El estilo literario de los textos litúrgicos
Félix María Arocena Solano
Recorría hace
poco las páginas de un libro sobre espiritualidad rusa cuando, en medio de una
complacencia general, tropecé con una frase que me dejó un regusto de sorpresa y
desilusión. Aludiendo a la distinción entre oración privada y litúrgica, decía:
“No se trata de hablar con Dios con la propiedad de un maestro, sino con el amor
de un hijo”. Para quien participa de un cierto deslumbramiento por el tesoro
oracional de la liturgia, la distinción resultaba desafortunada.
Tomando pie de este pequeño juicio (quizá algo injusto), y dentro del terreno
concreto de la liturgia, voy a referirme al arte de la palabra. Porque, en la
celebración cristiana, también la palabra merece, sin duda, un tratamiento
estético.
En el cristianismo, el culto es una dimensión esencial. Sin liturgia, sería
ideología, como extraer la espina dorsal a un organismo vivo. La celebración
nunca es aditamento, sino raíz. Y dentro de ella, la palabra. La palabra, para
percibir aquel tremendum maiestatis, propio del culto al Dios tres veces Santo.
La palabra, como motor poderoso para vernos suavemente impulsados hacia el
centro del Misterio. Para sentirnos desbordados ante la presencia de una
donación tan grande, superados por un misterio sobrecogedor, que aspiramos sea
culmen et fons (fuente y culmen) de nuestra vida cristiana. Qué pena si, en
ocasiones, la palabra litúrgica haya podido sonar demasiado prosaica, trivial,
campechana... Sí; la belleza de la palabra oída se hace camino hacia su
comprensión como palabra de fe y, en consecuencia, portadora de salvación.
LA PALABRA EN LA LITURGIA
Ya desde la Grecia clásica, el hombre ha sido consciente del enorme poder de la
palabra, del lenguaje: algo enormemente complejo y evolutivo, a la par del
desarrollo del hombre. Siendo esto común a todo el campo de la literatura,
reviste un interés especialísimo en el área del lenguaje litúrgico, en tanto en
cuanto capaz de elevar la mente del hombre a Dios para ofrecerle un culto
concorde a la enseñanza del Señor, un culto en espíritu y en verdad (cfr Io 4,
23).
Sin minusvalorar los aspectos rituales y simbólicos de la liturgia -tan
esenciales-, la palabra adquiere en la celebración un papel primordial. En la
gran acción sacramental de la Iglesia, no todo, ni mucho menos, son palabras;
pero la palabra está ahí y es clave. Cuando la Iglesia proclama el contenido de
su fe en sede litúrgica, lo hace con la máxima fuerza y del modo absolutamente
mejor: reactualizándolo. Los creyentes, iluminados por la fe y movidos por el
Espíritu, entran en contacto con el mismo Acontecimiento salvador, del que
hacen, en cada celebración, su personal experiencia. En este sentido, cuando,
por defecto humano, un modo pobre de celebrar se sustrae al espíritu que lo debe
animar y a la oración que lo debe vivificar, la acción ritual se deshilacha en
un ritualismo.
En general, y prescindiendo de ciertas gracias sobrenaturales, la comunicación
de todo aquello que el hombre es capaz de comprender se efectúa por medio de la
palabra, vehículo capital para transmitir las propias ideas y los más íntimos
sentimientos. El Código de Justiniano, al Summa theologica y la Divina Comedia
son testimonios solemnes de la creencia en que toda verdad y todo lo real -con
excepción de una zona reducida y curiosa en la misma cumbre- puede aljarse
dentro de las paredes del lenguaje. Tanto las nociones más banales como los
conceptos más sutiles, tanto las fantasías como las doctrinas abstractas, para
poder ser comunicadas y captadas por los demás, deben hacerse palabra (cfr.
