Autor: Instituto Sacerdos
Fuente: Instituto Sacerdos
30. Ambiente personal e institucional de la formación
PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA
DISCUSIÓN EN EL FORO
Formadores
- ¿Cómo equilibran en el horario del seminario las actividades comunitarias?
¿cuáles son las que más ayudan a la formación de los seminaristas?
- ¿Cómo han organizado en su seminario el periodo de vacaciones para que tenga
también un valor formativo?
Seminaristas
- ¿Te ha ayudado tu vida en el seminario a apreciar el valor del silencio? ¿cómo
lo vives? ¿cuál crees que es su importancia para tu futuro ministerio?
Otros
sacerdotes
- ¿Hay una relación más o menos directa entre el espíritu de familia que debe
respirarse en el seminario y las relaciones fraternas que se establecen después
entre el presbiterio de una diócesis?
Otros
participantes
- Si has visitado un seminario, describe el ambiente que encontraste en él.
¿Cuál debe ser la diferencia que se note de inmediato entre un seminario y una
“residencia universitaria”?
30. Ambiente personal e institucional de la formación
El contacto personal deja una huella en la persona, y si se trata de una
relación privilegiada, esta huella puede llegar a ser muy profunda. Por eso la
relación entre el formador y el formando constituye uno de los elementos
centrales del proceso formativo. Pero el hombre siente también la influencia de
las circunstancias, de la cultura, del ambiente social y físico en el que se
encuentra. Al trazar los elementos de un sistema pedagógico resulta entonces
necesario considerar también el ambiente formativo; en nuestro caso, el ambiente
del seminario.
No es difícil distinguir a grandes rasgos los diversos factores que son parte de
este ambiente dentro del seminario: el contacto y las relaciones con los demás
(ambiente interpersonal), la vida y las actividades comunes (ambiente
institucional), el clima de disciplina (ambiente disciplinar) y los aspectos más
externos del centro (ambiente exterior). Son estos los temas que nos ocuparán en
las próximas lecciones.
Pero el centro de formación no es un convento de clausura ni un globo aislado de
la realidad. Se da, se tiene que dar, un cierto contacto con otros ambientes:
familiar, parroquial, diocesano, del mundo... Será necesario hablar también de
la relación entre éstos y el seminarista como parte integrante del ámbito
formativo.
Como contexto general de estas consideraciones cabría anotar un aspecto que
caracteriza profundamente al seminario: se trata de una comunidad, reunida por
una misma razón, la vocación; para una misma finalidad, formarse al sacerdocio.
El estilo de vida de sus miembros está permeado y determinado por esta razón y
por esta finalidad. De ellas también se derivan, más o menos directamente, todos
los demás elementos del ambiente formativo. Aquí está el criterio más seguro
para discernir que puede y debe formar parte del seminario y de sus programas.
Ambiente
interpersonal
Las principales razones teológicas, pastorales y pedagógicas que hacen de la
vida comunitaria un elemento indispensable o al menos altamente recomendable de
la formación sacerdotal quedaron anotadas en el apartado "formación comunitaria
y personalizada". Se mencionaba allí cómo Dios escogió para sí un pueblo, cómo
Cristo reunió al colegio apostólico para fundar su Iglesia. Hablamos de la
necesidad de formar en el sentido de "comunión" eclesial y también de algunos de
los frutos que se siguen de la vida comunitaria, como por ejemplo, la apertura,
la compresión, el apoyo y testimonio mutuo... Dando todo esto por supuesto,
resulta interesante explicitar algunas características de esta formación
comunitaria y anotar otros aspectos de orden más práctico.
Espíritu
sacerdotal y de familia
Desde el punto de vista de un observador externo, se podría decir que el
seminario forma parte, como tantas otras instituciones pedagógicas, de la amplia
categoría de los así llamados "internados". Es cierto que se dan ciertas
semejanzas entre el seminario y una residencia universitaria, o entre el
seminario menor y un internado para adolescentes. Algunas de las características
externas serán similares, y tal vez también algunas de las actividades y de los
recursos pedagógicos. Pero el seminario es mucho más. Y el observador externo
debería notarlo. Debería percibir que ahí hay algo más que un grupo de
estudiantes reunidos en una casa común. Debería percibir un "ambiente"
particular, propio de un centro donde se forman futuros sacerdotes.
