8. Realismo antropológico y pedagógico

Principios fundamentales de la formación sacerdotal. 8. Realismo antropológico y pedagógico.

 

Nota sobre la participación en el foro:

1. Para facilitar las aportaciones en el foro y potenciarlo como medio de enriquecimiento para todos, se ha cambiado el orden de aparición de las preguntas, que ahora están al inicio, de modo que todos las tengan en mente en el momento de leer el capítulo. Puede ser de ayuda pensar desde el inicio una respuesta, que lógicamente puede cambiar con la lectura.

2. Dichas preguntas son sólo una guía para la discusión, y no se pretende que todos las respondan de modo lineal.

3. Se invita a todos, especialmente a los formadores, a los formandos y a quienes lo han sido, a aportar sus comentarios y experiencias que puedan edificar y ayudar a los demás en la alta misión de formar sacerdotes o formarse para el sacerdocio. Siempre que las aportaciones correspondan al capítulo que se está viendo, no importa salirse de las preguntas formuladas.


I. PREGUNTAS PARA EL FORO

1. Para todos: Menciona el rasgo positivo o negativo que creas más típico en los jóvenes de hoy, de aquellos rasgos que creas que más influyen más (positiva o negativamente) en la formación de futuros sacerdotes.

2. Sobre todo para sacerdotes y seminaristas: Comenta de qué modo se puede actuar para aprovechar dicho rasgo característico (si es un rasgo positivo) o superarlo (si es negativo).


II. 8. REALISMO ANTROPOLÓGICO Y PEDAGÓGICO

Volviendo a la imagen del edificio en construcción, podemos decir que la formación sacerdotal debe también tener en cuenta los materiales de que disponemos. No es lo mismo edificar con piedra de cantera, con cemento armado, o con hojas de palma. Por ello, un principio fundamental, elemental, de la formación sacerdotal será el realismo pedagógico que nace de un sano realismo antropológico.

Quizás un principio como éste le parecerá a alguno tan obvio que considerará superfluo detenerse en él. Pero cuando se recuerda ciertos descalabros formativos y se conocen las causas de que algunos seminarios se hayan quedado vacíos..., se tiene la impresión de que no estará de más recordarlo. Cuando al joven aspirante al sacerdocio lo dejamos formarse como pueda, sin encauzar sus esfuerzos, sin iniciarlo en la oración, sin orientarle en la virtud, sin exigirle en el estudio; cuando sabiendo que habrá de abrazar el celibato le dejamos, o incluso le invitamos, a vivir todo tipo de experiencias..., ¿qué concepto de hombre tenemos? Cuando lo encerramos en un sistema que controla y determina todos sus pasos, le imponemos la virtud o impedimos que desarrolle y encauce sus afectos..., ¿qué concepto de hombre tenemos?

Naturalmente, es imprescindible el conocimiento del individuo concreto que se está formando, con sus irrepetibles particularidades. Pero el conocimiento de cada persona se basa en el conocimiento del ser humano en cuanto tal, de una visión antropológica. En esta línea se sitúan estas reflexiones. Toda pedagogía tiene su base en una determinada visión del ser humano. Del hombre naturalmente bueno, del buen salvaje, nace la teoría de Rousseau. Del hombre como ser primariamente social, inmerso en un proceso necesario de dialéctica materialista, se deriva la teoría marxista de la educación. Del hombre como imagen de Dios herida y restaurada en Cristo, surge la pedagogía cristiana.


Reconocer la bondad fundamental del hombre

Ante todo, el hombre es creatura e imagen de Dios. Hay en él una dignidad y una nobleza que lo ponen por encima de toda otra creatura de este mundo. La filosofía y la psicología nos recordaban que es espíritu de algún modo abierto al infinito, en el que hay un dinamismo profundo hacia la trascendencia. El hombre es fundamentalmente bueno, muy bueno (cf. Gn 1,31).

