EL «¿POR QUÉ?» DE LA CRUZ

Jean Galot S.J.
 (Humanitas 29)

 

Muchas palabras de Jesús son sorprendentes, entre ellas el «¿por qué?» pronunciado en la cruz, palabra por nadie esperada de quien se había presentado a la humanidad como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Esta palabra permite entrever la profundidad de la persona de Jesús comprometido con el sufrimiento e ilumina el destino de todos los hombres.

 

Grito en el dolor

 

Cuando surge el sufrimiento en nuestra vida, nos preguntamos espontáneamente: «¿Por qué?». Podríamos pensar que aquel que viniera al mundo para revelarnos el designio de Dios sobre nuestra existencia y mostrarnos el verdadero camino jamás habría empleado esta interrogante. En realidad, nunca ha existido un «¿Por qué» que haya sacudido del mismo modo el universo, provocando al cielo, como aquel que salió de la boca de Jesús crucificado. En este grito, todos los «por qué» de los hombres encuentran su máxima expresión. Aun cuando el Padre pareciera ausente, no habría podido permanecer sordo ante la voz de su propio Hijo. Elevado desde la cruz, el «¿por qué?» tenía una enorme resonancia; estaba seguro de obtener una respuesta válida para todos, respuesta definitiva a todas las interrogantes que suben del corazón a los labios de tantos hombres.

Aquel que sufre desea saber por qué sufre. Únicamente a Dios puede dirigir con insistencia la pregunta, porque con su omnipotencia Él es responsable de todos los hechos que condicionan la vida humana. Se trata de un Dios que es Padre y manifiesta su afecto paterno con las intervenciones de su Providencia. Preguntarse «¿por qué?» significa por tanto preguntarse por qué un amor tan grande no nos ahorra los dolores. Plantear semejante pregunta puede parecer un reproche, una señal de descontento, una acusación que pone en duda la bondad divina. Y sin embargo el solo hecho de preguntarse «¿por qué?» no expresa reproche ni crítica; es la apertura de un diálogo. La intención de tener más luz y comprender mejor es perfectamente legítima. Dios mismo dio al hombre la inteligencia, con la capacidad de hacer preguntas; quiso compartir con él la sabiduría, que es su tesoro divino. En la cruz, el Hijo de Dios mostró que el hombre tiene derecho a preguntarse «¿por qué?»; con su ejemplo, alentó a los hombres por el camino de esta audacia, testimonio de un amor filial lleno de confianza.

El «¿por qué?» pronunciado por aquel que fuera elevado en la cruz entraba en él marco de la intimidad filial que une a Jesús con el Padre y no podía ser señal de un afecto filial menor. Contribuía a revelar el misterio del Hijo. Ciertamente, en el momento del Calvario, el Padre permaneció en silencio; no hizo sentir su propia voz en respuesta a la pregunta del Hijo. No hay alusiones a la misma en los relatos evangélicos, como en el momento del bautismo o la Transfiguración; pero el evento del tercer día basta para mostrar la acogida del Padre a la plegaria del Hijo: nada faltó en el triunfo de la resurrección.

El «¿por qué?» de la cruz era peculiar no sólo por el hecho de ser pronunciado por el Hijo en el sacrificio de salvación, sino también por ser el grito de un inocente. Como tal, Jesús no habría podido merecer un castigo de sufrimiento y muerte. En su caso, la santidad era perfecta, jamás disminuida ni ofuscada por el pecado. En sus dolores, da testimonio de que el sufrimiento no es dado en proporción a los pecados cometidos. Jesús además recibió la respuesta más completa, respuesta que sólo podía llegar después de la muerte. Con la resurrección, todas las perspectivas se transformaron; pero permanece la verdad de Jesús debiendo enfrentar la muerte en las condiciones ordinarias de la vida terrenal. Por este motivo, el «¿por qué?» pronunciado en la cruz es cercano a nuestros «¿por qué»? y nos arroja nueva luz sobre el significado de todos los aspectos dolorosos de nuestra vida.