Si nuestro observador conviviese un poco con los seminaristas constataría que
entre ellos se respira un aire común, un espíritu de familia, hecho de una fina
combinación de confianza, amistad y respeto. No son sino expresiones inmediatas
de los puntos que hemos venido comentando: la caridad fraterna que deriva de la
caridad teologal, la comunión de ideales, la cercanía de los formadores... Pero
sin duda captaría también un aire sacerdotal hecho de oración, de fervor, de
comunión eclesial, de alegría profunda, sencilla y sincera... Encontraría un
cierto ambiente de silencio y de austeridad, propio de toda casa donde se
fomenta la virtud y la unión con Dios...
He aquí un reto para los formadores. El hombre moderno parece tener miedo al
silencio. Ha logrado llenar el mundo con sonido, movimiento y distracción. Pero
necesitamos el silencio. Es una condición para entrar en contacto con nosotros
mismos, con nuestros pensamientos y planes de vida... con Dios. Probablemente
pocos de los jóvenes que ingresan al seminario han tenido la oportunidad de
vivir en un ambiente de silencio.
El silencio por el silencio puede ser una necedad; puede ser fruto de la
soberbia que no permite la comunicación con los demás; puede ser el fruto de la
timidez o de la introversión. El silencio exterior por mera imposición
disciplinar será ocasión de divagación interior. Pero la búsqueda y la práctica
del silencio por convicción es fuente de progreso espiritual y humano. Ayuda a
aprovechar el tiempo; propicia la reflexión; contribuye a la interiorización de
las relaciones con Dios. En una palabra, el silencio exterior es ocasión de
riqueza interior.
Este ambiente es un regalo que podemos ofrecerles durante sus años de formación.
Enseñarles el valor del silencio interior como atención a la voz de Espíritu por
encima de las distracciones, preocupaciones, dudas o deseos que llenan nuestro
corazón. Ayudarlos promoviendo en el centro la práctica del silencio, sobre todo
en tiempo de oración, de estudio, durante las horas del descanso nocturno... El
silencio en el seminario no es una simple medida disciplinar aunque, sin duda,
implica un poco de auto-disciplina. Es más bien un regalo que quienes se
preparan al sacerdocio irán apreciando más y más según avanzan en el camino del
servicio al Señor.
De este ambiente sacerdotal y de este espíritu de familia son responsables todos
los miembros del seminario. A los formadores corresponde, sin embargo,
fomentarlos y custodiarlos, pues han de ser conscientes de su riqueza, o más
aún, de su necesidad. Los medios a disposición son los mismos de siempre:
testimonio, orientación y consejo, supervisión, motivación constante. A la vez,
deben prestar particular ayuda a aquellos seminaristas que experimentan mayor
dificultad para integrarse en la comunidad. Esta lejanía podría ser señal de que
algo no marcha bien: timidez, egoísmo, personalismo...
Casi todos los estudiantes de escuelas superiores o de universidades llegan a
establecer lazos sentidos con compañeros de clase o con la institución donde han
estudiado, ¡cuánto más un seminarista que ha puesto toda su vida al servicio de
la Iglesia y de la diócesis; y que convive con quienes serán sus compañeros en
el servicio pastoral! Visto de este modo, el ambiente comunitario del seminario
no sólo favorece la formación, no sólo ayuda a cada seminarista, sino que
beneficia a toda la diócesis pues prácticamente hace nacer una colaboración
fraterna que continuará después en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
Vida y espíritu
de equipo
Una posible modalidad que puede resultar útil para fomentar la vida comunitaria,
para apoyar la labor formativa, para crear un ámbito propicio al establecimiento
de relaciones personales más estrechas entre los seminaristas es la vida de
equipo.
