15. Cristo al centro de la vida sacerdotal
PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO
Nota: no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre
en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna
idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo
que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro
grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.
Formadores
- ¿Cómo ayudar a los seminaristas esta posible dificultad: “para algunos el
amor a Cristo parece algo ilusorio, etéreo; algo que no llena su deseo de
amar, de ser amado, de sentir afecto, de sentirse acompañado y consolado”?
Otros sacerdotes y seminaristas
- ¿Le parece adecuado decir que el amor a Cristo debe ser “apasionado”? ¿en
qué sentido? ¿no es una exageración?
Otros participantes
- ¿Cómo presentar hoy un “Cristo atractivo” a los hombres?
15. Cristo al centro de la vida sacerdotal
La santidad cristiana consiste sobre todo en la unión con Cristo, ya que el
Padre «nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e
inmaculados en su presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus
hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,4-5). En el sacerdote, esta
verdad adquiere una fuerza del todo especial. Al inicio del curso recordamos
que la esencia del sacerdocio es, en efecto, la identificación con Cristo
sacerdote. Pero no basta una asimilación meramente "sacramental" o funcional.
El sacerdote ha sido escogido para que sea otro Cristo también en su vida
personal y hasta en su modo de ser. El joven llamado al sacerdocio debe
esforzarse con entusiasmo por lograr que Cristo sea el modelo y el centro de
su vida personal y de su futuro servicio pastoral. Por eso, su ocupación
primordial en sus años de formación ha de ser su propia transformación en
Cristo.
Hablando de la "formación como transformación" constatábamos que se trata de
un proceso dinámico, en el que se pasa del conocimiento de una realidad a la
interiorización de su valor y, finalmente, a la vivencia personal de ese
valor. La transformación en Cristo sigue el mismo dinamismo: es un proceso que
va del conocimiento al amor y del amor a la imitación. Finalmente, quien ha
conocido y ama a Cristo, experimenta el deseo ardiente de comunicarlo a los
demás; y su mejor medio de comunicación es el testimonio que ofrece su
imitación del Maestro.
Conocimiento experiencial de Jesucristo
En primer lugar, conocer a Jesucristo. No solamente al Cristo de la teología.
También eso, claro. Pero un seminarista que se conformara con estudiar a fondo
el objeto de la cristología, se quedaría en la pura teoría. Y nadie ama ni da
la vida por una teoría. Con ella podemos obtener un erudito, nunca un buen
sacerdote (y ni siquiera un buen teólogo). Se trata aquí, sobre todo, del
conocimiento que se da entre dos personas vivas. Hay que ayudar a cada
seminarista a encontrarse personal y experiencialmente, desde la experiencia
de la fe, con el Cristo vivo y real, que se le acerca a través del Evangelio,
se le hace presente en la Eucaristía, y se quiere comunicar con él en la
oración personal (OT 8). Que conozca sus criterios, su modo de pensar, de
valorar a las personas, las circunstancias, los acontecimientos. Que conozca
su corazón, la profundidad de su amor, su fina sensibilidad. Que conozca su
modo de actuar, sus reacciones y actitudes. Pero sobre todo, que conozca su
modo de tratarle a él personalmente, cuando se encuentran en la intimidad de
la oración, y en el abrazo de la Eucaristía, o cuando se reencuentran en el
sacramento del perdón.
Pero para que Cristo llegue a entusiasmar al joven, es preciso que los
formadores sepan presentarle un Cristo atrayente, es decir, el auténtico
Cristo del Evangelio, que es capaz de conquistar a cualquier persona que no
oponga resistencia a la belleza, a la verdad y al amor. Hay quienes temen
presentar algunas facetas menos "agradables" del Cristo del Evangelio, como su
adhesión consciente y amorosa a la cruz y a la abnegación para cumplir la
voluntad del Padre (cf. Jn 10,17-18). Creen que un Cristo suavizado será más
aceptado por los jóvenes, más atractivo, más a medida humana. Sin embargo,
sabemos bien que sólo cuando el hombre conoce y ama al Cristo real, en su
naturaleza humana y divina, en el misterio de su muerte y de su resurrección,
encuentra en él un reto que responde a sus más profundos anhelos de
trascendencia y donación.
Amor personal, real, apasionado y totalizante
El conocimiento personal es la puerta del amor. Hay que tratar de que en el
corazón del formando vaya fraguando el amor de Cristo, su Señor.
Frecuentemente, la primera experiencia profunda de conocimiento y contacto
íntimo con Cristo hace brotar en el recién llegado un torrente de afectos,
incluso sensibles. Cuidado. Son genuinos y nobles, pero no podemos dar por
alcanzado el amor, el amor maduro que lleva a la entrega real. Los formadores
han de explicarles siempre que el amor es mucho más que una emoción o el
aprecio vago de una persona. Si tuviéramos que concretar en unos cuantos
epítetos las principales características del amor a Cristo podríamos decir que
se trata de un amor personal, real, apasionado, y totalizante.