 

El relato evangélico

 

Dos evangelistas nos refieren el «¿por qué?» pronunciado en la cruz y lo presentan como única y última palabra de Jesús en el momento de la muerte: Marcos y Mateo. Este último afirma: «Desde la hora de sexta se extendieron las tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: Eli, Eli, lema sabachtani! Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Algunos de los que allí estaban, oyéndolo, decían: A Elías llama éste. Luego, corriendo, uno de ellos tomó una esponja, la empapó de vinagre, la fijó en una caña y le dio a beber. Otros decían: Deja; veamos si viene Elías a salvarle. Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró» (Mt 27, 45-50).

Según el relato, se trata de una palabra que no es puramente una cita del comienzo del Salmo 22, sino una reacción personal, expresión de un profundo sufrimiento. Es la exclamación de un ser que se siente lacerado y encuentra en el Salmo la posibilidad de mostrar hasta qué punto sufre. Grita con voz fuerte porque se dirige a Dios Padre y quiere hacer sentir la inmensidad del drama que se lleva a efecto. Al referirse al Salmo, quiere mostrar en su drama personal el cumplimiento de un designio divino establecido mucho tiempo atrás. Si bien el Salmo 22 no es propiamente mesiánico y tiene más bien como tema el estado glorioso de un justo que ha sufrido durante cierto tiempo, sintiéndose abandonado por Dios, es muy importante reconocer en los hechos marcados por el sufrimiento personal la realización de un plan divino que, a través de vías misteriosas, alcanza un determinado objetivo.

Los adversarios habrían querido dar al evento de la cruz un significado contrario, interpretando las palabras del Salmo citado por Jesús como expresión de una tentativa errada de sustraerse a la prueba, pidiendo ayuda a Elías1. Semejante tentativa habría sido indebida; pero justamente Jesús demuestra, a la luz del Salmo, la conformidad de su situación de prueba con la voluntad soberana de Dios. También durante el suplicio de la cruz aludía a la victoria expresada en la perfecta unión con la intención del Padre.

Marcos y Mateo señalaron el grito lanzado por Jesús por cuanto comprendían la importancia de la referencia al Antiguo Testamento. Planteando precisamente la interrogante del Salmo, Jesús manifiesta el cumplimiento de la voluntad del Padre a través de un texto profético. Así, el «¿por qué?» puede formularse con todo su valor, sin que parezca poner en duda la sabiduría soberana del Padre. El grito «con voz fuerte» no implica una interrogante de oposición, sino una interpelación sumamente viva, basada en la certeza de que en el momento de la cruz se cumple el supremo designio divino.

Jesús retoma únicamente el comienzo del Salmo, con la pregunta característica del «¿por qué?». Muchos comentaristas han observado que, al citar las primeras palabras, él manifiesta la intención de hacer suyo en cierto modo todo el Salmo. No existe la dificultad de otros Salmos aplicados a la Pasión2: no hay palabra alguna contra los enemigos, expresión alguna de sentimientos de odio o venganza. Jesús elige expresamente un Salmo que puede leerse sin reservas desde el punto de vista del precepto de la caridad.

El texto del Salmo 22 al principio era la plegaria de alguien que sufría una gran prueba sin perder la confianza y la esperanza. Luego, después de la petición de auxilio, se agregó una acción de gracias por la liberación obtenida (vv. 23-27). Finalmente se anuncia la salvación universal, para los vivos y los difuntos (vv. 28-32). En la perspectiva del Salmo, la pregunta «¿por qué?» es puramente la introducción a una situación en la cual, después de experimentarse una prueba llena de sufrimiento, se alcanza una feliz liberación; así se perfila en el horizonte la salvación para toda la humanidad.

