Autor: Instituto Sacerdos
Fuente: Instituto Sacerdos
 

28. Formación pastoral: Corazón de apóstol y pastor

 

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
- ¿Cuánto pesa en los seminaristas la conciencia de que tienen una gran misión por delante? ¿qué medios les ofrece el seminario para formar un corazón de apóstol?

Seminaristas
- ¿Cómo concibes la misión a la que Dios te llama como sacerdote? ¿qué entiendes por “caridad pastoral”?

Otros sacerdotes
- ¿Cómo debe entender y manifestar el sacerdote su opción preferencial por los pobres?

Otros participantes
- ¿Cuál es la diferencia entre la atención que da la Iglesia a los pobres y la que prestan algunas organizaciones sociales?

 

28. Formación pastoral: Corazón de apóstol y pastor


La formación del seminarista en las áreas analizadas hasta aquí tiene sentido especialmente en función de su misión pastoral. El principio de la "formación eminentemente pastoral" subrayaba que el enfoque apostólico permea toda la identidad sacerdotal en su aspecto espiritual, intelectual y humano. Toda la formación del seminarista debe tener esa orientación de fondo. Pero comentamos también que, además del enfoque global de la formación, se requiere el planteamiento de la formación apostólica y pastoral como un área específica con objetivos y recursos propios.

Y es que no se trata de un adorno que completa la figura del sacerdote. Cristo llamó a los doce «para... enviarlos a predicar» (Mc 3,14). Les dio poderes sacerdotales en función de la misión que ponía en sus manos. Desde el inicio, ellos se concebían a sí mismos como apóstoles, y entendían su ser sacerdotal como parte de su identidad apostólica. Del mismo modo, el joven que ha ingresado en el seminario ha sido llamado para ser enviado como mensajero del Reino de Dios. Si de nuestros seminarios salen sacerdotes que por haber recibido un carácter sacramental son capaces de celebrar los sacramentos, pero que no llegaron a adquirir un corazón de apóstoles ni se han preparado para realizar con eficacia su misión, entonces será necesario admitir que, como formadores, hemos fracasado.


Formación del corazón apostólico

Lo más importante, lo primero, es forjar en cada seminarista la personalidad y el corazón del apóstol celoso, consciente del sentido de su misión. Lo demás, las técnicas y metodologías, servirán únicamente si existe esa base. Porque el joven seminarista ha sido llamado a ser apóstol, no simplemente a hacer apostolado.


Celo apostólico y conciencia de la misión

El amor a Cristo lleva al seminarista a identificarse con él, y con su amor ardiente por la humanidad. Entonces se siente contagiado por la urgencia y el deseo apasionado de luchar infatigable y ardientemente por anunciar y extender el Reino por todos los medios posibles, lícitos y buenos, hasta conseguir que Jesucristo reine en el corazón de los hombres y de las sociedades.

Un sacerdote con celo apostólico no se conforma con cumplir medianamente las tareas correspondientes a su cargo. Se convierte en cambio en el hombre que sirve de guía a sus hermanos, el pastor que los conoce, los convence, se entrega por ellos; el hombre que echa mano de los medios más eficaces para hacer llegar el Evangelio y la salvación a todos los hombres. El hombre que hace uso de la palabra en la predicación, en la conversación, en el encuentro fortuito, para anunciar a Cristo. El apóstol capaz de hablar, como Cristo, como san Pablo, en el campo o en la ciudad, en la iglesia o en la universidad, en la prisión o en el areópago, en una barca, en un viaje, en una reunión familiar.

Para formar ese celo apostólico es preciso que el seminarista vaya tomando conciencia de la misión. Debe comprender que su misión se identifica con la misión de Cristo y, por tanto, que su vocación y su vida se injertan en la historia de la salvación. Desde el momento en que percibió la llamada de Dios, su historia personal se ha convertido en historia sagrada.

La conciencia de la misión apostólica va tomando cuerpo paulatinamente durante el período de formación hasta hacer que ella se convierta en tarea única, preocupación absorbente, centro de convergencia de toda su vida, fermento transformador de su personalidad. Gracias a ella el seminarista vive en un esfuerzo constante de superación de sí mismo en su vida espiritual, en su formación intelectual y humana, en su preparación pastoral. Cuando se encuentre en el apostolado, esa conciencia se concretará en un afán sincero por aportar frutos concretos, por ser más eficaz, por promover iniciativas. Habrá momentos de cansancio, fracaso y desánimo. Pero siempre resonará de nuevo en su interior el grito del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicare el evangelio!» (1 Co 9,16), porque siempre tendrá presente el mandato de Cristo: «id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).


