34. Formación permanente

 

Autor: Instituto Sacerdos
Fuente: Instituto Sacerdos

 


PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

- Sacerdotes

¿Qué medios de formación permanente se han implementado en su diócesis? ¿cuáles son las dificultades principales y las posibles soluciones para que los sacerdotes no descuiden su formación permanente en los cuatro ámbitos que se mencionan en Pastores dabo vobis?

- Seminaristas y otros participantes
¿En qué campos consideras más importante que un sacerdote se mantenga en permanente estado de formación? ¿qué medios le pueden ayudar?

 

34. Formación permanente


Uno de los principios fundamentales señalados en sesiones anteriores era "formación progresiva y permanente". La llamada divina a la perfección (Mt 8,48) y la tarea de identificarse con Cristo sacerdote implican que la meta estará siempre más allá. El progreso en la formación no puede detenerse el día de la ordenación, ha de ser "permanente". En este sentido podríamos hablar de la formación permanente como de una etapa, la más larga, de la formación sacerdotal.

No hace falta detenerse ahora a ponderar su importancia ni a dibujar un cuadro completo de su contenido y los posibles métodos a utilizar para realizarla. Han sido suficientemente explicitados por el Concilio y algunos otros documentos del Magisterio (OT 22; CD 16; PO 19; RFIS 100-101). Podemos hacer sin embargo algunos comentarios que sirvan de complemento.

Ante todo cabe recordar que la formación permanente no se reduce al campo intelectual. El progreso debe continuar en todo lo que define la identidad del sacerdote y constituye la base del desarrollo de su misión. Por tanto, habría que considerar las cuatro áreas de la formación, y dar especial importancia a lo que constituye el núcleo fundamental de la esencia sacerdotal, es decir su vida espiritual como búsqueda permanente de la santidad en la identificación con Cristo sacerdote.
Es importante también señalar que la formación permanente es tarea personal del mismo sacerdote. El principio de "autoformación" sigue siendo válido fuera del seminario. Si los seminaristas no entienden y valoran ya desde el seminario el sentido y la necesidad de la formación continua, será difícil que le den luego su debida importancia una vez que se encuentren absorbidos por el vértigo del trabajo pastoral diario. Debe ser cada sacerdote quien se mantenga día a día en la búsqueda de su santidad personal y en el esfuerzo por hacer más fecundo su apostolado; debe ser él quien siga buscando los medios de santificación que le ayudaban en el seminario: confesión frecuente, dirección espiritual, lectura espiritual...; debe ser él quien aparte algunos ratos diarios o semanales para leer y estudiar.

Pero, como sucede siempre, la autoformación tiene que ser estimulada y apoyada. De ahí la necesidad de que la diócesis establezca algunos medios que puedan ayudar a sus sacerdotes, sobre todo a los más jóvenes, pero no sólo a ellos. En cada lugar se puede trazar un plan concreto, de acuerdo con las necesidades y circunstancias del propio clero. Cabe organizar cursos de actualización doctrinal o de metodología pastoral; se puede establecer retiros periódicos, ejercicios espirituales, períodos de renovación sacerdotal más amplios, convivencias y reuniones sacerdotales, etc. De todo ello, como de toda la vida diocesana, el último responsable es el obispo. Él podría ayudarse de los encargados del seminario e incluso designar a un responsable de impulsar y coordinar esta área de la vida sacerdotal. En ocasiones la coordinación de varias diócesis y la colaboración con algunos institutos religiosos puede ser muy beneficiosa; por ejemplo para organizar cursos sobre materias en las que no se cuenta con especialistas propios.

Habrá que ver en cada caso qué conviene y qué es posible realizar. Lo que importa es que este elemento, tan claramente propuesto y pedido por el Vaticano II, y tan necesario para la vida de los sacerdotes, y consiguientemente de toda la comunidad cristiana, no se quede en la teoría.


LECTURAS RECOMENDADAS

 

LOS PRESBITEROS, DISCIPULOS DE JESUCRISTO
Card. Cláudio Hummes, Prefecto de la Congregación para el Clero
(Ponencia en el Curso de Formación Permanente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, Monterrey-México, 1-5 de Septiembre del 2008)
www.clerus.org



Al proponer el discipulado de Jesucristo a cada uno de los cristianos y a las comunidades, como itinerario de seguimiento de Cristo y como configuración a Él, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Aparecida, ha retomado en forma original y dinámica el camino de la santificación cristiana según los Evangelios. Esto vale en forma particular para los sacerdotes y para todos los pastores de la Iglesia. Así, el discipulado, según los Evangelios, se convierte en el núcleo de la espiritualidad de los sacerdotes.