Conociendo este Salmo, Jesús no habría podido hacer abstracción de semejante horizonte. Al anunciar su Pasión, siempre incluyó en la predicción de la vía dolorosa la última etapa, la resurrección del Hijo del hombre al tercer día. Al referirse al Salmo 22, adopta plenamente la orientación hacia la liberación individual y la salvación universal.

 

El abandono

 

¿Cómo entender el abandono que caracteriza la experiencia personal de Jesús en el momento de la cruz? La autenticidad de las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» no puede ponerse en duda y generalmente es admitida, porque nadie habría pensado jamás en atribuir a Jesús un abandono tan profundo si él mismo no lo hubiese declarado. La dificultad que encontramos en la interpretación de estas palabras confirma el hecho de que realmente fueron pronunciadas y nos abrieron una luz notable sobre la realidad más íntima de la persona de Cristo.

El abandono se ha interpretado en la perspectiva de la obra redentora: Cristo vino a salvar a la humanidad y se hizo cargo del peso de los pecados con el fin de liberar de dicho peso a todos los hombres. Así, con su sacrificio asumió las consecuencias de sufrimiento y muerte propias del mundo del pecado. Al ofrecerse en la cruz, experimentó el sufrimiento merecido por todos los pecadores. La diferencia reside también en el hecho de que con este sufrimiento no fue castigado; era totalmente inocente y siempre se mantuvo en una situación de perfecta santidad. Cuando sufría en el mundo, sufría por nosotros, los pecadores, pero sin ser jamás contaminado por nuestro pecado. Podemos comprender de este modo cómo Cristo, en la obra de salvación, fue destinado a llevar en su corazón el dolor que más oprime el corazón de los hombres en pecado: una quebradura que aleja de Dios, una separación que ocupa el lugar de la unión deseada, una ausencia que hace sentir su vacío, más lleno de sufrimiento para quienes han apreciado el sabor de la presencia divina. Cristo hizo propia esta dolorosa experiencia para ofrecerla al Padre y conquistar para todos el acceso a la alegría proporcionada por el amor del Padre.

Llevando este peso, Jesús nunca estuvo realmente separado del Padre. Previendo la terrible experiencia de la Pasión, él mismo había recalcado que nada podría generar una división o una distancia entre él y el Padre: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30). Por tanto, cuando se dice abandonado por el Padre no es en el sentido de una verdadera separación ni un verdadero alejamiento: su unión con el Padre es una unidad ontológica, esencialmente inseparable.

Por una parte, la exclusión de toda experiencia de pecado significa que el abandono experimentado por Cristo en la cruz es radicalmente distinto a la separación provocada entre Dios y el hombre por el pecado. Su abandono no se debe a un clima de pecado; no es producto de la hostilidad ni tiene su origen en la ira divina: su única fuente es el amor salvador. Por otra parte, el abandono adquiere todo su significado al interior de la unidad ontológica del Padre y el Hijo. Ésta se despliega en la obra de salvación: Cristo obra como Salvador, pero el Padre, que lo ha enviado al mundo, conserva la soberanía suprema y empeña su omnipotencia en la acción salvadora. Ésta es una acción común del Padre y el Hijo: Jesús no deja de afirmar su unión con el Padre y la iniciativa del Padre en toda su actividad.

Más específicamente, el Padre guía enteramente el cumplimiento de la misión redentora de Jesús. En forma misteriosa, es el primero en entrar en la vía del sacrificio; el don que hace de su propio Hijo es un don paterno que implica un profundo sufrimiento. No sólo no es insensible a los dolores impuestos al Hijo; además, quiere llevar con el Hijo el peso de la humanidad pecadora para asegurar la salvación universal. Si ha hecho a su Hijo responsable de la obra redentora, quiere sufrir plenamente junto con él y participar en su ofrecimiento. No podemos olvidar al respecto la exclamación de Pablo, que admira la generosidad del Padre: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros» (Rin 8, 32), es decir, el que realizó el gesto atribuido a Abraham, que no vaciló en sacrificar a su propio hijo, e hizo este sacrificio por todos nosotros, demuestra de este modo estar dispuesto, junto con su Hijo, a darnos cualquier cosa. El compromiso del Padre en el ofrecimiento redentor le abre el camino para un rol sumamente amplio. Podemos advertir que las palabras pronunciadas por Jesús en la cruz implican una intervención especial del Padre. Cuando Jesús se dice abandonado, significa «abandonado por el Padre». Al entrar el Padre en la vía dolorosa, hace experimentar a su Hijo el más profundo sufrimiento. Así se justifica plenamente el «¿por qué?» dirigido por Jesús al Padre. Es el Padre quien ha asumido la iniciativa de «abandonar» al propio Hijo y tiene enteramente la correspondiente responsabilidad.

