De:
Jesus
Marti Ballester [jmartib@planalfa.es]
Enviado
el:
miércoles,
09 de septiembre de 2009 1:44
Para:
Undisclosed-Recipient:;
Asunto:
exaltacion
de la cruz. la vigen de los dolores
El próximo miércoles, día 14, es la fiesta de la Exaltación de la
Santa Cruz. Al día siguiente, la memoria de la Virgen de los Dolores. De hecho,
ambos reportajes, constituyen una unidad. Seguimos con la idea de adelantarnos
una semana para que puedan ser vistos con antelación preparar documentación,
homilías y monociones para las celebración de las dos fiestas. El autor de ambos
textos es, como siempre, el padre Jesús Martí
Ballester.
1.- EL ESCANDALO DE LA CRUZ
Por Jesús Martí Ballester
Con la pregunta
retórica dubitativa: ¿Quién creyó nuestro anuncio?, comienza el Profeta Isaías
el capítulo 53 de su Profecía. Los diletantes modernos, con el señuelo y la
novedad del progresismo, de la innovación y de la singularidad, resultan más
camaleónicos de lo que se creen. Les parece que están inventando la historia y
produciendo novedades cuando sólo están renovando viejísimos errores en nombre
de la nueva cultura. Y junto a la consecuencia directa de la ignorancia,
incoherencia y entronización de la carencia de rigor, llega al pensamiento débil
y a las ideas heréticas. Salvarnos sin cruz, o con cruces deleitables, es un
revivir el epicureismo y el hedonismo pagano. Algunos cristianos tratan de
desvirtuar la cruz, rebajando el vino del evangelio con el agua de la
mediocridad, o pagando tributo al relativismo, o con la escasa formación
acomodaticia, según aquello de San Pablo: “Los judíos piden señales y los
griegos buscan saber, nosotros predicamos un Cristo crucificado, escándalo para
los judíos, locura para los paganos, en cambio para los llamados, lo mismo
judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y sabiduría de Dios:
porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más
potente que los hombres” (1 Cor 22).
EL SUFRIMIENTO EN SAN PABLO
Pablo se sabe
«crucificado con Cristo» (Gal 2,19) y «configurado a su muerte» (Fl 3,10).
«Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gal 6,17). «Cinco veces recibí de los
judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez
apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el mar. Viajes
frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi
raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado;
peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin
dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez».
Expresará su dolor a los filipenses «Con lágrimas en los ojos» porque: «muchos
viven, según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como
enemigos de la cruz de Cristo...» (Fl 3, 18). «Pasa dolores de parto» (Gal
4,19). « ¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a
Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). Pero como la mujer sufre hasta dar a
luz, luego se goza por haberle dado un hijo al mundo (Jn 16,21), así el apóstol
sufre lo indecible, pero el resultado final es: «ver a Cristo formado en
vosotros». «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de
Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor
4,10). «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en
favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). «Así la muerte actúa en
nosotros, mas en vosotros la vida» (2 Cor 4,12). Sufriendo por los hombres,
«continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús», transmite a los
hombres «la vida de Jesús» (2 Cor 4,10). « ¡Dios me libre de gloriarme si no es
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gal 6,14). «Me glorío en mis
debilidades... en las persecuciones padecidas por Cristo» (2 Cor 12,9). Desde
esta perspectiva se iluminan sus expresiones paradójicas: «Estoy lleno de
consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 7,4). En
él se hace presente el misterio pascual en su integridad: fuerza en la
debilidad, vida en la muerte, gozo en el sufrimiento: «Me alegro de sufrir por
vosotros».
Tanto las
tribulaciones como el consuelo, tienen valor salvífico: «si somos atribulados,
lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para
el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos
que también nosotros soportamos» (2 Cor 1,6). Cuando poco antes de su muerte
escriba a Timoteo, le dirá: «yo estoy a punto de ser derramado en libación» (2
Tim 4,6). Dios mismo había reconciliado al mundo consigo por medio de su Hijo,
al cual había constituido víctima por los pecados de los hombres (2 Cor 5); si a
él se le ha confiado el ministerio de la reconciliación (v.18), sólo puede
colaborar eficazmente en la reconciliación de los hombres con Dios, con la
ofrenda de la propia vida.
