madrid 1997, pp. 383-397.
[11] Cfr. CDSI, nn. 230-237.
[12] «El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social» Juan Pablo II, Es. ap. Christifideles laici (en adelante CL), n. 40.
[13] Cfr. E. Fenoy - J. Abad, Amor y matrimonio, Palabra, Madrid 19916.
[14] Cfr. Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, 22-X-1983, art. 8 a-b; CDSI, n. 247.
[15] Cfr. CDSI, nn. 252-254.
[16] Algunos de estos falsos prejuicios muy difundidos son: el elitismo de las así llamadas escuelas privadas, la equiparación de las parejas de hecho (también homosexuales) a la familia, la necesidad de trabajar fuera del hogar para que la mujer pueda realizarse plenamente, etc.
[17]
CL, n. 40. Cfr. GS, n. 47; Catecismo de
[18] Cfr. CDSI, nn. 246-251.
[19]
«La persona es un sujeto y lo es también la familia, al estar
constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo de
comunión, forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la
familia es sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que
[20] Cfr. GS, n. 47.
[21] La disminución de la importancia de la familia como núcleo y lugar de trabajo comporta un menor estímulo –secundario, pero influyente– para la unidad y la fidelidad familiar (conyugal y filial), también por la merma de las actividades que se realizan en común y de la dependencia económica respecto a los otros miembros. Por eso resulta sumamente conveniente reforzar esa unidad y fidelidad, con modalidades adecuadas a la situación actual.
[22] Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, n. 10.
[23] «Todo proyecto socio-político, desde Platón a los modernos totalitarismos, que propone modelos alternativos a la familia, siempre tiene su origen en la negación del valor único e irrepetible de la persona concreta en cuanto tal» C. Caffarra, Il bene comune del matrimonio e della famiglia, en Aa.Vv., Lettera del Papa Giovanni Paolo II alle famiglie. Testo e riflessioni, Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1994, p. 130. Sin llegar a estos extremos, se puede también constatar que la falta de interés político por la familia es, al mismo tiempo, causa y efecto de un desinterés por las personas.
[24] Cfr. GS, n. 52; Pablo VI, Enc. Populorum progessio, n. 36; Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, n. 47; CEC, n. 2211.
[25] Cfr. CDSI, nn. 238-245.
[26]
Cfr. Didajé, 4, 9; Epístola de Bernabé, 19, 5;
San Clemente, Ep. a
los Corintios, 21, 6.8; San
Policarpo, Epístola, 4, 2; Pastor de Hermas, 1,
3, 1-2; 2, 3, 1; 3, 1, 6. Un Padre de
[27] Juan Pablo II, Es. ap. Familiaris consortio, n. 37. Cfr. GS, n. 61; CEC, n. 2207. El Código de Derecho Canónico dedica al derecho-deber de los padres a la educación de los hijos los cánones 793-799; y más adelante (can. 1136) indica que la formación, física, social, cultural, moral y religiosa, de la prole constituye para los padres un deber gravísimo y un derecho primario.
[28]
Son muy conocidas las numerosas investigaciones realizadas en este
campo; por eso hay un amplio consenso entre los especialistas sobre el
hecho de que los problemas que afectan a la convivencia social pueden
retrotraerse, en gran parte, a errores educativos en el ámbito
doméstico. Véase también: Juan
Pablo II, Mensaje para
[29] San Josemaría Escrivá, Conversaciones, Rialp, Madrid 198816, n. 108.
[30] «El amor es la fuente y el alma de la educación de los hijos, también porque busca suscitar amor, es decir, activar la vocación humana a amar. (...) Si el afecto se ofusca, difícilmente se transmitirán los valores fundamentales y la tarea educadora quedará incompleta, al carecer de su núcleo esencial. Si el amor es la fuente, el alma y la norma de la tarea educativa, esto significa que debe estar orientada al bien del hijo, y este bien debe dictar el justo equilibrio entre firmeza y condescendencia» A. Miralles, El matrimonio. Teología y vida, Palabra, Madrid 1997, pp. 433-434.