En el Evangelio de Marcos se lee: “Jesús subió al monte y llamó a los que él quiso, y se reunieron con él. Así instituyó a los Doce (a los que llamó también apóstoles), para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, dándoles poder para echar demonios (Mc 3,13-15). “Que estuvieran con Él”, he aquí el discipulado. “Para mandarlos a predicar y para que tuvieran el poder de echar los demonios”, he aquí la misión. El “estar con él” precede y acompaña la misión. El “estar con él” constituye la escuela de espiritualidad.

¿Por qué es tan importante para los sacerdotes el “estar con Jesús” y ser sus discípulos? ¿Qué podrían y deberían hacer los obispos para que sus sacerdotes “estuvieran con Jesús”? Ahora trataremos de contestar estas preguntas.

Los sacerdotes son, por la ordenación, ministros calificados de Cristo para continuar la obra del Señor en el mundo, en la historia, hasta el final de los tiempos, o sea, mandados al mundo para llevar el Evangelio de Jesucristo a todas las creaturas. Tienen que anunciar Jesucristo y su Evangelio a los hombres, y así, conducirles a Cristo para ser sus discípulos. Pero, para calificarse a tan sublime ministerio, el sacerdote necesita, antes, él mismo ser conducido a Cristo y, por Jesús, ser transformado en discípulo. ¿Cómo podría conducir a otros si él mismo no hubiera hecho el camino? ¿Han hecho nuestros sacerdotes una vez este camino? En general se debería poder contestar afirmativamente. Es lo mismo que decir que nuestros sacerdotes han hecho una vez una experiencia profunda de Jesucristo . Normalmente, ya en el seminario o antes. Sin embargo, puede suceder que haya entre los ordenados algunos que no han hecho nunca el camino del discipulado y, por tanto, para ellos el sacerdocio se haya convertido en una especie de profesión eclesiástica, que desarrollan como funcionarios que han aprendido a hacer su profesión. Un ministerio, que para ellos, desafortunadamente, no significa realmente una vocación y misión, que debería cambiar su ser, su vida integral, puesto que se trata de un ministerio que une profundamente y les configura a Cristo-Cabeza de la Iglesia.

Por otra parte, los que han hecho la experiencia de Jesucristo en el pasado, la experiencia de Dios en Cristo, y se han vuelto sus discípulos, pueden perder, desfortunadamente, esta gracia, este don, en los caminos de la vida. De verdad, se trata de una gracia, que debe ser acogida con amor y trabajada con cuidado y atención. Es una gracia, un don, que llevamos en vasijas de barro. De modo particular, la cultura post-moderna no ayuda a los sacerdotes a mantenerse en este discipulado. Más bien, niega toda transcendencia y trata de hacer creer que una vocación como la sacerdotal, es totalmente anacrónica y hasta sin fundamentos, retrógrada e irracional. El sacerdote puede sentirse casi como engañado por la vida y pierde lentamente el sentido de su vocación. En el fondo, pierde la fe. Es como si en el camino del seguimiento de Jesús, el sacerdote empezara a quedarse cada vez más atrás y más lejos de Jesús que camina adelante, hasta perderlo de vista en el horizonte, quedando él mismo solo y extraviado. En verdad, eso puede ocurrirle no sólo a los sacerdotes a causa del contacto con la cultura post-moderna, sino también en otras situaciones. En todos estos casos, ¿cómo llevarles a un nuevo encuentro con Dios? ¿Cómo hacerlos recomenzar desde Cristo?

Todo inicia siempre con un necesario encuentro personal con Jesucristo. En los Evangelios vemos como el propio Jesús convierte las personas en discípulos suyos a través de encuentros fuertes con ellas. Como primer ejemplo podemos tomar Jn 1,35-51, en que se narra cómo ocurre la adhesión de los primeros discípulos. Jesús había sido bautizado por Juan, en el río Jordán. Al día siguiente, Juan Bautista estaba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Acontece que también Jesús en aquel momento pasó de nuevo por allá. Juan, al verlo, lo proclamó, diciendo: “He ahí el Cordero de Dios”. Oyendo esto, los dos discípulos de Juan se aproximaron a Jesús y le preguntaron: “Donde vives?”. Les dijo Jesús : “Venid y ved”. Ellos entonces fueron con Jesús , vieron donde vivía y permanecieron con Él el resto del día.