Se trataría de equipos compuestos de diez o doce seminaristas -asignados por los
formadores-, preferentemente del mismo nivel de formación (seminario menor,
curso propedéutico, filosofía, teología) de modo que entre sus miembros haya
mayor homogeneidad en la madurez espiritual y humana, en los intereses
académicos, etc. De entre los seminaristas más integrados, los formadores
asignarían también, para cada equipo, uno que haga de responsable.
Esta división en equipos en sentido alguno suplanta o hiere la vida comunitaria
pues no se trata de un grupo exclusivo orientado a crear ambientes cerrados sino
que es, más bien, un medio para crear vínculos de comunión y de colaboración. La
vida de equipo puede llegar a ser un propulsor del fervor y de la
responsabilidad, favorecer la amistad y la compenetración mutua, educar al
diálogo espontáneo, sincero y generoso, enseñar el arte de la colaboración,
fomentar el espíritu de servicio, y hacer más eficaz el testimonio y aliento
mutuo. Estos frutos de la vida de equipo resultan especialmente notorios en
comunidades numerosas en las que es más fácil que alguno se retraiga y participe
menos en la vida común.
Cada semana o cada quincena los equipos pueden reunirse para reflexionar en
común algún pasaje del Evangelio, para proponer iniciativas que puedan ayudar a
todo el seminario o a los miembros del equipo, para planear alguna actividad
pastoral (convivencias vocacionales, catecismo), etc. Está claro que estos
proyectos de los equipos tendrán en cuenta los programas comunes de formación,
las responsabilidades de cada uno, el tiempo disponible...
Los formadores se pueden ayudar de la vida de equipo para organizar actividades
académicas complementarias, para asignar los apostolados, las responsabilidades
dentro del seminario, etc. Pueden ayudarse de los responsables o de algunos
miembros del equipo para dar una mano a quienes encuentran particulares
dificultades académicas, para apoyar, animar, etc.
En el seminario mayor puede aun proponerse, si los seminaristas están preparados
para ello, que se tenga cada quincena una breve reunión de equipo en la que cada
uno anote con grande caridad y sencillez, con deseo sincero de ayudar, las
deficiencias que haya observado en el comportamiento de los demás miembros del
equipo -sin emitir juicios o hacer valoraciones-, haciendo referencia a las
normas y costumbres del seminario. Puede ser una expresión de interés en que los
demás alcancen una esmerada formación, una ayuda significativa para la formación
humana y social de los miembros del equipo y una ocasión para ejercitarse con
humildad en la corrección fraterna: «Hermanos, aun cuando alguno incurra en
alguna falta, vosotros... corregidle con espíritu de mansedumbre..., ayudaos
mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo» (Gal 6,1-2).
Ambiente
institucional
Este ambiente interpersonal se da dentro de una vida comunitaria. Más aún es
parte, depende y se nutre de ella. Hemos hablado de "espíritu de familia", pero
habría que precisar que no se trata de una convivencia familiar, sino de una
vida común que entraña también, por su misma naturaleza formativa, ciertos
elementos institucionales.
Actividades
comunitarias
A este respecto una primera constatación, que cae por su propio peso, se refiere
al simple hecho de que la vida comunitaria gira en torno a actividades comunes.
O dicho de un modo más concreto y comprometedor: para que haya vida comunitaria
es necesario que en el seminario haya un plan educativo global que marque un
equilibrio entre actividades personales y actividades comunes.
Una institución pedagógica en la que cada uno de sus miembros sigue un propio
programa y horario, independiente del de los demás, resulta ser, más bien, una
residencia universitaria, una dirección común a la cual enviar la
correspondencia de sus miembros. El seminario no puede ser así. La exigencia y
conveniencia de la formación comunitaria pide mucho más. Tampoco habrá que ir al
extremo opuesto, pues ciertamente no se puede pretender en el seminario una vida
común al estilo monacal. La razón de fondo y la finalidad de la vida religiosa
en común no son exactamente las mismas que las del seminario. El plan educativo
o programa del seminario ha de buscar un justo medio entre esos dos extremos.
