El Espíritu llama al testimonio

Fuente: Biblioteca Electrónica Cristiana
Autor: Obra Pontificia para las Vocaciones Eclesiásticas

 

Todo creyente, iluminado por el conocimiento de la fe, está llamado a conocer y a reconocer a Jesús como el Señor; y en El, a reconocerse a sí mismo. Pero esto no es fruto sólo de un deseo humano o de la buena voluntad del hombre. Aún después de haber vivido la larga experiencia con el Señor, los discípulos tienen siempre necesidad de Dios. Incluso, la víspera de la pasión, ellos sienten una cierta turbación (Jn 14,1), temen la soledad; y Jesús los anima con una promesa inaudita: « No os dejaré huérfanos » (Jn 14,1). Los primeros llamados del Evangelio no quedarán solos: Jesús les asegura la solícita compañía del Espíritu.


a) Consolador y amigo, guía y memoria

«El es el ’Consolador’, el Espíritu de bondad, que el Padre enviará en el nombre del Hijo, don del Señor resucitado»,(35) «para que permanezca siempre con vosotros» (Jn 14,16).

El Espíritu llega a ser el amigo de todo discípulo, el guía de mirada solícita sobre Jesús y sobre los llamados, para hacer de éstos testigos contracorriente del acontecimiento más desconcertante del mundo: Cristo muerto y resucitado. El, en efecto, es «memoria» de Jesús y de su Palabra: « Os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho » (Jn 14,26); más todavía, «os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13).

La permanente novedad del Espíritu está en guiar hacia un conocimiento gradual y profundo de la verdad, verdad que no es concepto abstracto, sino el designio de Dios en la vida de cada discípulo. Es la transformación de la Palabra en vida y de la vida según la Palabra.


b) Animador y acompañante vocacional

De este modo, el Espíritu llega a ser el animador de toda vocación, El que acompaña en el camino para que llegue a la meta, el artista interior que modela con creatividad infinita el rostro de cada uno según Jesús.

Su presencia está siempre junto a cada hombre y a cada mujer, para guiar a todos en el discernimiento de la propia identidad de creyentes y de llamados, para forjar y modelar tal identidad exactamente según el modelo del amor divino. Este «molde divino», el Espíritu santificador trata de reproducirlo en cada uno, como paciente artífice de nuestras almas y «óptimo consolador».

Pero sobre todo el Espíritu prepara a los llamados, al «testimonio»: «El dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio» (Jn 15,26-27). Este modo de ser de cada llamado constituye la palabra convincente, el contenido mismo de la misión. El testimonio no consiste sólo en inspirar las palabras del anuncio como en el Evangelio de Mateo (Mt 10,20); sino en guardar a Jesús en el corazón y en anunciarle a El como vida del mundo.


c) La santidad, vocación de todos

Y, así, la cuestión acerca del salto de calidad que imprimir a la pastoral vocacional hoy, llega a ser interrogante que sin duda empeña a la escucha del Espíritu: porque es El quien anuncia las «cosas futuras» (Jn 16,13), es El quien da una inteligencia espiritual nueva para comprender la historia y la vida, a partir de la Pascua del Señor, en cuya victoria está el futuro de cada hombre.

Por consiguiente, resulta legítimo preguntarse: ¿dónde está la llamada del Espíritu Santo para estos tiempos nuestros? ¿Qué debemos rectificar en los caminos de la pastoral vocacional?

Pero la respuesta vendrá sólo si acogemos la gran llamada a la conversión, dirigida a la comunidad eclesial y, en ella, a cada uno, como un verdadero itinerario de ascética y renovación interior, para recuperar cada uno la fidelidad a la propia vocación.

Hay una «primacía de la vida en el Espíritu», que está en la base de toda pastoral vocacional. Esto exige la superación de un difundido pragmatismo y de aquella superficialidad estéril que conduce a olvidar la vida teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad. La escucha profunda del Espíritu es el nuevo hálito de toda acción pastoral de la comunidad eclesial.