 

Abandono efectivo

 

Si efectivamente la unidad ontológica del Padre y el Hijo no es herida ni reducida en la prueba del abandono, ¿en qué consiste este abandono? Ante todo, debemos admitir que el abandono se produce en la naturaleza humana del Hijo encarnado. No es un problema de alejamiento entre personas divinas, que pondría en peligro la unidad perfecta del misterio de la Trinidad. La experiencia del abandono es una experiencia propia de la persona del Hijo, pero del Hijo en su naturaleza humana.

La narración evangélica de la Pasión nos coloca ante un abandono efectivo de Jesús por parte del Padre, en el sentido de que el Padre entrega a su Hijo en manos de los enemigos. Aun cuando dispone de la omnipotencia divina, no detiene a los adversarios cuando se apoderan de Jesús con la intención de darle muerte. Él conoce los designios de quienes buscan todos los medios para hacer callar a Jesús y poner fin a su actividad. Ve la injusticia que se manifiesta en forma cada vez más evidente de parte de quienes no quieren creer en la Buena Nueva, pero al parecer nada hace para impedir a esta monstruosa injusticia causar las más desastrosas consecuencias.

El Padre tiene un comportamiento consecuente; podría intervenir, pero no lo hace. Protege la vida de Jesús en ciertas circunstancias en las cuales peligraba, pero la preserva para hacer más tarde posible el sacrificio de la cruz. Permite a los enemigos organizar el complot, y cuando lo han organizado, él mismo, con sus manos paternas, entrega a su propio Hijo a quienes lo odian. Manifiesta así su voluntad de abandonar a Jesús a un destino doloroso. Se trata de un abandono efectivo, expresado en todas las circunstancias externas de la vida pública de Jesús. La última consecuencia se manifiesta en el momento de la cruz, cuando los adversarios insultan a aquel que han enviado al suplicio: «Ha puesto su confianza en Dios; que Él le libre ahora, si es que le quiere» (Mt 27, 43). Es el Padre que rechaza la invitación a intervenir y abandona al Hijo crucificado al poder de la muerte.

Este abandono tiene un carácter externo; no implica intención alguna de severidad u hostilidad. Expresa la voluntad del Padre, que ha enviado a su Hijo al mundo con miras al sacrificio de redención. Esta voluntad imprime de manera inflexible su orientación en los acontecimientos. En la oración de Getsemaní, Jesús expresó en un primer momento el deseo de que el cáliz del dolor pasara lejos de él, pero afirmando de inmediato la concordancia de su voluntad de Hijo con el querer del Padre. Por consiguiente, reforzó su propia adhesión al plan que lo abandonaría al suplicio de la cruz. De acuerdo con las apariencias, se podría pensar que el abandono efectivo que hiciera sufrir a Jesús en la cruz implicaría de parte del Padre una actitud dura, proveniente de la necesidad de sacrificio por el bien de la humanidad; pero el aspecto inflexible del plan de redención era una exigencia del amor que lo inspiraba y guiaba. En la historia de la doctrina de la redención, Dios Padre ha sido acusado con gran frecuencia de dureza, de insuficiente comportamiento de Padre. Las explicaciones propuestas para definir su rol recurrían a menudo a un concepto muy estrecho de la justicia, que oscurecía la intención fundamental de amor, principio esencial de toda la obra de salvación.