¿Qué "actividades comunes" marcar en el programa del seminario? Como en toda
decisión práctica no resulta fácil dar respuestas categóricas. Es posible, sin
embargo, anotar algunas actividades que deberían casi seguramente estar
presentes en el programa del seminario. En cada caso habrá que buscar la debida
adaptación a las circunstancias y necesidades de los seminaristas, del lugar, de
las costumbres locales, etc.
En una comunidad cristiana, máxime de futuros sacerdotes, no puede faltar la
oración en común. Se remonta ésta a la comunidad apostólica; posee un profundo
sentido teológico; expresa la naturaleza misma de la Iglesia; se convierte en
escuela de comunión, de fervor, de virtud... Momento privilegiado, por no decir
indispensable, es la celebración eucarística comunitaria. Actividad sin duda
central del día en que todos, unidos en torno al altar, ofrecen sus vidas junto
con el pan y el vino, y reciben en maravilloso intercambio a Cristo que se hace
realmente presente.
A lo largo del resto del día se pueden marcar otros momentos de oración común,
por ejemplo: el rezo a mediodía del Ángelus, una visita a Cristo Eucaristía
después de las comidas, la celebración en común de alguna parte de la Liturgia
de las horas, el examen de conciencia al final del día...
Además de la oración en común, serían oportunos otros momentos durante el día
para la oración personal como podría ser la meditación o el rezo del rosario en
particular. Esto podría ser a una hora prefijada en el horario o en el momento
que cada uno elija, según parezca más conveniente. Si bien estrictamente
hablando no se trate de actividades comunitarias sí podemos decir que son
momentos en que la comunidad del seminario se dedica con particular intensidad a
la oración.
Otro recurso importante y particularmente formativo consiste en dar especial
relieve a las fiestas litúrgicas celebrando la Eucaristía con mayor solemnidad,
rezando el rosario en comunidad, teniendo algún momento de adoración
eucarística... Estas celebraciones, además del valor propio, tienen una función
pedagógica pues el futuro sacerdote aprende en el seminario la importancia de
estas fiestas y el modo de celebrarlas. Sólo así irá profundizando en la
vivencia intensa del calendario litúrgico.
Como en toda buena familia, las comidas son otro momento privilegiado para la
convivencia. El compartir una misma mesa y un mismo pan crea lazos profundos de
amistad, de conocimiento mutuo, de confianza.
Así como la convivencia y conversación en la mesa llega a ser ocasión para
potenciar la vida y ambiente comunitarios, puede haber también otro modo de
sacar un buen provecho formativo durante los tiempos de comida; modo tradicional
principalmente en órdenes o congregaciones religiosas, pero que también algunos
aplican con buenos frutos en los seminarios: la costumbre de tener -durante
algún rato o algunas veces- la lectura de algún buen libro durante la comida o
la cena. Se escogerían temas de interés común como, por ejemplo, algún relato
histórico, lecturas de actualidad, artículos sobre problemas sociopolíticos o
económicos contemporáneos, documentos de la Santa Sede, discursos del Santo
Padre, noticias eclesiales, testimonios de hombres de Iglesia, etc.
Dentro del programa diario no puede faltar un amplio tiempo dedicado a las
actividades académicas. En sesiones anteriores se hizo referencia al programa
académico básico y se sugirió una amplia gama de actividades complementarias que
sería oportuno ir ofreciendo a los alumnos. Si algo quedaba claro ahí, era que
no hay tiempo que perder.
Queda por mencionar otro grande capítulo de actividades comunes, los momentos de
recreo y de esparcimiento: ratos de conversación, deportes en equipo,
excursiones y paseos comunitarios, etc. Su valor es múltiple. Está en primer
lugar el descanso físico y mental, necesario no sólo desde un punto de vista
funcional -recobrar fuerzas físicas para poder después rendir mejor en otras
actividades- sino también como medio para serenar el espíritu, descargar
tensiones, contemplar la naturaleza... Está después su valor formativo: para
fortalecer la voluntad y la constancia en aquellos juegos o actividades que
requieren un esfuerzo físico; para ejercitarse en la convivencia, en el dominio
personal, en la caridad; para fortalecer el sentido de fraternidad y de equipo;
para estrechar los lazos de amistad entre formadores y seminaristas...