Sentido eclesial

La conciencia de la misión del sacerdote es genuina y completa cuando es conciencia de la misión eclesial. Al enviarlo al mundo, Cristo lo envía a edificar su Iglesia. A él le confía la convocación de la comunidad eclesial, su maduración en la fe, su fidelidad al Evangelio, su crecimiento interior por la celebración de los sacramentos... Como decíamos hablando de la formación espiritual, la misión del sacerdote tiene sentido solamente en la Iglesia, para la Iglesia, y a partir de la misión sobrenatural y humana de la Iglesia.

Hay que formar al seminarista en esta concepción eclesial de su servicio pastoral, de modo que el día de mañana sienta su parroquia, su colegio o su territorio de misión, como una parcela de la gran viña del Señor. Entonces será capaz de colaborar con los demás viñadores, les prestará su apoyo moral y también práctico, y se integrará activamente en los planes pastorales de la diócesis. Entonces será capaz de sacrificar su propia parcela si un bien superior de la diócesis o de la Iglesia universal lo exigiera. Será capaz, incluso, de prestarse para las tierras de misión o para aliviar la penuria de alguna iglesia particular.

Ese mismo sentido eclesial del apostolado les llevará también a desear transmitir a los fieles el amor a la Iglesia de Cristo. Si de verdad el sacerdote siente su misión como misión eclesial, no puede faltar este esfuerzo en sus predicaciones y escritos, en su trato con los fieles, en la orientación del trabajo apostólico de los seglares. Que amen a la Iglesia universal; que conozcan los documentos y directrices del Magisterio, entiendan su significado y acepten su doctrina; que conozcan y amen con fe al Papa; que conozcan y amen y se interesen realmente por su iglesia particular, y por su pastor diocesano.


Caridad pastoral y opción preferencial por los pobres

Buen pastor. Ése es el modelo y el ideal del sacerdote pastor. Un pastor que cuida las ovejas, las conoce por su nombre, sale en busca de la que se ha perdido y cuando la halla la carga alegre sobre los hombros; se preocupa por las ovejas que no son todavía de este redil; llega a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11-18). El buen pastor es un pastor bueno, que ama. El apostolado es un servicio, no una imposición. No habrá auténtica "actividad pastoral" si no hay "caridad pastoral".

Movido por esta caridad el apóstol se acerca a cada persona y se interesa sinceramente por su situación, sus problemas, tristezas y alegrías. Se acerca al hombre para compartir su historia concreta.

La caridad del sacerdote pastor es un amor universal; pero como todo amor gratuito y oblativo, se inclina con especial dedicación a quienes más lo necesitan; no a quienes más lo corresponden, y ni siquiera a quienes más lo "merecen". Si es cierto que los presbíteros se deben a todos, de modo particular, sin embargo, se les encomiendan los pobres y los más débiles, con quienes el Señor mismo se muestra unido (PO 6). En este sentido, la Iglesia habla de "opción preferencial por los pobres". A ejemplo de Cristo, el sacerdote debe ser sensible a la situación de miseria material en que se encuentran tantos seres humanos, posiblemente en su misma parroquia. Las injusticias personales o estructurales que provocan o favorecen esa situación no le pueden dejar indiferente.

No se trata solamente de sentir y amar. Hay que obrar. El sacerdote no puede dejar dormir la justicia y la caridad en el corazón; esto defraudaría las esperanzas de quienes le miran como hermano, amigo y abogado, por el hecho de ser lo que es. Más aún, defraudaría su misma identidad sacerdotal. Porque, en efecto, la promoción humana y social del hombre forma también parte de su misión sacerdotal. Cristo vino a salvar a todo el hombre, y consiguientemente la Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones; en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.

La formación del corazón pastoral de los seminaristas debe incluir la educación para esa opción preferencial por los pobres, tal y como la entiende la Iglesia.

Una opción, en primer lugar, que no es exclusiva ni excluyente. Cristo vino a salvar a todos los hombres. Su compasión y dedicación a los pobres no le impidió acercarse también a quienes gozaban de abundancia material pero carecían de los tesoros del Reino. De algún modo definió su misión al citar a Isaías: «me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4,18). Pero no fue menos explícito sobre el sentido de su venida, al responder a unos fariseos que murmuraban contra él: «no he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5,32). Y esos pecadores a quienes en ese momento trataba de curar eran Leví y los otros publicanos de la ciudad, gente capaz de ofrecer «un gran banquete» (ibid.).

