18. Formación Humana: Desarrollo de las facultades I

Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
La formación espiritual supone y exige la formación humana del futuro sacerdote.
¿Estás de acuerdo con esta frase? ¿Crees que muchos problemas en la vida del seminarista son más de índole humano que de vida espiritual?

Seminaristas
El objetivo central de la formación humana del seminarista es fomentar su madurez humana.
¿En qué consiste la madurez humana? ¿qué haces para alcanzarla?

Otros sacerdotes
Cuando se habla de “formación permanente”, ¿quizás se piensa sobre todo en la actualización de conocimientos? ¿No es verdad que el sacerdote debe seguir formando su inteligencia y su voluntad, también después de ordenado? ¿Qué medios pueden ayudar?

Otros participantes
La voluntad es pieza clave del edificio de la personalidad.
¿Estás de acuerdo con esta frase? Comenta su importancia en toda labor pedagógica.

Todos
¿Les ha sorprendido que se incluya en el capítulo de “Formación humana” un apartado sobre la “formación de la inteligencia”? ¿Cuál creen que sea la razón de esta opción?

 

18. Formación Humana: Desarrollo de las facultades I


LA FORMACIÓN HUMANA DEL SACERDOTE

Comenzamos un capítulo importante de nuestro curso: las dimensiones de la formación sacerdotal. Continuamos tomando como guía y base la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, por lo que seguiremos las diversas dimensiones en el mismo orden en que en ella son presentadas.

"Tomado de entre los hombres". El vino nuevo y mejor de la gracia, con sus dones, compromisos y exigencias, requiere odres nuevos que lo reciban noblemente, lo conserven con fidelidad y le permitan desarrollar eficazmente su dinamismo santificador. La gracia sobrenatural no suprime la naturaleza sino que la eleva (Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q.1, a.8 c.) La formación espiritual supone y exige la formación humana del futuro sacerdote.

La formación del hombre ha de ir al mismo paso que la del cristiano y futuro sacerdote, con el fin de que las energías naturales estén purificadas y auxiliadas por la oración, por la gracia de los sacramentos..., y por el influjo de las virtudes sobrenaturales, y éstas encuentren en las virtudes naturales una defensa y, a la vez, una ayuda en su actuación. (Pablo VI, Cara Apostólica Summi Dei Verbum, 4 de noviembre de 1963, n. 18).

Pero la formación humana no sólo redunda en bien del formando sino que también influirá profundamente en su futuro ministerio. Su madurez humana, su equilibrio psicológico, la firmeza de su voluntad, etc., condicionarán notablemente, para bien o para mal, la eficacia de su apostolado. El modo de pensar del sacerdote, su actuación, su presentación personal, su trato, su manera de expresarse... en una palabra, su configuración humana y social abre o cierra las puertas del diálogo, de la confianza, de la amistad. Muchos se acercarán o se alejarán del sacerdote atraídos o repelidos por la impresión que su personalidad les cause... No es pues algo indiferente, no es un añadido, un detalle bonito.

Los planes formativos, las actividades del seminario, y sobre todo, la atención de los formadores y de los mismos interesados no pueden descuidar este aspecto basilar de la formación integral del sacerdote.

El objetivo central de la formación humana del seminarista es fomentar su madurez humana. Concepto riquísimo y complejo, difícil de definir y delimitar. Caben, pues, diversos caminos de aproximación, ninguno absolutizable.

Recorreremos una vía descriptiva, en dos pasos. Ante todo, veremos que la formación humana requiere el desarrollo íntegro, armónico y jerarquizado de todos los componentes de la personalidad, en sintonía con lo que la persona debe y quiere ser. Esto ocupará dos lecciones del curso.

