¿NUEVAS GENERACIONES DE TEÓLOGOS/AS?
¡ESTUDIANTES DE TEOLOGÍA!
Felicísimo Martínez Díez op
Están de moda las “reflexiones
indignadas” y las “contrarreflexiones indignadas”. Sobre todo, en la
formación de filósofos y teólogos y en la enseñanza de la teología. Algo
pasa en la formación, con los formadores y los formandos. Algo pasa con la
pedagogía teológica, con los profesores y los estudiantes de teología.
Yo voy a dejar de lado lo que pase con
los profesores de teología, porque nadie es buen juez en propia causa. Supongo
que ellos serán responsables de muchos fallos en la pedagogía teológica y de
muchas deficiencias en enseñanza de la teología.
Quiero reflexionar un poco sobre lo
que pasa con los estudiantes de teología, o al menos con algunos. Porque,
naturalmente, no se debe generalizar, ni hay un modelo común de estudiante de
teología, o un “paradigma” como ellos gustan decir. Hay estudiantes de
teología que entienden y practican el estudio como una auténtica ascesis, como
un verdadero esfuerzo; que se atreven a pensar críticamente; que se sitúan más
allá de la emotividad y utilizan la razón crítica; que no se dejan encerrar
en la propia subjetividad y buscan referentes objetivos... para identificar el
mensaje cristiano.
Pero también abundan cada vez más
los estudiantes de teología que no caminan en esta dirección. Y, por lo mismo,
en docencia teológica se repiten situaciones de indignación.
Si crece la indignación, puede
suceder que esté creciendo el sentido moral, o el sentido de la
responsabilidad, de la justicia, de la dignidad de las personas, de los derechos
humanos. Cuando no soportamos las situaciones inmorales, cuando nos indignamos
ante ellas, es porque está creciendo el sentido moral. Esta indignación es
saludable y terapéutica, y cada vez se la considera más como un índice seguro
de salud moral.
Pero la indignación puede ser
indicativo de otras cosas, por ejemplo, de la falta de paciencia. Puede ser que
se nos esté agotando la paciencia, esa virtud tan importante para caminar
juntos y para buscar juntos. Puede ser que ya no nos toleremos, que no toleremos
al otro, que no toleremos la diferencia. Esta indignación es peligrosa, pues se
traduce en intolerancia. Y puede que no pase de ser una simple rabieta de niño
mal criado, que se niega al diálogo, que se resiste a avenirse a razones.
Me piden -algún alumno- unas
reflexiones indignadas, como profesor de teología, sobre hábitos y actitudes
de los estudiantes de teología. Pero hay que tener en cuenta que la indignación
no se improvisa -ni es bueno provocarla intencionalmente-. Llega cuando llega y
hay que aprovechar ese momento, para hacer “las reflexiones indignadas”,
para bien o para mal.
Porque las reflexiones indignadas
tienen todas las ventajas de lo espontáneo y pasional, y todos los
inconvenientes también de lo espontáneo y pasional. Las ventajas son el
lenguaje directo, la sinceración sin tapujos, el atrevimiento para decir las
cosas sin cálculos de ningún tipo... Las desventajas son la parcialidad, la
exageración, la pérdida del sentido de la proporción y de la totalidad, las
visiones subjetivistas... y la total ausencia del sentido del humor, tan
importante en la vida.
Sin embargo, también es cierto que la
indignación se acumula y, con frecuencia, permanece allá, en el fondo, oculta,
reprimida, encerrada y disimulada. La socialización y los convencionalismos
sociales nos obligan a ocultarla o disimularla bajo unas maneras impuestas por
la corrección, la educación, el saber estar. Y esas represiones no siempre son
buenas.
Una serie de postulados culturales y
ambientales nos impiden sacar fuera la indignación, o nos obligan a reprimirla.
¡Nos han entrenado tanto en el dominio de nosotros mismos! Se valora tanto la
imagen y el quedar bien ante los demás! ¡Nos han interpretado tan mal la
caridad! ¿Acaso es simple ausencia de conflictos o confrontaciones? ¿Acaso ha
de confundirse con el irenismo o con una aparente armonía, que todo el mundo
sabe -sin decirlo- que es falsa?. Se está exaltado tanto la autoestima, que
hasta la corrección fraterna comienza a estar prohibida. Porque podemos crear
traumas al otro o a la otra. Y así nos vamos cayendo a mentiras unos a otros y
cada uno a sí mismo. Apenas nos queda espacio para la expresión espontánea,
para la comunicación directa, para el diálogo franco, para la crítica
abierta... esa que sólo se da con una cierta indignación.