La primacía de la vida espiritual es la premisa para responder a la nostalgia de santidad que, como ya hemos dicho, atraviesa también esta época de la Iglesia de Europa. La santidad es la vocación universal de cada hombre,(36) es la vía maestra donde convergen los diferentes senderos de las vocaciones particulares. Por tanto, la gran cita del Espíritu para estos tiempos de la historia postconciliar es la santidad de los llamados.


d) Las vocaciones al servicio de la vocación de la Iglesia

Pero tender eficazmente hacia esta meta significa adherirse a la acción misteriosa del Espíritu en algunas concretas direcciones, que preparan y constituyen el secreto de una verdadera vitalidad de la Iglesia del 2000.

Al Espíritu Santo se atribuye el eterno protagonismo de la comunión que se refleja en la imagen de la comunidad eclesial, visible a través de la pluralidad de los dones y de los ministerios.(37) Es, precisamente, en el Espíritu, en efecto, donde todo cristiano descubre su completa originalidad, la singularidad de su llamada, y, al mismo tiempo, su natural e imborrable tendencia a la unidad. Es en el Espíritu donde las vocaciones en la Iglesia son tantas, siendo todas ellas una misma única vocación a la unidad del amor y del testimonio. Es también la acción del Espíritu la que hace posible la pluralidad de las vocaciones en la unidad de la estructura eclesial: las vocaciones en la Iglesia son necesarias en su variedad para realizar la vocación de la Iglesia, y la vocación de la Iglesia -a su vez- es la de hacer posibles y factibles las vocaciones de y en la Iglesia. Todas las diversas vocaciones, pues, tienden hacia el testimonio del ágape, hacia el anuncio de Cristo único salvador del mundo. Precisamente ésta es la originalidad de la vocación cristiana: hacer coincidir la realización de la persona con la de la comunidad; esto quiere decir, todavía una vez más, hacer prevalecer la lógica del amor sobre la de los intereses privados, la lógica de la copartición sobre la de la apropiación narcisista de los talentos (cfr. 1 Cor 12-14).

La santidad llega a ser, por tanto, la verdadera epifanía del Espíritu Santo en la historia. Si cada Persona de la Comunión Trinitaria tiene su rostro, y si es verdad que los rostros del Padre y del Hijo son bastante familiares porque Jesús, haciéndose hombre como nosotros ha revelado el rostro del Padre, los santos llegan a ser el icono que mejor habla del misterio del Espíritu. Así, también, todo creyente fiel al Evangelio, en la propia vocación personal y en la llamada universal a la santidad, esconde y revela el rostro del Espíritu Santo.


e) El « sí » al Espíritu Santo en la Confirmación

El sacramento de la Confirmación es el momento que expresa del modo más evidente y consciente el don y el encuentro con el Espíritu.

El confirmando ante Dios y su gesto de amor («Recibe el sello del Espíritu Santo que te he dado en don»),(38) pero también ante la propia conciencia y la comunidad cristiana, responde «amén». Es importante recuperar a nivel formativo y catequético el denso significado de este «amén».(39)

Este «amén» quiere significar, ante todo, el «sí» al Espíritu Santo, y con El a Jesús. He aquí porqué la celebración del sacramento de la Confirmación prevé la renovación de las promesas bautismales y pide al confirmando el compromiso de renunciar al pecado y a las obras del maligno, siempre al quite para desfigurar la imagen cristiana; y pide, sobre todo, el compromiso de vivir el Evangelio de Jesús y en particular el gran mandamiento del amor. Se trata de confirmar y renovar la fidelidad vocacional a la propia identidad de hijos de Dios.

Este «amén» es un «sí» también a la Iglesia. En la Confirmación el joven declara que se hace cargo de la misión de Jesús continuada por la comunidad. Comprometiéndose en dos direcciones, para dar realidad a su «amén»: el testimonio y la misión. El confirmando sabe que la fe es un talento que hay que negociar; es un mensaje que transmitir a los otros con la vida, con el testimonio coherente de todo su ser; y con la palabra, con el valor misionero de difundir la buena nueva.

Y finalmente, este «amén» manifiesta la docilidad al Espíritu Santo en pensar y decidir el futuro según el designio de Dios. No sólo según las propias aspiraciones y aptitudes; no sólo en los tiempos puestos a disposición por el mundo; sino, sobre todo, en sintonía con el designio, siempre inédito e imprevisible, que Dios tiene sobre cada uno.