Hay que procurar que los seminaristas aprendan a amar al pobre, no por su pobreza sino porque es hombre; y que sepan amar igualmente al rico, no por su riqueza, sino porque es hombre.

Ésta es una segunda característica de la verdadera opción cristiana por los pobres: el amor. Es contradictorio pretender amar a unos odiando a los otros, aunque se trate de justificar esa situación diciendo que se les combate por amor. La lucha de clases no es cristiana. Con ella, antes aún de lograr arrebatar a los potentes su riqueza, se arrebata a los pobres su mayor tesoro: la caridad. Inculcar en quienes se preparan para el sacerdocio el odio, el recurso a la lucha de clases o a la violencia es minar en la base la esencia de su futura identidad como representantes de Cristo, y es, en el fondo, perjudicar a los mismos pobres.

Hay que buscar auténticas formas de promoción de los necesitados. La opción por los pobres tiene que ser eficaz. Convendrá que ya desde el seminario, los candidatos vayan conociendo algunas de las condiciones de esa eficacia.

Que comprendan, por ejemplo, que la mejor promoción es la que tiene como protagonistas a los mismos interesados; y que por lo tanto es necesario procurar elevar su nivel cultural y educarlos al trabajo, al ahorro, al deseo de superación.

Por otra parte, si de verdad queremos favorecer su progreso integral, no podemos prescindir de la participación de quienes tienen las riendas del progreso. Una cosa es que haya que favorecer al pobre, y otra muy diversa que haya que dedicar nuestra actividad pastoral solamente a él. La opción por los pobres nos pide estar con ellos, y muchas veces también entre ellos. Pero nos exige asimismo trabajar responsablemente entre los líderes económicos, culturales y políticos para iluminar con el Evangelio sus conciencias hasta lograr que pongan su liderazgo al servicio de los más necesitados. El profetismo que se enfrenta brutalmente a quienes pueden y deben ayudar a los indigentes, consiguiendo solamente que se replieguen sobre sí mismos y los abandonen a su suerte, es un error y una seria irresponsabilidad; además de implicar a veces una delicada simplificación moral al tachar de explotadores y opresores -de modo global y genérico, clasista- a todos los que no pertenecen a la categoría social del pobre, sin tener en cuenta el estado de cada conciencia particular. La actuación discreta de Jesús, que se hace invitar a casa de Zaqueo y provoca en su alma, sin gritos ni condenas, una profunda conversión a la justicia (cf. Lc 19,1-10), es un claro ejemplo para todo sacerdote que quiera identificarse de verdad con el Maestro, de cuyo profetismo participa.

Nuestros seminaristas, especialmente los que se prevé que de algún modo habrán de desarrollar su servicio pastoral entre los zaqueos modernos de nuestra sociedad, deben formarse una visión realista y positiva del desarrollo y de la economía (Solicitudo rei socialis 28-30). En su futura acción pastoral con quienes manejan la producción y la economía deberían ayudarles a tomar conciencia de que el sentido de justicia les pide que contribuyan eficazmente al aumento de la producción, que se esfuercen por producir "más y mejor": si no hay aumento real de riqueza no se podrá repartir más que pobreza. Pero habrán de hacerles entender también el sentido último de su esfuerzo por aumentar la producción: aumentar la "distribución". Al crear fuentes de trabajo, acrecentar los bienes disponibles y procurar que todos se beneficien equitativamente de ellos, estarán dando una contribución específica al bien común. Que entiendan que el sentido universal de los bienes significa que su propiedad, su capital y su trabajo tienen un sentido profundamente social. Son talentos que les han sido confiados para que los hagan fructificar en beneficio de todos (cf. Mt 25,26-28). Por otra parte, la acción pastoral del sacerdote debe fomentar entre ellos la caridad y solidaridad cristiana, hasta lograr que sean capaces de desprenderse no sólo de lo superfluo, sino incluso de lo necesario, cuando esto fuera requerido para aliviar la miseria de los que sufren.

