EL ESPÍRITU SANTIFICADOR

 

Javier Sesé

 

(Publicado en “Temes d’avui
 Revista de Teologia i Pastoral” 3 (1998) 5-14)

 

 

 

1. Un camino trinitario de santidad

“Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado[1]. Así planteaba el Santo Padre uno de los objetivos principales del año 1997, primero de preparación inmediata al gran jubileo cristiano del año 2000, y dedicado particularmente a la reflexión sobre Jesucristo. Esas mismas palabras sirven de marco ideal para el inicio de 1998, pues el Espíritu Santo, a quien dedicaremos este segundo año preparatorio, ha sido enviado por el Padre y por el mismo Jesús para realizar en la Iglesia y en cada uno de sus miembros esta tarea de santificación, de conversión y renovación, de amor a Dios y amor a los demás.

La presente reflexión desea, simplemente, recordar algunos aspectos claves y tradicionales en la comprensión que la Iglesia tiene de esa tarea santificadora del Espíritu divino; ideas que puedan ayudar a la reflexión a que el Papa nos invita en este nuevo año previo al gran jubileo.

El orden seguido en esta preparación trinitaria nos proporciona una primera luz importante. Es “el itinerario evangélico, patrístico y litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo[2]. En efecto, Jesucristo es el enviado del Padre, desde el seno de la Trinidad, para que por El nos acerquemos a Dios mismo: es Jesús el que nos ha revelado el misterio de la intimidad divina, en particular su relación con el Padre, y nos ha abierto la posibilidad de introducirnos en esa intimidad, configurándonos con El, siendo hijos en el Hijo, otros Cristos. El mismo Jesucristo, además, nos prometió un nuevo envío divino-trinitario: el del Espíritu Santo, para iluminar nuestro conocimiento de esas verdades reveladas y para completar en nuestras almas la tarea redentora obrada por Cristo; a fin de que cada uno personalmente, y la Iglesia en su conjunto, podamos alcanzar el estado definitivo de gloria y felicidad en el seno de Dios Padre.

Es lógico, pues, que, tras profundizar en el misterio del Hijo de Dios encarnado, y procurar acercarnos un poco más a El, busquemos ahora, en la meditación y el trato con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, un paso más en nuestro acercamiento a Dios Padre; en quien nos detendremos directamente en 1999, completando así la preparación para el gran aniversario del segundo milenio de nuestra Redención, realizada según este maravilloso designio trinitario, prueba de su infinito amor por los hombres.

Hay una imagen clásica de la acción del Espíritu Santo en las almas, que tiene su origen en el mismo día de Pentecostés, y que refleja de modo particularmente gráfico y completo (con las limitaciones inherentes a cualquier imagen, aunque sea bíblica) los diversos aspectos de la santificación del cristiano por El obrada: el fuego. A ella vamos a recurrir como hilo conductor de nuestra reflexión.

 

2. La luz del Espíritu

En primer lugar, el fuego ilumina; más aún, es la fuente principal de la luz que llamamos natural (el sol y las demás estrellas), y durante siglos ha sido el medio más utilizado por los hombres para conseguir luz en la oscuridad. Así, el Espíritu divino puede ser visto como un fuego sobrenatural que alumbra las tinieblas de nuestra ignorancia; ignorancia debida a las limitaciones de la naturaleza humana, por una parte, y a las consecuencias del pecado original y los pecados personales, por otra. Jesucristo ha completado la revelación divina con su enseñanza, su vida y su misma Persona; pero sólo con la ayuda de esa luz sobrenatural que proyecta el fuego del Espíritu, que es “Espíritu de la verdad” (Jn 15, 26), somos capaces de comprender el sentido y el alcance últimos de la Revelación, con todos sus matices y consecuencias.

Más en concreto, centrándonos en lo específico de la santificación del alma -objeto principal de estas páginas-, la luz del Espíritu Santo nos hace comprender el sentido de nuestra vida, que ha brotado de Dios y tiende hacia El, la grandeza de la vida sobrenatural infundida en nosotros por el Bautismo, las maravillas que la gracia y las virtudes realizan en el alma, en qué consiste la santidad a que aspiramos, cómo es posible alcanzarla, cuáles son los medios apropiados y cómo se utilizan, etc.

Afinando todavía más, podemos contemplar la luz del Espíritu Santo como algo muy personal, aunque no olvidemos nunca su acción unificadora y directora de toda la Iglesia; con palabras de la flamante nueva doctora de la Iglesia: “Así como el sol ilumina a la vez los cedros y a cada florecilla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor de cada alma personalmente, como si no hubiera más que ella[3].

