Autor: Tomás Melendo
Fuente: Arvo Net
Familia y persona
Sin persona no hay familia, como se suele admitir, pero sin familia tampoco hay persona… que es lo que a menudo se olvida y y el profesor Melendo pretende refrescar
Planteamiento
a) El sentido «débil» de la relación familia-persona
Hace algunos días resumí en pocas líneas una idea que
llevo exponiendo desde hace años, pero que nunca había tratado de forma
exclusiva, a la par que reducida y tal vez más inteligible, en un solo y
pequeño artículo (¿Por qué la familia?).
Me propongo ahora retomar esos «antiguos pensamientos»
y desarrollar con algo más de amplitud y fundamento ontológico-teológico el
hecho de que familia y persona se encuentran ligadas por un vínculo que, como
indica el subtítulo de estas reflexiones, resulta bidireccional y
constitutivo: sin persona no hay familia, como se suele admitir, pero sin
familia tampoco hay persona… que es lo que a menudo se olvida y pretendo
refrescar.
En efecto, con más frecuencia de la deseada la férrea
pertenencia mutua entre familia y persona se debilita, traduciéndola más o
menos como sigue: entre los hombres, debido a nuestra endeblez o indigencia,
la familia es necesaria para suplir los déficits que nos aquejan: bien porque
todavía no hemos alcanzado la estatura espiritual de individuos adultos, bien
porque esa incoada y progresiva grandeza, por razones más o menos
coyunturales, se ha visto impedida o mermada.
De resultas, la institución familiar parecería
concebida principal o exclusivamente para algunos de los miembros que la
componen. En concreto, para los más débiles o menesterosos: los niños, los
enfermos, los disminuidos psíquicos, los ancianos… Por el contrario, quienes
ostentan la plenitud de la condición personal —el padre y la madre de familia,
pongo por caso— podrían prescindir de los lazos familiares y buscar el ámbito
de su realización en otro terreno: el de las relaciones laborales, sociales, o
de amistad, las más de las veces.
b) El auténtico sentido de ese nexo
La familia es vista entonces como refugio compens ador
de la precariedad humana, como remedio para la propia soledad, inseguridades,
zozobras, insatisfacciones… Cosa que, sin ser del todo falsa, dista mucho de
adentrarse hasta el corazón del asunto. Y es que el nexo familia-persona
compone, como apuntaba, una trabazón estrictamente ontológica, que sigue —y en
cierto modo precede, como sugeriré— al ser de la persona como tal.
Con otras palabras: la familia se encuentra tan
inexorablemente ligada a la índole personal que, sin ella, nunca puede existir
plenamente la persona… o persona alguna plena.
¡Nunca! Ni entre sanos ni entre enfermos, ni entre
niños, adolescentes o adultos, ni entre las personas creadas supuestamente más
maduras… ni «dentro» del propio Dios.
En el contexto en que se sitúa este escrito, la
alusión a Dios no me parece una salida de tono. Pues para advertir en toda su
hondura que la familia resulta por entero imprescindible para cualquier
persona, con independencia de su rango onto lógico y de su grado de desarrollo
o plenitud, el camino más rápido consiste en hacer una breve e inevitablemente
modesta alusión a la Familia Primigenia, a la Trinidad. Ya que es Ella el
Modelo a cuya semejanza se configuran no sólo las personas singulares creadas,
sino también la familia humana.
A. Dios, Familia por excelencia
El impulso hacia esta respetuosa incursión en el
abismo de la Trinidad lo compone la reiterada afirmación de Juan Pablo II de
que, «en su más íntimo misterio», el Dios Uno y Trino «no es soledad, sino
familia»[1]. Para quienes llevamos ya algunos años empeñados en una tarea más
o menos fecunda de reflexión metafísica, no cabe indicio más determinante de
que la familia se establece como auténtica institución natural,
indefectiblemente ligada a la médula ontológica de la persona.
Nada más natural que lo que surge de modo inevitable
de los principios configuradores de algo: de su núcleo ontológico más íntimo,
p ropio y constituyente. Y como el ser es el principio radical y primigenio,
el fondo energético original del que dimana cuanto encontramos en un
existente, lo natural acabará siendo, en última y definitiva instancia —más
allá de la clásica y correcta pero un tanto corta referencia a la physis o
natura —, lo que para cada uno se deriva del propio ser.
En el seno de esta afirmación, la referencia a la
Trinidad viene a decirnos: cuando el ser alcanza la categoría suficiente para
convertir a su sujeto en persona, ésta no puede permanecer aislada, sino que
tiende irremediablemente a configurarse —…o a «estar configurada»: la
Trinidad— como familia.
Dios, lo sabemos por la Revelación, no podía ser sino
una Trinidad familiar: para el Ipsum Esse subsistens de los filósofos, Ser es
Ser-Familia. De resultas, la persona humana, hecha a imagen y semejanza de
este Absoluto, muy difícilmente se cumplirá como persona si no surge, crece y
muere en el seno de un hogar. La famil ia acompaña de manera necesaria e
inmediata a la plena condición personal de la persona.
El alcance y los fundamentos de este aserto podrían
asimismo vislumbrarse acudiendo a la verdad, también reiterada por el
Magisterio, de que es persona aquel sujeto que, por su intrínseca superioridad
entitativa, por el supremo vigor de su acto de ser, se encuentra naturalmente
destinado al don, a la entrega amorosa de sí.
A los efectos, resulta justamente célebre el texto de
la Gaudium et Spes: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás»[2]. Juan Pablo II, desde el inicio
mismo de su ministerio como Cabeza de la Iglesia, ha recurrido una y otra vez
a esta idea básica. En la Encíclica Dominum et vivificantem, por ejemplo, tras
recordar la afirmación que acabo de transcribir, sostiene: «Puede decirse que
en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda
la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio»[3].
Tanto o más conocido es el comentario que recoge la Mulieris dignitatem. Una
glosa particularmente relevante para nuestro propósito, por cuanto hace
residir la razón primordial de la índole de don de toda persona en la misma
naturaleza del Dios Tri-Personal: «El modelo de esta interpretación de la
persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también
que el hombre está llamado a existir “para” los demás, a convertirse en un
don»[4].