Ese fondo bueno se despliega en una serie de facultades, cualidades o "talentos", como los llama Cristo en el Evangelio (cf. Mt 25,15): desde su condición física hasta su más alta dimensión espiritual. Bondad y positividad fundamental, pues, de su cuerpo, de sus emociones, de su afectividad, sentimientos, inteligencia, voluntad, conciencia, libertad.

No podemos ignorar esta bondad profunda y radical del ser humano. Realista será el formador que no olvida esta verdad y que, sin dejarse ofuscar por una visión miope sobre el material humano que debe educar, reconoce las maravillas que la creación ha operado en cada formando. No reconocerlas sería negar la obra de Dios y partir de una base errónea en el proceso de formación.

Tarea del educador será ayudar a que se despliegue toda la bondad ínsita en cada uno de sus seminaristas y llegue a su más alto desarrollo. Ha de saber descubrir en el educando la imagen de Dios que se oculta quizás tras un muro de defectos, pero que no por eso es menos real.


Reconocer los límites y posibilidades del hombre

Sin embargo, sería también un grave error ignorar los límites y hasta las miserias que trae consigo ese joven que se prepara para el sacerdocio. Es un ser finito, condicionado por las coordenadas de su corporalidad e historicidad, ajetreado por influjos psicológicos conscientes o inconscientes. Y sobre todo, es un hombre cuya naturaleza quedó tocada por el pecado. La bondad de la imagen divina quedó en él enrarecida. Cada uno de nosotros, al volver a nuestro interior, comprobamos los efectos de esta herida, nuestra inclinación al mal, nuestra preferencia orgullosa por nosotros mismos frente a los designios del Creador, nuestra espantosa capacidad de encerrarnos en el egoísmo.

El buen formador no puede dejar de tener en cuenta esta realidad y obrar en conformidad: primeramente reconociendo la herida y detectando sus consecuencias prácticas; en segundo lugar, previendo; y, en tercero, curando.

Reconocer la herida y sus secuelas es índice de realismo pedagógico. El candidato al sacerdocio caerá muchas veces, tendrá imperfecciones constitutivas en su índole física, psicológica o moral. Su inteligencia no siempre se adherirá a la verdad, a veces por falta de capacidad, a veces por error culpable. Su voluntad podrá querer el bien aparente. Su conciencia podrá verse ofuscada por sofismas o ser silenciada por las pasiones. Podrá abusar de su libertad y rechazar su recto uso dentro de la aceptación del plan de Dios. Reconocer la naturaleza herida del hombre, evitará sorpresas desagradables en la formación y ahorrará desilusiones al educador en su tarea formativa.

Prevenir posibles desviaciones en el educando implica apuntalar sus defensas, impulsar un trabajo eminentemente positivo, fortalecer su alma con continuas motivaciones, tomar en cuenta posibles ocasiones o situaciones que sean dañosas para el educando. Prevenir es estar atento a las necesidades de los formandos para salir al paso en el momento más oportuno; es allanar el camino para evitarles tropiezos tal vez innecesarios o contraproducentes. Es la acción del buen guía que, conociendo los peligros de la montaña, lleva por senda segura al alpinista inexperto.

Curar y sanar las pasiones, tendencias y posibles desviaciones y condicionamientos puede parecer una acción negativa, pero no lo es. Ante todo porque con ella se busca un fin positivo: recuperar la dignidad integral de la naturaleza humana. En segundo lugar porque en muchas ocasiones la curación consistirá, no en la represión, sino en el encauzamiento positivo de las fuerzas ínsitas en la persona que quizás no están rectamente ordenadas. La curación de raíz la opera la gracia de Dios. Sin embargo, aun con el auxilio de la gracia, quedan en alma lo que el Concilio de Trento llamó concupiscentia o fomes peccati que ha sido permitido por Dios con el fin de ejercitar al hombre en su lucha contra el pecado (ad agonem). No es propiamente pecado, sino que procede del pecado e inclina a él. Estos reliquia peccati se van enderezando a través de todo un largo proceso formativo que implica tiempo, paciencia y repetición de actos virtuosos contrarios.


