El ministerio ordenado y la vida consagrada a los 40 años del Vaticano II


Jesús Sanz Montes
 



 

 

A Mons. D. Eugenio Romero Pose (1949- 2007). In memoriam. Conferencia en el Centro Sacerdotal de la Biblioteca Almudí. Valencia, 26 marzo 2007.

Comienzo haciendo un recuerdo y una plegaria ante la noticia del fallecimiento de D. Eugenio Romero Pose en el día de ayer, 25 de marzo. Él fue el redactor principal de esta Instrucción Pastoral Teología y Secularización que esta mañana vamos a presentar en los números que se refieren al ministerio ordenado y a la vida consagrada.

Profundo conocedor de San Ireneo, y fecundo discípulo de su maestro el también patrólogo P. Antonio Orbe SJ, cultivó un especial amor a la Persona de Jesucristo que la fe de la Iglesia nos custodia y propone. Quiso hacer un balance sereno de los cuarenta años de andadura postconciliar, evitando hacer del cuadragésimo aniversario del Concilio Vaticano II una efemérides vacua o una lectura ideologízada.

A un nivel más personal me honró como padre que acoge cuando yo regresaba de Roma tras defender mi tesis doctoral (1998) y me incorporaba como profesor en la Facultad de Teología San Dámaso (Madrid), me honró como hermano que acompaña desde que fui ordenado obispo (2003), y fue para mí la referencia de un maestro que continuamente propone la Belleza y la Verdad del único Maestro desde la exquisita fidelidad a la Iglesia Católica.

Pidamos al Señor que acoja a quien tan fielmente le sirvió desde el estudio y la docencia de la teología patrística, desde el ministerio episcopal como obispo auxiliar de Madrid, y desde la responsabilidad verdaderamente responsable como Presidente de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.

Al querido hermano D. Eugenio mi homenaje fraterno y mi más sentida oración por su eterno descanso.

 

Se me han asignado unos números de esta Instrucción Pastoral [1], que corresponden a los dedicados al ministerio ordenado (nn. 42-45) y a la vida consagrada (nn. 46-47). Hay una repercusión vocacional en cuanto la teología y el fenómeno de la secularización ha ido escribiendo y describiendo en estos apasionantes cuarenta años de postconcilio. Una repercusión en el doble movimiento: la teología y la secularización han forjado una concreta visión y vivencia del ministerio ordenado y de la vida consagrada, pero también éstas han determinado una concreta teología y han podido fraguar crítica o acríticamente una cierta secularización.

Por eso, cabe volver a citar, como suelo hacer con frecuencia lo que ya a propósito de la historia de la teología subrayó con su habitual maestría Hans Urs von Balthasar: el todo en el fragmento [2]. Es decir, podemos cotejar el todo de la teología y la secularización en el fragmento de una vocación eclesial concreta como es el ministerio ordenado y la vida consagrada, y viceversa.

1. Punto de partida: la confesión de Cesaréa (Mt 16, 13-18)

Hay una pregunta transversal que se propone a cada generación: desde los primeros discípulos llamados por su nombre por Jesús hasta este tiempo nuestro del postconcilio Vaticano II, al tiempo que implica también la absorción que ha podido tener lugar cuando de modo acrítico han dicho los hombres de cada época: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). La pregunta de Jesucristo a sus discípulos se extiende en el curso de la historia a los cristianos de todos los tiempos. La respuesta que demos determinará el modo de acercarnos a la Persona de Cristo y la manera de entender la existencia cristiana. La insuficiente respuesta que nace de las posibles opiniones humanas-¿quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (Mt 16, 13)- es superada, desde el encuentro personal con el Salvador, en el seno de la Iglesia naciente» [3].

No estamos ante un acertijo de adivinanza en donde probar suerte con nuestra opinión, ni tampoco es una muestra demoscópica en la que publicar nuestras encuestas, ni siquiera una hipótesis religiosa para acercar nuestra particular teodicea: la respuesta a esta gran pregunta: ¿quién decís que soy yo? (Mt 16,15) descansa en una verdad que ha sido revelada por el Padre. Por eso, cuando Pedro responde está dando un alto testimonio en el cual Jesús reconoce una firmeza que le constituye en piedra para sus hermanos: «Jesús se dirige a la comunidad de sus discípulos y, desde ella, escucha las palabras de Simón, cuya Verdad descansa en la Revelación del Padre y no en la opinión de los hombres: ¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo! (Mt 16, 16). La dicha del apóstol no tiene su origen en la carne ni en la sangre, como tampoco su firmeza de "roca", sino que la recibe directamente de Cristo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18)» [4].

Los cuatro grandes núcleos temáticos de la Instrucción Pastoral tienen una ilación interna que les hace ser nexo respectivamente:

—Revelación: Dios que desvela su propio Misterio de un modo gratuito.

—Cristología: porque ese Misterio revelado encuentra su culmen en la encarnación del Verbo.

—Eclesiología: es decir, la Iglesia que custodia, celebra, anuncia y testimonia ese Misterio encarnado en Jesucristo.

—Vida Moral: dando lugar a un hombre nuevo formado de la Humanidad de Jesucristo.

En este tiempo largo, tan fecundo y de notables frutos en el diálogo con las culturas, en la propuesta renovada y creativa de una nueva evangelización, se han dado pasos importantes para volver a hilar estos cuatro núcleos basilares de la cosmovisión cristiana y eclesial de la historia y de la vida. Pero también se constata que nuestros lares de honda raigambre en la tradición cristiana, se ve al menos tentada a apostatar silenciosamente de Dios [5]. Y es aquí en donde podemos encontrar una dificultad en la maraña confusa y confundida de negar algunos de estos núcleos, o de no hacer una presentación o no tener una vivencia que sean las adecuadas en armónica integridad.

