Autor: Instituto Sacerdos | Fuente: Libro: La formación Integral del Sacerdote Católico
1.1 Llamado por Dios

Capítulo I. El sacerdote, identidad y misión. 1. Llamado por Dios. 22 noviembre 2008

 

1.1 Llamado por Dios

Capítulo Primero
El sacerdote, identidad y misión


Formación de sacerdotes. La tarea parece clara y definida: se trata de formar eso, sacerdotes. Y sin embargo ¿tenemos de verdad claro qué es, en profundidad, el sacerdote que pretendemos formar? Cuando nos resulta problemático definir un buen plan de formación, o cuando nuestros planes no logran los resultados esperados, ¿no será porque se nos ha desdibujado la verdadera figura del sacerdote, una figura que quizás damos demasiado fácilmente por descontada?

La formación de sacerdotes no puede eludir la pregunta por la identidad y misión sacerdotales. Es evidente que nuestra concepción del sacerdote determinará el tipo de formación que ofreceremos a los candidatos al sacerdocio.

Pero, por otra parte, se trata de formar hombres en esa identidad y para esa misión. Más aún, la "humanidad" del sacerdote forma parte también de su identidad. Es evidente, entonces, que también nuestra concepción del hombre configurará nuestro planteamiento de la formación sacerdotal.

¿Qué es el sacerdote? La pregunta parece sencilla. La respuesta, sin embargo, ha sufrido momentos de honda incertidumbre en estas décadas pasadas. Diversos modelos de sacerdote se fueron sucediendo y descalificando recíprocamente: del cura obrero al activista político, del asistente social al delegado comunitario. Era fácil toparse, como describía von Balthasar, con sacerdotes que inventaban métodos para atraer a la gente, que pretendían hablarles de Dios con lenguaje mundano para ver si así les hacían caso; habiendo sido llamados al estilo de vida de Jesucristo, temieron no encontrar acogida entre los hombres y dejaron que su amor a Dios se les secara en un horizontal amor al prójimo. Sacerdotes que se perdieron en el anonimato de lo "humano". Hablar de crisis de identidad sacerdotal era ya un tópico.

En realidad siempre ha habido y siempre habrá cierta insatisfacción al tratar de responder la pregunta sobre la identidad del sacerdote; la incertidumbre que se experimenta ante el misterio.

Cuando el sacerdote, temblorosa el alma a la vista de su indignidad y de lo sublime de su ministerio, ha puesto sobre nuestra cabeza sus manos consagradas; cuando confundido de verse hecho dispensador de la sangre del Testamento, asombrado en cada ocasión como la primera vez, de que las palabras de sus labios infundan la vida, ha absuelto a un pecador siendo pecador él mismo, nos levantamos de sus pies bien seguros... Hemos estado a los pies de un hombre, pero que hacía las veces de Cristo.

Las palabras de Manzoni confiesan un misterio que funde la bajeza de la tierra y la altura del cielo en la realidad de un hombre: el sacerdote católico. Hombre, sí; pero también presencia de Dios Redentor en medio de nuestras calles y de nuestras vidas.

No obstante, es necesario hacer un esfuerzo por penetrar en ese misterio. El autor de la epístola a los Hebreos nos traza una buena pista al presentar la figura del sumo sacerdote que culmina en Jesucristo: «Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5,1).

Ante todo, pues, veremos que el sacerdote es tomado. O, dicho de otro modo, es llamado. No se llama él a sí mismo, no inventa él su camino. Su identidad y misión nacen de una vocación.

En segundo lugar habrá que reflexionar sobre el sentido y la finalidad de esa llamada. El sacerdote es tomado para ser puesto en favor de los hombres. Pero no como puede serlo un ingeniero o un guardián del orden público. Él está para servir a los hombres en lo que se refiere a Dios. Y, más concretamente, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Un puente entre Dios y los hombres, a través del servicio de la palabra y de los sacramentos.

Finalmente, es importante considerar quién es ése que ha sido tomado y puesto en favor de los hombres. Se trata de alguien que ha sido tomado de entre los hombres. Un hombre como los demás con las grandezas y miserias de todo hombre. Nos detendremos un momento a considerar ese "material humano", repleto de posibilidades y de limitaciones.

Al considerar la distancia que separa la realidad humana de quien ha sido "tomado", y el ideal para el cual ha sido "puesto", entenderemos bien la necesidad de ayudarle eficazmente a formarse, y comprenderemos mejor la forma hacia la cual deberán tender todos sus esfuerzos, y los nuestros... «hasta que Cristo tome forma definitiva en vosotros» (Ga 4,19).