[31]
En teoría, casi todos aceptan que la formación de los hijos debe ser
integral, pero en la práctica muchos limitan su preocupación a los
intereses más en boga en el ámbito social: capacidades
científico-técnicas, actitudes de autoafirmació
[32] Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, n. 1.
[33] Santo Tomás recuerda que la tarea de los padres no se agota con la transmisión de una vida puramente biológica, sino que requiere la transmisión de una vida verdaderamente humana, cuya perfección se cifra en las virtudes: cfr. S.Th., Suppl., 41, 1.
[34] Cfr. CEC, nn. 1803 y 2227.
[35]
Sínodo de los Obispos de 1980,
Propos. 26, 4. También el Catecismo de
[36] Cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, n. 6; CEC, n. 2229.
[37] Cfr. Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929, AAS 22 (1930) 76.
[38] A los padres «corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, de acuerdo con su propia convicción religiosa. Por consiguiente, el poder civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas o los otros medios de educación, sin que por esta libertad de elección se les imponga ni directa ni indirectamente cargas injustas. Además, se violan los derechos de los padres cuando los hijos son obligados a asistir a lecciones escolares que no están de acuerdo con la convicción religiosa de los padres o cuando se impone un sistema único de educación del que se excluye completamente la formación religiosa» Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 5.
[39] Un centro educativo siempre cumple una función social, por eso nunca es estrictamente privado; este tipo de centros, además, descargan a la sociedad de una tarea y de un gasto económico que le es propio, y también por ende cumplen una verdadera labor social y son acreedores a una ayuda económica.
[40]
En este ámbito, «la función del Estado es subsidiaria; su papel es el
de garantizar, proteger, promover y suplir. Cuando el Estado
reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y
conculca la justicia. Compete a los padres el derecho de elegir la
escuela a donde enviar a sus propios hijos y crear y sostener centros
educativos de acuerdo con sus propias convicciones. El Estado no
puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas
llamadas privadas. Éstas prestan un servicio público y tienen, por
consiguiente, el derecho de ser ayudadas económicamente»
Congr. para
[41]
Cfr. Juan Pablo II,
Mensaje para
[42] Juan Pablo II, Es. ap. Familiaris consortio, n. 86.
[43] Benedicto XVI, Homilía en Valencia, 9-VII-2006.
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CURRICULUM VITAE
Nacido en Pego (Alicante), el 6 agosto 1941. Nacionalizado chileno.
Sacerdote secular, encardinado en
Ingeniero industrial por
Doctor en Teología por
Desde 1985 trabaja en
Es “Membro Corrispondente” de
PUBLICACIONES
Dios y el obrar humano, “Colección Teológica” n. 15, Ed. Eunsa, Pamplona 1976, 202 pp.
P. Baran - P. Sweezy:
El trabajo en Juan Pablo II, Unión Editorial, Madrid 1995, 117 pp. (en colaboración con F. Wurmser).
Chiesa e società, Armando Editore (Collana Studi di Teologia, 2), Roma 1996, 416 pp.
Santità cristiana e carità politica, Ed. Eco, S. Gabriele-Colledara 1999, pp. 242.
Scelti in Cristo per essere santi, Apollinare Studi, Roma 1999, pp. 396 (en colaboración con A. Rodríguez Luño). 2ª ed. del 2002 (pp. 337). 3ª ed. del 2003 (pp. 425).
Elegidos en Cristo para ser
Santos, Palabra, Madrid 2001, pp. 515 (es
una versión del libro precedente, con diversas modificaciones)
Curso de Doctrina Social de
Dizionario di dottrina sociale della Chiesa, LAS, Roma 2005, pp. 839 (en colaboración con G. Crepaldi).
Artículos de Teología Moral y
Doctrina Social de
Colaboración en obras colectivas
como: La misión del laico en
Publicado por E-Cristians el 17-05-2007