Fue un encuentro personal muy fuerte de los dos con Jesús. Un encuentro que Jesús espera que también nosotros hagamos y siempre renovemos, un encuentro fuerte y personal con Él, para así iniciar y desarrollar nuestro discipulado. Un encuentro cara a cara, de tú a tú. De hecho, los dos discípulos de Juan que se encontraron con Jesús, se dejaron atraer e involucrar personalmente. Saldrán de este encuentro transformados, iluminados, entusiasmados. Se habían dejado alcanzar por Jesús y éste los había impresionado profundamente. Ellos creyeron en Jesús. Se adhirieron a Él con todo su ser. A partir de este encuentro, tenían la certeza de que éste era el enviado de Dios, el Mesías prometido, y esto los hacía vibrar de emoción y de alegría espiritual. Estaban listos para seguirlo e invertir todo en Él. Él sería de aquí en adelante su Maestro y su camino, su certeza y su felicidad. Se hicieron sus discípulos, para nunca más dejarlo. Como dirá más tarde el apóstol Pablo, también ellos podían decir: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada? (...) Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,35.38-39)..

Esas también deben ser las palabras que brotan de nuestro corazón, cuando nos encontramos con Cristo. Pero, para eso, es preciso dejarse siempre alcanzar de nuevo por Él, con el corazón abierto y disponible. Debemos poder decir con el apóstol Pablo: “ya he sido alcanzado por Cristo” (Fp 3,12).

El texto evangélico continúa narrando como ellos salían de este encuentro para anunciar a sus compañeros todo lo que habían experimentado y así llevarlos, a su vez, a que se encontrasen con Jesús . Dice el texto que Andrés era uno de los dos. Al salir del encuentro con Jesús, fue de prisa a buscar su hermano Simón Pedro, para decirle, aún emocionado y feliz: “Encontramos el Mesías”!. Esta afirmación, simple y entusiasmada, de Andrés debe haber sorprendido profundamente Simón Pedro. Sí, pues, toda la nación de Israel esperaba el Mesías, desde hacía siglos. Los profetas, de época en época, recordaban eso al pueblo. Pero ahora, oír tan abruptamente de la boca de su hermano: “Encontramos el Mesías”, debe haber causado una emoción intensa en Pedro. Él acepta ir con Andrés para encontrarse con Jesús. Cuando llegaron, Jesús mira a Pedro en los ojos, penetra toda su intimidad y después le dice: “Tú eres Simón, hijo de Jonás; te llamarás Cefas (que quiere decir Piedra)”. Seguramente el encuentro se prolongó. Cuando se apartaron de Jesús, Pedro y Andrés habían sido conquistados para siempre. Sus vidas, desde ese momento en adelante, cambiarán totalmente. Serán discípulos de este Jesús , en quien reconocieron el Mesías.

Al día siguiente, Jesús encuentra Felipe, que – como dice el texto – vivía en la misma ciudad que Pedro y Andrés. De nuevo se repite la extraordinaria transformación, que hace de Felipe un discípulo más. Él también, así como Andrés hizo con su hermano Pedro va a buscar a alguien que pueda oirlo y a quien pueda transmitir la maravillosa experiencia y el fuerte encuentro que cambió su vida y su futuro. Va a buscar a Natanael y le dice: “Encontramos aquél de quien escribieron Moisés, en la Ley, y los profetas: Jesús , el hijo de José, de Nazaret”. También Natanael se siente sacudido por la sorprendente afirmación de Felipe y acaba yendo con él al encuentro de Jesús . Este lo recibe con una aclamación que hace Natanael sentirse inmediatamente acogido como si fuese un familiar, un conocido y amigo. Jesús le dice: “He ahí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”. En el transcurrir de este encuentro, también Natanael se siente transformado, atraído e iluminado. Se siente involucrado personalmente y percibe que Jesús lo vincula a sí para siempre. Natanael se adhiere a Jesús y cree que Él es el Mesías prometido y exclama: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1,49).