MONDIN B. en Scripta Theologica, v. XXIV, p. 813-814). Según subraya San
Agustín, “a pesar de nuestra incapacidad para decir algo que sea digno de Él,
Dios ha aceptado el homenaje de la voz humana y ha querido que, para alabarle,
nos sirviéramos de nuestras palabras” (De doctrina christiana, I, 6).
MOMENTO DESCENDENTE Y ASCENDENTE
En el diálogo entre Dios y el hombre, cabe distinguir un momento descendente y
otro ascendente. En el primero -cuando quien habla es Dios-, aunque las palabras
humanas no agoten expresamente todo el calado de la verdad que se nos revela, lo
que el receptor capta puede resultar tenue, pero no necesariamente erróneo. Como
dice San Juan Crisóstomo, las verdades sobre la intimidad divina se nos
trasmiten por el vehículo del lenguaje humano: Dios mismo ha accedido a esta
sinkatábasis, de manera que el habla humana resulte congruente para revelar lo
que Él propone. Esta dimensión es la que estudian los escrituristas.
El segundo momento corresponde a la respuesta del hombre a Dios.
A este momento pertenecen los textos litúrgicos, que no son discursos al vacío
sino diálogo de la Esposa con el Esposo. Los Ángeles del Cielo y los “ancianos”
que circundan el trono de Dios no permanecen mudos, sino que “se postran ante el
que está sentado en el trono, adoran al que vive por los siglos de los siglos y
deponen sus coronas ante el solio, diciendo: Digno eres, Señor y Dios nuestro,
de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas y
por tu voluntad existían y fueron creadas” (Apoc 4, 10-11). “En este sentido
-dice M. Augé- la oración es la forma del lenguaje por excelencia que el hombre
adopta en sus relaciones con el plano divino, así como la palabra de la
Revelación puede considerarse la forma del lenguaje que el plano divino adopta
para comunicarse con el hombre.” (En Nuevo Diccionario de Liturgia, Madrid 1987,
p. 762). Esta dimensión es la que estudian los liturgistas.
Un tercer momento -el horizontal- corresponde al lenguaje homilético o de las
moniciones: lo que los ministros dicen a la asamblea con fines catequéticos o de
motivación espiritual (cfr. ALDAZÁBAL J., en Cuadernos PHASE 45, p.3). Esta
dimensión es la que estudian los pastoralistas.
LENGUAJE DOXOLÓGICO
El lenguaje doxológico, propio de la liturgia, precisamente porque se encamina
no tanto a definir lo que deba ser creído, cuanto a vivir lo que ya se cree,
posee un estilo encaminado a facilitar la unión del alma con Dios. Se propone
“descender” las verdades reveladas, captadas por la fe, desde su asentamiento
natural (el entendimiento) hasta el corazón, para hacerlas vida. Es un lenguaje
muy cercano a nuestra sensibilidad actual. Pienso, por ejemplo, en las nuevas
composiciones que contiene el oracional del Misal Romano; en las plegarias
eucarísticas de la Reconciliación; en el nuevo texto típico de la plegaria
eucarística llamada Vª o en los cuarenta y seis nuevos prefacios de las Misas de
la Virgen.
Cada vez que abrimos un libro litúrgico (el Misal Romano, la Liturgia de las
Horas, no digamos el nuevo Misal de rito hispano-mozárabe) , asistimos a una
victoria del espíritu sobre la letra. Una victoria que estamos acostumbrados a
presenciar en ese campo eucológico de la Iglesia en donde la letra reza, y donde
la llanura de la prosa deja emanar de su profundidad una flor de pensamiento, de
oración.
Otra cuestión es la de si el pueblo cristiano comprende este lenguaje litúrgico.
