Predicador del Papa: La experiencia de la salvación de Cristo hoy
Cuarta predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFMCap
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 23 diciembre 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la cuarta y última predicación que, como preparación a la Navidad,
pronunció en la mañana de este viernes de la IV semana de Adviento, ante el
Santo Padre y sus colaboradores de la Curia, el predicador de la Casa
Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa OFMCap.
En la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa
ha ofrecido con sus predicaciones una serie de reflexiones sobre el tema
«Nosotros predicamos a Cristo Jesús como Señor (2 Cor 4,5). La fe en Cristo
hoy».
* * *
Cuarta predicación
a la Casa Pontificia
“HOY OS HA NACIDO UN SALVADOR”
La experiencia de la salvación de Cristo hoy
1. ¿Qué salvador para el hombre?
En una de las últimas Navidades, asistía a la Misa de medianoche presidida por
el Papa en San Pedro. Llegó el momento del canto de la Calenda:
«Muchos siglos desde la creación del mundo...
Trece siglos tras la marcha desde Egipto...
En el año 752 de la fundación de Roma...
En el año 42 del imperio de César Augusto,
Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, habiendo sido concebido por
obra del Espíritu Santo, pasados nueve meses, nació en Belén de Judea de la
Virgen María, hecho hombre».
Llegados a estas últimas palabras experimenté lo que se llama «la unción de la
fe»: una repentina claridad interior por la cual te dices a ti mismo: «¡Es
verdad! ¡Es todo verdad! No son sólo palabras. Dios ha venido verdaderamente a
nuestra tierra». Una conmoción inesperada me atravesó por completo, mientras
sólo podía decir: «¡Gracias, Santísima Trinidad, y gracias también a ti, Santa
Madre de Dios!». Esta íntima certeza desearía compartir con vosotros, venerables
padres y hermanos, en esta última meditación que tiene por tema la experiencia
de la salvación de Cristo hoy.
Apareciéndose a los pastores la noche de Navidad, el ángel les dijo: «Os anuncio
una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la
ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-12). El título de
Salvador no le fue atribuido a Jesús durante su vida. No había necesidad de
ello, estando su contenido expresado ya, para un judío, por el título de Mesías.
Pero en cuanto la fe cristiana se asoma al mundo pagano, el título adquiere una
importancia decisiva, en parte precisamente para oponerse a la costumbre de
llamar así al emperador o a ciertas divinidades así denominadas salvadoras, como
Esculapio.
Algo ya en el Nuevo Testamento, en vida de los apóstoles. Mateo se preocupa de
subrayar que el nombre «Jesús» significa, precisamente, «Dios salva» (Mt 1,21).
Pablo ya llama a Jesús «salvador» (Flp 3,20); Pedro, en los Hechos de los
Apóstoles, precisará que Él es el único salvador, fuera del cual «en ningún otro
hay salvación» (Hch 4,12), y Juan pondrá en boca de los samaritanos la solemne
profesión de fe: «Nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es
verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).
El contenido de esta salvación consiste sobre todo en la remisión de los
pecados, pero no solamente. Para Pablo aquella abraza la redención final también
de nuestro cuerpo (Flp 3,20). La salvación obrada por Cristo tiene un aspecto
negativo que consiste en la liberación del pecado y de las fuerzas del mal, y un
aspecto positivo que consiste en el don de la vida nueva, de la libertad de los
hijos de Dios, del Espíritu Santo y en la esperanza de la vida eterna.
La salvación en Cristo no fue, sin embargo, para las primeras generaciones
cristianas, sólo una verdad creída por revelación; fue sobre todo una realidad
experimentada en la vida y gozosamente proclamada en el culto. Gracias a la
Palabra de Dios y a la vida sacramental, los creyentes se sienten vivir en el
misterio de salvación obrado en Cristo: salvación que se configura, poco a poco,
como liberación, como iluminación, como rescate, como divinización, etcétera. Es
un dato primordial y pacífico que casi nunca los autores sienten necesidad de
demostrar.