Los Evangelios traen muchos otros ejemplos de encuentros de Jesús con personas, que terminan creyendo en él, adhiriéndose totalmente a Él, haciéndose sus discípulos y discípulas, capaces de invertir toda su vida en él y en su Reino. Podemos citar los encuentros con los hermanos Lázaro, Marta y María, de Betania, el encuentro con Nicodemo, con la samaritana, con María Madalena, con Mateo (Levi), con el rico Zaqueo, y tantos otros. En todos los casos ocurrió aquella extraordinaria transformación interior, la adhesión, la fe, la prontitud en seguir a Jesús y ser su discípulo.

Pero cuando faltaban ciertas condiciones de disponibilidad interior y de desarraigo, cuando otros intereses de poder, dinero o prestigio prevalecían en el oyente de Jesús, el encuentro no desembocaba en una conversión, como aconteció en el caso del joven rico, a quien el apego a la riqueza le impidió seguir al Maestro. Lo contrario sucedió con Zaqueo, que también era rico, pero se convirtió, devolvió el cuádruple de todo lo que había adquirido ilícitamente y del resto dio la mitad a los pobres. Tampoco uno de los Doce, Judas Iscariote, se convirtió nunca de verdad. Juan lo acusa de ser ladrón. Algunos piensan que él tenía otro proyecto de poder y dominación, que no coincidía con el proyecto de Jesús. Acabó traicionando al Maestro y entregándolo a la muerte, recibiendo en cambio treinta monedas. Finalmente, desesperado, se suicidó.

No podemos dejar de mencionar los encuentros que ocurrieron después de la resurrección de Jesucristo. Esos encuentros renovaron y profundizaron la adhesión de los discípulos y discípulas, los cuales, con el don del Espíritu Santo, fueron fortalecidos y consolidados en la fe y en el discipulado. Recordemos los encuentros de Jesús resucitado con Magdalena y las otras mujeres, con Simón Pedro, con los apóstoles reunidos, con Tomás especialmente, con los dos de Emaús, con la multitud de discípulos reunidos a la hora de su ascensión al cielo y más tarde con Saulo (el apóstol Pablo), en el camino de Damasco. Siempre se trató nuevamente de encuentros personales y también comunitarios, o sea, con la comunidad que Jesús había fundado y consolidado con su resurrección y el don del Espíritu Santo.

Jesús era el Dios invisible que se había hecho visible en medio de nosotros. Era el Hijo de Dios hecho hombre, con quien las personas que con él convivían podían encontrarse, como nosotros los seres humanos nos encontramos unos con los otros. Sin embargo, sin la presencia física de Jesús, después de su ascensión al cielo, ¿cómo tener un encuentro personal con Él?

El siempre recordado Papa Juan Pablo II, siervo de Dios, en Ecclesia in America (EIA), n.10, nos orienta sobre el modo de tener un encuentro con Jesucristo hoy, en el tiempo de la Iglesia. Encontrar a Cristo es un don de Dios y no simplemente resultado de nuestros esfuerzos humanos. En realidad es Él quien nos acoge y nos ama primero. Él llama a la nuestra puerta. Pero somos nosotros quienes debemos acogerlo libremente. El apóstol Pablo, por eso, escribió con razón: “Yo ya fui alcanzado por Cristo Jesús ” (Fp 3,12). Jesucristo lo buscó y Pablo le abrió la puerta.

¿Dónde puede darse hoy este encuentro o re-encuentro? Digo “re-encuentro”, pues siempre debemos de nuevo re-encontrarlo. Debemos reconstruir y consolidar nuestra adhesión de discípulos. Juan Pablo II nos indica algunas situaciones en las cuales eso puede suceder. Primero, en la escucha de la Palabra de Dios, sea oyendo la predicación del Kerigma fundamental, pues, como escribe Pablo, “la fe nace de la predicación” (Rm 10,17), sea leyendo La Palabra de Dios. En el caso de lectura, el Papa recomienda el método de la lectura orante (“lectio divina”), “a la luz de la Tradición, de los santos Padres y del Magisterio, y profundizada a través de la meditación y de la oración” (EIA, 12). Se trata de una lectura en varios pasos: 1° leer despacio, con atención, como si fuera la primera vez, para entender lo que quiso decir el texto cuando fue escrito; 2° meditar el texto, para descubrir lo que el texto me dice hoy a mí y al mundo; 3° a partir de lo que yo entendí del texto, colocarme en oración y dejar el Espíritu Santo orar en mí; es el momento del encuentro con Cristo; Él me hará experimentar el amor con que Dios nos ama y nos amó primero; 4° contemplar el misterio de Dios y sentirse involucrado personalmente con Dios, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. En este cuarto momento, no hay que decir muchas palabras, sino sentirse delante de Dios y en Dios, como hijos muy amados.