Para reconocer el significado auténtico del rol del Padre, es necesaria una mirada que nos permita penetrar en el misterio de su amor, de acuerdo con las indicaciones de las narraciones evangélicas. El Padre nunca es duro y no puede manifestar sentimientos poco compatibles con los de un corazón paterno. En el caso del abandono efectivo propio de la Pasión, es importante distinguir el amor benévolo del Padre, que exigió a Jesús ofrecer este abandono para un perdón generoso, concedido a toda la humanidad pecadora, alejada de Dios con sus pecados.

 

Abandono afectivo

 

El abandono afectivo, propio de los afectos humanos de Jesús, no fue menos importante que el abandono efectivo. Aquel que gritaba «¿Por qué me has abandonado?» padecía de un gran vacío interior, de orden afectivo. Los mejores comentarios de las palabras pronunciadas en la cruz provienen de los místicos, es decir, quienes vivieron más intensamente la unión con Cristo. Con su experiencia personal, ellos comprenden más fácilmente el significado y el valor de la presencia divina, que puede hacer rebosar el alma de una alegría sumamente íntima; pueden también valorar de mejor manera el drama interno de la ausencia divina; experimentan muy dolorosamente el vacío que parece indicar un alejamiento. La experiencia mística asume todo su valor en el terreno de la afectividad. El lenguaje empleado tratándose de presencia o ausencia puede dar lugar a cierta ambigüedad. Con frecuencia la presencia se entiende como presencia sentida; también la ausencia puede significar el sentimiento de ausencia; la gracia puede designar el don divino afectivamente percibido y vivido.

Los místicos son aquellos que tienen una experiencia viva, afectiva, de la unión con Cristo o Dios. Esta experiencia debe atribuirse por excelencia a Jesús, persona divina que vive una existencia humana. En los relatos evangélicos, no nos entregaron muchos datos en este ámbito; pero tenemos una señal de importancia en el Evangelio de Lucas, que se refiere a un momento específico de la vida de Jesús:

«En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños» (Lc 10, 21). Permanentemente, Jesús tenía relaciones de oración e intimidad con el Padre; pero observamos que en ciertos momentos estas relaciones asumían una forma excepcional, en un poderoso movimiento afectivo. Ante la generosidad del Padre, que ofrece la revelación a los pequeños, Jesús experimenta un arranque de entusiasmo. Una alegría intensa, tan intensa que se atribuye al hálito del Espíritu Santo, se apodera de su alma. Así, Jesús conocía momentos en los cuales la manifestación del amor del Padre a los humildes lo llenaba de profunda alegría. Eran momentos de regocijo afectivo, momentos más especialmente místicos.

Sería extraño que Jesús no hubiese tenido la experiencia de cierta exaltación mística: sus relaciones con el Padre eran sumamente íntimas y encontraban expresión no sólo en toda la enseñanza doctrinal por él comunicada a sus discípulos, sino también en numerosos momentos de oración, en que su alma ardiente deseaba manifestar un amor filial que constituía el fondo de su psicología humana. Más precisamente, era este amor filial lo que otorgaba al comportamiento místico de Jesús una nota distintiva. Con gran frecuencia, los místicos más conocidos de la tradición católica relatan las experiencias personales de sus relaciones con Dios o revelan su intimidad con Cristo. El Jesús del Evangelio es aquel que ha manifestado esencialmente una relación filial con el Padre. Fue el primero en dirigirse al Padre celestial llamándolo con el nombre familiar «Abba». Desde la primera infancia pudo establecer secretamente con él contactos llenos de ternura. En el desempeño de su misión pública, aparece permanentemente deseoso de complacer al Padre y cumplir su voluntad.