En esta doble dimensión –de verdad revelada y de experiencia vivida-- la idea de
la salvación desarrolló un papel decisivo en conducir a la Iglesia a la plena
verdad sobre Jesucristo. La soteriología fue el arado que trazó el surco a la
cristología; fue como la hélice que arrastra el avión e impulsa la nave. A las
grandes definiciones dogmáticas de los concilios se llegó haciendo uso de la
experiencia de salvación que los creyentes tenían de Cristo. Su contacto,
decían, nos diviniza; por lo tanto, debe ser él mismo Dios. «Nosotros no
seríamos liberados del pecado y de la maldición, escribe Atanasio, si no fuera
por naturaleza carne humana la que el Verbo asumió; ni el hombre sería
divinizado si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del
Padre» [1].
La relación entre cristología y soteriología está mediada, en la época
patrística, por la antropología, por lo cual se debe decir que a una diferente
comprensión del hombre le corresponde siempre una presentación distinta de la
salvación de Cristo. El proceso se desarrolla a través de tres grandes
preguntas. Primera: ¿qué es el hombre y dónde reside su mal? Segunda pregunta:
¿qué tipo de salvación es necesaria para un hombre así? Tercera pregunta: ¿cómo
debe estar hecho el Salvador para poder realizar tal salvación? En base a la
respuesta diferente dada a estas preguntas vemos delinearse una compresión
diversa de la persona de Cristo y de su salvación.
En la escuela alejandrina, por ejemplo, donde predomina una visión platónica, el
mal del hombre, la parte más necesitada de salvación, es su carne, y he aquí
entonces que todo el énfasis caerá sobre la encarnación como el momento en que,
asumiendo la carne, el Verbo de Dios la libera de la corrupción y la diviniza.
En esta línea uno de ellos, Apolinar de Laodicea, irá tan allá como para afirmar
que el Verbo no asumió un alma humana, porque el alma no tiene necesidad de ser
salvada siendo por sí misma una chispa del Logos eterno. En Cristo el alma
racional es sustituida por el Logos en persona; no hay necesidad de que haya una
chispa de Logos donde está el Logos entero.
En la escuela antioquena, donde predomina más bien el pensamiento de
Aristóteles, o en cualquier caso una visión menos platónica, el mal del hombre
será visto, al contrario, precisamente en su alma y en particular en su voluntad
rebelde. Y he aquí entonces que se insistirá en la plena humanidad de Cristo y
en su misterio pascual. Es en ello donde, con su obediencia hasta la muerte,
Cristo salva al hombre. Haciendo la síntesis de estas dos instancias la Iglesia,
en Calcedonia, llegará a una idea completa de Cristo y de su salvación.
La fe cristiana no se limita sin embargo a responder a las expectativas de
salvación del ambiente en el que opera, sino que crea y dilata toda expectativa.
Así vemos que al dogma platónico y gnóstico de la salvación «por la carne», la
Iglesia opone con firmeza el dogma de la salvación «de la carne», predicando la
resurrección de los muertos; a una vida más allá de la tumba infinitamente más
débil que la vida presente y devorada por la nostalgia de ella, privada como
está de un objetivo y de un centro de atracción, la fe cristiana opone la idea
de una vida futura infinitamente más plena y duradera en la visión de Dios.
2. ¿Existe aún necesidad de un salvador?
Decía en la primera meditación que, respecto a la fe en Cristo, en muchos
aspectos nos encontramos hoy próximos a la situación de los orígenes y podemos
aprender de entonces cómo re-evangelizar un mundo que vuelve a ser en gran parte
pagano. Debemos también hoy plantearnos aquellas tres preguntas: ¿qué idea se
tiene hoy del hombre y de su mal? ¿Qué tipo de salvación es necesaria para un
hombre así? ¿Cómo anunciar a Cristo de forma que responda a tales expectativas
de salvación?