Pero, a pesar de todos esos
envoltorios, la indignación está ahí y se deja sentir de múltiples formas.
El alumno que me ha pedido estas reflexiones indignadas, ¿habrá notado en mi
esa indignación reprimida? ¿En qué momentos la habrá notado?
Ciertamente, mi tarea hoy como
profesor de teología no está exenta de cierta indignación, unas veces mejor
disimulada que otras, unas veces mejor administrada que otras. Y hay momentos en
los que se agudiza. Quisiera recordar algunos.
Me indigna, por ejemplo, una paradoja
o simplemente una incoherencia que se repite hoy en la tarea educativa. Creo que
en casi todas las áreas de la educación, pero ciertamente en el área de la
filosofía y de la teología. Como debilidad la comprendo; pero no consigo
encontrarle justificación.
Los alumnos demandan sistemáticamente
una pedagogía más activa o interactiva, unas clases más participativas, un diálogo
más democrático de todos los participantes. Y tienen toda la razón. Al menos,
por dos motivos fundamentales.
En primer lugar, hoy en día contamos
con bibliotecas, libros, revistas, fotocopiadoras, computadoras, redes... que
permiten a los alumnos de teología el acceso directo y personal a los
materiales relacionados con los temas de clase. Alumnos y profesores estamos en
este sentido en igualdad de circunstancias. Ya no es necesario seguir ejerciendo
aquel oficio de “lector” medieval, que leía el único pergamino existente
para que los alumnos escuchasen o copiasen la “lección”. El examen consistía
en “tomar la lección”. Ahora el pergamino está a disposición de alumnos y
profesores. Por consiguiente, se pueden dedicar las clases a otros menesteres más
activos e interactivos.
Por otra parte, parece comprobado que
una pedagogía más activa produce frutos más consistentes y duraderos. Sobre
todo, cuando de alumnos adultos se trata, no tiene sentido adoptar un pose
magisterial. Es preferible dar lugar a la pregunta, al cuestionamiento, a la réplica,
a la postura crítica. Hay abundantes razones para demandar una pedagogía más
activa y unas clases más participativas.
Pero, ¿cómo se armoniza esa demanda
tan insistente con la pasividad, el silencio y la inhibición que muchos alumnos
muestran a la hora de participar –¡o no participar!-? Es probable que algunos
estudiantes lleven a cabo un estudio individual serio y concienzudo de los temas
señalados en los programas. (Si no intervienen en el debate, no es fácil
comprobarlo, pero esto sería lo de menos). Sin embargo, si no se someten a pública
discusión las conclusiones del estudio personal, ¿para qué las clases?
Se demanda legítimamente una pedagogía
más activa o interactiva. Sin embargo, muchos alumnos siguen pidiendo un
mensaje sintetizado y masticado por el profesor. Esto es más cómodo. Pero,
entonces, ¿qué significa la pedagogía activa?
O puede ser que se entienda la clase
participativa como el simple derecho a ejercer la espontaneidad y la ocurrencia
sin más. Pero, en una materia como la teología cristiana, que cuenta con 20
siglos de “tradición”, ¿qué valor pueden tener las espontaneidades y las
ocurrencias (tanto de profesores como de alumnos)? Todos los opinantes merecen
respeto; pero las opiniones se miden sobre todo por su nivel de razonamiento y
fundamentación. ¿Será posible una pedagogía activa o unas clases
participativas sin una preparación seria de los temas a debatir por parte de
todos los participantes?
¿Quizá es que la tradición no
interesa? Ni la cristiana ni la no cristiana. ¡Qué difícil resulta hoy
conseguir que los estudiantes de cristología se interesen mínimamente por los
debates cristológicos de Nicea o Calcedonia, o por los debates entre Arrio y
Atanasio, Cirilo y Nestorio...! Les suenan esos debates a torneos medievales,
aunque son anteriores a la Edad Media. No consiguen comprender o no se esfuerzan
por comprender la importancia de la tradición para interpretar la fe de
nuestros mayores y para comprender la propia fe.