Reconocer la eficacia de la gracia divina en el hombre

Gracias a Dios, la historia de la salvación continúa más allá del primer pecado y por encima de todos los pecados. En Cristo, la "imago Dei" ha sido restaurada. En la nueva época iniciada con la consumación del misterio pascual, el hombre está destinado a «reproducir la imagen del Hijo... primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Es ésta la era de la gracia que lleva ínsita en sí la tendencia a la gloria. La antropología terrena deja paso, en esta perspectiva, a la antropología celeste: Y del mismo modo que hemos revestido la imagen del hombre terreno, revestiremos también la imagen del celeste» (1 Co 15,49).

Sin tener presente la gracia y la llamada a la gloria, se corre el riesgo de confundir el realismo de que estamos hablando con el pesimismo propio de los humanismos horizontales. El realismo cristiano, en cambio, tiene en cuenta todas las dimensiones del misterio del hombre, misterio que sólo se esclarece a la luz del misterio de la Encarnación y del misterio pascual. Es el realismo sobrenatural del hombre de Dios, del hombre que cree firmemente en la continua actividad del Espíritu Santo en las almas, del que cuenta con el poder de Dios, del que sabe que la sabiduría de Dios actúa por medio de la paradoja de la cruz (cf. 1 Co 1,23). El formador de sacerdotes reconoce la presencia y la acción de la gracia en el alma de los seminaristas. Sabe discernir la labor del Espíritu en sus corazones y contemplar la grandeza de su dignidad y de su destino sobrenatural. El hecho de contar con la acción de la gracia, redimensiona todo el proceso educativo. Los casos que podrían parecer perdidos son vistos bajo una óptica diversa, ya que se posee la conciencia de que la gracia puede actuar de modo inesperado, por caminos conocidos sólo por la sabiduría divina. Este realismo, de fondo optimista, imprime un sello de confianza y serenidad a toda la labor formativa.


El realismo antropológico y pedagógico de Cristo Maestro

Éste es el material con que contamos. No es perfecto, pero se puede hacer mucho con él si se sabe aprovechar. Ahí está el gran reto del formador de sacerdotes.

En su difícil tarea puede servirle de ánimo e inspiración contemplar la figura de Cristo, formador realista por excelencia. El Evangelio nos presenta a un Cristo conocedor profundo del corazón humano (cf. Jn 2,25). Este conocimiento parte de un apasionamiento por el hombre al que amó con rasgos de honda ternura y hasta el extremo de dar su vida por él (cf. Jn 13,1). Jesús es capaz de descubrir la sinceridad de un verdadero israelita como Natanael (cf. Jn 1,47) y la mentira e hipocresía de los fariseos (cf. Mt 23,13-32). Cristo reconoce las semillas divinas que están presentes en el alma del ser humano. No cierra los ojos ante la nobleza apasionada de Pedro, ni ante la fidelidad de Juan. Pero los conoce muy bien, los conoce por dentro. Sabe que «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14,38); sabe que a pesar de las muestras de amor de Pedro (cf. Mc 14,28), llegada la hora de la verdad lo negará (cf. Mc 14,66-72). Confía en el hombre, pero no se hace ilusiones fatuas sobre él. Lo sabe capaz de acciones heroicas y nobles, de lances generosos y, al mismo tiempo, capaz de traición, de negación, de abandono, de cobardía e ingratitud. Pero lo que más nos sorprende es que, a pesar de conocer perfectamente su fragilidad, los llama y los destina a una misión muy superior a sus fuerzas para que quede patente que la santificación y la evangelización es obra de la gracia (cf. 2 Co 12,9-10).

No estará de más apuntar, aunque sea de pasada, otra aplicación de esta visión realista: también el formador es hombre. Conviene que lo tengamos siempre presente. Yo, formador, soy también una mezcla de grandeza y de miserias, de tendencia a la trascendencia y de egoísmo, afectado por impulsos, pasiones y condicionamientos psicológicos. Yo soy también imagen de Dios caída y redimida. Cuando realizo mi labor formativa, cuando oriento, exijo, corrijo, aliento, conviene que esté siempre atento para ver si mi comportamiento corresponde a lo que el formando necesita de mí o a una necesidad mía; si lo que digo o hago nace de una inspiración divina o de un impulso mío, humano, quizás demasiado humano.