LOS VIEJOS ERRORES
Tanto Lutero
como Calvino negaron la necesidad de cooperar a la gracia, enseñando que sólo la
fe justifica y nos aplica los méritos de Cristo. “Sola fides; sola gratia; sola
Scriptura”. Desde que Pablo VI entrara en la última sesión del Vaticano II con
un cilicio en sus carnes y dijera a mi Arzobispo entre sollozos: “Tutta Chiesa e
inficionata”, ¡cuántos avances han conseguido estos gravísimos errores, cuántos
virus han extendido la epidemia difusa y larvada que nos invade, más perniciosa
que los virus informáticos que han invadido millones de ordenadores,
contradiciendo a la Sagrada Escritura y al Magisterio, que es el único que tiene
el carisma y la misión ministerial de interpretar la Biblia. Allí donde la
Sagrada Escritura es extraída de la voz viva de la Iglesia, se convierte en
víctima de las disputas de los expertos.
Ciertamente
todo lo que éstos pueden decirnos es importante y precioso; el trabajo de los
sabios nos es de notable ayuda para poder comprender el proceso vivo con el que
creció la Escritura y comprender así su riqueza histórica. Pero la ciencia por
sí sola no puede ofrecernos una interpretación definitiva y vinculante; nos es
capaz de darnos, en la interpretación, esa certeza con la que podemos vivir y
por la que también podemos morir. Para ello se necesita la voz de la Iglesia
viva, de esa Iglesia confiada a Pedro y al colegio de los apóstoles hasta el
final de los tiempos. Esta potestad de enseñanza da miedo a muchos hombres
dentro y fuera de la Iglesia. Se preguntan si no es una amenaza a la libertad de
conciencia, si no es una presunción que se opone a la libertad de pensamiento.
No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en
sentido absoluto, un mandato a servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia,
comporta un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. Es preferible,
decía el famoso teólogo Rahner, ser granos de trigo dentro de la Iglesia, que
árboles frondosos fuera.
Y ¡cuántos
son los que pretenden suplantar esta interpretación por el “libre examen
personal”!, dijo Benedicto XVI, en su toma de posesión de su Cátedra de San Juan
de Letrán. ¿Qué sentido tiene proclamarse teólogos católicos, si se apartan de
la fe de la Iglesia y de su Magisterio? ¿Pretenden que les sigamos a ellos y nos
apartemos de la Cabeza, a quien Cristo confió el ministerio de confirmar en la
fe a sus hermanos? "La fe sin obras es muerta" (Sant 2,20). "No son justos los
que oyen la ley, sino aquéllos que la cumplen" (Rom 2,13). Y el mismo Cristo
declara que en el juicio final serán sentados a la derecha los que hayan
practicado las obras de misericordia (Mt 25,34). Y "Si quieres entrar en la vida
eterna, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). Y San Agustín dice: "El que te creó
sin ti, no te salvará sin ti". Para esta supuesta cultura, la teología de la
cruz es una locura o una necedad, como decía el Apóstol, y no duda en preguntar
Isaías: ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor?
EL MISTERIO DE LA CRUZ
El enigma
misterioso de la cruz sólo Dios lo entiende. Y los Santos, en la medida que él
les concede. San Juan María Vianney se escapaba de su parroquia de Ars porque no
se veía capaz. No le era más fácil la vida en Ars, pues en ningún monasterio,
por estricto que fuera, habría vivido una vida tan dura como la que él mismo se
impuso en Ars. Desde las dos de la mañana en el confesionario, lo que le dolían
eran los pecados que escuchaba y perdonaba, pues él no buscaba en su parroquia
vivir una tranquila vida; era un hombre de una penitencia durísima, y en
cualquier monasterio habría comido tres veces al día, por lo menos, y no las
patatas mohosas que el mismo se cocía para toda la semana, ni los sacrificios
asombrosos que se imponía para convertir a los pecadores. Y, ¿cuáles eran los
motivos de los llantos en la misa de San Pío de Pietrelcina? Los pecados.