Simplificando al máximo, como se está obligado a hacer en una meditación,
podemos identificar, fuera de la fe cristiana, dos grandes posturas ante la
salvación: la de las religiones y la de la ciencia.
Para las así llamadas nuevas religiones, cuyo fondo común se encuentra en el
movimiento «New Age», la salvación no viene desde fuera, sino que está
potencialmente en el hombre mismo; consiste en entrar en sintonía, o en
vibración, con la energía y la vida de todo el cosmos. No hay necesidad por lo
tanto de un salvador, sino, a lo más, de maestros que enseñen el camino de la
autorrealización. No me detengo en esta postura porque fue confutada de una vez
por todas por la afirmación de Pablo que hemos comentado la vez pasada: «Todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados
gratuitamente por la fe en Cristo».
Reflexionemos en cambio en el desafío que llega a la fe en general y a la
cristiana en particular desde la ciencia no creyente. La versión actualmente más
en boga del ateísmo es la denominada científica que el biólogo francés Jacques
Monod hizo popular con su libro «El azar y la necesidad». «La antigua alianza
está infringida –son las conclusiones del autor; el hombre finalmente sabe que
está solo en la inmensidad del Universo del que ha surgido por casualidad. Su
deber, como su destino, no está escrito en ningún lugar. Nuestro número ha
salido de la ruleta».
En esta visión el problema de la salvación ni siquiera se plantea; aquél es un
residuo de esa mentalidad «animista», como la llama el autor, que pretende ver
objetivos y metas en un universo que avanza en cambio en la oscuridad, dirigido
sólo por la casualidad y por la necesidad. La única salvación es la ofrecida por
la ciencia y consiste en el conocimiento de cómo son las cosas, sin ilusiones
auto-consoladoras. «Las sociedades modernas --escribe— están construidas sobre
la ciencia. A ella deben su riqueza, su poder y la certeza de que riquezas y
poderes aún mayores serán un día accesibles al hombre, si él lo quiere (...).
Provistas de todo poder, dotadas de todas las riquezas que la ciencia les
ofrece, nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores, ya
minados en la base por esta misma ciencia» [2].
Mi intención no es discutir estas teorías, sino sólo dar una idea del contexto
cultural en el que estamos llamados actualmente a anunciar la salvación de
Cristo. Una observación, sin embargo, debemos hacer. Admitamos que «nuestro
número ha salido de una ruleta», que la vida es el resultado de una combinación
casual de elementos inanimados. Pero para extraer los números de la ruleta, se
necesita que alguien los haya puesto ahí. ¿Quién ha proporcionado por casualidad
los ingredientes con los que trabajar? Es una observación antigua y banal, pero
a la cual ningún científico hasta ahora ha sabido dar una respuesta, excepto
aquella expeditiva que la cuestión para él no se plantea.
Una cosa es cierta e incontrovertible: la existencia del universo y del hombre
no se explica por sí sola. Podemos renunciar a buscar una explicación ulterior
más que la que es capaz de dar la ciencia, pero no decir que se ha explicado
todo sin la hipótesis de Dios. La casualidad explica, como mucho, el cómo,
no el qué del universo. Explica que sea así como es, no el hecho mismo de
que existe. La ciencia no creyente no elimina el misterio, sólo le cambia el
nombre: en vez de Dios lo llama casualidad.
El desmentido más significativo a las tesis de Monod considero que ha venido
precisamente de aquella ciencia a la cual la humanidad, según él, debería
confiar ya su propio destino. Son los propios científicos de hecho los que
reconocen hoy que la ciencia no es capaz de responder sola a todos los
interrogantes y necesidades del hombre, y a buscar el diálogo con la filosofía y
la religión, los «sistemas de valores» que Monod considera antagonistas
irreducibles de la ciencia. Lo vemos, por lo demás, con nuestros propios ojos: a
los extraordinarios éxitos de la ciencia y de la técnica no le sigue
necesariamente una convivencia humana más libre y pacífica en nuestro planeta.
