Capítulo Primero
El sacerdote, identidad y misión
Formación de sacerdotes. La tarea parece clara y definida: se trata de
formar eso, sacerdotes. Y sin embargo ¿tenemos de verdad claro qué es, en
profundidad, el sacerdote que pretendemos formar? Cuando nos resulta
problemático definir un buen plan de formación, o cuando nuestros planes
no logran los resultados esperados, ¿no será porque se nos ha desdibujado
la verdadera figura del sacerdote, una figura que quizás damos demasiado
fácilmente por descontada?
La formación de sacerdotes no puede eludir la pregunta por la identidad
y misión sacerdotales. Es evidente que nuestra concepción del
sacerdote determinará el tipo de formación que ofreceremos a los
candidatos al sacerdocio.
Pero, por otra parte, se trata de formar hombres en esa identidad y
para esa misión. Más aún, la "humanidad" del sacerdote forma parte también
de su identidad. Es evidente, entonces, que también nuestra concepción del
hombre configurará nuestro planteamiento de la formación sacerdotal.
¿Qué es el sacerdote? La pregunta parece sencilla. La respuesta, sin
embargo, ha sufrido momentos de honda incertidumbre en estas décadas
pasadas. Diversos modelos de sacerdote se fueron sucediendo y
descalificando recíprocamente: del cura obrero al activista político, del
asistente social al delegado comunitario. Era fácil toparse, como
describía von Balthasar, con sacerdotes que inventaban métodos para atraer
a la gente, que pretendían hablarles de Dios con lenguaje mundano para ver
si así les hacían caso; habiendo sido llamados al estilo de vida de
Jesucristo, temieron no encontrar acogida entre los hombres y dejaron que
su amor a Dios se les secara en un horizontal amor al prójimo. Sacerdotes
que se perdieron en el anonimato de lo "humano". Hablar de crisis de
identidad sacerdotal era ya un tópico.
En realidad siempre ha habido y siempre habrá cierta insatisfacción al
tratar de responder la pregunta sobre la identidad del sacerdote; la
incertidumbre que se experimenta ante el misterio.
Cuando el sacerdote, temblorosa el alma a la vista de su indignidad y
de lo sublime de su ministerio, ha puesto sobre nuestra cabeza sus manos
consagradas; cuando confundido de verse hecho dispensador de la sangre del
Testamento, asombrado en cada ocasión como la primera vez, de que las
palabras de sus labios infundan la vida, ha absuelto a un pecador siendo
pecador él mismo, nos levantamos de sus pies bien seguros... Hemos estado
a los pies de un hombre, pero que hacía las veces de Cristo.
Las palabras de Manzoni confiesan un misterio que funde la bajeza de la
tierra y la altura del cielo en la realidad de un hombre: el sacerdote
católico. Hombre, sí; pero también presencia de Dios Redentor en medio de
nuestras calles y de nuestras vidas.
No obstante, es necesario hacer un esfuerzo por penetrar en ese misterio.
El autor de la epístola a los Hebreos nos traza una buena pista al
presentar la figura del sumo sacerdote que culmina en Jesucristo: «Porque
todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor
de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados» (Hb 5,1).
Ante todo, pues, veremos que el sacerdote es tomado. O, dicho de
otro modo, es llamado. No se llama él a sí mismo, no inventa él su
camino. Su identidad y misión nacen de una vocación.
En segundo lugar habrá que reflexionar sobre el sentido y la finalidad de
esa llamada. El sacerdote es tomado para ser puesto en favor de los
hombres. Pero no como puede serlo un ingeniero o un guardián del orden
público. Él está para servir a los hombres en lo que se refiere a Dios.
Y, más concretamente, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados.
Un puente entre Dios y los hombres, a través del servicio de la palabra y
de los sacramentos.
Finalmente, es importante considerar quién es ése que ha sido tomado y
puesto en favor de los hombres. Se trata de alguien que ha sido tomado
de entre los hombres. Un hombre como los demás con las grandezas y
miserias de todo hombre. Nos detendremos un momento a considerar ese
"material humano", repleto de posibilidades y de limitaciones.
Al considerar la distancia que separa la realidad humana de quien ha sido
"tomado", y el ideal para el cual ha sido "puesto", entenderemos bien la
necesidad de ayudarle eficazmente a formarse, y comprenderemos
mejor la forma hacia la cual deberán tender todos sus esfuerzos, y
los nuestros... «hasta que Cristo tome forma definitiva en vosotros» (Ga
4,19).
Llamado por Dios
Cada año los anuarios pontificios y episcopales contabilizan y dan razón
de un fenómeno que ininterrumpidamente se repite desde los orígenes de la
Iglesia. Un número bien preciso de hombres, jóvenes en su mayoría, abrazan
la vida sacerdotal. Cada uno de ellos trae a cuestas una historia
personal. Son irrepetibles. Su nacionalidad, cultura, ambiente social,
familia y temperamento los configuran de modo nítido. Sin embargo, hay un
dato que los asemeja incluso antes de hubiesen comenzado a barajar en su
mente la idea de ingresar en el seminario: la vocación.