No se trata solamente de los riesgos que siempre corremos en la comunidad cristiana de desvirtuar nuestro depositum fidei en la confrontación con otras culturas y religiones distintas a nuestra tradición cultural y religiosa, sino que se da también una cierta secularización interna, fruto de una confrontación que se verifica dentro de la misma comunidad cristiana. En este sentido se puede señalar que en «el origen de la secularización está la pérdida de la fe y de su inteligencia, en la que juegan, sin duda, un papel importante algunas propuestas teológicas deficientes relacionadas con la confesión de fe cristológica. Se trata de interpretaciones reduccionistas que no acogen el Misterio revelado en su integridad. Los aspectos de la crisis pueden resumirse en cuatro: concepción racionalista de la fe y de la Revelación; humanismo inmanentista aplicado a Jesucristo; interpretación meramente sociológica de la Iglesia, y subjetivismo-relativismo secular en la moral católica. Lo que une a todos estos planteamientos deficientes es el abandono y el no reconocimiento de lo específicamente cristiano, en especial, del valor definitivo y universal de Cristo en su Revelación, su condición de Hijo de Dios vivo, su presencia real en la Iglesia y su vida ofrecida y prometida como configuradora de la conducta moral» [6].

Por esta razón, los cuatro núcleos señalados están tan estrechamente relacionados, que cualquier exceso o cualquier defecto en esta unidad, implicará inevitablemente el falseamiento de la novedad cristiana.

En el apartado de la eclesiología, hay dos puntos que explícitamente se señalan como advertencia de imposible fidelidad si se ha roto esta unidad antes aludida: el ministerio ordenado y la vida consagrada.

2. El ministerio ordenado en la Iglesia

Un método exegético insuficiente llevaría a contraponer de un modo dialéctico una Iglesia jerárquica, legal y piramidal, frente a una Iglesia discipular y carismática. Esta insuficiencia exegética añade además la confusión entre el sacerdocio común que se deriva del bautismo para todo fiel, y el sacerdocio ministerial que se presentaría como fruto de los avatares históricos de la lucha de poder. Finalmente, la consecuencia de esa dialéctica de dos iglesias y dos sacerdocios, comprendidos y enfrentados desde un reduccionismo ideológico, es que se factura una evidente crisis vocacional, una desertización de las vocaciones que falsamente se intentaría resolver demagógicamente apelando al sacerdocio femenino como una vieja reivindicación.

Quiero proponer en clave positiva, los tres goznes en torno a los cuales se debe dar una correcta comprensión y vivencia eclesial de esta vocación cristiana específica que es el ministerio sacerdotal: la consagración, la comunión y la misión. Es una tríada que configura lo que de suyo es la vida sacerdotal. Hay que apelar a una mutua referencia de esta terna, porque no puede darse una sin la otra y recíprocamente todas ellas se reclaman.

Cuando esta armonía entre las tres coordenadas no se ha dado, se ha asistido a un tipo de reduccionismo altamente nocivo y desestructurador de lo que es en sí el sacerdocio ministerial. Y este reduccionismo excluyente vendría o por una consagración a la que le basta un Dios privado y solitario, y para cuya relación sobran los otros y la misma historia; o por una comunión en la que uno está zambullido, arropado, sencillamente sumado sin saber en nombre de quién se está e ignorando las consecuencias históricas de esa común unión; o por una misión que se torna simplemente en estrategia de acción, ya restauracionista, ya revolucionaria, pero que bebe y vive de una particular pretensión, desdén o fuga.

Por el contrario, con la armonía de estas tres coordenadas se afirma que se ha recibido una llamada a vivir consagradamente en y para Dios al que pertenecemos, con los hermanos que Él da y con los que se le busca y se le comparte, viviendo una tarea misional de seguir lo que con ese Dios encarnado tuvo feliz comienzo y a cuya plenitud se encamina la historia toda. Consagración, comunión y misión, las tres mutuamente referidas, recíprocamente vivenciadas, armoniosamente matizadas para no caer en ningún tipo de extremismo sino poder así vivir el radicalismo vocacionado que del Evangelio brota también para el sacerdote de Jesucristo. Serían las tres dimensiones de carácter relacional en esta vocación eclesial que es el sacerdocio ministerial: una dimensión teologal (consagración), una dimensión fraterna (comunión) y una dimensión apostólica (misión) [7].

Efectivamente, ha habido antes alguien que nos ha llamado, gratuita e inmerecidamente, para estar con Él. Y esa permanencia que se hará pertenencia, suscitará una comunidad de con-discípulos con los que formamos una fraternidad apostólica, para luego ser enviados como portadores de una Presencia y portavoces de una Palabra que es la que constituye nuestro trabajo ministerial como sacerdotes de Jesucristo. Es la pertenencia a un Tú, el del Señor, como expresión acabada del significado de nuestra consagración sacerdotal. Es la comunión fraterna con los compañeros del presbiterio que preside el Obispo en donde se incardina nuestra historia de fidelidad. Es la misión a la que se nos envía cuando santificamos en su nombre con los sacramentos que su Iglesia pone en nuestras manos, cuando enseñamos en su nombre con la palabra y la verdad que su Iglesia pone en nuestros labios, y cuando conducimos al pueblo que su Iglesia nos ha confiado. El Papa Juan Pablo II lo apuntó al comienzo de su exhortación Pastores dabo vobis cuando trajo a colación un texto evangélico en donde se aúnan precisamente estas tres dimensiones de la Pertenencia a Dios que llama a los que escoge, la fraternidad discipular y la misión a la que se envía [8].

Sin duda alguna, que se abre un saludable examen de conciencia cuando nos preguntamos cómo nutrimos, cómo curamos, cómo maduramos, cómo compartimos, cómo purificamos, cómo recreamos… estos tres factores en los que queda cifrada nuestra existencia sacerdotal.

En un sugerente trabajo del P. Xavier Quinzá Lleó, S.J., él llama recrear una cultura de la pasión y la radicalidad, como aldaba que despierte nuestra la entrega al Señor, centrando su aportación en esa tríada a la que nos hemos referido y que enhebra nuestra vocación eclesial. El P. Quinzá lo enunciará en torno a los "nutrientes" de la pertenencia-comunidad-misión [9], original manera de expresar lo que nosotros hemos llamado con Juan Pablo II la consagración, la comunión y la misión. Viene a ser lo mismo y por ello nos valemos de esa intuición.