Se puede tomar el pulso de una comunidad observando los momentos de recreación
pues como dice un refrán popular: "En la mesa y en el juego se conoce al hombre
luego". El formador puede constatar con facilidad si hay individualismos, si hay
asperezas de carácter, si hay rencores, o si al contrario, existe control de sí
mismo, honestidad, deferencia en el trato. Los formadores podrían participar en
los juegos deportivos procurando siempre edificar con su testimonio de alegría,
caridad y dominio personal.
No puede faltar aquí una alusión a los períodos de vacaciones. Son muchas las
actividades en las que el seminarista puede ocuparse durante este tiempo, sobre
todo cuando se trata de las vacaciones entre un curso académico y otro. Para
muchos será el momento más propicio para convivir por algún tiempo con la propia
familia. Podría ser también, como se ha dicho ya, la ocasión para desempeñar una
tarea pastoral de modo más prolongando. Pero cabe también proponer la
posibilidad de que se pasen esos períodos, o al menos parte de ellos, en
comunidad. Es ésta una tradición propia de algunos seminarios que tal vez se ha
practicado menos en años recientes, pero que sigue siendo propicia para
fortalecer el sentido comunitario, promover la convivencia, y ayudar a que el
seminario no se convierta en simple centro académico o en una residencia
universitaria.
Ciertamente no sé podrá hacer todo a la vez. Los programas del seminario y los
personales irán marcando el camino más propicio.
Cuando se tiene la oportunidad de pasar las vacaciones en comunidad habría que
alternar con equilibrio el descanso, las excursiones, los deportes con algunas
otras actividades formativas que complementen los programas ordinarios, o con
actividades pastorales.
Entre otras cosas, habría que hacer ver a los seminaristas que las vacaciones
son, sí, momentos para recobrar las fuerzas físicas, pero no han de ser ocasión
de detrimento de la virtud o de la vocación. De paseo, visitando a la familia, o
ayudando en una parroquia, el joven sigue siendo un seminarista camino al
sacerdocio. En este sentido las vacaciones no pueden ser un paréntesis en la
formación, ni ocasiones para frecuentar ambientes mundanos impropios para
jóvenes que se preparan para el sacerdocio.
Conviene, de modo particular, subrayar que en el contacto con Dios nunca se
deben hacer paréntesis, es decir, abandonar la oración o la vida sacramental.
Por eso en los días de vacación quedarán en pie los momentos de meditación
personal, la celebración eucarística, la liturgia de las horas, el rosario...
Más aún, en esos días cuando están ausentes las tensiones propias de la vida de
estudio, cuando está, quizá, más a mano la naturaleza, cuando se dispone de más
tiempo, la oración se ha de hacer con más calma, con el fervor de quien sabe
dedicar tiempo al Amado. Al vivir unas vacaciones así no sólo el cuerpo sino
también el espíritu recobrará las fuerzas gastadas y encontrará nuevo ímpetu
para seguir adelante.
Por otro lado, la Navidad y la Pascua resultan ser momentos particularmente
propicios para celebrar en comunidad. Se puede dar así el realce litúrgico que
estas solemnidades ameritan. Y se puede progresar grandemente en el espíritu de
fraternidad.
Horarios y
programas
Después de decir todo esto resulta patente que hace falta contar con un horario
cotidiano y con un programa anual de actividades. Ahora bien, dada la
multiplicidad de actividades y de metas formativas, diseñar este horario y este
programa es tarea delicada y no siempre fácil. Seguramente tanto el obispo como
el rector cuidarán con detalle este punto.
En cuanto a la observancia del horario se podrían mencionar dos puntos. Primero,
la tradición del seminario. Si los alumnos de nuevo ingreso encuentran un
ambiente de fervor, una observancia solícita de los programas y de la
disciplina, entonces fácilmente entrarán ellos también en la vida comunitaria. Y
al contrario, si en sus primeros días observan que cada uno hace lo que quiere,
asiste o no a la celebración eucarística, a las comidas... entonces ya podrán
venir motivaciones, recomendaciones, exigencias por parte de los formadores que
el éxito habrá quedado ya seriamente comprometido.
