El valor de
los signos litúrgicos
1. EL VALOR DE LOS SIGNOS LITÚRGICOS
El problema de fondo fue que no resultó bien claro para todos lo que se entendía
por liturgia y por reforma litúrgica. De hecho, luego de tantos años de "ritual
estático", no era tan fácil descubrirlo.
De una parte estaban los que consideraban cada cambio una destrucción; de la
otra estaban los que en cada cambio y novedad veían un signo de reforma y de
progreso. Pero querer cambiar un modo acostumbrado de actuar, sin haber
previamente hecho conocer la motivación y sin haber preparado una mentalidad
distinta, fue pura ilusión. Hoy aparece bien claro que de hecho, en el contexto
celebrativo de nuestros días, a menudo ha cambiado el aspecto exterior de las
cosas, pero la mentalidad siguió siendo la misma; y en esto tuvo gran peso la
falta de consideración de la importancia del SIGNO, sobre el cual se apoya toda
celebración litúrgica.
En el tiempo pasado, la devoción había sacralizado ya sea los gestos como cada
vestimenta litúrgica, proyectando en los fieles el deber de la veneración más
que su comprensión. Por eso resultaba difícil entrar profundamente en el
misterio que se celebraba.
Hay que volver entonces a redescubrir primeramente el valor original de los
signos litúrgicos cristianos, para comenzar también una auténtica reforma
celebrativa.
Jesús eligió unas realidades naturales, porque ellas poseían en sí mismas un
significado análogo al que Él quería se realizara en un plan sobrenatural. Muy
elocuente es el ejemplo de la institución de la Eucaristía.
Jesús tomó el pan y el vino, dos elementos fundamentales para la vida del ser
humano: "frutos" no sólo de la "tierra", sino también del "trabajo del hombre".
Estos dos elementos Jesús los ha dado a sus apóstoles en un preciso contexto: el
banquete, realidad cargada de sentimientos que caracterizan la relación de
familia o de amistad, un banquete además no ocasional ni habitual, sino ritual y
solemne; en el contexto de la celebración profética de la Pascua antigua. La
celebración Eucarística, considerada en toda la profundidad de sus signos, más
que la "presencia real" de Cristo, busca subrayar la grandeza del don que es el
Cuerpo y la Sangre (= la Vida entregada) del Redentor (Mt 26,26).
Este ejemplo nos hace comprender mejor como, para realizar una verdadera reforma
litúrgica, es necesario clarificar la identidad de los elementos celebrativos.
Todos los elementos que componen el contexto celebrativo están involucrados en
el rito y reciben de él una fuerte carga semántica y una consecuente función
expresiva; además cada uno de ellos tiene un cuadro propio iconográfico bien
preciso, que necesita ser manifestado.
Lamentablemente la reacción del pos-Concilio, con el afán de eliminar el falso
simbolismo y decorativismo de los siglos anteriores sobre las estructuras
litúrgicas, conllevó en algunos casos al despojo también de su simbolismo
auténtico, llegando a no tener más en cuenta que cada estructura arquitectónica,
en el contexto litúrgico, tiene una doble función: una práctica, en relación a
la acción material que la involucra; la otra simbólica, que es expresada por la
celebración del misterio, entendido como lugar de la acción.
En el contexto litúrgico tiene gran importancia la estructura arquitectónica,
que se hace también iconografía, componiendo en manera articulada los elementos
involucrados en la celebración. En los lugares de culto de los primeros siglos
cristianos, ante todo se quería llevar la atención del feligrés sobre el
misterio celebrado, para insertarlo en él de una manera activa. El complejo
arquitectónico hacía memoria de las profecías o de las realidades fundamentales
del misterio litúrgico; hacía visible la realidad que se celebraba ritualmente y
también las realidades invisibles a ella conexas.
Lamentablemente con el tiempo esto se acabó, y los templos asumieron una simple
función práctica. La atención se concentró entonces sobre los elementos
secundarios, transformándolos de medios a fines, es decir, de elementos
acompañantes en las celebraciones del misterio, a elementos de devoción. Así
pasó, por ejemplo, en los últimos siglos con las imágenes de los santos, con los
elementos decorativos y con los ornamentos sagrados, que han sufrido
alteraciones que no respondían al signo litúrgico que se celebraba.