Otro lugar donde podemos encontrar a Jesucristo es en la liturgia, principalmente en la Eucaristía. La forma más real de su presencia entre nosotros en este mundo, a través de la historia, está en la Eucaristía, en el pan y en el vino consagrados. Este pan y este vino son el propio Cuerpo y Sangre de Cristo, inmolado en la cruz y resucitado de entre los muertos. Aunque en forma sacramental, Él está allí presente realmente, con su divinidad y su humanidad inmolada y resucitada. Cuando comulgamos con la Eucaristía, nos unimos con Cristo en la forma más profunda posible en este mundo. Esta presencia real de Cristo en la Eucaristía se hace también con las visitas al Santísimo Sacramento, fuera de la Misa, que se convierten en oportunidades excelentes de encuentro con Él.

Otro lugar de encuentro es ciertamente la oración, tanto personal como comunitaria. La oración puede constituirse en una oportunidad de profunda intimidad con Cristo y de compromiso en ser su testigo en el mundo.

Otro lugar de encuentro con Cristo, dice Juan Pablo II, son los pobres, con los cuales Cristo quiere ser identificado. De hecho, el amor a los hermanos, sean de la clase social que sean, es siempre una forma de amar Dios y unirse a Jesucristo como discípulo. Él mismo dice: “En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, si os amais unos a los otros” (Jn 13,35). Pero, entre los hermanos, los pobres y sufridos de todo tipo deben tener la prioridad en nuestro amor y solidaridad. Sin embargo sólo veremos a Jesús en los pobres, si hubiéramos conseguido construir una relación personal muy fuerte y consciente con Cristo.

Ciertamente hay aún muchos otros lugares y caminos para hacer este encuentro y re-encuentro con Cristo. Lo importante es motivar los sacerdotes para que busquen este encuentro, abran su espíritu y corazón, se dejen alcanzar por Jesucristo, cultiven este “andar con Él”. Ahí está el fundamento sólido de la espiritualidad que debe sostener el sacerdote en su vocación y misión.

En este contexto, quiero también decir una palabra sobre el celibato sacerdotal. La Iglesia subraya que el celibato es un carisma, un don, que el candidato al sacerdocio debe haber recibido del Señor. Un carisma es una gracia muy especial, que se acoge y nutre en este “estar con Cristo” y en el “ser enviado por Él”. Por eso, es necesario que, en el tiempo de la formación en el seminario, los formadores hagan el discernimiento para verificar si realmente el candidato recibió este carisma y eduquen el seminarista a vivirlo. Sólo así podrán presentarlo al obispo como candidato apto a recibir la ordenación. El propio obispo debe, en la medida de lo posible, cerciorarse de la presencia de este carisma en los candidatos a las ordenaciones.

No hay duda que las circunstancias históricas y culturales en las cuales hoy vivimos conllevan nuevos desafíos y exigencias para vivir el celibato. Juan Pablo II escribe en la Pastores Dabo vobis (PDV): “Ciertamente hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía en la tierra, Jesús reflejó en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros investidos y que está destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los períodos de la historia. (...) Pero ciertamente la vida y el ministerio del sacerdote deben también adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida... Por ello, por nuestra parte debemos procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminación superior del Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar, y así responder de manera adecuada a las esperanzas humanas” (PDV, 5).