Un tercer elemento importante en esta línea es el equilibrio entre la acción que se dirige a promover los necesarios cambios de estructuras y la que busca el cambio de los corazones. Ambas son necesarias. La reforma de las estructuras sociales, económicas, jurídicas o políticas que obstaculizan el progreso de todos, son condición necesaria para que la justicia social se concrete en realidades que cambien efectivamente las situaciones injustas. La reforma de los corazones garantiza que se puedan cambiar verdadera y duraderamente las estructuras, ya que éstas son, en el fondo, cristalizaciones de la conciencia y de la libertad de personas concretas y vivas que las crean o mantienen en pie.

Por último, educar a los seminaristas a la genuina opción por los pobres significa que comprendan el sentido global de su misión, y, dentro de ella, sepan dar lugar prioritario a lo que es esencial. El hecho de que Cristo haya venido a salvar a todo el hombre significa, como ya se dijo, que la misión de la Iglesia incluye la dimensión social; pero significa también que no se reduce exclusivamente a ella.

Para quien ve las cosas con los ojos de la fe, la peor miseria que aflige al ser humano es el pecado. Por eso Cristo vino «a llamar...a los pecadores» (Lc 5,32). Hasta su mismo nombre había sido elegido por Dios con este sentido: «tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Se compadecía de todas las miserias humanas y trataba de aliviarlas; pero es evidente que para él lo más importante era aliviar a los hombres de la miseria del pecado, hasta el punto de curar a un paralítico para que los fariseos escandalizados supieran que él tenía poder de perdonar los pecados (cf. Mt 9,6). Ése es también el sentido último de su sacrificio salvador: a los discípulos del cenáculo les hizo entender que su sangre «es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Por eso san Pablo podrá decir más tarde que «fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25). El mismo Jesús lo repitió a sus discípulos antes de enviarlos por todo el mundo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24,46-48).

Testigo de esas cosas, el sacerdote debe tener siempre presente que su mensaje es esencialmente un mensaje de salvación sobrenatural. En el fondo, es éste el mayor anhelo de la gente necesitada, como de cualquier ser humano. Los pobres piden al sacerdote lo que es más propio de su sacerdocio. Del político y del sindicalista pueden esperar solamente que les den pan; del sacerdote esperan el Pan de vida. Si se acercan al hombre de Dios, es para acercarse a Dios.

Es importante, pues, que los seminaristas comprendan que su labor de caridad social no es ajena a su futura identidad sacerdotal, sino que brota de ella como una de las consecuencias de su misión integral; no la única ni la principal. De ese modo entenderán que no deben olvidar nunca que su tarea prioritaria es el anuncio de la Palabra de Dios, la administración de los sacramentos de la salvación y el pastoreo del pueblo de Dios; y que su mejor servicio social será formar a ese pueblo preparando a los seglares para que, tomando conciencia de las exigencias de su fe, trabajen eficazmente por la construcción de una sociedad mejor. Que comprendan finalmente que si, como vimos antes, su misión es una misión eclesial, no puede ignorar en todo este trabajo la "doctrina social de la Iglesia".