El espacio litúrgico en el cual se hace la celebración es un espacio para la
Asamblea. Hay que subrayar que el término Iglesia significa "Asamblea", reunión
de personas que se realiza en un determinado espacio; la función esencial del
templo es entonces la de acoger la asamblea, con el fin de cumplir la invitación
de Cristo: "Donde dos o tres están reunidos en mi Nombre, Yo estaré en medio de
ellos" (Mt 18,20). La presencia de Cristo en el Templo, se efectúa, antes que
nada, con la reunión eclesial.
La dedicación de este lugar a Dios es un acto distinto, no necesariamente
consecuente con su uso específico. El hombre puede convenientemente reservar a
Dios y a su culto un lugar determinado, así como puede consagrarle un espacio
cualquiera. De esta forma el templo se entiende como "domus Dei" o basílica (=
casa del Señor). La conservación del Pan Eucarístico en el tabernáculo (pequeña
casa) subraya más todavía el carácter de devoción, diferente de la función
litúrgica. La Instrucción acerca del Culto del misterio eucarístico (n. 49) dice
en efecto: "Es bueno recordar que la finalidad primaria y original de la
conservación de las Hostias fuera de la Misa, es la administración del viático.
Fines secundarios son la distribución de la Comunión fuera de la Misa y la
Adoración de Nuestro señor Jesucristo, presente bajo las sagradas Especies".
Por eso el Tabernáculo debe ser colocado fuera del altar; además para favorecer
una recta interpretación del signo, es oportuno que sea realizado como un
precioso cofre, expresión del infinito valor del don allí guardado. Entonces
conviene que en el templo haya un lugar distinto, expresamente creado o
adaptado, en el cual dicho valor sea subrayado y donde el feligrés pueda
quedarse en oración y encontrar paz espiritual.
La auténtica toma de conciencia de la naturaleza propia del lugar del culto
cristiano puede ser favorecida también mediante una esmerada decoración; con el
arte, figurativo o abstracto, se pueden revivir los momentos y los sentimientos
transmitidos por la Palabra de Dios y por los signos salvíficos de Cristo.
Convocados por Cristo, los fieles se reúnen en el templo para testimoniar el
amor hacia Él, para escuchar su Palabra, para elevar las alabanzas y participar
en el banquete por Él preparado; todo esto entonces conlleva la presencia de
algunas estructuras particulares, que son el ALTAR, el AMBÓN, la FUENTE
BAUTISMAL y la SEDE presidencial. Comprender la iconología propia de estas
estructuras, que precisan de un lugar específico, es una premisa necesaria para
una correcta participación activa.
La palabra Altar viene del verbo latín alere = crecer nutrir, y su participio
altus = nutrido, alto. El altar es un lugar alto, puesto en realce porque es el
lugar más significativo y central de toda celebración litúrgica.
El altar representa a Cristo, que es al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar
de su propio sacrificio. Desde los primeros siglos se coloca en el Altar una
piedra, llamada Ara (del latín Ara = piedra del sacrificio) con las reliquias de
los mártires.
El Altar es el centro de la Asamblea, imagen del Sacrificio de la Cruz de Cristo
y del Banquete de su Pascua, por esto es amplio y suficientemente bajo para
representar una mesa a la que todos estamos invitados, porque con Cristo se pasa
de la muerte a la vida.
Es de forma cuadrangular, según la tradición, signo de la fuente de agua viva de
la que parten los cuatros ríos del Paraíso que desciende hacia los hombres de
todos los ángulos del mundo.
Está adornada con flores, para significar la fiesta. Está iluminada con velas y
lámparas para recordar que Cristo es la luz que ilumina el mundo, y con Él la
Asamblea reunida.
La importancia del Altar queda resaltada por la cúpula (en las Iglesias con una
nueva estética), signo de la epiclesia, esto es, la bajada del Espíritu Santo al
lugar santo por excelencia de la iglesia
El Altar es el lugar central de la asamblea eclesial. Junto al ambón, lugar de
la Palabra, es el centro de la celebración litúrgica. Ambos lugares están
estrechamente unidos en cada celebración: el Ambón como fuente de anuncio y de
llamada; el Altar como lugar de la plena realización y don.