Ya hemos visto muchos aspectos preocupantes de la actual cultura post-moderna y la Pastores Dabo Vobis también lo recuerda, por ejemplo, el racionalismo, la defensa exasperada de la subjetividad de la persona, un tipo de ateísmo práctico y existencial, la disgregación de la realidad familiar, el oscurecimiento o la distorsión del verdadero sentido de la sexualidad humana, el agravarse de las injusticias sociales y la concentración de la riqueza en las manos de pocos. En el ámbito eclesial, son preocupantes la ignorancia religiosa, la escasa incidencia de la catequesis, ahogada por los más difusos y más persuasivos mensajes de los medios de comunicación de masa, el malentendido pluralismo teológico, cultural y pastoral, la desconfianza y casi intolerancia hacia el magisterio jerárquico, los impulsos unilaterales y restrictivos de la riqueza del mensaje evangélico, que transforman el anuncio y el testimonio de la fe en un exclusivo factor de liberación humana y social, el fenómeno del subjetivización de la fe, el fenómeno de las pertenencias a la Iglesia cada vez más parcial y condicionada (cf. PDV,7).

Debemos, en cambio, también estar atentos a múltiples factores que pudieran favorecer una nueva apertura a los valores evangélicos. La Pastores Dabo Vobis nos indica algunos de estos factores positivos: en la sociedad encontramos “una sed de justicia y de paz muy difundida e intensa; una conciencia más viva del cuidado del hombre por la creación y por el respeto a la naturaleza; una búsqueda más abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad humana; el compromiso creciente, en muchas zonas de la población mundial, por una solidaridad internacional más concreta y por un nuevo orden mundial, en la libertad y en la justicia. Junto al desarrollo cada vez mayor del potencial de energías ofrecido por las ciencias y las técnicas, y la difusión de la información y de la cultura, surge también una nueva pregunta ética; la pregunta sobre el sentido, es decir, sobre una escala objetiva de valores que permita establecer las posibilidades y los límites del progreso” (PDV,6). En el ámbito religioso surgen nuevas posibilidades para la evangelización, se nota una creciente difusión del conocimiento de las Sagradas Escrituras; se presenta también un deseo de Dios y de una relación viva y significativa con Él, que debería llevarnos a un constante examen de conciencia sobre nuestro empeño en el anuncio y el testimonio vivo del Evangelio, que alcance nuestra gente, que busca a Dios” (Cfr. PDV,6).

En este contexto, los sacerdotes de hoy tienen que vivir su vocación y su misión y, por tanto, también su celibato. Pero, la sociedad post-moderna, relativista, hedonista, secularizada y bastante materialista, subjetivista, que propone una libertad individual sin reglas morales universales y absolutas, en primer lugar, no valora la religión y menos aún el celibato sacerdotal. Todo lo contrario. Lo considera como una decisión retrógrada, superada, hasta contraria a la razón. Eso significa que el sacerdote necesita de especiales recursos para vivir con dignidad y coherencia su celibato en el mundo de hoy. El obispo y el presbiterio, como también la comunidad católica, necesitan ser apoyos vivos, estimulantes y amigos para cada sacerdote, en el ámbito de la vivencia del celibato.

En verdad, el itinerario del discipulado de Jesucristo se constituye en el apoyo espiritual más significativo y eficaz para vivir el celibato sacerdotal. “Estar con Jesucristo” y vivir el discipulado, favorecerá el crecimiento de la identificación del sacerdote con Él. El celibato es el ejemplo que Cristo mismo nos dejó. Él quiso ser célibe. La encíclica de Pablo VI, Sacerdotalis Coelibatus, explica: “Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de carne y de sangre” (n.21). La misma encíclica aporta tres razones del celibato sacerdotal: su significado cristológico, el significado eclesiológico y el escatológico.

Comecemos por el significado cristológico. Cristo es novedad. Realiza una nueva creación. Su sacerdocio es nuevo. Cristo renueva todas las cosas. Jesús, el Hijo unigénito del Padre, enviado al mundo, “se hizo hombre para que la humanidad, sometida al pecado y a la muerte, fuese regenerada y, mediante un nuevo nacimiento, entrase en el Reino de los Cielos. Consagrado totalmente a la voluntad del Padre, Jesús realizó mediante su Misterio Pascual esta nueva creación introduciendo en el tiempo y en el mundo una forma nueva, sublime y divina de vida, que transforma la misma condición terrena de la humanidad” (n.19).