LECTURA RECOMENDADA


MENSAJE VATICANO PARA EL DÍA DE HISPANOAMÉRICA

Emitido por la Pontificia Comisión para América Latina


CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 20 febrero 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha enviado la presidencia de la Pontificia Comisión para América Latina con motivo del Día de Hispanoamérica en las diócesis de España, que se celebrará el domingo 1 de marzo de 2009.
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1. La Pontificia Comisión para América Latina, con motivo de la celebración del día de Hispanoamérica en este 2009, saluda cordialmente a todos los fieles de la Iglesia en España, invitándolos a proclamar nuestra fe en Cristo Resucitado anunciando a todos, con un renovado espíritu misionero, que Él es la Palabra hecha carne, que "ha puesto su morada entre nosotros" (Juan 1, 14).
El lema escogido, "América con Cristo, vive la misión", en sintonía con el reciente Congreso Americano Misionero (CAM3), hace referencia a dos realidades íntimamente unidas. Por una parte, nos recuerda el llamado a ir al mundo entero para "hacer discípulos" de Jesús; pero por otra, nos reafirma en una seguridad que tiene su fundamento en la promesa misma del Maestro: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mateo 28, 19-20). Esto nos debe llevar a ser conscientes de que América vive la misión "con Cristo" y de que en la tarea de hacer que el Evangelio cale hasta lo más hondo del corazón humano y llegue a cada confín de la Tierra, nuestra fuerza no se limita a las condiciones y capacidades humanas, sino que tiene su origen y su fuerza en la vida misma de quien es Palabra encarnada.
2. La presente Jornada se celebra, además, en un contexto en el que han confluido dos eventos eclesiales de trascendental importancia. En primer lugar, estamos viviendo un año dedicado a la figura del apóstol san Pablo, cuyo ejemplo resulta particularmente iluminador frente a lo que implica el anuncio cristiano. Hoy más que nunca resuenan con fuerza las palabras del apóstol de las gentes: "¡Ay de mí si no predico el Evangelio" (1 Corintios 9, 16). Estas palabras, como afirmó recientemente el Papa Benedicto XVI, constituyen un "grito que para todo cristiano se convierte en invitación insistente para ponerse al servicio de Cristo" (S. S. Benedicto XVI, Homilía en la inauguración de la XII asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 5 de octubre de 2008).
La Iglesia, en los distintos continentes, se está esforzando por acoger y aplicar, de manera concreta en el trabajo pastoral y en la vida de los fieles, las reflexiones de la reciente XII asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos que se celebró en Roma y que tuvo como centro "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". Dicha asamblea episcopal ha sido una ocasión privilegiada para recordar una vez más la necesidad fundamental que todo cristiano tiene de colocar en el centro de su vida la Palabra de Dios y de acogerla en la más profundo de su ser, ya que acoger la Palabra es acoger al mismo Cristo como nuestro único Redentor, puesto que Él es el Reino de Dios en persona que ha venido a iluminar todos los ámbitos de la humanidad.
Para ser anunciadores de la Palabra, por lo tanto, es necesario conocerla personalmente. "En efecto --afirma el Santo Padre--, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia para que su predicación sea creíble, a pesar de las dificultades y las pobrezas de los hombres que la componen" (Idem).
3. Estos dos acontecimientos eclesiales que estamos viviendo nos lleva a reafirmar nuestra conciencia acerca del carácter universal del llamado misionero. La celebración del día de Hispanoamérica nos invita en particular, una vez más, a poner nuestra mirada en la realidad de América Latina. Se trata de una realidad compleja, que en la actualidad experimenta cambios vertiginosos en los diferentes ámbitos de la vida política, económica, social, e incluso religiosa, que ejercen una notoria influencia, no siempre positiva, en la vida privada de las personas y exigen, por lo tanto, la mirada atenta de la Iglesia.
Se trata de un fenómeno que tiene alcance mundial y al cual hacían referencia los obispos de América Latina, cuando se reunieron en Aparecida, en mayo de 2007, con ocasión de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. En el Documento Conclusivo, en un capítulo dedicado al análisis general de la realidad, afirmaban que "un factor determinante de los cambios es la ciencia y la tecnología […] con su capacidad de crear una red de comunicaciones de alcance mundial, tanto pública como privada, para interactuar en tiempo real, es decir, con simultaneidad, no obstante las distancias geográficas", y notaban que "esta escala mundial del fenómeno humano trae consecuencias en todos los ámbitos de la vida social, impactando la cultura, la economía, la política, las ciencias, la educación, el deporte, las artes y también, naturalmente, la religión" (Aparecida, 34-35).
La abundancia de ofertas que ofrece la tecnología y el acceso casi ilimitado a la información, son realidades de nuestro contexto actual que, aún siendo buenas en sí mismas en cuanto expresión del progreso humano, han traído aparejadas una aguda crisis de sentido y de valores, como también una grave dificultad, cada vez más común entre las personas, para ver el mundo exterior con objetividad y entrar en contacto con la Verdad.
