El Cordero, toda
una simbología
Autor: P. Sergio Córdova LC
Fuente: Catholic.net
¡Gracias porque de verdad creo que eres el Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo!
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Juan 1,
29-34
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús venir hacia él exclamó: «He ahí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije:
Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía
antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que
él sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He visto al
Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no
le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: "Aquel sobre
quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza
con Espíritu Santo." Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el
Elegido de Dios».
Reflexión
“Es tan manso como un cordero”, solemos decir con cierta frecuencia. Y, en
efecto, el cordero es como el símbolo de la mansedumbre, de la bondad y de
la paz. Es un animalito inocuo y totalmente indefenso; más aún, cuando es
todavía pequeño, nos despierta sentimientos de viva simpatía por su candor e
inocencia.
Pues Jesucristo nuestro Señor no rehusó adjudicarse a sí mismo el título de
“Cordero de Dios”. Es verdad que fue Juan Bautista el que se lo aplicó, pero
Jesús no lo rechaza. Es más, lo acepta de buen grado.
Fue el Papa san Sergio I quien introdujo el “Agnus Dei” en el rito de la
Misa, justo antes de la Comunión. Y, desde entonces, todos los fieles
cristianos recordamos diariamente aquellas palabras del Bautista: “He ahí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
Desde los primerísimos siglos de la Iglesia, la imagen del cordero ha sido
un símbolo tradicional en la iconografía y en la liturgia católica. Con
frecuencia lo vemos grabado o pintado en los lugares y objetos de culto,
bordado en los ornamentos sagrados o esculpido en el arte sacro. Pronto esta
figura, junto con la del pez, fue un signo común entre los cristianos. Y,
para comprenderlo mejor, tratemos de ver brevemente la rica simbología
bíblica que está detrás.
El profeta Jeremías, perseguido por sus enemigos por predicar en el nombre
de Dios, se compara a sí mismo como “a un cordero llevado al matadero” (Jer
11, 19). Poco más tarde, el profeta Isaías retoma esta misma imagen en el
famoso cuarto canto del Siervo de Yahvé, que debe morir por los pecados del
mundo y que no abre la boca para protestar, a pesar de todas las injurias e
injusticias que se cometen contra él, manso e indefenso como un “cordero
llevado al matadero” (Is 53, 7). En el libro de los Hechos de los Apóstoles
se narra que el eunuco de Etiopía iba leyendo este texto en su carroza y que
el apóstol Felipe le explicó quién era ese Siervo doliente de Yahvé descrito
por el profeta: Jesús, nuestro Mesías, que nos redimió con los dolores y
quebrantos de su pasión.
Pero, además, el tema del cordero se remonta hasta la época de Moisés y a la
liberación de Israel de manos del faraón. El libro del Éxodo nos narra que,
cuando Dios decidió liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, ordenó
que cada familia sacrificase un cordero sin defecto, macho, de un año, que
lo comiesen por la noche y que con su sangre untaran las jambas de las
puertas en donde se encontraban. Con este gesto fueron salvados todos los
israelitas de la plaga exterminadora que asoló aquella noche al país de
Egipto, matando a todos sus primogénitos (Ex 12, 1-14). Unos días más tarde,
en el monte Sinaí, Dios consumía su alianza con Israel sellando su pacto con
la sangre del cordero pascual (Ex 24, 1-11). Es entonces cuando Israel queda
convertido en el pueblo de la alianza, de la propiedad de Dios, en pueblo
sacerdotal, elegido y consagrado a Dios con un vínculo del todo singular (Ex
19, 5-6).
En el Nuevo Testamento, la tradición cristiana ha visto en el cordero, con
toda razón, la imagen de Cristo mismo. San Pablo, escribiendo a los fieles
de Corinto, les dice que les transmite una tradición que él, a su vez, ha
recibido y procede de manos del Señor: “Que el Señor Jesús, en la noche que
iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió
y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en
memoria mía’. Y lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo:
‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez
que lo bebáis, en memoria mía’. Por eso, cada vez que coméis de este pan y
bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (I Cor
11, 23-26).
Cristo, “nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado”, decía Pablo a la
comunidad de Corinto (I Cor 5, 7). Y Pedro, en su primera epístola, invitaba
a los fieles a recordar que “habían sido rescatados de su vano vivir no con
oro o plata, que son bienes corruptibles, sino con la sangre preciosa de
Cristo, Cordero sin defecto ni mancha” (I Pe 1, 18-19).
Y también en el libro del Apocalipsis encontraremos esta imagen en diversos
momentos. Aparece con tonos solemnes y dramáticos un cordero, como
degollado, rodeado de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos, y
es el único capaz de presentarse ante el trono de la Majestad de Dios y
abrir los sellos del libro sagrado. Entonces todos los ancianos y miles y
miles de la corte celestial se postran delante del cordero para tributarle
honor, gloria y adoración por los siglos (Ap 5, 2-9.13).
Y al final del Apocalipsis –que es también la conclusión de toda la Biblia—
se nos presentan, en todo su esplendor y belleza, las bodas místicas del
Cordero con su Iglesia, que aparece toda hermosa y ricamente ataviada, como
una novia que se engalana para su esposo (Ap 19, 6-9; 21, 9).
A esta luz, el símbolo del cordero se nos ha llenado de sentido y de una
riqueza teológica y espiritual fuera de serie. Ese cordero pascual es
Jesucristo mismo. Es el verdadero cordero que quita el pecado del mundo, el
Cordero pascual de nuestra redención, que se inmoló como sacrificio perfecto
en su Sangre e instituyó como sacramento la noche del Jueves Santo. Así, su
Iglesia puede celebrar todos los días, en la Santa Misa y en los demás
sacramentos, el memorial de la pasión, muerte y gloriosa resurrección del
Señor, para prolongar su presencia entre nosotros y su acción salvadora
hasta el final de los tiempos.
Gracias a esto, hoy todos los católicos del mundo repetimos diariamente en
el santo sacrificio eucarístico esas mismas palabras, por labios del
sacerdote: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
¡Dichosos los invitados al banquete del Señor!”.
Ojalá que, a partir de hoy, cada vez que digamos estas palabras, lo hagamos
con todo el fervor de nuestra fe, de nuestro amor y adoración, pidiendo a
Dios por la salvación de toda la humanidad. ¡Éstos son los deseos de
Jesucristo, el gran Cordero y Pastor de nuestras almas!