1.2 Puesto en favor de los hombres...

Fuente: Libro: La Formación Integral del Sacerdote Católico
Autor: Instituto Sacerdos

El sacerdote es, pues, ante todo, un elegido de Dios. Pero la elección divina no obedece a un capricho ciego, ni agota su sentido en el elegido mismo. Cuando Dios llama a un hombre lo hace para una misión específica, para pedir una colaboración determinada en sus designios de salvación.

El sacerdote «está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5,4). Dios lo ha puesto al servicio de los hombres. Un servicio que tiene su propia especificidad en las cosas que se refieren a Dios, y que se realiza especialmente en el servicio sacramental.

Pero es evidente que no basta anotar esto para dibujar debidamente la identidad y la misión de quien es llamado a ejercer el ministerio sacerdotal. Se podrían hacer diversas y hasta contrapuestas interpretaciones de lo que significa ese servicio a los hombres, o del alcance de "lo que se refiere a Dios". Caben, de hecho, diversos estilos sacerdotales. Pero es lícito que nos preguntemos si podemos dar con un substrato esencial, válido para todos los tiempos y latitudes.


Cristo Sacerdote, sacerdotes de Cristo

El mismo texto de la epístola a los Hebreos puede indicarnos una respuesta. Porque, en realidad, el autor ha trazado una descripción del sumo sacerdote, únicamente para presentarnos la figura de Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote. Ése es el sentido de toda la carta: «... fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote» (Hb 5,7b-10). Aunque toda su vida, desde Belén hasta el patíbulo, fue una acción sacerdotal continua, su muerte en la cruz condensa de modo particular el sentido de su sacerdocio. Sobre el altar de la cruz él ofreció el sacrificio de sí mismo. La epístola a los Hebreos, al contemplar en clave sacerdotal el cuadro de la Pasión, subraya la participación que tuvo la humanidad de Jesús. Aquella tarde todo tuvo tono de súplica, de intercesión por los hombres. La muerte del Hijo de Dios obtuvo la salvación de sus hermanos. Por ello, la entera regeneración del género humano es obra de la acción sacerdotal de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. «Por eso es mediador de una nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9,15).

Todavía hoy, «único Mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2,5; cf. Hb 8,6), Jesucristo, intercede ante el Padre por sus hermanos los hombres, y como Dios que es, trae del cielo la salvación y la gracia. Jesucristo es, pues, el Sacerdote de la Nueva Alianza.

Los demás, todos los sacerdotes del nuevo Pueblo de Dios, no son sino prolongaciones de su único sacerdocio, del cual participan sacramentalmente, porque él así lo dispuso. En el cenáculo les dio el poder de ofrecer el sacrificio de su mismo cuerpo y sangre, exactamente como él acababa de hacer; y para subrayar esa identificación les pidió: «haced esto en recuerdo mío» (Lc 22,19). Les dio el poder, más tarde, de perdonar los pecados, una facultad que sólo Dios podía atribuirse y que él había demostrado poseer al curar a un paralítico (cf. Lc 5,21-24). Cuando encarga a Pedro el ministerio pastoral le deja bien claro que se trata de asumir y continuar el pastoreo del Maestro: «Apacienta mis corderos» (Jn 21,17).

Cristo es, pues, el Sacerdote. Por eso mismo sólo Cristo puede decir una palabra definitiva sobre la identidad y el ministerio sacerdotal. No hay otro modelo de sacerdote fuera de él. En ese sentido, sí se da una fisonomía esencial del sacerdote, que no cambia. El sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía sobre la tierra Jesús ofreció en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros en ser investidos. Sacerdocio que está destinado a durar, a reproducirse incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio es el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el año dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo.

