En Pentecostés la Iglesia de Cristo echa a andar


Pedro Beteta
 



 

 

Gentileza de AnalisisDigital.com

Pentecostés se opone a la confusión de Babel. La religión católica tiene en Jesucristo su Fundamento. El destino del hombre no es vagar en la orfandad angustiosa del olvido de quien fue su Creador sino participar en su misma vida y permanecer en la intimidad de Dios. De lo hondo del alma emerge el grito agradecido de San Pablo: "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!". Gracias al Verbo que se encarna por obra del Espíritu Santo en el seno de María Santísima, el hombre ha recibido el inmenso don de la filiación divina.

Hoy, ante un pasado histórico asaetado por sus infidelidades, el hombre alza su voz como Cristo en Getsemaní y en la Cruz, "con poderoso clamor y lágrimas" y grita al descubrir su verdad más íntima: la de ser hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. "El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre de su Hijo, hace que el hombre participe en la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo. En esto consiste la religión del permanecer en la vida íntima de Dios, que se inicia con la encarnación del Hijo de Dios" [1].

El Espíritu Santo, Espíritu del Hijo que se manifestó en Pentecostés hace posible la manifestación gloriosa del Hijo encarnado al final de los tiempos. Desde Abel, el primer justo e inocente, hasta el último de los elegidos antes del Juicio universal, serán congregados en la casa del Padre, la Iglesia universal. La misión de la Iglesia viene a ser como la prolongación o expansión histórica de la misión del Hijo y del Espíritu Santo.

La Biblia presenta el pecado como fuente de hostilidad y violencia que se observa bien en el fratricidio de Caín y en la división de los pueblos que se fragmentan al no entenderse entre ellos como se ve en el episodio de la Torre de Babel. En Pentecostés, cuando la Iglesia naciente echa a andar se verifica el hecho contrario: hablan los Apóstoles en su idioma galileo y todos los habitantes, en aquellas fechas en Jerusalén, venidos de todo el mundo conocido les entienden cada uno en su propia lengua. Es el don de glosolalia.

La era de la Iglesia. Mirando todo lo sucedido en la historia de la humanidad, desde el nacimiento de Jesucristo, brota con espontaneidad el sentido de gratitud, de alabanza y de responsabilidad hacia la Iglesia, porque Cristo vive no ya sólo en el Cielo para nunca más morir sino que también vive en su Iglesia. La era de la Iglesia comenzó en Pentecostés, con la venida del Espíritu de Cristo sobre María, su Madre, los Apóstoles y sobre los discípulos que estaban reunidos en oración en el Cenáculo. "Dicha era empezó en el momento en que las promesas y profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia" [2]. Verdaderamente nace la Iglesia en Pentecostés y con ello da comienzo la era de la Iglesia, pero la gestación que precede al nacimiento lo compone la vida terrena de Cristo, es decir la acción del Espíritu Santo en todos y cada uno de los actos –gestos y palabras– que acompañaron el transitar terreno del Verbo hecho Hombre.

Tras el envío del Espíritu Santo anunciado y prometido por Jesucristo, comienza la Iglesia su andadura, su era. Del comienzo de esta era, difícil por demás, nos habla San Lucas, con amplitud en los Hechos de los Apóstoles. Allí se ve el protagonismo que adquiere el Espíritu Santo y el consuelo que regala a los primeros cristianos aunque no les sean ahorrados los dolores; sufrimientos que son, por otra parte, caricias y muestra de su cercanía. Estos primeros cristianos, nuestros primeros hermanos en la fe de la Iglesia con la venida del Espíritu Santo, fueron hechos capaces de realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto que obró en ellos el Espíritu Santo lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, en los que somos sus sucesores [3].

La Iglesia es un misterio. La Iglesia es un misterio de Dios y, por tanto, un misterio trinitario. Un misterio que responde a una realidad compleja para nuestra inteligencia y que por ser precisamente un misterio del amor de Dios, es imposible alcanzar a definir. Un misterio al que deseamos acceder, porque la fe busca entender y en el que para penetrar, conviene –como dice el Catecismo de la Iglesia– "contemplar su origen dentro del designio la Santísima Trinidad y su realización progresiva en la historia" [4]. Dadas estas premisas y, no obstante las inmensas dificultades que se dan –por su misma y transcendente misteriosa riqueza– para delinear con palabras el misterio de la Iglesia, se puede intentar una aproximación verbal. En este acercamiento al misterio, creemos que puede ser válido aunque siempre será también deficiente, afirmar que la Iglesia es la comunión de todos los hombres con Dios Padre, y de ellos entre sí, en Cristo por el Espíritu Santo [5].

Según el Concilio Vaticano II, la Iglesia es en su esencia más íntima un misterio de fe, profundamente vinculado con el misterio infinito de la Trinidad. Según el magisterio del Concilio, heredero de la tradición, el misterio de la Iglesia está enraizado en Dios-Trinidad y por eso tiene como dimensión primera y fundamental la dimensión trinitaria, en cuanto que desde su origen hasta su conclusión histórica y su destino eterno la Iglesia tiene consistencia y vida en la Trinidad [6].

Esa perspectiva trinitaria resuena en boca de Jesús en las últimas palabras que dijo a los Apóstoles antes de su retorno definitivo al Padre: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" [7]. Todas las gentes, invitadas y llamadas a unirse en una sola fe, están marcadas por el misterio de Dios uno y trino. Todas las gentes están invitadas y llamadas al bautismo, que significa la introducción en el misterio de la vida divina de la Santísima Trinidad, a través de la Iglesia de los Apóstoles y de sus sucesores, signo visible de la comunidad de los creyentes [8].

