Simposio: Trabajo y Políticas Públicas

Santiago, 21 de noviembre de 2005

 

 

El sentido cristiano del trabajo

 

Tony Mifsud s.j.

Director, Centro de Ética

Universidad Alberto Hurtado

 

 

En el horizonte de la comprensión cristiana, el trabajo humano no es considerado “ni un castigo ni una maldición”[1], sino que “representa una dimensión fundamental de la existencia humana no sólo como participación en la obra de creación, sino también de la redención”[2].

 

En la encíclica social Laborem Exercens se destaca esta primera dimensión teológica del trabajo como una participación y prolongación en la obra del Dios Creador.  “En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado”[3].  Este es, en palabras de Juan Pablo II, el Evangelio del Trabajo, ya que el trabajo humano se abre a la posibilidad de participar en la obra de la creación.

 

Sin embargo, la rebeldía de la creatura frente a su Creador introduce en la historia humana la segunda dimensión de la redención debido a la triple ruptura del ser humano con Dios, con el otro y con el medio ambiente[4].  Por consiguiente, el trabajo, sin perder su sentido original de participación y de cooperación en la obra creadora[5], se encuentra ahora dificultado, en palabras del Génesis, por la presencia de la “fatiga” y el “sudor”[6], ya que la convivencia humana se ha apartado del plan original del Creador y ha cedido a la tentación de la explotación humana, haciendo del trabajo también una ocasión de opresión del ser humano sobre otro ser humano.

 

Así, el trabajo humano constituye una participación en la creación, pero necesitado de la redención debido a la actitud pecaminosa de la explotación presente en la historia humana.  Este camino de hacer de esta historia humana una de salvación, acorde al designio de Dios Creador, pasa por rescatar la subjetividad del trabajo, es decir, el reconocimiento de que el valor del trabajo reside en el trabajador.

 

“El trabajo”, en palabras del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, “independientemente de su mayor o menor valor objetivo, es expresión esencial de la persona, es actus personae”; por consiguiente, “la persona es la medida de la dignidad del trabajo”.  Así, “la subjetividad confiere al trabajo su peculiar dignidad, que impide considerarlo como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva”[7].

 

La persona es el sujeto del trabajo, es decir, el valor del trabajo reside en el trabajador y no en el trabajo en sí; por consiguiente, todo trabajo tiene un valor en sí mismo debido a la presencia humana de aquel que lo realiza.  Así, el primer fundamento del valor del trabajo es la persona humana, su sujeto.  La condición de trabajador no debería ni ocultar ni obviar la presencia de la persona humana que realiza el trabajo, y, por ello, independientemente del trabajo que se realiza, merece siempre ser tratado con el respeto y la dignidad debida a todo y cada ser humano.  Juan Pablo II resume este principio ético-teológico básico cuando afirma que el sujeto propio del trabajo es la persona humana, imagen y semejanza del Creador.

 

Esto significa que el ser humano no puede ser un esclavo del trabajo, lo cual tiene una evidente aplicación social, ya que un trabajo indebidamente remunerado es una expresión moderna de la antigua esclavitud.  Pero también habría que resaltar su aplicación personal en el sentido de que uno trabaja para vivir y no vive para trabajar, ya que en este segunda caso también se hace a sí mismo un esclavo del trabajo.

 

De esta afirmación central sobre la subjetividad del trabajo se pueden sacar dos consecuencias.  En primer lugar, resulta inaceptable cualquier intento de reducir a la persona trabajadora a un simple instrumento de producción, porque el trabajo tiene una prioridad sobre el capital en el contexto de una necesaria relación de complementariedad entre ambos.[8]  Así también, los conflictos laborales no pueden reducirse a constituir tan sólo problemas técnicos, porque dicen relación a una realidad humana.  Por lo contrario, sólo en cuanto no se pierde este horizonte antropológico será posible encontrar la mediación técnica necesaria para dar respuesta a un problema humano.

 

Esto llega a tener una importancia decisiva en nuestro tiempo porque existe la tendencia de reducir la sociedad a un mercado, y, entonces, el trabajo deja de ser el único creador de valor económico ya que lo central en el proceso económico llega a ser el mercado, que es impersonal por definición.  Por ello, el Compendio de Doctrina Social subraya que pueden “cambiar las formas históricas en las que se expresa el trabajo humano, pero no deben cambiar sus exigencias permanentes, que se resumen en el respeto de los derechos inalienables de la persona que trabaja”[9].

 

En segundo lugar, esto también implica y exige la superación de una mentalidad clasista todavía existente en la sociedad, porque uno no es más persona que otra por desempeñar un cierto tipo de trabajo y, correlativamente, tampoco uno merece menor reconocimiento en la sociedad por desempeñar un trabajo malamente llamado “humilde”.

 

En la antigüedad y en la edad media hubo socialmente un desprecio por el trabajo, adjudicado a clases bajas o visto como un castigo y una penitencia.  Se estima que la reivindicación del trabajo como valor social empezó con los luteranos y con los calvinistas, en los inicios del capitalismo, pero recién en el siglo XIX se difundió plenamente en Europa Occidental y los Estados Unidos la moral laboral, más entre la clase media que en la aristocracia y los obreros.[10]

 

San Alberto Hurtado (1901 – 1952) denunció fuerte y claramente este clasismo laboral.  “Durante siglos”, escribe San Alberto, “se despreció el trabajo, sobre todo el trabajo manual, propio de los esclavos.  Hay obras – se ha afirmado – que no hace un caballero”[11].  Sin embargo, prosigue el Padre Hurtado, “por el trabajo el hombre da lo mejor que tiene: su actividad personal, algo suyo, lo más suyo, no su dinero, sus bienes, sino su esfuerzo, su vida misma”[12].