Excursus: Rasgos peculiares del hombre de hoy

Las consideraciones hechas hasta aquí contemplaban al hombre en cuanto tal, a partir de una visión antropológica general. Pero el formador tiene frente a sí a jóvenes con una historia personal definida, situada en un tiempo y en un lugar determinado. Por eso el formador debe también conocer las influencias culturales, religiosas y sociales que provienen del contexto social del cual provienen los formandos. Ellos son, en cierto sentido, hijos de su civilización. En ella han nacido. Han asumido sus costumbres, su "forma mentis", sus valores y sus lastres característicos.

El realismo pedagógico exige también estar atentos a esos factores. La ignorancia o no aceptación de esta realidad por parte del formador podría invalidar todo su esfuerzo por formar a los aspirantes al sacerdocio; bien sea porque, al no llegar a conocerlos, no alcanzaría a entrar en contacto realmente con ellos ni a transmitirles de un modo eficaz su mensaje; bien porque sería incapaz de aportar medios y soluciones a los problemas concretos de su vida; bien porque ellos no se sentirían comprendidos.

Se debe reconocer que, a nivel general, en nuestra civilización se manifiesta una crisis de fe. El pluralismo reinante, el descuido frecuente de la enseñanza religiosa, la confusión y el disenso en el dogma y la moral, etc., hacen que, posiblemente, el joven que ingresa en el seminario venga desprovisto de un suficiente bagaje en el conocimiento y la vivencia de su fe. Por otra parte, casi a manera de respuesta, contemplamos el nacimiento entre los jóvenes de un nuevo ímpetu sincero que se refleja en la aparición y crecimiento de movimientos seglares, en una mayor conciencia apostólica, etc.

Un influjo decisivo proviene sin duda de los medios de comunicación social, frecuentemente utilizados para crear necesidades o actitudes que permitan la venta de productos, la formación de opiniones y de comportamientos humanos que favorecen los intereses de quienes los dirigen, al margen de los valores humanos, morales y religiosos.

En gran parte debido a ese influjo, el joven de hoy está frecuentemente orientado hacia una fuerte vida de sentidos. En la cultura actual se da una promoción abierta, y por tanto cultural, de la búsqueda del placer sensible. Se llega a lo que podríamos llamar un culto del goce inmediato y de la comodidad. Por doquier el hombre se ve inundado por imágenes, espectáculos, situaciones, comportamientos que lo invitan a reducir su vida a esta dimensión sensible. Quién más, quién menos, los candidatos al sacerdocio traen consigo la marca de esta tendencia.

Esta vida de sentidos afecta a la formación de la inteligencia y, en particular, a la formación de hábitos de reflexión. La sociedad de la imagen y de los resultados inmediatos algunos sistemas educativos hoy en boga, no favorecen la reflexión, la concentración, la capacidad de analizar, sintetizar y relacionar, el sano sentido crítico, etc. Es frecuente constatar entre los jóvenes de hoy la tendencia marcada a la dispersión mental, a la superficialidad, a la distracción y a la divagación. También la formación de la voluntad resulta afectada. La sociedad del consumo fácil e inmediato promueve y acentúa la tendencia humana a la comodidad y al abandono de todo esfuerzo y sacrificio.

No menos marcada, en algunos países más que en otros, es la carencia de sensibilidad cultural y artística. Los jóvenes concentran su atención y dedican su tiempo al estudio de las ciencias y de sus aplicaciones técnicas dejando a un lado el estudio de otras materias que le llevarían a un mayor conocimiento del hombre y a una mayor sintonía con los valores e ideales que más cercanamente lo atañen, a una mayor formación de la sensibilidad humana.

Estas carencias se reflejan también en una incapacidad de reflexionar sobre la propia vida. Es decir, falta un sano sentido de autocrítica del propio comportamiento, de los gustos, costumbres y hábitos que se van adquiriendo.