Desde el punto de vista de la fe, la cuestión resulta
relativamente clara. Existe una íntima correlación entre la índole personal y
la condición de dádiva, de realidad destinada a darse. El metafísico sólo
puede añadir a esto un intento de explicación, aun a costa de disminuir, de
forma casi inexorable, la profundidad del mensaje.
a) La persona como «excedencia»
En efecto, la filosofía enseña que la persona es lo
más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in tota natura); que
sólo las realidades más nobles, las de más talla, merecen ese calificativo; y
que les corresponde precisamente a causa de su superioridad entitativa. Y
después de algunas otras consideraciones, concluye: justo por su eminente
grandeza, esa excelencia en cierto modo rebosa fuera de sí, se desborda; por
consiguiente, lo que caracteriza a la persona como persona es el don, la
fecundidad, la entrega.
Quizá resulte más inteligible mediante una
comparación:
· Las realidades infrapersonales —un animal, una
planta— gozan de tan poca entidad, son «tan poca cosa», que toda su actividad
han de encaminarla a mantenerse en el ser, a asegurar la tenue realidad que
las constituye como fragmento o eslabón de su especie. De ahí la importancia
capital, decisiva entre ellas, de lo que hoy conoc emos como principio o
instinto de conservación (individual y específico), que las refiere
inevitablemente a sí… o a su especie en cuanto suya.
· Por el contrario, la persona posee una sublime
consistencia entitativa. En su núcleo, es siempre espiritual: recibe en sí y
por sí —y no en la materia— el propio acto de ser[5]. Esto quiere decir que su
principio constitutivo más íntimo, su actus essendi, al no encontrarse
intrínseca y definitivamente disminuido por la materia, conserva de manera
supereminente, junto con su extremada riqueza y perfección[6], la efusividad
que por naturaleza le corresponde: puesto que todo acto, en la exacta
proporción en que lo es, tiende a comunicarse, el «acto personal de ser», acto
en la acepción más plena, no solo resulta «activo de suyo»[7], sino
intrínsecamente expansivo: cuando el ser alcanza cierta cota (la propia de la
persona), asegurado ya en sí, se «vuelve» naturalmente hacia afuera.
Conclusión, también de enormes consecue ncias para la
vida cotidiana: la persona demuestra y confirma su preeminencia en el ser, su
mayor rango ontológico, en que puede (y debe) desatenderse, olvidarse de sí
misma… para volcar toda su energía en la afirmación de aquellos que la rodean.
Porque es mucho, porque su acto de ser no se encuentra disminuido por la
materia, no necesita ya ocuparse de sí misma, puede (¡y debe!) ponerse
libremente entre paréntesis, des-considerarse, y atender al perfeccionamiento
de los otros[8]. Solo entonces, al asumir voluntariamente el impulso más
radical que reside en ella[9] se cumple como persona y, consiguientemente, es
feliz.
b) La efusividad suma
Frente a lo que en ocasiones se opina y antes sugería,
esta especie de ley fundamentalísima acrecienta su verdad en la medida en que
se refiere a personas más perfectas; y, según apuntaba Juan Pablo II, adquiere
un vigor y una vigencia absolutas cuando se trata, en el cenit de todo lo
existente, del mismo Dios. En Él, cada Persona no es que se encuentre llamada
al Don, sino que más bien es ya —desde siempre y para siempre, si vale la
expresión— Dádiva, Entrega, Afirmación de las otras dos Personas, y, por eso,
Relación hacia Ellas[10].
Semejante observación permite calibrar adecuadamente
el alcance de la pertenencia mutua de la persona y la familia. Hace posible
entender por qué y con qué fundamento allí donde existe una Realidad Personal
plena, que encarna de manera acabada la condición de Persona al configurarse
como infinito Ser subsistente, tienen por fuerza lugar las Relaciones que la
establecen como Familia. Y, por ende, como intento mostrar, que, considerando
a fondo la cuestión, la familia no sólo es necesaria para que la persona se
perfeccione, para que acrezca su condición personal, sino que resulta
imprescindible, más bien y antes, para que la persona sea, en cuanto persona:
para que encarne su propio ser personal.
Desde esta perspectiva fundamental, la exi stencia de
la familia no proviene de carencia alguna: es correlativa, simple y
llanamente, a la existencia de la persona como tal.
Y, así, en el seno de la Trinidad, el Padre, absoluta
plenitud de Ser al que desde ningún punto de vista cabe considerar indigente,
no sería Persona sin el Hijo. ¿Por qué? Porque no podría encarnar su esencial
y constitutiva «efusividad» —su condición de Don, ¡de Persona!—, sin un
correlato, también personal, capaz de recibir íntegramente la propia Dádiva.
Explicándolo, en lo que se me alcanza. Como sostiene
Aristóteles y repiten sus seguidores latinos, actio est in passo, la acción
«está» (acaba de cumplirse, de ser) en el paciente: no puede decirse que
alguien mate a otra persona, por más que lo intente y dispare a bocajarro
sobre ella, si el «paciente» no llega a morir.
En semejante sentido, nada puede entregarse si no
existe algo capaz de recibirlo y lo recibe de hecho. Y, en el caso de las
personas, ese algo es por f uerza un «alguien», otra persona. Por dos motivos:
i) porque ninguna realidad inferior es susceptible de
albergar la grandeza de una persona;
ii) porque si hablamos de verdadera entrega, la
«pasión» correspondiente «se torna activa»; en términos estrictos una persona
no «es recibida» por otra sino en cuanto que esta segunda, con un acto
eminente de libertad (el acto más activo), la acoge o acepta.
(Habría, pues, que reflexionar más, y tal vez que
corregir, la concepción de los dos integrantes de una relación amorosa como
«activo» y «pasivo». Una vez que se advierte lo que acabo de insinuar, la
acogida del otro manifiesta una suprema actividad, como también —salvando las
distancias— cualquier acto de libertad por el que se acepta gozosamente
incluso aquello que, por otro lado, no podría evitarse[11]).
c) La receptividad-activa o libre aceptación
De ahí que Tomás de Aquino, en algunas ocasiones,
distinga entre recibir y aceptar o acoger, y aplique esta diferencia a lo que
sucede a cualquier criatura, por una parte, y, por otra, al Hijo en el seno de
la Santísima Trinidad.