El secreto de nuestra identidad se encierra en que se nos ha dicho un nombre. Un nombre que nos ha cambiado la vida. Un nombre impreso en nuestro ser por la llama del Espíritu. El que nos salva de tantos otros nombres que los demás y la vida nos ponen. Nuestra identidad es el fruto de una revelación, de un encuentro en el que, al conocer a Jesús, se nos regala un nuevo ser. Ya no somos el de antes, sino que ahora nos identificamos con quien nos ha llamado y nos ha revelado de verdad quiénes somos. Hay un secreto oculto en la vida de cada uno de nosotros, y ese secreto se ha convertido en una marca de identidad y en un camino de discernimiento.

¿En dónde arraigamos de verdad la identidad en la vida sacerdotal? La llamada recibida, que es esencialmente un don de elección, una invitación de amistad, es nuestro signo mayor de identidad: le pertenecemos al Señor porque Él nos eligió, nos bendijo, nos perdonó, nos curó las heridas, nos santificó, nos regaló compañeros, nos envía en misión, etc. Nuestra crónica de identidad es tanto una historia personal de salvación, la historia de amor de Dios en cada uno de nosotros, como una historia común, la que nos vincula al cuerpo del que formamos parte. Pero también la identidad se funda en la revitalización de la misión recibida: somos enviados para dar fruto abundante. Y así el envío es nuestro camino de sabernos suyos, de estar con él fructificando, desplegando lo que somos en la misión de trabajar y vivir por y para el Reino de Dios que se está realizando activamente en nuestra historia. Los frutos que damos forman parte de lo que somos y de lo que podemos dar a los demás como alimento, como vida compartida y fecunda.

2.1 La consagración de nuestra pertenencia sacerdotal

"En el principio era el encuentro". El Evangelio de San Juan se abre con un primer relato de encuentro entre Jesús y los que serían sus dos primeros discípulos: Juan y Andrés [10]. La escena nos presenta la búsqueda de estos dos hombres que caminan tras Jesús a la zaga de sus pasos. "¿Qué buscáis?", les preguntó Él. "¿Dónde vives?", le respondieron ellos. Se da un primer encuentro fundamental entre la pregunta y la respuesta que se cruzan Jesús y esa pareja de discípulos: la búsqueda de ellos dos reside en la búsqueda de una casa, esa que el primer Adán perdió al ser autoexpulsado del Edén [11]. Desde entonces, toda la historia salvífica que nos narra la Escritura es la búsqueda del hogar perdido, de la casa encendida que se entenebreció por el pecado original y originante. Por eso hay una correspondencia entre la pregunta de los discípulos y la respuesta de Jesús: "venid y lo veréis". Añade el texto: "ellos fueron y permanecieron con Él". Este es el punto. Una permanencia que paulatinamente se irá transformado a lo largo del cuarto Evangelio en una pertenencia. Basta rastrear la progresiva incorporación afectiva y efectiva que aquellos Doce experimentan al contacto y en la convivencia diaria durante tres años con el Maestro cuya casa se atisbó al inicio. Puede leerse el largo discurso de la Cena, y en particular la oración sacerdotal [12], para ver cómo aquella permanencia inicial se ha convertido en una pertenencia final: el corazón orante de Jesucristo no hace sino incluir en sus latidos el amor al Padre en obediencia filial y el amor en entrega redentora fraterna. Dos amores diferentes, pero inseparables.

Pero aquí está el reto que nos plantea este primer punto. No basta con permanecer en un lugar o en un camino, porque podemos permanecer sin pertenecer a nadie. Una permanencia efectiva que arrope y sostenga una pertenencia afectiva [13].

La pertenencia de nuestra consagración debe ser avivada en la oración personal, en la adoración del Señor en su presencia eucarística, en el tiempo dedicado gratuitamente a estar sencillamente con Él, cuidando con delicadeza amorosa nuestro tiempo de amistad e intimidad con quien nos ha llamado por nuestro nombre. Entra aquí el modo con el que nosotros vivimos con fidelidad la liturgia de las horas, la celebración y recepción personal de los sacramentos, la profundización de la palabra de Dios, la creativa devoción a los santos y prácticas que ha consagrado la piedad cristiana en el correr de los siglos y que representa un patrimonio de rica espiritualidad. Estamos llamados a vivir esta consagración y sus mediaciones como una verdadera escuela de pertenencia al Tú del Señor cuando hacemos de todo ello no un cumplimiento cansino, repetitivo y sin significado, sino más bien las formas concretas en las que queremos nutrir y madurar nuestra adhesión a su abrazo. Sería tremendo que nosotros sacerdotes estuviésemos hambrientos de la Eucaristía que repartimos a otros, o fuésemos sordos de la Palabra que les anunciamos, o duros de corazón por no recibir la misericordia con la que les absolvemos, o ciegos de la belleza de ese Rostro que representamos. La consagración es la pertenencia a toda la vida de Dios que se nos da como la respuesta más correspondiente a nuestros anhelos.

La experiencia del amor de Dios es una experiencia única y excepcional en referencia a todas las demás experiencias humanas. La iniciativa es de Dios: es un don y por tanto de una inmediatez única respecto al sujeto que la sufre. No es una obra de conocimiento, sino una experiencia de amor. El estado dinámico de estar enamorado nos ofrece un modelo de referencia, aunque menor. Es una experiencia que no necesita justificación desde fuera.

El secreto está en proteger el corazón. Como María, la primera que dejó evangelizar su corazón, y en íntima relación con su misten de amor, cada uno de nosotros va descubriendo que Dios tiene para él un secreto de amor que se nos va a ir revelando progresivamente. Si, como ella, acogemos su palabra en nuestro corazón y le dejamos que nos evangelice desde allí en todas las dimensiones de la vida, experimentamos una plenitud de vida inusitada, la que se desprende de la realización en nuestra vida de su plan de salvación.