En segundo lugar nos parece esencial la educación de la dimensión moral del individuo, que es la que define al ser humano como "bueno o malo" en cuanto tal. Esto entraña sobre todo la formación de la conciencia según los principios éticos de la recta razón, sobre la base de los principios cristianos del evangelio y de acuerdo con las exigencias del propio estado de vida. Implica asimismo la vivencia de las virtudes morales. Se requiere también la adquisición de todas aquellas virtudes humanas y sociales que favorecen el encuentro con los demás y potencian la eficacia de la acción pastoral en el ambiente social en que se desarrolla.


Desarrollo íntegro, armónico y jerarquizado de las facultades

Para lograr la maduración de la personalidad se debe buscar, ante todo, que las diversas fuerzas que la integran alcancen su máximo desarrollo; segundo, que se desarrollen todas armónicamente para que no haya desequilibrios; y, tercero, que todas actúen de modo jerarquizado, cumpliendo cada una su propia función, sin invadir el campo de las otras. Puede servirnos aquí de nuevo la imagen de la cuadriga de caballos vigorosos, todos tirando al unísono y en la misma dirección bajo las riendas del auriga.

La personalidad se compone de muy variados elementos psicosomáticos. No es el momento de analizarlos todos. Podemos en cambio hablar de algunas facultades fundamentales, viendo cómo desarrollar cada una y analizando cuál es su lugar en el conjunto de la personalidad.

Es evidente que cada seminarista tiene su propia personalidad, con una estructura temperamental congénita irrepetible y unas facultades más o menos dotadas. El principio de "formación personalizada" nos ayudará a aplicar a cada caso particular lo que aquí está dicho en general.


Formación de la inteligencia

La inteligencia humana, como capacidad de captar el ser de las cosas, constituye la ventana del espíritu. Es ella el auriga de la personalidad. La madurez humana requiere por tanto, en primer lugar, la madurez de la inteligencia.

Por otra parte, su desarrollo influye decisivamente en el servicio pastoral del sacerdote. En efecto, los problemas que le confían los fieles, los consejos que le solicitan, los juicios que debe emitir sobre personas y situaciones, el diálogo con los hombres y mujeres, creyentes o no, de nuestra sociedad, requieren que su mente esté sólidamente formada.

La formación de la inteligencia implica, en primer lugar, el desarrollo de sus cuatro principales funciones: analizar, sintetizar, relacionar y juzgar.

Analiza bien quien descompone con acierto un todo en sus partes. Un todo que puede ser una lección, una conferencia, un artículo, una situación humana o un problema, un párrafo, una frase o una palabra. Analiza bien quien reconoce de inmediato el lugar de una parte en el todo significativo al que pertenece.

Sintetiza bien quien llega a decir con exactitud y concisión lo que encuentra expresado en muchas páginas; quien sabe formar un conjunto significativo con elementos hallados en distintas fuentes; quien con agilidad sabe distinguir lo esencial de lo accidental y periférico.

Relaciona bien quien compara, distingue y une los diversos aspectos de una realidad compleja, como pueden ser los diferentes capítulos de un libro, diversos libros de un mismo autor, período o tema; distintos tratados de una misma disciplina, distintos períodos históricos o manifestaciones de una misma época, etc. hasta formar en su mente un todo unitario y orgánico.

Culmen de la actividad del entendimiento es el momento del juicio. Juzga bien quien capta y valora con objetividad la verdad encerrada en mensajes, problemas, personas, situaciones humanas, actividades; quien no se precipita en sus opiniones, quien no se contenta con pensar como la mayoría, quien supera los prejuicios personales, familiares, ambientales, culturales o sociales; quien busca juzgar según la verdad de las cosas incluso por encima del propio juicio.

Habrá que procurar además que el seminarista adquiera en la medida de lo posible aquellas cualidades que mejor definen una inteligencia rica y potente.