No pienso que se trate de escribir unos nuevos textos eucológicos, ni -menos
aún- de diseñar unos nuevos ritos, porque los actuales parezcan inasequibles a
los fieles. Lo que se impone es una paciente catequesis. A esto se refería el
Santo Padre cuando escribió: “Terminada ya la reforma litúrgica, ha llegado el
momento de dar primacía a la profundización cada vez más intensa en la liturgia”
(JUAN PABLO II, Vicesimus quintus, 14). Esa profundización, que debería empezar
por los pastores, es una tarea conducente a aplicar suavemente el pensamiento a
lo que se celebra y envolverlo con el afecto. Puesto que requiere una elevada
abnegación, es tarea es más ardua que la del cambiar por cambiar. Sé de quienes
no piensan así, pero considero que los textos litúrgicos -otra cosa son sus
traducciones- deberían permanecer substancialmente como están: hermosos,
sencillos, diáfanos y densos de contenido.
Acerca de las traducciones hay que considerar que nunca son perfectas ni jamás
pueden darse por concluidas: cuando son fieles, resultan a menudo toscas y
cuando son elegantes, suelen alejarse demasiado del original. No obstante, entre
las tinieblas de una traducción y el esplendor original de las oraciones latinas
cabe una cierta luz cepuscular e incluso una visión difuminada, como a través de
un cristal traslúcido.
Desde esta perspectiva, Es hora de felicitarnos por la solicitud de la Comisión
episcopal de Liturgia de la conferencia episcopal española en su empeño por
ofrecernos unas traducciones cada vez más fieles a los textos latinos
originales. En efecto, de cara a la publicación de la tertia editio typica del
missale romanum, un grupo de especialistas trabaja actualmente en la revisión de
la eucología del misal romano, a fin de proporcionar a la iglesia en españa una
versión castellana de los textos oracionales más acendrada en su estilo
literario y más sensible a recoger la riqueza expresiva de la lengua original,
el latín. Se prepara también uan futura edición del missale hispano-mozarbicum
en castellano.
EL ESTILO DE LOS TEXTOS LITÚRGICOS
En un orden más propiamente literario, aunque en la liturgia contenido y forma
se hallan indisolublemente unidos, es posible -desde el punto de vista
metodológico y formal- distinguir la componente teológica de su correspondiente
vehículo expresivo. Si aquélla se convierte en oración, el segundo contribuye a
que esa oración sea grata, no sólo al corazón de Dios, sino también al del
hombre. Para ello, cuentan el léxico, el período, el estilo y (de ordinario, en
las lenguas vernáculas menos que en la latina) hasta el ritmo.
Una muestra. Nadie ignora que la vida es perecedera, pero bastó que un día un
poeta dispusiera en cierto orden unas sencillas palabras -“Nuestras vidas son
los ríos que van a dar en la mar que es el morir”-, para que aquella idea, tan
vieja como el hombre, fuera dejando un cauterio suave en el ánimo de
innumerables generaciones. Así sucede también en los textos oracionales de la
Iglesia. Por ejemplo, la frase: Tales nos redimendos statuas, quales iudicandos
non punias (que pobremente vertería: “No permitas que aquellos a quienes tu
venida salvó, merezcan ser castigados en el día de tu juicio"). Todos albergamos
la esperanza de salvación, pero bastó que un día algún antiguo y anónimo
redactor compusiera esa plegaria, para que no pueda pronunciarse sin que deje
impresa una profunda huella. No sería difícil multiplicar los ejemplos.
La prosa litúrgica -en el caso de la himnodia, la poesía-, al teñir de afecto la
lex orandi, provoca en el espíritu un sobresalto emotivo que facilita el
contacto, per viam pulchritudinis, con las profundas verdades contenidas en la
lex credendi. En cuanto a los himnos, en palabras de un gran especialista y
autor (A. Lentini), son instrumentos prodigiosos para la oración, el canto y la
elevación del alma a Dios. Unen a la alabanza doxológica el latido de la
plegaria suplicante.
El estilo, en definitiva, cuenta mucho. Si flaqueara, los textos serían como una
creatura dotada de inteligencia pero “sin alma”, carente de vibración
No hará falta decir que la liturgia no es una rama de la literatura. Sus fines
son la alabanza de Dios y la santificación del hombre. No ha sido dispuesta
buscando el regalo en la fraseología elegante, ni la pulcritud de los términos.