Amando a Cristo y todo lo que Él ama, el corazón del que se entrega va purificándose hasta conseguir que le mueva el amor que viene de Dios, al tiempo que su amor humano va inflamándose de modo cada vez más intenso. Cristo es la perfecta realización y revelación de una existencia consagrada plenamente a la gloria del Padre en la salvación de los hombres.

El corazón célibe, al modo del de Jesús, debería ser un experto en intimidad. En este mundo de la manipulación emocional y del manoseo afectivo, en el que se busca entrar en el mundo de la intimidad de las otras personas con intenciones de manipular y de conseguir reducir al otro o a la otra a ser objeto del propio provecho, se hace necesario que surjan verdaderos expertos en intimidad. Personas que acrediten con su celibato una intención limpia al acercarse a los otros y al ofrecer su intimidad. Seres que garanticen con su vida célibe una acogida libre y sana. Que no busquen crear dependencias, sino potenciar la capacidad de amor de las personas. Que no vayan a retener el amor de nadie, sino a respetarlo y encauzarlo en la vida amorosa de Dios. Expertos en intimidad consagrada que abran su interior y reflejen el deseo de Dios y su ternura. Queremos hacer del celibato una transparencia de la intimidad sagrada de Dios que actúa en su criatura y le ofrece una plenitud insospechada.

2.2 La comunión fraterna de nuestro presbiterio

La comunión fraterna tiene lógicamente una referencia concreta, porque siempre debe ser concreto el amor. Son los que en una Iglesia local determinada, se nos dan como compañeros, como comunidad apostólica que testimonia en su unidad y comunión lo que luego narra en su trabajo ministerial.

Vivir en común es aprender a narrar con otros la historia oculta del amor de Dios. Y para ello la memoria del corazón es nuestro gran tesoro. Olvidar es dejar morir las raíces y despreciar, por más frágiles que sean, las experiencias de nuestra vida. El pecado es el olvido. Es separarnos de la fuente de la vida, es arriesgarnos a beber el agua corrompida de cisternas agrietadas. El Deuteronomio repite una y otra vez por la boca de Moisés esta máxima al pueblo: "¡Acuérdate, Israel!". El profeta sabe muy bien lo fácil que resulta olvidar las experiencias vividas, ¡La fidelidad del corazón es algo tan débil y tornadizo! Comunicar lo que Dios hace con nosotros debe ser la línea maestra de una vida de comunidad. La memoria del corazón es lo que nos vincula a una comunidad de iguales y diferentes, desde las experiencias narradas y escuchadas, compartidas en un círculo de intimidad. Es lo que nos hace testigos de la vida de los otros y merecedores de gracia y de perdón y nos capacita para experimentar la dulzura y la quemazón del misterio del Dios seductor de nuestras vidas. De Aquél que orienta nuestras fuerzas hacia la persona de Jesús confesado y anunciado con nuestra propia muerte, rememorado en nuestras vidas que se reparten como el pan y el vino,

Cuando el Señor nos reúne en comunidad lo hacemos pidiendo perdón, como hijos pequeños que regresan a casa. Porque si hay algo que destruye nuestros presbiterios es la pretensión de estar por encima de los demás, de convertimos en jueces de nuestros hermanos. Y ello se debe a que proyectamos sobre ellos nuestros sueños y exigimos a los demás que los cumplan. Al amar más nuestro sueño de presbiterio que el real, nos convertimos en destructores. Entramos en la comunidad diocesana agradeciendo, porque toda comunidad es en primer lugar un regalo que se nos hace. Y en la Iglesia no elegimos a las personas con las que vivimos sino que las recibimos cuando somos enviados a ellas.

En la vida en común podemos ayudar a nuestros hermanos a recuperar los hilos de su historia, a mirar hacia atrás sin ira, a recuperar los episodios felices o desgraciados y a reconciliarse con ellos. Es una tarea fraterna ayudar a recuperar los hilos rotos de la propia historia y supone el aprendizaje de una cierta sabiduría narrativa. Podemos ayudar a releer lo vivido por el otro y a hacernos cargo de sus propias vivencias. Volver a lo vivido y recuperar los hilos, quizá muy débiles o perdidos, del amor de Dios y del amor de los demás.

Para ser un buen acompañante en la comunidad de hermanos deberemos aprender a ayudar a leer y rehacer los aspectos dañados de vida de los hermanos, los diversos episodios negativos que les han marcado y que les hacen enfocar lo vivido desde una tonalidad negativa. Hay en nosotros heridas que, muy a nuestro pesar, parasitan nuestros esfuerzos por hacer más digna nuestra vida. Los saboteadores de nuestra vida están actuando siempre en nosotros y sentimos su acción subterránea pero no sabemos qué hacer. La escucha fraterna tiene un resorte muy útil en el manejo de las crisis personales, de los fallos, de las heridas de los que nos demandan ayuda para detectar y rehacer las secuencias dañadas de la vida. Porque para recomponer su propia vida, los otros necesitan de nosotros.

2.3 La misión de sabernos enviados a la viña del Señor

Un último aspecto es el de la misión resultante. El Señor que nos llama, nos consagra; el que nos consagra luego nos hermana; y el que nos ha hermanado finalmente nos envía. Consagración y misión (sin dejar de obviar la comunión) están en estrecha relación ontológica sacramental [14]. Si ya Pedro en su primera carta advertía que cada uno debe ponerse al servicio de los demás con el don que ha recibido (1 Pd. 4), es un reclamo para nosotros saber situarnos exactamente en el lugar y el quehacer para el que Jesús y su Iglesia nos envían. Porque no es un secreto que hemos podido haber sufrido los reduccionismos coyunturales que han ido marcando tantos momentos de perplejidad y desconcierto a los que en estos años hemos asistido [15].

Siempre resulta una saludable clarificación esa de entender con la Iglesia los clásicos tres munera que precisan nuestra tarea dentro del Pueblo de Dios: santificar, enseñar y regir. Que la misión compartida con otras vocaciones eclesiales no termine siendo una misión confundida. Y se puede pecar de exceso o de defecto, de clericalización de los laicos o de secularización de nuestra vida sacerdotal.