Si queremos definir la disposición más fundamental de Jesús en su vida terrenal, la encontramos en la orientación constante hacia el Padre. Él sabe que viene del Padre. Este origen explica su presencia efectiva entre los hombres y da fundamento a toda su actividad. Sabe igualmente que va hacia el Padre, por un camino que implica el ofrecimiento de un sacrificio dirigido al Padre. Él se declara perfectamente unido al Padre en cada momento de su existencia.

Por lo tanto, su mística es de carácter filial. Podemos vislumbrar esta vida secreta, que muestra la intensidad de su adhesión al Padre. Por este motivo, el abandono afectivo en el momento de la cruz es la prueba más profunda que podía recaer sobre él. Había desaparecido la inmensa alegría vinculada con la presencia permanente del Padre, sustituida por un inmenso vacío. Se sentía abandonado por aquel del cual recibía vida y alegría. El tormento íntimo de semejante abandono parecía malograr su venida al mundo.

El abandono afectivo muestra hasta qué punto Jesús se comprometió con el drama del sufrimiento redentor. Ante la voluntad del Padre, que negaba toda intervención para salvarlo de manos de los enemigos, no disponía de un refugio interior que le permitiera gozar de la presencia benévola del Soberano del universo. El Padre no le abría un refugio de este tipo porque deseaba el despojo total en el ofrecimiento redentor. Todo permanecía en la oscuridad hasta el fondo de su alma. Cristo tuvo la experiencia de las tinieblas espirituales, experiencia que vivirán posteriormente en parte, en el curso de los siglos, los místicos que, como San Juan de la Cruz, deberán caminar por la «noche oscura», y muchos otros, sometidos a pruebas espirituales. Estas pruebas implican una asociación con la Pasión de Cristo y su fecundidad salvadora.

El abandono efectivo y afectivo de Cristo en la cruz abrió el camino a una tradición mística sumamente rica y diversificada. Muchos han tomado de la fuente inagotable que es Cristo el impulso necesario para vivir intensamente una experiencia que puede ser una unión feliz con el Esposo invisible, pero también la experiencia llena de sufrimiento de la ausencia afectiva de Dios. Si puede formularse un vaticinio, es de una prolongación más específica de la experiencia personal de Cristo con el desarrollo de una mística filial.

El hecho de haber Jesús concentrado su experiencia mística en el Padre nos invita a reconocer el valor esencial de la relación con el Padre para el desarrollo de la vida espiritual. El Espíritu Santo, persona divina que une al Padre con el Hijo, no puede dejar de impulsar en esta dirección a quienes comprenden la importancia de la entrada al misterio de la Trinidad. La fidelidad con Cristo es inseparable del camino hacia el Padre.

Todos estamos invitados a compartir este camino, a superar con Cristo las pruebas del abandono efectivo, a llegar con él y como él a la persona del Padre, en la cual encontramos el vértice del misterio.

 

Apertura de horizonte

 

Las palabras «¿Por qué me has desamparado?» se detienen en un «¿por qué?»; no ofrecen una respuesta. Con todo, permiten suponer que no fueron la última palabra de Jesús antes de morir. En los dos relatos, de Marcos y Mateo, se dice expresamente que después del grito lanzado hacia el cielo con la pregunta «¿por qué?», hubo otro grito, no menos fuerte: «Jesús, dando una voz fuerte, expiró» (Mc 15, 37). «Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró» (Mt 27, 50). Ni Marcos ni Mateo refieren las palabras pronunciadas por Jesús en este último grito. Lucas, en cambio, que no señaló las palabras sobre el abandono, posiblemente porque no las habrían comprendido los lectores no judíos del Evangelio, se preocupó de reproducir las últimas palabras antes de la muerte: «Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu; y diciendo esto expiró» (Lc 23, 46). No hay motivos para poner en duda la autenticidad de estas palabras. Hay quienes han pensado que sería una reiteración de las ideas expresadas en la interrogante «¿Por qué me has desamparado?»; pero la repetición no tendría mucho sentido y el pensamiento enunciado es muy distinto. Ambas declaraciones no son equivalentes, sino complementarias. La primera planteaba una pregunta, un «¿por qué?»; la segunda y última da una respuesta y corrige la perspectiva.