Así, no pocos jóvenes se encuentran fácilmente a merced de sus sentimientos, gustos y caprichos. Regulan su vida según el vaivén de las emociones, de la moda, de la presión ambiental. Si bien todo joven, de toda época, es ordinariamente inestable e inconstante por estar todavía madurando su personalidad, tal vez el joven de hoy lo sea aún más.

Resultan inevitables las consecuencias morales. No es difícil encontrar que las conciencias han sido poco o mal informadas, o que, más radicalmente, no han sido formadas. El relativismo propio de una sociedad pluralista, el bombardeo hedonista, la disminución de la educación religiosa... llevan fácilmente a la deformación de la conciencia moral.

No hace falta reflexionar excesivamente para comprender la incidencia que todos estos factores negativos tienen sobre la formación de un joven que aspira al sacerdocio. El desarrollo de su vida interior, la conquista esforzada de la virtud, su preparación intelectual... encontrarán serias trabas en esas carencias. El formador ha de reconocer que su labor debe comenzar muchas veces a un nivel elemental: la formación de la voluntad, de la inteligencia, de la conciencia moral, y por tanto del uso de la libertad, del sentido de responsabilidad, de la capacidad de sacrificio y de donación; la ilustración de su fe, la explicación de las elementos y exigencias de la vida cristiana, etc. No se debe extrañar de que quizá el progreso en la vida espiritual y en la formación en general, será más lento y más laborioso, por contar con una base humana menos preparada.

Pero sería simplemente falso olvidar los rasgos positivos que caracterizan también al joven de nuestros días, y que inciden también, positivamente, en su proceso de formación sacerdotal.

Pensemos, por ejemplo, en su mayor sentido de espontaneidad. Esa "soltura" con que se han acostumbrado a moverse entre ellos y entre los adultos, y que favorece su franqueza, su apertura a los demás y su entendimiento sincero con los formadores. Bien aprovechada, esa cualidad puede ser decisiva para lograr una buena formación. Los mismos medios de comunicación social y los modernos medios de transporte han favorecido un aumento enorme del conocimiento del mundo, de las necesidades y problemas de pueblos que habitan en el otro lado del planeta. Esto ha agudizado el natural sentido de solidaridad de la juventud y su deseo de ayudar a sus semejantes. Si consideramos además el mayor sentido de "protagonismo" y participación que la cultura actual ha promovido entre ellos, comprenderemos la fuerza positiva que todo esto puede ofrecer para la preparación de sacerdotes sensibles a las necesidades del prójimo, activos, deseosos de contribuir al bien de todo el pueblo de Dios y de la sociedad entera.

Habría que concluir con un "etcétera". Interesaba solamente recordar que el formador debe conocer y considerar todos los rasgos positivos y negativos con que se presentan los jóvenes de hoy.


III. LECTURAS RECOMENDADAS

1. Mons. Tony ANATRELLA: «El mundo de los jóvenes. ¿Quiénes son? ¿Qué buscan?», en
http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/laity/Colonia2005/rc_pc_laity_doc_20030805_p-anatrella-gmg_sp.html

2. Para complementar este tema, recomendamos también la lectura del capítulo «Un hombre asediado por la debilidad» del libro "Sacerdotes para siempre", del P. Carlos BUELA, IVE.
http://es.catholic.net/catholic_db/archivosWord_db/capitulo_3_sacerdotes_para_siempre.doc

También está disponible todo el libro en Catholic.net para quienes quieran leerlo y profundizar.
http://es.catholic.net/escritoresactuales/878/937/articulo.php?id=38427

Agradecemos mucho al P. Buela que haya querido compartir este valioso material.

3. Para los que son formadores en seminarios, es recomendable que lean (si no lo han hecho) el documento reciente de la CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones para el uso de las competencias de la psicología en la admisión y en la formación de los candidatos al sacerdocio,
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccatheduc/documents/rc_con_ccatheduc_doc_20080628_orientamenti_sp.html