El Espíritu divino es así, para cada cristiano sin excepción, como una potente linterna personal, lámpara frontal, o mejor, luminaria interior, presente y activa en todo instante de nuestra vida; de tal forma que, si la mantenemos encendida y nos dejamos guiar por su haz luminoso -siempre somos libres de rechazar la ayuda divina o no ser dóciles a ella-, podemos descubrir en todo momento la presencia amorosa de Dios junto a nosotros; alcanzar el sentido trascendente de todos nuestros pensamientos, deseos y acciones -hasta los más pequeños-, y de todos los acontecimientos que salen a nuestro paso; podemos saber cual es el paso apropiado que debemos dar en un momento concreto para proseguir nuestro camino hacia la santidad, o corregir el rumbo cuando sea preciso; o también podemos, con esa misma luz, descubrir en nuestros semejantes a otros hijos de Dios, dignos de ser amados, con muchas formas concretas y prácticas de servirles y ayudarles en todas sus necesidades.

“Llamamos inspiraciones a todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna[4].

Es decir, la luz del fuego del Espíritu divino ilumina toda la vida espiritual, en conjunto y en particular, desde la conversión y el alejamiento del pecado hasta las alturas de la contemplación, pasando por todos los recovecos de la lucha ascética y la práctica de las virtudes. Además, según la tradicional explicación de los grandes maestros de la vida interior, y siguiendo con la misma imagen, cuánto más dócil se es a esa luz, más luminosa se vuelve; hasta alcanzar esa sabiduría de lo divino, característica de las almas santas, que, aun manteniéndose en la oscuridad de la fe, propia de esta vida, constituye una verdadera antesala de la visión beatífica, cuando veremos no sólo con la ayuda de la luz divina, sino con los mismos ojos de Dios.

Por descender a un ejemplo concreto, aunque decisivo en el camino de la santidad personal, la docilidad a esa luz del Espíritu Santo se hace particularmente importante en la oración personal. Con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica: “El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos[5].

Esto nos invita, en particular, a dirigir nuestra oración al mismo Paráclito: a que haya un trato verdadero y personal con El, que será fuente además de una mayor intimidad filial con Dios Padre y de una más profunda relación de amistad con Jesucristo. “La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ‘¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios’ (1 Cor 2, 11). Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro[6].

 

3. El poder del Espíritu

El fuego ilumina, y el fuego es también fuente de energía, de fortaleza, de poder; así, buena parte de la energía del universo tiene su origen en el fuego, y la civilización humana se ha servido y se sirve de diversas utilizaciones del fuego para “motorizar” su vida (motores de vapor, centrales térmicas, etc.). De forma análoga, la acción del Espíritu Santo en el alma es un potentísimo motor de nuestra vida espiritual, un motor de santidad. Dios no se limita a enseñarnos lo que tenemos que hacer y cómo lo tenemos que hacer, sino que lo hace con nosotros y en nosotros. Más aún, El es el agente principal, aunque cuente siempre con nuestra libre y responsable correspondencia.

Ese motor divino, además, se amolda perfectamente a nuestra condición humana, utilizando todos los elementos apropiados para que su tarea sea plenamente eficaz: la gracia santificante que nos diviniza desde lo más interior de nuestra alma, la virtudes infusas que elevan nuestras potencias para ser capaces de obrar sobrenaturalmente, los dones del Espíritu Santo que nos hacen dóciles a su acción, las gracias actuales que acompañan cada uno de nuestros actos, los carismas más variados apropiados a la condición y vocación personal de cada uno, etc. Es habitual denominar a todo este conjunto de realidades sobrenaturales con la expresión “organismo sobrenatural”, utilizada para reflejar precisamente su adaptación al “organismo natural” humano, y mostrar la intrínseca unidad y armonía de la variada acción santificadora divina en nuestra alma.

De forma paralela a nuestra anterior reflexión sobre la luz, el motor divino que llevamos en nuestro interior se hace más potente cuanto más dóciles somos a su acción; hasta llegar a esas experiencias místicas habituales en los santos, cuando se sienten plenamente guiados por Dios, casi como si ellos no actuaran; aunque si eso ocurre es, precisamente, porque han actuado más que nadie disponiéndose para facilitar la acción divina, y porque siguen correspondiendo más que nadie a esa acción con plena libertad.

Es una simple cuestión de proporciones: el motor personal -humano- del santo, por decirlo así, ha ganado en potencia; pero el motor divino presente en él ha ganado proporcionalmente muchísimo más, de tal forma que parece eclipsar al motor humano; éste, sin embargo, no deja de funcionar y colaborar con aquél, y lo hace de forma más eficaz que nunca. De hecho, el Espíritu Santo es el mismo en todos, con la misma potencia divina infinita, con su misma gracia, virtudes y dones; por eso, todos podemos y debemos ser santos; depende de nuestra docilidad a esa potencia, y de la colaboración de nuestro personal “motorcito”, el que realmente lo lleguemos a ser.