Personal, porque afecta a la persona misma, a su núcleo más sagrado, y porque
se dirige a Cristo en cuanto persona viva, no en cuanto mero objeto de
veneración. Es un amor que se dirige, está claro, hacia una persona que es
Dios-hombre, y su dinamismo brota y se nutre de la gracia divina. Pero no
puede ser un amor etéreo, puramente "espiritual", desencarnado. Cuando Cristo
ha escogido a un joven para que se entregue a su amor no lo ha querido menos
hombre en el amor. Al contrario, desea que realice plenamente su capacidad de
amar, y quiere de él un amor cordial.
Amor real es lo contrario de un amor teórico o sentimental o simplemente
falso, de fachada, de frases bellas. El amor real es el que se "realiza", el
que impregna y conduce la vida real de cada jornada, el que lleva a imitar y
entregarse al amado y se traduce en realizaciones efectivas.
El verdadero amor a Cristo es también apasionado. No cabe duda de que hay
grados en el amor, y de que no todos amamos del mismo modo y con la misma
intensidad. Entran en juego el temperamento de la persona, su formación, y el
don libérrimo del Señor, que es la fuente del amor. Pero si pensamos bien que
estamos hablando del amor a la persona de Cristo, nuestro creador y redentor,
el amigo que dio su vida por los amigos (cf. Jn 15,13), no podremos pensar ese
amor sino como una verdadera pasión de amor. Un amor que penetra hasta lo más
profundo del ser y que es fuerte y entusiasta, fuerte como la muerte (cf. Ct
8,6); ese amor que es capaz de la entrega también en los momentos difíciles, y
que puede llevar incluso hasta el heroísmo.
Por último, el amor a Cristo es totalizante. No significa esto que no se ame a
nadie más. Al contrario, el amor a Cristo impulsa toda la capacidad de amar de
la persona. De él surge la fuerza del amor a María, a la Iglesia, al papa, a
todos los hombres. Amor totalizante en cuanto que él ha de ser el centro del
corazón y de la vida del sacerdote. El amor a los demás (familia, amistades, y
todas las personas confiadas a su ministerio) encuentra su fulcro y su
criterio en el amor de su Señor. Es el sentido claro de la exigencia de Cristo
que pedía estar dispuesto a dejar padre, madre... a quien quisiera ser su
discípulo.
Es preciso, pues, que todo seminarista, ya desde sus primeros pasos hacia el
sacerdocio, viva su vida diaria en un clima de amistad íntima y profunda con
Jesucristo, descubriendo cada día más el amor de predilección que él le
ofrece; un amor del que nada ni nadie podrá separarle (cf. Rm 8,39). ¡Pobre
del candidato que llegara a su consagración sacerdotal alejado vivencialmente
de Cristo y al margen de su amistad! Porque sólo por Cristo es posible vivir y
dar sentido a una vida de exigencia y de renuncia propia de todo sacerdote
auténtico; sólo por Cristo y por su Reino es posible vivir con gozo la
consagración del corazón que entraña la promesa de castidad; sólo por él es
posible amar el espíritu de pobreza que le debe caracterizar y encontrar en él
una seguridad incomparablemente mayor que la que proporciona el dinero o el
poder; sólo por él es posible vivir con delicadeza la promesa de obediencia; y
sólo por Cristo y por su Reino es posible la fidelidad hasta la muerte; esa
fidelidad hecha de coherencia, de esfuerzo y de perseverancia.
Para adquirir y desarrollar esta amistad íntima con Jesucristo, el aspirante
al sacerdocio debe, ante todo, ser consciente de que se trata de un don de
Dios, y de que por tanto, todo esfuerzo será vano e inútil si Dios no lo
acompaña y fecunda. Hay que invitarle a orar con insistencia y a colaborar con
la acción de la gracia, en la firme convicción de que Dios es el primer
interesado en concederle este don.
Imitación de Cristo, modelo perfecto
Quien ama piensa en el amado, busca estar con él, desea asemejarse a él. Así
quien ama a Cristo se deja llevar por este dinamismo del amor para pasar a su
imitación.
Jesucristo llamó a sus apóstoles para que estuvieran con él y le acompañaran
en sus tareas apostólicas, y para enviarlos después a predicar (cf. Mc 3,14).