El libro de Monod demuestra, en mi opinión, que cuando un científico quiere
sacar conclusiones filosóficas de sus análisis científicos (sean éstos de
biología o astrofísica) los resultados no son mejores que cuando los filósofos
pretendían sacar conclusiones científicas de sus análisis filosóficos.
3. Cristo nos salva del espacio
¿Cómo podemos anunciar de forma significativa la salvación de Cristo en este
nuevo contexto cultural? Espacio y tiempo, las dos coordenadas dentro de las
cuales se desarrolla la vida del hombre en la tierra, han sufrido una dilatación
y una aceleración tan brusca que hasta el creyente tiene vértigo. Los «siete
cielos» del hombre antiguo, cada uno un poco por encima del otro, se han
convertido, mientras tanto, en 100 mil millones de galaxias, cada una de ellas
compuesta de 100 mil millones de estrellas, distantes una de otra en miles de
millones de años luz; los cuatro mil años desde la creación del mundo de la
Biblia se han transformado en 14 mil millones de años...
Considero que la fe en Cristo no sólo resiste a este choque, sino que ofrece a
quien cree en Él la posibilidad de sentirse en su propia casa en las dilatadas
dimensiones del universo, libre y gozoso «como un niño en brazos de su madre».
La fe en Cristo nos salva ante todo de la inmensidad del espacio. Vivimos en un
universo cuya magnitud ya no alcanzamos ni a imaginar ni a cuantificar, y cuya
expansión continúa sin pausa, hasta perderse en el infinito. Un universo, nos
dice la ciencia, soberanamente ignorante e indiferente a lo que se desarrolla en
la tierra.
Pero no es esto lo que incide más en la conciencia de la gente corriente. Es el
hecho de que en la misma tierra, con el acontecimiento de la comunicación de
masa, el espacio se ha dilatado de golpe en torno al hombre, haciéndole sentir
aún más pequeño e insignificante, como un actor desorientado en una inmensa
escena.
Cine, televisión, Internet, nos ponen ante los ojos en cada momento lo que
podríamos ser y no somos, lo que otros hacen y nosotros no hacemos. Nace de ahí
una sensación de resignada frustración y aceptación pasiva de la propia suerte,
o bien, al contrario, una necesidad obsesiva de salir del anonimato e imponerse
a la atención de los demás. En el primer caso se vive del reflejo de la vida
ajena y, como persona, uno se transforma en admirador y fan de alguien; en el
segundo se reduce la vida a carrera.
La fe en Cristo nos libera de la necesidad de abrirnos paso, de evadir a
cualquier coste nuestro límite para ser alguien; nos libera también de la
envidia de los grandes, nos reconcilia con nosotros mismos y con nuestro lugar
en la vida, nos da la posibilidad de ser felices y de estar plenamente
realizados allí donde nos encontremos. «¡Y el Verbo se hizo carne, y puso su
Morada entre nosotros!» (Jn 1,14). Dios, el infinito, vino y viene continuamente
hacia ti, allí donde estés. La venida de Cristo en la encarnación, mantenida
viva en los siglos por la Eucaristía, hace de cada lugar el primer lugar. Con
Cristo en el corazón uno se siente en el centro del mundo, incluso en el pueblo
más perdido de la tierra.
Esto explica por qué tantos creyentes, hombres y mujeres, pueden vivir ignorados
por todos, desempeñar los oficios más humildes del mundo o hasta encerrarse en
clausura y sentirse, en esta situación, las personas más felices y realizadas de
la tierra. Una de estas claustrales, la beata María de Jesús Crucificado,
conocida con el nombre de Pequeña Árabe por su origen palestino y su estatura
menuda, al regresar a su sitio después de haber recibido la comunión, se le oía
exclamar para sí, en voz baja: «Ahora tengo todo, ahora tengo todo».