 

“El trabajo”, explica el Padre Hurtado, “es un esfuerzo personal, pues, por él, el hombre da lo mejor que tiene: su propia actividad, que vale más que su dinero.  Con razón los trabajadores se ofenden ante quienes consideran su tarea como algo sin valor, desprecian su esfuerzo no obstante que se aprovechan de sus resultados.  Igualmente sienten cuan injusto es que pretendan hacerlos sentir que ellos viven porque la sociedad bondadosamente les procura un empleo.  Más cierto es decir que la sociedad vive por el trabajo de sus ciudadanos”[13].

 

Pero también es preciso insistir en la realización del buen trabajo, acorde a la dignidad de su sujeto.  En cierto sentido, el trabajo es la prolongación del trabajador y, por ello, habría que cuidar e insistir en la obligación ética de la realización de un buen trabajo porque es una expresión de la misma persona que lo realiza.  Además, mediante el trabajo uno está prestando un servicio a la sociedad, satisfaciendo sus necesidades.  Así, el buen trabajo resalta la dignidad del trabajador y su comprensión como un servicio a la sociedad.

 

En la Laborem Exercens, Juan Pablo II subraya que “el hombre debe trabajar por respeto al prójimo, especialmente por respeto a la propia familia, pero también a la sociedad a la que pertenece, a la nación de la que es hijo o hija, a la entera familia humana de la que es miembro, ya que es heredero del trabajo de generaciones y al mismo tiempo coartífice del futuro de aquellos que vendrán después de él con el sucederse de la historia. Todo esto constituye la obligación moral del trabajo, entendido en su más amplia acepción”[14].

 

Al respecto, San Alberto Hurtado contrapone la figura del buen trabajador con la del parásito.  “Moralmente”, escribe, “todos están obligados a trabajar, a menos que la edad o la salud se lo impidan.  El trabajo será el medio por el cual proveerá a sus necesidades, de lo contrario se convertirá en parásito; y también el medio de cumplir con las obligaciones de caridad consigo mismo, evitando los peligros de la pereza y desarrollando sus facultades, y de la caridad con el prójimo al cual ayudará con su esfuerzo que tiene siempre una finalidad social.  (…)  Esta obligación de trabajar comprende también al rico, porque también para él valen las razones dadas.  Si no tiene una profesión lucrativa, que emplee su tiempo en forma seriamente útil para los demás”[15].

 

A partir de la encíclica Laborem Exercens, el tema del trabajo ocupa un lugar central en la Doctrina Social de la Iglesia.  El mismo Juan Pablo II escribe que “el trabajo humana es una clave, quizás la clave esencial, de toda la cuestión social”, y, por ello, “adquiere una importancia fundamental y decisiva”[16].

 

Este lugar privilegiado otorgado al tema del trabajo se verifica en la afirmación de que “la justicia de un sistema socio-económico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema”.  La razón es que “la remuneración del trabajo sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de las personas puede acceder a los bienes que están destinados al uso común”.  Por consiguiente, “precisamente el salario justo se convierte en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico, y, de todos modos, de su justo funcionamiento”.  Evidentemente, “no es esta la única verificación, pero es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación clave”[17].

 

El trabajo forma parte muy importante de la vida cotidiana de todo ser humano.  Por ello, estos últimos años la reflexión teológica viene insistiendo sobre la espiritualidad del trabajo.  El trabajo no es un paréntesis en la vida del cristiano sino forma parte de su cristianismo y llega a ser también un camino de santidad.

 

Ya San Alberto Hurtado, en 1947, habló de una auténtica mística del trabajo.  “No puede haber escisión entre su vida religiosa y su vida profesional”, escribe el santo.  “En su trabajo cotidiano se santifican y tienen conciencia que mediante él están construyendo la ciudad terrestre, y colaborando con Dios en el plan de redención sobrenatural”.  Este mismo horizonte religioso se torna, a la vez, un compromiso ético porque el trabajador es “un luchador que exige respeto para su persona, pues, tiene conciencia de lo que significa ser hombre e hijo de Dios; batalla por conseguir, en unión con los otros trabajadores, las condiciones de una vida respetable, pues sabe que se le deben en justicia como recompensa de un esfuerzo que él realiza con honradez, devoción, alegría y espíritu de servicio social”[18].

 


 


[1] Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, (2004), No 256.

[2] Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, (2004), No 263.

[3] Juan Pablo II, Laborem Exercens, (14 de septiembre de 1981), No 25.

[4] Cf. Gén 3, 8 – 19.

[5] Cf. Gén 1, 28.

[6] Cf. Gén 3, 17 – 19.

[7] Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, (2004), No 271.

[8] Cf. Juan Pablo II, Laborem Exercens, (14 de septiembre de 1981), Nos 5, 6, 7, 15, 23.

[9] Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, (2004), No 319.

[10] Cf. AA.VV., El trabajo del futuro – el futuro del trabajo, (Buenos Aires: CLACSO, 2001), p. 12.

[11] Alberto Hurtado s.j., “Humanismo social”, (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II, (Santiago: Ediciones Dolmen, 2001), p. 287.

[12] Alberto Hurtado s.j., Humanismo social, (1947), p. 287.

[13] P. Miranda, Moral Social: obra póstuma de Alberto Hurtado, S.J., (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 229.

[14] Juan Pablo II, Laborem Exercens, (14 de septiembre de 1981), No 16.

[15] P. Miranda, Moral Social: obra póstuma de Alberto Hurtado, S.J., (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 231.

[16] Juan Pablo II, Laborem Exercens, (14 de septiembre de 1981), No 3.

[17] Juan Pablo II, Laborem Exercens, (14 de septiembre de 1981), No 19.

[18] Alberto Hurtado s.j., Humanismo social, (1947), p. 294.