Observando los diversos modos con que se realizaban los altares en las
religiones antiguas, se nota que su elemento característico y constante era dado
por una forma similar a una tabla, casi siempre de piedra, idónea para recibir
las ofrendas, destinadas a la "alimentación" de Dios (Sal 50,12) o del espíritu
del difunto. Eso recalca que el altar fuese esencialmente mesa. Así se presenta
también el lugar elegido por Jesús para la ofrenda de su sacrificio: la mesa de
la Última Cena. Entonces también el altar cristiano es ante todo mesa.
Pero a causa del condicionamiento cultural que relaciona la imagen del altar con
un cierto tipo de sacrificio, es decir con una inmolación cruenta, a la idea de
sacrificio se agrega inmediatamente la imagen de ara (= altar del sacrificio).
De por sí, el término "sacrificio" quiere decir "hacer algo sagrado", esto es:
ofrecer algo a Dios, prescindiendo que sea o no con efusión de sangre.
Tradicionalmente la iconografía del ara de la inmolación está atada a la forma
de una estructura compacta, más o menos regular; la convivial, en cambio, es
expresada mediante la forma de una mesa, sostenida por sencillas columnas o de
una estructura llena y tapada con un mantel.
En el altar cristiano estos dos aspectos se ensamblaron, con el propósito de
juntar las dos finalidades de la celebración eucarística: la del
sacrificio-inmolación y la del convite o Cena del Señor.
La dimensión sacrificial de la Eucaristía, entendida como inmolación, no se
deduce del signo ritual, que es el convivial, en cuanto memorial de la Última
Cena; sino de la consideración del cumplimiento que en ella ha dado Jesús a la
profecía del banquete pascual hebreo, sustituyendo por sí mismo al cordero,
ofreciendo su Cuerpo y Sangre como víctima, anticipando en manera sacramental su
inmolación en la cruz.
La diferencia entre altar cristiano y el altar pagano es fundamental: sobre el
altar cristiano ya no es más el hombre quien pone un alimento para la divinidad,
sino que es Dios quien lo ofrece a los hombres: "Tomad y comed todos..."
Luego, en el curso de los siglos, la estrecha relación entre el altar y las
reliquias de los santos hizo que el altar no fuese sólo la imagen de Cristo
sacerdote, altar y víctima, sino también la imagen de su Cuerpo Místico, en el
cual Jesús continúa la ofrenda de sí mismo.
Cuando más tarde el Pan Eucarístico conservado para el santo viático tuvo
necesidad de ser defendido en su realidad de "Cuerpo y Sangre de Cristo"
(también afuera de la celebración eucarística), el altar fue elegido como trono
conveniente a la majestad divina presente. En esta nueva función, la mesa se
transformó en ménsula (repisa) de sostén de toda la estructura de contorno del
tabernáculo.
Finalmente en el espíritu de la reforma litúrgica conciliar, el altar volvió a
ser el centro, esto es: realidad visible del motivo fundamental de ser
"Iglesia". En la asamblea litúrgica, el altar manifiesta la presencia de Jesús
sacerdote, altar y víctima. Por lo tanto el altar no puede ser considerado, ni
parecer, un objeto útil a la celebración, sino como signo de la misma.
Concretamente su estructura debe proponerse como realidad abierta; sus cuatro
lados (o caras) no sólo deben ser, sino también aparecer, igualmente
importantes, y su mesa debería tender a un cuadrado.
La forma excesivamente rectangular del altar, psicológicamente, crea una fuerte
distinción y barrera (un mostrador) entre el que preside y los fieles, y lleva
inevitablemente a la Comunidad reunida al espíritu pre-conciliar.
La colocación del altar sobre una tarima, que lo envuelva en manera igualmente
amplia, exaltaría la prioridad céntrica del altar y su pertenencia a todo el
Pueblo de Dios y favorecería indistintamente su acceso al altar como mesa del
Padre, para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Mientras que la tarima reafirma el lugar central y principal del altar, los
balaústres (= barandas) que surgieron para subrayar y defender la sacralidad del
altar, dieron una imagen equivocada del altar separándolo de la Asamblea. En la
iconografía general del aula de la Asamblea, el altar crea unidad antes que nada
estando en relación espacial con el ambón y, junto con esto, con todos los demás
lugares de la celebración litúrgica; todos ellos, a su vez, deben hacer
referencia al altar y al ambón que son los iconos principales.