Una cualidad importante es, por ejemplo, la capacidad de pensar con profundidad, de reflexionar detenidamente para penetrar en la esencia de las cosas. Otras cualidades complementarias son la claridad, la precisión, y el rigor lógico. Es muy útil poseer una mente rápida, intuitiva, dinámica. Hay quien tiene una inteligencia más bien pasiva, receptora y quien posee una mente activa y creadora. Algunos son sobre todo especulativos, otros tienen una inteligencia más bien práctica, y otros son capaces de moverse en las dos esferas con parecida soltura. Es importante también saber pensar con objetividad e independencia, sin que los sentimientos o emociones influyan indebidamente sobre la capacidad de juzgar. Finalmente habría que señalar la flexibilidad mental, contraria a la rigidez y terquedad.

No se puede pretender que todos los candidatos tengan la misma capacidad intelectual. Hay diversos grados y diversas características. Lo interesante es procurar que cada uno alcance el máximo desarrollo de sus propias cualidades intelectuales.

Para ello se requiere ante todo el conocimiento de esas cualidades; desde luego por parte del mismo interesado; pero también convendrá que el formador se haga una idea clara del tipo de inteligencia que posee el formando, para poder ayudarle de modo personal y eficaz. Aquí pueden dar una buena mano los "tests" de capacidades. Sin embargo se hace necesaria la observación inmediata a partir de las actividades ordinarias, académicas o no, de la vida del seminarista.

Conocido el tipo de inteligencia con que se cuenta, ¿cómo es posible educarla? Kierkegaard hablaría aquí de lo que él llama saberes "socráticos", que no se pueden enseñar sino en gerundio, llevando al formando a hacer por sí mismo la experiencia. El seminarista debe aprender a pensar, pensando. La tarea principal del formador es hacerle pensar.

El currículum escolar de la formación del sacerdote (sobre todo los estudios de filosofía y teología), es el mejor entrenamiento en este campo. Pero no cabe duda que de los mismos estudios uno puede sacar más o menos provecho para la formación de su estructura mental según los realice más activa o pasivamente. No será inútil, por tanto, invitar y pedir al estudiante que reflexione siempre serena y hondamente lo que estudia, que se esfuerce por analizar y sintetizar, etc. Una buena explicación de las actividades y cualidades de la inteligencia podría servir de guía al esfuerzo personal del alumno.

Ahora bien, la finalidad de la formación de la inteligencia no se limita al desarrollo de sus potencialidades. Ella debe ser la facultad guía de toda la persona. Es preciso por ello ayudar al seminarista a formar el hábito de darle siempre su lugar en su comportamiento personal. Que sea su razón, bien formada e iluminada por la fe, la que señale siempre el camino a seguir, y no los sentimientos o pasiones.

Aquí la labor principal del formador será la presentación de criterios claros que iluminen la mente del formando. Pero esta iluminación externa ha de ser potenciada por la reflexión personal del interesado, que desentraña los valores presentes en la realidad para poder interiorizarlos. Reflexión también necesaria a modo de introspección para descubrir los ingredientes del propio comportamiento: principios, valores, impulsos, sentimientos... El formando ha de desarrollar este hábito de reflexión no sólo en momentos privilegiados, sino a toda hora, para que esté siempre sobre sí mismo, atento a lo que debe hacer, lo que hace, y por qué lo hace.

La reflexión se ve guiada y completada por la búsqueda de la verdad. Debe haber, como actitud de fondo, un recto deseo de iluminar la propia actuación con motivos fundados, de conocer y comprender el por qué de los criterios evangélicos, de las exigencias de la moral, de las características del estado de vida sacerdotal. Sólo este esfuerzo personal garantizará que la formación del seminarista sea de verdad un fenómeno de crecimiento interior.

Formar la inteligencia implica también estar atentos a ciertas posibles actitudes que puedan desviar el uso de esa facultad. Son posturas que se pueden dar también en personas que han desarrollado notablemente su capacidad intelectual.

Un primer escollo: el afán intelectualista desmedido, característico de aquellos que prefieren convivir más con los libros que con sus semejantes. Se trata, en definitiva, de una forma de encerramiento en sí mismo. A estas personas habrá que ayudarles a encauzar debidamente su afición sin apagar lo que tiene de positivo, e invitarlos a no descuidar la formación integral de su personalidad.