Por cierto, a
Jesús lo crucificaron los romanos instigados por las autoridades religiosas de
los judíos. Pero, se me ocurre preguntar: ¿Quién crucificó a Francisco de Asís?
¿Quién transverberó a Santa Teresa? Y más cerca de nosotros: ¿Quién estigmatizó
a San Pío de Pietrelcina? El pecado es una tremenda realidad, un misterio de
iniquidad, dice San Pablo. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá
mucho. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni
tenía aspecto humano; así asombrará a muchos pueblos; ante él los reyes cerrarán
la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito. ¿Quién creyó
nuestro anuncio?”. ¿Quién es el que ve la distancia del pensamiento del hombre
del pensamiento de Dios? “Mi siervo tendrá éxito”. A un compañero párroco que se
lamentaba al Cura de Ars de lo fría que estaba su feligresía, respondía San Juan
María Vianney: -“¿Habéis orado, habéis ayunado? ¿Os habéis disciplinado?”- Una
vecina suya oía todas las noches los golpes de su penitencia y, asombrada y
compadecida, decía: -¡Cuándo pararás! ¡¡Cuándo pararás!!-. Pero él, que se había
encontrado una comunidad parroquial descristianizada, a los quince años de su
pastoreo, decía: “Ars ya no es Ars…El cementerio de Ars es un relicario”… Con
mis propios ojos he visto las gotas de sangre de San Francisco de Borja, Duque
de Gandia, conservadas en los azulejos del oratorio del palacio ducal. Un día,
vestido con la pobre sotana y manteo de jesuita, llevaba una olla para los
pobres, lo que suponía una gran humillación para él, que había sido el hombre de
mayor confianza del emperador Carlos V y Virrey de Cataluña. Intentó esconderla
debajo del manteo, y para vencer la tentación se la colocó sobre la cabeza.
Es verdad que
lo más importante es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a
nosotros mismos. Pero no hay amor más grande que morir por los amigos, dijo
Jesús. San Juan de la Cruz, que había sufrido durante nueve meses la cárcel de
Toledo, confiaba a una monjita los regalos espirituales que recibió en
compensación. En efecto, nos ha dejado su testimonio en su maravilloso “Cántico
Espiritual”, donde pide “entremos más adentro en espesura”, espesura de
sufrimientos.
¿CÓMO REDIMIR AL HOMBRE DEL PECADO?
No puede la
teología dejar de enseñar, tanto los antiguos como los modernos y aún los
actualísimos, uno de los mayores y Padre del Concilio Vaticano II, Hans Urs Von
Balthasar, creado Cardenal por Juan Pablo II, las distintas opciones de Dios
ante el pecado: dejar al género humano sufriendo sus consecuencias; perdonarlo
sin reparación adecuada, como lo destaca Guardini, que tampoco es Santo Tomás; o
exigir una satisfacción condigna, término teológico que significa
proporcionalidad entre lo que se debe y lo que se paga. Dicho de otro modo: El
pecado es una ofensa infinita, por el término ad quem, que es Dios infinito. O
Dios no es misericordioso y abandona al hombre, lo cual es imposible; o perdona
al hombre sin exigirle reparación justa. Elije y determina la satisfacción
condigna, la más digna según su justicia, sabiduría y misericordia. Esta
satisfacción exige pagar la deuda de la ofensa infinita, pero, como el hombre no
es capaz de pagar de esta manera, pagará él. El Verbo se hará hombre para poder
morir y reparará la ofensa y las demás consecuencias del pecado. Esto se llama
Redención, misterio inescrutable. El misterio de la Encarnación consiste en la
unión de la naturaleza humana con la divina en la persona del Verbo de Dios.
Dios formó una concreta naturaleza humana en las entrañas de la Virgen María y
la hizo subsistir en la persona divina del Verbo. Por esta unión hipostática de
la persona divina del Verbo con la naturaleza humana, Cristo, que es verdadero
Dios, es también verdadero hombre. El hombre pecó por soberbia: "Seréis como
dioses, y Dios se hará hombre por obediencia, para hacer al hombre Dios.