La palabra Ambón, viene del verbo griego anabáino = subir. También él es
entonces un lugar elevado, un lugar de relevancia en toda celebración. Es la
sede de la Palabra, lugar reservado a la lectura de la Biblia (y no de otras
lecturas, cantos o comentarios).
El Concilio Vaticano II ha restablecido la importancia de la Liturgia de la
Palabra. La liturgia se basa en dos centros: el ambón, Cristo Palabra de Dios, y
el altar, Cristo alimento Eucarístico.
El ambón se coloca (si es posible) en una posición fija relativa al centro. El
Catecismo de la Iglesia Católica n.1.184 dice: "La dignidad de la Palabra de
Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el
que, durante la Liturgia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención de
los fieles".
El ambón, es imagen de la piedra sepulcral de Cristo, de la que el ángel, que es
el diácono o el lector o el salmista, anuncia a las mujeres la Buena Nueva de la
Resurrección.
EL LUGAR (VISIBLE) DE LA PALABRA
Así como pasó con el altar, también con el Ambón, a la hora de la ejecución de
la reforma litúrgica, se dieron malas interpretaciones y gruesos errores.
Para muchos la realización de la reforma consistió en colocar unos atriles con
micrófonos para transmitir la lectura de la Palabra de Dios, a fin de que todos
la pudiesen escuchar y al mismo tiempo leer en los folletos expresamente
distribuidos. Seguramente, si por reforma entendemos "lógica funcional", también
este cambio superficial puede considerarse un paso adelante. Pero, ¿hasta qué
punto este cambio ha favorecido la reforma auténtica? ¿No fue más bien una
cómoda solución que ahora cuesta corregir con una solución más correcta?
El ambón, como lugar de la proclamación de la Palabra, está cargado de
elocuencia, no sólo vocal, sino visiva. De hecho, es el lugar desde donde se
proclama el anuncio de la salvación, anuncio cargado de alegría, que es motivo
de fiesta, que ilumina y cambia una realidad que abarca toda la historia humana,
desde su primer pecado hasta su redención; desde el jardín del Edén hasta el
jardín que recibió el sepulcro de Cristo resucitado.
Justo sobre este tema el arte antiguo ha proyectado en el espacio arquitectónico
del templo, no tanto un objeto-instrumento para mejor comunicar oralmente, sino
un lugar en el cual el que anuncia manifieste visualmente el cumplimiento de la
salvación.
Por eso, la iconografía del lugar de la Palabra, en algunas importantes
basílicas romanas, lo propone como un jardín circunscrito pero abierto, en el
cual se encuentra colocado el Ángel anunciador, no más mensajero de condena
(como en el jardín del Edén, luego del pecado original), sino de salvación. El
Ángel no tiene en mano la espada flameante, como el querubín guardián que
obstruyó la puerta, sino que en su lugar tiene cerca la gran columna luminosa
del cirio pascual (Éx 13,21; Jn 8,12). Éste es evocación del signo profético de
la columna bíblica y manifestación de Cristo resucitado, verdadera luz que es y
da vida. En los templos de influencia romana la imagen del jardín como lugar del
sepulcro de Cristo se sobrepone a la del Edén; y la ubicación misma de la "schola
cantorum" subraya el canto jubiloso y alegre del "Aleluya" que responde al
anuncio de salvación.
Significativa es la imagen que presenta el ambón de San Marcos en Venecia. El
lugar desde donde es proclamada la Palabra es elevado, puesto sobre columnas y
protegido por una cúpula. Al espacio del lector está asignada una forma cuadrada
que termina en semicírculo. Esta forma geométrica no se cierra en sí misma, sino
que se abre al horizonte infinito, manifestado por las cuatro direcciones
cardinales; y recordando la cruz, indica su expansión salvadora universal.