Como la luz correspondiente, también la energía del fuego divino llega hasta los más pequeños rincones de nuestra vida cristiana; hasta el punto de que “nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’, sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). El ejercicio de la oración, la práctica de la mortificación, la fructuosa recepción de los sacramentos, cada obra de caridad con el prójimo, cada iniciativa apostólica, etc., son fruto de la actividad divina del Paráclito en nuestra alma; y pueden serlo con una intensidad imprensionante, en la medida de nuestra docilidad, pues la potencia del Espíritu de Dios no tiene límites.

 

4. El Amor purificador y transformante del Espíritu

Todavía podemos sacar más partido a la simbología que venimos utilizando. El fuego proporciona luz y energía, pero quizá lo que más identifica su actividad propia -siempre desde una perspectiva de simple observación ordinaria, sin entrar en profundizaciones científicas sobre su naturaleza- es el calentar, encender y quemar: “¡Ure igne, Sancte Spiritus!”, exclama una de las oraciones jaculatorias más tradicionales al Espíritu divino. Un calentar y quemar que nos habla sobre todo del Amor divino presente en ese fuego del Espíritu Santo.

Por una parte, podemos fijarnos en el calor como opuesto al frío, y en el fuego purificador que elimina las inmundicias o acrisola el buen metal; así, en el alma cristiana, la acción del Paráclito limpia del pecado y enciende la frialdad del alejamiento de Dios. “Eres Fuego que siempre arde y no se consume: tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío[7].

Pero, sobre todo, ese calentar, encender y quemar del fuego es una acción positiva, que puede llegar hasta la transformación de prácticamente cualquier materia en el fuego mismo. Así, lo más propio de la tarea santificadora del Espíritu Santo, la razón formal de la misma santidad según una antigua y rica tradición teológica, es su amor, el fuego de su amor, que llega a transformarnos en El, a divinizarnos. De hecho, la purificación a la que antes hacíamos referencia no es sino una consecuencia de esta divinización: donde Dios está presente no lo está el amor propio, cuando hay amor no hay pecado, cuando hay calor no hay frío.

Amor es nombre propio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que procede por vía de Amor del Padre y del Hijo. De ese Amor divino -del Amor esencial que es el mismo Dios, del Amor nocional del que procede el Espíritu Santo, y del Amor personal que es el mismo Espíritu- participamos por la virtud teologal de la caridad, que es así mucho más que un simple don, es el mismo Don del Espíritu, y por ello, la mayor de la virtudes.

Todo ello significa, ante todo, que el mismo Dios nos ama; y nos ama personal, individual e íntimamente. Nos ama en el sentido más propio y pleno del término, con todo lo que implica amar: es decir, Dios realmente se enamora de la criatura (“te dejaste cautivar de amor por ella”, le decía Santa Catalina en su oración[8]), y se entrega a ella con todo su ser divino-trinitario: se enamora de mí y se entrega a mí.

Al entregarse y enamorarse, nos da su mismo Amor, para que con El y en El cada uno pueda también amarle; pues cualquier otro amor con que quisieramos corresponder se quedaría siempre corto. Así se hace realmente posible devolver amor por Amor, que haya reciprocidad en el amor y, por tanto, verdadero amor de amistad entre Dios y la criatura; hasta tal punto, que se puede hablar con propiedad de amor paterno-filial y de amor esponsal entre el cristiano y Dios: El es mi Amigo más íntimo, El es mi Padre, El es mi Esposo, El es mi Amor.

Una conocida poesía mística teresiana, elegida entre tantas expresiones encendidas de amor de los santos, nos puede servir para comprender mejor a qué grado e intensidad puede llegar esa relación amorosa entre el alma y Dios:

Ya toda me entregué y di / y de tal suerte he trocado / que mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado.

   Cuando el dulce Cazador / me tiró y dejó herida / en los brazos del amor / mi alma quedó rendida, / y cobrando nueva vida / de tal manera he trocado / que mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado.

   Hirióme con una flecha / enherbolada de amor / y mi alma quedó hecha / una con su Criador; / ya yo no quiero otro amor, / pues a mi Dios me he entregado, / y mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado[9].

Volviendo a la imagen del fuego, concretada en un caso clásico en la simbología propia de la literatura mística, el hierro encendido, al rojo vivo, sigue siendo hierro, pero pasa también a ser él mismo fuego. De la misma forma, esa transformación en Dios que obra en nosotros el fuego del Espíritu, no consume la naturaleza humana, ni la anula, ni la absorve en sí eliminando su propia identidad, ni siquiera cuando alcanza altas temperaturas de amor; más aún, el más transformado en Dios, el más santo, es también el más humano, y al mismo tiempo el más divino.