Al encarnarse
Dios, se manifiesta su bondad infinita; su misericordia; su justicia; su
sabiduría, para unir la misericordia con la justicia; su poder infinito, porque
es imposible realizar gesta mayor que la encarnación del Verbo, al juntar en
ella lo finito con lo infinito. Dios, Juez Supremo, pudo haber perdonado el
pecado gratuitamente, o pudo haber exigido una reparación congrua. Quiso unir la
justicia con la misericordia. Dice Santo Tomás de Villanueva: "Muchos medios he
intentado y buscado para que los hombres dejen la vanidad y me sigan, y ninguno
sirve de nada; uno sólo resta para convencerlos, que es darles a entender cómo
infinitamente los amo, haciéndome hombre".
EL DOLOR MAYOR
Y
manifestándoles cuánto les amo con la prueba de lo mucho que sufro,
infinitamente más que ningún hombre ha sufrido, pues "Mirad y ved si hay dolor
como mi dolor" (Is 1, 12). Santo Tomás, comentando el texto de Isaías, explica
por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el mayor de todos los dolores:
Por las causas de los dolores: el dolor corporal fue acerbísimo, tanto por la
generalidad de sus sufrimientos, como por la muerte en la cruz. El dolor interno
fue intensísimo, pues lo causaban todos los pecados de los hombres, el abandono
de sus discípulos, la ruina de los que causaban su muerte y, por último, la
pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la vida humana
natural. Por la sensibilidad del paciente: el cuerpo de Cristo era perfecto, muy
sensible, como conviene al cuerpo formado por obra del Espíritu Santo. De ahí
que, al tener finísimo sentido del tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede
decirse de su alma: al ser perfecta comprendía eficacísimamente todas las causas
de la tristeza.
Por la pureza
misma del dolor: porque otros que sufren pueden mitigar la tristeza interior y
también el dolor exterior, con alguna consideración de la mente, Cristo en
cambio no quiso hacerlo. Porque el dolor asumido era voluntario. Y así, por
desear liberar de todos los pecados, quiso sufrir el dolor en proporción al
fruto. Y de ahí se sigue que el dolor de Cristo ha sido el mayor de cuantos
dolores ha habido (Suma III; q
SATISFACCION VOLUNTARIA, COMPLETA Y CONDIGNA
Pagó la pena
debida por los pecados. "Llevó la pena de todos nuestros pecados sobre su cuerpo
en el madero de la Cruz" (1 Pe 2,24). Aunque Cristo satisfizo por nuestros
pecados en todos los actos de su vida, quiso que sus satisfacciones y sus
méritos sólo produjesen sus efectos después de su pasión, refiriéndolo todo a su
muerte. Por eso la Sagrada Escritura atribuye todas las satisfacciones y méritos
de Cristo al sacrificio de la Cruz. La satisfacción de Cristo fue voluntaria:
"Fue ofrecido porque él mismo lo quiso", (Is 53,7); "Nadie me arranca la vida,
sino que la doy por propia voluntad" (Jn 10,18). Fue completa porque es
suficiente para reconciliarnos con Dios y borrar nuestros pecados: "La sangre de
Cristo nos purifica de todo pecado" (1 Jn 1,7); condigna y superabundante porque
hay proporción entre lo que se debe y lo que se restituye. El acreedor que
perdona una parte de la deuda al deudor, recibe satisfacción deficiente y no
condigna. La satisfacción de Cristo fue condigna, porque guardó proporción con
la ofensa. Si la ofensa causada a Dios con el pecado es “quodammodo infinita”,
la satisfacción de Cristo fue de valor infinito. Me explico: La magnitud de una
ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida. Es mucho más grave la
ofensa a un Jefe de Estado, que a un soldado raso. Siendo Dios de majestad
infinita, la ofensa hecha a El con el pecado, es en este sentido infinita. La
satisfacción de Cristo fue superabundante; pagó más de lo que debíamos. "Donde
abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rom 5,20). Cualquier acto del Hijo de
Dios era infinito, porque procedía de la persona infinita del Verbo. Su
satisfacción es superabundante y "su redención copiosa " (Sal 20, 7). No sólo
nos perdonó el pecado y la pena debida, sino que nos mereció la gracia y el
derecho al cielo.