La misión de Jesús de Nazaret se nos presenta como un prisma variado y precioso: curó enfermos, predicó en sinagogas y plazas, perdonó los pecados de adúlteras y publicanos, transformó corazones egoístas, recriminó las desviaciones y los abusos de los falsos guías del pueblo, reunió y forjó un grupo íntimo de colaboradores... y, finalmente ofreció su propia vida como víctima de Redención. Pero, en realidad, todo nacía de una única profunda intención: ser glorificador del Padre y salvador de los hombres. Toda su vida, desde Nazaret hasta el Calvario, tiene sentido únicamente a la luz de ese designio, en torno a esos dos polos. Devolvió la vida a Lázaro por verdadero amor de amigo, pero era consciente de que esa enfermedad era «para la gloria de Dios» (Jn 11,4). Al acercarse la hora de su entrega suprema por la salvación de los hombres (cf. Mt 26,28) explica a los suyos que va a ser «glorificado» el Hijo del hombre, y que «Dios va a ser glorificado en él» (Jn 13,31). Después, dirigiéndose a su Padre, expresa vivamente el sentido de toda su vida: «yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). En realidad ya lo habían anunciado los ángeles del cielo en el momento mismo de su nacimiento en Belén: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Lc 2,14).

Como Cristo, el sacerdote tendrá que viajar, predicar, atender enfermos, ayudar a los necesitados, celebrar el culto divino, organizar y administrar... Pero sabe que, como Cristo, debe hacerlo todo, desde el acto más sublime de la celebración de la Eucaristía hasta el más pequeño del resto del día, viviendo su vocación sacerdotal como salvador de las almas y glorificador de Dios, por Jesucristo, en Jesucristo y con Jesucristo.


Sacerdocio ministerial, carácter sacramental

Es cierto que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2,9). Nos lo recordó claramente el Vaticano II. Pero el mismo Concilio anota que el sacerdocio común y el ministerial, aunque están ordenados uno al otro, son diferentes esencialmente y no sólo de grado. Porque el mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (cf. Rm 12,4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden.

Esa diferencia "esencial" es determinada por el carácter sacerdotal. Todo carácter sacramental hace que el proyecto que Dios elabora para una existencia humana no se quede simplemente en su voluntad, sino que, imborrable, se imprima en el ser íntimo de la persona. Así, este proyecto se realiza no como algo impuesto externamente, sino como una exigencia vital que brota del propio interior[, de lo más íntimo del propio ser, y por tanto no queda a merced de la voluntad o de los sentimientos; estos y aquella deberán más bien ponerse al servicio del proyecto vocacional, verdadero unificador de la propia vida Gracias al carácter sacerdotal, la identidad del presbítero no es un trazado que lo configura desde fuera, sino una fuerza viva que se injerta en la intimidad de la persona haciéndose inseparable de su propio ser.

El signo que el carácter deja en el alma del sacerdote lo convierte en propiedad especial de Dios. Es de Dios y para Dios a título exclusivo. Queda compenetrado con Dios. Esto no sólo por el movimiento que lanza al hombre a Dios, sino también en cuanto que, en él, Dios sale al encuentro de la humanidad para salvarla.

El carácter sacerdotal es signo, además, de configuración con Jesucristo. Por eso cuando se dice que el sacerdote es alter Christus no se afirma que le representa por una delegación externa, sino que la figura de Cristo sacerdote ha sido impresa en su alma. Pablo VI no dudó en exclamar: En virtud del sacramento del orden, os habéis hecho partícipes del sacerdocio de Cristo hasta tal extremo que vosotros no solamente representáis a Cristo, no sólo ejercéis su ministerio, sino que vivís a Cristo; Cristo vive en vosotros.

Esta configuración abarca la persona del sacerdote tanto en su ser como en su actuar. El carácter marca al ministro para que pueda hacer las veces de Cristo y obrar in persona Christi, como cabeza. Podemos decir que por medio del sacerdote, Jesús renueva su sacrificio, perdona los pecados, y administra su gracia en los demás sacramentos; por medio del sacerdote sigue anunciándonos su Buena Nueva; por medio del sacerdote sigue guiando y cuidando su propio rebaño. Esta verdad ha tenido siempre en la Iglesia una importancia decisiva:

Si no tienes fe en esto (en el sacerdote), toda tu esperanza es vana. Si Dios no obra a través de él, tú no has sido bautizado, ni participas en los misterios, ni has sido bendecido: es decir, no eres cristiano.