La Iglesia es un hecho histórico, cuyo origen es documentable y está documentado. Dios ha pensado en todos. Es el pueblo de Dios. El pueblo de un Padre que convoca a quienes creen en Cristo, en su Santa Iglesia. Iglesia escogida antes de la creación del mundo, preparada admirablemente en la historia de Israel y en la Antigua Alianza y constituida en estos tiempos definitivos. En la Iglesia tiene la creación su fin [9]. Y esto porque es definitiva la plenitud que Cristo –Dios con nosotros– otorga al tiempo al entrar Dios en la historia humana mediante la encarnación del Verbo.

Dios Padre modela la Iglesia y Cristo y el Espíritu son sus manos. La respuesta de Dios al pecado original fue el comienzo, como el big-bang de la Iglesia, su comienzo. Se inicia y se expansiona primero bajo unas coordenadas espacio-temporales para trascenderlas después. La comunión de Adán con Dios y en Él, por Él y con Él con todos los hombres, haciéndose solidaria la humanidad, se rompió por el pecado. En Adán todos los hombres pecaron [10] y la comunión con Dios se destruyó. Por eso, si Dios en su infinita misericordia decide volver a unirnos con Él mediante su Hijo y por su Amor que todo lo puede, entendemos que la Redención sea la esencia de la Iglesia. Después del pecado tuvo lugar la promesa hecha a nuestros primeros Padres en el Paraíso, al ser expulsados de él. Adán primero, después Abel, más tarde Enoc, y en suma todos los justos hasta Cristo, prefiguraban la Iglesia que Él había de fundar. Los Santos Padres hablan, quizá por esto, de la Iglesia "antes de la Iglesia".

La Iglesia es una realidad viva, que se está realizando. No se trata pues de una institución ya concluida, que tuvo su momento y ya está. No es así. La Iglesia es una realidad viva, dinámica, que está en crecimiento constante; una realidad que se está realizando hoy, ahora. Una realidad que, por tanto, no está acabada; pero que es tan rica y sublime que no es posible definirla con precisión. Estamos, insistimos, ante un misterio de Dios al que siempre habrá que acercarse con la cabeza sumisa y de rodillas.

De modo poético han visto algunos al Espíritu Santo y a Cristo como las dos manos del Padre con las que ha hecho la Iglesia [11], dando a entender con ello las dos misiones: la del Verbo y la del Espíritu Santo en la Iglesia. La Iglesia, Pueblo de Dios, tiene su origen en el Padre por la doble misión del Hijo y del Espíritu [12]. La Alianza que establece Dios con su pueblo elegido es, en todos sus pasos, una prefiguración de la Iglesia de Cristo. El origen único de la Iglesia se fundamenta en la unidad de un Dios tripersonal. Es una acción única, simultánea, como toda obra trinitaria ad extra y que posee la unidad operativa de las tres divinas Personas. No es un reparto, pues, de funciones dentro de la Trinidad [13]. No hay que extrañarse de que en ocasiones se haya empleado esta manera de hablar, pues venía acompañada del deseo de defender al pueblo cristiano de los modernistas, para quienes los Apóstoles reinventaron la Iglesia tras recoger las enseñanzas de Jesucristo. Pero quedarse ahí habría sido una deficiente defensa de la Iglesia; habría sido medirla con un rasero no sólo excesivamente humano sino sobre todo erróneo lo cual ya no sería disculpable. Tampoco es verdad lo que afirma Boff cuando dice que se predicó el Reino y salió la Iglesia [14].

Vino Jesucristo a lo que vino y realizó con plenitud su deseo; es decir, le salió lo que predicó. Cristo fundó la Iglesia porque quiso, y porque así lo quiso, lo hizo. Es el Fundador y su Fundamento porque es lo que quiso hacer, lo hizo –es Fundador– y en Él –su Fundamento– pervive. Hay una continuidad esencial entre el Jesús de Nazaret y el Cristo resucitado ya que se trata de la misma Persona. La acción fundacional de la Iglesia es en todos sus pasos la de una sola Persona, el Verbo encarnado, tanto durante su caminar histórico como después de su Resurrección.

Notas

1. Tertio Millennio Adveniente, n. 8

2. Carta Encíclica Dominum et Vivificantem, n.7

3. Cfr. Carta Encíclica Dominum et Vivificantem, n.7

4. Catecismo de la Iglesia, n. 758

5. Cfr. Pedro Rodríguez, El Opus Dei en la Iglesia, Ed. Rialp, (1993)

6. Cfr. San Cipriano, De oratione dominica, 23; PL 4, 553

7. Mt, 28, 19

8. Cfr. Audiencia general, 9-X-1991

9. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 760

10. Cfr. Rom 5, 12

11. Cfr. San Ireneo, Adv. Haer, V, 6, 1

12. Cfr. Pedro Rodríguez, Eclesiología 30 años después de Lumen gentium, Ed. Rialp (1994), p. 184

13. Cfr. M.M. Garijo-Guembre, La comunión de los santos. Fundamento y estructura de la Iglesia, Biblioteca Herder, sección de Filosofía y Teología, nº 190, Barcelona 1991, 37-45.

14. Cfr. L. Boff, Eclesiogénesis, París 1978, 79s y 84