Llamado por Dios

Cada año los anuarios pontificios y episcopales contabilizan y dan razón de un fenómeno que ininterrumpidamente se repite desde los orígenes de la Iglesia. Un número bien preciso de hombres, jóvenes en su mayoría, abrazan la vida sacerdotal. Cada uno de ellos trae a cuestas una historia personal. Son irrepetibles. Su nacionalidad, cultura, ambiente social, familia y temperamento los configuran de modo nítido. Sin embargo, hay un dato que los asemeja incluso antes de hubiesen comenzado a barajar en su mente la idea de ingresar en el seminario: la vocación.

Lo primero que debemos comprender y recordar siempre que pensamos en los candidatos al sacerdocio y en su formación sacerdotal es que han sido "tomados" por Dios. Ellos han llamado a las puertas del sacerdocio de modo consciente y libre, pero en realidad no están ahí por propia iniciativa. «Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios» (Hb 5,4). La vocación no se hace, ni depende del gusto propio, o de la propia sensibilidad. Tampoco depende de la invitación o del ejemplo atrayente de otros hombres. Ni se reduce a una jugada del azar.

La vocación es una iniciativa de Dios; es una llamada objetiva y real de Cristo. En cada uno de los que perciben la llamada al sacerdocio se repite la historia de aquellos discípulos a quienes Cristo afirmó de modo rotundo: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16). Efectivamente, algún día, de diversos modos, cada uno de ellos oyó una voz interior que le decía: «sígueme» (Mc 10,21).

Toda la historia de la salvación habla de un misterioso modo de proceder divino: Dios llama a Abraham para fundar un pueblo nuevo; llama a Moisés para liberar a Israel de las manos egipcias; llama a los profetas para que sean heraldos de la verdad, testigos de la voluntad de Dios; llama a María para ser Madre del Salvador. Después Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado, llamó a unos cuantos hombres «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). Y a lo largo de la historia del nuevo Pueblo de Dios, Cristo ha seguido escogiendo y llamando colaboradores que prolonguen su presencia salvadora en el mundo.

Dios llama a cada sacerdote en un momento concreto de la historia y de su historia personal. Pero, en realidad, lo ha escogido ya desde antes, desde siempre: «Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía, y antes de que nacieses, te tenía consagrado; yo profeta de las naciones te constituí» (Jr 1,5).

No es una elección funcional y fría. Es una declaración de amor. Cristo eligió a un grupo, con total libertad: «llamó a los que él quiso» (Mc 3,13). Y los escogió poniendo en ellos su mirada de amor. A aquel joven rico que cumplía los mandamientos pero quería algo más «Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo... ven y sígueme» (Mc 10,21). A los que le siguieron hasta el final les declaró en el Cenáculo: «como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros» (Jn 15,9). Aunque son sus discípulos ya no les llama siervos, sino amigos (cf. Jn 15,15).

Cuando Cristo se fija en un hombre para llamarlo a seguirle en el camino sacerdotal, le hace oír su voz a través de toda una serie de luces y reclamos que va dejando caer, gota a gota, silenciosa y amorosamente, en lo íntimo de su conciencia y de su corazón. A veces una palabra dicha a un joven o una simple pregunta, una lectura o un buen testimonio, le sirven a Dios para insinuar su declaración de amor. Naturalmente, él, en su designio eterno, habrá pensado ya en la idoneidad del elegido; en ese conjunto de cualidades necesarias para responder plenamente a la vocación. La acogida oficial de la Iglesia pondrá un sello de garantía e invocará la fidelidad de Dios a sus promesas: Dios que ha comenzado en ti la obra buena, él mismo la lleve a término.

Pero esta declaración de amor requiere una respuesta de amor por parte del elegido. Dios al llamar respeta en su integridad al hombre. Dios habla claramente pero no acosa ni violenta. Él sugiere, crea inquietudes, prepara el alma del joven, llama suavemente, en lo más profundo de la conciencia, pero quiere que el alma responda con plena libertad y con amor auténtico. ¿Para qué quiere Dios un sacerdote que le sigue obligatoriamente, "profesionalmente", pero sin amor?

Por eso la conciencia de la vocación debe abrirse camino en el corazón del joven que la escucha, debe entrar en la profundidad del pensamiento, del sentimiento, de la voluntad del sujeto, para llegar a influir en su comportamiento moral.

Cada vocación es un auténtico diálogo de amistad entre Cristo Redentor y un hombre que él, desde siempre y por amor, ha "tomado" de entre los hombres.


Participación en el Foro

1. ¿Cuál es el elemento esencial que define la identidad del sacerdote?

¿Ha cambiado en 20 siglos la identidad del sacerdocio?

¿Por qué es importante, al comenzar este curso, tener claras las ideas al respecto?

2. ¿Tienen los jóvenes que llegan al seminario conciencia de un posible llamado de Dios? ¿o llegan como quien está simplemente eligiendo una profesión? Hoy en día, ¿es más fácil o más difícil hablar de vocación?