No obstante, tampoco sería razonable desdeñar el cultivo de la forma.
VENTANAS DEL MISTERIO
Los textos oracionales de la Iglesia hay que apreciarlos como lo que son:
ventanas del Misterio (cfr. MAGRASSI M. en Liturgia delle Ore. Documenti
ufficiali e studi, Torino-Leumann, 1972, pp. 365-404). Misterio no equivale a
enigma o a problema (algo desconocido pero cognoscible). El Misterio litúrgico
es una realidad inagotable, nunca conocida del todo, en razón de su infinita
riqueza interna. La característica del Misterio no es su incognoscibilidad, sino
su poder enaltecedor de la persona que acoge agradecida las inmensas
posibilidades de Vida que le ofrece.
En cada fórmula, el discurso litúrgico no es sino vivencia profunda del Misterio
escondido desde los siglos en Dios. Son vivencias de la Iglesia que Ella ha ido
depositando, concentrando, resumiendo en unas expresiones donde no hay sílaba
inútil o sin sentido. Por eso, conviene acercarse al oracional de la Iglesia con
aquel espíritu de reverencia de quien sabe que está pisando tierra sagrada (cfr
Ex 3, 5). De este modo, descubriremos lo auténtico, lo primordial de la piedad
de la Iglesia.
La Biblia en la Liturgia
El gran especialista, recientemente fallecido (†1999), que fue C. Vagaggini,
escribió: “Las oraciones del Misal son la Palabra de Dios en clave de plegaria”
(El sentido teológico de la Liturgia, Madrid 1959, p. 423). Es ésta una clave
muy fructífera para acceder a las oraciones de Misal. Ya San Jerónimo había
señalado que en la composición de las oraciones cristianas era obligatorio
seguir la guía de la Biblia.
Produce una sensación de gran alegría descubrir en los textos litúrgicos el
calor propio del vocabulario bíblico. La originalidad del lenguaje cristiano
radica principalmente en el léxico (cfr BLAISE A., Las lenguas sagradas, Andorra
1959, p. 141): semitismos (Sabaoth, Hosanna...), grecismos (Evangelium, Christus,
Kýrie eléison, Ángelus...), neologismos (convivificare, conregnare, confiteri...).
Sería inacabable el catálogo de las imágenes empleadas en la expresión de la
acción divina sobre la criaturas, del amor de Cristo, del misterio del hombre,
de la fealdad del pecado, de la hermosura de la virtud o de la grandeza del
hombre redimido. Esto, sin contar los innumerables apelativos que se refieren a
Jesús, a la Virgen, al Bautista... En el libro del Génesis (3, 7) se dice que
nuestros primeros padres se avergonzaron, tras el pecado original, de su
desnudez y se cubrieron con hojas de higuera. La palabra higuera evocará, para
San Agustín, la idea del pecado, y cuando Jesús afirma a Natanael que le vió
bajo la higuera (Io 1, 48), eso querrá significar para él “bajo la sombra del
pecado” (Sermo 89, 5 y 69, 4): la palabra se ha convertido en símbolo.
De este modo, la Biblia es acogida y recibida en la liturgia en clave oracional
y, por tanto, como jugo precioso del corazón orante de la Iglesia. Como ha
escrito R. Cantalamessa, entre la Biblia en sí y la Biblia proclamada y acogida
durante la celebración eucarística se da la misma diferencia que entre una
página de música escrita y una página de música ejecutada (cfr Parola e vita, II,
Roma 1996, p. 336). La oración de la Iglesia es la Biblia rezada, la orata
Scriptura. Así, la liturgia consigue que la oración de la Iglesia se sumerja en
el campo de la Verdad, que la oración de la Iglesia sea Verdad rezada, la orata
Veritas.