Lo primero que debemos comprender y recordar siempre que pensamos en los
candidatos al sacerdocio y en su formación sacerdotal es que han sido
"tomados" por Dios. Ellos han llamado a las puertas del sacerdocio de modo
consciente y libre, pero en realidad no están ahí por propia iniciativa.
«Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios» (Hb 5,4). La
vocación no se hace, ni depende del gusto propio, o de la propia
sensibilidad. Tampoco depende de la invitación o del ejemplo atrayente de
otros hombres. Ni se reduce a una jugada del azar.
La vocación es una iniciativa de Dios; es una llamada objetiva y real de
Cristo. En cada uno de los que perciben la llamada al sacerdocio se repite
la historia de aquellos discípulos a quienes Cristo afirmó de modo
rotundo: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a
vosotros» (Jn 15,16). Efectivamente, algún día, de diversos modos, cada
uno de ellos oyó una voz interior que le decía: «sígueme» (Mc 10,21).
Toda la historia de la salvación habla de un misterioso modo de proceder
divino: Dios llama a Abraham para fundar un pueblo nuevo; llama a Moisés
para liberar a Israel de las manos egipcias; llama a los profetas para que
sean heraldos de la verdad, testigos de la voluntad de Dios; llama a María
para ser Madre del Salvador. Después Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado,
llamó a unos cuantos hombres «para que estuvieran con él y para enviarlos
a predicar» (Mc 3,14). Y a lo largo de la historia del nuevo Pueblo de
Dios, Cristo ha seguido escogiendo y llamando colaboradores que prolonguen
su presencia salvadora en el mundo.
Dios llama a cada sacerdote en un momento concreto de la historia y de su
historia personal. Pero, en realidad, lo ha escogido ya desde antes, desde
siempre: «Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía, y
antes de que nacieses, te tenía consagrado; yo profeta de las naciones te
constituí» (Jr 1,5).
No es una elección funcional y fría. Es una declaración de amor.
Cristo eligió a un grupo, con total libertad: «llamó a los que él quiso» (Mc
3,13). Y los escogió poniendo en ellos su mirada de amor. A aquel joven
rico que cumplía los mandamientos pero quería algo más «Jesús, fijando en
él su mirada, le amó y le dijo... ven y sígueme» (Mc 10,21). A los que le
siguieron hasta el final les declaró en el Cenáculo: «como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros» (Jn 15,9). Aunque son sus
discípulos ya no les llama siervos, sino amigos (cf. Jn 15,15).
Cuando Cristo se fija en un hombre para llamarlo a seguirle en el camino
sacerdotal, le hace oír su voz a través de toda una serie de luces y
reclamos que va dejando caer, gota a gota, silenciosa y amorosamente, en
lo íntimo de su conciencia y de su corazón. A veces una palabra dicha a un
joven o una simple pregunta, una lectura o un buen testimonio, le sirven a
Dios para insinuar su declaración de amor. Naturalmente, él, en su
designio eterno, habrá pensado ya en la idoneidad del elegido; en ese
conjunto de cualidades necesarias para responder plenamente a la vocación.
La acogida oficial de la Iglesia pondrá un sello de garantía e invocará la
fidelidad de Dios a sus promesas: Dios que ha comenzado en ti la obra
buena, él mismo la lleve a término.
Pero esta declaración de amor requiere una respuesta de amor por parte del
elegido. Dios al llamar respeta en su integridad al hombre. Dios habla
claramente pero no acosa ni violenta. Él sugiere, crea inquietudes,
prepara el alma del joven, llama suavemente, en lo más profundo de la
conciencia, pero quiere que el alma responda con plena libertad y con amor
auténtico. ¿Para qué quiere Dios un sacerdote que le sigue
obligatoriamente, "profesionalmente", pero sin amor?
Por eso la conciencia de la vocación debe abrirse camino en el corazón del
joven que la escucha, debe entrar en la profundidad del pensamiento, del
sentimiento, de la voluntad del sujeto, para llegar a influir en su
comportamiento moral.
Cada vocación es un auténtico diálogo de amistad entre Cristo Redentor y
un hombre que él, desde siempre y por amor, ha "tomado" de entre los
hombres.
Participación en el Foro
1. ¿Cuál es el elemento esencial que define la identidad del sacerdote?
¿Ha cambiado en 20 siglos la identidad del sacerdocio?
¿Por qué es importante, al comenzar este curso, tener claras las ideas al
respecto?
2. ¿Tienen los jóvenes que llegan al seminario conciencia de un posible
llamado de Dios? ¿o llegan como quien está simplemente eligiendo una
profesión? Hoy en día, ¿es más fácil o más difícil hablar de vocación?