Durante ese tiempo de permanencia con el Señor, ellos conocieron dónde moraba
(cf. Jn 1,39), cuáles eran sus actividades a lo largo del día, y sobre todo,
llegaron a conocerlo íntimamente: su modo de pensar, de sentir, de querer, de
reaccionar, de actuar... En diversas ocasiones escucharon de sus labios la
invitación a imitarlo en la práctica de las virtudes (cf. Mt 11,29; Jn 13,15)
o el encargo de comportarse de modo muy concreto en diversas
circunstancias...(cf. Mt 10,5-10) y así se fueron percatando de que la
invitación a seguirlo entrañaba no sólo un seguimiento físico sino también
espiritual: ser como él. La "sequela Christi" era también "imitatio Christi".
La imitación de Cristo no se reduce a un mero parecido externo y accidental.
Comporta más bien, como para los apóstoles, una verdadera transformación
interior. El candidato al sacerdocio ha de aspirar, con humildad pero con
tenacidad, a pensar como Cristo, a sentir, amar y actuar como Él.
Por tanto, la figura de Jesucristo, tal y como se nos presenta en los
Evangelios, con cada uno de los rasgos y detalles de su personalidad, con cada
una de sus actitudes, constituye para el sacerdote el punto de referencia que
ilumina y orienta su trabajo espiritual. Al abrir el Evangelio el seminarista
descubrirá mil facetas y rasgos de Cristo que le servirán de modelo para su
futura vida y ministerio sacerdotal. Pero descubrirá sobre todo su actitud
radical de entrega al Padre, a su misión, a los demás; una actitud que define
la disposición fundamental del verdadero sacerdote. Cristo vino al mundo para
glorificar al Padre (cf. Jn 17,4) y para salvar a los hombres por su
sacrificio libre y amoroso en la cruz; se sabe enviado por Dios a los hombres
(cf. Jn 16,28) y encuentra el sentido único de su vida y su polarización
definitiva en la realización de esa misión; vive en continuo contacto con su
Padre (cf. Jn 14,10); sabe de dónde viene y a dónde va (cf. Jn 8,42), y esa
convicción íntima determina en cada momento su conducta en sus relaciones con
su Padre y con los hombres. Es el hombre de Dios. El Hombre-Dios.
No es difícil enseñar al seminarista a mirar siempre a Cristo como modelo.
Basta hacer referencia a él, tal como se nos presenta en el Evangelio, cuando
queremos ilustrar una virtud, cuando deseamos invitarle a corregir algún modo
de pensar o comportarse, etc. En público y en privado, decirles siempre a
nuestros seminaristas: "miradlo a él", y recordarles las palabras de su Padre:
«escuchadle» (Mt 17,5).
Comunicar el amor de Cristo a los demás
Amor est diffusivus sui. No hay amor verdadero que sea narcisista, puramente
privado. El deseo ardiente de dar a conocer a Cristo es el fruto más genuino y
la mejor prueba de que el seminarista ha madurado en su amor al Maestro. Quien
ha descubierto la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de
Cristo a los hombres (cf. Ef 3,17), y se ha dejado cautivar por él,
correspondiendo con generosidad, no puede sino querer dar a conocer ese amor
al mayor número posible de hombres. Del amor nace el celo apostólico.
Pero, por otra parte, es también cierto que cuando hacemos algo por una causa
o por una persona, crece nuestro aprecio interior por ella. Todas las
actividades que saquen al seminarista de sí mismo y le lleven a darse a los
demás, a transmitirles el conocimiento y el amor de Cristo, fortalecerán su
amor a él.
Algunas dificultades
Aunque sea brevemente, veamos dos de entre las muchas dificultades que pueden
surgir en el camino del amor a Cristo. La primera deriva de que a Cristo sólo
lo vemos a través de la fe. No está físicamente presente. Resulta entonces que
para algunos el amor a Cristo parece algo ilusorio, etéreo; algo que no llena
su deseo de amar, de ser amado, de sentir afecto, de sentirse acompañado y
consolado. Es una dificultad muy real. En un primer momento debe ser la fe la
que principalmente apoye el amor naciente. Ya después la experiencia misma de
la amistad de Cristo ayudará también a superar esta dificultad.
Conocer y amar a Cristo significa conformar la vida a sus mandatos: «si me
amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15); «en esto sabemos que le
conocemos: en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 2,3) «quien dice que
permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 2,6). De aquí la segunda
dificultad que describe magistralmente san Juan: «todo el que obra el mal
aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras» (Jn
3,20). Así el amor, el crecimiento en el amor, se hará cuesta arriba cuando en
nosotros haya apego al pecado, a sus consecuencias, a sus raíces. Por eso
cuando a un formando le parezca difícil amar a Cristo, tal vez imposible,
habrá que preguntarse si no le falta generosidad para dejar la oscuridad y sus
obras, para pasar a la luz y dejarse iluminar. Y quizás habrá que comenzar por
ahí.
LECTURAS RECOMENDADAS
Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, 38-42
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cclergy/documents/rc_con_cclergy_doc_31011994_directory_sp.html