En esto la nueva generación de “teólogos”
no es distinta de la nueva generación juvenil. Ambas corren un riesgo muy
extendido hoy. Ni se afirma ni se niega la tradición. Simplemente, se ignora.
Quizá hay en ello algo de ese entusiasmo juvenil que concentra la atención en
el presente y –un poco menos- en el futuro, y hace caso omiso del pasado. (Ya
Santo Tomás decía que lo propio de los jóvenes no es la memoria, sino la
esperanza, porque tienen poco pasado y mucho futuro. Por el contrario, afirma
que lo propio del anciano es el recuerdo, porque tiene mucho pasado y poco
futuro). Pero también puede ser una especie de petulancia desmedida, si es que
hay petulancias comedidas o con medida.
Y la petulancia nunca es buena ni ha
hecho sabio a nadie. Pensar que somos el “primer homo sapiens” de la
historia, es una presunción. Pensar que somos los primeros que pensamos,
sabemos y conocemos es una falta de respeto a nuestros antepasados. Pensar que
todos nuestros maestros, vivos y difuntos, estaban equivocados es carecer de la
más elemental modestia. Y ésta es absolutamente necesaria para adquirir un
grano de sabiduría. Lo decían los Maestros de Tournai refiriéndose a la
importancia de los maestros y de la tradición para encaminarnos hacia la
verdad: “Somos enanos llevados en las espaldas de nuestros maestros”.
Esta falta de aprecio a la tradición
resulta indignante. Y resulta más indignante cuando va acompañada con una
cierta falta de respeto. ¿Tan insensatos eran los viejos maestros de la
Cristología que sólo discutían sobre la “ousia”, la “hypostasis”, el
“prosopon”, el “omoousios”, etc. por el gusto de discutir? ¿Tan
insensibles eran que sus discusiones nada tenían que ver con el dolor, la pasión
y la liberación de esta humanidad? ¿Tan sádico era San Anselmo que concebía
a Dios como un Señor feudal inmisericorde y cruel? ¿Tan ridículo y necio era
Santo Tomás que pedía orar y adorar a un “primer motor inmóvil”? ¡Un
respeto a quienes hicieron tal esfuerzo por juntar la fe y la razón!
Y resulta especialmente indignante
cuando se trata de asuntos de fe y de teología. Porque el testimonio y el
mensaje de la fe cristiana sólo nos llega a través de la tradición, a través
de 20 siglos de tradición. No tenemos otra vía de acceso a los orígenes si no
es haciendo el camino de regreso a través de la tradición. Y no tenemos otra vía
de acceso a la fe, si no es repitiendo el mismo camino que condujo a la primera
comunidad de seguidores de Jesús desde el escándalo o la incredulidad ante el
Crucificado hasta la fe en el Resucitado. Para ello, se necesita conocer el
camino de la comunidad cristiana primitiva, y el camino de la tradición
cristiana posterior.
La otra alternativa posible sería
inventar la fe, pero con el riesgo de que no fuera la fe cristiana. No es lo
mismo actualizar las formulaciones y las prácticas de la fe que inventar una fe
nueva. Para inventar una nueva fe, no hace falta conocer los orígenes ni la
historia cristiana.
Pero, es imposible comprender los éxitos
y los fracasos de la Iglesia actual sin conocer la historia de la propia
Iglesia. Es imposible comprender los éxitos y los fracasos de la teología
actual, sin hacer el recorrido de la tradición o las tradiciones teológicas.
Ese momento en el que aparece la
resistencia sistemática o el resentimiento instintivo contra la tradición es
un momento fuerte de indignación.
Pero detrás de esa resistencia a la
tradición, parece haber un motivo más hondo: la exaltación de la subjetividad
y la minusvaloración de lo objetivo. La antropología -y una antropología
eminentemente existencial- ha desplazado todo lo que huela a metafísica. El yo
ha desplazado al ser.