Un segundo recurso que los formadores pueden utilizar con buenos resultados,
sobre todo con los seminaristas nuevos, es la explicación de las diversas
actividades comunes o personales de la vida del seminario: exponer su sentido,
su importancia, el modo de realizarlas, sus frutos. No es ésta sino una
aplicación de ese principio ya anotado en más de alguna ocasión: iluminar la
mente con criterios claros como paso concomitante a la motivación eficaz. Este
recurso puede ganar aún más fuerza y eficacia si son algunos seminaristas de
cursos superiores -debidamente escogidos- los que se dedican a explicar a los
recién llegados el sentido de la vida del seminario. La aceptación sería quizá
más fácil. Podría ser además ocasión para entablar nuevas amistades.
LECTURAS
RECOMENDADAS
Pastores dabo vobis, 60 - 61
AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La comunidad formativa del Seminario mayor
60. La necesidad del Seminario mayor —y de una análoga Casa religiosa de
formación— para la preparación de los candidatos al sacerdocio, como fue
afirmada categóricamente por el Concilio Vaticano II,(l88) ha sido reiterada por
el Sínodo con estas palabras: «La institución del Seminario mayor, como lugar
óptimo de formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso material,
de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia para la formación
de los candidatos al sacerdocio, con superiores verdaderamente consagrados a
esta tarea. Esta institución ha dado muchísimos frutos a través de los siglos y
continúa dándolos en todo el mundo».(189)
El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es sobre
todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo
para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la
posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce.
En realidad, los Evangelios nos presentan la vida de trato íntimo y prolongado
con Jesús como condición necesaria para el ministerio apostólico. Esa vida exige
a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y específico, el
desprendimiento —propuesto en cierta medida a todos los discípulos— del ambiente
de origen, del trabajo habitual, de los afectos más queridos (cf. Mc 1,16-20;
10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-27). Se ha citado varias veces la
narración de Marcos, que subraya la relación profunda que une a los apóstoles
con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar y curar, son llamados
«para que estuvieran con él» (Mc 3, 14).
La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una continuación en la
Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la
escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera
del don del Espíritu para la misión. Esta identidad constituye el ideal
formativo que —en las muy diversas formas y múltiples vicisitudes que como
institución humana ha tenido en la historia— estimula al seminario a encontrar
su realización concreta, fiel a los valores evangélicos en los que se inspira y
capaz de responder a las situaciones y necesidades de los tiempos.
El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia;
en él el Obispo se hace presente a través del ministerio del rector y del
servicio de corresponsabilidad y de comunión con los demás educadores, para el
crecimiento pastoral y apostólico de los alumnos. Los diversos miembros de la
comunidad del seminario, reunidos por el Espíritu en una sola fraternidad,
colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de todos en la fe y en
la caridad, para que se preparen adecuadamente al sacerdocio y por tanto a
prolongar en la Iglesia y en la historia la presencia redentora de Jesucristo,
el buen Pastor.
Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe tratar de ser
«una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que
pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegría».(190) Desde
un punto de vista cristiano, el Seminario debe configurarse —continúan los
Padres sinodales—, como «comunidad eclesial», como «comunidad de discípulos del
Señor, en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la vida del
espíritu de oración), formada cada día en la lectura y meditación de la Palabra
de Dios y con el sacramento de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad
fraterna y de la justicia; una comunidad en la que, en el progreso de la vida
comunitaria y en la vida de cada miembro, resplandezcan el Espíritu de Cristo y
el amor a la Iglesia».(191) Confirmando y desarrollando concretamente esta
esencial dimensión eclesial del Seminario, los Padres sinodales afirman: «como
comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o también religiosa, el
Seminario debe alimentar el sentido de comunión de los candidatos con su Obispo
y con su Presbiterio, de modo que participen en su esperanza y en sus angustias,
y sepan extender esta apertura a las necesidades de la Iglesia universal».(192)
Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio y al ministerio
pastoral —eclesial por naturaleza— que se viva en el Seminario no de un modo
extrínseco y superficial, como si fuera un simple lugar de habitación y de
estudio, sino de un modo interior y profundo: como una comunidad específicamente
eclesial, una comunidad que revive la experiencia del grupo de los Doce unidos a
Jesús.(193)
61. El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa, más aún, es
una especial comunidad educativa. Y lo que determina su fisonomía es el fin
específico, o sea, el acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por
tanto el discernimiento de la vocación, la ayuda para corresponder a ella y la
preparación para recibir el sacramento del Orden con las gracias y
responsabilidades propias, por las que el sacerdote se configura con Jesucristo,
Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para compartir su misión de salvación
en la Iglesia y en el mundo.