La
satisfacción de Cristo y sus méritos son una verdadera restauración del hombre,
pues le devuelven los dones de orden sobrenatural arrebatados por el pecado. "Si
por el pecado de uno sólo murieron todos los hombres, mucho más copiosamente la
gracia de Dios se derramó sobre todos" (Rom. 5,10). "Tenemos la firme esperanza
de entrar en el santuario del cielo por la sangre de Cristo" (Heb10, 19). "Nos
bendijo con toda suerte de bienes espirituales en Jesucristo" (Ef 1,3). "El que
no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó, ¿cómo será posible que no nos
dé con El todos los bienes?" (Rom 8, 32). Dice Santo Tomás: "La cabeza y los
miembros pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo nuestra cabeza, sus
méritos no nos son extraños, sino que llegan hasta nosotros en virtud de la
unidad del cuerpo místico" (Sent 3, c18, a 3). "Como todos mueren en Adán, todos
en Cristo han de recobrar la vida" (1 Cor 15,22).
Al P. Luis de
Sant Angelo en Segovia, escribe San Juan de la Cruz: “Si en algún tiempo,
hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de libertad y más
alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros, sino
penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas; y jamás, si
quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz. Pues Jesús realizó
la gesta más grande para redimirnos cuando estaba en la cruz desnudo de lo
sensitivo, de lo afectivo y en la mayor aflicción, incluso abandonado del
Padre”. ¡Qué sabe el que no ha padecido! Jesús nos pide que amemos al Padre y a
los hermanos, pero no hay prueba mayor de amor que morir por los amigos.
“Si tiene que
escoger, no dude ni un segundo. Decídase por la vida del bebé”, dice al
ginecólogo, Gianna Emmanuela Bereita Molla, beatificada el 24 de abril de 1994,
ante la presencia de su esposo y su hija de treinta y dos años, Gianna
Emmanuela, nacida a costa de la vida de su madre. Juan Pablo resbaló en su
cuarto de baño. Tras permanecer en el apartamento durante la noche, al día
siguiente fue trasladado a la Policlínica Gemelli donde se le implantó una
cadera artificial para solucionar la fractura del fémur. Ya nunca podría caminar
como antes. Como la familia es atacada, dice Juan Pablo II, el Papa tiene que
sufrir para que el evangelio del sufrimiento guíe a todas las familias del
tercer milenio. Karol Woytyla ha escrito un poema en el que San Estanislao dice
al rey de Polonia: “Mis palabras no te han convencido; mi sangre te convencerá”.
Desde el
punto de vista bíblico, a veces el dolor, no una represalia divina, un castigo,
sino una oportunidad para reconstruir el bien en el sujeto que sufre. No, Dios
no es rencoroso; es un gran señor elegantísimo; un amigo delicadísimo e
infinitamente delicado. No se dedica a echar sal en las heridas; jamás hace una
gracia al estilo de aquel padre grosero y rudo que quiere hacerle una caricia al
niño y le saca un ojo. No es como aquel médico zafio de tiempos lejanos, que se
empeñaba en curar a los enfermos a pellizcos o a pescozones y frotando las
heridas con papel de lija, justificando su práctica desquiciada. Los hombres,
por la escasez de su horizonte, siempre han trasladado a Dios sus propios
defectos y pasiones, y por lo mismo, también a los otros hombres, según el
refrán popular: Piensa el ladrón que todos son de su condición. Lógico. No son
capaces de descubrir en los demás motivaciones que puedan ser más elevadas que
las suyas.