Esta tendencia de la nueva generación
de teólogos se refleja bien en cristología. Como bien se sabe, en Cristología
es frecuente distinguir entre la dimensión u orientación ontológica y la
dimensión u orientación soteriológica y funcional de la misma. Aquella tiene
un carácter mucho más objetivo. ¿Qué es Cristo en sí? Esta incluye sobre
todo la dimensión subjetiva: ¿Qué significa Cristo para mi? Aquella es la
orientación característica de los manuales escolásticos. Esta es la orientación
característica, por ejemplo, de la cristología de la Reforma (...y, con
distinta orientación y distinto sabor, de los libros y devocionarios de
espiritualidad y de piedad).
Pues bien, la nueva generación de teólogos
o de estudiantes de teología están fascinados u obsesionados con la dimensión
funcional y soteriológica de la Cristología. Pero se resisten a armonizarla
con la dimensión objetiva u ontológica de la Cristología. Es sumamente difícil
suscitar un elemental interés por la dimensión objetiva de Jesucristo y del
hecho cristiano.
El riesgo del subjetivismo es grande.
Las falsas consecuencias que se siguen del subjetivismo son numerosas.
En primer lugar, el propio sujeto, tal
como se percibe a sí mismo, termina por erigirse en medida de la realidad.
Terminamos por convertirnos o creernos el centro del mundo y de la historia. Y
la experiencia nos dice que esto no es verdad. No somos buenos jueces en propia
causa. La autoestima de nosotros mismos no siempre es exacta. Y la experiencia
de fe nos dice que no somos el centro y el sujeto último de la historia salvífica,
sino vulnerables personas necesitadas de salvación.
En segundo lugar, el propio sujeto
acaba confundiéndose con la totalidad de la realidad, lo cual es obviamente
falso. Que sólo me interese por mí mismo o que sólo me interese lo que se
relaciona conmigo mismo, no debe significar que todo lo demás no existe. Puedo
circunscribir el interés a mi subjetividad, pero debo saber que este es un
camino de estrechamiento y empobrecimiento de la realidad.
En tercer lugar, el subjetivismo
implica un serio empobrecimiento al no dejarnos cuestionar por la realidad y por
la historia. La confrontación con la realidad es lo que hace que el sujeto
crezca y madure, hasta llegar a regirse por el principio de realidad.
En cuarto lugar, vamos perdiendo el
sentido de la realidad y terminamos sin saber dónde ubicar el propio sujeto que
tanto nos interesa. La locura empieza a ser preocupante cuando no sabemos
ubicarnos en el espacio y en el tiempo, cuando perdemos el sentido de la
realidad.
Todas estas consecuencias del
subjetivismo son especialmente graves cuando de asuntos de fe cristiana se
trata. Porque la fe es lo más próximo a la ilusión, a la alienación, a la
proyección, a la autosugestión... Necesita someterse constantemente al fuego
de la crítica. Necesita confrontarse con referentes objetivos, como son, en el
caso de la fe cristiana, el núcleo histórico de los relatos evangélicos, la
experiencia fundante de los primeras comunidades cristianas, la gran Tradición
eclesial. Y necesita someterse al discernimiento comunitario, que es la gran
defensa contra las falsas ilusiones y autosugestiones del sujeto.
Esto plantea algunas cuestiones a las
que las nuevas generaciones teológicas deben responder. ¿Basta recuperar y
magnificar el sujeto para hacer buena teología y buena soteriología? ¿Se
puede hacer una buena soteriología sin hacer una buena cristología integral?
¿Se puede atinar con el significado de lo que Jesús es para mí sin saber lo
que Jesús, el Cristo, es en sí? ¿Se pueden separar ambas dimensiones? ¿Hay
que desterrar la sabiduría griega -o romana- para que resplandezca la sabiduría
bíblica? ¿Tiene futuro una teología existencial sin ningún firme “ontológico”?
Y la pregunta más grave, que ya fue
formulada por la teología dialéctica a principios de nuestro siglo:
Encerrarnos en la propia subjetividad como criterio último de valor y de
sentido, ¿no será buscar simples comprobaciones o confirmaciones de nuestros
prejuicios, de nuestros deseos, de nuestras proyecciones? ¿No deberemos
dejarnos juzgar por el objeto, que en este caso es una Persona, un Otro, un Dios
siempre mayor? ¿No es el subjetivismo una forma de reproducir lo mismo, sin
abrirse a lo diferente?