El término con el que la teología del ministerio ordenado ha explicado la misión multiforme a la que un sacerdote es enviado, ha sido la "caridad pastoral". Ya es sintomático que el trabajo pastoral sea un adjetivo que califica lo que propiamente es sustantivo en la vida de un sacerdote: la caridad. Como dice la Pastores dabo vobis, «esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión. Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de "dar la vida por la grey" puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote» [16].

Y al igual que todo otro quehacer humano, también el que ejercemos los sacerdotes por encargo del Señor y con la misión sacramental recibida, debemos tomarnos muy en serio la continua formación. La encomienda que se nos hizo el día de nuestra ordenación no ha cambiado, pero nosotros y las personas a las que servimos en nombre de Dios, sí. Tenemos esa necesidad de continuar una formación integral que nos permita acoger con fecunda obediencia aquello que recordaba Pablo a su discípulo Timoteo: «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1, 6). Son preciosas y muy precisas las indicaciones que al respecto se indican en la exhortación Pastores dabo vobis y a ellas remito [17].

3. La vida consagrada en la Iglesia

Con semejante paralelo podemos hablar de la vida consagrada. El seguimiento del Señor en virginidad-pobreza-obediencia es un testimonio escatológico del Reino de los cielos, un reclamo permanente a la santidad desde una historia de santidad concreta.

Toda forma de vida consagrada ha descrito una suerte de imitatio y de sequela Christi a través de la historia. Es la Persona del Señor la que viene seguida e imitada por los santos fundadores, pero esto se trunca y queda gravemente dañado si se asienta en una cristología que no responde a la Tradición eclesial.

Aparecería aquí la vida consagrada como una "instancia crítica" dentro de la Iglesia, pasando del sentire cum Ecclesia al agere contra Ecclesiam, dibujando de nuevo esa dialéctica de las dos iglesias: la jerárquica y la popular.

También aquí se facturan graves consecuencias, verdaderamente desastrosas: en primer lugar para los mismos consagrados, con la pérdida de identidad, pero también para el resto de la Iglesia por el influjo negativo y la ausencia del beneficio positivo que siempre han brindado los consagrados en la Iglesia del Señor. Particularmente se señala el vaciamiento de lo más nuclear de la vida consagrada: la pérdida del sentido de la consagración (y sería lo más abiertamente contradictorio: que una vida consagrada quedase secularizada o mundanizada), y la confusión total en el sentido y significado de los consejos evangélicos [18].

He desarrollado con detenimiento en otro trabajo el balance que podemos hacer de la vida consagrada en este período postconciliar a la luz de tres reduccionismos patológicos, y de la alternativa propiamente eclesial [19]. Como en toda historia viva, la que representa la vida consagrada en el conjunto de la historia cristiana supone al mismo tiempo ese doble momento de cita con la fidelidad: ser conscientes de la herencia que se ha recibido y ser responsables ante la tarea en porvenir. Entre esa herencia y esa tarea se abre apasionante el presente único que Dios, Señor de la historia, pone en nuestras manos. La actitud justa de quien quiere vivir ese momento presente, no descansa ni en la nostalgia por el pasado ni en la prisa por el futuro, sino el lúcido y agradecido compromiso con el hoy en donde Dios de tantas formas nos invita a ser su profecía, a ser su alabanza, a ser su consuelo, a seguir narrando su fidelidad misericordiosa desde una historia carismática de santidad [20].

Y esto es lo que nos abre a la consideración sobre la fidelidad a la que estamos llamados los consagrados con la conjugación –por así decir– de los tres tiempos verbales implicados en toda historia: el pasado, el presente y el futuro. Porque podríamos vivir un presente que ignorase su raíz pretérita o impidiese su andadura por llegar; o podríamos acaso vivir en un pasado atrincherados en nuestra nostalgia estando ciegos ante el presente o prevenidos ante el porvenir; o, por último, podríamos estar continuamente soñando el futuro, censurando todo lo anterior y no reconociendo el momento del hoy. Cabrían todas estas variantes, que cuando en definitiva descuidan o mutilan los factores que componen siempre la realidad tejida de pasados-presentes-futuros, entonces se da paso a la carga ideológica de diferente signo, pero igualmente inútil y nociva para entrar y vivir en la verdad. Es la tesitura de la carta programática para este comienzo de milenio cristiano: «¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: " Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre " (Hb 13,8)» [21].

3.1 El restauracionismo nostálgico

No referimos con esta expresión a esa vuelta hacia las seguridades inmovilistas que únicamente desean la recuperación de las añejas glorias, cuando todo estaba firme, nada discutido y se gozaba de una tutela completa en lo social y lo cultural [22].

La intemperie ha puesto en la verdad a toda una realidad que no tenía quizás un auténtico fundamento sino simplemente un proteccionismo para épocas de poca inclemencia, y por eso, cambiada la circunstancia que daba seguridad, se aboga por un restablecimiento del orden anterior. Esta actitud restauradora implica una cerrazón a cualquier apertura, por mínima que sea, por el hecho de modificar lo que durante años o siglos ha podido gozar de una imperturbable inmovilidad.

Ante las evidentes fallas que el paisaje actual nos permite contemplar en el panorama global de la vida consagrada, esta actitud nostálgica encuentra una especie de legitimidad para proponer sin ambages la vuelta a lo seguro, a lo de toda la vida, a lo de antes, cuando se constata la evidente crisis que se ha facturado a tantos niveles en el panorama de la vida consagrada a través de estos decenios postconciliares.

Lógicamente, el esfuerzo humilde y catártico que ha hecho toda la Iglesia para seguir acogiendo la eterna novedad del Evangelio en un tiempo cambiado y cambiante, en un leal diálogo con la cultura emergente, sin claudicar de los valores que constituyen nuestra más genuina tradición cristiana, eclesial y carismática, será un esfuerzo no comprendido por esta corriente; es más, podrá ser un esfuerzo incluso ridiculizado o demonizado, siempre en aras de los resultados que últimamente se observan en el conjunto sombrío de la cruda realidad.