Pero Dios es
muchísimo más sensible, infinitamente más, que el Beato Juan XXIII, que
acostumbraba cuando tenía que corregir, hacerlo con delicadeza, porque --decía--
era mejor una caricia que un pellizco; y que el Cardenal Montini, futuro Pablo
VI quien, siendo Arzobispo de Milán, sufría tanto cuando tenía que amonestar,
que enviaba a su secretario a consolar al dolorido paciente con estas o
parecidas palabras: “Dígale que es el mismo para el Señor Cardenal, no ha
perdido su confianza, es el mismo que antes”. Y ambos tenían autoridad, la
máxima autoridad y misión. Al hombre le puede ocurrir lo que acaba de declarar
un presidente de una Comunidad Autónoma de España: “Yo necesito país para hacer
socialismo”. No “necesita socialismo para hacer país”, sino todo lo contrario.
Ha confundido los términos. El fin el socialismo, los medios, el país. Dios el
medio, el hombre el fin.
EL MISTERIO DEL DOLOR HUMANO
Ninguna
explicación puramente descriptiva del dolor sería capaz de abordar con acierto
el profundo misterio humano con el que guarda relación. Tampoco la razón nos
puede decir que “el amor es la fuente más completa de la respuesta a la pregunta
del sentido del dolor”. Para ello hacía falta una demostración, que Dios ha
“dado en la cruz de Jesucristo”, cuyo dolor como hombre y como único Hijo de
Dios posee una "hondura e intensidad incomparables”. Después de la entrevista
del Papa con Ali Agca, escribió la carta apostólica “Savifici doloris” sobre el
sentido del sufrimiento. La humanidad ha sido redimida por el dolor de Cristo.
El dolor, dice el papa, «parece ser particularmente esencial a la naturaleza del
hombre». Contrariamente a lo que sostienen algunas ideas contemporáneas, el
dolor no es accidental ni evitable. "Es uno de esos puntos donde el hombre está
"destinado" a ir más allá de si mismo.» En el mundo hay dolor porque hay mal. El
sufrimiento mayor es la muerte, que Cristo conquistó con su «obediencia hasta la
muerte», superada en la resurrección.
El dolor
sigue presente en el mundo, pero el cristiano que sufre, ya puede identificar su
dolor con la agonía de Cristo en la cruz, y penetrar más a fondo en el misterio
de la redención, que es el misterio de la liberación humana. Mediante el
encuentro con esa liberación, el individuo que sufre descubre nuevas dimensiones
de la vida como vocación. El dolor existe «para desencadenar el amor en la
persona humana, ese don desinteresado del "yo" en beneficio de otras personas,
sobre todo de las que sufren». «El mundo del dolor humano» hace que surja «el
mundo del amor humano». La dinámica de la solidaridad en el dolor es otra
confirmación de la ley del don de sí inscrita en el corazón humano.
EXALTACION DE LA CRUZ
“¿Quién creyó
nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia
como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. El Señor quiso
triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación; verá su
descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su
mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de
conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de
ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él cargó
con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores. Alégrate, estéril, que
no dabas a luz, rompe a cantar con júbilo la que no tenías dolores; porque la
abandonada tendrá más hijos que la casada. Ensancha el espacio de tu tienda,
despliego sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, hinca bien tus estacas;
porque te extenderás a izquierda y derecha. Tu estirpe heredará las naciones y
poblará ciudades desiertas” (Is 53-54). Esa es la exaltación de la Santa Cruz.
“Porque se muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de
aflicción, daros un porvenir y una esperanza. Me buscaréis y me dejaré encontrar
y cambiaré vuestra suerte” (Jr 29,13).
2.- LA VIRGEN DE LOS DOLORES.