Particularmente apta para subrayar la realidad de la proclamación es la
estructura sobreelevada que responde a la funcionalidad de la comunicación y
manifiesta al mismo tiempo el simbolismo de la misma Palabra, que viene de lo
alto. En el Antiguo y Nuevo Testamento, de hecho, se subraya que la Palabra de
Dios fue comunicada solemnemente desde la montaña.
Característica de este lugar debe ser también el componente de la luz: ésta no
sólo debe iluminar funcionalmente el lugar, sino que debe ayudar a exaltar
sentimientos de alegría y de esperanza.
Es sorprendente que la reforma empezada con el Concilio haya tenido que luchar
tanto para redescubrir la identidad del lugar de la Palabra, sobre todo si se
considera la importancia que el Concilio le devolvió. Éste, a pesar de haber
reconocido a la Palabra de Dios el justo espacio en cada celebración litúrgica,
no la insertó oportunamente en el conjunto del contexto celebrativo. De hecho,
hasta el día de hoy, la Palabra de Dios es leída en modo más bien funcional; lo
demuestran claramente los simples y, a menudo, banales atriles, utilizados por
"comodidad", también allá donde fueron construidos decorosos ambones.
Los "Principios y Normas del Misal romano" (n. 272) nos dicen: "La importancia
de la Palabra de Dios exige que en el templo exista un lugar apto, desde donde
sea proclamada y hacia el cual, durante la liturgia de la Palabra se dirija
espontáneamente la atención de los fieles. Conviene que ese lugar sea
generalmente un ambón fijo y no un simple atril móvil".
Debe ser una noble y elevada tribuna que constituya una presencia elocuente,
capaz de hacer resonar la Palabra de Dios, también cuando nadie la esté
proclamando. Cerca del ambón es conveniente situar el candelabro con el Cirio
Pascual, dando así al ambón la importancia como imagen del segundo eje de la
celebración.
La Sede presidencial sirve para dar un sentido particular a la Comunidad
reunida: más que una restauración de la antigua cátedra episcopal, es una lícita
y oportuna emanación de ella.
Antiguamente la Sede presidencial estaba ubicada en el centro del semicírculo
del ábside; arriba de eso, en la pared, normalmente era representado el Cristo
Pantócrator que nos lleva a interpretar la Sede presidencial como signo de la
presencia de Cristo, en nombre del cual el presbítero preside y es causa de
unidad en la Comunidad. Por eso, la Sede presidencial debe ser única, no
acompañada por otros dos asientos, aunque sean menores. Este es un elemento no
puramente funcional, sino que también es simbólico; no es un lugar de
privilegio, ni más cómodo; menos todavía es en función de reposo, como lo fue en
el pasado.
Los "Principios y Normas del Misal romano" (n. 271) prevén una doble posibilidad
para la ubicación del sillón presidencial: en el centro del ábside, que
recordaría la imagen de Cristo, presente en medio de la Asamblea; o en el
espacio circunstante del altar y en modo proscemicamente más cerca de los
fieles, de manera que el presidente pueda sentirse más cómodo en el diálogo y en
la oración.
Estas dos posibilidades, igualmente válidas, caracterizan en manera diferente la
iconología de la Sede presidencial: la primera favorece una celebración vertical
y contemplativa; la segunda, de tipo horizontal, privilegia la posibilidad de
una relación más familiar y social. Es oportuno que la Sede, por su relación con
el altar, quede permanentemente en su lugar, también fuera de las celebraciones,
porque aunque vacía tiene un valor escatológico y parusíaco, como el recuerdo
que emanaba de la antigua imagen del Pantócrator.
El Ambón, el Altar, la Fuente bautismal y la Sede son todos puntos de constante
referencia en la celebración de cada sacramento cuando la Sede está puesta ante
el altar sobreponiéndose a él, anula su presencia y su función siempre operante.
Es tarea del presidente la de orientar continuamente a la Comunidad hacia el
sentido de cada elemento, siendo el altar el icono principal.