Este encerramiento en el sujeto y sólo
en aquello que resulta significativo y útil para el sujeto, tiene quizá sus raíces
en otro rasgo del ciclo cultural postmoderno: el predominio de lo emocional
sobre lo racional. Este predominio llega a tales extremos que con frecuencia
termina por suplantar lo racional por lo emocional.
Se habla hoy del predominio de un
ciclo cultural emotivo, en el que las emociones marcan la dirección y el ritmo
de la carrera (o del lento y cansino caminar). Vivir a golpe de emoción lleva
adosado, en un primer momento, pensar y juzgar a golpe también de emoción. Se
juzga más con el corazón que con la cabeza. Y se juzga a golpe de improvisación,
a golpe de sensación. Lo que gusta y provoca es valorado positivamente. Lo que
disgusta y suscita repulsa es considerado negativamente, sin más. ¿Qué
haremos entonces con el Crucificado y con los crucificados de la tierra? ¿Qué
haremos con la Cruz, que desautoriza todos los falsos dioses?
Pero vivir a golpe de emoción lleva
adosado, en un segundo momento, un simple vivir sin pensar, sin juzgar, sin
razonar ni discernir. Y esto es grave, para la vida civil y para la vida del
creyente, porque es lo mismo que encomendar el timón de nuestra vida a la
apetencia y a la pasión, a la pura sensibilidad, al principio del placer, que
ignora el principio de realidad.
Desde estos presupuestos es normal que
cueste adentrarse en el estudio serio y razonado de la teología. Es más
“emocionante” dedicarse a saborear la paz contemplativa y la oración cálida;
es más gratificante dejarse llevar por las inspiraciones del Espíritu, sobre
todo si no son muy exigentes.
Toda teología que no sea
inmediatamente convertible en espiritualidad blanda, en fideísmo sabroso, en
material disponible para la devoción, ha de ser rechazada como pura ideología,
simple racionalismo, meros dogmas estériles. ¡Bonito ardid para dispensarse de
la ardua tarea que supone pensar, y sobre todo pensar en asuntos de fe, que
siempre tienen un plus de misterio! Los estudiantes de teología recurren a ella
con frecuencia. ¡Bonita forma de defenderse contra cualquier interpelación que
pueda someter a juicio los “inconscientes” supuestos teológicos de ciertas
opciones espirituales! Porque conste que no hay ninguna espiritualidad, por muy
piadosa que sea, que no tenga unos supuestos teológicos. Lo que suele suceder
es que son inconscientes, y por consiguiente más peligrosos.
Estos supuestos de la actual cultura
emocional no cuadran bien con la naturaleza de la teología, es verdad. Pero es
necesario confrontar esta cultura con algunas preguntas fuertes. La emotividad,
¿lo es todo en el ser humano? ¿Hay que suplantar lo racional por lo emotivo o
habrá que armonizar el logos y el eros para que nos salga la perfecta
humanidad? El vacío existencial de un racionalismo extremo es desagradable;
pero el riesgo de autodestrucción que lleva consigo el eros abandonado a si
mismo tampoco es pequeño. La experiencia histórica nos habla de muchos
sistemas doctrinales, rituales, instituciones... que terminaron vacíos de
contenido. Pero también nos habla de muchos iluminados que terminaron en el
desastre.
Ya en el campo específico de la
teología. ¿Qué entendemos por espiritualidad o por teología espiritual? ¿Simples
discursos piadosos que se conforman con alimentar la devoción personal? Para
eso estaban los famosos sermones llamados “fervorines”, que produjeron más
fervor religioso que conversión cristiana. Es verdad: si la teología no lleva
a madurar en la fe, no sirve para nada. Pero, ¿será posible una verdadera
espiritualidad cristiana sin verdadera teología?
Algún alumno me dijo una vez que sólo
llegan a ser herejes los que piensan y reflexionan. Pero a algún gran maestro
le he oído decir que las peores herejías no son las de aquellos que piensan,
sino la de aquellos que sólo se dejan llevar por el sentimiento religioso, sin
pensar. No han faltado quienes confundieron el éxtasis místico con éxtasis
humanos, muy humanos (¿Consciente o inconscientemente? No es fácil saberlo).