El mismo matrimonio natural, benedicido por Dios desde la creación, pero herido por el pecado, fue renovado por Cristo, que “lo elevó a la dignidad de sacramento y de misterioso signo de su unión con la Iglesia [...]. Cristo, mediador de un testamento más excelente, abrió también un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor, y preocupada solamente por él y por sus cosas, manifiesta de modo más claro y complejo la realidad, profundamente innovadora del Nuevo Testamento” (n.20).

Esta novedad, este nuevo camino, es la vida en la virgindad, que Jesús mismo vivió, en armonía con su índole de mediador entre el cielo y la tierra, entre el Padre y el género humano. “En plena armonía con esta misión, Cristo permaneció toda la vida en el estado de virgindad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres”(n.21). Servicio de Dios y de los hombres quiere decir amor total y sin reservas, que marcó la vida de Jesús entre nosostros. Virgindad por amor al Reino de Dios.

Ahora bien, Cristo al llamar a sus sacerdotes para ser ministros de la salvación, es decir, de la nueva creación, los llama a ser y a vivir en novedad de vida, unidos y semejantes a Él en la forma más perfecta posible. De ello brota el don del celibato, como configuración más plena con el Señor Jesús y profecía de la nueva creación. Así, llegamos al significado escatológico del celibato, en cuanto es signo y profecía de la nueva creación, o sea, del reino definitivo de Dios en la Parusía, cuando todos resucitaremos de la muerte.

De hecho, como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia “costituye el germen y el comienzo de este reino en la tierra” (Lumen Gentium, 5). La virgindad, vivida por amor al reino de Dios, costituye un signo particular de los “últimos tiempos”, pues el Señor ha anunciado que “en la resurreción no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo” (Saderdotalis Caelibatus, 34). En un mundo como el nuestro, mundo de espectáculo y de placeres fáciles, profundamente fascinado por las cosas terrenas, especialmente por el progreso de las ciencias y las tecnologías – recordemos las ciencias biológicas y las biotecnologías – el anuncio de un más allá, o sea, de un mundo futuro, de una parusía, como acontecimiento definitivo de una nueva creación, es decisivo y al mismo tiempo libra de la ambigüedad de las aporías y contradicciones, con respecto a los verdaderos bienes y a los nuevos y profundos conocimientos que el progreso humano actual trae consigo.

Por último, el significado eclesiológico del celibato nos lleva más directamente a la actividad pastoral del sacerdote. La encíclica Sacerdotalis Caelibatus afirma: “La virgindad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión” (n.26). El sacerdote, semejante a Cristo y en Cristo, se casa místicamente con la Iglesia con amor exclusivo. Así, dedicándose totalmente a las cosas de Cristo y de su Cuerpo místico, el sacerdote goza de una amplia libertad espiritual para ponerse al servicio amoroso y total de todos los hombres, sin distinción. “Así, el sacerdote, muriendo cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su reino, hallará la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como Él y en Él ama y se da a todos los hijos de Dios” (n.30).

La encíclica añade, asimismo, que el celibato aumenta la idoneidad del sacerdote para la escucha de la palabra de Dios y para la oración, y lo capacita para depositar sobre el altar toda su vida, que lleva los signos del sacrificio.

Volvemos así al tema de la espiritualidad presbiteral. La encíclica habla ahora de los medios para ser fieles al celibato. Entre ellos destaca la importancia de la formación espiritual del sacerdote, llamado a ser “testigo de lo Absoluto”. Sobre la formación espiritual del sacerdote, la Pastores Dabo vobis afirma: “Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: “Me amas?” (Jn 21,15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de su vida” (PDV, n.42).

En este sentido, son absolutamente fundamentales tanto los años de la formación remota, vivida en la familia, como sobre todo los de la próxima, en los años del seminario, verdadera escuela de amor, en la que, como la comunidad apostólica, los jóvenes seminaristas mantienen una relación de intimidad con Jesús, esperando el don del Espíritu para la misión. La espiritualidad del sacerdote, en consecuencia es “vivir íntimamente unidos a Él” (PDV, n.46), en una relación de comunión íntima que se describe como “forma de amistad” (ib.). La vida del sacerdote, en el fondo, es la forma de existencia que sería inconcebible si no existiera Cristo. Precisamente en esto consiste la fuerza de su testimonio: la virginidad por el reino de Dios es un dato real; existe porque existe Cristo, que la hace posible. Sólo es testigo del Absoluto quien tiene a Jesús por amigo y Señor, quien goza de su comunión. Por eso la Sacerdotalis Caelibatus dice: “Aplíquese el sacerdote en primer lugar a cultivar, con todo el amor que la gracia le inspira, su intimidad con Cristo, explorando su inagotable y santificador misterio; adquiera un sentido cada vez más profundo del misterio de la Iglesia, fuera del cual su estado de vida correría el riesgo de parecerle sin consistencia e incongruente” (n.75).