“y a ti una espada te atravesará el corazón” (Lucas
2,35)
Por Jesús Martí Ballester
Fue en el
momento de la cruz. Se cumplieron las palabras proféticas de Simeón, como
atestigua el Vaticano II: “María al pie de la cruz sufre cruelmente con su Hijo
único, asociada con corazón maternal a su sacrificio, dando el consentimiento de
su amor, a la inmolación de la víctima, nacida de su propia carne,”. Por eso, la
Iglesia, después de haber celebrado ayer la fiesta de la exaltación de la Cruz,
recuerda hoy a la Virgen de los Dolores, la Madre Dolorosa, también exaltada,
por lo mismo, que humillada con su Hijo. Cuanto más íntimamente se participa en
la pasión y muerte de Cristo, más plenamente se tiene parte también en su
exaltación y glorificación. Vio a su Hijo sufrir y ¡cuánto! Escuchó una a una
sus palabras, le miró compasiva y comprensiva, lloró con El lágrimas ardientes y
amargas de dolor supremo, estuvo atenta a los estertores de su agonía, retumbó
en sus oídos y se estrelló en su corazón el desgarrado grito de su Hijo a Dios:
“¿por qué me has abandonado?, oyó los insultos, comprobó la alegría de sus
enemigos rebosando en el rostro iracundo de los sacerdotes y del sumo Anás y de
Caifás, mientras balanceaban sus tiaras, y de los sanedritas, que se regodeaban
en su aparente victoria, contempló cómo iba perdiendo el color Jesús, su querido
hijo...
Su Hijo
agoniza sobre aquel madero como un condenado. “Despreciable y desecho de los
hombres, varón de dolores, despreciable y no le tuvimos en cuenta”, casi
anonadado (Is 53, 35) ¡Cuán grande, cuán heroica en esos momentos fue la
obediencia de la fe de María ante los «insondables designios» de Dios! ¡Cómo se
«abandona en Dios» sin reservas, «prestando el homenaje del entendimiento y de
la voluntad» a aquel, cuyos «caminos son inescrutables»! (Rom 11, 33). Y a la
vez ¡cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuán penetrante es la
influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!
LA SOSTUVO EL PADRE
Humanamente no
se podía soportar tanta angustia. El Padre amoroso la tuvo que sostener en pie.
Mientras su Hijo extenuado expiraba, su corazón inmaculado y amantísimo sangraba
a chorros, sus manos impotentes para acariciarle, para aliviarle, se estremecían
de dolor y de pena horrorosa y su alma dulcísima estaba más amarga que la de
ninguna madre en el transcurrir de los siglos ha estado y estará. ¡Cuánto dolor,
pobre Madre! ¡Qué parto de la iglesia tan doloroso y tan diferente de aquélla
noche de Belén! Al fin, inclinó la cabeza y el Hijo expiró. Y nacimos nosotros.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Por eso el Padre te exaltó a la derecha de tu
Hijo, asumpta en cuerpo y alma. Cuanto mayor fue tu dolor, más grande es tu
victoria.
EL CONCILIO VATICANO II
El Concilio
Vaticano II ha dado nueva luz sobre la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia.
«La Bienaventurada Virgen, por el don de la maternidad divina, con la que está
unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también
íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de
la fe, de la caridad y de la unión con Cristo». María permanece, desde el
comienzo, con los apóstoles a la espera de Pentecostés y, a través de las
generaciones está presente en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe y
como modelo de la esperanza que no engaña (Rom 5,
5).
MARIA MADRE, IMAGEN DE LA IGLESIA
María creyó que
se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como Virgen, creyó que concebiría y
daría a luz un hijo: el «Santo», el «Hijo de Dios. Como esclava del Señor,
permaneció fiel a la persona y a la misión de este Hijo. Como madre, «creyendo y
obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, cubierta con la
sombra del Espíritu Santo».Por estos motivos María «con razón desde los tiempos
más antiguos, es honrada como Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos
sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas». Como virgen y madre, María
es para la Iglesia un «modelo perenne». Como «figura», María, presente en el
misterio de Cristo, está también presente en el misterio de la Iglesia, pues
también la Iglesia «es llamada madre y virgen», con profunda justificación
bíblica y teológica. La maternidad determina una relación única e irrepetible
entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre.
Aunque una mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno
caracteriza la maternidad en su misma esencia, pues cada hijo es concebido de un
modo único. Cada hijo es querido por el amor materno, y sobre él se basa su
formación y maduración humana. Lo mismo ocurre en el orden de la gracia, que en
el de la naturaleza. Así se comprende que Cristo en el Calvario expresara en la
cruz, la nueva maternidad de su madre en singular, dirigida a un hombre, Juan:
«Ahí tienes a tu hijo».