Otro obstáculo posible: el racionalismo autosuficiente. A veces se encuentran seminaristas que tiene el hábito -casi la manía- de cifrar, medir y valorar todo exclusivamente en función de sus razonamientos y conocimientos, mostrándose autosuficientes y desmedidamente apegados al propio juicio. Este tipo de personas suele tener una piedad fría y mortecina, con poca sensibilidad espiritual. Si esta tendencia no se reconoce y se corrige a tiempo puede llevar a la pérdida de la vocación y de la fe, pues paulatinamente se irán desechando los criterios sobrenaturales.

Otros pueden sufrir los achaques del "complejo cartesiano". Son personas que dudan excesivamente, que dudan de todo, incluso de aquello que en manera alguna consiente ser puesto en duda. Viven en la incertidumbre y en la confusión. Si algún formando es así, habrá que ayudarle a madurar y a adquirir serenidad y seguridad en sí mismo, infundiéndole criterios rectos, sólidos, inamovibles, capaces de iluminar su pensar y su actuar. Habrá que enseñarle a no dar paso ni atención a las dudas perniciosas que puedan asaltar su mente.


Formación de la voluntad

La voluntad es pieza clave del edificio de la personalidad. Desde el punto de vista natural, el valor de un hombre depende, en gran parte, del grado en que logra forjar su voluntad. Sólo en ésa podrá imprimir un rumbo determinado a su vida, guiando y dominando todo su ser. Dicho de otro modo, será libre en la medida en que sea señor de sí mismo, en la medida en que guíe, encauce y domine sus pasiones, sentimientos e instintos, y actúe, por encima de las circunstancias externas, de acuerdo con los criterios que le presenta la razón iluminada por la fe.

Considerada así, la formación de la voluntad es de la máxima importancia. No puede faltar en la preparación de un candidato al sacerdocio. Si Dios no suple de modo extraordinario, de ella depende el éxito en lo humano, sobrenatural y apostólico. Los beneficios de la gracia, las demás cualidades humanas... todo queda gravemente comprometido si falta el sostén de la voluntad.

Por tanto el candidato al sacerdocio ha de aplicarse en la formación de una voluntad fuerte, dócil a la inteligencia, eficaz y constante en querer el bien, tenaz frente a las dificultades, y capaz de gobernar y encauzar con suavidad y firmeza todas las dimensiones de la persona.

Trabajar en la formación de la voluntad equivale a ejercitarla en querer el bien, en quererlo con presteza, con eficacia, con constancia. Todos los medios anotados a continuación están encaminados, de un modo u otro a lograr este ejercicio.

En ningún campo la formación consiste en una acción puramente negativa. Pero aquí esta regla se aplica de modo privilegiado ya que hablamos de la facultad misma del querer. Aquí, como en ningún otro lado, el querer "el bien", el desear alcanzar "un ideal", resulta condición formativa indispensable. El mejor elemento de su formación será, por tanto, que la voluntad esté polarizada por el amor. Querer libremente cuando se ama resulta fácil, casi necesario.

Ahora bien, los obstáculos en este trabajo nacen de la naturaleza misma del hombre. Por un lado la persona sufre una división interior, de la que ya hemos hablado, como consecuencia del pecado. Por otro, encuentra que en su limitación no puede optar por todos los bienes a la vez. Elegir significa renunciar a un valor para realizar otro. Podrá entonces haber titubeos al tener que decidirse por un bien y dejar otros; podrá haber tendencias contrastantes que hagan difícil o arduo querer el bien; o que dificulten el optar siempre por el bien que dictan la fe y la razón, por encima de otros valores inferiores.