Además de la formación y del amor a Cristo, un elemento esencial para conservar el celibato es la pasión por el reino de Dios, que significa la capacidad de trabajar con diligencia y sin escatimar esfuerzos para que Cristo sea conocido, amado y seguido.

El sacerdote para vivir su celibato debe ser también un hombre de oración, tanto comunitaria cuanto personal. La celebración cotidiana de la Eucaristía, la “lectio divina”, o sea, la lectura orante de la Biblia, en especial de los Evangelios, el Oficio divino integral, la adoración eucarística, la confesión frecuente, la relación afectuosa con María Santísima, el rezo diario del Santo Rosario, los ejercicios espirituales, son algunos de los medios y signos espirituales de un amor que, si faltara, correría el riesgo de ser sustituido con los sucedáneos, a menudo viles, de la imagen, de la carrera, del dinero y de la sexualidad.

Sobre la espiritualidad presbiteral, el Concilio Vaticano II ha subrayado la naturaleza y la importancia de una espiritualidad propia del presbítero diocesano en cuanto tal. En esa época, muy, a menudo los sacerdotes buscaron el camino de la santidad orientándose hacia la espiritualidad de algún Orden o Congregación religiosa. El Concilio, mientras tanto, enseña que “Los presbíteros conseguirán la santidad que le es propia si en el Espíritu de Cristo ejercen las propias funciones con empeño sincero e infatigable”, e, inmediatamente después, especifica que esto podrá ser realizado en el ejercicio de los tres munus, es decir, “siendo ministros de la Palabra de Dios”, “en su calidad de ministros de la liturgia, sobre todo en el sacrificio de la Misa”, y “guiando y apacentando el pueblo de Dios", (cf. Presbiterorum Ordinis, 13). En la Pastores Dabo Vobis, el Papa Juan Pablo II, a propósito del hecho que muchos candidatos al sacerdocio provienen hoy de los nuevos movimientos y de las nuevas espiritualidades, observa: “La participación del seminarista y del presbítero diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal. Pero esta participación no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano” (PDV, n.68). El Papa Benedicto XVI, en la Sacramentum Caritatis, después de haber subrayado que la Eucaristía tiene que ser el centro de la vida de cada cristiano dice, acerca del carácter eucarístico de la espiritualidad presbiteral: “la forma eucarística de la existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de vida sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística. (...) El sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más plena ... ha de dedicar tiempo a la vida espiritual. Está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios, permaneciendo al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida espiritual intensa le permitirá entrar más profundamente en comunión con el Señor y le ayudará a dejarse ganar por el amor de Dios, siendo su testigo en todas las circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías” (PDV, 80).

Concluyendo, es bueno recordar la necesaria atención y cercanía del Obispo en la vida y el ministerio de sus presbíteros. Necesita realmente ayudarles a recorrer el camino del discipulado de Jesucristo, ofreciéndoles ocasiones provechosas para hacer el encuentro o el ri-encuentro personal y comunitario con Cristo. Acerca de la vida célibe, hace falta ante todo aclararles la naturaleza no sólo canónica sino también teológico-espiritual y carismática del celibato, presentando las razones de la Iglesia latina para solicitar a sus sacerdotes el celibato, o sea, su sentido cristológico, eclesiológico y escatológico. Obviamente, todas las explicaciones teóricas no serían suficientes si faltara la adhesión personal y amorosa a Jesucristo .

El obispo, en síntesis, tiene que ser padre, hermano y amigo de sus sacerdotes, ante todo de los más jóvenes, pero también de los que viven en crisis o especiales dificultades, los ancianos y los enfermos. Tiene que saber corregir, cuando sea necesario, pero con amor y sabiduría, recordando aquella palabra tan preciosa del Evangelio: “Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17).

Cardenal Claudio Hummes
Arzobispo Emérito de San Pablo
Prefecto de la Congregación para el Clero