3.2 La refundación pretenciosa

Pero también existe una actitud opuesta, diametralmente contraria a la anteriormente descrita. Se trata de quienes, precisamente por la situación que arroja el estado actual de la vida consagrada en su conjunto general, apuntan a un tipo de solución en el que el seguimiento del Señor dentro de su Iglesia, queda definido desde una estrategia humana demasiado deudora de la pretensión de quien se imagina capacitado, autorizado o legitimado para una empresa re-fundadora [23]. Aquí aparece la medida no tanto del Señor que suscita una llamada y la de Iglesia que la discierne, sino la de los protagonistas de la refundación: lo que ellos calculan, pesan y miden.

No en vano, hay un sinfín de voces que ponen en solfa o, por lo menos, en alerta este camino de la re-fundación [24] sospechando del mismo invento quienes quizás más lo han ido paseando por doquier [25].

Ante algo que no hemos suscitado los hombres como respuesta calculada a un desafío concreto de un tramo de la historia de la humanidad y del cristianismo, no lo podemos nosotros suplantar como quien desplaza a quien es el origen, el cauce y la meta de tal iniciativa: el Espíritu del Señor que vivifica a su Iglesia. Es menester, pues, tener la sensibilidad, audacia, arrojo y docilidad para saber leer los signos de los tiempos, pero también para ser instrumentos de otro más grande, que es quien –en definitiva– lleva los rumbos de la Iglesia y de la humanidad.

3.3 La mediocridad estéril

Se trata de ese punto equidistante de todos los excesos extremos y de todos los radicalismos deseables. Sin malas conciencias que pudieran agobiarnos, y sin reclamos de la Gracia que pudieran desestabilizar nuestras seguridades. Es como permanecer en un lugar pero sin pertenecer a nadie.

La atonía calculada, el pactar de mil modos con toda suerte de aburguesamiento interior y exterior significa entrar en esa actitud que a descartado la ilusión apasionada del comienzo y que jamás llegará a la serena sabiduría de un amor maduro. Caben entonces toda suerte de justificaciones para no abrazar cuanto implica el seguimiento del Señor, sostenidos en su gracia que nos llama y acompaña y en su misericordia que nos levanta de cualquier asechanza.

El Papa Benedicto XVI ha tenido la libertad y el coraje de decir esto recientemente en un encuentro con los Superiores Mayores de todas las formas de vida consagrada: «La vida consagrada en los últimos años ha vuelto a ser comprendida con un espíritu más evangélico, más eclesial y más apostólico; pero no podemos ignorar que algunas opciones concretas no han ofrecido al mundo el rostro auténtico y vivificante de Cristo. De hecho, la cultura secularizada ha penetrado en la mente y en el corazón de no pocos consagrados, que ven en ella una forma de acceso a la modernidad y de acercamiento al mundo contemporáneo. La consecuencia es que junto con un indudable impulso generoso, capaz de testimonio y de entrega total, la vida consagrada experimenta hoy la insidia de la mediocridad, del aburguesamiento y de la mentalidad consumista. En el Evangelio, Jesús nos dice que sólo hay dos caminos: uno es el angosto que conduce a la Vida, el otro es el espacioso que lleva a la perdición (cf. Mt 7,13-14). La verdadera alternativa es y será siempre la aceptación del Dios vivo, por medio del servicio de obediencia por la fe, o el rechazo del mismo Dios. Una condición previa del seguimiento de Cristo es la renuncia y el desapego de todo lo que no es de Él. El Señor quiere hombres y mujeres libres, que no estén condicionados, capaces de abandonarlo todo para encontrar sólo en Él su todo. Se necesitan opciones valientes, a nivel personal y comunitario, que impriman una nueva disciplina a la vida de las personas consagradas y las lleven a redescubrir la dimensión integral del seguimiento de Cristo.

Pertenecer totalmente a Cristo quiere decir arder con su amor incandescente, quedar transformados por el esplendor de su belleza: nuestra pequeñez se le ofrece como sacrificio de suave fragancia para que se convierta en testimonio de la grandeza de su presencia para nuestro tiempo, que tanta necesidad tiene de quedar ebrio por la riqueza de su gracia. Pertenecer al Señor: esta es la misión de los hombres y mujeres que han optado por seguir a Cristo casto, pobre y obediente, para que el mundo crea y se salve. Ser totalmente de Cristo siendo una permanente confesión de fe, una inequívoca proclamación de la verdad que libera de la seducción de los falsos ídolos que deslumbran al mundo. Ser de Cristo significa mantener siempre ardiente en el corazón una llama viva de amor, alimentada continuamente por la riqueza de la fe, no sólo cuando lleva consigo la alegría interior, sino también cuando va unida a las dificultades, a la aridez, al sufrimiento. El alimento de la vida interior es la oración, íntimo coloquio del alma consagrada con el Esposo divino. Un alimento más rico todavía es la cotidiana participación en el misterio inefable de la divina Eucaristía, en la que se hace presente constantemente Cristo resucitado en la realidad de su carne.

Para pertenecer totalmente al Señor las personas consagradas abrazan un estilo de vida casto. La virginidad consagrada no se puede enmarcar en la lógica de este mundo; es la paradoja cristiana más «irrazonable» y no todos pueden comprenderla y vivirla (cf. Mt 19,11-12). Vivir una vida casta quiere decir también renunciar a la necesidad de aparecer, asumir un estilo de vida sobrio y humilde. Los religiosos y las religiosas están llamados a demostrarlo también en la elección del hábito, un hábito sencillo que sea signo de la pobreza vivida en unión con Aquel que siendo rico se hizo pobre para hacernos ricos con su pobreza (Cf. 2Cor 8,9). De este modo, y sólo de este modo, se puede seguir sin reservas a Cristo crucificado y pobre, sumergiéndose en su misterio y asumiendo las opciones de humildad, pobreza y mansedumbre» [26].