Como profesor de teología,
confrontarme con esta barrera de lo emotivo o lo emocional que arroja sospechas
contra todo pensar crítico, siempre me ha producido disgusto. Confrontarme con
la incapacidad de algunos alumnos para juntar la espiritualidad y la reflexión
crítica... o con mi propia incapacidad para conseguir esa armonía en ellos,
siempre me ha producido una cierta indignación.
Pero me pregunto con frecuencia: ¿Se
trata simplemente de un ciclo cultural del que son hijos e hijas nuestros
estudiantes de teología, como lo son la mayoría de los estudiantes de
cualquier carrera? ¿Se trata simplemente de que la emoción ha borrado a la razón?
¿O se trata, en el fondo, de una resistencia a pensar críticamente, de un
rechazo casi instintivo a todo lo que implique esfuerzo? ¿Se trata de una nueva
forma de hacer teología con el sentimiento, o de una nueva forma de no hacer
teología?
Porque no podemos olvidar que la búsqueda
de la verdad es tarea ardua, muy ardua. Y la búsqueda de la verdad en teología
quizá sea más ardua y arriesgada. Más ardua porque nos movemos en el ámbito
del misterio, de lo que trasciende nuestra humana capacidad. Más arriesgada,
porque está en juego el sentido, el sabor, la orientación de la vida.
No podemos olvidar que la palabra
“estudio” viene del latín “studere”, que significa esforzarse. Santo
Tomás reflexionó hondamente sobre esta etimología del estudio. Sacó como
consecuencia que muchas personas abandonan la búsqueda de la verdad, porque no
están dispuestas a hacer ese esfuerzo, a cumplir con esas exigencias, a
adentrase en esa vía ascética que se requiere para encontrarse con la verdad.
En este sentido, él, que defiende con Aristóteles que los sentidos son fuente
de conocimiento, llega a afirmar que también son grandes enemigos de la verdad,
porque nos entretienen en el camino hacia la verdad suprema. La búsqueda de
gratificaciones sensibles e inmediatas no casa bien con la búsqueda de la
verdad.
Desde estos presupuestos, me sigo
preguntando. ¿Por qué esa resistencia de muchos estudiantes de teología a
adentrarse en una reflexión seria y crítica? ¿Es por un profundo respeto a
los misterios, como a veces “razonan” los interesados? ¿O es para ahorrarse
el esfuerzo que supone el pensar? ¿Es que no se atreven a pensar por humildad o
es que rehúsan pensar por indolencia y pereza mental? La primera explicación
produce en mi una cierta tendencia a la comprensión; la segunda produce en mi
una cierta indignación no deseada y a veces no controlada. La indolencia y la
pereza mental se expande en los ambientes clericales.
“Atrévete a pensar”: así formuló
Kant el ideal de la modernidad, del hombre moderno, adulto, libre y autónomo.
Muchos estudiantes de teología se han saltado los compromisos de la modernidad,
pero quieren llevar consigo todo los logros de la misma. Ahí hay trampa.
Quieren cosechar los frutos de la modernidad (la adultez, la libertad, la
autonomía...) sin el compromiso de la modernidad: “atreverse a pensar”. Y
han caído directamente en la postmodernidad. Esta da a veces la impresión de
pretender hacernos adultos, libres y autónomos... sin el esfuerzo de pensar críticamente.
Aquí vengo observando, entre las
nuevas generaciones de estudiantes de teología, una paradoja que está en
cuarto creciente: por una parte, tienen un instinto especial para rechazar
cualquier dogmatismo, venga de donde viniere, sobre todo si “viene de
arriba”; pero, por otra parte, la falta del atrevimiento o del esfuerzo que
supone el pensar críticamente les hace presas fáciles de nuevos y no menos
agresivos dogmatismos. Sucede que lo que hoy llamamos fundamentalismo no es más
que una nueva forma de dogmatismo con cruzada incluida. ¿No abundan en la
Iglesia las intolerancias “doctrinales” de derechas y de izquierdas entre
algunos grupos de jóvenes?