Hablamos muchas veces, en efecto, de hombre o mujer “espiritual” al referirnos a personas con una honda vida interior; pero dicho calificativo no puede entenderse -si son verdaderamente santos- como una disminución o rarificación de su humanidad, sino como su culminación y plenitud: a la medida del Hombre perfecto, Jesucristo, en el que reside precisamente la plenitud del Espíritu de Dios, que es también Espíritu de Cristo. Con audacia y atrevimiento llega a decir la Beata Isabel de la Trinidad al Espíritu Santo: “¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor! Venid a mí para que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo. Quiero ser para El una humanidad suplementaria donde renueve todo su misterio[10].

 

5. La difusión de la santidad del Espíritu

Siguiendo aún más adelante con el simbolismo del fuego, al ser el alma transformada en el mismo fuego divino, y en la medida en que esté encendida en él, participa de los mismos poderes del Espíritu Santo, y por tanto, ella, a su vez, ilumina, mueve, quema y enciende a los que le rodean; o mejor, el fuego que arde en su interior, el mismo Espíritu de Dios enamora a los demás en ella y a través de ella. “Como los cuerpos resplandecientes y translúcidos, cuando cae sobre ellos un rayo luminoso, ellos mismos se vuelven brillantísimos y por sí mismos lanzan otro rayo luminoso, así también las almas portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, ellas mismas se vuelven espirituales y proyectan la gracia en otros[11].

Dicho de otra forma, el amor a Dios se despliega en amor al prójimo, la santidad en apostolado; y en amor y apostolado a la medida del Amor divino, del Corazón de Cristo, con el que late al unísono el corazón cristiano así transformado en El. Por eso no es de extrañar que el Santo Padre, en el texto citado al principio, nos hable de una santidad que se expresa a la vez “en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado”; así, en efecto, se comportó Cristo en su vida terrena.

Vale la pena citar aquí, como remate de estas reflexiones, a uno de los santos que mejor ha sabido expresar por escrito los secretos de este fuego divino: “Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumada y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida divina. Y ésta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor, en que, unida la voluntad del alma ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama. Y así estos actos de amor del alma son preciosísimos, y merece más en uno y vale más que cuanto había hecho en toda su vida sin esta transformación, por más que ello fuese. Y la diferencia que hay entre el hábito y el acto hay entre la transformación en amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama dél; que la llama es efecto del fuego que allí está[12].

Aunque San Juan de la Cruz esté hablando aquí de los momentos culminantes de la vida mística, a ellos tiende la acción del Espíritu divino en cualquier alma, desde la primera transformación en Dios realizada en el Bautismo y afianzada en la Confirmación. El tronco o el hierro de nuestra alma ya están encendidos desde entonces, pero el Espíritu Santo desea y procura que lleguen a ser fuego vivo: que se alcance esa plena santificación depende de la personal docilidad al Paráclito, del grado de nuestro enamoramiento con el Amor. Al alma que realmente comprenda cuánto Dios le ama, y sepa acoger ese Amor, no le faltará impulso para enamorarse de verdad:

“¡Oh Señor mío, qué bueno sois! ¡Bendito seáis para siempre!; alaben os, Dios mío, todas las cosas, que así nos amásteis de manera que con verdad podamos hablar de esta comunicación que aún en este destierro tenéis con las almas; y aún con las que son buenas es gran largueza y magnanimidad; en fin, Señor mío, que dais como quien sois. ¡Oh largueza infinita, cuán magníficas son vuestras obras! Espanta a quien no tiene ocupado el entendimiento en cosas de la tierra, que no tenga ninguno para entender verdades. Pues que hagáis a almas que tanto os han ofendido mercedes tan soberanas, cierto, a mí me acaba el entendimiento; y cuando llego a pensar en esto, no puedo ir adelante. ¿Dónde ha de ir que no sea tornar atrás? Pues daros gracias por tan grandes mercedes no sabe cómo. Con decir disparates me remedio algunas veces[13].

“Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…?[14].

“¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y… no me he vuelto loco?” “Señor: que tenga peso y medida en todo… menos en el Amor[15].

 

                                                                                  Javier Sesé

                                                                                  Facultad de Teología

                                                                                  Universidad de Navarra


 


 

[1] Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millenio adveniente, n. 42.

[2] Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, n. 2.

[3] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. A, 2 vº.

[4] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte II, cap. 18.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2672.

[6] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 136.

[7] Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 167.

[8] Santa Catalina de Siena, Ibidem, n. 13.

[9] Santa Teresa de Jesús, Poesías, n. 3.

[10] Beata Isabel de la Trinidad, Elevación a la Santísima Trinidad.

[11] San Basilio, El Espíritu Santo, cap. 9, n. 23.

[12] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Canción 1, n. 3.

[13] Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. 18, n. 3.

[14] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. B, 5 vº.

[15] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, nn. 425 y 427.