3.4 Una saludable alternativa: la fidelidad creativa

El término acuñado en la exhortación postsinodal Vita Consecrata no coincide con la abanderada "refundación" que tantos ríos de tinta había hecho correr ya en artículos, libros y congresos monográficos, así como tampoco aparecerá la "restauración" de quienes temerosos confunden la fidelidad con sus seguridades, ni tampoco, obviamente, se postula la mediocridad como salida neutral ante una situación confusa. La opción que hará el texto papal será más bien la "fidelidad dinámica", es decir, esa creatividad en acto que sabe mirar la gracia de unos fundadores, para que ensimismados en su mirada del Señor y en su disponibilidad hacia la Iglesia, pueda darse de modo dinámico en el cambiante y cambiado hoy, aquella misma gracia que comenzó a regalarse al Pueblo de Dios con el don que esos fundadores acogieron de parte del Espíritu. Esta propuesta que marca de suyo un itinerario de fidelidad en el que quedan convocados los factores que no deben censurarse o descuidarse para que realmente pueda resultar esa respuesta fiel a una llamada también fiel: la de Dios en la trama de una biografía carismática y personal. Pero los elementos que aparecen en el texto de la Exhortación Postsinodal Vita Consecrata 37, estaban ya perfilados en el Decreto Perfectae Caritatis, en el que ya se proponía un itinerarium renovationis completo, radical: «La adecuada renovación de la vida religiosa, comprende, a la vez, un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia inspiración de los institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas condiciones de los tiempos. Esta renovación, bajo el impulso del Espíritu Santo y con la guía de la Iglesia, ha de promoverse de acuerdo con los principios siguientes» [27].

Entendemos, por lo tanto, con el Magisterio luminoso de Juan Pablo II, que hemos de desbrozar los caminos de una "fidelidad creativa": no una fidelidad repetitiva de cauces cuyo único valor es el de su solera, ni tampoco una creatividad cuya única virtud resida en su novedad. Ni una fidelidad arcana para este tiempo, ni una creatividad infiel a la llamada de Dios y de su Iglesia desde un carisma concreto, sino una fidelidad creativa. De un modo vigoroso, se afirma en este texto cómo no podemos reducir la fidelidad a un pasado sin presente, así como tampoco a un presente sin pasado. Lo que Dios ha querido ofrecer a la historia a través de un carisma, debe saber observar esos dos términos: lo carismático y lo histórico, sin hacer una lectura sesgada, extraña y, a la postre, ideológica, de algo que no es fruto de nuestro empeño o consecuencia de nuestra generosidad, sino sólo don que proviene de la Gracia creadora del Espíritu de Dios para bien de su pueblo.

El carisma que Dios suscita en un momento dado para bien de su Iglesia, y la historia que es preciso recorrer como tiempo y espacio de una fidelidad dinámica, son las dos coordenadas por las que transita el apasionante desafío de ser, desde Dios, una respuesta a los retos de la historia. Esta es la síntesis feliz y el reto gozoso que tienen planteados los consagrados, sabiéndose deudores de una historia pasada en la que Dios empezó a bendecir a la Iglesia con la fidelidad de sus fundadores, y sabiéndose comprometidos en el hoy más actual en el que Dios quiere seguir escribiendo esa página carismática.

Conclusión

Como dice la Instrucción al final de sus páginas, «la teología nace de la fe y está llamada a interpretarla manteniendo su vínculo irrenunciable con la comunidad eclesial. La Iglesia necesita de la teología, como la teología necesita de su vínculo eclesial» [28]. Tanto el ministerio ordenado como la vida consagrada se benefician y se maduran, cuando bebiendo en las fuentes teológicas de las que bebe la Iglesia en su ya larga trayectoria, expresa con fidelidad la respuesta a la llamada recibida. Esa tradición representa al mismo tiempo la fidelidad al dato revelado (desvelamiento del Misterio en la Encarnación de Cristo, que la Iglesia custodia, celebra y anuncia, hasta hacerse una propuesta de nueva vida moral), y la creatividad de quien en cada generación ha sabido proponer con audacia la perenne verdad que se nos ha confiado.

El ministerio ordenado y la vida consagrada son un buen exponente de la buena teología, y ésta testifica si nutre de veras la vocación eclesial que Dios ha suscitado en su Pueblo. La salud vocacional se puede rastrear en la teología que se frecuenta, y ésta tiene inevitablemente un reflejo en la vivencia de la propia vocación.

Notas

[1] Teología y Secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II. Instrucción Pastoral. LXXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española. 30 de marzo 2006 (Edice. Madrid 2006).

[2] Cf. H.U. von Balthasar, Das Ganze im Fragment. Aspekte der Geschichtstheologie (Johannes Verlag. Einsiedeln 1963).

[3] Teología y Secularización en España, n. 1.

[4] Idem.

[5] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 9.

[6] Teología y Secularización, n. 5.

[7] Véase el rico desarrollo que hace de ellas J. Aubry, «Le tre dimensioni "relazionali" della vita consacrata: teologale, fraterna, apostolica», en Aa. Vv., Vita Consacrata, un dono del Signore alla sua Chiesa (LDC. Leumann-Torino 1994) 171-219. Con mayor exhaustividad, desarrolla esta tríada E. Ferasin, Un lungo cammino di fedeltà. La Vita Consacrata dal Concilio al Sinodo (LAS. Roma 1996) 95-323.

[8] «Esta tarea formativa de la Iglesia continúa en el tiempo la acción de Cristo, que el evangelista Marcos indica con estas palabras: «Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15). Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su historia esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a revivir con un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus apóstoles, ya que se siente apremiada por las profundas y rápidas transformaciones de la sociedad y de las culturas de nuestro tiempo así como por la multiplicidad y diversidad de contextos en los que anuncia y da testimonio del Evangelio» [Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 2].

