EL DON DEL PADRE A LA HUMANIDAD

El gran designio del Padre, que dominó toda la obra de la creación y de la redención, consistía en hacernos sus hijos, en elevarnos a la filiación divina, mediante la participación en la filiación de su Hijo divino. Este designio se llevó a cabo por el sacrificio redentor de Jesús. “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡pues lo somos!” (1Jn 3,1). Al hacernos sus hijos adoptivos en Cristo, el Padre asumió una nueva relación de paternidad con nosotros. No solo nos decimos sino que somos en realidad hijos de nuestro Padre Dios.

Es tan especial esta paternidad que Jesús resucitado ya nos dice: “Me voy a mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20,17). Esta paternidad nos hace hermanos de Jesús, el Unigénito del Padre. Por eso, el mismo Jesús, después de la resurrección, nos llama sus hermanos. Así lo confirmó en su aparición a las santas mujeres: “Vayan y anuncien a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán” (Mt 28, 10).

Como nos damos cuenta, las primeras palabras de Jesús resucitado encierran el anuncio del regalo de la nueva paternidad asumida por el Padre respecto a todos los redimidos. Es este el gran regalo que hace Jesús a los redimidos, como consecuencia de su resurrección. Nos comunica su propia riqueza, su intimidad con el Padre. Les comunica que, a partir de la resurrección, el Padre suyo es, también, el Padre de todos ellos. Casi con una especie de impaciencia se apresura a darles a conocer ese don a sus apóstoles, incluso antes de encontrarse con ellos. Jesús, que sabe en su justo valor lo que es la paternidad del Padre, se sentía feliz de hacer que sus discípulos así lo apreciasen. Jesús no pudo hacernos un regalo más generoso y mas grande que el don de su propio Padre a sus redimidos, para que en adelante fuera también nuestro querido Padre. Es este el fruto más hermoso del sacrificio redentor, fruto sumamente deseado por el miso Padre.

Es verdad que ya por la creación, el Padre muestra un amor paternal por los seres que hace existir con su poder soberano. Pero este amor se manifiesta en el más alto grado cuando el Padre entrega a su Hijo único por la salvación y la restauración del hombre: “Tanto amó el Padre al mundo, que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él, no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Su corazón de Padre puede prodigarse entonces plenamente; se trata de la nueva paternidad que se deriva de la resurrección de Jesucristo. Cuando el Padre recoge el fruto de la resurrección, recoge al mismo tiempo la fecundidad del don generoso que hizo de su Hijo. Se trata, por tanto, de una paternidad nueva, prevista y deseada ya desde el origen, que transforma el horizonte de la vida humana como consecuencia de la resurrección.

Necesitamos descubrir o volver a nuestro Padre Dios, a su amor, a la inmensidad de este amor. Como sus hijos debemos vivir de su amor, mostrar la generosidad de este amor, amando a todos, aún a los enemigos, pues también son sus hijos. Y esto, porque así se comporta el Padre, “que hace salir su solo sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45).