Las criaturas reciben el acto de ser en la potencia co-creada
en tal instante, y semejante ser resulta por fuerza disminuido, rebajado…
según la medida de la esencia. El Hijo, por el contrario, y estamos en uno de
los puntos clave del Misterio, acepta libérrimamente el Ser que el Padre le
otorga: un Ser que, así acogido, en nada disminuye su plenitud.
Se «entiende» (¿?) entonces que el Hijo posea la misma
categoría ontológica —el mismo Ser, sin merma alguna— que el Padre (Este como
entregándolo y Aquel como acogiéndolo). Y que en su constitución intervenga,
por parte de las dos Personas, un eminente acto de libertad, de amor. El Hijo
es por la libérrima y amorosa aceptación del Ser que el Padre, también con
plena libertad, le ofrece (la distinción necesidad-libertad queda superada en
el seno de la Trinidad).
Lo cual resulta lejanísima y muy imperfectamente
imitado en el caso de las personas creadas, en las que el aceptar auténtico
—como ya insinué— tiene también carácter activo.
d) La plenitud del Amor
Con las oportunas adaptaciones, algo similar habría
que decir del Padre y del Hijo respecto al Espíritu Santo. Aunque aquí se
debería añadir la jugosa afirmación de Tomás de Aquino, situada en las
antípodas del intelectualismo frío y aséptico que a menudo se le atribuye:
tomando como base la correspondiente verdad de fe revelada, Santo Tomás afirma
que Dios por fuerza ha de ser Trino porque con sólo dos Personas —¡incluso
divinas!— «no se realizarían en plenitud las delicias del amor».
Ciertamente, como afirman entre otros Agustín de
Hipona y el propio Tomás de Aquino, en el interior de la Trinidad el amor se
encuentra operante desde el Principio, desde la generación del Verbo por el
Padre, aunque ésta se explique f ormalmente como Concepción (amorosa) del
Entendimiento. Pero es sólo el Espíritu Santo quien se configura, de manera
propia y acabada, como Amor subsistente o consubstancial, como Don cabal y
pleno[12]. Es decir, como Conjunción Subsistente de la Dádiva y Aceptación
libérrimas, nuevamente fecundas, y no sólo de Una (Entrega) u Otra (Acogida).
Por eso es «necesaria» la Tercera Persona.
e) Addenda
La cuestión resulta relativamente clara. Del amor,
también del humano, nada se entiende desde la perspectiva egotista del yo.
Resulta luminoso, por el contrario, cuando empieza a conjugarse en términos de
tú. Pero no alcanza su dimensión más cumplida, su coronamiento terminal, hasta
que introduce en su órbita las exigencias gozosas de un tercero: cuando se
modula por referencia al él (por eso el matrimonio suele ser fecundo, la
amistad busca ampliar el ámbito de sus componentes, el amor del hombre a Dios
no es pleno si no redunda en beneficio de otros , si no se transforma, ¡si no
es! apostolado…).
Lo había advertido Miguel Hernández, con extremada
intuición poética, al escribir en el frontispicio de la más famosa de sus
elegías: «En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón
Sijé, con quien tanto quería». Y, en efecto, querer juntamente con la persona
amada, en un excelso amor de amistad que engloba y trasciende el cariño mutuo,
constituye la forma privilegiadamente suprema de quererse dos personas, la
plenitud y el cumplimiento del amor. Apogeo que se eleva a alturas
insospechadas cuando lo conjuntamente querido es lo más digno de ser amado:
otra u otras personas.
Pues bien, en el interior de la Trinidad, donde todo
es personal, ese amor conducido a perfección no puede sino ser subsistente. La
expresión cumplida del amor del Padre al Hijo, y viceversa, es el Amor
personal con que los Dos se quieren indisolublemente en el Espíritu Santo,
queriendo también a Éste. Sólo en ese querer c onjunto hacia Otro conquista su
acabamiento el Amor divino. De ahí que la Familia Primigenia haya de
instaurarse como Trinidad.
* * *
Concluyendo y resumiendo estas disquisiciones sobre la
génesis Primordial de la Familia: sin donación, sin dádiva, no hay persona; a
su vez, no hay donación posible sin aceptación: nadie puede darse si no es
libremente aceptado por otro. A lo que habría que agregar que, en virtud de la
simetría que rige las actividades más estrictamente metafísicas, la realidad
que acoge tiene que estar a la altura ontológica de la que se entrega: en
nuestro supuesto, también Ella ha de ser Persona[13]. No es posible, por ende,
una Persona aislada, pues no podría realizar la Donación en que Ella misma
consiste; y esa Donación-Acogida no es plena hasta que revierte —por así
decir— en beneficio de un Tercero, en quien se cumple definitivamente el
Amor[14].
De esta sumarísima y balbuciente consideración de la
Vida intratrinitaria —a cuya semejanza, aunque a distancia infinita, se
constituye la familia humana[15]— podemos colegir que, considerada en sí
misma, en cuanto donación-recepción recíproca, la comunicación amorosa que
define esencialmente a la familia es consecuencia y requisito ineludible de la
estricta índole personal: sin familia no hay persona. Además, quiero
repetirlo, cuanto más perfecta es la Persona, más necesidad tiene de la
Familia, precisamente para encarnar su condición de Dádiva, para darse
plenamente, sin reservas.
(Lo cual, como también sugerí, resulta en extremo
revelador en el caso de la familia humana, en la que sus miembros tienen mayor
necesidad de ella en la exacta proporción en que van madurando, aumentan su
categoría y, con tal incremento, crece asimismo la tensión-obligación de
darse.)
B. La familia participada
Con la pobreza del entendimiento y de las palabras
humanas, y con clara conciencia de lo casi in útil del propósito, he intentado
indagar lo que sucede en Dios, analogado principal de cualquier otra familia.
Los hombres son los analogados secundarios de la realidad familiar.
Consiguientemente, en su ámbito, la situación resulta en parte igual y en
parte distinta. Si consideramos el asunto desde la más radical perspectiva
posible, la necesidad de la familia se enraíza en la condición personal humana
por dos títulos diversos, aunque complementarios:
i) ante todo, la excedencia, que acerca la persona
humana a las Divinas y representa la razón primordial;
ii) y, derivadamente, la indigencia, que la sitúa a
una distancia infinita respecto a Ellas.