No está de más observar que las dos declaraciones reproducen las palabras de dos Salmos. Son palabras importantes, porque ambas surgen en un grito. Al parecer, la intención de Jesús era mostrar en la Pasión el cumplimiento del designio divino atestiguado en la Escritura. No era suficiente la referencia al Salmo 22; era necesario también recurrir al Salmo 30, que abre un horizonte más amplio. Si reflexionamos en las circunstancias en que se pronunciaron estas palabras, debemos admitir que se eligieron con gran cuidado porque su objetivo era explicar el significado del sufrimiento, en la primera, y el alcance de la muerte en el drama redentor, en la segunda.

Deseando completar la primera con la segunda, Jesús muestra que el «¿por qué?» de la primera no debía entenderse en forma aislada. Únicamente la última palabra, pronunciada en el momento anterior a la muerte, podía expresar su pensamiento y sus sentimientos en forma definitiva. Esta última palabra merece ser examinada con mucha atención. En el enorme ámbito de los textos de los Salmos, esta oración fue elegida para llevar al cielo el grito supremo de la vida terrenal de Cristo.

 

«Padre»

 

En la pregunta del «¿por qué?», Jesús se dirige a Dios llamándolo «Dios». Decía: «Dios mío, Dios mío». Con esta invocación se apartaba de su forma habitual de orar. Normalmente, cuando Jesús rezaba, llamaba «Padre» a aquel al cual dirigía su plegaria. En todas las oraciones de Jesús referidas en los relatos evangélicos, el Padre es nombrado como aquel que es implorado y recibe la súplica. La única excepción a esta regla es precisamente el «Dios mío» pronunciado en la cruz. El hecho de que este «Dios mío» sea una excepción es especialmente significativo. Se debe a las circunstancias que ofuscan las relaciones entre el Hijo y el Padre. Si la oración hubiese sido pronunciada en otro momento, habríamos podido considerar normal la reiteración literal de la invocación empleada en el Salmo; pero al pronunciarse en la cruz, la invocación «Eli» parece manifestar una distancia en contraste con la invocación «Padre». Es la distancia que se hace sentir en el abandono externo e íntimo, experimentado dolorosamente por el Hijo crucificado.

Ciertamente la distancia es atenuada por la forma de hablar, por el hecho de que Jesús reconoce su vínculo personal con aquel al cual no llama simplemente «Dios», sino «Dios mío». Afirma su adhesión a Dios, para hacer sentir mejor el propio dolor en el alejamiento; pero no usa la palabra «Padre», la única que podía expresar la plenitud de su afecto filial. En realidad, este abandono, lo hirió hasta el fondo del corazón. El hecho de renunciar a llamar «Padre» a aquel al cual dirige la pregunta «¿por qué?» revela una angustia sumamente íntima.

De este modo se manifiesta de mejor manera el valor de la invocación «Padre» empleada en la última palabra. La invocación del Salmo era «Dios», «JHWH» o «Señor». Jesús la sustituye diciendo «Padre». En el último momento, retoma su forma habitual de orar. En su vida terrenal, siempre llamó «Abba» al Padre celestial; fue el primero en introducir esta invocación en la oración. Enseñó además a sus discípulos a orar diciendo «Abba», expresión que significa «papá»: era el vocablo familiar empleado por los hijos para dirigirse a su padre. Muestra cómo fue superado el obstáculo creado por el abandono. En el momento de la muerte, Jesús puede no sólo murmurar, sino gritar «Abba» con toda la fuerza de su alma filial. El grito manifiesta el impulso final que se desborda y reconoce con admiración la bondad del Padre. La proclamación del nombre «Abba» suena como la respuesta a todos los reproches dirigidos a Dios por los sufrimientos que afectan a la humanidad: el Padre es realmente un Padre y la experiencia más rica en sufrimientos, que es aquella de la cruz, lo confirmó, como da testimonio el Hijo, protagonista de esta experiencia.