MARIA MADRE DE CRISTO, DE JUAN Y DE TODOS
El Redentor
confía su madre al discípulo y, se la da como madre. La maternidad de María, es
un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía
María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz
comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo. Cuando Juan
en su evangelio, después de haber recogido las palabras de Jesús en la Cruz a su
Madre y a él mismo, añade: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su
casa» (Jn 19,27). A él se atribuye el papel de hijo y él cuidó de la Madre del
Maestro amado y se entregó, lo que expresa la relación íntima, como la respuesta
al amor de la madre.
MARIA MADRE DE LA IGLESIA
La dimensión
mariana de los discípulos de Cristo se manifiesta en la entrega filial a la
Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota.
Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, «acoge» a
la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, en su
«yo» humano y cristiano: «La acogió en su casa» Así el cristiano, entra en el
radio de acción de la «caridad materna», con la que la Madre del Redentor «cuida
de los hermanos de su Hijo», «a cuya generación y educación coopera». Esta
relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre tiene su comienzo en Cristo
y se orienta a él, pues María sigue repitiendo a todos las mismas palabras de
Caná de Galilea: “Haced lo que él os diga”. María es la primera que «ha creído»,
y con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se
entregan a ella como hijos. Y cuanto más perseveran los hijos en esta actitud y
avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la «inescrutable riqueza de
Cristo» (Ef 3, 8). Y de la misma manera ellos reconocen cada vez mejor la
dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación,
porque «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre». (Redemptoris
Mater).
CONCLUSIÓN
El Eterno Padre
sufre misteriosamente viendo a su Hijo sufrir agonizando y sintiéndose en el
infierno tras un muro negro de su Dios amado sin límites, que le ha abandonado,
es su infierno; el Espíritu Santo, Esposo de María por cuya sombra ha sido
concebido el Amor de ambos y el Hijo de ella, sufre, siendo eternamente feliz,
tan misteriosamente que nos resulta abismo insondable. El Hijo sufre física y
espiritualmente, nos resulta corto el lenguaje para expresarlo, y nosotros,
pobres pigmeos, nos hemos creado una Iglesia sin misterio, una Iglesia a nuestra
medida, una Iglesia supermercado, que nos provee de lo espiritual y también
pretendidamente, en concretos sectores, de lo material, sin atisbar más
horizonte que las necesidades terrenas que pretenden solucionar vendiendo el
Vaticano, sin tener en cuenta que Jesús sólo una vez multiplicó los panes y que
dejó dicho que a los pobres siempre los tendréis con vosotros y que hay otra
pobrezas que son más sustanciales; y queremos y predicamos una iglesia que no
cuente con el sufrimiento ni con la cruz y queremos mantenernos y nos mantenemos
pasivos esperando que nos lo den todo hecho sin arrimar nuestros hombros al
trabajo del cultivo del hombre interior y siempre alertas para observar y
criticar cuando no somos capaces de levantar ni un alma del pecado, ni de
corregir un gramo de soberbia o de avaricia propios, o de vencer un átomo por
intolerancia y falta de la virtud de la paciencia, ¿se escuchan muchos discursos
y se escriben mucho artículos que nos hablen de virtudes y de vicios y de
pecados?.
El Padre
sufre, el Hijo sufre indeciblemente el Espíritu sufre misteriosamente, María
sufre indeciblemente viendo al samaritano, la humanidad, caída y nosotros
estamos esperando a que ellos lleven la carga y nos saquen las castañas del
fuego sin tocar nosotros ni con la punta del dedo la parte de nuestra cruz que
configura el misterio de la Iglesia y que es nuestra vocación de santidad. La
Virgen de los Dolores nos ayude a despertar del letargo y a bregar mar adentro,
como murió pidiéndonos Juan Pablo II que sí supo cargar con su cruz hasta la
muerte, sumergiendo al mundo en el conocimiento de la Cruz y del amor de la
Virgen de los Dolores, tanto más exaltada en sus gloriosos dolores, cuanto más
abundantes, amargos y angustiosos, la atormentaron.