Y ambas —sobreabundancia y precariedad— en relación al
amor, que es lo que define a la persona como persona.
1. Familia humana y excedencia
Por lo que se refiere a la excedencia, conviene dejar
muy claro que también entre nosotros, y en virtud de la superioridad e
ntitativa a que antes me referí, la persona se configura primordialmente como
una realidad llamada a la entrega: a la donación total, absoluta. Sin
semejante ofrenda de sí, ningún ser humano puede lograr el cumplimiento, la
plenitud que le compete como persona… ni, por ende, la felicidad.
De ahí, desde la óptica que pretendo subrayar, la
conveniencia del matrimonio, que es el camino más frecuente donde los adultos
pueden darse por entero, en cuerpo y alma. Donde actualizan, por tanto, su
vocación a la dádiva cumplida, al don íntegro en el que obtienen su apogeo
como personas, según la famosísima expresión de la Gaudium et Spes que antes
recogíamos, y que tantas veces ha reiterado —como también advertí— Juan Pablo
II.
Y este, el de hacer posible la entrega, es el sentido
fundamental en que, ya no sólo para los esposos, sino para todos sus miembros,
la familia humana iniciada con la boda resulta imprescindible: pues en ella
encuentran cuantos la componen el ámbi to adecuado en el que pueden, en
verdad, darse.
¿Por qué? Porque su simple condición personal —lo que
son, y no tanto lo que saben, lo que hacen o lo que tienen— compone un título
suficiente para ser gozosa y libremente acogidos. «¿Quién puede dejar de pedir
a la familia humana —sostiene con decisión Juan Pablo— que sea una auténtica
familia, una auténtica comunidad donde se ama permanentemente al hombre, donde
se ama siempre a cada uno por el solo motivo de que es un hombre, esa cosa
única, irrepetible, que es una persona?»[16].
a) El hijo, don radical…
Así ha de suceder, pongo por caso, y de una manera que
nunca podría encomiarse en exceso, desde el mismísimo momento de la
concepción. No olvidemos que cualquier hijo —por su misma índole personal—
debe tener desde siempre razón de don, de obsequio, de regalo. Y, en efecto,
su propio ser, el que se le otorga con el alma espiritual, es el don
primigenio que Dios hace al propio niño en el m omento preciso en que es
concebido, elevando la materia que aportan los padres a la sublime categoría
de persona. Y esa misma persona se configura, a la par, como el don
extraordinario que el propio Dios ofrece a los esposos: como regalo al regalo
—mutua entrega amorosa y gratuita— que éstos se otorgan en el momento de la
relación fecunda.
Los cónyuges se obsequian recíprocamente, en cada acto
de unión íntima, en cuerpo y alma. Y Dios, que siempre premia esa entrega con
un aumento de gracia y de afecto recíproco, lo hace también en ocasiones con
lo máximo que podría ofrendarles en los dominios de la naturaleza (asumible
por la gracia): una nueva realidad humana, creada a imagen y semejanza divina.
Amor, por tanto, (con mayúscula) que se suma al amor,
Entrega que se añade a la entrega, y todo ello dentro de la lógica amorosa de
la gratuidad: he ahí la llegada al mundo de cualquier niño… precisamente como
persona.
Con palabras un tanto más técnicas, l o resume
adecuadamente el cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI: «La sexualidad
conyugal es la expresión del don definitivo que hace de sí mismo el cónyuge al
otro cónyuge y, por tanto, confirma y alimenta entre los esposos una comunión
de amor total e indisoluble. Es por esta donación, su íntima verdad, por lo
que la sexualidad está llamada, precisamente en el acto conyugal específico de
la unión de los esposos, a una participationem specialem quamdam in suiipsius
opere creativo (esto es, de Dios) (GS 50, 1). […]. El acto conyugal, en el
cual se ponen las condiciones para que surja una nueva vida, no genera ninguna
relación de “producción” entre padres e hijos: en él el hijo es engendrado y
no producido. Los cónyuges ponen un acto de amor en el don recíproco de sí
mismos, y el hijo que puede surgir de este acto es el don del amor creativo de
Dios, confiado a los padres para que lo acojan con reconocimiento e infinito
respeto»[17].
b) … fruto directo e inmediato d e un inmediato y
directo acto de amor
Don del amor creativo al don recíproco de los padres…
Vale la pena insinuar aquí una verdad profunda, que merecería ulteriores
desarrollos. Si cuanto se acaba de sostener es cierto, la familia de
institución matrimonial constituirá el único ámbito que torna hacedero el
legítimo crecimiento numérico de la humanidad.
Sólo en el seno de semejantes familias los nuevos
seres humanos accederán al universo —desde el mismísimo instante en que son
concebidos— de acuerdo con su condición personal de dádiva, de regalo.
¿Por qué? Porque sólo la unión fecunda de un varón con
una mujer que se han entregado de por vida en cuanto tales abre el espacio a
la concepción amorosa y gratuita del hijo; un hijo que Dios añade
—gratuitamente, insisto—, como ofrenda de su Amor libérrimo e infinito, al
amor con que los cónyuges actualizan la entrega completa del cuerpo y del alma
que, en exclusiva y para siempre, se hicieron en el mom ento del matrimonio.
El hijo puede venir al mundo como un don sólo cuando
un varón y una mujer, mediante la entrega completa de sí mismos, incluidas sus
respectivas sexualidades, crean un exquisito clima de amor naturalmente
fecundo: sólo en semejante ámbito puede introducirse con coherencia el Amor
creador del propio Dios, que es el Origen radical —y gratuito, repito por
última vez— de cada nuevo vástago. Únicamente un con-texto de amor (el de los
padres) resulta congruente con el Texto amoroso de la creación (divina) del
hijo.