El tercer vértice de cada celebración es la Fuente Bautismal. En los años del
Concilio, esta estructura pasó por varios lugares, fuera y dentro del templo,
hasta se puso delante del altar y, en algunas celebraciones del rito, reducida a
una vil palangana, puesta arriba del mismo altar. Esto lamentablemente ocurre
también hoy, a los 40 años del Concilio, a pesar de que es muy claro el camino
propuesto por el ritual litúrgico del bautismo.
La ubicación de la fuente bautismal dentro del templo puede significar que el
bautismo es una participación inicial y fundamental en el misterio pascual de
Cristo. Hoy más bien el bautismo se propone como momento de inserción de una
nueva vida en la gran familia de la Iglesia. El Rito de la iniciación cristiana
de los adultos (n. 4) dice: "El bautismo es el sacramento que incorpora los
hombres a la Iglesia", y el Concilio (Presbyterorum Ordinis n. 5) agrega: "los
sacerdotes con el bautismo introducen a los hombres en el Pueblo de Dios".
Con esta visión actual la fuente bautismal encontraría su ubicación más oportuna
en el contexto del aula asamblear, de manera tal que favorezca oportunamente la
presencia significativa de toda la Comunidad. Además, si estuviera puesta en
mayor relación espacial con el ambón, la fuente bautismal puede subrayar su
estrecho vínculo con el anuncio de la Palabra y proponerse a cada cristiano como
memoria de sus compromisos bautismales. De hecho, es por la incorporación a
Cristo en el bautismo que cada fiel puede como sacerdote dirigirse con la
oración a Dios; como rey representar al universo creado y como profeta escuchar
y proclamar la Palabra de Dios, y, finalmente, como hijo acceder a la mesa del
Padre.
Junto a la vivacidad del agua, la luz es el elemento fundamental de la
iconografía bautismal: no puede ser que una fuente bautismal esté en la
penumbra; eso sería un contrasentido, tal como sucedió por algunos siglos con el
agua, nada limpia o directamente estancada por largo tiempo en la palangana
bautismal.
En las adaptaciones de los templos ya existentes, la colocación del Cirio
Pascual en el espacio bautismal, podría suplir idealmente la luminosidad que
faltara; ésta no se puede admitir en los proyectos de nuevos templos.
La fuente está colocada en el interior de la gran Asamblea, porque el Bautismo
introduce en la comunidad cristiana. Es amplia para administrar el Bautismo, sea
por inmersión que por infusión, a los niños y a los adultos. Está en estrecha
relación con el altar y con la sede presidencial, lugares éstos de los tres
Sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.
En la Iglesia primitiva al bautizado se le envolvía con una vestidura blanca a
la salida del agua, sucesivamente se le ungía con aceite, símbolo de la nueva
fuerza del Espíritu Santo (Confirmación), y, acogido en la comunidad con el beso
de la paz, terminaba la iniciación con la Eucaristía.
La fuente bautismal es una amplia piscina de mármol excavada como una verdadera
fosa en el suelo: es tumba y madre. Tumba, porque nuestro hombre viejo muere con
Cristo en el agua del Bautismo; madre, porque nos recrea a una vida nueva a
imagen de Cristo.
La Cruz está inscrita en un octógono: "ocho" es el número de la Resurrección de
Cristo, hace referencia al octavo día de la semana, es decir al Domingo Pascual,
el primer día, después del séptimo, el "Sabbath hebreo", y primero de la nueva
creación. El que se ha sumergido en el octógono corre hacia la Resurrección y
hacia el Cielo.
El pavimento de la piscina es una piedra negra de basalto, signo de Cristo
piedra angular. De él brota el agua bautismal, como brotó de la roca en el
desierto por mano de Moisés.
La fuente tiene siete escalones a cada lado del eje de la Cruz, para bajar a
sumergirse y volver a subir. Sumergirse en la muerte de Cristo, nacer a la vida
nueva subiendo hacia la gloria de la Resurrección: "O es que ignoráis que
cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?
Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al
igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la Gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos echo una
misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una
Resurrección semejante"
(Rm 6,3-5).
En los cuatro ángulos formados por la Cruz están los mosaicos de los cuatro
Evangelistas, anunciadores de la Buena Noticia: "Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo" (Mt 28,19).