Hoy adquiere para nosotros un significado nuevo el hecho de que Cristo no haya
venido en esplendor, poder y majestad, sino pequeño, pobre; que haya elegido por
madre a «una humilde doncella», que no haya vivido en una metrópolis de la
época, Roma, Alejandría o incluso Jerusalén, sino en una aldea perdida de
Galilea, ejerciendo el humilde oficio de carpintero. En aquel momento el
verdadero centro del mundo no estaba ni en Roma ni en Jerusalén, sino en Belén,
«la más pequeña aldea de Judea», y después de ella en Nazaret, el pueblo del que
se decía que «no podía salir nada bueno».
Lo que decimos de la sociedad en general vale con mayor razón para nosotros,
personas de Iglesia. La certeza de que Cristo está con nosotros dondequiera que
estemos nos libera de la necesidad obsesiva de subir, hacer carrera, ocupar los
puestos más elevados. Nadie puede decir que esté del todo exento de experimentar
en sí tales sentimientos y deseos naturales (¡menos que menos los
predicadores!), pero el pensamiento de Cristo nos ayuda al menos a reconocerlos
y a luchar contra ellos para que jamás se conviertan en el motivo dominante de
nuestra actuación. El fruto maravilloso de ello es la paz.
4. Cristo nos salva del tiempo
El segundo ámbito en el que se hace experiencia de la salvación de Cristo es el
del tiempo. Desde este punto de vista nuestra situación no ha cambiado mucho de
la de los hombres del tiempo de los apóstoles. El problema es siempre el mismo y
se llama la muerte. La salvación de Cristo es comparada por Pedro a la de Noé
del diluvio que «engulló a todos» (1 P 3,20 s.) y es por ello que está
representado entre los mosaicos de esta capilla, como momento de la historia de
la salvación. Pero existe un diluvio siempre en acto en el mundo: el del tiempo
que, como el agua, todo sumerge y barre a todos, una generación tras otra.
Un poeta español del siglo XIX, Gustavo Adolfo Bécquer, expresó de modo
admirable la percepción que el hombre tiene de sí mismo frente a la muerte.
«Gigante ola que el viento / riza y empuja en el mar. / Y rueda y pasa, y no
sabe / qué playa buscando va.
Luz que en cercos temblorosos / brilla, próxima a expirar, / ignorándose cuál de
ellos / el último brillará.
Eso soy yo, que al acaso / cruzo el mundo, sin pensar / de dónde vengo, ni a
dónde / mis pasos me llevarán» [3].
Existen actualmente psicólogos de fama que ven en el rechazo de la muerte el
verdadero resorte de todo el actuar humano, de aquí también el instinto sexual,
situado por Freud en la base de todo, no sería más que una de las
manifestaciones [4]. El hombre bíblico se consolaba con la certeza de sobrevivir
en la prole; el hombre pagano con la de sobrevivir en la fama: «Non omnis
moriar, no moriré del todo, decía Horacio. Exegi monumentum aere
perennius», he levantado (con mi poesía) un monumento más duradero que el
bronce.
Hoy se acude más bien a la supervivencia de la especie. «La supervivencia de
cada individuo –escribe Monod-- no tiene importancia alguna para la afirmación
de una determinada especie; ésta está confiada a la capacidad de dar origen a
una descendencia abundante a su vez capaz de sobrevivir y reproducirse» [5]. Una
variante de la visión marxista, basada, en esta ocasión, en la biología en vez
de hacerlo en el materialismo dialéctico, pero en uno y otro caso la esperanza
de sobrevivir en la especie se ha revelado insuficiente para aplacar la angustia
del hombre frente a la propia muerte.