Lo ha expresado, con penetrante belleza, Carlo
Caffarra: «Llamados a cooperar con el Creador, el varón y la mujer, para vivir
de forma digna esta cooperación, deberán asimilar —de forma consentida— su
acto al acto divino; se tratará de expresar humanamente, en el plano del
universo creado, aquello que Dios completa. Ahora bien, el acto creador de
Dios es, en su más íntima esencia, un acto de amor, porque ninguna necesidad
ni intrínseca n i extrínseca le obliga a crear. En consecuencia, por estas
profundas razones toda la actividad desplegada a lo largo del entero proceso
por el que se puede dar origen a una nueva vida humana es, en su más íntima
esencia, una actividad de amor. El hecho de que la sexualidad humana esté en
condiciones de dar origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho
de que la sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una
comunión de amor»[18], de entrega-aceptación recíproca y gratuita.
c) La sola familia genuina
La familia de institución matrimonial, por
consiguiente, constituye la esfera, el humus vital y profundamente humano,
donde es posible acoger la donación personal con que debe iniciar su
existencia cada uno de sus subsiguientes miembros. Justo porque el matrimonio
hace posible la dádiva de las personas íntegras de los esposos, en cuanto
sexuadas y «onto-génicamente fecundas» (capaces de dar vida a un nuevo ser
personal), en él los h ijos pueden ser acogidos con libre gozo como respuesta
gratuita a la también gratuita entrega mutua de los cónyuges. Nunca como
objeto de un derecho, que anularía su condición de obsequios no debidos. En
consecuencia, sólo bajo el amparo de la institución matrimonial pueden
configurarse los hijos, desde el mismo momento en que son procreados, como
dádiva, como oferta liberal, como el mejor regalo: es decir, como personas.
(Es fácil advertir que, al escribir estas últimas
palabras, tengo presentes —por contraste— las pretensiones de ciertas parejas,
y en especial las de personas del mismo sexo, de hacer llegar al mundo a los
hijos mediante los múltiples procedimientos de fecundación artificial. En
semejantes circunstancias, la nueva criatura jamás se adentraría en la vida
como término directo e inmediato de un acto de amor.
i) Primero, porque ninguno de los componentes de una
relación homosexual, por centrarme en este extremo, puede hacer entrega cabal
de la pro pia sexualidad —y, con ella, de su persona íntegra—, por cuanto el
otro se encuentra ontológica y fisiológicamente incapacitado para acogerla.
ii) Después, y derivadamente, porque el «amor» de las
personas homosexuales resulta onto-génicamente infecundo.
En semejantes circunstancias, los hijos se
introducirán en el universo como resultado de una acción técnica de dominio,
situada en las antípodas de la gratuidad del amor. Lo cual es una prueba más
de que semejantes parejas no pueden constituir familia, por cuanto son
incapaces de acoger a los sucesivos miembros precisamente como personas, como
don liberal y gratuito.)
d) Excedencia sobre excedencia
Volvamos, pues, al camino maestro, y recapitulemos.
En el seno del matrimonio, cada esposo torna viable la
actualización de la vocación personal que deriva de la excedencia ontológica
del otro cónyuge, al acogerlo como un don.
La familia que así surge origina, a s u vez, el ámbito
en el que cada uno de los hijos podrá inaugurar una vida personal,
configurándose, desde el preciso instante en que es procreado, como «exceso»:
como dádiva (jubilosamente acogida) al amor recíproco de los padres.
Y de ese ejemplo vital de los cónyuges, según he
explicado otras veces, aprenden también los hermanos a recibir a los demás,
pequeños y mayores, convirtiendo a cada uno de ellos en el presente de mayor
envergadura que Dios, a través de la fecundidad paterna, ha podido hacerles.
En semejante sentido, ya desde su inicio en el
matrimonio, la familia va estableciendo la esfera donde cada uno de sus
componentes puede darse gratuitamente a los demás, por cuanto es acogido
—también gratuitamente— por el resto de los integrantes de la familia. Y
semejante darse resulta imprescindible para que la persona humana realice a
fondo la tarea de pleno crecimiento a la que «por naturaleza» —o mejor: en
virtud del dinamismo inauguralmente concentrado e n el acto personal de ser
desde el momento de la concepción— se encuentra llamada.
«También la humana», acabo de reiterar. Y es que el
hombre —sería éste el mensaje capital de todo el escrito— es por su misma
constitución, primariamente y antes que nada, persona, sobreabundancia,
fecundidad. Es, por decirlo con palabras más significativas, de la misma
estirpe de Dios…, que en eso consiste ser persona[19].
A este respecto, resulta lícito sostener —sin ignorar
por eso nuestra radical condición de criaturas— que en cierto modo la
distancia ontológica existente entre Dios y nosotros, ya en el plano natural,
resulta mucho menor que la que separa, por medio de un abismo sin fin, al
hombre del más perfecto de los animales superiores. Al fin y al cabo, «cada
uno de todos» los seres humanos —¡como Dios!— es persona, realidad a la que un
designio infinitamente amoroso del Absoluto ha hecho surgir con vocación de
eternidad; mientras que los más evolucionados de los mamíf eros no pasan de
ser un pasajero disponerse de la materia, una especie de préstamo ecológico
que el universo temporalmente les otorga… para subsumirlos poco más tarde en
el seno de ese mismo magma material, sin que allí, en definitiva, haya pasado
nada.
2. Familia humana e indigencia
Persona, por tanto, ontológicamente impelida a la
entrega: excedencia entitativa, plenitud que se desborda en beneficio del
otro… Nada de esto quita, sin embargo, que el sujeto humano sea una realidad
finita, doblemente participada y menesterosa. Y de ahí, de su condición de
criatura, el que deba a su vez aprender a ser persona cabal, dándose.
El de la indigencia es entonces el segundo título por
el que la familia resulta imprescindible, entre nosotros, para la consecución
de la propia plenitud. Radicada en la esencia como potencia limitadora del
acto personal de ser, esa precariedad marca la distancia infinita que aleja a
la persona humana de las Personas divinas y —sin eliminar la similitud—
instaura una abismal desemejanza entre la familia creada y la Familia
Primordial, y hace que la humana —precisamente en cuanto humana, que no en
cuanto familia— se presente también, de forma inicialmente más palmaria, como
auxilio para la intrínseca endeblez de sus componentes.
a) El matrimonio, origen de la familia humana
La aplicación analítica de este principio resultaría
en exceso dilatada, aunque sin duda fecunda. Ayudaría a comprender, entre
otras cosas, por qué la paternidad (y la consectaria filiación) son
constitutivas de toda familia, mientras que es propio de la familia natural
humana —de nuevo en cuanto humana, y no en cuanto familia— el que la
paternidad ontogénica se conquiste como fruto de la unión amorosa del varón y
la mujer.