A ello habría que sumar el contexto social, económico y político de América Latina, marcado por la miseria y por las diferencias cada vez más profundas entre ricos y pobres, y en el que quisieran surgir nuevamente modelos ideológicos que ya anteriormente se han demostrado ineficaces como respuesta a los problemas sociales. En la sesión inaugural de la mencionada V Conferencia General de Aparecida, el Santo Padre hacía referencia a "las estructuras que crean injusticia", de las que tanto se ha hablado en el pasado, y explicaba a su vez que "las estructuras justas son […] una condición indispensable para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés personal" (discurso de Su Santidad Benedicto XVI, domingo, 13 de mayo de 2007).
4. No son, pues, las mismas realidades políticas o sociales las que contienen la respuesta a la crisis de valores. Ésta se ha de encontrar sólo poniendo a Dios en el centro. En ello se ha de concentrar la misión actual de la Iglesia. "Donde Dios está ausente --el Dios del rostro humano de Jesucristo-- estos valores no se muestran con toda su fuerza, ni se produce un consenso sobre ellos" (Idem).
América Latina en la actualidad necesita rescatar y reafirmar los valores cristianos que están en la raíz de su cultura y de sus tradiciones. Es urgente y necesario hacer llegar la luz del Evangelio a la vida pública, cultural, económica y política.
¿Cómo responder ante estos desafíos? ¿Cómo dar una solución auténtica y verdaderamente satisfactoria a esta realidad tan cambiante, en la que los valores que la cultura hodierna difunde están cada vez más en contraste con la realidad del Evangelio? El Santo Padre, en aquella misma ocasión, con palabras cargadas de acento existencial y con un agudo realismo, nos recordaba una gran verdad: "Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano" (Idem.).
Cómo no recordar, ante la crisis de fe que se está viviendo, aquella afirmación del apóstol Pedro, cargada de sencillez y al mismo tiempo tan profunda: "Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Juan 6, 68). Hemos de volver entonces sobre la única respuesta que es capaz de dar al ser humano una esperanza firme frete a sus interrogantes y una seguridad verdadera y sólida. Ante la crisis de fe en el presente de América Latina urge dar a conocer a Cristo y anunciar su Palabra con ardor a los hombres y mujeres del continente, para lo cual debemos fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios.
Cada vez con mayor fuerza hemos de ser conscientes de que "el anuncio de la Palabra", siguiendo a Cristo, tiene como contenido el Reino de Dios (cf. Marcos 1, 14-15), pero el Reino de Dios es la persona misma de Jesús, que con sus palabras y sus obras ofrece la salvación a los hombre de todas las épocas (S. S. Benedicto XVI, Homilía en la inauguración de la XII asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 5 de octubre de 2008).
5. Resulta por consiguiente muy iluminadora la figura de san Pablo, quien al enfrentar los desafíos de un ambiente hostil al anuncio del Evangelio tomó su fuerza del encuentro real con quien es la Palabra en persona. Quién mejor que él puede enseñarnos que el Evangelio anunciado no es "de orden humano", sino al revelación misma de Jesucristo (Cf. 1 Gálatas 1, 11), que es el mismo Dios hecho hombre que sale a nuestro encuentro de manera personal. En la audiencia general del 10 de septiembre de 2008, el Papa explicaba que la nueva condición de San Pablo, después de su encuentro con Cristo Resucitado y de su conversión, es la de "apóstol" y que aquello que lo constituye en propiamente tal es la experiencia de "haber visto al Señor" (Cf. 1 Corintios 9, 1), es decir, "haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida" (S. S. Benedicto XVI, audiencia general del 10 de septiembre de 2008).
Anunciar el Evangelio, como lo podemos ver en la acción misionera del apóstol Pablo, no consiste en una fría transmisión de una doctrina, sino fundamentalmente en testimoniar la propia experiencia de encuentro con una persona, con Jesucristo mismo, que constituye la única realidad que tiene la fuerza de abrir el corazón de los hombres al contacto con la Verdad.
Es por ello que ¡sólo unidos a Cristo, sólo con Cristo, América vive la misión!
6. La Pontificia Comisión para América Latina renueva en este Día de Hispanoamérica su invitación al compromiso misionero en el Continente de la Esperanza y anima a los sacerdotes y religiosos, que sientan en su corazón el ardor y el deseo de ser portadores de la Palabra "hasta los confines de la Tierra", a no tener miedo a responder con generosidad ante el horizonte que nos ofrece la misión apostólica.
Que María Santísima, quien llevó en su seno al Verbo hecho carne y se hizo primera portadora de la Palabra, nos obtenga el don de un encuentro personal con el Evangelio que nos lleve a querer transmitirlo con alegría y entusiasmo a todos los hermanos, especialmente a quienes aún no lo conocen. Invocamos también la intercesión de los santos, especialmente del apóstol san Pablo, en cuyo ejemplo se nos invita a poner la mirada en este año, teniéndolo como modelo de "intrépido testigo y heraldo de la Palabra de Dios" (S. S. Benedicto XVI, Homilía en la inauguración de la XII asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 5 de octubre de 2008).

+ Cardenal Giovanni Battista Re
Presidente
+Octavio Ruiz Arenas
Vicepresidente