El dogmatismo, secular o religioso,
siempre es el fruto de una capitulación: la negativa a seguir pensando críticamente
y autocríticamente, a seguir dialogando con los contradictores, a seguir
buscando juntos... Mientras se sigue pensando críticamente y dialogando, las
opiniones son simples opiniones, aunque se las defienda con pasión, pero no son
aún dogmas. Cuando se deja de pensar críticamente, las opiniones se convierten
en dogmas. Por eso, quien, por la razón que sea no se atreve a pensar, está ya
en el precipicio que conduce hasta el dogmatismo. Sólo que su dogmatismo se
vestirá de tonos ligeros o blandos: no se concretará en formulaciones
elaboradas a través del debate, sino en ocurrencias espontáneas erigidas en
tesis absolutas y mantenidas sin discusión.
En muchos estudiantes de teología se
da con frecuencia otro hecho paralelo a esta resistencia a pensar crítica y
creativamente. Se trata de una protesta sistemática contra las “anteriores”
inculturaciones del cristianismo (judía y, sobre todo, helenística, romana,
feudal, europea, occidental..., que luego se han impuesto a pueblos y culturas
que no son judíos, ni helenos, ni romanos, ni feudales, ni europeos, y quizá
ni occidentales...).
No es legítima la protesta contra las
“anteriores” inculturaciones históricas del cristianismo. Nuestros
antepasados hicieron lo que tenían que hacer, aunque no lo hicieran a la
perfección. Mas bien, deberíamos aprender de esos ensayos de inculturación;
deberíamos recordarlos e intentar comprender su dinámica interna. Así
comprenderíamos mejor qué significa “inculturación” y cómo se lleva a
cabo la inculturación del cristianismo.
Es absolutamente legítima la protesta
contra la imposición de esas inculturaciones en otras culturas y otros pueblos.
Es legítima la protesta contra todo colonialismo teológico, o contra toda
imposición del cristianismo en moldes culturales foráneos.
Pero esta protesta legítima no puede
quedarse en simple protesta. Es una vulgar contradicción pedir que “nos
inculturen el cristianismo -mensaje y praxis- en nuestra cultura”. ¿Quién ha
de realizar esa tarea de inculturación? ¿No somos nosotros mismos, desde el
interior de nuestra propia cultura? Pedir que otros inculturen el Evangelio en
nuestra cultura es, en el fondo, pedir un nuevo colonialismo teológico.
Las nuevas generaciones de teólogos
no deben conformarse con protestar contra el colonialismo teológico. Deben
asumir más bien el compromiso de la inculturación, de una forma creativa y
responsable. Deben asumir la tarea de la inculturación por propia cuenta. ¿Acaso
no son las comunidades culturales las que deben realizar la inculturación del
evangelio? ¿Acaso no se ha de realizar la inculturación desde el interior de
la propia cultura? ¿Quién puede hacerla desde fuera? Pero, no podemos
llamarnos a engaño: esta tarea supone valentía y coraje, y el gran esfuerzo de
repensar y reformular el mensaje cristiano... y también la propia cultura. La
inculturación es mucho más que simples adornos folklóricos de las ceremonias
litúrgicas.
En todas estas actitudes de los
estudiantes de teología, se advierte un denominador común: la falta de coraje
que para asumir responsablemente el compromiso de hacer la propia teología,
inculturada y contextualizada. No pueden contentarse con seguir pidiendo que
sean los demás los que hagan la teología, y que además la hagan a su gusto.
Tienen que asumir la responsabilidad del quehacer teológico, pero conscientes
de que es eso: una “responsabilidad”. Es decir, tendrán que responder por
el mensaje cristiano ante la tradición, ante la Iglesia, ante la humanidad,
ante las futuras generaciones... Esto requiere esfuerzo, coraje, voluntad,
ascesis... y muchas renuncias.
La juventud actual tiene las mismas
capacidades que las generaciones pasadas para hacer teología, para comprender
la tradición, para interpretar y reinterpretar el mensaje, para actualizar el
dogma, para inculturar el cristianismo.... No sólo eso, tienen muchos más
recursos que sus antepasados: bibliotecas computarizadas, acceso a las últimas
publicaciones de libros y revistas, internet, computadoras potentes,
fotocopiadoras...