En contraposición a lo que sucede en el seno de la
Trinidad —en la que «paternidad» y «maternidad» se encuentran sublimadas y
reunidas en la infinita perfección del Padre—, l os esposos humanos tienen que
colmar recíprocamente el déficit que les impide por sí solos traer al mundo a
esa «otra persona», el hijo, capaz de aportar el complemento imprescindible
para llevar a su última perfección la familia ya iniciada —y formalmente
constituida— en el matrimonio[20].
Tal disimilitud inaugural marcará hondamente la índole
más íntima de la familia de institución matrimonial. Por ejemplo, dentro de
ella, la calidad del amor de los cónyuges —origen común del resto de la
familia— determinará en cierta medida el temple de la relación amorosa de los
hijos entre sí y con los padres, hasta el punto de que en la práctica puede
afirmarse que la cualidad y el vigor del cariño que reina en una familia
deriva, por vía directa, de la condición y el brío del respectivo amor
conyugal[21].
El principio exegético a que venimos aludiendo —el de
la finitud constitutiva de la persona humana— permitiría también advertir el
motivo por el que un solo hijo no ag ota en sí la filiación, al contrario de
lo que sucede con el Verbo divino, cuya radical plenitud hace innecesaria —e
imposible— una ulterior generación natural dentro de la divinidad. Inclinaría
a comprender, en otro ámbito bien distinto, por qué psicológicamente —y al
menos en determinadas circunstancias— la práctica totalidad de los humanos se
encuentran necesitados del aliento de los restantes miembros de su familia
para llevar adelante el conjunto de tareas que componen la trama de su
servicio a los demás y de la consectaria labor de su propia mejora como
personas. Pero incitará a apreciar, sobre todo, la razón definitiva por la que
ninguna familia humana —ni considerada aisladamente ni en los ámbitos
naturales en los que de ordinario se instaura ni, siquiera, en el seno de esa
gran familia que compone la humanidad— basta para conferir la perfección
definitiva a sus respectivos integrantes, sino que ha de ponerse en relación,
constitutiva y esencial para cada una de ellas, con la Familia Primigenia.
b) Familia y persona humanas… en relación con la
Divinidad
Pues, en efecto, aquello a que aludía hace un rato
como lo que el sujeto humano tiene que recibir para completar su índole
personal, no puede ser, en última y definitiva instancia, otra cosa que el
amor. Y, al término, el amor divino.
Para advertirlo, conviene considerar que, aun cuando
el querer a los otros «activamente» —la entrega— sea más definitorio de la
persona que el ser amado (si es que esta puntualización pudiera establecerse
sin los distingos que antes apunté), resulta más propio de la persona humana,
finita o participada, y justamente en cuanto participada, el
ser-amada-para-amar. Y de ahí, como recordara Juan Pablo II en la Mulieris
dignitatem, que la mujer encarne de manera más acabada la índole personal
propia del ser humano: por cuanto es, como explicaba el Papa, la que recibe
amor para darlo.
Desde tal punto de vista, en cuanto finita, l a
persona humana tendría primero, según un orden de naturaleza, que recibir amor
para empezar a darlo y adquirir —así, en la entrega— su propio cumplimiento
personal. Pienso que, considerada en su más extrema radicalidad, esta
afirmación es cierta: sostener lo contrario constituiría una especie de
arrogancia inconciliable con nuestra condición de criatura. Pero afirmo de
inmediato que esa necesidad de completarse, precisamente como persona, se
sitúa en las antípodas de las múltiples propuestas de realización personal
—tremendamente egotistas— de algunas psiquiatrías al uso.
¿Por qué?, cabría preguntarse. Y la respuesta, ya
sugerida, no podría resultar más obvia: porque la indigencia radical de la
persona humana se halla colmada desde el principio, por el hecho sublime de
que Dios nos amó primero: de que nos ama a cada uno con un Amor infinito desde
la entera eternidad sin fin que Él es. Por eso, desde el mismo instante de su
creación, el sujeto humano se encuentra (ontológ icamente) capacitado para
entregarse a los demás, habiendo recibido ya el espaldarazo fundamental
constituyente: el Amor infinito de todo un Dios.
c) Saberse hijos de Dios, fundamento de toda
educación
De nuevo nos encontramos ante una verdad merecedora de
unos minutos de reflexión por parte de los esposos. Porque la consecuencia de
cuanto acabo de sugerir debería orientar la entera labor educativa en el
interior de la familia. En efecto, la tarea primordial y esencialísima de los
padres respecto a cada uno de sus hijos —la única radical y definitiva, la que
permitirá a éstos superar la insuficiencia configuradora para alcanzar su
apogeo como personas—, consiste en hacerlos tomar conciencia de que son el
término de un Amor infinitamente infinito de Dios.
Es lo que toda persona humana necesita para colmar su
connatural indigencia: saberse destinataria de un Amor que la ama
sobreabundantemente y que, al amarla, le da el ser, encaminándola desde
entonces a convertirse en un interlocutor de ese mismo Amor divino por toda la
eternidad. Es decir, saber que Dios la quiere con tal desmesura que, en la
intrépida (des)proporción en que a Él le resulta posible, la destina a
deificarse, a transformarse a su vez en Dios.
Pues, en efecto, el fin de la persona participada —del
hombre como del ángel— es exactamente el mismo que el del propio Dios; Dios es
un Acto de Amor (de Dios) infinito y subsistente; el hombre, por su parte,
está llamado a ser exactamente lo mismo, pero de forma participada: a
convertirse en un acto de amor de Dios, con el que colmará por toda la
eternidad sus ansias ontológicas de persona.
Como dije, todo esto debería ocupar un lugar relevante
en las explicaciones de los padres a sus hijos: habrían de hacerles comprender
que la vida no es tanto una prueba para ver si merecemos el premio eterno,
como la gran oportunidad que se nos concede para acrecer nuestra capacidad de
amar: para que, participadamente, lleguemos a ser actos más intensos —más
definitivos— de amor de Dios y, por tanto, más plenamente felices ya en este
mundo y, de manera radical y resolutoria, eternamente en el otro[22].