 

«En tus manos encomiendo mi espíritu»

 

El hecho de plantear la pregunta «¿por qué?» puede interpretarse como una actitud en espera de explicaciones más amplias antes de asumir un compromiso. Con esta pregunta procuramos protegernos para evitar sorpresas desagradables. Si Jesús hubiese llegado al final de su existencia terrenal con un «¿por qué?», muchos habrían pensado que deseaba adoptar una posición de excesiva prudencia. Además, habría existido el riesgo de concentrar la mirada en los dolores y las dificultades y no creer suficientemente en el poder de la gracia, que nos hace enfrentar valerosamente todas las situaciones. Las palabras «¿Por qué me has desamparado?» están demasiado vinculadas con el horizonte del Calvario como para poder abrir otro horizonte; ahora, era deseable y necesaria la apertura de un nuevo horizonte. En la prueba, la esperanza no puede quedar bloqueada e inoperante. Un nuevo impulso debe permitir un compromiso más generoso.

Jesús quiso dejar a sus discípulos el testimonio de que la prueba nada apagó en él y deseaba enfrentar el futuro con plena confianza en el amor del Padre. Él responde así a una objeción que podía acompañar al «¿por qué?»: ¿cómo entregarse, cómo abandonarse a aquel que recurre a la prueba para favorecer el crecimiento del hombre? Para evitar toda confusión, debemos precisar que se trata del abandono en un sentido distinto al uso hecho del vocablo hasta el momento. La prueba impuesta a Jesús era la del abandono por parte del Padre: este abandono suscitaba el «¿por qué?»; pero por otra parte la prueba requería otro abandono, consistente en la actitud voluntaria de quien se abre plenamente al amor del Padre y sus exigencias.

Es éste el abandono expresado en las palabras «En tus manos encomiendo mi espíritu». Cristo abandona su propio ser, ofreciendo al Padre toda su vida, física y espiritual. Cita al salmista, que confiaba a Dios «su hálito» para obtener la conservación de la propia vida; este salmista tenía la esperanza de ser preservado de la muerte. Entregando su espíritu en manos del Padre, Jesús tenía otra esperanza: aceptaba su propia muerte y ofrecía su espíritu para una vida superior. Al retomar los términos del Salmo, les daba un significado más elevado, en el marco de una vida espiritual destinada a un futuro glorioso en el más allá.

Las últimas palabras de Jesús están llenas de confianza. Citando un Salmo, cubre la distancia entre la antigua esperanza judaica, que desconocía la inmortalidad del alma, y la nueva esperanza basada en el don de la vida eterna. El salmista que confiaba su hálito a Dios había comprendido el motivo esencial de su confianza, diciendo a Dios: «Tú me has rescatado» (Sal 30, 6). Este rescate significa la liberación, con la certeza de que el mal ha sido vencido. De esta certeza surge la convicción de que en la esperanza ya no puede haber desilusión.

Entregando su espíritu en manos del Padre, Jesús está seguro de que después del final doloroso de su existencia vendría la transformación gloriosa de su destino personal, con el misterio de la resurrección anunciado para el tercer día, y con los hechos de la Ascensión y Pentecostés. Todo el futuro de la humanidad predicho por Jesús, con la evangelización de todas las naciones, estaba presente ante sus ojos cuando confió su espíritu al Padre. Todo se entregaba en manos del Padre, suprema garantía de realización de la esperanza.

 

El artículo de Jean Galot S.J. fue publicado originalmente en la revista "La Civiltà Cattolica"

 

 

NOTAS:

1 La forma Eli, en Mateo, explica la confusión de los soldados de mejor manera que la invocación Eloi referida por Marcos (15, 34).

2 Por ejemplo, en el Salmo 69, se trata de un justo perseguido, pero hay maldiciones contra los perseguidores.