Pero no sé si todas estas facilidades
son para bien o para mal. Me explico: no sé si ayudan a pensar o dispensan de
pensar. Ya San Alberto Magno se quejaba en el siglo XIII de aquellos que hacían
consistir la ciencia teológica en un pasar las ideas “ex libris in libros”
(de unos libros a otros), sin pasarlas por la mente y el corazón del teólogo.
(Claro que la escasez de textos en aquel momento hacía sumamente importante y
casi imprescindible la tarea del copista).
Algo parecido se puede decir hoy de la
costumbre de acumular fotocopias o de la costumbre de pasar los temas y las
ideas a través de la fotocopiadora (o del diskette). En vez de procesar los
temas teológicos mental y cordialmente, da la sensación que basta
fotocopiarlos y almacenarlos. Y así se da lo fotocopiado por aprendido, lo que
no siempre es verdad. Con mucha frecuencia, almacenar las ideas en unas
fotocopias o en unos diskettes equivale a olvidarse de ellas.
La abundancia de recursos o las
facilidades pedagógicas muchas veces se convierten en auténticas trampas, que
hacen más débil el aprendizaje. Con frecuencia las excesivas facilidades
degeneran en debilitamiento de la voluntad. Y este es un rasgo muy extendido en
la generación postmoderna.
No hay que ensalzar tanto a las viejas
generaciones que, a base de ascética, consiguieron una voluntad de hierro,
capaz de enfrentarse a cualquier riesgo y adversidad. Apenas quedaría espacio
para lo gratuito y lo lúdico... y andaríamos muy cerca del fariseísmo. Hoy no
podemos comprender cómo San Agustín o Santo Tomás pudieron escribir tan
voluminosa obra sin computadora y sin máquina de escribir, sin oficina y sin
secretaria. Pero tampoco es aconsejable una generación carente de voluntad, o
con una voluntad tan debilitada que sea incapaz de enfrentar la adversidad y
asumir el peso del trabajo manual o intelectual. No habría lugar para la
responsabilidad y el compromiso. Y andaríamos muy cerca de una gracia barata, o
de una gratuidad frívola y banal. Ni Apolos ni Dionisios. Ni Prometeos ni
Narcisos. Ser flexibles, sí, como los moluscos, pero con columna vertebral,
como los bípedos erectos.
Sin un mínimo de ascesis y de fuerza
de voluntad, no es posible adentrarse en el estudio de la teología. A no ser
que vengan maestros capaces de convertir en un juego los debates cristológicos
de Nicea, Constantinopla, Efeso, Calcedonia... o las peleas dogmáticas entre
Arrio y Atanasio y Apolinar, Cirilo y Nestorio y Eutiques... Pero, a ciertas
alturas académicas, los recursos lúdicos del preescolar ya no sirven para
adentrarse en el meollo de las ciencias.
Está bien El mundo de Sofía
para iniciarnos en la historia de la filosofía y tomarle gusto. Pero sería una
aberración considerar esa novela la última palabra en historia de la filosofía.
Ojalá alguien se atreva y sea capaz de escribir otro Mundo de Sofía para
iniciarnos en la historia de la teología. Pero no esperemos que nos dispense
del esfuerzo que supone el atreverse a pensar críticamente la historia de la
teología y el esfuerzo de atrevernos a pensar autocríticamente la propia
teología. Aunque suene a reiterativo: no es posible llevar adelante el quehacer
teológico sin cierta ascesis, cierta disciplina mental, ciertas renuncias...
Para el quehacer teológico, no bastan la inteligencia y el corazón; es
necesaria también la voluntad.
El quehacer teológico implica algunas
condiciones mínimas: un esfuerzo por conocer y comprender la tradición o las
tradiciones teológicas (conocimiento de las fuentes teológicas); una ubicación
o inserción correcta en la realidad social y eclesial (situarse en un lugar
teológico adecuado); una dedicación intensa y esforzada a la búsqueda de la
verdad, conscientes de que esta meta siempre está parcialmente por delante de
nosotros (mantenerse firme a pesar del cansancio, de la duda, la oscuridad... y
a veces la frustración).... Todas estas condiciones no se dan sin ascesis,
fuerza de voluntad y coraje.