La Asamblea como Cuerpo de Cristo:
San Roberto Belarmino escribe: "El presidente como cabeza, la cabeza del cuerpo;
la Palabra de Dios como la boca; la Eucaristía como el corazón del cual se nutre
y sacia su sed la Iglesia; la Asamblea como los brazos, las piernas del Cuerpo
de Cristo ..." y, podríamos añadir, la fuente bautismal como el útero donde
nacen los nuevos hijos de la Iglesia.
En las Iglesias, con una nueva estructura, de forma octagonal y circular, el
octágono tiene un significado simbólico (el mismo que ha tenido siempre en la
tradición desde la Iglesia Primitiva): es el número de la Resurrección de
Cristo. La forma circular favorece la participación en la Liturgia y evidencia
la Asamblea reunida como el Cuerpo de Cristo. La cúpula sobre el altar es imagen
de los Cielos abiertos, lugar al cual Cristo ha subido y del que retornará un
día.
La Iglesia manifiesta de este modo su espera escatológica: el retorno glorioso
del Señor en el último día, día de la definitiva victoria de Cristo sobre el mal
y sobre la muerte.
La plena actualización de la reforma litúrgica enfrenta todavía grandes
obstáculos. Hay algunas posiciones de carácter doctrinal no claras y hay una
tradición pastoral constantemente orientada al funcionalismo moral: se mira
principalmente a la utilidad espiritual más que a la alabanza de Dios. La
Constitución litúrgica del Concilio Vaticano II, subrayando la unidad y la
grandeza del misterio litúrgico, pretende más bien que se celebre con
solemnidad, conscientes de la presencia de lo divino. "En esta obra tan grande,
por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo
asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y
por Él tributa culto al Padre eterno".
Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que
es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia.
La existencia de un Rito de Paz dentro de la Celebración de la Eucaristía está
atestiguada desde los primeros siglos, tanto en Oriente como en Occidente. Según
San Justino (I Apol. 65), en la Liturgia Romana existía ya en el siglo II y
estaba situado, como ocurría en todas partes, antes del Ofertorio. Esta
localización tiene como trasfondo originario el mandato del Señor: "Si, pues, al
presentar tu ofrenda ante el altar ..." (Mt 5,23), pues resultaba obvio darse la
paz, como expresión de los sentimientos fraternales, inmediatamente antes de
llevar los dones al altar. Mucho ha cambiado hasta nuestros días, de forma y
lugar dentro de la Eucaristía. Actualmente es un signo por el cual los fieles
"se expresan mutuamente la caridad" (OGMR, 56-b).
Por lo que respecta al modo de realizar el rito, el primitivo uso romano
consistía en intercambiarse los fieles un beso de paz; después se pasó a un
abrazo; posteriormente se introdujo la costumbre de besar una imagen sagrada,
reproducida en una tabla, que se ofrecía a los fieles. Su evolución hasta
nuestros días no sólo se constata en el gesto sino en sus protagonistas, pues al
principio eran todos los fieles; después se reservó al clero, salvo en ciertas
ocasiones en las que los fieles realizaban el rito besando la imagen impresa en
una tabla u otro material.
Primitivamente el intercambio de la paz partía del altar y se realizaba según un
orden jerárquico: el sacerdote besaba el altar, símbolo de Cristo, y daba la paz
al diácono; éste la comunicaba al subdiácono; después se intercambiaba entre
algunos miembros del clero y así sucesivamente. La fórmula que empleaba era "La
paz sea contigo", "Y con tu espíritu", dicha en forma dialogada.
En la actualidad, lo importante es que sea un gesto verdadero, es decir, que
exprese la paz y la fraternidad mutuas y esté revestido de sacralidad, pues es
un signo religioso. El término "paz" debe entenderse menos en su acepción vulgar
que en sentido bíblico-teológico, a saber: como compendio de todo bien, don
mesiánico por excelencia y fruto del Espíritu Santo, que inserta cada vez más a
los fieles en el amor de Dios y de los hermanos. Esta paz, hecha también de
amor, es condición previa para la Comunión Eucarística, en la cual se significa
y realiza la unión de los fieles con Dios y entre sí. Este signo esta presente
en las celebraciones neocatecumenales, siguiendo el esquema utilizado por la
Iglesia en los primeros siglos.