En relación a este extremo, se ha señalado a
menudo[23] que el matrimonio es escuela de amor para los cónyuges, para la
mayoría de las personas humanas. Haciéndoles dichosos ya en esta vida, a
través también de pruebas y contradicciones, los madura para acercarse al Amor
subsistente e infinito de Dios, que los tornará completamente bienaventurados
por la eternidad sin fin. Pero si el matrimonio es el camino normal para la
gran mayoría de los sujetos humanos, la familia es mucho más. Una auténtica
familia, del tipo que fuere —la familia natural de institución matrimonial o
una familia sobrenatural, pongo por caso, o alguna otra realidad que haga
eficazmente las veces de familia—, por cuanto compone el ámbito donde
efectivamente pueden y aprenden a amar, resulta imprescindi ble para todo ser
humano: para que cada uno de ellos alcance su definitiva realidad como
persona.
Y es que, en efecto, según vengo sugiriendo, por su
condición de criatura el hombre necesita perfeccionarse, incrementar su propia
índole personal: hacerse no sólo mejor persona, sino —si se me apura— más
persona, colmando el déficit inicial aparejado a su constitución participada.
Pero precisamente porque ya desde el principio disfruta de la categoría
ontológica de persona, porque ha sido instaurado en ese elevadísimo grado de
ser, sólo la operación más noble entre las existentes, la del amor que se
entrega, que se da, resulta capaz de engrandecerlo. Cualquier otro tipo de
actividad, incluso la del entendimiento, desligada del amor, lo mejoraría
sectorialmente, pero no en su estricta entraña personal.
Por su misma nobleza, sólo el obrar de más rango —el
amor, que lo equipara formalmente al Absoluto— tiene el vigor suficiente para
acrecer la enjundia personal del s er humano. En el extremo opuesto, cualquier
tipo de egoísmo, al equiparar al hombre con los animales y con las realidades
aún inferiores, se demuestra del todo impotente para incrementar su valía en
cuanto persona. Más aún: por fuerza lo envilece, lo deshumaniza, lo reduce a
la condición de cosa.
Pero como el amor que culmina en entrega sólo es
terminalmente hacedero en aquellos ámbitos donde un individuo es acogido de
forma incondicionada por su pura y desnuda índole de persona, y como esto
únicamente tiene lugar en la familia y en aquellas otras colectividades o
esferas que participan en sentido estricto del temple familiar, la familia
humana se demuestra imprescindible para que, dándose, el hombre pueda
responder a su vocación esencial de persona. Sin familia, según vimos, el ser
humano no podría nacer como persona; pero tampoco puede crecer, hasta
conquistar su plenitud personal, a través del amor.
En cuanto cátedra ineludible de amor, por tanto, la
familia constituye la institución irreemplazable para colmar la indigencia
personal del ser humano. Por su condición de criatura, éste tiene necesidad de
sentirse amado. Por su índole de persona ostenta un imperativo, no menos
perentorio, de amar activamente, de entregarse. Y como la primera y definitiva
lección para aprender a amar es la de saberse gratuitamente amado, las dos
exigencias —amar y ser amado— la colman los padres haciendo al niño consciente
del infinito Amor de Dios… y la colman recíprocamente cada uno de los miembros
de la familia —niños o adultos—, tornándose vicarios de ese Amor infinito:
amando a los demás componentes como Dios los ama: es decir, por ellos mismos,
porque son dignos de amor. Y lo son, es la razón resolutiva, por su condición
estricta de persona, que los configura como amigos, al menos potenciales, del
mismísimo Absoluto.
* * *
Concluyendo: la familia resulta insustituible para la
plena personalización de cada su jeto humano por dos motivos complementarios e
interdependientes:
i) Por cuanto, desde la concepción hasta la muerte,
establece las condiciones ineludibles para que el hombre pueda amar,
entregándose; y
ii) por cuanto, también desde sus primeros pasos, se
empeña activamente en enseñarle a hacerlo. Requisitos ambos ineludibles para
que el hombre realice su vocación como persona, como “principio y término de
amor”[24], asimilándose así a los Integrantes de la Familia divina.
Notas
[1] Juan Pablo II, Homilía en Puebla, 28-I-1979 (AAS,
71, 1979), 184.
[2] Gaudium et Spes, núm. 24.
[3] Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, núm. 59.
[4] Idem, Mulieris dignitatem, nn. 481-482.
[5] En relación a este extremo, cfr. Melendo, Tomás,
“Metafísica de la dignidad humana”, en Anuario Filosófico, 1994 (27/1), 25 ss.
[6] Es oportuno recordar, una vez más, el capital
texto de Tomás de Aqui no: «toda la nobleza de cualquier cosa le pertenece en
razón de su ser (esse): pues ninguna nobleza derivaría para el hombre de su
sabiduría si por ella no fuese sabio; y lo mismo cabe decir de las restantes
perfecciones. En consecuencia, a tenor de la forma como una realidad posee el
ser, se determina el grado y la calidad de su nobleza: pues cada cosa es más o
menos noble conforme su ser es contraído a un cierto y especial modo de
nobleza, mayor o menor» (Tomás de Aquino, C.G. I, c. 27).
[7] Cardona, Carlos, Metafísica del bien y del mal,
Eunsa, Pamplona 1987, 30 y passim. La índole activa del actus essendi
representa, desde el punto de vista de los fundamentos, la verdad primordial
de este excelente libro de Cardona.
[8] «El hombre es aquel ser que puede desconsiderarse
a sí mismo y relativizarse. Puede —como se expresa en el lenguaje cristiano—
“morir a sí mismo”. […] Precisamente en esta relativización del propio yo
finito, de los propios deseos, intereses y objetivos, se dilata la persona y
se hace algo absoluto. Se hace inconmensurable. Puede ponerse a sí mismo en
servicio de algo distinto de sí, hasta el sacrificio de sí mismo» (Spaemann,
Robert, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, 104-105).
[9] «El amor es connatural al hombre: este ha sido
creado para amar y lleva dentro de sí una aspiración profunda a entregarse».
«Aunque pocas veces seamos conscientes de ello, la necesidad más profunda del
hombre es sin duda la de entregarse» (Philippe, Jacques, La libertad interior,
Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, p. 122 y nota 15).