[9] X. Quinzá Lleó, S.J., «Nutrientes para la vida consagrada. Para desarrollar en la práctica una cultura de la vida en el Espíritu», en B. Fernández-F. Torres, Recrear nuestra espiritualidad. 30 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada (Claretianas. Madrid 2001) 155-183.

[10] Cf. Jn 1, 35ss.

[11] Cf. Gén 3.

[12] Cf. Jn 17.

[13] Uno de los autores que más ha incidido en este punto ha sido Mons. Giussani, cifrando en la pertenencia a ese Tú, la clave de la fidelidad a la permanencia eclesial en el lugar en donde cada uno ha sido encontrado. Sin duda alguna, no cabe una vivencia parcial, y menos aún excluyente, de cada uno de estos dos términos: permanecer para pertenecer, y pertenecer para permanecer. La historia reciente de tantas fracturas eclesiales en las personas se deriva en grande medida por el rompimiento de este binomio de la permanencia eclesial desde la pertenencia a Jesucristo. Cf. L. Giussani, El sentido religioso. Curso básico de Critianismo. Vol. 1 (Encuentro. Madrid 1998); Id., Affezione e dimora. Coll. Quasi Tischreden (Rizzoli. Milano 2001).

[14] Cf. A. del Portillo, Consacrazione e missione del sacerdote (Ares. Milano 1990) 39.

[15] En este sentido me llamó la atención el diagnóstico que hacía el citado documento sobre el Presbítero como pastor y guía de su Pueblo: «Se ha desarrollado también, en algunos lugares, una tipología multiforme de presbíteros: desde el sociólogo al terapeuta, del obrero al político, al "manager"... hasta llegar al sacerdote "jubilado". A este propósito se debe recordar que el presbítero es portador de una consagración ontológica que se extiende a tiempo completo. Su identidad de fondo hay que buscarla en el carácter conferido por el sacramento del Orden, por el cual se desarrolla fecundamente la gracia pastoral (…). Puede suceder también que algunos sacerdotes, tras haber comenzado su ministerio con un entusiasmo cargado de ideales, experimenten el desinterés y la desilusión, e incluso el fracaso. Muchas son las causas: desde la deficiente formación hasta la falta de fraternidad en el presbiterio diocesano, desde el aislamiento personal hasta la ausencia de interés y apoyo por parte del Obispo mismo y de la comunidad, desde los problemas personales, incluso de salud, hasta la amargura de no encontrar respuestas y soluciones, desde la desconfianza por la ascesis y el abandono de la vida interior hasta la falta de fe. De hecho el dinamismo ministerial exento de una sólida espiritualidad sacerdotal se traduciría en un activismo vacío y privado de valor profético. Resulta claro que la ruptura de la unidad interior en el sacerdote es consecuencia, sobre todo, del enfriamiento de su caridad pastoral, o sea, del descuido a la hora de "custodiar con amor vigilante el misterio del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad"» [Congregación para el Clero, "El Presbítero, Pastor y Guía de la Comunidad Parroquial". Instrucción. nº 11].

[16] Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 23.

[17] Cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 70-81

[18] Vale la pena citar la referencia extravagante de un autor que ha propuesto que el voto de pobreza pase a llamarse "de administración ecológica", el de obediencia "mayordomía de coordinación", y el de castidad "voto para la relación. Cf. Comisión Episcopal para la Doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre el libro "Rehacer la vida religiosa. Una mirada al futuro" del Rvdo. P. Diarmuid O’Murchu, MSC.

[19] Cf. J. Sanz Montes, «"La fidelidad creativa" (VC 37): entre el restauracionismo, la refundación y la mediocridad de la vida consagrada», Tabor. Revista de Vida consagrada 0 (2006) 13-42.

[20] Así también lo dijo un texto importante del Papa en Vita Consecrata: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas, para que este nuestro mundo confiado a la mano del hombre... sea cada vez más humano y justo, signo y anticipación del mundo futuro» [Tertio Millennio Adveniente, 110].

[21] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 1

[22] Véase el estudio de G. Uribarri Bilbao, Portar las marcas de Jesús. Teología y espiritualidad de la vida consagrada (Comillas-DDB, Madrid-Bilbao 2001) 95ss. También la crónica de estos decenios atrás en la teología de la vida consagrada: F. Ciardi, In ascolto dello Spirito. Ermeneutica del carisma dei fondatori (Città Nuova. Roma 1996) 13-35.

[23] Cf. P.M. Sarmiento, «"Refundación", ¿Más allá del término», Vida Religiosa 97/3 (2004) 48; K.Schaupp-C. E. Kunz (eds.), ¿Refundación o renovación? Vitalidad y cambio en las congregaciones religiosas (Claretianas. Madrid 2004) 190 págs.

[24] Insólita y proféticamente, Juan Pablo II ha advertido el carácter ambiguo que reviste la expresión "refundación", en el discurso a los obispos de Brasil en su visita ad limina el 10 de diciembre de 2002: «Se oye hablar, a veces, de refundación de congregaciones, olvidando, sin embargo, que –además de la inseguridad y del trastorno causado en muchas personas de buena fe– se trata sobre todo de recomenzar íntegramente de Cristo y de examinar con humildad y generosidad el sentire cum Ecclesia. Asimismo, es urgente que, con la reorganización, no se busque sólo la competencia humana, sino también la explícita formación cristiana y católica. Una vida religiosa que no exprese la alegría de pertenecer a la Iglesia, y con ella a Jesucristo, ha perdido ya la primera y fundamental oportunidad de una pastoral vocacional» [Juan pablo II, «Discurso al X grupo de obispos de Brasil en su visita "ad limina" (10-12-2002)», Ecclesia 3141 (22 febrero 2003) 290].

[25] Cf. al respecto las lúcidas reflexiones –con una bibliografía indicativa– de G. Uribarri Bilbao, Portar las marcas de Jesús. Teología y espiritualidad de la vida consagrada. 95-102.

[26] Benedicto XVI, Discurso a los Superiores Mayores de la vida consagrada. 22 mayo 2006.

[27] PC 2a.

[28] Teología y Secularización en España, n. 69.