El filósofo Miguel de Unamuno (que también era un pensador «laico»), a un amigo
que le reprochaba, como si fuera orgullo y presunción, su búsqueda de eternidad,
respondía en estos términos: «Yo no digo que merezcamos un más allá ni que la
lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no. Y nada más. Digo
que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me
es igual todo. Y sin ella ni hay alegría de vivir... Es muy cómodo esto de
decir: “¡Hay que vivir!”, “¡Hay que contentarse con la vida!” ¿Y los que no nos
contentamos con ella?» [6]. No es quien desea la eternidad, decía el mismo
pensador, el que muestra no amar la vida, sino quien no la desea, desde el
momento en que se resigna tan fácilmente al pensamiento de que esa deba acabar.
¿Qué tiene que decir la fe cristiana sobre todo ello? Algo sencillo y grandioso:
que la muerte existe, que es el mayor de nuestros problemas, ¡pero que Cristo ha
vencido a la muerte! La muerte humana ya no es la misma de antes, un hecho
decisivo ha intervenido. Ella ha perdido su aguijón, como una serpiente cuyo
veneno ya sólo es capaz de adormecer a la víctima por alguna hora, pero no
matarla. La muerte ya no es un muro ante el cual todo se rompe; es un paso, esto
es, una Pascua. Es un «pasar a lo que no pasa», diría Agustín [7].
Jesús de hecho –y aquí está el gran anuncio cristiano— no murió sólo para sí, no
nos dejó sólo un ejemplo de muerte heroica, como Sócrates. Hizo algo bien
distinto: «Uno murió por todos» (2 Co 5,14), exclama San Pablo, y también: «Él
experimentó la muerte por el bien de todos» (Hb 2,9). «El que cree en mí, aunque
muera, vivirá» (Jn 11,25). Afirmaciones extraordinarias que no nos hacen gritar
de alegría sólo porque no las tomamos lo suficientemente en serio y lo bastante
a la letra como deberíamos.
El cristianismo no se abre camino en las conciencias con el miedo a la muerte;
se abre camino con la muerte de Cristo. Jesús vino a liberar a los hombres del
temor a la muerte, no a acrecentarlo. El Hijo de Dios asumió carne y sangre como
nosotros, «para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al
diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida
sometidos a esclavitud» (Hb 2,14 s).
La prueba de que todo esto no es «ilusión auto-consoladora», además de la
resurrección de Cristo, es el hecho de que el creyente experimenta ya ahora, en
el momento en que cree, algo de esta victoria sobre la muerte. El verano pasado
prediqué en una parroquia anglicana de Londres. La iglesia estaba llena de
chicos y chicas. Hablaba de la resurrección de Cristo y en cierto momento,
después de que había expuesto todos los argumentos para apoyarla, tuve la
inspiración de dirigir a los presentes una pregunta: «¿Cuántos de vosotros
consideran poder decir como el ciego de nacimiento: “yo estaba ciego, pero ahora
veo”, “yo estaba muerto, pero ahora vivo”?». Un bosque de manos se alzó aún
antes de que acabara la pregunta. Algunos procedían de años de droga, de cárcel,
de vida desesperada e intentos de suicidio; otros, al contrario, de carreras
prometedoras en el campo de los negocios y del espectáculo.
A los íntimos que manifestaban inquietud por su futuro y sus condiciones de
salud, alzando la cabeza en su silla de ruedas, un día, hacia el final de su
vida, Juan Pablo II repitió por sorpresa, con voz profunda, la frase de Horacio:
Non omnis moriar, no moriré del todo. Pero en su boca aquella tenía ya
otro significado.
5. Cristo «mi salvador»
No basta sin embargo que yo reconozca a Cristo como «salvador del mundo»; es
necesario que le reconozca como «mi Salvador». Es un momento que ya no se olvida
aquel en el que se hace este descubrimiento y se recibe esta iluminación. Se
comprende entonces qué intentaba decir el Apóstol con las palabras: «Cristo
Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo» (1
Tm 1,15).