[10] En este sentido, resultan muy certeras las
siguientes palabras: «Y ya que nos sirve de imagen la vida trinitaria, habría
que decir que las personas en Dios, con ser distintas, consisten en existir
las unas para las otras. Cada persona encuentra, por así decir, en las otras
dos el sentido y la finalidad de su existencia. Las relaciones en Dios son
realidades subsistentes misteriosísima s que hacen de su vida tripersonal una
comunidad perfectísima, en la que cada persona encuentra su ser y su
existencia en las otras, al entregarse a ellas» (Delicado Baeza, José, “El
matrimonio en el misterio de Cristo”, AA.VV., Cuestiones Fundamentales sobre
Matrimonio y Familia. II Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Pamplona
1980, 98-99).
[11] «El acto más elevado y fecundo de libertad humana
reside antes en la aceptación que en el dominio. El hombre manifiesta la
grandeza de su libertad cuando transforma la realidad, pero más aún cuando
acoge confiadamente la realidad que le viene dada día tras día» (Philippe,
Jacques, La libertad interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, p. 30).
[12] Cfr. Cardona, Carlos, “El amor a la verdad y la
verdad del amor”, en Servicio de documentación Montalegre, 281, año vii, 3ª
época, semana del 12 al 18 de febrero de 1990, 1-8.
[13] «La estructura misma del don como realidad
—explica Rafael Caldera— exige un destina tario personal, alguien a quien
pueda hacerse el don: es decir, de la misma manera que el don como acto, como
donación, exige un sujeto personal, capaz —en sentido estricto— de tener y de
dar y, sobre todo, de ser dueño de sí y de darse en la efusión de amor;
asimismo requiere de un sujeto personal que lo reciba, esto es, que sea capaz
de recibirlo y que de hecho lo acepte, que quiera recibirlo» (Caldera, Rafael
Tomás, “El don de sí”, Servicio de documentación Montalegre, 276, año VII, 3ª
época, semana del 8 al 14 de enero de 1990, 3).
[14] Tal vez sea este el momento de transcribir
íntegra la cita de Juan Pablo II con la que abríamos las presentes
disquisiciones: «Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en
su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva
en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor.
Este amor, en la Familia Divina, es el Espíritu Santo» (Juan Pablo II,
“Homilía en el patio del Se minario Palafoxiano de Puebla”, 28-I-1979, Juan
Pablo II a las familias, Eunsa, Pamplona, 5ª ed. 1982, núm. 38).
[15] Cfr., por ejemplo, las pertinentes
consideraciones de Angelo Scola en Identidad y diferencia, Ed. Encuentro,
Madrid 1989, 94-95 y passim. Se nos dice allí, entre otras cosas: «En efecto,
la fecundidad de la sexualidad humana se liga, en virtud de la imago,
misteriosa pero no casualmente, a la fecundidad misma de la vida trinitaria,
de manera que a la Trinidad con mayúscula viene a corresponder, aunque sea
dentro de una abismal desemejanza, una trinidad con minúscula» (p. 94).
[16] Juan Pablo II, “Discurso en la Plaza Vittorio de
Turín”, 13-IV-1980, A las familias, núm. 180.
[17] Ratzinger, Joseph, «Presentación a la Instrucción
Donum vitae», AA.VV., El don de la vida, Palabra, Madrid 1992, 22.
[18] Caffarra, Carlo Sexualidad a la luz de la
antropología y de la Biblia, DIF núm. 2, Rialp, Madrid 1990, 37.
[19] En t al sentido, resulta algo más que simple
metáfora la apelación —«dioses, diosas»— con que Lewis caracteriza a todo ser
humano: «Es muy serio vivir en una sociedad de posibles dioses y diosas,
recordar que la persona más estúpida y sin interés con la que podamos hablar
puede ser algún día una criatura ante cuya presencia nos sintamos movidos a
adorarla» (Lewis, Clive Staples, “El peso de la gloria”, El diablo propone un
brindis, Rialp, Madrid 1993, 129).
[20] Considero innecesario mostrar la compatibilidad
del aserto que sostiene que la familia se inicia ya en el matrimonio, con la
afirmación de que la plenitud de la institución familiar se obtiene gracias a
los hijos. Valgan como indicación las siguientes palabras del anterior Romano
Pontífice: «Las consideraciones acerca de la familia cristiana no pueden estar
separadas del matrimonio, pues la pareja constituye la primera forma de
familia y conserva su valor, incluso cuando no hay hijos» (Juan Pablo II, “A
la Secretaría Ge neral del Sínodo de Obispos”, 23-II-1980, A las familias,
núm. 171). O estas otras, complementarias, de la Familiaris consortio (núm.
14): «Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la
comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio
y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole,
en la que encuentran su coronación».
[21] «La familia es la primera y fundamental escuela
de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley
que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor mutuo de los
esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las
relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que
conviven en la familia» (Juan Pablo II, Familiaris consortio, núm. 37). He
tratado con detenimiento este punto en Melendo, Tomás, “Amor conyugal, amor
familiar”, Servicio de documentación Montalegre, 444, año X, 3ª época, semana
del 22 al 28 de marzo de 1993.
[22] Es de justicia citar aquí las palabras de Carlos
Cardona que han inspirado cuanto antes afirmábamos. Ante el interrogante de si
resulta más esencial para el hombre el amar o el ser amado, respondió el
filósofo catalán: «En términos absolutos, es más esencial el amor, porque es
la vida misma del espíritu. Pero, como he dicho antes, el mismo amar pone en
mi espíritu la necesidad de ser querido. Por otra parte, por su misma finitud
constitutiva, la criatura tiene una indigencia también esencial, una real
necesidad de ser amada. Esa necesidad queda substancialmente satisfecha, al
saberme amado por Dios desde el principio y antes. Entonces paso a ejercitar
mi excedencia, a amar generosamente a Dios y a los demás por Dios, y entonces
me hago libremente indigente: tengo ansias de unión de amistad eterna»
(Cardona, Carlos, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990, 87).
[23] Cfr., entre otros, Burke, Cormac, Felicidad y
entrega en el matrimonio, Rialp, Madrid 1990, 77-78 y passim.
[24] He desarrollado esta concepción de la persona
como «principio y término de amor», especialmente, en Melendo, Tomás, Ocho
lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2001.