Resulta así que la formación de la voluntad implica siempre la renuncia. De aquí que ejercitarse en la renuncia sea un magnífico ejercicio para forjar y educar la capacidad de querer. No se trata de un medio negativo porque lo importante no es renunciar a un bien sino saber optar por el bien mejor. Aquí entra, ya a nivel humano, lo que tradicionalmente se denomina abnegación o renuncia de sí.
La vida ordinaria proporciona ya incontables ocasiones para ejercitarse en ella: renunciar al propio capricho optando responsablemente por el cumplimiento del deber; renunciar a los propios planes individuales optando libremente por seguir una vida comunitaria o por abrazar la obediencia; renunciar al dejarse llevar por el cansancio, el pesimismo, o los sentimientos y optar libremente por un camino de serenidad y control de sí; renunciar al deseo de una vida llena de comodidades y optar por la austeridad...

A esta ejercitación en la facilidad del querer se añade otra, necesaria para que llegue a ser eficaz y constante. Hay mil modos de entrenar diariamente la propia voluntad: no retractarse con demasiada facilidad de las resoluciones tomadas; exigirse completar lo iniciado; poner especial atención a los detalles; proceder siempre con método y previsión sin dejarse llevar por la inspiración del momento; hacer las cosas con determinación, sin dejar todo para mañana; exigirse a sí mismo pequeños detalles que exigen esfuerzo, como cuidar el orden y la puntualidad; esforzarse también en el aprovechamiento del tiempo; la dedicación al estudio, al trabajo y a la oración... En realidad toda actividad humana representa una ocasión en la que la voluntad puede salir fortificada, o, al contrario, si se realiza con pereza y dejadez, debilitada.


LECTURAS RECOMENDADAS

Pastores dabo vobis, 43 y 44
La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal

43. «Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario».(123) Esta afirmación de los Padres sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su ministerio.
El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas. Además, el ministerio del sacerdote consiste en anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad a la comunidad cristiana «personificando a Cristo y en su nombre», pero todo esto dirigiéndose siempre y sólo a hombres concretos: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). Por esto la formación humana del sacerdote expresa una particular importancia en relación con los destinatarios de su misión: precisamente para que su ministerio sea humanamente lo más creíble y aceptable, es necesario que el sacerdote plasme su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los demás en el encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que, a ejemplo de Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25; cf. 8, 3-11), el sacerdote sea capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos.
Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y realización de sí mismo, sino también con vistas a su ministerio, los futuros presbíteros deben cultivar una serie de cualidades humanas necesarias para la formación de personalidades equilibradas, sólidas y libres, capaces de llevar el peso de las responsabilidades pastorales. Se hace así necesaria la educación a amar la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento.(124) Un programa sencillo y exigente para esta formación lo propone el apóstol Pablo a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8). Es interesante señalar cómo Pablo se presenta a sí mismo como modelo para sus fieles precisamente en estas cualidades profundamente humanas: «Todo cuanto habéis aprendido —sigue diciendo— y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra» (Flp 4, 9).
De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y «hombre de comunión». Esto exige que el sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable, hospitalario, sincero en sus palabras y en su corazón,(125) prudente y discreto, generoso y disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuesto a comprender, perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir en situaciones de masificación y soledad sobre todo en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de la comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las vías más eficaces del mensaje evangélico.
En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y decisivo, la formación del candidato al sacerdocio en la madurez afectiva, como resultado de la educación al amor verdadero y responsable.
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente».(126)
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, y que se expresa mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y cultural difundida que «"banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta».(127) Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una educación en la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el "significado esponsal" del cuerpo».(128)
Ahora bien, la educación para el amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy necesarias para quien, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la madurez afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega universal. Así, el candidato llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme para vivir la castidad con fidelidad y alegría».(129)
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada educación para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn 11, 5).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y sólida para una libertad, que se presenta como obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal.(130) Entendida así, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta que se ha de dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo hacia una madura libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario.(131)
Íntimamente relacionada con la formación para la libertad responsable está también la educación de la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad del propio «yo» la obediencia a las obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una respuesta consciente y libre —y, por tanto, por amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La madurez humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir especialmente la formación de su conciencia. En efecto, el candidato, para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad».(132)