Encontramos aquí también la verdadera raíz de la misión del sacerdote. Ha sido escogido para estar en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios... como lo estuvo Cristo, más aún, como prolongación viva del servicio de Cristo. El carácter ha sellado su ser configurándolo a Jesucristo, para que prolongue en su actuar la misión misma del Maestro.


Profeta, sacerdote y rey

La misión de Cristo es unitaria, pero se despliega en tres diversas y complementarias funciones: la función de enseñar, la de ofrecer el culto y la de guiar al pueblo. También el sacerdote realiza, por tanto, su misión como profeta, sacerdote, y rey.

Jesucristo, en cuanto profeta, dedicó su ministerio al anuncio de la Buena Nueva (cf. Mc 1,39), y envió a sus discípulos a hacer otro tanto (cf. Lc 9,6); ése fue su último encargo: «id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).

Desde entonces los discípulos comprendieron que eran "enviados", "apóstoles" de la Palabra que se había hecho carne. Entendieron que la consagración sacerdotal recibida en el cenáculo estaba inseparablemente unida a su deber evangelizador.

También hoy el sacerdote de Cristo se siente apremiado por ese deber, y escucha en su interior la exclamación de Pablo: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16). También él se sabe enviado, apóstol. Apóstol del Reino de Jesucristo en el mundo. La predicación y extensión del Reino de Cristo constituye el ideal que inspira, estimula, dirige y conforma todos sus actos. Su único anhelo: que Jesucristo reine en el corazón de los hombres, en el seno de los hogares, en la vida de la sociedad. Su amor al Reino, se concreta en su amor sincero a la Iglesia fundada por el Maestro, presencia y promesa a la vez del Reino de Cristo. Desde el momento en que el sacerdote palpa que Dios le encomienda esa misión, sabe que su vida queda definitivamente comprometida en ella. Se siente enteramente copado por la misión; ella es la causa de sus temores y esperanzas, de sus penas y alegrías. Es un "prisionero de la causa de Cristo" (cf. Ef 3,1). El ímpetu del amor de Cristo a los hombres es una fuerza incontenible en el corazón sacerdotal. Es una pasión que unifica toda su vida. Por eso todo, aún una situación circunstancial o cualquier relación humana, le sirve de ocasión para anunciar a Cristo. No tiene tiempo para sí ni para perder. La misión le urge. Es consciente de que las almas fueron compradas a precio de la sangre de Cristo. Esto, para el sacerdote que de verdad ama a Cristo y está identificado plenamente con él y con la misión profética que él le ha encomendado, no es retórica, sino una vivencia profundamente existencial.

La función sacerdotal de Jesucristo, culminada al ofrecerse a sí mismo como Víctima Pascual (cf. 1 Co 5,7), es prolongada también por el ministerio sacerdotal. Los primeros sacerdotes de la Nueva Alianza, a quienes el Maestro confió sus sacramentos (cf. Lc 22,19; Jn 20,23), comprendieron que su misión profética no podía separarse de su función sacramental. Por eso los miembros de la primera comunidad «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2,42).

Lo que el sacerdote anuncia, lo celebra y realiza en la liturgia, especialmente cuando confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. La salvación en Cristo predicada sin descanso es actualizada en el perdón de los pecados y en los demás sacramentos. El sacerdote sabe que no es un simple "funcionario" de lo sagrado, sino «ministro y dispensador de los misterios de Dios» (1 Co 4,1). Cuando celebra los sacramentos lo hace, no como quien ha recibido un encargo que le es, en el fondo, ajeno; sino como quien realiza una acción para la cual ha quedado configurado su mismo ser. Al ofrecer el sacrificio del altar sabe que debe ofrecerse a sí mismo junto con él; y ese ofrecimiento determina el tono de su oblación total, a lo largo de los quehaceres de cada jornada.

Finalmente, el sacerdote es también pastor. Su participación en la función real de Cristo le lleva a identificarse plenamente con el Buen Pastor (cf. Jn 10,11-16). Por la unción y el mandato apostólico queda instituido como guía de una porción del rebaño de Cristo; rebaño que él convoca, preside, dirige, une y organiza en el nombre de Jesús.