En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus más diversas
expresiones, está intensamente dedicada a la formación humana, espiritual,
intelectual y pastoral de los futuros presbíteros; se trata de una formación
que, aun teniendo tantos aspectos comunes con la formación humana y cristiana de
todos los miembros de la Iglesia, presenta contenidos, modalidades y
características que nacen de manera específica de la finalidad que se persigue,
esto es, de preparar al sacerdocio.
Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen que el
Seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa de vida que se
caracterice tanto por ser orgánico-unitario, como por su sintonía o
correspondencia con el único fin que justifica la existencia del Seminario: la
preparación de los futuros presbíteros.
En este sentido, escriben los Padres sinodales: «en cuanto comunidad educativa,
(el Seminario) está al servicio de un programa claramente definido que, como
nota característica, tenga la unidad de dirección, manifestada en la figura del
Rector y sus colaboradores, en la coherencia de toda la ordenación de la vida y
actividad formativa y de las exigencias fundamentales de la vida comunitaria,
que lleva consigo también aspectos esenciales de la labor de formación. Este
programa debe estar al servicio —sin titubeos ni vaguedades— de la finalidad
específica, la única que justifica la existencia del Seminario, a saber, la
formación de los futuros presbíteros, pastores de la Iglesia.(194) Y para que la
programación sea verdaderamente adecuada y eficaz, es preciso que las grandes
líneas del programa se traduzcan más concretamente y al detalle, mediante
algunas normas particulares destinadas a ordenar la vida comunitaria,
estableciendo determinados instrumentos y algunos ritmos temporales precisos.
Otro aspecto que hay que subrayar aquí es la labor educativa que, por su
naturaleza, es el acompañamiento de estas personas históricas y concretas que
caminan hacia la opción y la adhesión a determinados ideales de vida.
Precisamente por esto la labor educativa debe saber conciliar armónicamente la
propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar, la exigencia de caminar con
seriedad hacia ella, la atención al «viandante», es decir al sujeto concreto
empeñado en esta aventura y, consiguientemente, a una serie de situaciones,
problemas, dificultades, ritmos diversos de andadura y de crecimiento. Esto
exige una sabia elasticidad, que no significa precisamente transigir ni sobre
los valores ni sobre el compromiso consciente y libre, sino que quiere decir
amor verdadero y respeto sincero a las condiciones totalmente personales de
quien camina hacia el sacerdocio. Esto vale no sólo respecto a cada una de las
personas, sino también en relación con los diversos contextos sociales y
culturales en los que se desenvuelven los Seminarios y con la diversa historia
que cada uno de ellos tienen. En este sentido la obra educativa exige una
constante renovación. Por ello, los Padres sinodales han subrayado también con
fuerza, en relación con la configuración de los Seminarios: «Salva la validez de
las formas clásicas del Seminario, el Sínodo desea que continúe el trabajo de
consulta de las Conferencias Episcopales sobre las necesidades actuales de la
formación, como se mandaba en el decreto Optatan totius (n. 1) y en el Sínodo de
1967. Revísense oportunamente las Rationes de cada nación o rito, ya sea con
ocasión de las consultas hechas por las Conferencias Episcopales, ya sea en las
visitas apostólicas a los Seminarios de las diversas naciones, para integrar en
ellas diversos modelos comprobados de formación, que respondan a las necesidades
de los pueblos de cultura así llamada indígena, de las vocaciones de adultos, de
las vocaciones misioneras, etc».1(95)