La experiencia de salvación que se tiene con Cristo está maravillosamente
ejemplificada en el episodio de Pedro, que se hunde en el lago. Nosotros pasamos
a diario por la experiencia de hundirnos: en el pecado, en la tibieza, en el
desaliento, en la incredulidad, en la duda, en la rutina... La fe misma es un
caminar al borde de un barranco, con la sensación constante de que a cada
momento podríamos perder el equilibrio y precipitarnos al vacío.
En estas condiciones es un inmenso consuelo descubrir que cada vez está la mano
de Cristo dispuesta a levantarte, si sólo la buscas y la aferras. Se puede
llegar hasta a una cierta alegría íntima al encontrase débiles y pecadores, como
la que la liturgia canta la noche de Pascua en el «Exultet»: «O felix culpa
quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem»! Felices también nosotros de
poseer tal Salvador.
Termino aquí, venerables padres y hermanos, mis reflexiones de Adviento sobre la
fe en Cristo en el mundo de hoy. Escribiendo contra los herejes docetistas de su
tiempo, quienes negaban la encarnación del Verbo y su verdadera humanidad,
Tertuliano profirió el grito: «No quitéis al mundo su única esperanza», parce
unicae spei totius orbis. [8]
Es el grito pesaroso que debemos repetir a los hombres de hoy, tentados de
prescindir de Cristo. Es Él, todavía hoy, la única esperanza del mundo. Cuando
el apóstol Pedro nos exhorta a «dar razón de la esperanza que está en nosotros»,
nos exhorta a hablar a los hombres de Cristo porque es Él la razón de nuestra
esperanza.
Debemos recrear las condiciones para una recuperación de la fe en Cristo.
Reproducir el impulso de fe del que nació el símbolo de Nicea. El cuerpo de la
Iglesia produjo en aquella ocasión un esfuerzo supremo, elevándose, en la fe,
por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la
razón. Después quedó el fruto de este esfuerzo, el símbolo de fe. La marea se
levantó una vez a un nivel máximo y de ello quedó la señal en la roca. Pero es
necesario que se repita el levantamiento, no basta la señal. No basta repetir el
credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la
divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual en los siglos.
En espera de proclamarlo públicamente, doblando la rodilla, la noche de Navidad,
me permito invitar a todos a recitar ahora, en latín, el artículo de fe sobre
Jesús. Es el más bello regalo que podemos hacer a Cristo que viene, el que
siempre buscaba en vida. También hoy Él pregunta a sus más íntimos
colaboradores: «¿Vosotros quién creéis que soy yo?». Y nosotros, alzándonos en
pié, respondemos:
Credo in unum Dominum Jesum Christum, Filium Dei unigenitum. Et ex Patre
natum ante omnia saecula. Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero.
Genitum, non factum, consubstantialem Patri: per quem omnia facta sunt. Qui
propter nos homines, et propter nostram salutem descendit de coelis. Et
incarnatus est de spiritu sancto ex Maria Virgine: et homo factus est.
[Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre
antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien
todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del
cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo
hombre. N de la t.]
¡Feliz Navidad a todos!
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[1] S. Atanasio, Apología contra Arianos, I,70.
[2] J. Monod, Il caso e la necessità [El azar y la necesidad] , Est
Mondadori, Milán, 1970, págs. 136-7.
[3] Gustavo A. Bécquer, Obras completas, p. 426.
[4] Cf. E. Becker, Il rifiuto della morte [El rechazo de la muerte] , Ed.
Paoline, Roma 1982.
[5] J. Monod, Il caso e la necessità, Milán, 1970.
[6] M. de Unamuno, Cartas a J. Ilundain; en Rev. Univ. Buenos Aires, 9,
pp. 135. 150.
[7] S. Agustín, Tratados sobre Juan, 55, 1.
[8] Tertuliano, De carne Christi 5, 3 (CC 2, p. 881).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]