Eso implica que ha sido llamado a ejercer una autoridad. Pero su autoridad no es otra que la del Hijo del hombre «que no vino para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28). El oficio de pastor pide corazón de pastor. La virtud más importante del buen pastor es la misma del Buen Pastor: la caridad.

Con la ordenación se confiere al joven una gracia especial de caridad, porque la vida del sacerdote tiene sentido sólo como actuación de esa virtud. Los cristianos esperan del sacerdote que sea hombre de Dios y hombre de caridad. Puesto que Dios es amor, el sacerdote nunca podrá separar el servicio de Dios del amor a los hermanos; el sacerdote, al comprometerse en el servicio del reino de Dios, se empeña en el camino de la caridad.

La caridad, atributo esencial del mismo Dios (cf. 1 Jn 4,8), viene a ser como el alma del sacerdocio que lo representa entre los hombres.

Pero el amor florece solamente en el terreno de la humildad. Sin ella la autoridad dejará de ser servicio, ministerio. El corazón soberbio dondequiera que esté colocado es ruin, recalcitrante, amargo, cruel. Un sacerdote soberbio es una antítesis del Cristo Evangélico: no acerca, sino que aun sin percibirlo, aleja a las almas de Dios.

Profeta, sacerdote, pastor. Tres funciones distintas, pero que están íntimamente relacionadas entre sí, se despliegan recíprocamente, se condicionan también recíprocamente y recíprocamente se iluminan.


Testimonio sacerdotal

Ha quedado claro cómo la misión sacerdotal nace de la configuración del ministro con Cristo en virtud del carácter sacerdotal que conforma tanto su ser como su obrar. Pero no basta. A la identificación sacramental con Cristo debe corresponder la identificación vital, experiencial, espiritual del sacerdote con su Maestro. Y, por otra parte, nunca realizará genuinamente su misión el sacerdote que no haya logrado parecerse vitalmente al Buen Pastor. Por eso el Vaticano II exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que... se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, ya que la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio. La autenticidad de su vida sacerdotal y la eficacia de su ministerio dependen de su unión profunda a la Vid, sin la cual "no pueden hacer nada" (cf. Jn 15,5). Esa transformación existencial que hace de ellos "otros Cristos" no solamente por el sacramento, sino también por su vida, es condición indispensable para que su presencia en el mundo llegue a ser salvífica, como la del Señor.

La personalidad sacerdotal debe ser para los demás un signo claro y límpido. Ésta es la primera condición del servicio pastoral de los sacerdotes. Los hombres, de entre los cuales han sido elegidos y para los cuales han sido constituidos sacerdotes, quieren, sobre todo, ver en ellos ese signo. Y tienen derecho a ello. A pesar de las apariencias, los hombres piden un sacerdote que sea consciente del sentido pleno de su sacerdocio: el sacerdote que cree profundamente, que manifiesta con valentía su fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve, que pone en práctica en su vida el programa de las bienaventuranzas, que sabe amar desinteresadamente, que está cerca de todos.

El sacerdote así, el verdadero sacerdote, es testimonio vivo de los valores eternos; su persona representa un misterio indescifrable para muchos, es un reclamo inacallable de lo divino, testimonio luminoso de la presencia y la eficacia de Dios en el mundo. En medio de este mundo contemporáneo en el que tantos hombres buscan desesperadamente su propia seguridad existencial en el progreso científico y técnico, en el poder, en el dinero, en la comodidad, el sacerdote testifica con su vida que sólo Cristo es la solución a todos los enigmas del hombre, que sólo Cristo es capaz de satisfacer los anhelos más profundos del corazón humano, que sólo Cristo es digno de fe.

Una identidad y una misión verdaderamente sublimes, muy por encima de lo que cualquier hombre habría podido imaginar. Y, sin embargo, estamos hablando de seres humanos como todos los demás.


Preguntas para el foro

1. Si Cristo es el verdadero, único y sumo sacerdote, ¿cómo entender la misión del sacerdote a la luz de lo que nos dice la Carta a los Hebreos? ¿qué significa hoy ser profeta, sacerdote y rey?

2. ¿Se puede concebir el sacerdocio separado de la misión que conlleva?